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El infierno en la tierra
Nos parecía que estábamos asistiendo a una ruptura total en la evolución de la humanidad, al colapso absoluto del hombre como ser racional.
Heda Margolius-Kovály, Bajo una estrella cruel:
Una vida en Praga 1941-1968 (1986)
Para millones de europeos la segunda guerra mundial, más aún que la primera, fue lo más cerca que llegaron a estar del infierno en la tierra. Sólo el número de muertes —más de 40 millones únicamente en Europa, cifra más de cuatro veces superior a la de las víctimas de la primera guerra mundial— nos da una idea del horror que supuso. Las pérdidas sufridas constituyen todo un reto para la imaginación. Sólo la Unión Soviética sufrió más de 25 millones de vidas truncadas. Los muertos de Alemania rondaron los 7 millones, y los de Polonia los 6. Las meras cifras no llegan a expresar ni de lejos los extremos de sufrimiento a los que se llegó, ni la desgracia infligida a innumerables familias. Tampoco transmiten la impresión de lo que supone la ponderación geográfica de una cifra de bajas tan enorme.
La Europa occidental salió relativamente bien librada. En Gran Bretaña y Francia murieron muchas menos personas que las que perecieron durante la primera guerra mundial. El total de soldados aliados muertos durante la segunda guerra fueron en conjunto poco más de 14 millones. Gran Bretaña (y sus territorios de ultramar) sufrió alrededor de un 5,5% de esas pérdidas, Francia (con sus colonias) aproximadamente un 3%, y la Unión Soviética cerca de un 70%. Si no tuviéramos en cuenta la guerra con Japón, la proporción de víctimas soviéticas sería incluso más elevada. Las muertes de civiles en Inglaterra, a causa sobre todo de los bombardeos, fueron unas 70 000. Las muertes de civiles en el epicentro de la carnicería —Polonia, Ucrania, Bielorrusia, los países bálticos y las zonas occidentales de la Unión Soviética— llegaron a sumar cerca de 10 millones.
A diferencia de la primera guerra mundial, las muertes de civiles durante la segunda superaron con mucho las de las tropas en combate. En mucha mayor medida que el anterior gran conflicto, ésta fue una guerra en la que se vieron envueltas sociedades enteras. El elevado índice de víctimas mortales entre la población civil fue consecuencia, entre otras cosas, del carácter genocida del conflicto. Pues, a diferencia de la guerra de 1914-1918, el genocidio constituyó la razón de ser misma de esta segunda gran conflagración. Esta guerra constituyó un ataque contra la humanidad sin precedentes en la historia. Fue una caída en el abismo como no se había conocido nunca, y supuso la destrucción de todos los ideales de civilización surgidos de la Ilustración. Fue una guerra de proporciones apocalípticas, el Armagedón de Europa.
Esta segunda guerra en el plazo de una generación fue el asunto pendiente que había quedado a raíz de la primera. Aparte de millones de personas llorando a sus seres queridos, la anterior guerra había dejado un continente convulso. Unos odios nacionalistas, étnicos y de clases inmensos, entrelazados los unos con los otros, habían creado un clima de violencia política extrema y de posturas polarizadas, un ambiente de tensión del que surgió el régimen de Hitler dispuesto a poner en peligro la paz de Europa. Para Alemania más que para cualquier otro país, la primera guerra había dejado un asunto pendiente. Pero el intento de conseguir una dominación continental y en último término incluso mundial por medio de otra guerra constituía una apuesta tremenda. Dados los recursos de los que disponía Alemania, las probabilidades en contra de que la jugada saliera bien eran enormes. Rearmándose a toda prisa, otros países, por otra parte con más recursos a su disposición una vez que los movilizaran, harían todo cuanto pudieran por impedir la hegemonía alemana. La oportunidad que tendría Alemania de conseguir la victoria antes de que sus enemigos pudieran detenerla sería muy breve.
Para Hitler y para otros líderes nazis, tras una nueva guerra se ocultaba una motivación psicológica subyacente muy poderosa. Tenía que ser una guerra que deshiciera los resultados de la anterior, que borrara la deshonra de la derrota y de la humillación de Versalles, que erradicara el legado de los «criminales de noviembre» (los líderes de la izquierda que, a juicio de Hitler, habían provocado la revolución de 1918). Por si fuera poco, como había «profetizado» Hitler en su discurso de enero de 1939, debía ser una guerra destinada a acabar con lo que él consideraba el poder funesto de los judíos en toda Europa. En resumen: una nueva guerra que supusiera reescribir la historia.
Las democracias occidentales, Inglaterra y Francia, cuya debilidad había sido puesta plenamente de manifiesto por Hitler, se habían mostrado dispuestas a aceptar la extensión de la influencia alemana en Europa central —accediendo de paso a la mutilación de Checoslovaquia— como precio a pagar por la paz. De por sí esto constituía una concesión enorme y la aceptación de un cambio significativo en el equilibrio de poder dentro de Europa. La perspectiva de unas conquistas ilimitadas por parte de los alemanes era una cuestión completamente distinta. Amenazaba no sólo con alterar el equilibrio de poder en Europa y con desestabilizar las posesiones ultramarinas de Inglaterra y Francia, sino con poner en peligro directamente a Francia e incluso a Gran Bretaña, que corrían el riesgo de ser conquistadas por Alemania. Una Europa dominada por Hitler y por su régimen inhumano era un panorama infinitamente peor que lo que hubiera podido ser una Europa en manos del káiser. Por consiguiente, para británicos y franceses había llegado el momento de oponer resistencia a la expansión del poderío alemán. Eran pocos en Inglaterra y Francia los que querían una nueva guerra. El dolor de los acontecimientos de 1914-1918 seguía muy vivo. Las fuerzas armadas no estaban preparadas para un conflicto de gran envergadura. Las economías, que justo habían empezado a recuperarse de la Depresión, no estaban en condiciones de financiarlo. La City de Londres y las grandes empresas, tanto en Francia como en Gran Bretaña, no podían permitirse el lujo de repetir el terremoto económico que había producido la guerra anterior. La gente, al recordar el inmenso derramamiento de sangre que había traído la contienda anterior, desde luego no quería otra. Pero la cosa estaba clara: esta guerra había que hacerla. Se mezclaban de forma muy conveniente el interés nacional y una causa moral. Si alguna vez hubo una guerra justa, fue ésta. Había que derrotar a Hitler si Europa quería vivir en paz.
Si la primera gran guerra había sido la catástrofe seminal, la segunda sería la culminación de esa catástrofe: el hundimiento total de la civilización europea. Marcaría el choque final de todas las fuerzas ideológicas, políticas, económicas y militares que habían cristalizado durante la primera contienda y provocaría la inestabilidad y las tensiones que sufriría el continente durante los veinte años siguientes. Se convertiría en el episodio definitorio que configurara el siglo XX. Con la segunda guerra mundial llegaría a su fin la Europa que había sido el legado de la primera. El continente casi se destruyó a sí mismo. Pero sobrevivió. Y de ella saldría una Europa cambiada por completo.
Un continente en llamas
La que acabaría siendo una guerra mundial, cuando el conflicto en el Extremo Oriente se sumara al de Europa, se dividió en tres grandes fases y afectó al continente europeo en grados muy distintos y en coyunturas muy diversas. Suecia, Suiza, España, Portugal, Turquía e Irlanda permanecieron oficialmente neutrales. No participaron en los combates, aunque no dejaron de verse implicadas indirectamente en las hostilidades. Todos los demás países europeos estuvieron de un modo u otro envueltos en la guerra.
La primera fase del conflicto vio cómo la guerra se extendía desde Polonia hasta el Báltico, y luego a Escandinavia, Europa occidental, los Balcanes y el norte de África. Siguió la senda de la agresión alemana e italiana, pero también la de la expansión soviética por Polonia y el Báltico, cuyo objetivo era extender el poder de la URSS con el fin de consolidar un cordón defensivo. La parte oriental de Polonia, tal como preveía el acuerdo alcanzado con Alemania, fue ocupada por la Unión Soviética a mediados de septiembre de 1939. Las Repúblicas Bálticas —Estonia, Letonia y Lituania— fueron obligadas a convertirse en repúblicas soviéticas en abril de 1940, y a continuación, en el mes de julio, tuvo lugar la anexión de Besarabia y de Bucovina del norte, que hasta ese momento formaban parte de Rumanía. Finlandia logró resistir al poderío del Ejército Rojo en una guerra heroica durante los meses de invierno de 1939-1940, pero finalmente se vio obligada a ceder territorios a la Unión Soviética, que pasarían a formar parte de su barrera defensiva en el Báltico.
Polonia fue aplastada rápidamente en el otoño de 1939. En la primavera de 1940 fueron invadidos los estados neutrales de Dinamarca, Noruega, Holanda, Luxemburgo y Bélgica. Luego, de forma casi increíble, la propia Francia (que poseía el ejército más grande de Europa) capituló después de una campaña que duró poco más de cinco semanas. Más de un millón y medio de soldados franceses capturados fueron trasladados a Alemania, donde mayoritariamente permanecieron como prisioneros de guerra durante los cuatro años siguientes. La primavera siguiente Yugoslavia y Grecia sucumbieron también enseguida bajo el poder de las armas alemanas.
En el catálogo de triunfos alemanes destacaría un solo gran fracaso. Inglaterra, respaldada por su imperio mundial, logró librarse de la conquista. Ello se debió en gran medida a la negativa de Winston Churchill, primer ministro desde el 10 de mayo de 1940, en el curso de las tensas discusiones mantenidas hacia finales de ese mismo mes, mientras el ejército británico permanecía atrapado en las playas de Dunkerque, a contemplar ni siquiera la sugerencia de su secretario del Foreign Office, lord Halifax, de que Inglaterra considerara la posibilidad de estudiar los términos de un tratado de paz. (La familia real y muchos miembros del partido conservador habrían preferido que Halifax estuviera al frente del país). Con Inglaterra decidida a seguir luchando, Alemania tuvo que enfrentarse a la difícil perspectiva de que los británicos se beneficiaran del apoyo económico y quizá militar de Norteamérica. Acabar la guerra en el oeste había sido para Hitler el requisito imprescindible para volverse contra la Unión Soviética en la guerra que llevaba casi veinte años empeñado en hacer. Pero no fue capaz de obligar a Inglaterra a hincarse de rodillas y de alcanzar por tanto la victoria en Europa occidental. En 1940 se consideró durante algún tiempo la posibilidad de una invasión. Sin embargo, las dificultades logísticas eran enormes, y la idea no tardó en ser abandonada. Bombardear Gran Bretaña hasta lograr someterla se reveló una tarea fuera del alcance de la Luftwaffe, pese a los graves daños infligidos a las ciudades inglesas y a las decenas de millares de vidas perdidas en los ataques aéreos de 1940 y comienzos de 1941.
En la primavera de 1941 la sorprendente serie de ataques relámpago alemanes, combinando de una forma nueva y demoledora su potencial aéreo con unidades de tanques capaces de moverse con rapidez que daban a la Wehrmacht una superioridad militar temible, había conseguido que la dominación alemana se extendiera desde Noruega hasta Creta. A Italia no le habían ido tan bien las cosas. Tras entrar en guerra en el momento en el que se producía la conquista de Francia por los alemanes en junio de 1940, no tardaría en mostrar una embarazosa debilidad militar en Grecia y en el norte de África, haciéndose necesaria la intervención militar alemana para ayudar a su aliado del Eje en apuros.
