8

El rey Silo entró en la habitación poco después de que las mujeres la abandonaran. Había bebido un par de copas más del vino que se guardaba en grandes barricas en los sótanos del castillo y estaba de buen humor. Al ver a Ebla, cubierta hasta la barbilla con el cobertor de hilo, sonrió. La muchacha suponía una conclusión adecuada para una velada agradable. Se sirvió vino de la jarra que reposaba sobre la mesilla y le tendió una copa a Ebla.

—¡Bebe! Te sentará bien.

La muchacha se incorporó sin soltar el cobertor en el que se había envuelto. Con la mano libre cogió la copa y bebió vino, que era dulce y con cuerpo. No acostumbraba a beber, y el licor se derramó por su garganta como fuego líquido, abriéndose paso a través de sus venas. Al principio se asustó, pero luego notó que el miedo se desvanecía en parte.

Silo volvió a llenarle la copa.

—¡Brinda por mí!

—¡A vuestra salud, majestad! —Ebla alzó la copa y se la llevó a los labios, al tiempo que el rey apartaba el cobertor de un tirón. La tela se deslizó revelando los maravillosos pechos de la muchacha, que quiso volver a cubrirse de inmediato. Silo se lo impidió y la abrazó.

—El águila ha cogido a su presa y ya no la soltará. ¡Bebe! Tu copa aún no está vacía.

Antes de que la muchacha atinara a obedecerle, él llenó la copa hasta el borde, quitó el cobertor de la cama y contempló su desnudez con expresión satisfecha. Luego se despojó de la ropa y atrajo a la muchacha hacia sí con un gemido lascivo. Le agarró con fuerza los glúteos y mientras Ebla aún se preguntaba qué ocurriría a continuación, la tendió de espaldas, se echó encima de ella y le separó los muslos con las rodillas.

Ebla notó que algo presionaba contra sus partes más sensibles y se abría paso hacia dentro con una fuerza irresistible; luego un dolor breve pero agudo le arrancó un grito de terror.

—Así que todavía eras virgen. ¡Eso me agrada! —exclamó Silo en tono alegre, aunque no por ello la trató con mayor delicadeza.

Tras alcanzar el clímax soltando gruñidos que a Ebla le recordaron a un macho cabrío durante el apareamiento, Silo sirvió una copa de vino para cada uno y brindó.

—Tienes suerte, muchacha. No todas las hembras pueden decir que un rey las liberó de ese incómodo obstáculo que se interpone al auténtico placer.

Mientras disfrutaba del vino, Ebla clavó la mirada en la cama manchada de sangre y se dijo que Alma la regañaría por ello.

La rosa de Asturias
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