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Resurgir de las cenizas
Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas.
Albert Camus, La peste (1947)
En 1945 Europa era un continente que vivía bajo la sombra de la muerte y la desolación. «Esto es un cementerio. Esto es la muerte». Tal fue la impresión que Varsovia, irreconocible en medio de sus ruinas, dio a la escritora polaca Janina Broniewska cuando regresó a la ciudad tras su liberación. Al volver a Alemania después de más de doce años de exilio forzoso, Alfred Döblin, el célebre autor de la novela Berlín Alexanderplatz, publicada en 1929, quedó anonadado al ver unas ciudades «de las que sólo queda poco más que los nombres».
En la Europa continental, las redes ferroviarias, los canales, los puentes y las carreteras habían sido convertidos en ruinas por los bombardeos, o habían sido destruidos por las tropas en retirada. En muchas zonas no había gas, ni agua, ni electricidad. La comida, las medicinas y, a medida que 1945 fue avanzando y se acercó el invierno, el combustible para la calefacción, escaseaban de mala manera. La producción agrícola se había reducido casi a la mitad. La desnutrición estaba generalizada. En todas partes se sufría un hambre tremenda, acompañada de las enfermedades que acarrea. El alojamiento constituía un problema angustioso. Cuando alguien disponía de casa, a menudo tenía que compartirla con otros, con frecuencia extraños. Pero el número de los sin techo, después de tanta destrucción, alcanzaba unas dimensiones de verdadera catástrofe. En la zona occidental de la Unión Soviética, asolada por las fuerzas de ocupación alemanas, había 25 millones de personas sin hogar. En Alemania casi el 40% de las viviendas existentes antes de la guerra habían desaparecido, en total unos 10 millones de casas. Entre unas cosas y otras, más de 50 millones de personas se habían quedado sin hogar al término de la guerra, y necesitaban desesperadamente comida y un techo bajo el que guarecerse mientras escarbaban entre las ruinas de ciudades y pueblos.
Eran muchos millones de personas, más los que habían quedado sin hogar de muy diversas maneras: los «desplazados», los antiguos trabajadores forzosos, los refugiados o los prisioneros de guerra. La Cruz Roja trabajaba incansablemente organizando formas de socorrerlos. Estados Unidos había creado la Administración de las Naciones Unidas para el Socorro y la Rehabilitación (UNRRA, por sus siglas en inglés) en 1943 (dos años antes del establecimiento de la propia Organización de las Naciones Unidas). Apoyada por más de cuarenta países, con su cuartel general en Washington DC, la UNRRA suministraba trabajadores sociales que hacían lo que podían —y eso ya era mucho— para dar sustento y, cuando era posible, repatriar a 6,5 millones de desplazados, muchos de ellos traumatizados por las experiencias vividas. La mayoría acabarían encontrando la manera de volver con sus familias, aunque a menudo después de nuevos y penosos sudores. Y no siempre para obtener el recibimiento que habrían deseado. Muchas parejas de cónyuges habían pasado años sin verse y mientras tanto se habían distanciado. No es de extrañar que el número de divorcios se disparara.
Para muchos no habría regreso. Morirían lejos de sus hogares, en los campos de desplazados o en cautividad (en condiciones especialmente duras en la Unión Soviética, donde murieron más de un millón de prisioneros de guerra). Algunos no quisieron regresar a su país; los rusos y los ucranianos eran algunos de los que temían —y con razón— lo que los aguardaba si volvían. Más de dos millones de individuos, incluidos decenas de millares de cosacos que habían combatido al lado del Eje, fueron «repatriados» a la Unión Soviética por los Aliados occidentales, en virtud de los acuerdos firmados con Stalin casi al final de la guerra. A menudo su destino, cuando no fue la ejecución inmediata, era su envío al Gulag o a un destierro de muchos años en algún lugar remoto. Pocos eran los judíos que tenían un hogar al que volver, una vez que sus parientes habían sido asesinados y que sus comunidades habían sido destruidas. Pero habría muchos otros individuos —unos refugiados políticos, otros criminales de guerra— que se verían obligados a buscarse nuevos países, y a veces incluso a inventarse nuevas identidades.
La magnitud de la devastación física del continente europeo superó con creces la de 1918. Y las pérdidas humanas fueron por lo menos cuatro veces más altas que los muertos en combate de la primera guerra mundial. Pero esta última había dejado un legado de convulsión política y económica crónica que echaría la semilla de un nuevo conflicto. Esta vez, en cambio, una catástrofe que había sido todavía peor acabaría dando paso a un singular período de estabilidad imprevisible y, desde luego en la mitad occidental del continente, a una prosperidad incomparable. ¿Cómo fue posible semejante cosa?
Desde luego habría sido inimaginable en medio de las ruinas de 1945. Nadie por aquel entonces habría podido presagiar los cambios extraordinarios que iban a producirse en Europa en un plazo tan breve. De hecho, los años inmediatamente posteriores a la guerra no permitirían a nadie imaginarse la transformación que estaba por venir. Fueron años de incertidumbre política, de desorden económico, de miseria social y de nuevos casos de terrible inhumanidad. Sólo hacia 1949 tomarían claramente forma los contornos de una nueva Europa, por entonces un continente dividido desde el punto de vista político, ideológico y económico.
Catarsis (más o menos)
Antes de que pudiera vislumbrarse cualquier inicio de recuperación de la autoinmolación de Europa, habría que ajustar las cuentas a los responsables del horror vivido en el pasado. Europa no era sólo un continente desolado cuando acabó la guerra. Era un continente salvaje. El caos y el desorden eran generalizados. Las fuerzas de ocupación sólo podrían imponer su ley de forma paulatina. La administración local a menudo se había desmoronado. Las condiciones rayaban con frecuencia en la anarquía. Las autoridades públicas, cuando existían, no estaban en situación de evitar los ajustes de cuentas más brutales, cuando no eran ellas las que los fomentaban directamente. La venganza proporcionaba una forma de catarsis, por inadecuada que fuera, de las atrocidades sufridas, del maltrato absurdo, del dolor insoportable y de la miseria infinita que la gente se había visto obligada a soportar. Para muchísimos europeos, la sed de venganza pesó más que nada, estuvo incluso por encima de la alegría de la liberación, en cuanto acabó la guerra.
La violencia usada por los que antes habían sido vencidos contra los que habían sido sus verdugos fue al principio generalizada y a menudo no conoció límites. Los prisioneros de los campos de concentración fueron incitados a veces a tomar venganza, o al menos no fueron reprimidos por las tropas de los Aliados occidentales, conmocionadas por lo que habían visto en Dachau, Buchenwald, NatzweilerStruthof, Bergen-Belsen y otros lugares de horror inimaginable. En algunos casos los exprisioneros se lanzaron con una brutalidad feroz contra sus guardianes. Había bandas de desplazados y de antiguos condenados a trabajar como esclavos que saqueaban tiendas, echaban mano a cualquier tipo de bebida alcohólica que encontraban y golpeaban o mataban a cualquier civil alemán que pillaran. Dentro de la propia Alemania, aquellas atrocidades brutales pudieron ser controladas con relativa rapidez por las fuerzas de ocupación. En otros lugares, los alemanes se hallaban mucho más desprotegidos. En la Europa oriental las comunidades de etnia alemana diseminadas por una gran diversidad de países cosecharon la tempestad de odio que sus compatriotas habían sembrado.
En Yugoslavia la violencia de la inmediata posguerra —de una magnitud probablemente sin parangón en ningún otro país de Europa— no fue dirigida en realidad contra los alemanes, que habían abandonado el país abriéndose paso hacia el oeste en medio de encarnizados combates en abril de 1945. Fue dirigida más bien contra los odiados ústaše croatas y contra los colaboracionistas eslovenos. Y fue obra no de turbas desenfrenadas que actuaban sin control, sino de las bandas organizadas de las fuerzas partisanas vencedoras, integradas principalmente por comunistas serbios. Se produjeron numerosas matanzas. Tuvieron lugar fusilamientos en masa y actos de una brutalidad horrorosa. Muchas de las muertes fueron actos de venganza por las atrocidades sufridas anteriormente y tuvieron fuertes connotaciones étnicas. Los cálculos más fiables sugieren que las víctimas —no sólo tropas colaboracionistas, sino también civiles— ascendieron a casi 70 000. En proporción al tamaño de la población, las dimensiones de aquella barbarie fueron diez veces superiores a las de las muertes en represalia perpetradas en Italia, y veinte veces superiores a las que se produjeron en Francia.
Aun así en la Europa occidental hubo tremendas represalias por todo lo que la población había tenido que soportar. Lo peor sucedió en Italia, donde se calcula que los asesinados durante la última fase del conflicto fueron unos 12 000, en su mayoría antiguos fascistas. Al final de la guerra en muchos pueblos y ciudades del norte de Italia los partisanos se dedicaron durante varias semanas a llevar a cabo ejecuciones arbitrarias de jerarcas fascistas, funcionarios, colaboradores y delatores. Las turbas asaltaron las cárceles de algunas poblaciones y lincharon a los fascistas que habían sido internados en ellas. En Francia unos 9000 antiguos destacados partidarios del régimen de Vichy fueron asesinados, sobre todo durante los días de la liberación en agosto de 1944. Pero ni en Holanda ni en Bélgica llegó a materializarse del todo el «día del hacha», pronosticado por muchos, en el que las turbas se habrían tomado la justicia por su mano; entre los dos países juntos hubo unas 400 víctimas. Aun así, se produjeron actos brutales de venganza cuando cerca de cien colaboracionistas —principalmente individuos de poca monta— fueron ejecutados sumariamente tras la liberación de Bélgica en el otoño de 1944, y en mayo de 1945 se desencadenó una segunda oleada de ejecuciones. No todas las víctimas fueron elegidas por haber cometido delitos políticos. Entre los que fueron ejecutados de manera arbitraria hubo algunos que cayeron víctimas de enemistades personales o de rivalidades en el campo de los negocios.
En la Europa occidental, las mujeres condenadas por «colaboración horizontal» —consideradas culpables de acostarse con el enemigo— a menudo se convirtieron en chivos expiatorios de la cólera reprimida de comunidades enteras. En Francia, Italia, Dinamarca, Holanda y las Islas del Canal esas mujeres se convirtieron en parias sociales y fueron humilladas ritualmente en público siendo rapadas, desnudadas en plena calle y a veces cubiertas de excrementos. Sólo en Francia cerca de 20 000 fueron sometidas a esa degradación en presencia de una numerosa multitud —en su inmensa mayoría hombres— integrada por los habitantes de sus ciudades.
Vistas las cosas en retrospectiva, lo curioso no es que se desencadenara esa violencia, sino que fuera tan efímera, incluso en lo que fuera en otro tiempo la Francia de Vichy o en los antiguos estados satélites de Alemania: Hungría, Eslovaquia, Rumanía y Croacia. Aparte de Grecia (donde durante la guerra habían venido cociéndose las condiciones que acabarían conduciendo a la guerra civil y que no tardarían en dar lugar a una larga lucha intestina y a la pérdida de numerosas vidas humanas), las fuerzas de ocupación o en su caso los gobiernos civiles recién instalados lograron hacerse en buena medida con el control de la situación con sorprendente rapidez. Cada vez más se logró mantener a raya la violencia más brutal, excepto allí donde las propias autoridades públicas continuaron fomentando los actos de represalia, como sucedió con la expulsión de la población de etnia alemana de muchos lugares de la Europa central y oriental anteriormente ocupados.
Los Aliados habían dado su beneplácito a los líderes de los gobiernos polaco y checo en el exilio cuando habían manifestado su intención de expulsar de sus países a todos los alemanes cuando acabara la guerra. Las expulsiones —llamadas eufemísticamente desplazamientos de población— distaron mucho de limitarse a individuos de etnia alemana. Deportaciones masivas de polacos y ucranianos, además de alemanes, se produjeron a raíz de las modificaciones de las fronteras acordadas en Yalta y en Potsdam, que supusieron el desplazamiento de las fronteras soviéticas (ucranianas) hacia el oeste para incorporar parte de la antigua Polonia y de las fronteras polacas igualmente hacia el oeste a expensas de antiguos territorios alemanes. Al menos 1,2 millones de polacos y cerca de medio millón de ucranianos fueron echados de sus casas, a menudo en medio de una enorme violencia y brutalidad, y despachados a destinos remotísimos. Otros 50 000 ucranianos tuvieron que abandonar Checoslovaquia, mientras que más de 40 000 checos y eslovacos se vieron obligados a emprender la marcha en dirección contraria (muchos de ellos originarios de Rutenia Carpática, que durante el período de entreguerras había sido provincia de Checoslovaquia, pero que en 1945 fue cedida a Ucrania). Cerca de 100 000 húngaros fueron expulsados de Rumanía, y casi otros tantos fueron deportados de Eslovaquia a los Sudetes, mientras que 70 000 eslovacos entraron en Checoslovaquia procedentes de Hungría.
Lo asombroso es que el tormento de los judíos que habían logrado sobrevivir a la ofensiva nazi no había acabado todavía. También ellos formarían parte de los restos del naufragio que se vieron arrastrados por la ola de inhumanidad que inundó la Europa de posguerra. En la Polonia de posguerra seguían viviendo unos 220 000 judíos, y quizá un cuarto de millón en Hungría. Pero los estallidos de violencia antijudía en varias localidades polacas, húngaras y eslovacas, los peores de los cuales fueron el pogromo de Kielce, en Polonia, de julio de 1946, y, unas semanas después, el de Miskolc, en Hungría, dejaron tras de sí centenares de judíos muertos y obligaron a muchos otros a emprender la huida.
La violencia en Kielce estalló el 4 de julio cuando el padre de un niño que había vuelto a casa después de pasar dos días perdido acusó a los judíos de haberlo secuestrado. No tardaron en propagarse rumores de que los judíos habían asesinado a un niño cristiano. Parece que las consabidas acusaciones de asesinato ritual —la vieja calumnia reavivada una vez más— hallaron eco de inmediato en los oídos de muchos que estaban dispuestos a creerlas. La policía y las autoridades militares no hicieron nada para desalojar a la multitud congregada que clamaba venganza. En total cuarenta y un judíos fueron asesinados en el curso del pogromo. Aunque éste fuera el peor, el incidente de Kielce formó parte de un patrón generalizado de violencia antisemita que se cobró las vidas de 351 judíos en Polonia. Evidentemente los mortíferos prejuicios en contra de los hebreos habían sobrevivido a pesar de la guerra, la ocupación y el Holocausto. De hecho la ofensiva nazi contra los judíos de Polonia había permitido a muchos polacos beneficiarse del expolio de los bienes de los hebreos. La violencia de posguerra llevaba implícita la idea de que los judíos seguían suponiendo una amenaza para un orden social basado en parte en su exclusión y en la expropiación de sus pertenencias. Los supervivientes de los campos de la muerte encontrarían al regresar a sus antiguos hogares —en otros lugares de la Europa del este además de Polonia— una acogida hostil por parte de aquellos a los que en otro tiempo habían tomado por amigos, pero que ahora no estaban ni mucho menos contentos de volver a ver a las personas de cuyas casas y propiedades se habían apoderado. Al cabo de tres meses del estallido de los disturbios de Kielce, cerca de 70 000 judíos polacos buscaron un nuevo hogar en Palestina. Los imitarían muchos otros procedentes de Polonia, Hungría, Bulgaria, Rumanía y Checoslovaquia. Finalmente habían llegado a la conclusión de que no tenían futuro en Europa.
Para la población de la Europa del este no podía haber catarsis mientras los alemanes siguieran viviendo a su lado. Los individuos de etnia alemana, muchos de los cuales habitaban en ciudades y pueblos en los que habían existido comunidades alemanas durante siglos, eran los más expuestos a una brutalidad sin límites. Los Aliados habían estipulado traslados «ordenados y humanos». La realidad distó mucho de ser así. Nadie tenía el menor interés en intentar proteger a los que eran considerados responsables del horror de los años anteriores. Con la derrota alemana, el odio comprensible que se había acumulado durante los años de la guerra y de la ocupación se desbordó y dio lugar a actos de venganza sin límites, y al principio completamente fuera de control. A finales de julio entre 500 000 y 750 000 alemanes —víctimas de robos y violaciones y privados de alimento y de tratamiento médico— habían sido expulsados de las nuevas regiones de Polonia. Las atrocidades fueron lugar común. Las autoridades polacas hicieron poco o nada por impedirlas. En realidad los alemanes eran considerados alimañas o sabandijas a las que había que dar caza o matar. Incluso a los soviéticos los sorprendió la ferocidad de las represalias de los polacos por los sufrimientos a los que los habían sometido los alemanes. «Son cada vez más frecuentes los casos de asesinatos no provocados de habitantes alemanes, las detenciones sin fundamento, los prolongados confinamientos en la cárcel sin otra finalidad que la humillación», según decía un informe del Ejército Rojo enviado a Moscú el 30 de agosto de 1945.
En Checoslovaquia, los alemanes de los Sudetes, independientemente de que fueran o no simpatizantes de los nazis, fueron considerados traidores. El 12 de mayo de 1945 el presidente del país, Edvard Beneš, habló en una transmisión radiofónica de la necesidad de «liquidar definitivamente el problema alemán», provocando de inmediato la expulsión de más de 20 000 personas de Brno, hombres, mujeres y niños, algunos de los cuales no sobrevivieron al viaje a pie a marchas forzadas hasta la frontera de Austria. El mandamiento cristiano de «amar al prójimo» no tenía aplicación para los alemanes, declaró un cura católico. Eran malos y había llegado el momento de ajustarles las cuentas.