Obsesionado por el hecho de que el tiempo corría en contra de Alemania y de sus posibilidades de éxito en la gran apuesta que había hecho por la dominación primero de Europa y después del mundo, Hitler cambió por completo la que había sido su idea inicial. La manera de derrotar a Inglaterra, dijo a sus generales, era derrotar primero a la Unión Soviética. La grotesca infravaloración de la capacidad militar de los soviéticos (basada en las dificultades mostradas por el Ejército Rojo a la hora de aplastar las exiguas fuerzas finlandesas en la «guerra de Invierno» de 1939-1940) favoreció la aquiescencia de los generales alemanes, convencidos de que la victoria en una campaña en el Frente Oriental podría lograrse en cuestión de semanas. En diciembre de 1940 se dieron órdenes para llevar a cabo una invasión de la Unión Soviética la próxima primavera. La victoria en dicha campaña proporcionaría a Alemania el «espacio vital» que Hitler había afirmado que necesitaba. Al mismo tiempo supondría la realización del segundo de los objetivos con los que venía soñando desde hacía dos décadas: proporcionaría una «solución final a la cuestión judía» que venía obsesionándoles absurdamente a él y a los líderes nazis desde el primer momento.
La segunda fase de la guerra dio comienzo a primera hora de la mañana del 22 de junio de 1941 cuando, sin previa declaración de guerra, las tropas alemanas invadieron la Unión Soviética. Más de tres millones de soldados alemanes cruzaron las fronteras soviéticas. En las regiones del oeste de la URSS se les enfrentarían casi otros tantos soldados del Ejército Rojo. Comenzó así la lucha armada más gigantesca de la historia; y la que se convertiría también en la más mortífera con diferencia.
El hecho de que se obtuviera con rapidez una victoria total en esta operación titánica comportaba un premio muy grande. Los ricos recursos de la Unión Soviética eran trascendentales si Alemania quería conseguir al dominio total del continente. Y eso a su vez constituía el requisito imprescindible para acabar con la amenaza proveniente del oeste, donde Gran Bretaña estaba a punto de establecer una alianza bélica en toda regla con los Estados Unidos de América. Hitler preveía que los americanos estarían dispuestos a entrar en la guerra al lado de los británicos en 1942. Alemania —y eso no tenía vuelta de hoja— estaba obligada a alcanzar el dominio de todo el continente antes de esa fecha. Esas preocupaciones se agravaron más bien cuando el Congreso de Estados Unidos aprobó en marzo de 1941 la Ley de Préstamo y Arriendo, un mecanismo ideado para facilitar el incremento masivo de la ayuda prestada a Gran Bretaña. El presidente Roosevelt, sin embargo, todavía no se atrevió a presentar al Congreso ninguna propuesta de entrada en la guerra. La política de aislacionismo estaba de capa caída, pero seguía gozando de un gran predicamento. La Ley de Préstamo y Arriendo, sin embargo, confirmaba que Estados Unidos estaba en aquellos momentos comprometido con el plan de sumar su gigantesco potencial económico al intento de derrotar a las potencias del Eje. Para Alemania constituía una verdadera carrera contra reloj derrotar a la Unión Soviética antes de que el poderío económico norteamericano —y con toda probabilidad en un momento dado también directamente su fuerza militar— afectara de manera decisiva la marcha de la guerra.
El ataque por tres flancos que suponía la invasión de la Unión Soviética —la llamada «Operación Barbarroja»— al principio avanzó a un ritmo asombroso en dirección al norte, el centro y el sur del amplísimo Frente Oriental, que se extendía a lo largo de unos 1800 kilómetros. Stalin había ignorado de forma lamentable todas las advertencias, muchas de ellas exactas, acerca de la inminencia de una invasión, considerándolas meros ejercicios de desinformación deliberada. Muchas unidades del Ejército Rojo habían sido dejadas en posiciones adelantadas desprotegidas y habían caído fácilmente en poder del enemigo, presa de los ataques en rápido movimiento de los panzer, que efectuaron operaciones de envolvimiento masivas y consiguieron la captura de cientos de miles de prisioneros. Sin embargo, al cabo de dos meses, era evidente que los objetivos extraordinariamente ambiciosos de la «Operación Barbarroja» no estarían realizados antes del invierno, eventualidad para la que se habían tomado muy pocas medidas. El enemigo había sido torpemente subestimado y la logística que comportaba la conquista de un país tan enorme era demasiado grande. Se había ganado el rico territorio agrícola de Ucrania, pero resultó imposible avanzar hasta los pozos de petróleo del Cáucaso o destruir Leningrado, al norte. El avance hacia Moscú empezó con retraso, pues no dio comienzo hasta primeros de octubre. Stalin estaba dispuesto a contemplar la posibilidad de entregar territorio a cambio de un tratado de paz con Hitler. Al dictador alemán eso no le interesaba; pensaba que Alemania estaba a punto de conseguir la victoria. Los habitantes de Moscú empezaron a ser presa del pánico a mediados de octubre, a medida que las fuerzas alemanas se aproximaban a la ciudad.
Stalin pensó en abandonar la capital, pero luego cambió de idea. La moral de los soviéticos, después de tambalearse, empezó a recuperarse. El avance alemán mientras tanto disminuyó y quedó atascado debido a la llegada de las lluvias otoñales, y poco después de la nieve y del hielo de comienzos del invierno, cuando las temperaturas se precipitaron hasta los 30 grados bajo cero. Para entonces dos quintas partes de la población de la URSS y casi la mitad de sus recursos materiales estaban bajo el control de los alemanes. Habían sido hechos prisioneros casi 3 millones de soldados. Pero las pérdidas alemanas habían aumentado de forma alarmante. Cerca de tres cuartos de millón de hombres —casi la cuarta parte del ejército del este— habían sido registrados como muertos, heridos o desaparecidos desde el comienzo de la «Operación Barbarroja». Las reservas de hombres empezaban ya a escasear. Stalin, en cambio, parecía disponer de una fuente inagotable de aprovisionamiento. La contraofensiva soviética, que dio comienzo el 5 de diciembre de 1941, cuando las tropas avanzadas alemanas se hallaban apenas a 50 kilómetros de Moscú, provocó la primera gran crisis de la guerra para Alemania. Las esperanzas de una victoria rápida fueron sustituidas por el reconocimiento de que iba a tener que enfrentarse a una guerra larga y dolorosa.
El ataque japonés contra Pearl Harbor el 7 de diciembre y la declaración de guerra contra Japón por parte de Estados Unidos al día siguiente transformaron la guerra en un conflicto global. Hitler vio en aquello una oportunidad estratégica. La guerra contra los japoneses tendría maniatados a los americanos en el Pacífico. Los submarinos alemanes, cuyas actividades se habían frenado durante meses mientras Estados Unidos llevaba a cabo una «guerra no declarada» en el Atlántico, fueron soltados finalmente contra la flota norteamericana con el fin de cortar el importantísimo cordón umbilical que la unía a Gran Bretaña y de que Alemania consiguiera así la victoria de la guerra en el mar. Con esa idea optimista en la cabeza, el 11 de diciembre de 1941 Hitler metió a Alemania en una guerra contra Estados Unidos. Fueran cuales fueran los fundamentos de la idea de Hitler, las probabilidades de ganar la guerra en Europa estaban ahora en contra de Alemania.
En realidad, Hitler había sobrevalorado absurdamente el poderío militar de los japoneses. Pearl Harbor supuso una verdadera conmoción para Estados Unidos, pero distó mucho de ser un golpe contundente. La expansión nipona, aunque al principio fue todo un éxito, llegó a su límite durante la primera mitad de 1942. Pero la gran victoria naval de los americanos en Midway en junio de 1942 marcó el punto de inflexión de la guerra en el Pacífico.
La racha cambió en el Atlántico un año más tarde. Pero Hitler había sobrevalorado también la capacidad destructiva de sus submarinos. El éxito que habían tenido en 1942 no pudo mantenerse, en gran medida porque lo servicios de inteligencia británicos lograron finalmente, tras una larga lucha, descifrar las comunicaciones alemanas enviadas a través del mecanismo de codificación Enigma y localizar así la posición de los submarinos. La mejora de las defensas contra éstos supuso que algunos suministros vitales para los Aliados pudieran cruzar el Atlántico con mayor sigilo. En 1943 Hitler estaba ya perdiendo la batalla del Atlántico.
Mientras tanto Alemania había alcanzado los límites de su expansión. La batalla de El Alamein, que se prolongó durante tres semanas entre los meses de octubre y noviembre, puso fin al avance alemán en el norte de África y allanó el camino para la victoria final de los Aliados en ese mismo teatro de operaciones un año después. En la Unión Soviética la segunda gigantesca ofensiva alemana del verano de 1942 (aunque con un número reducido de hombres, comparada con la de 1941) había tenido por objeto asegurar el acceso al petróleo del Cáucaso, pero acabó en catástrofe en Stalingrado, una batalla de desgaste de cinco meses de duración en lo más crudo del invierno ruso, que acabó en febrero de 1943 con la destrucción absoluta del VI Ejército alemán y la pérdida de más de 200 000 hombres (y unos 300 000 de sus aliados). La suerte de los contendientes había cambiado de forma irreversible en 1942. Había todavía mucho camino por recorrer, pero los líderes de los Aliados estaban ya seguros de la victoria final. Y cuando Roosevelt y Churchill se reunieron en la Conferencia de Casablanca de enero de 1943 acordaron que la victoria sólo podría alcanzarse con la rendición incondicional de las potencias del Eje.
Los desembarcos de los Aliados en el norte de África en noviembre de 1942 habían abierto la senda hacia la capitulación de las fuerzas del Eje en la región. En julio de 1943 los Aliados pasaron a Sicilia, acción que precipitó la destitución de Mussolini por los propios líderes fascistas ese mismo mes. Tras ella se produjo en el mes de septiembre la firma de un armisticio entre Italia y los Aliados que dio lugar a la ocupación por tropas alemanas de buena parte del país. Comenzó para las fuerzas aliadas la lenta lucha hacia el norte. Se había abierto un segundo frente (aunque no el que había venido pidiendo Stalin). Ni tampoco lo fue la campaña de bombardeos contra las ciudades y las instalaciones industriales alemanas que se intensificó a lo largo de 1943. La campaña británica de «bombardeo de zona» (o de saturación), concebida por el mariscal jefe del aire Arthur Harris como el medio de destruir la moral de los alemanes y de ganar la guerra, había dado comienzo el año anterior. Una gigantesca incursión aérea había destruido gran parte de Colonia en mayo de 1942. Otras ciudades del norte y del oeste de Alemania fueron atacadas después. Pero ninguno de esos ataques se aproximó por su poder destructivo a la devastación sufrida por Hamburgo a finales de 1943, en una serie de incursiones que mataron al menos a 34 000 civiles, cifra equivalente a más de la mitad de todas las víctimas sufridas por los británicos en los bombardeos aéreos a lo largo de toda la guerra. Pero incluso este episodio estaría muy lejos de constituir el punto culminante de la campaña de bombardeos, que se incrementaría vertiginosamente durante el último año de la contienda, cuando la superioridad de los Aliados fuera casi completa.
