4

Pronto resultó evidente que Ermengilda y Konrad no lograban orientarse: sólo sabían que para alcanzar territorios conocidos debían dirigirse al norte. A diferencia de ellos, Maite había prestado atención durante el viaje a Córdoba, grabándose el nombre y el aspecto de las ciudades en la memoria, así que los otros dos dependían de ella. Eso la complacía, pues la convertía en la auténtica cabecilla del grupo.

Pero para los viajeros con los cuales se encontraban de camino ni siquiera era una persona, sólo una esclava negra que acompañaba a sus amos. Los dos viejos mulos y el escaso equipaje les permitieron recorrer los caminos durante varios días sin ser molestados. Los judíos que viajaban de esa guisa no tenían fama de llevar mucho dinero y, en general, nadie les prestaba atención.

Al principio los tres siguieron el curso del Guadiato río arriba con el fin de atravesar las montañas, pero ello supuso que se desviaran hacia el noroeste. En esas circunstancias, ni siquiera Maite sabía hacia dónde debían dirigirse al día siguiente. Las tierras montañosas y los escarpados valles ofrecían pocos caminos que avanzaran en la dirección deseada y con bastante frecuencia los lugareños les informaban de que aquéllos desembocaban en remotos valles de montañas.

Como Maite era la única que dominaba la lengua sarracena con fluidez, sus acompañantes se sentían indefensos, puesto que en esas tierras incluso los cristianos se comunicaban en dicha lengua. Si como excepción se encontraban con alguien que comprendía la lengua románica del norte, hablaba en un dialecto tan extraño que apenas lograban entender lo que decía.

Temiendo desviarse demasiado hacia el oeste, Maite escogió un camino que atravesaba las montañas en zigzag. En efecto: tras diez días alcanzaron el camino militar y comercial que conducía de Córdoba a su tierra natal. Pero una vez en él, lo de viajar tranquilamente llegó a su fin. Si hasta entonces sólo rara vez se habían encontrado con otros viajeros, ahora no dejaban de toparse con personas que, al igual que ellos, se dirigían al norte o procedían de allí.

Imaginando que atraían cada vez más miradas curiosas, los supuestos judíos y su esclava negra agacharon la cabeza porque temían ser desenmascarados con rapidez, pero con el tiempo se dieron cuenta de que se confundían con el resto de la multitud como peces en un cardumen. Ni los sarracenos ni los cristianos les prestaban atención, y cuando se encontraban con judíos, Konrad intercambiaba con ellos los saludos indicados por Eleazar, sin entablar una conversación.

Para que su actitud no levantara sospechas, Maite contaba a todo aquel que quisiera prestar oídos que su amo era un extranjero que, con permiso del emir, había realizado negocios en al-Ándalus y que ahora quería regresar a su hogar. Con cierta maldad, convirtió a Ermengilda en la viuda del hermano de Konrad, con la que éste se había visto obligado a casarse, y se lamentó porque la alejaban de la maravillosa ciudad de Córdoba para arrastrarla a los bosques remotos, oscuros y fríos de Germania.

—Allí hace tanto frío que la nieve que aquí vemos en las montañas cubre la tierra durante todo el año. Allí no florecen las higueras y tampoco hay granados. ¡Ni siquiera crece la cebada!

También esa mañana se dirigía hablando y gesticulando a diversos viajeros que, como ellos, habían pernoctado en la posada. Mientras las dos mujeres la escuchaban con atención, sus acompañantes varones ensillaban los mulos y un asno.

—¡Venid! ¡Hemos de seguir viaje! —refunfuñó uno de ellos dando varias palmadas.

—¡Adiós, y mucha suerte en el extranjero! —gritó una de las mujeres; después ella y su compañera echaron a correr hacia los mulos y montaron. El grupo desapareció por la puerta de la empalizada y Maite soltó un suspiro de alivio.

—Nunca había mentido tanto como en los últimos días —dijo, riendo, y ayudó a Konrad a abrevar los dos mulos.

—¿No temes contradecirte con tanta cháchara?

—No —contestó Maite—, soy capaz de recordar todo lo que digo. Aunque hoy hable con alguien y no vuelva a hacerlo hasta dentro de tres semanas, volveré a decirle lo mismo.

—¿Tres semanas más? ¡El viaje hasta aquí no llevó tanto tiempo! —exclamó Ermengilda.

El embarazo empezaba a afectarla y deseaba llegar a un lugar donde pudiera descansar y alegrarse por el niño que había de nacer.

—Viajamos mucho más lentamente que cuando vinimos. Además yo he de ir andando, mientras que antes montábamos a caballo.

—Querrás decir en un carro mugriento. ¡Y en aquella ocasión Konrad también tenía que ir a pie, y encima no dejaban de maltratarlo! —dijo Ermengilda, como si le recriminara que avanzara más lentamente que Konrad o que los asnos que habían arrastrado el carro de Fadl Ibn al Nafzi.