Como era de prever, semejantes expresiones de odio provocaron una violencia terrible. Los alemanes fueron expulsados de sus hogares y sus bienes fueron saqueados. Fueron brutalmente maltratados en campos de internamiento, donde las condiciones de vida eran extremadamente duras. Margarete Schell, nacida en Praga y en otro tiempo una actriz conocida, anotó en su diario sus experiencias en uno de esos campos. Contaba en él cómo los hombres eran golpeados con látigos cuando se pasaba lista por la noche y algunos eran obligados a dar vueltas en cuclillas por el patio de armas hasta que se derrumbaban, antes de que sus guardianes les propinaran más latigazos. Ella misma, entre otros abusos y humillaciones, recibió una paliza a manos del comandante del campo por expedir una carta sin permiso.
Fuera de los campos, las milicias checas, los grupos de acción comunistas y otras bandas armadas atacaban, humillaban y mataban a los alemanes a capricho. En una de las peores atrocidades cometidas, en Ústí nad Labem (Aussig), el 31 de julio de 1945 fueron asesinados en masa cientos de alemanes. Muchos se quitaron la vida: 5558 sólo en 1946, según las propias estadísticas checas. Cerca de tres millones de alemanes fueron expulsados de Checoslovaquia en el otoño de 1947. Un mínimo de entre 19 000 y 30 000 alemanes de los Sudetes fueron asesinados. Sin embargo la cifra total puede que fuera más elevada, si se añaden los casos concomitantes de enfermedades, malnutrición y exposición a la intemperie que acompañaron a las brutales expulsiones. Después de varias semanas de salvajes desahucios y atrocidades, las deportaciones, aunque siguieron produciéndose de forma brutal, fueron reguladas de forma más estricta, pues no sólo el gobierno checo, sino también los Aliados estaban interesados en frenar la violencia descontrolada.
En total, al menos 12 millones de alemanes fueron deportados desde la Europa central y del este a las zonas ocupadas de Alemania que, en las pésimas circunstancias reinantes después de la guerra, estaban muy mal equipadas para recibirlos. La acogida de los alemanes expulsados en la propia Alemania fue de todo menos calurosa. «Estamos muriéndonos de hambre y sufrimos mucho, Señor, manda a esa chusma de vuelta a su casa. Mándalos de vuelta a Checoslovaquia, Señor, líbranos de esa chusma», decían algunos en sus oraciones en las zonas rurales de Württemberg en 1946-1947. En las encuestas de opinión elaboradas en 1949 alrededor del 60% de la población del país y cerca del 96% de los expulsados describían las relaciones entre ellos como malas. Los alemanes residentes pensaban que los recién llegados eran arrogantes, atrasados y muy poco de fiar; los inmigrantes, que sus anfitriones eran egoístas, insensibles y mezquinos. «Sabemos que no nos quieren aquí y que la gente no puede ni vernos», rezaba la apelación de un demandante al alcalde de cierta localidad en 1948, «pero también nosotros, puede usted creernos, preferiríamos estar en nuestra tierra natal y no ser una carga para nadie. No somos refugiados. En contra de todas las leyes morales hemos sido echados de nuestras casas, expulsados de nuestra tierra natal, despojados de todo lo que poseíamos y traídos aquí involuntariamente y sin que nadie nos haya preguntado nada, en cualquier caso no por nuestra propia voluntad».
Los mejores cálculos indican que al menos medio millón de alemanes perdieron la vida de una forma u otra durante aquellas expulsiones brutales; se desconoce la suerte que pudieran correr otros 1,5 millones. Otros, procedentes de antiguas comunidades de Rumanía, Hungría y Yugoslavia, formaron parte de las «indemnizaciones vivas» y fueron deportados hacia un destino nada envidiable en los campos de prisioneros soviéticos.
En 1950 el número de las poblaciones minoritarias que quedaban en la Europa del este, independientemente de su tamaño, era mucho menor. Por supuesto que las minorías étnicas no habían sido eliminadas por completo. Los Países Bálticos y Ucrania tenían minorías rusas bastante grandes, aunque no estaban en situación de desventaja; al fin y al cabo la Unión Soviética estaba dominada por una población de etnia rusa. Y Yugoslavia de hecho seguía siendo el mismo tapiz de variados retazos étnicos de antes de la guerra. Pero la población de los países de la Europa del este era ahora mucho más homogénea desde el punto de vista étnico de lo que lo había sido antes de la guerra. La vieja Europa oriental multiétnica había desaparecido en gran parte. Las expulsiones drásticas y la espantosa limpieza étnica habían hecho su funesta labor.
Tras la explosión de odio elemental que dio rienda suelta a tanta violencia extrema y desenfrenada durante las primeras semanas posteriores a la capitulación de Alemania, el estado se encargó de reconducir las demandas de justicia hacia unos canales más controlados. Esta tendencia fue más rápida allí donde había un mínimo nivel de confianza en la disposición de los nuevos gobiernos a llevar a cabo reformas radicales, a purgar la administración de los antiguos colaboracionistas, a detener y a juzgar a estos últimos, y a castigar severamente a los culpables. La presencia de respetados ex miembros de la resistencia nacional en los nuevos gobiernos contribuyó a facilitar el proceso. Y lo mismo pasó con las rápidas purgas de la policía, como sucedió en Noruega, Dinamarca y Francia, circunstancia que facilitó cierto grado de restauración de la confianza en el estado. También en buena parte de Europa la población, agotada por los años de lucha, demasiado ansiosa por volver a cualquier cosa que pudiera llamarse «normalidad» como para querer perpetuar la violencia y el conflicto, se mostró dispuesta a acatar la autoridad. En cambio, allí donde la confianza en las autoridades públicas tuvo que ser restablecida lentamente, la disminución de la violencia desenfrenada tardó más en producirse. A menudo los depósitos clandestinos de armas siguieron en manos de milicianos, de comités de seguridad y de antiguos partisanos que se mostraron reacios a entregarlas. Las amnistías por las matanzas perpetradas por venganza convencieron a algunos de la conveniencia de rendir las armas. Pero la población tendría que convencerse de que los nuevos gobiernos iban a tomar serias medidas contra los criminales de guerra y los colaboracionistas antes de que la violencia fuera remitiendo poco a poco o fuera sofocada por las autoridades estatales.
En los países que habían quedado bajo la égida de la Unión Soviética, la purga «oficial» de los fascistas y de los partidarios de los regímenes colaboradores fue muy drástica, pero pronto se convirtió en un vehículo cada vez más arbitrario para determinar la lealtad hacia los nuevos gobernantes. Los que fueron considerados los peores delincuentes fueron juzgados y ejecutados, a veces en público. Una multitud ingente (aunque indudablemente no las 100 000 personas que algunos pretenden) asistió al ahorcamiento de siete alemanes en Riga en 1946. Los antiguos colaboracionistas más reconocidos normalmente fueron fusilados en el acto en cuanto los soviéticos volvieron a ocupar los territorios perdidos, como los 1700 que fueron ejecutados en Lituania en julio y agosto de 1944. Sin embargo, la forma más habitual de castigo fue la deportación para el destierro en los campos de durísimo trabajo instalados en las regiones más inhóspitas de la Unión Soviética, de los que normalmente no regresaba nadie. Se calcula que al menos medio millón de personas fueron deportadas de Estonia, Letonia y Lituania, la mayor parte de ellas con destino al Gulag. Grandes cantidades de individuos sospechosos de abrigar simpatías por el fascismo o de realizar actividades anticomunistas —actitudes ambas consideradas sinónimas— fueron encarceladas. En Rumanía la cifra de prisioneros políticos ascendía a 250 000 en 1948, esto es un 2% del total de la población del país. Para entonces la línea divisoria entre la verdadera colaboración y las acciones consideradas «contrarrevolucionarias» de las que pudieran ser responsables los llamados «enemigos de clase» hacía largo tiempo que se había borrado.
Durante el otoño de 1945 el padre Szaléz Kiss, fraile franciscano, y cerca de sesenta jóvenes, miembros muchos de ellos de un grupo juvenil que él presidía, fueron detenidos en una localidad de Hungría y acusados de formar parte de una «conspiración fascista» que había llevado a cabo el asesinato de unos soldados soviéticos. Se utilizó la tortura para obligarlos a confesar. Kiss y tres adolescentes fueron ejecutados; otros fueron metidos en la cárcel o deportados a la Unión Soviética. El hecho de que la teoría marxista (y la práctica comunista) considerara que el fascismo era la forma más extrema de reacción significó, no obstante, que las depuraciones judiciales en la Europa del este tuvieran que enfrentarse a muchas dificultades a la hora de llevar a cabo purgas sistemáticas con objetivo específico, pues potencialmente afectaban a buena parte de la población no comunista. En cambio, como sucedió en Rumanía, Bulgaria o Hungría, las purgas se convirtieron en formas arbitrarias de asegurarse la sumisión política. Un individuo completamente inocente podía ser denunciado y acusado de ser «fascista» por pura maldad personal sólo por haber hecho involuntariamente una manifestación baladí de inconformismo político.
Las purgas «oficiales» en la Europa occidental fueron menos severas que en los países sometidos a la dominación comunista, y menos también de lo que la población en general habría querido. Los máximos representantes del colaboracionismo —Vidkun Quisling en Noruega, Anton Mussert en Holanda, o Pierre Laval en Francia— fueron ejecutados. (El mariscal Pétain vio conmutada la pena de muerte por la de cadena perpetua en atención a sus ochenta y siete años). No cabe duda de que las purgas se tomaron muy en serio, sobre todo inmediatamente después de la guerra. Por toda la Europa occidental cientos de miles de individuos fueron detenidos y tuvieron que hacer frente a procesos por traición, crímenes de guerra o colaboración con el enemigo: 40 000 en Dinamarca, 93 000 en Noruega, 120 000 en Holanda y hasta 405 000 en Bélgica. Pero los condenados fueron hallados culpables de delitos relativamente menores y se dictaron contra ellos sentencias bastante leves. Muchos fueron liberados enseguida o amnistiados al cabo de poco tiempo.
Hubo relativamente pocas penas de muerte, e incluso las largas condenas de cárcel fueron escasas. Más del 80% de los detenidos en Bélgica, por ejemplo, se libraron por completo de ser procesados, 241 fueron ejecutados, y contra la mayor parte del resto de los que fueron condenados se dictaron sentencias relativamente leves. En Holanda, entre las 44 000 sentencias condenatorias que se dictaron (muchas por delitos bastante triviales) hubo 40 ejecuciones y 585 condenas a largas penas de cárcel. En cualquier caso los funcionarios y la policía, profundamente implicados en las redadas y en la detención de obreros, en las deportaciones de judíos y en las represalias por las actividades de la resistencia, salieron bastante bien librados. En cambio, en Francia las purgas fueron relativamente severas. Se investigaron unos 300 000 casos, de los cuales resultaron 125 000 procesamientos. Se dictaron cerca de 7000 penas de muerte, aunque la mayor parte in absentia. Aun así se produjeron unas 1500 ejecuciones y se cumplieron 39 000 penas de cárcel (en su mayoría de corta duración). La mayor parte de los castigos fueron revocados en virtud de una amnistía en 1947. En 1951 sólo unos 1500 de los peores criminales de guerra seguían en la cárcel.
Casi medio millón de austríacos, el 14% de la población adulta, habían sido miembros del partido nacionalsocialista, y Austria había generado algunos de los peores criminales de guerra nazis. Sin embargo, se permitió al país presentarse como la primera víctima de la agresión alemana. Se ha dicho y con bastante razón que Austria fue uno de los lugares más seguros de Europa para los colaboracionistas. En este país sólo hubo treinta condenas a muerte por crímenes cometidos durante la guerra. En los territorios checos vecinos la cifra equivalente fue de 686. Muchos integrantes de la policía y de la judicatura austríaca fueron purgados. De los 270 000 nazis empleados en Austria en 1945, la mitad fueron despedidos a mediados de 1946, aunque muchos no tardaron en ser amnistiados y volvieron muy pronto a ser contratados de nuevo. Los tribunales dictaron 13 600 condenas de cárcel, en su mayoría por breves períodos. En 1948 una amnistía reintegró al 90% de los culpables de delitos menores. No tardarían en promulgarse otras amnistías para los nazis culpables de delitos más graves a mediados de los años cincuenta. Los tribunales solieron mostrarse en general más indulgentes a medida que la inmediatez de la guerra fue quedando atrás. En todas partes la reconstrucción de un estado capaz de funcionar tuvo prioridad sobre el castigo o las represalias por la conducta tenida durante la guerra, fuera de los casos más extremos.
En todos los países de la Europa ocupada había habido colaboracionistas entusiastas. Pero raramente habían contado con el apoyo de la mayoría de la población, si es que alguna vez lo tuvieron, y en estos momentos eran odiados casi por todo el mundo en sus países. En Alemania, en cambio, Hitler había gozado durante mucho tiempo de una popularidad masiva, y su régimen había contado con un apoyo generalizado al nacionalismo militarista que había pisoteado la paz de Europa. Millones de alemanes habían pertenecido al partido nazi y a sus organizaciones filiales. Muchos habían respaldado la persecución de los judíos y otras medidas de inhumanidad extrema en el interior, mientras que los que habían formado parte de las fuerzas de ocupación —a menudo con el apoyo tácito de la población de Alemania— con frecuencia habían sido cómplices de los actos de la más absoluta barbarie perpetrados en la Europa ocupada. La primera impresión de Alfred Döblin al volver a su país natal fue la de que los alemanes tenían «una relación extrañamente distante con los sucesos de su época», mostrándose incapaces de asimilar la catástrofe que se había abatido sobre ellos y concentrándose únicamente en la rutina diaria. Cómo podría Alemania llegar alguna vez a desempeñar de nuevo un papel positivo en Europa, y si efectivamente llegaría a hacerlo, eran cuestiones que pocos podían responder con un mínimo de seguridad en 1945. Purgar al país de sus antiguos nazis constituía un primer paso evidente e insoslayable en el proceso de reconstrucción de Alemania como democracia, tal como los Aliados habían acordado en la Conferencia de Potsdam en el verano de 1945. Pero resultaba más fácil decirlo que hacerlo.
Algunos dirigentes nazis se habían librado de la suerte que los aguardaba suicidándose, o bien cuando el Tercer Reich quedó sumido en ruinas o poco después, cuando estaban en cautividad en manos de los Aliados. Entre ellos cabría citar a Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda, a Martin Bormann, la mano derecha de Hitler (cuyos restos fueron encontrados varias décadas más tarde, no lejos del búnker de Hitler en Berlín), a Robert Ley, el fanático dirigente del Frente del Trabajo, y a Heinrich Himmler, el temido jefe de la SS y de la policía alemana. Algunos, como Rudolf Höss, el antiguo comandante de Auschwitz, o Arthur Greiser, dueño y señor del «Warthegau», en Polonia occidental, fueron entregados a los polacos, a los que habían sometido a una persecución brutal, y fueron ejecutados. Pero otros, y el caso más notorio sería el de Adolf Eichmann, el «gestor» de la «Solución Final de la Cuestión Judía», desaparecieron a través de España y se ocultaron en Sudamérica, a menudo —cosa por lo demás bastante sorprendente— gracias a la ayuda de ciertos canales dentro del Vaticano. Los Aliados, no obstante, lograron capturar a veintiocho figuras destacadas del régimen nazi. Entre ellos estuvieron Hermann Göring, en otro tiempo el sucesor designado de Hitler, Joachim von Ribbentrop, el antiguo ministro de Asuntos Exteriores, Ernst Kaltenbrunner, jefe de la policía de seguridad, Hans Frank, gobernador general de Polonia, y Rudolf Hess, vicepresidente del partido nazi hasta el extraño vuelo que lo llevó a Escocia en 1941. Algunos líderes militares —Wilhelm Keitel (comandante del Alto Mando de la Wehrmacht), Alfred Jodl (jefe del Estado Mayor de Operaciones), Erich Raeder (comandante en jefe de la armada hasta 1943) y Karl Dönitz (que lo sucedió al frente de la armada y que, tras el suicidio de Hitler, se convirtió por un breve espacio de tiempo en presidente del Reich)— estuvieron también entre los grandes criminales de guerra que no tardarían en ser sometidos a juicio.
Someter a juicio por sus crímenes a los líderes nazis capturados era lo fácil. Pero en realidad se trataba de un campo de minas legal, pues no existían precedentes y a demás no había ninguna jurisdicción establecida para el Tribunal Militar Internacional (integrado por jueces y fiscales de las cuatro potencias ocupantes), que se instaló en Núremberg durante un año en 1945-1946. Churchill había propuesto fusilar a los principales criminales en cuanto fueran capturados. Stalin prefería juzgarlos primero y fusilarlos después. La opinión popular en toda Europa era favorable a la justicia sumarísima. Pero las presiones de los americanos a favor de construir un verdadero caso legal contra los acusados con el fin de demostrar su culpabilidad ante todo el mundo, empezando por la propia población de Alemania, en vez de darla simplemente por descontada, lograron imponer este criterio. Doce de los encausados, incluidos Göring, Ribbentrop, Frank, Bormann (in absentia), Keitel y Jodl, fueron condenados a muerte en la horca. (Göring se suicidó antes de que la sentencia pudiera ser ejecutada). Los demás, incluido Albert Speer, que fue especialmente afortunado al poder librarse de la horca, fueron condenados en su mayoría a largas penas de cárcel. El NSDAP (el partido nacionalsocialista de los trabajadores de Alemania), la SS y la Gestapo fueron declarados organizaciones criminales. Otros doce procesos, esta vez llevados a cabo sólo por los americanos, siguieron al juicio de Núremberg entre 1946 y 1949. En total 185 personalidades de los ministerios del gobierno, del ejército, de la industria, de la profesión médica y del mundo de la jurisprudencia, así como de las sanguinarias Einsatzgruppen (fuerzas operacionales) de la Policía de Seguridad, fueron acusadas de complicidad en crímenes execrables durante la guerra. Cuando concluyeron los juicios, habían sido dictadas veinticuatro penas de muerte, mientras que veinte de los acusados habían sido condenados a cadena perpetua y noventa y ocho a penas de cárcel más cortas.