La última gran ofensiva alemana en el Frente Oriental, en julio de 1943, duró poco más de una semana. La «Operación Ciudadela» fue cancelada tras la colosal batalla de tanques —participaron en ella más de 5000 blindados— que tuvo lugar en Kursk. Las enormes pérdidas soviéticas fueron mucho mayores que las de los alemanes. Pero las tropas germanas eran necesarias en el sur de Italia para reforzar las defensas del país tras el desembarco de los Aliados en Sicilia. Con la cancelación de la «Operación Ciudadela», la iniciativa pasó de forma irrevocable a los soviéticos. Julio resultó un mes desastroso para Alemania. Su extraordinaria capacidad de aguante significó que no se produjera un derrumbamiento total, pero en aquellos momentos la estrategia alemana consistía simplemente en combatir tenazmente en una acción prolongada en la retaguardia contra unas fuerzas enormemente superiores con la única esperanza de que se deshiciera la «Gran Alianza» establecida entre los capitalistas, Gran Bretaña y Norteamérica, y los comunistas de la Unión Soviética. A medida que el abismo entre los recursos de los que disponían los alemanes y los Aliados se ensanchaba inexorablemente, se hacía más claro lo que se avecinaba. Un indicio de que las tornas habían cambiado por completo fue la toma de Kiev por los soviéticos en el mes de noviembre. Ese mismo mes, en la Conferencia de Teherán, los líderes aliados acordaron que Gran Bretaña y Estados Unidos lanzaran al año siguiente una invasión de la Europa occidental ocupada por los alemanes.
El éxito del desembarco de los Aliados en Normandía el 6 de junio de 1944 (el Día D), y dos semanas más tarde el gigantesco y demoledor avance del Ejército Rojo en el curso de la «Operación Bagration», inauguraron la tercera y última fase de la guerra en Europa, que acabó con la capitulación de Alemania. Fue la fase más sangrienta de las tres. Una cuarta parte de todos los muertos de la guerra, equivalente al total de los soldados que perdieron la vida a lo largo de toda la primera guerra mundial, puede atribuirse a estos últimos meses. La mayor parte de las muertes de soldados ingleses y americanos, una elevada proporción de las muertes de los soviéticos, la mitad de todos los soldados alemanes caídos en toda la contienda y una mayoría de las víctimas civiles se produjeron durante los últimos once meses del conflicto. Muchos de los civiles muertos fueron víctimas de los bombardeos aéreos aliados que arrasaron las ciudades alemanas en un crescendo imparable de destrucción durante los últimos meses de la guerra. La aniquilación de Dresde en febrero de 1945, con la pérdida de 25 000 vidas, en su inmensa mayoría de civiles, representa simbólicamente el terror llovido del cielo que se abatió sobre las ciudades grandes y pequeñas de Alemania cuando las defensas aéreas se vinieron abajo. Sólo en el mes de marzo de 1945 los aviones británicos lanzaron más bombas que durante los tres primeros años de la guerra.
Las pérdidas alemanas en el este durante la «Operación Bagration» y al término de la misma dejaron pequeñas las de Stalingrado o las de cualquier otra batalla, y no pudieron ser compensadas. Alemania luchó hasta el final. El miedo a la conquista a manos de la Unión Soviética (unido a la conciencia de los horrores que los soldados alemanes habían perpetrado en territorio soviético), el recrudecimiento de la represión de cualquier disidencia en el interior, los controles generalizados por parte del partido nazi y sus diferentes organismos, la imposibilidad de organizar cualquier tipo de resistencia tras el intento fallido de asesinato de Hitler del 20 de julio de 1944, el reconocimiento por parte de los jerarcas nazis de que resistirían o caerían con Hitler, y la fe constante en el dictador mantenida por las autoridades civiles y militares, todo ello contribuyó a la vana lucha por resistir cuando la razón hablaba rotundamente a favor de la rendición.
Sin embargo, ya sólo era cuestión de tiempo. Con el hundimiento del Frente Oriental, Finlandia, Rumanía y Bulgaria se volvieron contra Alemania en septiembre de 1944. Rumanía y Bulgaria fueron ocupadas por los soviéticos. Polonia —con Varsovia convertida en un montón de ruinas tras la destrucción perpetrada por los alemanes a raíz de la sublevación de agosto de 1944— estaba en manos soviéticas a finales de enero de 1945. Tras largos e intensos combates, Hungría quedó asimismo bajo el control de los soviéticos en el mes de marzo. Para entonces los Aliados occidentales habían logrado abrirse paso al otro lado del Rin, iniciándose así el avance hacia el norte de Alemania, lográndose la toma del importantísimo cinturón industrial del Ruhr, y asegurándose el incesante progreso hacia el sur del país. La apisonadora soviética era igualmente imparable por el este, y fue abriéndose camino hacia la costa del Báltico y la cuenca del Óder, para emprender el asalto final sobre Berlín, que dio comienzo el 16 de abril de 1945. El avance soviético por Alemania y luego su conquista de la capital del Reich fueron acompañados en todo momento de una horrorosa crueldad para con la población alemana, y la violación de innumerables mujeres fue una de las principales marcas de identidad de la brutal venganza por las incalificables atrocidades perpetradas anteriormente por los ocupantes alemanes en territorio soviético.
El 25 de abril las grandes fuerzas llegadas a Alemania procedentes del este y del oeste convergieron en el río Elba. Las tropas soviéticas y americanas se estrecharon la mano. El Reich quedó escindido en dos. Berlín fue rodeada ese mismo día por el Ejército Rojo. El 2 de mayo la batalla de Berlín había terminado. Hitler se había suicidado en su búnker dos días antes. A continuación llegaría un breve, pero sangriento, epílogo hasta que el gran almirante Karl Dönitz, el sucesor escogido por Hitler, se rindió finalmente ante lo inevitable. La capitulación total de Alemania en todos los frentes fue firmada en presencia de los representantes de Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética el 8 de mayo de 1945. La guerra más horrorosa de la historia de Europa había acabado. Sus costes —materiales y en vidas humanas— estaban todavía por computar. Sus consecuencias políticas y morales determinarían las décadas futuras.
El pozo sin fondo de inhumanidad
Todas las guerras son inhumanas, y especialmente lo han sido las modernas. El armamento moderno significa que matar en la guerra se haya convertido en algo impersonal, un acto que se lleva a cabo a una escala gigantesca y en el que los civiles se ven arrastrados progresivamente hacia el matadero. La Gran Guerra de 1914-1918 había demostrado ampliamente esas características. Por terrible que fuera aquella contienda, sin embargo, quedaría ensombrecida por el pozo sin fondo de inhumanidad en el que se hundió el género humano durante la segunda guerra mundial.
Ese desplome sin precedentes había venido esperándose que se produjera en una Europa desgarrada por los odios étnicos y de clase, por un racismo extremo, un antisemitismo paranoico y un nacionalismo fanático. Entrar en una guerra movida por el odio y empeñada en erradicar —no sólo derrotar— al enemigo era la receta infalible para que se produjera el colapso de todos los criterios básicos de humanidad. Eso fue lo que ocurrió en gran medida entre los soldados que combatieron en la guerra en la Europa del este, aunque mucho menos entre los que lo hicieron en la Europa occidental. La guerra total fue el ingrediente necesario para convertir unos antagonismos letales como aquellos en una verdadera matanza masiva a una escala que difícilmente podemos concebir.
En todas las guerras las matanzas en el campo de batalla se intensifican. La segunda guerra mundial no fue una excepción. En las campañas en el Frente Occidental y en el norte de África, sin embargo, los combates fueron en su mayor parte relativamente convencionales. En la Europa del este la cosa fue distinta. Allí la crueldad, la brutalidad y el puro desprecio de la vida humana se escapan por completo a la imaginación. Los combates allí formaron parte de una guerra racial. Ello fue consecuencia directa del objetivo simultáneo de conquista al estilo colonial y de limpieza racial que se habían fijado los líderes nacionalsocialistas de Alemania.
El infierno en la tierra resultante, no sólo para las tropas combatientes, sino también para la población civil, fue fruto fundamentalmente de la ideología. Esto es, quién debía vivir y quién debía morir se convirtió en primera instancia en una cuestión ideológica. El terror y las muertes que se infligieron a la población civil en Polonia y a lo largo de toda la guerra en el este así lo reflejaron con toda claridad desde el primer momento. La demostración más palmaria de la prioridad ideológica fue la selección de los judíos, entre todas las incontables víctimas de la violencia extrema, como objetivo de lo que pronto se convertiría en un genocidio generalizado.
No obstante, la ideología fue siempre de la mano de los imperativos económicos. Esto era algo que se tenía muy claro dentro de la propia Alemania, en la llamada «acción de eutanasia» que dio comienzo en 1939. La operación iba dirigida fundamentalmente a la eliminación de los «degenerados raciales», principio esencial de la eugenesia. Hitler había dicho con anterioridad que cualquier acción de ese tipo tendría que esperar hasta la guerra. En octubre de 1939 adelantó la fecha de la autorización secreta, firmada de su puño y letra, de la «acción de eutanasia» al 1 de septiembre, signo evidente de que veía el comienzo de la guerra como el momento idóneo para empezar una violación tan fundamental del principio humanitario básico de derecho a la vida. La «acción» fue detenida igualmente en secreto en agosto de 1941, cuando se tuvo conocimiento de que había sido hecha pública y de que había dado lugar a una denuncia del obispo de Münster, el conde Clemens August von Galen. Para entonces habían caído víctimas de ella unos 70 000 pacientes de distintos manicomios. Esa cifra superaba la que habían previsto los médicos, a pesar de ser ellos quienes seleccionaran a los pacientes a los que consideraban aptos para sufrir la «acción de eutanasia». Pero la «orden de detención» de agosto de 1941 no supuso, ni mucho menos, el fin del proceso de exterminio de los enfermos mentales «inútiles». Su asesinato se trasladó a partir de ese momento al secreto de los campos de concentración. Se calcula que las víctimas de los asesinatos por «eutanasia» superaron en total las 200 000. Médicos y enfermeras desempeñaron un importante papel en la matanza de sus pacientes. Aunque el asesinato de las personas aquejadas de enfermedades mentales fuera motivado por consideraciones ideológicas, pretendía también obtener un ahorro económico mediante la eliminación de los individuos considerados como «vidas inútiles». Se hicieron cálculos exactos del ahorro que se podía conseguir. «Los enfermos mentales son una carga para el estado», decía el manicomio de Hartheim, cerca de Linz, en Austria.
