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El rey Carlos dirigió una mirada atónita al mensajero.

—¿Qué dices? ¿Que nuestra retaguardia fue atacada y aniquilada?

Era evidente que el mensajero habría preferido transmitir cualquier otro mensaje menos ése.

—Por desgracia es así, señor. Al ver que la tropa del prefecto Roland no llegaba cuando estaba previsto, cabalgamos a su encuentro y llegamos hasta el desfiladero de Roncesvalles. Allí los encontramos, masacrados hasta el último hombre.

—¿Nadie ha sobrevivido? —preguntó el rey, incrédulo.

Conocía el desfiladero y sabía que era posible tender una emboscada en ese lugar, pero los atacantes habían de ser muy numerosos para suponer un peligro para un ejército del tamaño del suyo. Por otra parte, disponía de suficiente información acerca de las tribus de las montañas que vivían en aquel lugar y jamás sospechó que éstas se atreverían a cruzarse en el camino de su ejército. También Roland había estado convencido de lo mismo.

—Hay un hombre que aún está con vida, majestad. Se llama Philibert de Roisel, uno de los caballeros armados del conde Eward. Un par de pastores lo acogieron y lo curaron. Ya había sido herido con anterioridad, así que cuando empezó el ataque, fingió estar muerto y logró engañar a los enemigos.

—¡Un sobreviviente! He de hablar con él.

El rey se dirigió apresuradamente a la puerta, pero la voz del mensajero lo detuvo.

—Nos vimos obligados a dejar a Philibert con los pastores; estaba demasiado débil para viajar.

El rey se volvió hacia el hombre.

—¡He dicho que debo hablar con ese hombre! ¿A cuánta distancia de aquí se encuentra la choza? ¿A cuatro o cinco días a caballo?

—Más bien a seis, majestad.

—¡Hemos de llegar con mayor rapidez! Partiremos en media hora. Me acompañarán quinientos hombres montados en los caballos más veloces; el resto del ejército continuará su camino según lo planeado.

—¿Y si los sarracenos atraviesan el paso con un gran ejército y amenazan Aquitania, majestad?

Carlos le lanzó una mirada airada a su interlocutor.

—Si el emir de Córdoba hubiese reunido huestes más numerosas en el norte lo sabríamos. ¿Acaso crees que no tengo espías en España? Es de suponer que las levas del conde de Gascuña podrán enfrentarse a una patrulla, ¿no?

—¿Y si se produjera una rebelión? —adujo el joven con voz temerosa.

Aunque Carlos no tenía ganas de perder el tiempo discutiendo, igualmente respondió a su pregunta.

—Si los gascones realmente osaran rebelarse contra nosotros, en cuanto hayamos acabado con los sajones regresaremos a estas tierras y nos encargaremos de que en toda Aquitania nadie vuelva a elevar la voz contra los francos. ¡Y ahora ven! Los caballos aguardan.

Tras esas palabras, Carlos abandonó la casa en la que se había alojado. Entonces el hecho de haber concedido unos días de descanso a su ejército supuso una ventaja y, debido a ello, el camino hacia el sur no resultaba tan largo como si hubieran seguido adelante a marchas forzadas. No obstante, tardaría al menos dos semanas en volver a reunirse con sus guerreros, y eso sólo si no se producían otras incidencias en el sur. Ante la casa se había reunido una multitud acalorada, entre la cual también se encontraban algunos de los guerreros más próximos a Carlos, que ahora trataban de abrirse paso hasta él. El rey alzó la mano con gesto autoritario.

—¡Conservad la calma, hijos míos! Veréis que todo saldrá bien.

—¿Es verdad que el prefecto Roland ha sido aniquilado junto con todo su ejército? —osó preguntar uno de ellos pese a las palabras tranquilizadoras del rey.

—Por ahora sólo es un rumor. E incluso si fuera verdad, de ninguna manera puede hablarse de un ejército aniquilado, sino sólo de un pequeño grupo. He de reprocharme no haber dejado una cantidad suficiente de guerreros con Roland, debido a que quería atacar con fuerzas más poderosas a los sajones. Fueron ellos quienes al romper sus sagrados juramentos nos obligaron a interrumpir la campaña militar en España, así que también son los culpables de lo ocurrido. ¡Si fuera verdad que en el desfiladero de Roncesvalles se ha vertido buena sangre franca, los sajones lo pagarán! Continuad vuestro camino, guerreros míos, y dirigid vuestra justa ira contra ese pueblo. ¡Que cada mandoble que les asestéis sea una venganza por Roland y sus guerreros!

Durante unos instantes reinó el silencio, tras el cual se alzó un grito salvaje.

—¡Venganza para Roland! ¡Muerte a los sajones!

El rey asintió con expresión satisfecha. Éste ya no era el ejército que había fracasado ante las puertas de Zaragoza y que tuvo que emprender la marcha al otro extremo del reino como un perro apaleado. Una cólera ardiente se había apoderado de esos hombres, así como el deseo de venganza.

—Los sajones pagarán por su traición y por nuestros muertos —dijo Carlos en voz baja, al tiempo que indicaba al conde Gerold, su cuñado, que se acercara—. Tú comandarás el ejército durante mi ausencia. Marchad con rapidez para que los sajones vean nuestras espadas cuanto antes. ¡Y ahora, con Dios!

Dicho esto, Carlos echó a correr hacia su escudero, que le traía su semental y sostenía el estribo. Mientras montaba, Carlos dedicó un breve pensamiento a su hijo Ludovico, al que Hildegarda había dado a luz hacía poco. Ese año no sólo le había proporcionado desgracias, sino también alegrías.

Antes de partir alzó la mano brevemente.

—¡Guerreros míos! Mañana cabalgaréis bajo el mando del hermano de mi mujer para derrotar a los sajones. Pero antes de hacerlo, bebed una copa de vino a la salud de mi hijo Ludovico. ¡Creo que un día se convertirá en un buen rey para Aquitania!

—Pues aún tendrá que crecer un poco —exclamó uno de los hombres—. ¡De momento el pequeño todavía cabe en una panera!

Resonaron carcajadas y, pese a la tensión, el rey tuvo que sonreír. La idea de proclamar a Ludovico rey de Aquitania se le había ocurrido de un modo espontáneo, para halagar el orgullo de los nobles de esa tierra, así que unos cuantos se preguntarían si sería mejor unirse a una rebelión o tomar partido por los francos. Todo hombre que en Gascuña no empuñaba las armas contra él suponía un beneficio.

La rosa de Asturias
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