Hubo muchos por entonces, y habría muchos también después, que tacharon los Juicios de Núremberg de «justicia de vencedores». Afirmaron que los procesos habían sido poco menos que una farsa, pues los soviéticos también habían perpetrado crímenes de guerra enormes y los bombardeos aliados de Dresde, Hamburgo y otras ciudades alemanas habían sido igualmente crímenes de guerra. Es indudable que según las normas jurídicas de Occidente los juicios distaron mucho de ser perfectos. Pero no procesar a los criminales de guerra nazis habría significado una omisión ridícula a ojos del mundo civilizado. En la propia Alemania los sondeos de opinión de la época pusieron de manifiesto, de hecho, una aprobación enorme de la imparcialidad de los juicios y de los veredictos. Grandes mayorías se mostraron partidarias de imputar a organizaciones enteras, tales como la SA, la SS y la Gestapo. Alrededor de un 70% de la población pensaba que la culpabilidad por crímenes de guerra se extendía mucho más allá de los que fueron sentados en el banquillo de los acusados en Núremberg. Otros miembros y líderes de menor rango del partido nazi, pensaban muchos, habrían debido ser imputados también. Pero ahí empezaban los problemas. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Hasta dónde llegaba su culpabilidad? ¿Cómo se las podía individuar? ¿Cómo iban a distinguir las potencias ocupantes no sólo entre inocentes y culpables, en su opinión, sino también entre los distintos grados de culpabilidad, cuando más de 8 millones de alemanes —cerca del 10% de la población— habían pertenecido al partido nazi y diez millones más habían sido miembros de alguna de las organizaciones filiales del partido?
La labor de desnazificación de la sociedad alemana, como no tardó en reconocerse, no era sólo abrumadora; era además completamente impracticable. En las tres zonas occidentales, los americanos fueron, desde luego durante las primeras etapas, los más decididos a llevarla a cabo. Los Aliados occidentales se dieron cuenta enseguida de que para el personal del que disponían las fuerzas de ocupación, poco numeroso e integrado a menudo por individuos poco preparados, administrativamente era imposible hacer frente a los millones de cuestionarios que los alemanes tenían que rellenar acerca de su participación en las organizaciones nazis durante el Tercer Reich. A menudo los cuestionarios no valían ni el papel en el que estaban escritos; por curioso que resulte, no todo el mundo respondía la verdad a las preguntas. A finales de 1945 los campos de internamiento estaban a rebosar, millares de funcionarios estatales habían sido despedidos, pero la desnazificación total de la sociedad nazi se revelaba imposible. Sólo en la zona americana apenas habían sido procesados 1,6 millones de cuestionarios, mientras que 3,5 millones de nazis conocidos todavía esperaban a ser clasificados: y los americanos tenían la intención de retirarse de Alemania en 1947.
A los británicos y a los franceses no les iban mejor las cosas. Los ingleses habían juzgado y ejecutado a algunos de los responsables de las espantosas atrocidades de Bergen-Belsen, que tanta impresión habían causado en la opinión pública cuando el campo había sido liberado por las tropas británicas en la primavera de 1945. Habían echado también del trabajo a unos 200 000 alemanes, muchos de ellos miembros del funcionariado (que incluía a maestros y profesores), de la policía y responsables de puestos elevados de la industria, aunque también a gente que trabajaba en la producción de alimentos, en los ferrocarriles y en el servicio de correos. Pero el coste de la ocupación resultaba desorbitado para una Gran Bretaña en bancarrota. La desnazificación empezó a ocupar un discreto segundo puesto ante la necesidad perentoria de reconstruir Alemania. Y era una tarea que no podían realizar los alemanes. Muchos de ellos tenían un pasado extremadamente tenebroso. Aun así, los alemanes tenían que dirigir su país ellos solos. Los franceses, como los británicos, se vieron obligados enseguida a recurrir al pragmatismo. Las vengativas purgas de los primeros tiempos tuvieron que ceder a las necesidades prácticas. Tres cuartas partes de los docentes alemanes de la zona francesa fueron despedidos durante las primeras semanas de la ocupación. Pero cuando las escuelas volvieron a abrir en septiembre de 1945 todos ellos recuperaron sus empleos. Los franceses sólo pudieron procesar en total alrededor de medio millón de cuestionarios. Y fueron sorprendentemente indulgentes. Sólo 18 000 individuos incurrieron automáticamente en algún tipo de penalización; los «infractores importantes» serían 13 en la zona francesa, comparados con los 1654 de la zona americana.
A comienzos de 1946, reconociendo su fracaso, los Aliados occidentales dejaron en manos de los alemanes la responsabilidad de su desnazificación. Se crearon cientos de tribunales de distrito, integrados por personal alemán bajo el control general de los Aliados. Continuaron vigentes los cuestionarios, aunque se modificó su forma. Lo mismo ocurrió con las distintas categorías de culpabilidad, que iban de los infractores importantes a los que quedaban exonerados por completo. Casi todas las personas llevadas ante un tribunal parecían capaces de encontrar a alguien provisto de credenciales aparentemente impecables que respondiera de la buena conducta del acusado durante el período nazi. No por nada los documentos emitidos fueron llamados «certificados Persil», el «limpiador blanqueador», como decía la publicidad del detergente más utilizado del país.
Todo el proceso de desnazificación fue reduciéndose paulatinamente a poco más que una farsa. Teóricamente fueron juzgados más de 6 millones de casos; dos terceras partes fueron amnistiados de inmediato. De los individuos que llegaron ante los tribunales, al menos nueve décimas partes fueron considerados sólo infractores menores. La mayoría fueron considerados «compañeros de viaje» o fueron exonerados por completo. Los tribunales, llamados —y con razón— «fábricas de compañeros de viaje», habían perdido credibilidad y habían empezado a ser odiados por la mayoría de la población mucho antes de que acabaran por ser eliminados en 1951 en virtud de una serie de leyes del gobierno de la Alemania occidental que amnistiaron a centenares de millares de individuos, excepto a los grandes infractores. Mientras tanto, la mayor parte de los funcionarios que habían sido destituidos de sus puestos en un primer momento fueron readmitidos. El fracaso de la desnazificación reflejaba no sólo la creciente impopularidad de los procedimientos, el rechazo generalizado de la presunción de culpabilidad colectiva de los crímenes nazis y la adaptación pragmática a las necesidades administrativas en una situación política en rápido proceso de cambio. Reflejaba también el sentimiento popular ante el nacionalsocialismo, registrado en numerosos sondeos de opinión, considerado como una buena idea que había sido mal ejecutada, y que, en cualquier caso, era preferible al comunismo.
La desnazificación en la zona soviética siguió una senda distinta, más draconiana, de la que siguieron los Aliados occidentales. Decenas de millares de individuos murieron en campos de internamiento (incluidos algunos antiguos campos de concentración nazis) y cárceles gestionados por la policía secreta soviética. Muchos más todavía fueron enviados a campos de trabajo en la propia Unión Soviética. Más de medio millón de alemanes del sector oriental habían sido expulsados de sus puestos de trabajo a finales de 1945. Se llevaron a cabo enormes purgas de jueces y abogados, de funcionarios públicos y de docentes de todos los niveles, desde la universidad hasta la escuela primaria. De hecho en el otoño de 1946 había ya más de 40 000 nuevos docentes ocupando su puesto. Entre 1945 y 1950 serían reemplazados dos terceras partes de los jueces y tres cuartas partes de los maestros de la escuela elemental. Los nuevos docentes y burócratas recibieron una instrucción mínima, con las consecuencias previsibles en cuanto a su calidad.
Pero ni siquiera en la zona soviética pudieron pasarse por alto las consideraciones prácticas. A la mayoría de los médicos, aunque tuvieran credenciales nazis, se les permitió permanecer en sus puestos; era más difícil sustituirlos a ellos que a los maestros y a los burócratas. También podía pasarse por alto la ideología cuando convenía. Los americanos habían hecho desaparecer como por arte de magia a cientos de científicos nazis para que trabajaran en sus programas espaciales. Los rusos hicieron lo mismo con los antiguos nazis de la zona oriental. Además tampoco podía permitirse que la zona soviética se hundiera, aunque los rusos hicieran cuando estuvo en su mano en ese sentido con el drástico desmantelamiento de la industria alemana. Finalmente, los nazis de poca monta fueron animados a demostrar que habían reconocido sus errores, que se habían convertido interiormente a las doctrinas del marxismo-leninismo, y que admitían el camino progresista hacia una sociedad radicalmente distinta impulsada por el socialismo de estado. El rojo era el nuevo color pardo de otros tiempos.
¿Podrían haberse llevado a cabo las purgas de otra forma? Ni en la Europa del este ni en la del oeste resulta fácil vislumbrar qué camino alternativo habría podido tomarse. En el incipiente bloque soviético las purgas fueron incuestionablemente despiadadas, y se convirtieron en un instrumento bastante claro para imponer la conformidad política. Las purgas rápidas y drásticas, destinadas a erradicar la «reacción», a los «elementos subversivos», y las «tendencias antisoviéticas», aparte de acabar con los auténticos criminales de guerra y los colaboracionistas, transmitieron el mensaje que se pretendía. La mayoría de la población no era comunista, y menos aún pro soviética, y era harto improbable que votara comunista en unas elecciones libres. Pero las purgas permitieron ver con claridad el carácter despiadado de los nuevos gobernantes. La población fue intimidada y obligada a someterse. Por brutal que fuera, la ruptura radical con el pasado funcionó.
En la Europa occidental las purgas satisficieron a pocos. Para muchos fueron demasiado benignas; para otros, demasiado duras. Pero reconstruir una sociedad sobre la base del consenso requería integración, no la división que acarrean una recriminación prolongada o la pura venganza. Había que dejar enfriar las comprensibles ansias de castigo de los responsables del horror, y no permitir que envenenaran los esfuerzos de reconstrucción social y política a largo plazo. Había que refrenar el apasionamiento. La justicia natural debía supeditarse a la política. Debía darse la precedencia a la mirada hacia el futuro, y no a una limpieza más a fondo del pasado. La amnesia colectiva era el camino para seguir adelante.
Muchos individuos con pasados más que dudosos pudieron seguir viviendo hasta la vejez y morir tranquilamente en su cama, recibiendo una indulgencia que ellos nunca concedieron a sus víctimas. La relativa indulgencia de Occidente hacia los antiguos simpatizantes del fascismo y la rapidez con la que fueron reintegrados a la sociedad contribuyeron a hacer el juego a la propaganda soviética. Pero la propia Unión Soviética daba cabida en el Ejército Rojo a muchos que habían perpetrado atrocidades gravísimas, aunque allí se consideraba naturalmente que habían actuado en nombre de una causa justa. Cuando dio comienzo la Guerra Fría, las consideraciones políticas en el este y el oeste determinaron que se llegase a la conclusión de que el tiempo de las purgas se había acabado, y de que había que subrayar el pasado con una línea favorable a la unidad socialista en el este, y con un anticomunismo cada vez más estridente en el oeste.
A juicio de las víctimas de tanta inhumanidad no se habían impuesto ni mucho menos los debidos castigos, y desde luego no se había extraído por completo el veneno. Posiblemente nada pudiera compensarlas por lo que habían sufrido; no cabía imaginar una catarsis total. Décadas más tarde, en una prueba más del carácter irremediablemente incompleto de la rendición de cuentas, los criminales de guerra culpables de crímenes espantosos seguirían siendo perseguidos, descubiertos y llevados a juicio. Durante el resto del siglo XX, Europa no se desharía nunca del hedor de la espantosa inhumanidad de los años de la guerra.
Despertares políticos:
Divisones e incertidumbres
Después de la guerra lograron reafirmarse con sorprendente rapidez nuevas formas de política pluralista. La conquista alemana había roto la continuidad en todos los países, salvo unos pocos. La política tendría que tomar forma de nuevo. Pero las bases del pluralismo político seguían en su sitio. Durante mucho tiempo habían sido suprimidas, pero pudieron ser reactivadas con una rapidez extraordinaria. Bajo la superficie de prohibición y persecución los partidos de izquierdas especialmente no sólo habían retenido su anterior base de apoyo, sino que a menudo la habían ampliado, reforzados por su historial de resistencia. Para los antiguos partidos liberales y conservadores las discontinuidades fueron mayores. Sin embargo, incluso en estos casos resulta sorprendente la rapidez con la que lograron reconstruir sus antiguas bases políticas, aunque detrás de partidos provistos de nombres nuevos.
No obstante, el futuro paisaje político tenía unos contornos completamente inciertos. El fascismo había sido pulverizado, con unos costes enormes, eso sí, y en todas partes podía descartarse cualquier vuelta a un autoritarismo de corte fascista (aunque la preocupación por un resurgimiento nazi en Alemania no se extinguiera de inmediato, mientras que España y Portugal siguieron en el túnel del tiempo). En cambio, el prestigio del comunismo soviético había aumentado con su triunfo militar. Gozaba de mucho apoyo en una izquierda revitalizada y unida por el antifascismo. Muchos siguieron mirando a Moscú o volvieron a mirar en esa dirección buscando inspiración y esperanzas. Pero la mayoría de la izquierda deseaba expresamente un sistema político pluralista o al menos admitía que la democracia pluralista era de momento necesaria. Y más allá de la izquierda había amplios sectores de la sociedad en todas partes, y en particular fuera de los grandes conglomerados urbanos, que seguían siendo antisocialistas, conservadores y a menudo estaban fuertemente sometidos a la influencia de la Iglesia. En todos los países el problema del carácter concreto del sistema político y de la configuración de su base popular se resolvería tan sólo paulatinamente.
Inmediatamente después de la guerra dio la sensación de que finalmente había llegado la hora de la izquierda, desmoralizada, dividida y derrotada durante la Depresión, aterrorizada y arrojada a una peligrosa oposición por los fascistas. Los frentes populares de los años treinta, aunque efímeros, habían conseguido su unidad gracias a su oposición común al fascismo. En 1945, lleno de euforia por el triunfo obtenido tras aplastar a su mortal enemigo, el antifascismo volvería a ser el cemento que uniera a la izquierda. Los comunistas en particular se beneficiaron de su historial de decidida resistencia. La izquierda —comunistas y socialistas— parecía navegar a favor del viento.
Renacimiento del pluralismo político
en la Europa occidental
En las primeras elecciones de posguerra celebradas en la mayor parte de los países los partidos comunistas doblaron o más su fuerza, si se compara con los niveles de apoyo que habían tenido antes de la guerra. El número más elevado de votos comunistas en 1945-1946 se produjo en Francia (más del 26%), Finlandia (23,5%), Islandia (19,5%) e Italia (casi el 19%). Los comunistas consiguieron apoyos de entre el 10 y el 13% en Bélgica, Dinamarca, Holanda, Luxemburgo, Noruega y Suecia, y hasta del 14% en algunas elecciones regionales en Alemania (las elecciones nacionales en la Alemania occidental no tendrían lugar hasta 1949). Sin embargo, en Austria y Suiza los comunistas obtuvieron un apoyo de sólo el 5-6% y de un miserable 0,4% en Gran Bretaña. Pero el apoyo otorgado a los partidos socialistas superó en general al conseguido por los comunistas, llegando al 40% en las primeras elecciones de posguerra en Austria, Suecia, Noruega y en algunas elecciones regionales de la Alemania occidental, a más del 30% en Bélgica y Dinamarca, y un poco por debajo de ese nivel en Holanda. En Francia e Italia el total del voto de las izquierdas —un 47% en Francia y un 39 en Italia— fue considerable, pero estuvo repartido de forma bastante igualada entre comunistas y socialistas.
Unido a los vínculos esencialmente negativos del antifascismo y del rechazo profundamente arraigado a las minorías dirigentes conservadoras que, en otro tiempo, se habían aliado con la extrema derecha estaba el deseo de un cambio social y económico radical, de un tipo como el que, creían muchos, sólo podía llevar a cabo la izquierda. En los Países Escandinavos, donde la guerra había sido menos destructiva (aunque Noruega había perdido el 20% de su infraestructura económica), la izquierda socialdemócrata fue capaz de consolidar la base de poder que se había construido antes del estallido del conflicto y logró introducir importantes cambios duraderos en el terreno del bienestar social. Los socialdemócratas de Dinamarca, inicialmente perjudicados hasta cierto punto por su participación en el gobierno colaboracionista de los años de la guerra, no tardaron en recuperar las pérdidas sufridas temporalmente en beneficio de los comunistas. La socialdemocracia se reforzó en Noruega, robustecida por su participación en la resistencia, y siguió siendo fuerte en Suecia. En la pequeña Islandia, uno de los pocos países europeos que había prosperado durante la guerra y que había establecido su independencia de Dinamarca en 1944, los socialdemócratas siguieron por detrás de los comunistas y su Partido de Unidad del Pueblo. Pero los dos grupos se unieron a los conservadores del Partido de la Independencia en una coalición que, curiosamente, tenía pocas discrepancias fundamentales en lo tocante a la modernización del país y la mejora de los niveles de vida a través del apoyo a la flota pesquera. En Escandinavia la guerra interrumpió, pero no destruyó, ni las estructuras políticas ni la política de reforma social y económica.