Los pasos dados hacia el genocidio de los judíos también tuvieron un componente económico importante. Cuando quedó claro que la «limpieza» masiva de judíos de los territorios conquistados, dada al principio por descontada, no podía hacerse efectiva con rapidez, los guetos establecidos en Polonia se convirtieron en empresas sumamente rentables para los ocupantes alemanes. En consecuencia, algunos de los que los administraban no quisieron después, cuando se decidió que los judíos fueran deportados para su aniquilación, que se cerraran los guetos. Pero ¿qué pasaba con los judíos que no eran capaces de trabajar? Ya en julio de 1941 el jefe del Servicio de Seguridad del Reich en Posnania, distrito situado dentro de la parte de Polonia occidental anexionada por Alemania, proponía que como «ya no se puede dar de comer a todos los judíos», habría que pensar en «acabar con aquellos judíos que no sean capaces de trabajar mediante algún preparado de efecto rápido». Cinco meses después, Hans Frank, el jerarca nazi de la zona central de Polonia ocupada por los alemanes, lo que se llamaba el Gobierno General, al explicar a grandes rasgos la urgencia de exterminar a los 3,5 millones de judíos de su territorio, decía a sus subordinados que los judíos eran «enormemente perniciosos para nosotros por la cantidad de comida que se tragan». Más tarde, cuando los judíos eran ya asesinados a millones, el más grande de los campos de concentración nazis, el de Auschwitz, en otra zona de Polonia, Alta Silesia, intentó combinar el exterminio con el beneficio industrial. El gigantesco complejo de Auschwitz comprendía veintiocho subcampos, en realidad instalaciones industriales que operaban con la mano de obra esclava suministrada por sus 400 000 prisioneros, que generaron en total para el estado alemán unos 30 millones de marcos de beneficio. Cuando los prisioneros ya no eran aptos para trabajar eran enviados a las cámaras de gas.
La ideología también se mezcló estrechamente con la economía en la forma en que las autoridades nazis concibieron la conquista y la ocupación. Lo primordial era asegurar la alimentación de la población alemana. El «invierno de los nabos» de 1916-1917 había llegado a provocar un fuerte deterioro de la moral de la población durante la primera guerra mundial. No podía repetirse algo parecido. Era totalmente irrelevante que el resto de Europa se muriera de hambre. Se daba por descontado que entre 20 y 30 millones de eslavos y judíos morirían de inanición como consecuencia de la ocupación de la Unión Soviética por los alemanes. En lo único que había que pensar, dijo Göring a los líderes nazis de los territorios ocupados, era en que no se produjera «un colapso de Alemania por causa del hambre». Se dieron casos de canibalismo entre los prisioneros soviéticos desesperados, a veces hacinados de tal manera que apenas podían moverse, incluso para hacer sus necesidades; el índice de mortandad entre ellos llegó a ser de hasta 6000 al día. De los 5,7 millones de prisioneros de guerra soviéticos en poder de los alemanes, 3,3 millones sufrieron una muerte espantosa por hambre o por enfermedades relacionadas con la falta de alimento o con las condiciones de frío glacial reinantes. Mientras tanto Alemania sacaba el 20% de su grano, el 25% de su grasa y casi el 30% de su carne de la Europa ocupada.
Al final a los cautivos soviéticos se les daban raciones de comida miserables, pues las autoridades nazis de los campos donde los prisioneros se morían de hambre tardaron en darse cuenta de lo absurdo de la situación cuando más falta hacía esa mano de obra para la producción de guerra. Aun así, la mayor parte de los prisioneros de guerra soviéticos no logró sobrevivir al cautiverio. En el caso de los judíos, había una contradicción evidente en el hecho de obligarles a recorrer media Europa para morir cuando la escasez de mano de obra era tan grande. Pero en este terreno la ideología siguió siendo a todas luces el factor primordial.
Polonia fue desde el primer momento de la ocupación alemana un terreno experimental ideológico. La zona occidental del territorio conquistado —Prusia Oriental, la provincia de Posnania, rebautizada «Reichsgau Wartheland» por el nombre del río que atraviesa la región, el Varta (Warthe en alemán)— fue anexionada al Reich, siendo no sólo recuperados los territorios que habían formado parte de Prusia antes de la primera guerra mundial, sino incluso ampliados considerablemente. Estas zonas, aunque su población era mayoritariamente polaca desde el punto de vista étnico, fueron a partir de ese momento «germanizadas» de manera despiadada. La zona más densamente poblada del territorio ocupado por los alemanes, correspondiente al centro y al sur de Polonia, fue denominada «Gobierno General» (Generalgouvernement) —aunque coloquialmente se utilizaba la expresión «el resto de Polonia» (Restpolen) para referirse a ella— y era considerada un vertedero al que eran arrojados los «indeseables raciales» de los territorios anexionados. Como siempre fue Hitler el que marcó la pauta. Aquello iba a ser una «lucha racial muy dura», declaró. No podían caber las limitaciones legales. Todo ello supuso un aumento de la miseria y el sufrimiento increíble de la población polaca sometida y la antecámara del genocidio para el estrato más bajo que había dentro de esa población, a saber los judíos.
El desprecio por los polacos era generalizado en Alemania. El propio Hitler calificaba a los polacos de «más animales que seres humanos». Salvo raras excepciones, los miembros del ejército alemán destinados a Polonia no pusieron objeción alguna a la matanza autorizada, a la persecución despiadada y al saqueo económico a gran escala de que fueron testigos o en los que incluso participaron. Los polacos eran tratados como seres infrahumanos, completamente fuera del amparo de la ley, a los que debía privarse de cualquier forma de educación, a los que había que encarcelar o ejecutar a capricho, una mera reserva de mano de obra esclava. Se impusieron raciones de comida casi de hambre. La cultura polaca debía ser erradicada, y toda idea relacionada con el estado polaco debía ser eliminada por completo. Los integrantes de la intelligentsia polaca, como proveedores de la cultura y de la idea de estado, debían ser liquidados o enviados a campos de concentración alemanes. Auschwitz fue el escenario del terror más absoluto para los polacos mucho antes de que se convirtiera en un campo de exterminio para los judíos. En las regiones anexionadas del oeste de Polonia, las iglesias católicas fueron cerradas y numerosos miembros del clero fueron encarcelados o asesinados. Las ejecuciones públicas se convirtieron en un tópico, y las víctimas a menudo eran dejadas en la horca durante días para amedrentar a la población.
Pero la resistencia clandestina nunca fue aplastada del todo. De hecho, su volumen aumentó a pesar de las terribles represalias sufridas hasta formar un movimiento ilegal de proporciones notables, extraordinariamente valeroso, que, pese al carácter draconiano de la represión, llegó a causar problemas cada vez más graves a los ocupantes. Las medidas de represalia colectiva seguían a menudo a los actos individuales de resistencia. Unos cálculos, basados en una documentación que dista mucho de ser exhaustiva, recogen 769 casos que se cobraron la vida de 20 000 polacos en actos de represalia. Unas 300 aldeas fueron destruidas durante la ocupación alemana. El terror se intensificó incluso a lo largo de la ocupación a medida que fueron cambiando las vicisitudes de la guerra, que el dominio del país por los alemanes se hacía más precario, y que la resistencia se volvía más audaz. «No hubo ni un solo momento en el que no nos sintiéramos amenazados», recordaría una mujer. «Cada vez que salíamos de casa, no sabíamos si volveríamos a verla». Todo el mundo temía las redadas de individuos para su deportación como mano de obra forzada a Alemania. En 1943 un millón de polacos trabajaban para las empresas de la industria de guerra alemana. Sus parientes a menudo no tenían ni idea de su paradero. Y muchos no volvieron a ver su país nunca más.
Se había supuesto de forma harto precipitada que la eliminación forzosa de judíos de las regiones anexionadas se iba a poder llevar a cabo con rapidez. En último término, la intención había sido eliminar también a los judíos del Gobierno General. Entre 1939 y 1941, sin embargo, lo que se hizo fue deportarlos al Gobierno General, no expulsarlos de él. Durante lo más crudo del invierno de 1939-1940 más de 100 000 polacos, entre cristianos y judíos, recibieron aviso de última hora para que recogieran sus pertenencias y se metieran en manada en vagones de ganado totalmente desprovistos de calefacción para ser deportados al Gobierno General. Varios cientos de miles más siguieron sus pasos durante el resto de 1940. En marzo de 1941 habían sido deportadas más de 400 000 personas y un número similar habían sido enviadas a Alemania como mano de obra forzosa. Lo único que impidió la deportación de otros 831 000 individuos fueron los preparativos de la «Operación Barbarroja».
Las deportaciones tenían por objeto hacer sitio para el asentamiento de gentes de etnia alemana procedentes del Báltico y otros lugares. Los judíos debían ser confinados en una reserva gigantesca en la comarca de Lublin, al sudeste de Polonia. Al menos ése era el objetivo inicial. Pero los alemanes habían subestimado mucho las dificultades logísticas que todo ello entrañaba. Hans Frank no tardó en negar la entrada de más judíos en sus dominios del Gobierno General. Ante la insistencia de los jerarcas nazis que deseaban deportar a toda costa a los judíos de sus respectivas zonas, pero no tenían dónde mandarlos, y como desde la conquista de Polonia había varios millones más de judíos en poder de los alemanes, se buscaron con mayor urgencia aún alternativas a la gran reserva prevista en el Gobierno General. Tras la victoria alemana sobre Francia en 1940, la colonia francesa de Madagascar fue considerada durante algún tiempo un posible destino para los judíos de Europa. Pero también esa posibilidad resultó enseguida impracticable. Finalmente durante la planificación de la «Operación Barbarroja» se consideró una buena posibilidad deportarlos a las estepas heladas de la Unión Soviética.
Después de apenas veinte años de independencia, Polonia había vuelto a ser repartida en septiembre de 1939. Al este de la línea de demarcación acordada por Alemania y la Unión Soviética para la división, la población polaca fue sometida a un tipo distinto de horror determinado por la ideología. Allí el objetivo era no la germanización, sino la sovietización. No tardó en imponerse una revolución social en el este de Polonia. La tierra fue colectivizada en 1940, y los terratenientes fueron desalojados y despojados de sus propiedades. Los bancos fueron nacionalizados y los ahorros de la gente confiscados. Gran parte de la maquinaria industrial fue desmantelada y enviada a la Unión Soviética. Las escuelas privadas y los colegios religiosos fueron cerrados, la enseñanza de la religión y de la historia fue prohibida y se introdujo el catecismo según Marx y Engels. La erradicación del nacionalismo polaco se convirtió en un axioma, lo mismo que la eliminación de todo lo que se imaginara que pudiera plantear una amenaza para los intereses soviéticos. La elite polaca se vio de pronto particularmente en peligro.
Stalin y los demás miembros del Politburó firmaron personalmente la orden de 5 de marzo de 1940 para que se diera muerte a más de 20 000 integrantes de la elite polaca del este de Polonia. Entre ellos había 15 000 oficiales del ejército, que desaparecieron en el mes de mayo de ese mismo año. Los cadáveres de más de 4000 de ellos fueron recuperados por los alemanes en el bosque de Katyn, cerca de Smolensk, en abril de 1943. Se discutió durante mucho tiempo quién los había asesinado. Sin embargo hoy día está fuera de toda duda que fueron fusilados por la policía secreta soviética, el NKVD. Los otros 11 000 sufrieron casi con toda seguridad un destino parecido como parte del total de 21 857 personas ejecutadas por orden de Stalin de las que se tiene constancia.
Tras la ocupación soviética se produjeron diversas oleadas de arrestos. Más de 100 000 ciudadanos polacos fueron detenidos, en su mayoría condenados a varios años de esclavitud penal en el Gulag, y más de 8500 fueron condenados a muerte. Los polacos establecidos cerca de la antigua frontera soviética corrían especial peligro. En algunos lugares, la población local ucraniana y bielorrusa fue incitada a saquear las propiedades de los polacos e incluso a matar a sus vecinos de esta nacionalidad. Las milicias locales se pusieron al frente de la violencia. Esos polacos, vistos como una amenaza especial para la Unión Soviética, cosa que habitualmente era un mero producto de la imaginación, fueron detenidos para su deportación. Se llevaron a cabo deportaciones gigantescas dominadas por la más absoluta brutalidad. Casi 400 000 polacos —según ciertos cálculos muchos más— fueron enviados a campos de concentración en los páramos de Siberia o de Kazajstán, en vagones cerrados herméticamente, sin ventanas ni calefacción en pleno invierno, en trayectos de casi 10 000 kilómetros de distancia. Cerca de 5000 perdieron la vida durante el viaje; el verano siguiente habían muerto de hambre o de enfermedad otros 11 000.