Maite no le hizo caso, tiró del mulo hacia el abrevadero e indicó a Ermengilda que montara. La astur obedeció, pero sin dejar de protestar por la duración del viaje.

—Que Konrad te compre un mulo, así llegaremos antes.

—¡No lo llames por ese nombre, tonta! Incluso mientras duermes, para ti ha de llamarse Issachar Ben Judá —la regañó Maite.

—Quiero que te compre un mulo. Estamos tardando demasiado —insistió Ermengilda, lloriqueando como una niña pequeña y secándose las lágrimas.

Konrad no sabía qué hacer.

—No sé si me alcanza el dinero. Aún nos espera un camino muy largo y hemos de pagar la comida y las posadas. Quizá nos alcance el invierno y entonces necesitaremos ropa más abrigada.

—¡Pero yo quiero que le compres un mulo a Maite! —chilló Ermengilda en tono iracundo, y taconeó al mulo con tanta violencia que éste soltó un relincho agudo y amenazó con derribarla.

Maite cogió las riendas a tiempo para evitar un accidente.

—¡Contrólate! —increpó a su amiga—. Konrad no puede comprar un mulo en este lugar, porque el dueño del mesón lo engañaría. Hemos de comprárselo a un campesino, pero sólo si podemos permitírnoslo.

Como Ermengilda siguió protestando, Maite alzó la mano con gesto amenazador.

—¡Si para hacerte cerrar el pico he de pegarte un par de bofetadas, no tendré el menor empacho en hacerlo!

Tras dicha amenaza Ermengilda por fin calló, pero se echó a llorar y acabó por estallar en unos sollozos que le partieron el alma a Konrad. Éste se acercó a ella a toda prisa y le cogió la mano.

—¿Qué te pasa?

—Nada que deba preocuparte de momento —dijo Maite en tono mordaz—. Monta de una vez, hemos de seguir viaje. Ya lo has oído: nuestra acompañante desearía estar en casa mañana mismo.

—¡Es la primera vez que la veo tan fuera de sí!

Dado que Konrad se negaba a abandonar el tema, Maite se volvió hacia él y lo contempló con mirada burlona.

—Bien, la verdad es que nuestra amiga está embarazada y en ese estado las mujeres a veces se comportan de manera extraña.

—¿Qué dices?

La expresión estupefacta de Konrad provocó la risa de la vascona.

—¡Va a tener un niño! ¿Lo has comprendido ahora?

—Pero ¿cómo…?

—Olvidas que estuvo casada con Eward durante varias semanas y que por orden del rey, él tuvo que cumplir con sus deberes maritales.

—¡Eres una víbora! —exclamó Ermengilda, moqueando y restregándose las lágrimas, al tiempo que lanzaba una mirada suplicante a Konrad—. Quería decírtelo, pero esa deslenguada se me ha adelantado.

—¿Eward es el padre? —exclamó Konrad en tono decepcionado. Aunque sólo habían pasado unos días desde su noche de amor con Ermengilda, habría preferido con mucho ser él quien la dejara encinta.

—Prefiero que el padre sea Eward y no el emir, pero ¿comprendes ahora por qué debía huir a toda costa? Quiero que mi hijo nazca en libertad y que se críe como corresponde a su rango.

La desesperación de Ermengilda enterneció a Konrad, que quiso asegurarle que no le importaba, pero Maite ya había cogido la cuerda del mulo y arrastró al animal a través de la puerta. Konrad se apresuró a montar en el suyo y siguió a ambas mujeres. Una vez en el camino, acercó su mulo al de la astur y le rozó la mano.

—¡Mi vida y mi espada te pertenecen!

—¡Te lo agradezco de corazón! —dijo la joven con una suave sonrisa, pensando que debía considerarse muy afortunada de que Konrad la quisiera como esposa. Si bien los latidos de su corazón no se aceleraban al pensar en él, le había agradado que le hiciera el amor. Además, era muy amable con ella y sin duda la trataría mucho mejor que Eward.

Como anhelaba volver a compartir el lecho con él, quiso rogarle que fueran en busca de un sacerdote para que este pronunciara la bendición nupcial, pero tras echar un vistazo a su atuendo, abandonó la idea. Ambos viajaban disfrazados de judíos, así que no podían pisar una iglesia cristiana: el sacerdote los hubiese expulsado a palos. Por tanto no le quedó más remedio que suplicar a la Virgen que le perdonara sus pecaminosos pensamientos. Y al mismo tiempo elevó una oración al Salvador rogando que la condujera a su hogar lo antes posible.