La socialdemocracia también se reveló una fuerza de primera magnitud en Finlandia, aunque este resultado no pareciera tan evidente en 1945. En ese momento, daba más la impresión de que Finlandia fuera a acabar formando parte del bloque soviético. En 1945 el partido de los comunistas finlandeses (que se llamaba a sí mismo «Liga Democrática Popular») pudo presentarse por primera vez a las elecciones desde 1929. Obtuvo el 23,5% de los votos, situándose apenas por detrás de los socialdemócratas, que sacaron el 25% (muy por debajo del seguimiento que habían tenido antes de la guerra). Estas dos formaciones, junto con el Partido Agrario (21%) constituyeron un gobierno de coalición cuyo programa de izquierdas incluía nacionalizaciones, reformas fiscales y de bienestar social y un amplio control de la economía por el estado, aunque trazara escrupulosamente una línea muy clara para preservar la independencia y cultivar al mismo tiempo las buenas relaciones con sus vecinos soviéticos. A los comunistas les dieron el Ministerio del Interior y otros cuatro ministerios. En 1946 llegó incluso a ser nombrado primer ministro un comunista, Mauno Pekkala.
Daba la impresión de que iba a producirse una mayor infiltración comunista en las redes del poder, como la que estaba teniendo lugar en las zonas de la Europa del este que habían quedado bajo el control de los soviéticos. Pero los comunistas finlandeses, que por cierto no permanecían unidos, tuvieron que hacer frente a la feroz oposición del partido socialdemócrata y del partido agrario y perdieron terreno ante los dos en las elecciones de 1948. Mientras tanto había ido intensificándose el anticomunismo, y la toma del poder de los comunistas en Checoslovaquia en febrero de 1948 llevó a muchos a pensarse bien las cosas. Los líderes políticos finlandeses jugaron su baza con astucia, empezando por las negociaciones entabladas apenas un mes después en torno a la alianza militar con la Unión Soviética, que desembocaron en un acuerdo menos restrictivo y la firma de un tratado de «Amistad, Cooperación y Asistencia Mutua». Pero lo más importante fue que Stalin se mostró dispuesto, por sus propias razones pragmáticas —quizá tuviera que ver en todo ello la reacción negativa internacional al golpe de Estado checo—, a dejar a Finlandia como vecino independiente y no obligarla a asumir la misma condición de estado satélite de los demás países que habían caído bajo la esfera de influencia soviética. Fue así como los socialdemócratas, aunque ferozmente atacados por Moscú, lograron desempeñar un papel fundamental en la configuración de la política y la economía de Finlandia durante varios años a partir de 1948.
El partido laborista británico también se alzó como vencedor al término de la guerra. El partido estaba esencialmente a favor de una versión de la socialdemocracia, aunque su evolución había sido desde el primer momento marcadamente distinta de la de los partidos socialdemócratas continentales. Lo más importante era que nunca había tenido que enfrentarse a ningún reto serio del comunismo. De modo que en la izquierda británica no había habido ninguna escisión ni ninguna lucha intestina. Y naturalmente la izquierda no había tenido que hacer frente a un régimen fascista, a la persecución ni a la ocupación nazi. El Gobierno de Concentración Nacional establecido durante la guerra había visto la suspensión de los partidos políticos convencionales. Pero cuando éstos reanudaron sus actividades en 1945 las viejas estructuras seguían en pie. El partido conservador, que sólo había estado fuera del gobierno aproximadamente durante tres de los treinta años anteriores, se vio obligado a pasar a la oposición y a replantearse su programa político y su reorganización interna. Pero a todas luces era el mismo partido y en Churchill tenía un líder de fama mundial.
Decisivos en las elecciones de 1945 fueron los recuerdos de la Depresión que habían hecho mella en la conciencia pública de Gran Bretaña. Quizá no hubiera una vuelta a aquellos años desoladores. Las demandas de grandes reformas sociales y económicas para impedir la vuelta a una miseria semejante habían supuesto la caída de Winston Churchill y habían catapultado al poder a los laboristas en las elecciones de julio de 1945 con más del 60% de los escaños del parlamento. El nuevo gobierno presidido por Clement Attlee, el nuevo primer ministro carente por completo de carisma, pero sumamente eficaz, estaba dispuesto a construir Jerusalén aquí y ahora «en la tierra verde y plácida de Inglaterra» (como decía el poema de William Blake escrito a comienzos del siglo XIX). Attlee contó con el apoyo de varios ministros sumamente experimentados y competentes. Entre los más destacados cabría citar a Ernest Bevin, que durante el período de entreguerras había sido el principal líder sindical de Gran Bretaña. Bevin fue una presencia importantísima como ministro de Trabajo en el Gobierno de Concentración Nacional durante la guerra, y ahora, en una de las jugadas maestras de Attlee, fue nombrado secretario del Foreign Office. Otra personalidad fundamental fue su casi homónimo Aneurin Bevan. Antiguo minero y orador vigoroso, Bevan estaba profundamente marcado por las privaciones y la miseria sufridas por las comunidades mineras de Gales, y con Attlee se convirtió en ministro de Sanidad. El ascético sir Stafford Cripps, antiguo rebelde de izquierdas del partido, cuyo entusiasmo inicial por Stalin se había atenuado mucho durante su estancia en Moscú a lo largo de la guerra como embajador de Inglaterra y había dado paso a una nueva simpatía por la buena gestión, la eficiencia y la planificación al estilo del New Deal en una economía mixta, resultó particularmente influyente en la dirección de la economía de la Inglaterra de posguerra.
El objetivo del nuevo gobierno laborista era ni más ni menos que una revolución social y económica por medios democráticos. Las minas de carbón, los ferrocarriles, el servicio de gas y electricidad, y el Banco de Inglaterra fueron nacionalizados. En virtud de la Ley de Educación introducida en 1944 por el gobierno de coalición de los años de la guerra se hizo posible la ampliación del acceso a los centros de enseñanza secundaria. Se mejoraron los derechos de los trabajadores. Se emprendió un amplísimo programa de vivienda. Pero, sobre todo, se estableció el «estado del bienestar», expresión que fue acertadamente calificada como «el talismán de una Gran Bretaña mejor de posguerra» y como el máximo logro del gobierno Attlee. Las ayudas familiares, pagadas directamente a las madres, se convirtieron en un subsidio universal, y una amplia variedad de leyes de asistencia social (que venían a poner en práctica buena parte del proyecto de seguridad social de lord Beveridge elaborado en 1942) empezaron a reducir lo peor de las carencias existentes antes de la guerra. El mayor logro, a ojos de la gente, entonces y durante las décadas posteriores, fue la creación en 1948 de un Servicio Nacional de Salud, fundamentalmente obra del hombre que lo inspiró, Aneurin Bevan (y que chocó con la vehemente oposición de la profesión médica), que proporcionaba tratamiento sin que el paciente tuviera que pagar directamente nada (aparte, por supuesto, de la aportación efectuada a través de los impuestos). El resultado fue una mejora sustancial de las prestaciones sanitarias a los sectores más pobres de la sociedad y una reducción del número de muertes por neumonía, difteria y tuberculosis. Fueron avances muy importantes y duraderos.
Pero para los que vivieron los años de la inmediata posguerra en Gran Bretaña hubo también otra cara de la moneda: la austeridad. Inglaterra había salido victoriosa, pero era pobre. Tenía unas deudas enormes que pagar. Sus costes en materia de defensa seguían siendo los de una gran potencia imperial. Y las reformas sociales que tanto se necesitaban y que tan buena acogida tuvieron supusieron un aumento del gasto público en el ámbito de la asistencia social. Para que Gran Bretaña pudiera financiarse, las exportaciones tenían que crecer y las importaciones tenían que reducirse drásticamente. El resultado fue una larga continuación de las restricciones del gasto en bienes de consumo impuestas durante la guerra.
Las reformas en materia de bienestar social eliminaron las peores penurias. Aun así, para la inmensa mayoría de la población la vida cotidiana siguió siendo difícil, monótona y carente por completo de comodidades materiales. La mayor parte de los productos alimenticios de primera necesidad continuaron racionados. La guerra se había combatido y se había ganado sin necesidad de racionar el pan, pero en 1946 se impuso el racionamiento de este producto que duró dos años. «A veces me pregunto quién ha ganado esta guerra», era el comentario de un ama de casa del norte de Inglaterra de 1946, y probablemente reflejara un sentimiento muy generalizado. Muchos productos eran totalmente inasequibles. Allí donde se decía que habían llegado mercancías de cualquier tipo, se formaba de inmediato una cola. Especialmente las mujeres tenían que encontrar tiempo para hacer cola, a veces durante horas, y a menudo sin éxito[3].
El racionamiento de la comida no acabó hasta 1954, mucho después de que hubiera terminado en otros países de la Europa occidental. Sólo entonces pudieron los niños comprar chucherías sin cupones de racionamiento. Y una vez que concluyó el racionamiento de la gasolina pudieron los que tenían coche encontrar gasolina suficiente para emprender viajes de cierta distancia. La tolerancia de la austeridad, bastante generalizada al principio, poco a poco fue disminuyendo. En 1950 algunos de los que lo habían votado antes estaban ya dispuestos a abandonar al partido laborista. Los conservadores estaban a punto de recuperar el poder.
No obstante, al margen de las divisiones políticas, las reformas en materia de bienestar social introducidas por el laborismo fueron apoyadas ampliamente por todos los partidos (a diferencia de los cambios económicos, la nacionalización de las industrias y otras medidas políticas). Los conservadores reconocieron que no podía haber una vuelta atrás a la política de los años treinta. Admitieron la necesidad de cambio y se adaptaron bien a ella, inaugurando así un período de notable consenso en lo relativo a los principios fundamentales de política social que duraría más de dos décadas. El ímpetu reformador del laborismo disminuyó a partir de 1948, y su permanencia en el poder duró sólo cinco años. Pero cambió definitivamente al país durante ese tiempo. La senda seguida por Gran Bretaña continuó diferenciándose con el laborismo de la que siguió la Europa continental. La pronunciada sensación que tenía el país de ser distinto de una Europa que por dos veces en la historia reciente lo había arrastrado a una guerra mundial, y la identificación de sus intereses con los de la Commonwealth y su aliado durante la guerra, los Estados Unidos de América, continuarían teniendo una poderosa garra en la cultura británica durante los años venideros.
En casi toda la Europa occidental el momento de la izquierda pasó rápidamente. Uno de los motivos fue que no tardaron en ponerse de nuevo al descubierto sus divisiones. Sólo el antifascismo no bastaba para mantener unida a la izquierda. Inevitablemente volvieron a abrirse las viejas fisuras entre los partidos socialistas, por un lado, comprometidos con el cambio dentro de un marco democrático pluralista (y dispuestos a colaborar con un capitalismo reformado y controlado) y, por otro, unos partidos comunistas casados con Moscú, que trabajaban por la destrucción total del capitalismo y por la consecución de un ejercicio exclusivo del poder por parte del estado.
Un segundo motivo fue la aparición de la nueva fuerza política más importante surgida después de la guerra: la democracia cristiana. Este conservadurismo revitalizado apoyaba absolutamente la democracia pluralista. Demostró que era capaz de ampliar la base electoral de los antiguos partidos confesionales, integrando intereses políticos y sociales anteriormente fragmentados no sólo en sentido negativo, a través del anticomunismo, sino también en sentido positivo, a través de su respaldo a reformas sociales sustanciales. Antes de la guerra las elites conservadoras generalmente habían intentado bloquear cualquier cambio y a menudo habían obstruido la democracia, a la que habían visto como una amenaza para sus intereses. Después de la guerra, una nueva elite política, limpia de asociaciones fascistas, adoptó un enfoque distinto. Vio la necesidad de incorporar el cambio social y de acoger con los brazos abiertos a la democracia parlamentaria, a la que intentó adaptar a sus propios intereses. En consecuencia, amplios sectores de todos los países en los que el socialismo y el comunismo habían penetrado escasamente, si es que habían logrado penetrar en absoluto, quedaron abiertos al atractivo de una política conservadora, pero reformista, que acogía de buena gana el cambio social en el marco de los principios cristianos.
El tercer motivo, por lo demás fundamental, que se oculta tras el debilitamiento del comunismo y la creciente división de la izquierda, así como de la fuerza emergente de la democracia cristiana (y de otras modalidades de conservadurismo), fue la profundización de la división entre la Europa del este y la del oeste que no tardó en consolidarse en forma de Guerra Fría. Fue éste el factor más importante de todos. Cuanto más evidentes se hicieran los aspectos más desagradables del poderío comunista generalizado en la Europa oriental, más fácil resultaría para los partidos conservadores de la Europa occidental aprovechar las inveteradas antipatías que guardaban hacia la Unión Soviética y los temores al comunismo en el propio país de cada uno.
Las lealtades políticas en la mayor parte de la Europa occidental se dividieron rápidamente en tres direcciones, entre el socialismo, el comunismo y la democracia cristiana. A medida que se intensificaba el antagonismo entre los Aliados occidentales y la Unión Soviética, las divisiones en la izquierda se consolidaban, el apoyo al comunismo disminuía y los cristianodemócratas ganaban terreno. La izquierda se veía cada vez más incapaz de perfilar la agenda política. Ésa fue, con algunas variaciones, la tendencia seguida en Bélgica, Luxemburgo, Austria, Italia, Francia y Alemania occidental. En Holanda el Partido Popular Católico conservó una base confesional más estricta que los nuevos cristianodemócratas de otros países. Los «pilares» políticos y culturales distintivos que habían marcado a la sociedad holandesa antes de la guerra —socialistas, católicos y protestantes (con una agrupación liberal-conservadora más vaga)— se reconstruyeron en gran medida de una forma ligeramente distinta. También en Bélgica el marco político fue un caso de restauración levemente modificada. Las fuerzas dominantes eran conservadoras, pues la clase media y la población rural resultaron las principales beneficiarias de una economía capitalista reformada, mientras que la izquierda radical perdió atractivo entre la clase obrera industrial. En Austria —sometida a la ocupación de las cuatro potencias, pero tratada como un país liberado— el partido comunista fue una fuerza sin importancia desde el primer momento, aunque se le permitió formar parte de un gobierno de gran coalición dominado por el nuevo Partido Popular Austríaco, de carácter democristiano, y los socialdemócratas. La prioridad fundamental era establecer la unidad nacional, no resucitar las divisiones existentes antes de la guerra.
En 1945 el futuro de Italia parecía con toda probabilidad que iba a venir determinado por la izquierda revolucionaria. Pero, en medio de los continuos y graves problemas económicos, antes de un año los cristianodemócratas, encabezados por Alcide de Gasperi, en otro tiempo destacado miembro del Partito Popolare, de filiación católica, empezaron a emerger como la nueva fuerza más importante de la política italiana. La democracia cristiana italiana logró unir un ala sumamente conservadora con algunos sectores izquierdistas que daban cabida a los sindicalistas católicos. Pero De Gasperi hizo gala de saber manejar a las dos alas del partido para mantener el poder. Durante los primeros momentos contó con la ayuda de la disposición del líder comunista, Palmiro Togliatti, que había pasado los años de la guerra en Moscú, a integrar a los comunistas en el gobierno. El gabinete presidido por De Gasperi —una coalición aparentemente inverosímil formada por cristianodemócratas, comunistas y socialistas— acabó de hecho con las purgas, sustituyó a muchos de los jefes de la policía y de los prefectos provinciales nombrados recientemente por funcionarios con larga experiencia, arrebató las grandes empresas de las manos de los «comisarios» que las gestionaban para devolvérselas a la propiedad privada y emprendió el restablecimiento del orden público. La coalición fue confirmada en su puesto en las elecciones del 2 de junio de 1946, al tiempo que el electorado rechazaba la monarquía, que había quedado enormemente desacreditada, e Italia se convertía en una república.
La triple segmentación experimentada por la política italiana estaba destinada a continuar. Juntos, socialistas y comunistas formaban el sector más amplio de apoyo popular. Pero estaban divididos tanto en sus objetivos políticos como en su base de apoyo. Además, los apoyos de la izquierda estaban claramente confinados a las regiones industriales del norte de Italia. Las zonas más rurales del país respaldaban mayoritariamente a los democristianos, los claros vencedores con más de un tercio del total de los votos. En 1947 la incipiente Guerra Fría provocó tensiones en el gobierno que acabaron siendo insuperables y dieron lugar a la expulsión de los comunistas. En las elecciones parlamentarias de abril de 1948, celebradas bajo la sombra de una «Amenaza Roja», el voto combinado de comunistas y socialistas bajó del 40% obtenido en 1946 al 31%. El papa Pío XII había dicho a los italianos que todo el que apoyara a un partido anticristiano era un traidor. La propaganda anticomunista americana resultó asimismo sumamente efectiva. Los cristianodemócratas lograron ampliar sus votos del 35 al 48,5%, y con ello alcanzar la mayoría en la Cámara de los Diputados. El paso de la violencia revolucionaria de los partisanos a una mayoría gubernamental de la democracia cristiana conservadora había sido notable. La división de la izquierda supuso que los cristianodemócratas lograran arreglárselas, a pesar de sus propias divisiones internas, para mantener durante los años venideros el control de un sistema político inestable.