Uno de los hombres del NKVD que participaron en las redadas que dieron lugar a esa deportación masiva nos permitiría ver más tarde cuál era la mentalidad de la época: «Yo fui el responsable de la deportación de una o dos aldeas», contó.
… Ahora que lo pienso, realmente es muy duro llevarse a los niños cuando la verdad es que son muy pequeños… Por supuesto sabía que eran nuestros enemigos, los enemigos de la Unión Soviética, y que tenían que ser «reciclados»… Ahora lo lamento, pero en aquel momento era distinto… Stalin era como un dios para todos. Y lo que él decía era la última palabra en cualquier asunto. Ni siquiera podía uno pensar que no estuviera bien. No lo dudaba nadie en aquella época. Cualquier decisión que se tomara estaba bien tomada. No sólo era mi opinión; todos pensábamos igual. Estábamos construyendo el comunismo. Obedecíamos órdenes. Estábamos llenos de fe.
Como por lo demás resulta comprensible, dada la intensa persecución de que eran objeto por los nazis, muchos judíos acogieron con los brazos abiertos la ocupación soviética del este de Polonia. Además a menudo habían sabido lo que era la discriminación en la Polonia de antes de la guerra. La llegada del Ejército Rojo les pareció que prometía la liberación. A menudo recibieron a sus presuntos libertadores desplegando banderas rojas. No pocas veces asumieron cargos administrativos al lado de los ocupantes soviéticos, de suerte que su propensión a colaborar con ellos causó mucho resentimiento entre los polacos católicos. Cuando llegaron los alemanes dispuestos a ocupar la región tras la invasión de la Unión Soviética en junio de 1941 y descubrieron los cadáveres de miles de víctimas de las atrocidades del NKVD en las cárceles del este de Polonia, no tuvieron dificultad en espolear el odio no sólo hacia los bolcheviques, sino también hacia los judíos, de los que muchos pensaban que estaban al servicio de los soviéticos. En realidad, la mayoría de los judíos no tardarían en darse cuenta de lo que significaba la ocupación soviética; y de que su llegada no era ninguna liberación. A muchos les arrebataron sus propiedades, mientras los intelectuales y los profesionales fueron detenidos en grandes cantidades. Una tercera parte de los deportados fueron judíos.
La brutalidad de la sovietización de la Polonia del este tuvo muchas analogías en Estonia, Letonia y Lituania tras su anexión a la URSS en 1940. La barbarie de la ocupación de Polonia por los alemanes, por otro lado, no se pareció ni de lejos al trato que dispensaron los propios alemanes a los habitantes de la Europa occidental ocupada.
En Croacia, estado recién creado (con la incorporación de Bosnia y Herzegovina) tras la invasión de Yugoslavia por los alemanes en abril de 1941, los nazis encontraron a terceros que se encargaron de hacer por ellos el trabajo sucio. El gobierno que instalaron al mando de Ante Pavelić, el líder de los ústache fascistas, fomentó un régimen de terror prácticamente indecible. Era un movimiento fanático que probablemente no tuviera más de unos 5000 partidarios antes de hacerse con el poder, pero que estaba decidido a llevar a cabo la «limpieza» del país de todos los no croatas, casi la mitad de la totalidad de sus habitantes, unos 6,3 millones de personas. El objetivo de Pavelić era resolver el «problema serbio» convirtiendo al catolicismo a una tercera parte de los casi 2 millones de serbios de Croacia, expulsando a otra tercera parte y matando a la tercera parte restante. Se trataba de una locura letal.
Tal vez pueda discutirse si Pavelić estaba o no completamente en su juicio (se cuenta que guardaba una cesta llena de ojos humanos en un cajón de su escritorio a modo de souvenir). No cabe duda, eso sí, de la cordura de la mayoría de sus secuaces. Pero las atrocidades perpetradas por sus escuadrones de la muerte, que a veces llegaron a masacrar a aldeas enteras, y cuyos principales objetivos eran los serbios, los judíos y los gitanos, con el fin de eliminar toda influencia no croata, alcanzarían los abismos más profundos del horror y el sadismo. En cierta ocasión mataron a tiros a 500 hombres, mujeres y niños serbios de una pequeña localidad situada no lejos de Zagreb. Cuando las 250 personas de las aldeas vecinas se reunieron dispuestas a convertirse al catolicismo con tal de evitar ser asesinadas, seis ústache las encerraron dentro de la iglesia ortodoxa serbia y las asesinaron una tras otra golpeándolas en la cabeza con mazas erizadas de clavos. Otras orgías de muerte comportaron niveles absolutamente obscenos de humillación y tortura. Incluso en una región en la que la violencia política llevaba largo tiempo siendo endémica, nunca hasta entonces se había vivido ni de lejos una catástrofe humana de tal calibre. En 1943 los ústache habían asesinado a cerca de 400 000 personas.
Los ústache supieron utilizar desde luego los antagonismos étnicos de la antigua Yugoslavia cuando se hicieron con el poder en Croacia. Pero su brutalidad sembró un odio étnico mucho más hondo que el que hubiera podido existir en cualquier momento antes de la guerra. Además resultó contraproducente para los propios alemanes. Los ústache de Croacia contaron para su actuación con el respaldo explícito de los alemanes. (No fue como en Rumanía, donde la orgía de violencia perpetrada por la Guardia de Hierro fascista llevó a los alemanes, deseosos de estabilidad debido a la importancia del petróleo rumano, a apoyar su supresión por el líder rumano, el general Antonescu). Sus atrocidades alimentaron los sentimientos en contra del Eje y la creciente fuerza del movimiento partisano comunista emergente de Josip Broz Tito.
Cuando buena parte del este y del sur de Europa estaban ya cayendo en los abismos cada vez más profundos de la más absoluta inhumanidad, la invasión alemana de la URSS en el verano de 1941 supuso el comienzo de un capítulo completamente nuevo. La guerra en el este —la guerra de Hitler— fue drásticamente distinta de todas las campañas anteriores, aunque la brutalidad indecible que acompañó a la ocupación de Polonia desde septiembre de 1939 presagiaría la inhumanidad sin límites alcanzada en la Unión Soviética, a juicio de los nazis el verdadero criadero del «bolchevismo judío». Hitler personalmente fue indispensable tanto para la promoción como para la autorización de semejante barbarie. Pero además fue la fuerza que la impulsó y su portavoz más radical, no su causa principal.
Él mismo dijo a los jefes de su ejército que la guerra en la Unión Soviética debía ser una «guerra de aniquilación». Los soldados comunistas no debían ser considerados adversarios honorables. Los altos mandos del ejército alemán fueron cómplices de las órdenes dadas de liquidar a los comisarios políticos soviéticos en el momento mismo de su captura sin juicio previo y de declarar de hecho abierta la temporada de caza de la población civil soviética. Como cabría suponer, dado el fomento de este tipo de actuaciones despiadadas contra un enemigo presentado una y otra vez como «bestial» o «criminal» en lo que los propios líderes del ejército calificarían de lucha de «raza contra raza», la extrema barbarie de la guerra en la URSS se generalizó desde el primer momento. Enseguida pasaría a caracterizar la conducta de las tropas alemanas, invitando a la barbarie vengativa de los defensores soviéticos y a una rápida espiral de inhumanidad sin límites por ambas partes. No había habido nada parecido durante las campañas en la Europa occidental, donde la simple rapidez de la conquista había supuesto que las bajas, incluso entre los vencidos, fueran relativamente escasas y que el trato dispensado a la población de los países ocupados fuera mucho menos duro que en el este. Durante el ataque contra la Unión Soviética la destrucción de la vida humana fue enorme desde el primer momento. Y allí, a diferencia de lo sucedido en el oeste, enormes cantidades de civiles fueron masacrados como una parte más de la ofensiva.
La guerra en el este fue absolutamente genocida. Había sido planificada para que lo fuera. Meses antes del lanzamiento de la «Operación Barbarroja» y con el apoyo explícito de Hitler, el Reichsführer de la SS y jefe de la policía, Heinrich Himmler, y el director de la policía de seguridad, Reinhard Heydrich, habían llegado a la conclusión de que la «solución final de la cuestión judía» era alcanzable mediante la deportación de todos los judíos en poder de los alemanes —cuya cifra se calculaba que ascendía a 5,8 millones de individuos— a las tierras que se conquistaran en la Unión Soviética. Allí habrían muerto de hambre, de agotamiento, de enfermedad o de exposición al frío ártico. Como Alemania no consiguió una conclusión rápida y victoriosa de la guerra, resultó que la política de deportación a la Unión Soviética se reveló impracticable. No obstante la matanza de los judíos soviéticos constituía un elemento implícito de la conquista alemana. A punto ya de que se lanzara la invasión, se ordenó a cuatro grandes «fuerzas operacionales» (Einsatzgruppen) de hombres de la policía de seguridad que acompañaran al ejército con el fin de erradicar a todos los «elementos subversivos», término que significaba fundamentalmente los judíos.
Mientras el ejército alemán fue avanzando hacia los Países Bálticos al comienzo de la «Operación Barbarroja», no tuvo problemas a la hora de encontrar colaboradores bien dispuestos entre los nacionalistas de Lituania, Letonia y Estonia, que veían a los alemanes como libertadores del yugo del régimen soviético. Decenas de millares de ciudadanos de estos países habían sido deportados al Gulag por los soviéticos cuando fueron anexionados a la URSS en 1940. La opresión soviética había dejado sentir su pesadísima mano sobre poblaciones enteras. Y los judíos habían ocupado puestos destacados en la administración y la policía soviética. En los Países Bálticos había mucha gente dispuesta a creer que no había diferencia entre los judíos y los bolcheviques, y que los judíos habían sido los responsables de sus sufrimientos a manos de los soviéticos.
Los alemanes y sus colaboradores fueron capaces enseguida de azuzar el odio antijudío entre los nacionalistas extremos. Poco después de la llegada de los alemanes a Lituania, al cabo de unos días del inicio de la «Operación Barbarroja» el 22 de junio de 1941, la multitud asesinó a unos 2500 judíos en el curso de varios pogromos. Unidades lituanas ayudaron a las fuerzas operacionales de la policía de seguridad alemana en sus espeluznantes acciones, que, incluso para los parámetros nazis, en el Báltico fueron extraordinariamente sangrientas durante los primeros meses de la ocupación. No fue muy diferente la cosa en Letonia, donde los alemanes, con ayuda de los letones, habían matado a cerca de 70 000 de los 80 000 judíos del país a finales de 1941. En Estonia, donde la población judía era menor, unidades locales actuando por orden de los alemanes asesinaron a los 963 hebreos a los que pudieron echar el guante y a otros 5000, más o menos, estonios no judíos por presunta colaboración con los soviéticos. Las fuerzas operacionales llevaron una cuenta exacta de sus asesinatos. A finales de año la fuerza operacional que actuaba en la región del Báltico fue capaz de registrar orgullosamente, con precisión burocrática, un total exacto de 229 052 judíos muertos (a los que habría que sumar otras 11 000 víctimas aproximadamente).