La rosa de Asturias
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
mapa.xhtml
personajes.xhtml
trasfondo_historico.xhtml
primera_parte.xhtml
P01_cap01.xhtml
P01_cap02.xhtml
P01_cap03.xhtml
P01_cap04.xhtml
P01_cap05.xhtml
P01_cap06.xhtml
P01_cap07.xhtml
P01_cap08.xhtml
P01_cap09.xhtml
P01_cap10.xhtml
P01_cap11.xhtml
segunda_parte.xhtml
P02_cap01.xhtml
P02_cap02.xhtml
P02_cap03.xhtml
P02_cap04.xhtml
P02_cap05.xhtml
P02_cap06.xhtml
P02_cap07.xhtml
P02_cap08.xhtml
P02_cap09.xhtml
P02_cap10.xhtml
P02_cap11.xhtml
P02_cap12.xhtml
P02_cap13.xhtml
tercera_parte.xhtml
P03_cap01.xhtml
P03_cap02.xhtml
P03_cap03.xhtml
P03_cap04.xhtml
P03_cap05.xhtml
P03_cap06.xhtml
P03_cap07.xhtml
P03_cap08.xhtml
P03_cap09.xhtml
P03_cap10.xhtml
cuarta_parte.xhtml
P04_cap01.xhtml
P04_cap02.xhtml
P04_cap03.xhtml
P04_cap04.xhtml
P04_cap05.xhtml
P04_cap06.xhtml
P04_cap07.xhtml
P04_cap08.xhtml
P04_cap09.xhtml
P04_cap10.xhtml
P04_cap11.xhtml
P04_cap12.xhtml
quinta_parte.xhtml
P05_cap01.xhtml
P05_cap02.xhtml
P05_cap03.xhtml
P05_cap04.xhtml
P05_cap05.xhtml
P05_cap06.xhtml
P05_cap07.xhtml
P05_cap08.xhtml
P05_cap09.xhtml
P05_cap10.xhtml
P05_cap11.xhtml
P05_cap12.xhtml
P05_cap13.xhtml
sexta_parte.xhtml
P06_cap01.xhtml
P06_cap02.xhtml
P06_cap03.xhtml
P06_cap04.xhtml
P06_cap05.xhtml
P06_cap06.xhtml
P06_cap07.xhtml
P06_cap08.xhtml
P06_cap09.xhtml
P06_cap10.xhtml
P06_cap11.xhtml
P06_cap12.xhtml
P06_cap13.xhtml
P06_cap14.xhtml
P06_cap15.xhtml
P06_cap16.xhtml
P06_cap17.xhtml
septima_parte.xhtml
P07_cap01.xhtml
P07_cap02.xhtml
P07_cap03.xhtml
P07_cap04.xhtml
P07_cap05.xhtml
P07_cap06.xhtml
P07_cap07.xhtml
P07_cap08.xhtml
P07_cap09.xhtml
P07_cap10.xhtml
P07_cap11.xhtml
P07_cap12.xhtml
P07_cap13.xhtml
P07_cap14.xhtml
P07_cap15.xhtml
P07_cap16.xhtml
P07_cap17.xhtml
P07_cap18.xhtml
P07_cap19.xhtml
P07_cap20.xhtml
octava_parte.xhtml
P08_cap01.xhtml
P08_cap02.xhtml
P08_cap03.xhtml
P08_cap04.xhtml
P08_cap05.xhtml
P08_cap06.xhtml
P08_cap07.xhtml
P08_cap08.xhtml
P08_cap09.xhtml
P08_cap10.xhtml
P08_cap11.xhtml
P08_cap12.xhtml
P08_cap13.xhtml
P08_cap14.xhtml
P08_cap15.xhtml
P08_cap16.xhtml
P08_cap17.xhtml
P08_cap18.xhtml
novena_parte.xhtml
P09_cap01.xhtml
P09_cap02.xhtml
P09_cap03.xhtml
P09_cap04.xhtml
P09_cap05.xhtml
P09_cap06.xhtml
P09_cap07.xhtml
P09_cap08.xhtml
P09_cap09.xhtml
P09_cap10.xhtml
P09_cap11.xhtml
P09_cap12.xhtml
P09_cap13.xhtml
P09_cap14.xhtml
P09_cap15.xhtml
P09_cap16.xhtml
P09_cap17.xhtml
P09_cap18.xhtml
decima_parte.xhtml
P10_cap01.xhtml
P10_cap02.xhtml
P10_cap03.xhtml
P10_cap04.xhtml
P10_cap05.xhtml
P10_cap06.xhtml
P10_cap07.xhtml
P10_cap08.xhtml
P10_cap09.xhtml
P10_cap10.xhtml
P10_cap11.xhtml
P10_cap12.xhtml
P10_cap13.xhtml
P10_cap14.xhtml
P10_cap15.xhtml
P10_cap16.xhtml
P10_cap17.xhtml
P10_cap18.xhtml
P10_cap19.xhtml
glosario.xhtml
autor.xhtml