Francia fue el único país de la Europa occidental en el que los comunistas, con un 26%, obtuvieron un número de votos superior al de los socialistas (24%) en las primeras elecciones de posguerra. Sin embargo, hubo una nueva fuerza política, el Mouvement Républicain Populaire («Movimiento Republicano Popular» o MRP), la variante francesa de la democracia cristiana, que obtuvo un 25% de los sufragios en las elecciones legislativas del 21 de octubre de 1945. Tras las elecciones el MRP, junto con los socialistas y los comunistas (las principales fuerzas de la Resistencia), formaron una alianza tripartita de la que surgió un Gobierno Provisional con el mandato de redactar la constitución de una Cuarta República. Charles de Gaulle, que ya había formado un Gobierno Provisional en el momento de la liberación el 25 de agosto de 1944, continuó a la cabeza del gabinete. El MRP pudo beneficiarse del papel desempeñado en la Resistencia por algunos de sus líderes, como Georges Bidault. Al igual que otros partidos cristianodemócratas, supo combinar el atractivo ejercido sobre una izquierda enraizada en el pensamiento social católico con un apoyo conservador más tradicional. EL MRP formó parte de la mayoría de los gobiernos de la Cuarta República entre 1946 y 1958. Pero a diferencia de la democracia cristiana de buena parte de la Europa occidental, su apoyo en vez de crecer disminuyó. La influencia de la Iglesia católica en la política fue menor en Francia que, por ejemplo, en Italia o en la Alemania occidental. Pero el fracaso gradual del MRP se debió en gran medida, contrariamente a lo que les sucediera a otros partidos cristianodemócratas, a que tuvo que enfrentarse a un reto importantísimo en el marco de la derecha conservadora, un reto que se materializó en 1947 y que fue encabezado ni más ni menos que por el héroe de guerra más destacado de Francia, el general Charles de Gaulle.
En realidad el MRP se había mostrado abierto al principio a colaborar con los socialistas y los comunistas para llevar a cabo una reforma social de altos vuelos, y había apoyado el fomento de las buenas relaciones con la Unión Soviética. Cada uno de los tres partidos era favorable a un importante aumento de las prestaciones sociales y una ampliación de las nacionalizaciones, incluidos los bancos, las compañías aseguradoras, las minas de carbón, la producción de gas y electricidad, las líneas aéreas y las fábricas de coches Renault. A pesar de su arraigado conservadurismo, De Gaulle aceptó el paso a la nacionalización y a una economía planificada (dirigida por Jean Monnet, un experto especialista en economía al que se concedieron poderes especiales para supervisar las medidas necesarias para modernizar la economía francesa y restaurar la producción). El New Deal francés empezó a tomar forma con un respaldo político masivo. Los sindicatos (a menudo dominados por los comunistas), el propio partido comunista, los socialistas y el MRP aportaron su granito de arena para alcanzar unos niveles muy elevados de productividad industrial, contribuyendo a animar a los agricultores a llevar a cabo una rápida expansión de los suministros de alimentos a las ciudades, y a introducir una seguridad social más eficaz, pensiones, subsidios por maternidad, y otras mejoras de la calidad de vida de la gente sencilla. Pero los cambios necesitaban tiempo para surtir efecto. Los niveles de vida, minados por la elevada inflación y la escasez de alimentos y de muchos productos básicos, siguieron siendo bajos durante al menos los dos años que siguieron a la liberación. Los conflictos políticos naturalmente se intensificaron. Las repercusiones sobre la popularidad del gobierno fueron las previsibles.
Las continuas dificultades, el incremento del desengaño político, y la vuelta a las divisiones y a los conflictos habituales de la política de partidos en un sistema pluralista no encajaban muy bien con la encumbrada visión que tenía De Gaulle de sí mismo en la cúspide de una Francia unida. En enero de 1946 dimitió repentinamente como presidente del Gobierno Provisional. Volvió a salir a la superficie en el mes de junio defendiendo con vehemencia la creación de un presidente electo con poderes ejecutivos. No hacía falta exprimirse mucho el cerebro para adivinar quién debía ser ese presidente. El electorado mostró su discrepancia y votó —aunque con bastante tibieza, pues un tercio de los votantes no se tomaron la molestia de acudir a la cita con las urnas— a favor de una Cuarta República en la que los poderes parlamentarios estuvieran por encima de los del ejecutivo. El resultado fue un sistema que replicaría muchas de las desventajas de la Tercera República. Pero al reforzar los poderes del poder legislativo (elegido por representación proporcional) para anular al gobierno, que invariablemente representaba una incómoda coalición de intereses políticos en conflicto, la nueva constitución garantizaba la continuidad de la inestabilidad política.
De Gaulle, mostrando su desprecio por el nuevo orden constitucional, anunció en abril de 1947 que pretendía formar y dirigir un nuevo movimiento político, que llamó Rassemblement du Peuple Français (Concentración del Pueblo Francés, o RPR). Al cabo de un año su partido, que supuestamente estaba por encima de la política partidista convencional y se basaba en una plataforma de unidad nacional, en el anticomunismo, y en un poder ejecutivo fuerte representado por un presidente, realizó grandes avances en el sector de la derecha política. Llegó a tener medio millón de miembros (en su mayoría gente de clase media y campesinos) y obtuvo un 35% de los votos en varias elecciones municipales en el norte de Francia, aunque el gran avance a nivel nacional seguía escapándosele.
La coalición del gobierno tripartito, en cambio, iba agrietándose cada vez más. El primer ministro socialista, Paul Ramadier, aprovechó una oleada de huelgas organizadas por los sindicatos dominados por los comunistas en abril de 1947 y la oposición de los comunistas al uso de la fuerza por parte del gobierno para sostener el dominio imperialista francés en Madagascar e Indochina, para destituir a los ministros comunistas. El gobierno tripartito se había acabado. Los comunistas no volverían a participar en un gobierno durante más de tres décadas. El MRP, los socialistas, los radicales y otros pequeños partidos tuvieron que encargarse de formar una serie de gobiernos inestables, calificados de forma un tanto pretenciosa de «Tercera Fuerza», aunque en realidad lo único que los mantenía unidos era su hostilidad a la oposición comunista y gaullista. A comienzos de los años cincuenta el apoyo al MRP se vendría abajo cuando la derecha conservadora francesa se mostrara incapaz de superar sus divisiones. Los gobiernos débiles estaban condenados a ser el modelo de lo que quedaba de la Cuarta República.
Las zonas occidentales de la Alemania ocupada fueron el escenario central del despertar político de Europa. La reconstrucción del paisaje político comenzó de manera sorprendentemente rápida tras la capitulación de Alemania. Ya en su mensaje de fundación en junio de 1945 la Unión Cristianodemócrata (CDU) pidió en Berlín a los alemanes que unieran sus esfuerzos para reconstruir la patria. Los socialdemócratas (SPD) e incluso los comunistas, de diferentes maneras, hicieron también de la unidad nacional el punto primordial de sus inmediatos intentos de ganar apoyo con el fin de iniciar la recuperación. Tanto la izquierda como la derecha veían la necesidad de ampliar su base de apoyo y de superar las funestas divisiones que habían envenenado la política durante la República de Weimar y habían allanado el camino al triunfo de Hitler en 1933. El partido nazi, en su ascensión al poder, había acabado en gran medida con los partidos liberales y conservadores «burgueses», excepto con el Partido del Centro, de inspiración católica, mientras que socialistas y comunistas habían continuado con su desastrosa lucha intestina que databa de la revolución de 1918 y la situación generada por ella. Luego habían venido doce largos y tristes años de dictadura y de persecución brutal de todos los adversarios. Lo sorprendente de los primeros años de la inmediata posguerra, sin embargo, no es sólo la rapidez con la que recomenzó la política pluralista, sino hasta qué punto los modelos de apoyo político reflejaron al principio los existentes en los años de la República de Weimar, y hasta qué punto siguieron determinados no sólo por la clase social, sino también por la confesión religiosa.
Los cristianodemócratas enseguida se construyeron una base de apoyo en la derecha conservadora que contribuiría a superar las divisiones debilitadoras de la época de Weimar. Se veían a sí mismos como un partido que estaba por encima de las diferencias de clase y de confesión, y que personificaba el espíritu de renovación cristiana para superar la criminalidad del pasado nazi y combatir a «las fuerzas ateas del mundo» que aún seguían existiendo. Aspiraban a una sociedad que combinara la democracia con la justicia social en el marco de un capitalismo reformado de modo fundamental, basado en principios cristianos. Ya en 1946-1947 los cristianodemócratas aparecieron a menudo como el partido más numeroso en las elecciones regionales y municipales celebradas en las diversas zonas de la Alemania occidental, obteniendo más del 50% de los votos en muchos lugares del sur, y por lo general más del 30% más al norte.
El hombre que se convirtió en el primer líder del partido y en la personalidad dominante de la democracia cristiana alemana durante casi dos décadas fue Konrad Adenauer, que para entonces tenía cerca de setenta años. Antes de que Hitler se hiciera con el poder había sido alcalde de Colonia y posteriormente había sido encarcelado en dos ocasiones durante el Tercer Reich. Tenía firmes raíces en el catolicismo renano, era fervientemente anticomunista y muy favorable a la reconciliación con Occidente. Cuando la Guerra Fría se convirtió en una realidad ineludible a partir de 1947, Adenauer desplazó a la CDU de sus primeras tendencias a favor de una reforma sustancial del capitalismo hacia una economía liberal de mercado. El partido se mostró mejor dispuesto hacia las grandes empresas, actitud promovida especialmente por su gurú en materia de economía, Ludwig Erhard, a través de su programa continuado en pro de mitigar los efectos de las peores desigualdades inherentes al capitalismo de libre mercado con medidas de bienestar social. Ese desplazamiento hacia la derecha permitió a la CDU encontrar cierta cantidad de terreno común con el emergente Partido Liberal Democrático (FDP), más pequeño, que se basaba en principios de libertad económica e individual, muy favorable al empresariado y opuesto a cualquier idea de nacionalización. En las primeras elecciones a escala nacional celebradas en 1949 la FDP sacó el 12% de los votos, la SPD el 29%, y la CDU poco más del 31%. El 12% de la FDP fue fundamental para permitir que la CDU (y a su partido hermano bávaro, la Unión Socialcristiana, de carácter más conservador y profundamente católico en sus valores) se convirtiera en el principal pilar de un gobierno de coalición, presidido por Adenauer en el puesto de canciller federal.
Mientras que la derecha conservadora descubría una nueva unidad, la izquierda volvía a sus divisiones. Los socialdemócratas y los comunistas se habían unido en las «Antifas» —comités de acción antifascista— que habían surgido en las ciudades industriales y en las grandes fábricas de Alemania en 1945 en la lucha común contra el régimen nazi moribundo. Pero, en cuanto acabó la guerra, los Aliados occidentales victoriosos disolvieron las «Antifas», al verlas no ya como elementos constructivos de una nueva sociedad, sino como una amenaza para el orden público y una vía de entrada para el comunismo. Fue un claro indicio de que los Aliados estaban decididos a cortar el paso a cualquier alternativa radical a la vuelta a la democracia liberal-conservadora pluralista. En realidad parece harto improbable que las «Antifas» hubieran podido constituir una base duradera para la reconstrucción política. Pero tampoco se les dio la oportunidad de demostrarlo. Aquello iba perfectamente en consonancia con la actitud de la inmensa mayoría de la población alemana, que deseaba un cambio, pero no tenía muchas ganas de experimentos revolucionarios. El partido comunista fue incapaz de salir de los anteriores feudos que se había creado entre la clase obrera industrial. Incluso antes de que diera comienzo la Guerra Fría y con sus apoyos socavados casi por completo, la media del voto conseguido por los comunistas en las zonas occidentales del país no llegó nunca al 10%, una tercera parte del nivel medio de apoyo obtenido por la SPD.
La SPD por su parte estaba empeñada en un cambio social y económico radical. Su líder, Kurt Schumacher, cuya autoridad moral derivaba del hecho de haberse pasado diez años en campos de concentración nazis, estaba a favor de la pronta restauración de la unidad nacional alemana, aunque eso sí una unidad firmemente basada en principios democráticos y en un nuevo orden económico. Abogaba por la nacionalización de las principales industrias y la redistribución de las tierras de cultivo que debían ser expropiadas a los grandes hacendados. Pero Schumacher era además ardientemente anticomunista. Culpaba del desastre de 1933 a los comunistas y a la clase media que había apoyado el nazismo. Y cada vez más temía que el partido comunista abriera la puerta a la dominación soviética de Alemania. Sin embargo, como era de prever, su propia retórica de lucha de clases no logró convencer a muchos sectores de la Alemania conservadora.
A las elecciones al Parlamento Federal (el Bundestag) de 1949 se presentaron una gran cantidad de partidos políticos. El paisaje político seguía tomando forma. Pero sus principales contornos —una triple división entre democratacristianos, liberal-demócratas y socialdemócratas— estaban ya quedando perfectamente claros.
En la Europa del este, incluida la zona oriental de Alemania, el paisaje político había tomado una forma fundamentalmente distinta desde el primer momento, mucho antes de que la Guerra Fría se impusiera. Los Aliados occidentales ejercieron indudablemente su control sobre la reconstrucción de la política en sus respectivas zonas —favoreciendo a los conservadores y no a los socialdemócratas, por ejemplo—, pero su grado de intervención fue menor, comparado con el de los soviéticos en las zonas de Europa que habían quedado bajo su control.
Aplastamiento del pluralismo político
en la Europa oriental
Si bien los soviéticos habían estado al principio menos seguros de lo que luego parecería de la evolución estratégica de la zona oriental de Alemania, su defensa del pluralismo político sería cada vez más de boquilla. Al principio tuvo lugar una apariencia de pluralismo. Además de socialistas y comunistas, surgieron también partidos liberales y conservadores. Pero la presión a favor del partido comunista era descarada e implacable. Walter Ulbricht y otros líderes comunistas que habían pasado todo el período nazi exiliados en Moscú se dedicaron a asegurarse una base firme de poder comunista asumiendo rápidamente puestos administrativos de importancia crucial. La nacionalización de la industria, la redistribución de las tierras expropiadas y las purgas de las elites económicas, administrativas y profesionales se hicieron, como era previsible, muy populares entre todos los que carecían de bienes y de riqueza. Pero en las elecciones locales celebradas en el invierno de 1945-1946 quedó claro que, pese a las ventajas con las que contaban, los comunistas tenían mucho menos apoyo que los socialdemócratas y que no iban a conseguir una mayoría democrática a través de las urnas.
En febrero de 1946 los comunistas presionaban a favor de la fusión de los dos partidos. Schumacher encabezó apasionadamente la oposición de la SPD a semejante línea. Ruth Andreas-Friedrich, antigua periodista que había desarrollado una larga actividad en la resistencia al régimen de Hitler y ahora partidaria ardiente de la SPD, tenía muy claro cuál era el peligro. «Durante nueve meses», anotó en su diario el 14 de enero, «el comunismo alemán ha estado recibiendo órdenes de Moscú… Si nos ponemos esta soga al cuello, no sólo estaremos perdidos nosotros, sino que también estarán perdidas Berlín y toda la Alemania oriental. Perdidas para la democracia, ganadas para las pretensiones de poderío mundial de los nacional-bolcheviques». La izquierda se escindió. «Gentes que hace un año se ayudaban unas a otras contra el terror de la Gestapo, que habían puesto en peligro sus vidas por las vidas de los otros, se atacan hoy mutuamente como si fueran los enemigos más encarnizados», observaba Andreas-Friedrich. En marzo se celebró un referéndum en los sectores occidentales de Berlín, aunque fue prohibido en el sector oriental, y más del 80% de los militantes de la SPD rechazaron la fusión. «Frente a la violencia, las amenazas y la propaganda, triunfó el deseo de autodeterminación», anotó Andreas-Friedrich.
A pesar de todo, en abril de 1946 se llevó a cabo en la zona soviética una fusión de los dos grandes partidos que dio lugar a la creación del Partido de Unidad Socialista de Alemania (la SED). El nuevo partido estuvo desde el primer momento bajo dominio comunista, y fue visto como el principal vehículo para imponer la versión marxistaleninista de «centralismo democrático» en la zona oriental de Alemania. Aun así, pese a toda la presión que pudo ejercer, la SED no logró obtener una mayoría absoluta de los votos en ninguna de las elecciones regionales celebradas en octubre de 1946. Pero para entonces las arterias políticas habían empezado a esclerotizarse. Los vestigios de verdadero pluralismo fueron paulatina, pero sistemáticamente eliminados. Los que se oponían a la transformación del país en una «democracia popular» fueron destituidos de sus cargos y muchos de ellos fueron además encarcelados. El proceso de separación política (y social) respecto de las zonas occidentales continuó a partir de ese momento de forma irreversible. En enero de 1949 la SED se declaró formalmente un partido marxista-leninista y estableció una modalidad alemana de dictadura estalinista.
Lo que sucedió en la zona oriental de Alemania corrió en paralelo a la forma en que la dominación soviética se impuso en la mayor parte de la Europa del este durante los años de la inmediata posguerra. El poderío soviético no fue el único factor que determinó la configuración política de la zona; el descrédito de las elites existentes antes de la guerra por su colaboración con los nazis, los niveles de apoyo a los partidos comunistas nacionales, las esperanzas de beneficiarse de una redistribución de la riqueza y la desconfianza cada vez mayor que inspiraban los Aliados occidentales tuvieron también todos su papel. Pero el poderío soviético fue la constante de la ecuación, el factor común y el determinante más decisivo. Y, como sucediera en la Alemania oriental, el modelo seguido fue el de la intensificación de la presión hasta conseguir la dominación comunista, una vez que quedó claro que el pluralismo democrático no habría generado el apoyo necesario para la imposición de un régimen comunista.
Hungría constituyó la demostración más clara. El Gobierno Provisional integrado por varios partidos había conseguido mucha popularidad redistribuyendo entre el campesinado las tierras incautadas a los grandes hacendados, lo que condujo a que el Partido de los Pequeños Propietarios, integrado principalmente por campesinos, obtuviera el 57% de los sufragios en las elecciones de noviembre de 1945, mientras que sólo el 17% de los votantes apoyó a los comunistas. Ello no impidió, sin embargo, que el Partido de los Pequeños Propietarios y otras expresiones de oposición política fueran destruidos poco a poco mediante las brutales tácticas de intimidación de los bolcheviques, hasta que en 1949 el partido comunista, respaldado por Moscú, tuvo todo el poder en sus manos.