Más al sur, en Ucrania, también fueron masacrados una gran cantidad de judíos. Pero, a diferencia de lo sucedido en el Báltico, los ucranianos no judíos, considerados eslavos «inferiores», fueron tratados también de forma despiadada por los conquistadores alemanes. Como sucediera en el Báltico, también los ucranianos habían acogido a los alemanes con los brazos abiertos. «Estábamos todos tan contentos de verlos», recordaba una mujer. «Iban a salvarnos de los comunistas que se lo habían llevado todo y nos estaban matando de hambre». La terrible hambruna de 1932 seguía siendo un recuerdo muy doloroso. La dureza extrema de la opresión estalinista no había cesado desde entonces. Cuando los alemanes invadieron el país, muchos ucranianos desertaron del Ejército Rojo o desaparecieron para evitar ser movilizados. Cuando los soviéticos emprendieron la retirada en su intento de evitar ser capturados por los alemanes, el NKVD vació las cárceles fusilando a miles de prisioneros ucranianos. Cuando la política de «tierra quemada» soviética destruyó el ganado y la maquinaria industrial del país quedaron para luchar numerosísimos ucranianos. Al cabo de unos días de la llegada de los alemanes a Kiev el 19 de septiembre de 1941, el centro de la ciudad se vio sacudido por las explosiones de las minas que los soviéticos habían colocado en el subsuelo, provocando un incendio gigantesco que causó muchas muertes y dejó a más de 20 000 personas sin hogar. Había, pues, buenos motivos para el profundo odio generalizado de la población ucraniana hacia los soviéticos, y no es de extrañar que los alemanes fueran acogidos como libertadores. Sólo la más absoluta estupidez habría podido convertir esos sentimientos en un odio aún mayor hacia los alemanes. Pero eso precisamente fue lo que consiguieron los conquistadores nazis.
Incluso algunos ideólogos, ardientes defensores del nazismo, abogaron por convertir a los ucranianos en aliados y a Ucrania en parte de un anillo de países satélites para asegurar un dominio alemán duradero en el este. Pero Hitler veía a los ucranianos como un pueblo «nihilistamente asiático», igual que a los rusos. Apoyó la dominación más despiadada de Ucrania, política que fue puesta en práctica por su representante en la zona, el comisario del Reich Erich Koch, hombre de una brutalidad extraordinaria. La teoría de Himmler era que Ucrania debía ser «limpiada» para convertirse en un futuro asentamiento alemán. El destino de las enormes masas de la población ucraniana debía incluirse en el «Plan General para el Este», que preveía la «eliminación» en el plazo de los veinticinco años siguientes de unos 31 millones de personas, en su inmensa mayoría eslavos, en los territorios conquistados del este.
Este genocidio mucho más vasto no pudo ponerse en práctica porque la guerra se volvió en contra de Alemania. Aun así, la ocupación, en la que los alemanes contaron para su cruel represión con la ayuda de unidades de la policía integradas por ucranianos, letones, lituanos y otros colaboradores, fue tan brutal que generó un miedo generalizado entre la población. Los cadáveres en las calles de gente fusilada de forma arbitraria por los ocupantes constituían un espectáculo frecuente. Como en Polonia, las víctimas de las ejecuciones públicas eran dejadas colgadas a la intemperie en plena calle durante varios días para amedrentamiento del público. Los casos de sabotaje dieron lugar a la ejecución de centenares de individuos en represalia. Aldeas enteras fueron incendiadas y arrasadas por no suministrar los productos alimenticios exigidos para su requisa o por apoyar supuestamente a los partisanos. «En cuanto veíamos algún grupo de alemanes, nos escondíamos de inmediato», recordaba un habitante de Kiev.
Una tremenda fuente de temor a partir de 1942, cuando los alemanes empezaron a necesitar desesperadamente mano de obra para las industrias de guerra, fueron las redadas de gente para su deportación al Reich. Semejante destino era considerado una especie de condena a la pena de muerte. Casi todas las familias se vieron afectadas por la medida, pues en junio de 1943 el número de los deportados había crecido hasta el millón de personas. Las deportaciones y la brutalidad con la que los infortunados eran sacados de sus casas y del país se convirtieron en el mejor sargento reclutador para la actividad partisana. De una población que al principio los recibió con los brazos abiertos, los ocupantes alemanes habían hecho una nación de enemigos. Pero los soviéticos eran también enemigos de los ucranianos. Los partisanos nacionalistas ucranianos se encontraron de pronto inmersos en un violento conflicto con los alemanes, pero también con los partisanos soviéticos. Más tarde un partisano ucraniano recordaría cómo era aquello: «Los alemanes sólo nos mataban, pero con los partisanos rojos las bestialidades eran distintas… Tenían esa forma asiática», decía, «de torturar a la gente… cortándole las orejas y la lengua… Pero por supuesto nosotros éramos bastante crueles… No hacíamos prisioneros de guerra y ellos tampoco hacían prisioneros, así que nos matábamos unos a otros. Era natural».
Los judíos ucranianos (cuyo número ascendía a unos 1,5 millones de personas, cerca de un 5% de la población del país, pero cerca de una cuarta parte de la de Kiev), a diferencia de los no judíos de Ucrania, habían temido, como es natural, la conquista alemana. Sin embargo, ni siquiera en sus peores pesadillas habrían podido imaginarse lo que les aguardaría inmediatamente después de que se produjera la ocupación alemana.
El antisemitismo, a menudo virulento, estaba muy generalizado en Ucrania desde mucho antes de que llegaran los alemanes. Una vez dio comienzo la ocupación, los judíos ucranianos se encontraron de pronto dentro de una sociedad hostil teniendo que hacer frente a la ofensiva sanguinaria de los conquistadores. Una pequeña minoría de ucranianos ayudó a sus convecinos judíos. Pero una minoría mucho mayor estaba dispuesta a denunciarlos ante las fuerzas de ocupación alemanas o a participar en las matanzas. No obstante, la mayoría de los ucranianos se mantuvo al margen y no hizo nada. La envidia de la riqueza, los bienes y la posición social de los judíos desempeñó un papel significativo en el antisemitismo ucraniano. Y lo mismo sucedió, como en otros países del este, con la creencia de que los judíos habían sido agentes de la opresión soviética. Cuando el Ejército Rojo reconquistó Ucrania en 1943 a menudo se oyó a la gente manifestar la siguiente opinión: «Ya están aquí otra vez esos judíos».
Cuando los alemanes entraron en Ucrania, estaban produciéndose ya matanzas de judíos en todo el este, no sólo de hombres, sino también de mujeres y niños. En el barranco de Babi-Yar, a las afueras de Kiev, en una colosal matanza de dos días de duración, el 29 y el 30 de septiembre de 1941, 33 771 judíos, hombres, mujeres y niños, fueron barridos por las ametralladoras. Decenas de millares más fueron asesinados en toda Ucrania, en Bielorrusia y en otros puntos de los antiguos territorios soviéticos durante el otoño y el invierno a medida que la conquista alemana fue ganando terreno. El genocidio era para entonces total en el este de Europa. Muy pronto sería coordinado en un programa de genocidio total en toda la Europa ocupada por los alemanes.
En enero de 1942 el número previsto de judíos que debían ser exterminados en la «solución final» era de 11 millones (aunque los cálculos de la población judía de los distintos países de Europa a veces podían ser sumamente inexactos). Esa cifra total incluía a los judíos de España, Finlandia, Inglaterra, Irlanda, Portugal, Suecia, Suiza y Turquía, zonas que no estaban bajo el control de los alemanes, pero que se presumía que en un futuro serían incorporadas a la «solución final». El objetivo no llegaría a alcanzarse. Aun así, cuando el desarrollo de la guerra puso fin a las matanzas, habían sido asesinados cerca de cinco millones y medio de hebreos.
En medio del inmenso horror de la matanza de población no combatiente que se produjo durante la segunda guerra mundial, no puede haber jerarquías de víctimas. Independientemente de que un individuo, hombre o mujer, fuera condenado a morir de hambre o por exceso de trabajo, de que le pegaran un tiro o lo metieran en la cámara de gas, de que lo mataran los hombres de Hitler o los de Stalin, de que fuera un «kulak», un judío, un homosexual o un «gitano» (de estos últimos fueron asesinados por los alemanes cerca de medio millón), era una persona que tenía seres queridos, no una baja desafortunada o un caído en combate, sino una persona a la que mataron deliberadamente. Nadie debería ser colocado más arriba o más abajo que otros por orden de rango. Sin embargo, sí que hubo diferencias en las motivaciones de tanta matanza y en el carácter esencial del programa de asesinatos. Ningún grupo social ni étnico, aparte de los judíos, había sido identificado por una ideología, mucho antes de que diera comienzo la guerra, como enemigo cósmico provisto de un poder diabólico al que había que erradicar. Sólo los judíos fueron cuidadosamente etiquetados para ser destruidos por la maquinaria de una burocracia meticulosa. Ningún otro pueblo —ni siquiera los sinti o los romaníes (despectivamente tachados de «gitanos»)— fueron destruidos de modo tan implacable por medio de un programa sistemático, no sólo en fusilamientos masivos, sino cada vez más en un sistema industrializado de aniquilación en masa.
En todo el catálogo de destrucción, devastación y miseria que supuso la segunda guerra mundial, el asesinato de los judíos de Europa fue el punto más bajo al que llegó el género humano en el abismo de inhumanidad en el que se sumió. Los fuegos de los hornos crematorios de los campos de la muerte fueron casi literalmente la manifestación física del infierno en la tierra.
Durante el otoño de 1941 la matanza de judíos en acciones criminales distintas en diferentes regiones de la Europa del este fue iniciada por los líderes nazis locales actuando bajo un mandato general emanado de Berlín. Fueron inspirados por el afán del propio Hitler de llevar a cabo la «solución» más radical de la «cuestión judía». Las acciones emprendidas en el este de Europa aceleraron el ritmo hasta convertirse en un genocidio total. Ese ritmo fue acelerándose aquel otoño porque el plan de deportar a todos los judíos de Europa a Rusia, donde el genocidio estaba ya en su punto álgido, tuvo que ser abandonado en vista de que no se materializaba la rápida victoria que los alemanes esperaban obtener en la Unión Soviética. Al aumentar la presión, avivada durante meses por las autoridades nazis, para declarar sus propias provincias «libres de judíos», fue preciso encontrar algún otro destino para la «solución final de la cuestión judía».
A comienzos de 1942 empezó a cobrar fuerza un programa de deportaciones masivas a distintos destinos de muerte localizados en Polonia. Para entonces, en vez de los fusilamientos en masa, se preferían las cámaras de gas móviles o fijas como método para llevar a cabo las matanzas. Los camiones del gas —parecidos a camiones de mudanzas, pero modificados para dejar escapar monóxido de carbono en el compartimento trasero herméticamente cerrado— empezaron a operar en Chełmno, en la parte occidental de Polonia, en diciembre de 1941 y cuando dejaron de hacerlo habían matado a unos 150 000 judíos. En marzo y abril de 1942 los judíos polacos empezaron a ser llevados al matadero en las cámaras de gas fijas de Belzec y Sobibor, en la parte oriental de Polonia. Poco después, en el mes de junio, siguió su ejemplo Treblinka, el tercero del trío de campos de exterminio que aquel verano actuaron en el marco de la Aktion Reinhard («Operación Reinhard»), destinada a acabar con todos los judíos de Polonia.