En Polonia, el «Comité de Lublin» había obtenido ya a finales de 1944 el reconocimiento oficial soviético como Gobierno Provisional de Polonia, y los comunistas se hicieron con el control de la policía y de todo el aparato de seguridad del país. El Gobierno Nacional, exiliado en Londres desde el comienzo de la guerra, pese a seguir siendo reconocido por los Aliados occidentales como el gobierno legítimo de Polonia, se vio impotente para impedirlo. Pero los Aliados deseaban resolver el problema de Polonia. A finales de 1945 unos cuantos miembros del Gobierno Nacional, incluido Stanisław Mikołajczyk, que había desempeñado el cargo de primer ministro, fueron convencidos por los líderes occidentales de que se integraran en un Gobierno Provisional de Unidad Nacional más amplio, con la perspectiva de que más tarde se celebraran elecciones. De esa forma, antes ya de que tuviera lugar la Conferencia de Potsdam el mes siguiente, los Aliados se plegaron ante el hecho consumado al retirar formalmente su reconocimiento al gobierno en el exilio de Londres.
En febrero de 1945, en Yalta Stalin había prometido la celebración de elecciones democráticas. Pero su versión de la democracia no era la misma que la de las potencias occidentales. Cuando por fin tuvieron lugar las elecciones en Polonia en enero de 1947, se celebraron en el contexto de una fuerte represión e intimidación por parte de los soviéticos. Más de cien opositores de los comunistas fueron asesinados, decenas de millares fueron encarcelados y muchos candidatos de la oposición fueron descalificados y se les impidió concurrir a las elecciones. Oficialmente el bloque comunista obtuvo el 80% de los sufragios. Resulta imposible saber cuál habría sido el verdadero resultado en unas elecciones auténticamente libres. Las potencias occidentales contemplaron el espectáculo con impotencia, incapaces de influir en el control cada vez más intenso ejercido por los soviéticos. Los propios polacos se preguntaban para qué había habido una guerra; y no les faltaba razón. Ellos pensaban que había sido para preservar la independencia de Polonia. Un modelo similar de infiltración comunista en el aparato del gobierno, por medio de la intimidación, la detención y el encarcelamiento de los adversarios políticos, y al amaño de las elecciones con el respaldo de las fuerzas militares y de seguridad de la Unión Soviética, caracterizó el patrón de toma del poder por los comunistas en Rumanía y Bulgaria.
Checoslovaquia fue una cosa distinta; y lo que sucedió en este país produjo un escalofrío en todo Occidente (aunque algunos responsables políticos de Washington aseguraran que ellos ya lo habían visto venir). En unas elecciones incuestionablemente libres celebradas en mayo de 1946 —previamente se habían retirado las tropas soviéticas y americanas—, los comunistas obtuvieron la mayor proporción de votos, un 38,6%, lo que les daba cierto grado de legitimidad democrática. Su éxito no tuvo nada de sorprendente. La tensión social era enorme, los niveles de pobreza gigantescos, la falta de vivienda generalizada y la crisis económica total. Los años de ocupación alemana habían dejado también tras de sí, como en tantos otros lugares, muchos reproches y muchos resentimientos. Entre las causas de que la gente volviera sus ojos hacia los comunistas cabría citar indudablemente, sobre todo entre la gente culta, una fuerte dosis de idealismo, la ferviente fe en el comunismo como «el eterno ideal de la humanidad», y la creencia en una «vía nacional hacia el socialismo» que subordinara los intereses individuales «al bien de toda la sociedad». En todo caso eso es lo que diría más tarde Heda Marolius Kovály, una judía que había sufrido de manera atroz en los campos de concentración alemanes, casada con un ministro comunista del gobierno checo (que sería ejecutado en 1952 tras ser acusado en falso del supuesto delito de «conspiración en contra del estado»).
No obstante, a pesar de ser el partido más votado, los comunistas seguían teniendo un apoyo minoritario (y su respaldo en Eslovaquia era menor aún que en los territorios checos). El nuevo primer ministro, Klement Gottwald, estalinista inveterado que acababa de regresar del exilio en Moscú, donde había permanecido toda la guerra, tuvo que hacer frente a la oposición generalizada de una gran variedad de partidos muy divididos. La popularidad del gobierno liderado por los comunistas disminuiría en 1947 a medida que aumentaran las dificultades económicas, mientras la cuestión de la autonomía relativa de los eslovacos seguía sin resolverse, y el país se veía presionado por Stalin para que rechazara la ayuda económica americana y para que ingresara en el bloque soviético que estaba formándose en la Europa del este. Los comunistas habían accedido a regañadientes a convocar nuevas elecciones, que debían celebrarse en mayo de 1948. Las perspectivas que tenían de aumentar sus votos eran escasas. Pero, cuando en el mes de febrero varios ministros no comunistas dimitieron tontamente de los cargos que ocupaban en el gobierno de coalición en protesta por las medidas adoptadas por los comunistas para ampliar su control sobre la policía, se desencadenó una crisis política a gran escala. Los comunistas organizaron manifestaciones masivas de apoyo a sus demandas. La presión sobre los indecisos aumentó. El ministro de Asuntos Exteriores, Jan Masaryk, hijo del primer presidente de Checoslovaquia, fue hallado muerto en la calle al pie de la ventana de su despacho: suicidio, según la versión oficial, aunque la mayor parte de la gente pensó que había sido asesinado por agentes del régimen. Lo que estaba en marcha era ni más ni menos que un golpe de Estado comunista. Las elecciones de mayo fueron controladas totalmente por los comunistas, que se hicieron con el dominio del parlamento. El presidente, Edvard Beneš, totalmente desamparado, fue obligado a nombrar un nuevo gobierno, presidido otra vez por Gottwald como primer ministro, pero ahora formado en su integridad por comunistas.
En junio de 1948 Gottwald sustituyó al achacoso Beneš como presidente de la República. El entusiasmo inicial, si es que realmente existió, no tardó en evaporarse. Al cabo de unos meses, a juicio de Heda Marolius Kovály, «la Unión Soviética se había convertido en nuestro modelo» y el imperio de la ley era más que precario. Se desencadenó una represión brutal de todos los opositores, con la desaparición de miles de ellos en cárceles y campos de internamiento. Ahora había un sistema de tipo soviético en el único país de la Europa central en el que antes de la guerra la democracia pluralista había logrado sobrevivir hasta que se vio socavado por la política de apaciguamiento de Occidente y luego devorado por Hitler. Era la confirmación definitiva de que el estalinismo era incompatible con el establecimiento de una democracia de corte occidental en cualquier rincón del área de influencia soviética.
Sólo en Yugoslavia fracasaron los soviéticos en su intento de extender su influencia. Pero aquí se impusieron unas circunstancias bastante especiales. Los partisanos de Tito ya tenían controlada la mayor parte de Yugoslavia en el momento en el que el Ejército Rojo había llegado al país en el otoño de 1944. Las tropas rusas se retiraron de nuevo al término de la guerra, dejando a Tito disfrutar de la gloria de ser el libertador de Yugoslavia. Además, los comunistas yugoslavos, capitaneados por Tito, habían accedido al poder sin ayuda de Moscú (aparte del de Albania, sería el único partido comunista de Europa que lo lograra). Aunque con anterioridad había sido un agente leal de la Unión Soviética, el carácter de Tito y la talla de su personalidad le daban una base segura de poder y de autonomía que le permitieron desafiar las presiones de Stalin para que accediera a las exigencias de Moscú cuando la Guerra Fría empezara a arreciar. Las intimidaciones del dictador soviético no amedrentaron a Tito, seguro como estaba en su fortaleza de los Balcanes y gozando de un amplio apoyo popular de todo un país en el que su persona simbolizaba una nueva unidad que trascendía las divisiones étnicas tradicionales. Excepto una invasión, que habría supuesto una aventura muy arriesgada, no había nada que Stalin pudiera hacer. En junio de 1948 la ruptura entre Moscú y Belgrado se hizo oficial con la expulsión del partido comunista yugoslavo de la Cominform, la organización sucesora de la Comintern. La inquina de Stalin no conocía límites. Los soviéticos y sus satélites impusieron un boicot a Yugoslavia para intentar rendir a Yugoslavia por hambre. No sirvió de nada. Tito, pese a la constante denigración de que fue objeto por parte de Moscú, siguió por un camino independiente.
En la propia Unión Soviética la gente pensaba que los inmensos sacrificios que se habían hecho quizá no hubieran sido en vano. Pero la alegría universal con que había sido acogido el triunfo en 1945 no tardó en dar paso a una enorme desilusión. Las esperanzas de que la victoria en la «gran guerra patriótica» pudiera traer un clima político más relajado enseguida se esfumaron. Por el contrario, el sistema estalinista se reforzó y la maquinaria represiva volvió a intensificarse. Los líderes de la Unión Soviética, y Stalin más que ninguno, veían ante sí muchos peligros. Eran muchos los soviéticos que habían colaborado con los ocupantes nazis; millones de nuevos ciudadanos tenían que ser convertidos en fieles creyentes en el comunismo; había que incorporar grandes extensiones de los territorios recién conquistados; y la amenaza del imperialismo capitalista seguía acechando. Además, era preciso reconstruir el país. Superar las colosales pérdidas materiales sufridas significaba una renovación e intensificación de los programas para producir un rápido crecimiento industrial.
Los progresos fueron impresionantes. En 1947 la industria soviética, se decía, estaba ya alcanzando los niveles de producción existentes antes de la guerra. El alto precio que hubo que pagar por ello fue una nueva caída de los niveles de vida, ya de por sí espantosos. En el otoño de 1945 tuvieron lugar grandes huelgas y manifestaciones en las fábricas de armamento de los Urales y Siberia. La policía secreta registró más de medio millón de cartas de protesta por las condiciones de vida reinantes. Las malas cosechas de 1945 y 1946 exacerbaron los problemas de la producción agrícola, que había quedado muy rezagada respecto de los niveles alcanzados durante los años previos al estallido de la guerra y que seguiría estándolo durante los años venideros. La hambruna, que se cobraría las vidas de 2 millones de personas, volvió a cebarse en Ucrania y otras regiones de la Unión Soviética. Cera de 100 millones de ciudadanos soviéticos sufrían desnutrición. Cualquier potencial de disturbios, cualquier signo imaginable de oposición, debía ser aplastado sin piedad. Una nueva oleada de detenciones, purgas y farsas judiciales, que recordarían el terror de los años treinta, asoló la Unión Soviética y sus satélites de la Europa oriental. Antiguos prisioneros de guerra, sospechosos de disidencia, intelectuales y minorías étnicas, empezando por los judíos, se convirtieron en objetivos especiales. Al cabo de poco tiempo, los campos de internamiento y las colonias penales de la Unión Soviética tenían de nuevo más de 5 millones de reclusos. Lejos de crear una nueva sociedad en la Unión Soviética, la guerra había fortalecido la vieja. La mano dura y la represión no podían suavizarse lo más mínimo. El estalinismo y todo el horror que lo caracterizaban continuaron como si tal cosa durante los años de la inmediata posguerra.
En 1947 el hielo estaba generando la Guerra Fría. Las divisiones —un bloque soviético en buena parte monolítico enfrentado a un bloque occidental cada vez más angustiado, pero resuelto, encabezado por los americanos— estaban ya en aquellos momentos firmemente arraigadas. Durante los años sucesivos quedarían rígidamente fijadas. ¿Habrían podido evitarse? ¿Habría podido seguir un rumbo distinto la revitalización de la política en la Europa occidental, ya que no en la del este? En ambos casos es harto improbable que hubiera podido ser así. En último término, la desconfianza mutua —el miedo a los avances del comunismo por un lado, y el miedo al imperialismo capitalista agresivo por otro— era demasiado profunda para impedir que Europa se partiera en dos mitades.
La política estalinista en la Europa del este fue, en realidad, menos uniforme y predeterminada al principio de lo que a menudo ha parecido vista en retrospectiva. Aun así, lo que estaba claro desde el primer momento era que no iba a permitirse ninguna alternativa a la dominación comunista. No era posible asumir el riesgo de los caprichos del pluralismo político de corte occidental. Una vez que quedó claro que los partidos comunistas no iban a obtener el poder por medio de unas elecciones verdaderamente abiertas, la intimidación, la infiltración y las presiones para asegurarse su dominación por otros medios eran inevitables. Pero eso sólo podía ahondar la separación de las zonas del continente que no habían caído bajo la influencia de la Unión Soviética.
Un factor trascendental fue también el hecho de que los partidos comunistas no llegaron en ninguna parte a ser lo bastante populares como para obtener en la Europa occidental un apoyo ni remotamente mayoritario en unas elecciones libres. Y cuando los métodos comunistas de alcanzar el poder en la Europa del este, vistos con horror por la mayoría de la población de la Europa occidental, se convirtieron en blanco fácil de la condena de los partidos políticos anticomunistas y de los Aliados occidentales, el apoyo al comunismo en la mayor parte de la Europa del oeste empezó a disminuir más todavía. La división, en rápido aumento, fue inevitable. Había existido desde un principio ya en 1945, causada en primera instancia por la necesidad soviética de crear un colchón protector de estados satélites sometidos a un régimen comunista, y no podría más que ampliarse cuando el antagonismo internacional entre las principales potencias asumiera una forma definitiva. Se cimentó en 1947 cuando Stalin dio la espalda a la oferta de ayuda americana para reconstruir Europa, insistiendo en que la parte oriental del continente iba a seguir su propio camino… bajo la dominación soviética.
En la Europa occidental el alcance de las políticas económicas radicales se estrecharía más aún cuando comenzara la Guerra Fría. El miedo a que el comunismo se extendiera por Occidente fue, empezando por el país que ocupaba una posición central, esto es Alemania, un ingrediente añadido muy significativo del respaldo dado por los Aliados occidentales que ocupaban el país, y especialmente por los americanos, a la política conservadora y a una economía liberalizada. Las posibilidades de que la Europa occidental siguiera un rumbo político distinto del que de hecho tomó fueron, por consiguiente, insignificantes desde el primer momento. El despertar político de Europa después de 1945 es impensable desde el contexto internacional que lo determinó. La búsqueda de culpas del inicio de la Guerra Fría es en gran medida absurda. No habría podido ser evitada. La división del continente fue una consecuencia ineludible de la segunda guerra mundial y de la conquista de Europa por las dos nuevas superpotencias ideológica y políticamente antagonistas, Estados Unidos y la Unión Soviética.
El Telón de Acero empieza a bajar
Suele atribuirse a Winston Churchill la gráfica imagen de un «telón de acero» que dividía a Europa, símil expresado en un famoso discurso pronunciado en el Westminster College de Fulton, Missouri, en marzo de 1946. En realidad, el ministro de Propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, ya había aludido un año antes en público y en privado a un «telón de acero» para describir la ocupación soviética de Rumanía. Durante sus últimos meses en el poder Hitler y Goebbels habían presagiado repetidamente la ruptura de la coalición de fuerzas angloamericanas y soviéticas de los Aliados. Lo que se negaban a ver era que el objetivo de acabar con la Alemania nazi era precisamente lo que mantenía unida la alianza forjada durante la guerra. Una vez alcanzado ese objetivo, la disolución de una alianza formada por unos elementos tan intrínsecamente antagónicos era como quien dice imparable. No tuvo lugar de inmediato en un único acto decisivo de ruptura, sino de forma gradual, a lo largo de un período de tres años más o menos, y a través de una serie de fases acumulativas, pero determinantes. En cualquier caso, desde el verano de 1945 iría sólo en una dirección: hacia la división de Europa.
Al término de la primera guerra mundial el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, se había reunido con los mandatarios de Inglaterra y Francia para decidir el orden de posguerra. Rusia, convulsionada por la revolución y la guerra civil y vista con creciente horror por las potencias occidentales, no había tomado parte en absoluto. Estados Unidos decidió después no integrarse en la Liga de las Naciones y retirarse de cualquier intervención en los asuntos europeos. El contraste con la situación de 1945 no puede ser más fuerte. Al término de la segunda guerra mundial las otrora grandes potencias de Europa eran demasiado débiles, desde el punto de vista militar y económico, para configurar un nuevo orden. Francia se veía acosada por sus propios problemas internos. Su economía se hallaba arruinada debido a la fortísima inflación, la fuga de capitales y los bajos niveles de producción. La situación financiera de Gran Bretaña se había salvado sólo gracias a un cuantioso préstamo de los norteamericanos y los canadienses en 1946. Un signo de la debilidad económica de Inglaterra fue el comienzo de su retirada del imperio. La India, la tan cacareada «joya de la corona» del imperio, obtuvo la independencia en 1947. En otra jugada de consecuencias de grandísima envergadura, Gran Bretaña se retiró del problemático Mandato que tenía en Palestina, dando lugar a la fundación del estado de Israel en 1948. Francia, más reacia a abandonar sus posesiones ultramarinas, se vio envuelta mientras tanto en una guerra colonial cada vez más enconada en Indochina con las fuerzas de Ho Chi Minh en Vietnam del norte, que ya en 1945 había proclamado que representaba una «República Democrática de Vietnam» independiente. También este conflicto tendría después unas repercusiones trascendentales. La primera guerra mundial había conservado e incluso ampliado los imperios coloniales de las grandes potencias europeas. La segunda guerra mundial inauguró su final. La época de las conquistas imperiales había acabado.
Estados Unidos y la Unión Soviética pasaron a ocupar el vacío dejado en Europa por la desaparición de las grandes potencias del continente: Alemania destruida, y Francia e Inglaterra enormemente debilitadas. Las dos potencias mundiales que quedaban se vieron enormemente reforzadas de maneras muy diferentes por la guerra. El poder económico de Estados Unidos sobrepasaba ahora de forma masiva al de cualquier otro país, y su complejo militar-industrial era formidable. La URSS, en cambio, había sufrido unas pérdidas económicas inmensas al tener que cargar con la parte más dura de la guerra continental durante cuatro años, pero había construido una maquinaria militar de proporciones colosales que se jactaba de la gran victoria que había obtenido y que ahora se extendía por prácticamente la totalidad de la Europa oriental. El poderío militar soviético sobrepasaba con mucho el de los Aliados occidentales. Incluso en 1947, cuando las fuerzas militares de los años de la guerra fueron reducidas drásticamente, el ejército soviético seguía teniendo alrededor de 2,8 millones de tropas dispuestas para entrar en combate; las fuerzas americanas en Europa habían caído por debajo de los 300 000 hombres al cabo de un año de la conclusión de la guerra.
Las conferencias celebradas durante la guerra por los «Tres Grandes» —siguió permitiéndose a Gran Bretaña la vanidad de pertenecer a ese exclusivo «club»— habían dejado patente el predominio de las superpotencias emergentes. Y lo mismo había hecho la fundación de la Organización de las Naciones Unidas, que tuvo lugar el 24 de octubre de 1945 en San Francisco. Prevista como un organismo más dinámico de lo que la difunta Sociedad de Naciones había demostrado ser, inicialmente contó con los cincuenta miembros que firmaron la Carta el día 26 de junio (menos de una tercera parte de ellos europeos). Cinco países —Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China— constituían los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, el organismo decisivo, con poderes de veto sobre cualquier decisión que se tomara. Pero de ellos, Gran Bretaña y Francia habían quedado sumamente debilitadas por la guerra (se enfrentaban a unos problemas cada vez más graves en sus respectivos imperios coloniales), mientras que China se hallaba paralizada después de ocho años de guerra con Japón y arruinada por la incesante guerra civil entre nacionalistas y comunistas. A todas luces las únicas potencias dominantes eran Estados Unidos y la URSS.
Estos dos países definieron la nueva Europa a su imagen y semejanza. Y cada uno de ellos interpretó su papel de posguerra como si formara parte de una misión ideológica más general. La liberalización y la democratización como extensión hacia fuera de la filosofía política y económica americana chocaron con el control monopolístico comunista del estado y la dirección de la economía. La colisión de unos opuestos tan polarizados no tardaría mucho en producirse. Se convertiría en una pugna por el poder no sólo europea, sino global. Pero había un desequilibrio. Para Estados Unidos, Europa, pese a su importancia vital, estaba lejos del territorio americano. El comunismo era una amenaza geográficamente distante, aunque percibida como un peligro cada vez mayor. Para Stalin, Europa estaba pegada a casa y había puesto en peligro la existencia de su país en dos ocasiones en una sola generación. Las fuerzas del capitalismo internacional, además, no habían sido derrotadas y seguían siendo un enemigo muy poderoso. El interés primordial de Stalin no era exportar la revolución, sino salvaguardar la seguridad soviética. Europa, por tanto, sería irremediablemente el principal campo de batalla de la Guerra Fría. Y dentro de Europa Alemania, donde los antagonistas ideológicos estaban pegados uno a otro, se convertiría de modo igualmente irremediable en el epicentro del conflicto.
La perspectiva de la expansión soviética en Europa había empezado ya a preocupar al Foreign Office británico antes de que acabara la guerra. Los americanos tenían en aquellos momentos una disposición mejor hacia Stalin que los ingleses. Pero el fantasma del poderío soviético alargando su zarpa hacia Europa e incluso más allá no tardó mucho en empezar a preocupar también al Departamento de Estado norteamericano. La idea de «contención» se convirtió muy pronto en el concepto clave, especialmente cuando un diplomático de la embajada norteamericana en Moscú, George F. Kennan, avisó en tonos sumamente sombríos en un famoso «telegrama largo» fechado el 16 de febrero de 1946 de la necesidad de impedir la expansión soviética, que, a su juicio, iba a llevarse a cabo por medio de la infiltración y la presión política, no a través de una intervención militar directa.
Por exageradas que puedan parecer vistas retrospectivamente esas angustias, en 1946 eran palpables. La Unión Soviética se había retirado esa misma primavera con retraso y a regañadientes de Irán (país ocupado por fuerzas soviéticas y británicas desde 1941). Los americanos vieron también graves motivos de preocupación en 1946 cuando los rusos ejercieron fuertes presiones sobre Turquía para hacerse con el control de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, aunque Stalin acabó dando marcha atrás en el otoño. Más inquietante todavía era la situación de Grecia. En 1944-1945 Stalin se había contentado, en virtud del acuerdo alcanzado con Churchill, con dejar a Grecia en la esfera de influencia británica, y no había prestado ayuda a la insurgencia de los comunistas del país. Pero cuando la insurrección comenzó de nuevo en marzo de 1946 —apoyada por la Yugoslavia de Tito, aunque todavía recibiera poca ayuda de Stalin—, los avances de los comunistas dieron lugar al primer despliegue de la política de «contención».
El peligro de que la guerra civil griega ofreciera una puerta a la expansión soviética era muy real, a juicio de los americanos, sobre todo cuando el secretario del Foreign Office británico, Ernest Bevin, les dijo en el mes de febrero que la debilidad financiera de Inglaterra no le permitiría seguir suministrando ayuda militar y económica a Grecia y a Turquía. A partir de marzo de 1947 Estados Unidos proporcionó a la derecha griega ayuda y adiestramiento militar, que resultaron decisivos para derrotar a la izquierda, aunque las enormes pérdidas sufridas por unos y otros (cerca de 45 000 muertos y unos daños materiales inmensos) y la consiguiente represión infligieron un perjuicio duradero a las perspectivas de una auténtica unidad nacional en Grecia. Para Estados Unidos, sin embargo, la «contención» se había revelado todo un éxito. El presidente Harry S. Truman la había proclamado una «doctrina»: el apoyo a los «pueblos libres» frente al «totalitarismo» para mantener a raya la propagación del comunismo. Este principio acabaría convirtiéndose en el mantra de la Guerra Fría.
Mientras tanto, Alemania en particular empezaba a ser vista como un terreno de pruebas decisivo. Las fricciones entre las potencias ocupantes se habían intensificado durante 1946 cuando los soviéticos se mostraron contrarios a cooperar económicamente, al tiempo que aumentaba la presión para otorgar a los partidos comunistas el predominio absoluto en la zona soviética, y mientras la zona de ocupación del este empezaba a ir cada vez más por su cuenta. Al principio se había previsto que las tropas americanas salieran de Europa en 1947. Pero en un importante discurso pronunciado en septiembre de 1946 el secretario de Estado norteamericano, James F. Byrne, comunicó que las tropas estadounidenses se quedaban. Byrne reconoció el fracaso de la administración unificada de Alemania a través del Consejo de Control Aliado, tal como había sido prevista en Potsdam, e indicó que la recuperación económica de Alemania, considerada vital para toda la Europa occidental, tendría que llevarse a cabo sobre una base zonal. Planteó además la perspectiva de formar una unidad económica entre la zona americana y las otras dos zonas occidentales. En enero de 1947 esa perspectiva se había hecho realidad con la formación de la Bizona entre Estados Unidos y Gran Bretaña. Con eso la división formal de Alemania en dos estados separados sería sólo cuestión de tiempo.
El momento decisivo para la división de Europa se produjo en junio de 1947 con el anuncio por parte del secretario de estado norteamericano, George C. Marshall, de un Plan de Recuperación Europea de gran envergadura. El «Plan Marshall», como se le suele llamar, supuso un paso de enorme significación simbólica —profundamente político en sus objetivos, aunque económico en sus métodos— y de una importancia psicológica tremenda al dar nuevas esperanzas a la población de la Europa occidental. No creó, como se ha dicho a menudo, la prosperidad de la Europa de posguerra, al margen de la mitología que se le adjudicara. Sencillamente la magnitud del Plan era demasiado limitada para tener ese efecto. No obstante, fue sumamente importante.
El crecimiento económico fue anterior al Plan Marshall y se remontaría a 1945. Todos los países de la Europa occidental, aparte de Alemania, registraban ya en 1948 (el año en el que las ayudas del Plan Marshall empezaron a llegar) una formación de capital superior a la de 1938. Y sólo en Alemania (de forma escandalosa) y en Italia (de forma marginal) el producto nacional bruto siguió siendo inferior al que tenía el país diez años antes. Pero lo que es indudable es que el Plan Marshall impulsó la recuperación. El índice del producto nacional bruto de la Europa occidental aumentó de 87 a 102 entre 1948 y 1950 (tomando el de 1938 como 100), y eso sólo sería el comienzo de un fortísimo incremento prolongado. El volumen de las exportaciones también creció de forma sustancial y el resurgir del mercado de capitales de Londres ayudó al comercio dentro y fuera de Europa. Por lo pronto, la inversión en la reconstrucción de las redes de transporte y la modernización de las infraestructuras se beneficiaron del Plan Marshall.
Los defensores del programa de ayuda a uno y otro lado del Atlántico afirmaron en su época que el Plan Marshall consistía en «salvar a Europa» del colapso económico. Se trataba también de una exageración, pues desde luego Europa seguía en 1947 teniendo que luchar con unos problemas económicos graves. La producción agrícola estaba en una tercera parte por debajo de la que había antes de la guerra. La producción industrial todavía no había recuperado por entonces los niveles que tenía antes de la guerra. La escasez de viviendas y de alimentos era muy aguda. La situación era particularmente desastrosa no sólo en Alemania, donde la producción industrial seguía languideciendo. Como cada vez se les ponía de manifiesto con más claridad a los Aliados occidentales, sin la recuperación económica de Alemania el resto del continente seguiría atrasado. Las perspectivas de recuperación se veían en gran medida dificultadas por la inflación, pues la oferta de dinero era superior a los bienes disponibles para satisfacer la demanda reprimida. En Hungría, Rumanía y Grecia la divisa se hundió. En Francia los precios eran cuatro veces más altos de lo que lo eran antes de la guerra. En Alemania la cantidad de dinero en circulación era siete veces superior a la que había en 1938, y en Italia veinte veces. Los cigarrillos y otros artículos sustituían a veces a una divisa carente de valor en la economía de trueque. Poco a poco la inflación logró ser controlada gracias a las medidas de austeridad y a la reforma monetaria llevada a cabo por medio de la devaluación.
Pero el principal problema que impedía la recuperación europea en 1947 era la «brecha del dólar», esto es la escasez de dólares para pagar las importaciones de materias primas y de bienes de capital para la inversión de las que tanta necesidad había. Este desequilibrio hizo naufragar los planes tan cuidadosamente elaborados en la Conferencia de Bretton Woods apenas tres años antes con vistas a una liberalización del mercado basada en la fijación del valor de las divisas respecto al dólar. Precisamente ese obstáculo para la recuperación económica sostenida era el que se proponía superar el Plan Marshall. Los países europeos recibieron más de 12 000 millones de dólares —el 2% del producto nacional bruto de Estados Unidos— durante un período de cuatro años. Gran Bretaña fue la principal beneficiaria, pues obtuvo más de dos veces la cantidad suministrada a Alemania occidental; casi todo el dinero fue a parar a la devolución de las deudas británicas. Pero donde mayor impacto tuvo el Plan fue en Alemania occidental, Italia y Austria, los países que anteriormente habían sido el enemigo. Semejante situación tenía un significado simbólico además de económico. Se hizo creer a estos países que ya no eran enemigos, sino que formaban parte de un proyecto patrocinado por los americanos que ofrecía perspectivas de recuperación y de estabilidad política a largo plazo.
El Plan Marshall no tenía nada de altruista. Fue útil tanto para los negocios americanos como para los europeos, pues la mayoría de las mercancías compradas gracias al Plan fueron adquiridas en Estados Unidos. Pero al margen de las consideraciones económicas, el Plan era abiertamente político. Desde su concepción, fue visto como un arma al servicio de la incipiente Guerra Fría. Ayudar a fortalecer económicamente a Europa —y dentro de Europa revitalizar al gigante económico caído, esto es a Alemania— ligaría a la mitad occidental del continente a los intereses americanos y proporcionaría la barrera más firme frente al expansionismo soviético.
A todos los países europeos, incluida la Unión Soviética, se les ofreció la ayuda del Plan Marshall. No obstante, el propio Marshall había previsto (y esperado) que la Unión Soviética la rechazara, obligando a los países de su esfera de influencia (incluidas, con gran renuencia por su parte, Polonia y Checoslovaquia) a imitarla. Finlandia, deseosa de evitar posibles repercusiones por parte de la Unión Soviética, declinó también la oferta. El rechazo de las ayudas Marshall por parte de Stalin supuso un paso decisivo. ¿Significó acaso un error monumental? La negativa a aceptar la oferta impidió a la Europa del este cualquier posible beneficio que hubiera podido proporcionarle el Plan Marshall. Y a ojos de millones de europeos sirvió en bandeja a los americanos una ventaja no sólo moral, sino también política. Pero desde la perspectiva de Stalin, preocupado por el hecho de que la seguridad de la Unión Soviética y de sus satélites fuera vulnerable a la superioridad del poder económico de Estados Unidos, rechazar la ayuda del Plan Marshall significaba que no hubiera ninguna interferencia de Occidente en la consolidación del poderío soviético en la Europa del este. Su temor, con toda probabilidad justificado, era que la ayuda económica de Estados Unidos fuera un vehículo que socavara la dominación política soviética sobre sus países satélites. La decisión de Stalin significó la partición definitiva de Europa en dos mitades.
Los dieciséis países europeos (y los representantes de las zonas occidentales de Alemania) situados fuera del bloque soviético dieron un paso más y en abril de 1948 formaron la Organización para la Cooperación Económica Europea (OCEE) para coordinar la ejecución del Plan. Este paso presagiaba lo que acabaría constituyendo una división duradera no sólo a lo largo de la línea del Telón de Acero, sino también entre los propios países occidentales. Los americanos habían previsto la integración económica y también política de la Europa occidental. El Plan Marshall se basaba en una serie de pasos dados en esta dirección, inicialmente hacia una unión aduanera europea, que, no obstante, implicaría una organización supranacional. Los americanos pensaban en construir una nueva Europa occidental a imagen y semejanza de Estados Unidos. Pero los países europeos actuaban movidos por sus intereses nacionales individuales. Esos intereses frustrarían rápidamente y luego harían fracasar las ideas americanas de integración europea. Como diría despectivamente el diplomático estadounidense George Kennan, los europeos no tenían ni la fuerza política ni la «claridad de visión» suficiente para trazar un nuevo «diseño» de Europa. Los escandinavos tenían un «miedo patológico de los rusos», los ingleses estaban «gravemente enfermos» y los demás países padecían una falta de determinación similar a la que afligía a los ingleses.
Los líderes franceses veían que los intereses nacionales de su país se cifraban sobre todo en la seguridad frente a la perspectiva de una Alemania reconstruida y de un poderío militar renovado de los alemanes, capaz de hacer uso otra vez del poder económico de la industria pesada del Ruhr. La mejor manera de satisfacer este interés primordial no sería el tipo de integración económica de libre mercado preconizada por Estados Unidos. Los propios planes de reconstrucción de posguerra de Francia se basaban en la internacionalización del Ruhr con vistas a garantizarse el acceso a la hulla y el coque alemanes, debilitando de paso permanentemente a Alemania. Pero cuando en junio de 1948 los Aliados occidentales decidieron establecer un estado de Alemania occidental unitario, Francia se vio obligada a modificar su política y cambiarla por otra de futura cooperación en el destino de los recursos de Alemania en materia de combustibles y de su producción de acero. Ésta sería la génesis del trascendental convenio franco-alemán que constituiría la base de la posterior Comunidad Económica Europea.
Gran Bretaña tenía unos intereses nacionales muy distintos. Los responsables de la elaboración de la política de Londres no veían más que desventajas para Inglaterra en la unión aduanera europea —evidentemente un simple punto de partida para una futura integración— prevista en el Plan Marshall. Los funcionarios de mayor rango creían que «no tiene ningún atractivo para nosotros una cooperación económica a largo plazo con Europa». Temían que semejante paso acabara sometiendo a Gran Bretaña a una competencia económica perjudicial, impidiera que el gobierno diera pasos independientes hacia la recuperación interna, agravara la sangría de dólares y, de paso, incrementara la dependencia de la ayuda norteamericana. Por si fuera poco, se pensaba que los intereses nacionales de Inglaterra estaban en los lazos que mantenía con la Commonwealth y en el resurgimiento del comercio mundial. El diplomático americano William L. Clayton, uno de los personajes claves que se ocultan detrás del Plan Marshall, estuvo muy acertado cuando hizo el siguiente comentario: «El problema con los ingleses es que siguen aferrados a la esperanza de que de un modo u otro con nuestra ayuda lograrán conservar el Imperio Británico y su autoridad sobre él». Como resumiría el propio George Marshall, Gran Bretaña quería «sacar plenamente todos los beneficios del programa europeo… mientras que al mismo tiempo quiere mantener la posición de no ser por completo un país europeo». Algunos países europeos pequeños adoptaron una postura similar a la de Inglaterra. El objetivo americano de una integración económica europea era, por tanto, una quimera. La cooperación económica europea, cuando por fin logró salir paulatinamente a flote, no derivaría del Plan Marshall, sino del posterior acercamiento franco-alemán en torno al carbón y el acero del Ruhr. Y Gran Bretaña no participaría en ella.