En estos campos no había ningún elemento de trabajo. En realidad el término «campo» es una designación inadecuada. No había en ellos residentes aparte de los guardianes y de los pocos prisioneros retenidos temporalmente a modo de «destacamentos especiales» (Sonderkommandos) para hacer el trabajo sucio de recoger los cadáveres de las cámaras de gas y llevarlos a los crematorios. La existencia de los «campos» de la Aktion Reinhard tenía un único fin: matar a los judíos enviados a ellos. Pocos sobrevivían más de unas cuantas horas después de su llegada. Cuando estos campos cesaron en sus actividades en el otoño de 1943, habían supervisado el asesinato de cerca de 1,75 millones de judíos, en su mayoría polacos. Cerca de 2,7 millones habían sido exterminados en 1942, casi la mitad de la cifra total de los asesinados durante toda la guerra. La mayoría de ellos perdió la vida en los campos «Reinhard».
Sin embargo, el principal centro de muerte durante el período 1943-1944 fue Auschwitz. A diferencia de los campos de la Aktion Reinhard, los judíos eran trasladados a Auschwitz como mano de obra esclava, no sólo para morir. A diferencia también de los campos «Reinhard», la inmensa mayoría de los judíos enviados a Auschwitz a partir de 1942 procedían de fuera de Polonia. Auschwitz era ya un campo de concentración y de trabajo enorme —inicialmente para prisioneros polacos— cuando en marzo de 1942 empezó la deportación de judíos procedentes de toda Europa, primero procedentes de Eslovaquia y Francia, y a continuación de Bélgica y Holanda, a los que no tardarían en unirse otros países.
Los deportados eran enviados en su mayoría a Birkenau, un campo auxiliar situado a 2 kilómetros de distancia de la sede principal de Auschwitz propiamente dicho, pero mucho más grande. A partir de mayo de 1942 los judíos incapaces de trabajar eran separados de los que estaban en condiciones de servir como mano de obra esclava y enviados directamente a las cámaras de gas, cuya capacidad mortífera aumentó muchísimo cuando se construyeron los nuevos crematorios (que podían quemar cerca de 5000 cadáveres al día) en 1943. Para entonces, los tentáculos del programa genocida se habían extendido hasta los rincones más apartados de la Europa ocupada por los nazis. Incluso en la avanzadilla más occidental que eran las Islas del Canal, las únicas posesiones de la corona inglesa que cayeron en manos de los alemanes, fueron deportadas tres mujeres judías (dos austríacas y una polaca) primero a Francia y luego a Auschwitz. No se sabe qué fue posteriormente de ellas; pero ninguna sobrevivió a la guerra.
Las mayores deportaciones a Auschwitz fueron las últimas: las de los judíos húngaros en la primavera de 1944, a raíz de la ocupación alemana de Hungría. Los alemanes necesitaban la mano de obra y las riquezas de los judíos húngaros. Pero los motivos económicos se confundieron con los imperativos ideológicos de destrucción. Hitler dijo a sus mandos militares en mayo de 1944 que la totalidad del estado húngaro estaba «socavada y corroída» por los judíos, que constituían una «red sin fisuras de agentes y espías». Su destrucción era fundamental para la victoria de Alemania. Los mandos militares reaccionaron con una salva de aplausos cuando les dijo que había actuado para «resolver el problema», haciendo hincapié en que lo único que importaba era el mantenimiento de la raza alemana. Consecuencia de todo ello fue la deportación en masa de los judíos húngaros a Auschwitz. En el mes de julio, 437 402 de ellos habían perdido la vida en las cámaras de gas de Auschwitz.
En este campo fueron asesinados cerca de 1,1 millones de individuos —casi un millón de ellos judíos, 70 000 presos políticos polacos, más de 20 000 sinti y romaníes, 10 000 prisioneros de guerra soviéticos, así como cientos de Testigos de Jehová y de homosexuales—. El Ejército Rojo liberó a los prisioneros de Auschwitz a finales de enero de 1945. Hasta los encallecidos soldados soviéticos habían quedado conmocionados en julio del año anterior cuando se encontraron con el campo de Lublin-Majdanek, utilizado en parte como centro de exterminio, donde unos 80 000 judíos formaron parte de las 200 000 víctimas que se calcula que perdieron la vida en él. Lo que descubrieron en Auschwitz fue peor aún. Pero ni siquiera entonces acabó el martirio de los judíos. Cerca de un cuarto de millón de prisioneros del campo, en su inmensa mayoría judíos, perecieron en las marchas de la muerte de los últimos meses de la guerra, cuando los campos que quedaban, primero de Polonia y luego de la propia Alemania, fueron evacuados ante la inminente llegada del enemigo.
Cada una de las personas enviadas a Auschwitz y a los otros campos de la muerte tuvo en otro tiempo un nombre. La burocracia de las matanzas masivas convirtió esos nombres en números. Para sus verdugos, las víctimas eran anónimas. Era una forma muy moderna de matar. Primo Levi, un judío italiano, químico de profesión, capturado por las milicias fascistas, que en febrero de 1944 se vio de pronto enviado a trabajar en régimen de esclavitud al campo de AuschwitzMonowitz, recordaba cómo era ser privado de la propia identidad. Equivalía a «la demolición de un hombre». «Hemos llegado al fondo», seguía diciendo. «Más bajo no se puede llegar; condición humana más mísera no cabe, ni tampoco se puede concebir. No hay nada ya que sea nuestro; nos han quitado la ropa, los zapatos, incluso el cabello… Nos quitarán incluso el nombre». Y efectivamente se lo quitaron. No tardó en enterarse de que era el Prisionero Número 173 417, el número que llevaba tatuado en el brazo izquierdo. «Esto es el infierno. Hoy, en nuestros días, el infierno debe de ser así».
Pero algunos continuaron teniendo una identidad más allá del número asignado en el campo de concentración, y conservaron su dignidad humana incluso cuando se disponían a entrar en la cámara de gas. Chaim Hermann escribió una curiosa última carta a su esposa y a su hija, que fue encontrada en 1945 debajo de unas cenizas humanas junto a uno de los crematorios de Auschwitz, verdadero eco de una voz proveniente de las cámaras de gas. Chaim describía su vida en el campo como «un mundo completamente diferente» de cualquiera que pudiera imaginar su esposa, «sencillamente un infierno; pero el infierno de Dante es incomparablemente ridículo al lado de este infierno real que tenemos aquí». Le aseguraba que estaba abandonando aquel infierno «con toda tranquilidad y quizá heroicamente (eso dependerá de las circunstancias)».
No todos fueron tan estoicos. Un poema escrito en checo que sobrevivió a la muerte de su autor en Auschwitz resume la profunda cólera contra los autores de aquel horror, la rebelión íntima contra la degradación y la muerte, la idea, seguramente compartida por muchas de las víctimas, de que en algún momento llegaría el día en que se ajustarán las cuentas:
Y hay cada vez más y más como nosotros aquí abajo;
Crecemos y nos multiplicamos día tras día;
Vuestros campos están ya henchidos de nosotros
Y un día vuestra tierra reventará.
Y entonces saldremos, a montones, en cantidades espantosas,
Una calavera sobre nuestras calaveras y sobre nuestros huesos;
Y rugiremos a la cara de todo el mundo:
«¡Nosotros, los muertos, acusamos!».
Los múltiples significados del infierno en la tierra
Para el poeta checo anónimo y para muchísimos más, resultaba difícil encontrar un significado en la absurda matanza de tantas víctimas inocentes. Muchos judíos se preguntaban dónde estaba Dios mientras tenía lugar ese sufrimiento y esas muertes sin límites. Si había Dios, ¿por qué permitía tanto horror? En muchos lugares de Europa sometidos a una miseria inconcebible, los cristianos a menudo se hicieron la misma pregunta. Otros, en cambio, siguieron aferrados a su fe. A menudo daba la impresión de que eso era todo lo que les quedaba. Más difícil resulta saber si los cientos de miles de víctimas sinti y romaníes pudieron encontrar consuelo en la fe religiosa, o si no vieron más que desesperanza e insensatez en la persecución y en la matanza de que eran objeto. No había poetas entre ellos. La mayoría eran analfabetos y no dejaron para la posteridad ningún relato escrito de sus sufrimientos: un número incontable de vidas humanas borradas a propósito, y sin dejar casi huella fuera de la memoria y de la tradición oral.
El genocidio y la «limpieza étnica» a una escala gigantesca formaron intrínsecamente parte del significado de la guerra para los líderes alemanes y para la legión de subordinados suyos del ejército, la policía y la burocracia que intentaron hacer cumplir la política racial. Para los millones de personas que fueron sus víctimas a menudo lo único que podía haber era la más absoluta incomprensión. Una respuesta perfectamente natural a lo que tuvieron que soportar habría sido —y de hecho a veces fue— el pesimismo más desolador. Pero sorprendentemente hubo más que nihilismo. Incluso en Auschwitz se cantó el «Himno a la Alegría» de Beethoven. Incluso en aquel infierno fabricado por la mano del hombre siguió habiendo humanidad, siguió habiendo un sentido de trascendencia que, si no la religión propiamente dicha, podía evocar la música.
La gente encontró en todo aquello su propio significado o su falta de significado. ¿Es posible hablar de «significado» de la guerra para los millones de personas que vivieron, lucharon y murieron durante aquel conflicto titánico? ¿Qué hicieron con aquel torbellino de acontecimientos que asoló sus vidas, cambiándolas para siempre, con frecuencia de la manera más traumática? Sencillamente, cada uno vivió la guerra de una forma en cierto modo única. La guerra tuvo múltiples significados, o a menudo ninguno en absoluto. Las circunstancias, por lo demás muy diversas, fueron dictando la experiencia y, a partir de esa experiencia, a veces cierta noción del significado que podía tener la guerra. Las experiencias no fueron puramente individuales. Muchas fueron compartidas, experiencias comunes a menudo determinadas en parte por la contingencia de la nacionalidad, y otras se extenderían más allá de la nacionalidad, aunque a menudo estarían condicionadas por ella y serían percibidas a través de las lentes nacionales.
Millones de personas prestaron sus servicios en frentes muy distintos, en el mar o por aire, unos en las fuerzas de ocupación, y otros en la oscura guerra de guerrillas de la resistencia nacional. Las mujeres se unieron a las fuerzas armadas en grandísimo número; centenares de millares de ellas ejercieron servicios auxiliares esenciales; otras desempeñaron papeles muy significativos en los movimientos de resistencia, y también combatieron en primera línea en el Ejército Rojo y entre los partisanos yugoslavos. Los civiles, atrapados como nunca hasta entonces en la guerra, sufrieron a diario la angustia y la ansiedad por sus seres queridos, que estaban lejos en la zona de combate. En la mayor parte de Europa tuvieron además que adaptarse a la ocupación del enemigo, sufrir enormes privaciones materiales, y a menudo hacer frente al terror de los bombardeos y a los traumas de la evacuación forzosa. El carácter de la ocupación determinó la experiencia de la guerra en formas muy decisivas. Los niveles absurdos de inhumanidad alcanzados en la Europa del este no tuvieron un paralelismo directo en la Europa occidental. Pero también aquí, aunque de forma distinta de un país a otro, los años de ocupación dejaron una dolorosa huella en la mentalidad de la gente. La propia vida se volvió en todas partes más precaria de lo que había sido hasta entonces. Para millones de personas la guerra fue poco más que intentar sobrevivir. Desde luego eso fue lo que significó en primera instancia para las innumerables tropas de todas las nacionalidades obligadas a combatir.