En el otoño de 1948, la división económica de Europa era comparable casi a su partición política. En el mes de octubre la Unión Soviética estableció la Cominform (Oficina de Información de los Partidos Comunistas) —sucesora de la Comintern— con el objetivo de bloquear lo que llamaba «el plan americano de esclavización de Europa». Lo rusos hablaban de la descomposición del mundo en un bloque imperialista (dominado por los americanos) y otro democrático (basado en la influencia soviética). En enero de 1949 el bloque soviético había creado su propio marco económico, el Comecon (Consejo de Ayuda Económica Mutua), como contrapeso al Plan Marshall patrocinado por los americanos.
El Plan Marshall confirmó la división de Europa en dos bloques hostiles. Los pasos dados hacia la creación de un estado de Alemania occidental cimentaron esa división. En junio de 1948 los Aliados occidentales habían acordado el establecimiento de un estado germanooccidental. Introdujeron una reforma monetaria que proporcionara la base financiera al resurgimiento económico y que muchos alemanes verían después como el verdadero fin de la segunda guerra mundial para su país. La introducción del marco alemán (la deutsche Mark o D-Mark) y la eliminación poco después de los controles de los precios de muchos productos trajeron consigo la rápida finalización del mercado negro y el comienzo de la normalidad económica. Los soviéticos respondieron con la creación de su propia nueva moneda en la zona oriental del país. De modo harto más peligroso, impusieron un bloqueo de las conexiones por tierra entre las zonas occidentales y la capital, Berlín (dividida a su vez en cuatro zonas de control de las distintas potencias, pero situada en un emplazamiento muy incómodo a 150 kilómetros en el interior de la zona soviética).
El objetivo de los soviéticos era obligar a los Aliados occidentales a abandonar Berlín. Pero los americanos consideraban Berlín un caso de prueba. El golpe de Estado comunista en Checoslovaquia estaba todavía muy fresco en su memoria. Temían que la retirada de Berlín fuera el preludio de la extensión del dominio completo de los soviéticos sobre la Europa occidental. El bloqueo pudo romperse gracias al establecimiento por parte de los Aliados de un puente aéreo improvisado que, tras comenzar a funcionar el 26 de junio, logró abastecer a la población bloqueada de los sectores correspondientes al Berlín occidental con 2,3 millones de toneladas de suministros en 278 000 vuelos efectuados a lo largo de un período de 321 días, antes de que Stalin aceptara finalmente la derrota y levantara el bloqueo el 12 de mayo de 1949. Para las potencias occidentales el puente aéreo supuso naturalmente un triunfo propagandístico, y proclamó la predisposición y la determinación de los americanos de quedarse en Europa como salvaguardia frente a la propagación del poder comunista.
Unos días después, todavía en mayo, los representantes germano-occidentales redactaron una «Ley Fundamental» —una constitución— de lo que ya se preveía que fuera la República Federal de Alemania («Alemania occidental»). La República Federal se constituyó el 20 de septiembre de 1949. Los soviéticos para entonces se habían resignado a crear un estado distinto en su propia zona. El 7 de octubre la división de Alemania durante un futuro indefinido —muchos presumían que para siempre— quedó sellada con la fundación en la antigua zona oriental de la República Democrática Alemana.
Durante un período extremadamente breve Alemania se había transformado a ojos de los occidentales y de ser una amenaza para la seguridad futura del continente se había convertido en un baluarte frente a la expansión soviética. Los franceses y los ingleses, reunidos en Dunkerque en marzo de 1947, habían firmado un tratado de defensa dirigido todavía contra la posibilidad de una futura agresión alemana. Al cabo de un año, el acuerdo se extendió al Tratado de Bruselas, al que añadieron sus firmas Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Pero ahora era la Unión Soviética, y no Alemania, la que era considerada la principal amenaza. El miedo cada vez mayor al poderío soviético, junto con el compromiso de Estados Unidos de quedarse indefinidamente en el continente europeo, supuso que fuera trascendental incorporar formalmente a los americanos en los acuerdos de seguridad para la defensa de Europa occidental. La crisis de Berlín, que había revelado plenamente cuán expuesta se habría encontrado la Europa occidental de no haber contado con el poderío militar norteamericano para sostenerla, fue el acicate necesario para la creación de una alianza atlántica como barrera frente a cualquier eventual expansionismo soviético.
El 4 de abril de 1949 los signatarios del Tratado de Bruselas, junto con los Estados Unidos de América, Canadá, Italia, Portugal, Dinamarca, Noruega e Islandia firmaron el Tratado de Washington, que establecía la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y por el que se comprometían a prestarse ayuda mutua en caso de ataque contra cualquiera de ellos. La OTAN ofrecía a la Europa occidental una sensación de seguridad que sus propias defensas, demasiado desgastadas ya, no podían proporcionar. Su importancia era en gran medida simbólica, como expresión del compromiso unificado con la defensa de la Europa occidental. En realidad, no era más que una púdica hoja de parra. Las fuerzas terrestres soviéticas eran más numerosas que las de los Aliados occidentales en una proporción de 12 a 1; y sólo dos de las catorce divisiones de estos últimos estacionadas en Europa eran americanas.
Muy pronto, sin embargo, sería preciso replantearse la seguridad europea. El 29 de agosto de 1949 la Unión Soviética hizo estallar su primera bomba atómica en un terreno de pruebas situado en lo que hoy es Kazajstán. Aquello supuso una verdadera conmoción para Occidente. Los americanos habían imaginado que su superioridad nuclear iba a durar mucho más tiempo. En cambio, las dos superpotencias militares se miraban ahora torvamente una a otra a través del Telón de Acero que constituía en aquellos momentos la gran línea divisoria de Europa. Con un arsenal nuclear en rápida expansión a ambos lados, la Guerra Fría se congeló rápidamente a partir de este momento y dio lugar a dos grandes bloques de potencias antagónicas. Seguiría así durante las siguientes cuatro décadas.
En 1949 estaba quedando cada vez más claro que —de formas muy distintas— tanto la Europa del este como la del oeste iban camino de alcanzar unos niveles de estabilidad y de crecimiento económico que habría sido imposible prever durante los agitados cuatro años anteriores. El contraste con el prolongado desbarajuste que siguió a la primera guerra mundial era enorme. ¿Qué es lo que puede explicarlo?
Hay cinco elementos cruciales que interactuaron para crear los cimientos de una transformación de todo punto imprevisible que no se materializaría por completo hasta los años cincuenta: el fin de las ambiciones de gran potencia de Alemania; el impacto de las purgas de los criminales de guerra y sus colaboradores; la cristalización de la división de Europa de forma duradera; el crecimiento económico que empezó a despegar a finales de los años cuarenta; y la nueva amenaza de la guerra atómica (y muy pronto termonuclear).
Un elemento constante, crucial y demoledor a un tiempo, que recorrió y marcó la historia europea desde el período inmediatamente anterior al estallido de la primera guerra mundial hasta 1945 habían sido las ambiciones que abrigaba Alemania de convertirse en una potencia mundial, incluso en la potencia mundial dominante. Esas ambiciones, que habían formado parte de los antecedentes que dieron lugar a la gran explosión de 1914, habían remitido, pero no se habían apagado durante la desafortunada democracia establecida después de 1918, y habían vuelto a encenderse, con una agresividad sumamente intensificada, a partir de 1933, para conducir directamente a la segunda guerra mundial en 1939. Pero habían sido sofocadas de una vez por todas gracias a la derrota total de 1945. La eliminación de una turbulencia política tan fuerte en el corazón mismo de Europa dio al continente —incluso en medio de la división de la Guerra Fría— una nueva oportunidad.
La purga de los culpables de los peores crímenes de guerra y de sus colaboradores, por inadecuada e insatisfactoria que fuera, no sólo supuso un grado de catarsis para las víctimas del nazismo y de los que colaboraron con él, sino que supuso que la violencia política de la extrema derecha no tuviera ninguna posibilidad de envenenar a las sociedades como lo había hecho después de 1918. Prácticamente había desaparecido así un componente decisivo de la inestabilidad política del período de entreguerras. Los cambios de fronteras y los traslados de población de un sitio a otro que tuvieron lugar en la Europa del este, aunque se llevaron a cabo en medio de un espantoso derramamiento de sangre, produjeron unos grados de homogeneidad étnica infinitamente mayores que los que existían en el período de entreguerras. Eso también contribuyó a la pacificación de la mitad oriental del continente, aunque se produjera bajo la férrea mano de la represión soviética.
Por perverso que pueda parecer, el Telón de Acero que dividió Europa en dos proporcionó una base de estabilidad, aunque a un precio altísimo para los pueblos de la Europa del este, condenados durante décadas a la dominación soviética. Cuanto más afirmaba la Unión Soviética su control monolítico sobre la Europa del este, más resueltos estaban los americanos a hacerle frente ejerciendo su propia influencia sobre la Europa occidental. Berlín, que no tardaría en convertirse en un resquicio abierto en el Telón de Acero por el que pasaron millones de refugiados en una marea de una sola dirección, se convirtió en símbolo de la defensa americana de Occidente a raíz del puente aéreo establecido por los Aliados en 1948. Sin la presencia de Estados Unidos y la sensación de protección que ofrecían, cuesta trabajo imaginar nada que pueda ni siquiera aproximarse al nivel de estabilidad que la manta ideológica del anticomunismo contribuyó a crear en Occidente.
No es que existieran unos planes militares soviéticos de expansión por Europa occidental (aunque desde luego dicha expansión fuera temida en su época). Pero sin el apoyo de los americanos a la reconstrucción de las economías occidentales, sin su respaldo a unos sistemas políticos frágiles, sin el paraguas defensivo que ofrecieron, y de no haber capitaneado el ataque propagandístico contra la amenaza del comunismo que emprendieron, los partidos comunistas de la Europa occidental quizá habrían conseguido un apoyo mayor y se habrían reducido las probabilidades de establecer una democracia plural estable. Es bastante dudoso que, de haberse retirado de Europa en 1947 como inicialmente habían previsto los americanos, las antiguas grandes potencias europeas, Inglaterra y Francia, gravemente debilitadas, hubieran sido capaces de conducir con éxito la reconstrucción de la Europa occidental. La presencia de los americanos en Europa garantizó el triunfo del capitalismo en ella. Desde luego que no todo el mundo la recibió con entusiasmo. La izquierda especialmente la consideraba detestable. Y tampoco en todas partes se recibió con los brazos abiertos la creciente «americanización» de Europa, como la llamaban muchos. Como sucediera antes de la guerra, en algunos ambientes era rechazada como un signo de la decadencia espiritual de Europa. Fueran cuales fuesen las desventajas que trajera la prolongación de la presencia de los americanos en Europa, pesaron mucho más que las desventajas. Bajo el escudo de Estados Unidos, la Europa occidental tuvo la oportunidad de encontrar sus propias formas de unidad y de empezar a dejar atrás los peligros nacionalistas de su pasado reciente.
En cualquier caso nada de esto habría sido posible si el crecimiento económico no hubiera suministrado la base para los niveles de prosperidad absolutamente desconocidos que, pese a la austeridad de la posguerra, no tardaron en hacerse visibles. El Plan Marshall, aunque no fuera la causa de ese crecimiento, simbolizó las nuevas esperanzas de futuro en la Europa occidental. En vez de las indemnizaciones y reparaciones de guerra, que habían contribuido a minar la estabilidad económica durante los años veinte, se contó con el ímpetu de los préstamos americanos. Las Ayudas Marshall dieron a las economías europeas un sustento muy importante y, como decía un informe de 1951, la «fuerza para lograr su propia recuperación». Detrás de ese crecimiento había enormes cantidades de mano de obra y de capacidad productiva disponible, de demanda reprimida y de innovaciones tecnológicas. También tuvieron un papel significativo las lecciones aprendidas en lo relativo a la confianza en los mercados y su capacidad de restablecer las condiciones reinantes antes de la guerra, actitudes que se habían impuesto al término de la primera guerra mundial, y sobre la aplicación de las técnicas keynesianas de política monetaria para estimular el crecimiento. Además la Europa occidental quedó más interrelacionada económicamente que nunca con Estados Unidos, que estaba tecnológicamente más avanzado y gozaba de mayor prosperidad.
Al rechazar el Plan Marshall, la Europa del este no tardaría en quedar muy por detrás de la mitad occidental del continente. Pero, por debajo de la incesante represión soviética, también allí se aceleró notablemente el crecimiento económico al término de la guerra y el progreso material experimentado fue enorme. Allí donde unas sociedades empobrecidas y subdesarrolladas se habían visto desgarradas por conflictos nacionalistas, étnicos y de clase durante el período de entreguerras, había ahora una base de relativa prosperidad y estabilidad, por forzado que hubiera sido el proceso.
Por último, las armas nucleares obligaron a todos a pensarse bien las cosas a uno y otro lado del Telón de Acero. La existencia de ese tipo de armas de una capacidad destructiva inmensa, muy pronto dotadas de una potencia mucho mayor que las bombas atómicas que habían arrasado Hiroshima y Nagasaki, ofrecía unas perspectivas tan aterradoras que redujeron las posibilidades de que estallara una guerra no ya fría, sino caliente, entre las nuevas superpotencias. Con el descubrimiento de la bomba de hidrógeno, Estados Unidos y la Unión Soviética habían adquirido ya en 1953 el potencial para la estrategia de «Destrucción Mutua Asegurada» (cuyas siglas en inglés, MAD, significan «loco»). La posesión de armas nucleares no tardaría en convertirse en uno de los aspectos más discutidos de la política interna en Europa, especialmente desde que Gran Bretaña y Francia —deseosas de asegurarse de que continuaban ocupando una plaza en la mesa de las grandes potencias— las adquirieron. Pero una vez descubiertas (y utilizadas efectivamente, como habían hecho los americanos por dos veces en 1945) esas armas no desaparecían sólo con desearlo. No es de extrañar que su sola presencia siga siendo vista con temor, y que la posibilidad de que un día lleguen a ser usadas suscite verdadero horror. Pero parece muy probable (aunque no pueda demostrarse realmente) que la posibilidad de una confrontación nuclear de las superpotencias, que habría podido provocar una catastrófica tercera guerra mundial, fuera decisiva para crear una estabilidad en la Europa dividida a raíz de 1945 que no había sido posible al término de la primera gran conflagración europea allá por 1918.
El futuro de Europa en 1945, en la medida en que pudiera parecer que había uno, daba la impresión de que iba a ser el de un continente de estados nación independientes. Y cuando Europa quedó congelada en sus dos mitades distintas, siguió siendo un continente de estados nación. Pero la cosa estaba empezando a cambiar. En la Europa del este el poderío militar de la URSS significó la rápida subordinación de los intereses nacionales a los de la Unión Soviética. La soberanía del estado nación dejó rápidamente de existir. Los países de la Europa occidental, aunque cada vez más bajo la influencia americana, se mostraron más sensibles a las intromisiones en la soberanía nacional, sobre todo Inglaterra y Francia.
Durante los primeros años que siguieron a la conclusión de la guerra eran pocos los que hablaban de entidades políticas supranacionales, y cuando Winston Churchill contemplara en 1946 unos «Estados Unidos de Europa», tampoco incluiría a Gran Bretaña en la nueva entidad política que proponía ni se imaginaría un mundo que no siguiera dominado por las grandes potencias (categoría en la cual estaba decidido a asegurar la presencia de Gran Bretaña). Pero la aparición de la Guerra Fría y la necesidad de asegurar que los primeros brotes del crecimiento económico no fueran marchitados por las rivalidades nacionalistas contribuyeron a crear los inicios de la presión en pro de una mayor coordinación e integración de las economías y de la seguridad de la Europa occidental. La creación de la Organización de la Cooperación Económica Europea (la OCEE) en 1948, y al año siguiente la de la OTAN y la del Consejo de Europa (comprometido con la cooperación europea en materias relacionadas con el imperio de la ley y el respeto de los derechos humanos fundamentales) significaron unos comienzos muy modestos. En su combinación de idealismo y pragmatismo, eran unos pasos todavía muy cortos en el camino hacia la conciliación de los intereses nacionales con unos mayores niveles de integración europea.
Las divisiones históricas eran demasiado profundas para permitir que los intereses nacionales pudieran ser superados de manera rápida y general (y especialmente Inglaterra era alérgica a cualquier posible disminución de su estatus o de su soberanía). Cuando en 1950 los franceses presentaron un proyecto —el Plan Schuman— de control conjunto de la producción del carbón y el acero del Ruhr, las cuestiones de seguridad nacional a través del control del potencial de rearme de Alemania a raíz de la fundación de la República Federal, fueron más importantes que las nociones idealistas de unidad europea. Pero acabó siendo el paso decisivo, el inicio del camino que conduciría a un «mercado común» y a la creación de una Comunidad Económica Europea, dotada de sus propias instituciones de gobierno.
De las cenizas, de nuevo contra todas las probabilidades, había surgido y había tomado forma una nueva Europa, dividida interiormente, pero en la que cada parte se apoyaría muy pronto en unos cimientos más sólidos de lo que hubiera podido parecer probable que lo hicieran al término de la guerra; y lo había hecho de un modo muy peculiar y con suma rapidez. El futuro estaba abierto. Pero en medio de las cicatrices físicas y morales, todavía marcadas, de la guerra más terrible de todos los tiempos, empezaban a surgir posibilidades de una Europa más estable y más próspera de lo que habría cabido imaginar poco tiempo atrás, durante las décadas en las que el continente había estado al borde de la autodestrucción.