Las tropas combatientes
Para los soldados, marineros y aviadores, en el momento de mayor peligro la supervivencia solía ser casi siempre el único pensamiento y la única preocupación. En el calor de la batalla no había sitio para la reflexión. El miedo y el temor eran los sentimientos dominantes cuando los cañones empezaban a disparar. Pensar en los seres queridos que estaban en la patria, en la necesidad de protegerlos, y en la necesidad de seguir viviendo para volver a su lado, era el factor motivador más fuerte. También lo era a menudo la necesidad de vengar lo que el enemigo había hecho a esos seres queridos. Aparte de luchar para sobrevivir, la lealtad a los camaradas más próximos era la motivación que venía inmediatamente después. Cuando la pérdida de vidas humanas se producía a una escala tan gigantesca como la que se dio durante la guerra en el Frente Oriental, y cuando unidades militares enteras eran destruidas y reconstruidas una y otra vez, la «lealtad de grupo» no podía tener el significado que había tenido, por ejemplo, para los «batallones de amigos y paisanos» que habían ido a la primera guerra mundial, procedentes de los pueblos y de las ciudades industriales de Inglaterra. No obstante, la propia supervivencia dependía en gran medida de las acciones realizadas por los compañeros más próximos. Por consiguiente, el propio interés determinaba que la lucha por la propia supervivencia fuera también la lucha por la supervivencia de los que combatían al lado de uno. El miedo a las consecuencias de no luchar tenía también su papel. Los soldados alemanes y soviéticos en particular no podían esperar piedad de los suyos en caso de negarse a combatir o de desertar.
Lejos del fragor de la batalla, los integrantes de las fuerzas armadas, aunque no fueran personas muy dadas a la reflexión, a menudo dejaron señales al menos indirectas en las cartas enviadas a la familia o a veces en sus diarios, de qué era aquello por lo que suponían que estaban luchando, más allá de la propia supervivencia. A los motivos personales más inmediatos que tenía cada uno para luchar se superpondría una noción subliminal de significado a través de la instrucción, la educación, los orígenes y los valores culturales compartidos de los que estaba imbuido el individuo.
La creencia de que formaban parte de una cruzada para defender a Alemania de la siniestra amenaza del bolchevismo indudablemente guiaba las acciones de la mayoría de los soldados de la Wehrmacht cuando cruzaron las fronteras de la Unión Soviética en junio de 1941. Aquello les daba una justificación aparente de la posterior forma bárbara de hacer la guerra, no sólo contra el Ejército Rojo, sino también contra la población civil, y la consiguiente matanza de judíos. «Aquí termina Europa», escribió un soldado alemán culto en una carta a un amigo suyo cuando pisó suelo soviético. En su opinión, los alemanes estaban allí para defender el mundo occidental cristiano culto del vandalismo repugnante y ateo de los bolcheviques. Aunque no fuera ideológicamente antisemita, ese mismo soldado estaba profundamente imbuido de la propaganda nazi acerca del «bolchevismo judío». No ocultaba su repulsión por la población judía de algunas de las localidades por las que pasó su unidad. Un policía alemán en la reserva, tendero en la vida civil, escribió a su esposa en agosto de 1941 y en su carta hablaba del fusilamiento de 150 judíos, hombres, mujeres y niños. «Los judíos están siendo exterminados por completo», comentaba. «Por favor, no pienses en ello, así es como ha de ser». Muchos soldados contemplaban impasibles las ejecuciones masivas que tenían lugar. Algunos tomaban incluso fotografías. «Asistíamos al espectáculo y a continuación volvíamos al trabajo, como si no hubiera pasado nada», decía uno a su esposa en una carta. Y a continuación incluía rápidamente su justificación: «Los partisanos son enemigos y además unos canallas y deben desaparecer». Este sentimiento tranquilizaba las conciencias, al principio un poco turbadas, aunque no tardaran mucho en adaptarse a lo que se les pedía, cuando centenares de aldeas fueran incendiadas —sólo en Bielorrusia 600— y sus habitantes degollados (o quemados vivos) como represalia por las actividades partisanas reales o supuestas que habían cometido.
Naturalmente que hubo excepciones a tanta inhumanidad. Los valerosos oficiales que constituyeron la columna vertebral de la resistencia alemana que intentó en varias ocasiones matar a Hitler en 1943 y en 1944, fueron inducidos a participar en su conspiración por el conocimiento de las brutales atrocidades cometidas en el este contra los judíos y otros grupos humanos. La mala suerte más que otra cosa fue lo que frustró sus esfuerzos. Pero los nombres del general Henning von Tresckow y del coronel conde Claus Schenk von Stauffenberg representan a muchos otros que se sintieron asqueados por el conocimiento de la inhumanidad de la Alemania de Hitler.
También algunos soldados rasos se sintieron incómodos desde el primer momento con lo que estaba sucediendo. Algunos se rebelaron interiormente contra la barbarie debido a sus convicciones religiosas, o incluso, aunque en raras ocasiones, ayudaron a los judíos. Wilm Hosenfeld, antiguo militante del partido nazi y miembro de las tropas de asalto que había admirado sinceramente a Hitler y había manifestado su fe sin reservas en la causa de Alemania en la guerra, quedó tan horrorizado por lo que vio y escuchó como oficial de menor rango destinado en Varsovia, que, movido por sus profundas creencias católicas, asumió la responsabilidad de ayudar a los judíos como pudiera. Entre los que ayudó a salvar estuvo el músico judío polaco Władisław Szpilman, cuya historia se haría luego famosa por la película de Roman Polanski El pianista. «¿Acaso ha adoptado el diablo forma humana?», se preguntaba Hosenfeld en una carta a su mujer en julio de 1942, tras mencionar que los judíos eran asesinados a millares. «No me cabe la menor duda», se respondía a sí mismo. La historia no conocía precedente alguno de aquello, comentaba. Describía aquello como «una sed de sangre tan terrible que querría uno que se lo tragara la tierra de vergüenza».
Se ha calculado que el número de los que se comportaron de manera tan noble quizá fueran cien. Puede que los actos de algunos otros no hayan quedado registrados para la posteridad. Pero en cualquier caso su número sería muy pequeño, comparado con los más de 18 millones de hombres que prestaron servicio en la Wehrmacht.
La mayoría de ellos se tragaron hasta cierto punto lo que les dijeron que era la finalidad de la guerra. Según todos los indicios, los juicios simples y sin adornos esbozados por el mariscal Walter von Reichenau, un nazi de tomo y lomo y uno de los generales favoritos de Hitler, llegaron en cierto modo hasta los niveles más bajos del ejército. Reichenau aclaraba cuál era el deber de los soldados alemanes en el este en una orden general de 10 de octubre de 1941:
El principal objetivo de la campaña contra el sistema judeo-bolchevique es la total destrucción de sus fuerzas y el exterminio de la influencia asiática en la esfera de la cultura europea. En consecuencia, las tropas deben asumir tareas que van más allá de lo convencional y de lo puramente militar. En el ámbito del este el soldado no es sólo un combatiente según las normas de la guerra, sino el seguidor de una ideología racial [völkisch] despiadada y el vengador de todas las bestialidades que han sido infligidas a la nación alemana y a los grupos étnicos emparentados con ella. Por este motivo los soldados deben demostrar la plena comprensión de la necesidad de la severa expiación exigida a los seres infrahumanos que son los judíos.
Por qué creían los soldados alemanes que estaban luchando constituía una visión bastante vaga de una utopía futura, de un «orden nuevo» en el que la superioridad racial alemana y su dominación de los enemigos aplastados garantizarían la paz y la prosperidad a sus familias y a sus descendientes. En 1944-1945 esas vagas esperanzas se habían esfumado. Pero la guerra seguía teniendo un significado. En aquellos momentos combatir en ella con tanta tenacidad hasta el final se basaba fundamentalmente en un imperativo ideológico distinto: la «defensa del Reich». Este término encarnaba no sólo una entidad política o geográfica abstracta, sino la defensa de la familia, del hogar, de los propios bienes y de las raíces culturales. Y conociendo los crímenes que ellos mismos y los demás soldados habían cometido, sobre todo en el este, seguir luchando significaba resistir a toda costa frente al Ejército Rojo, cuya victoria vengativa indudablemente traería consigo la destrucción de todo lo que les era más querido. Los significados ideológicos de la guerra contribuyeron, junto con la disciplina, el adiestramiento y la calidad de los mandos, a mantener en la Wehrmacht una moral de combate notablemente alta hasta prácticamente el último momento.
Para los aliados militares de Alemania el significado de la guerra estaba mucho menos claro y la moral fue mucho más difícil de mantener. A la invasión de la Unión Soviética en 1941 se habían unido alrededor de 690 000 tropas no alemanas, principalmente rumanas. En la ofensiva que tendría un final catastrófico en Stalingrado participaron rumanos, húngaros, croatas, eslovacos e italianos. Cerca de 300 000 tropas del Eje no alemanas se vieron atrapadas en la contraofensiva soviética. Hitler no sentía más que un colérico desprecio por su falta de espíritu de combate. A decir verdad, dicho espíritu iba muy por detrás del que mostraron los alemanes, y por razones bien comprensibles. El odio a la Unión Soviética estaba muy extendido, pero no bastaba por sí solo para suministrar un significado motivacional a los aliados de Alemania como el que proporcionaba a las propias tropas alemanas. Los aliados de Alemania no tenían una visión de futuro clara de una sociedad o un régimen por el que pensaran que valía la pena luchar y quizá incluso perder la vida. Las deserciones se convirtieron en un lugar común, la falta de moral fue en aumento y la capacidad de mando no pudo ser peor. Los oficiales rumanos trataban a los soldados rasos de sus unidades, mal equipadas y carentes de efectivos, casi como a perros. No es de extrañar que muchos de ellos sólo combatieran a la fuerza. «Los rumanos no tenían un verdadero objetivo. ¿Qué era aquello por lo que estaban luchando?», era la pregunta, por lo demás bien pertinente, planteada por un antiguo soldado del Ejército Rojo que se había enfrentado a ellos y había observado su debilidad como fuerza de combate. Las tropas italianas que combatían en la zona del río Don a menudo también se preguntaban qué estaban haciendo allí. Se hallaban lejos de su país, en unas condiciones espantosas y en una guerra que significaba muy poco para ellas. No es de extrañar que carecieran de espíritu de combate. Cuando un intérprete soviético preguntó a un sargento italiano por qué se había rendido su batallón sin disparar ni un solo tiro, éste respondió: «No respondimos al fuego porque pensamos que habría sido un error hacerlo».
La mayoría de los italianos no había querido luchar. Cada vez estaban más convencidos de que Mussolini los había arrastrado a una guerra que a los únicos que convenía era a los odiados alemanes. Sin un significado ideológico claro que llegara a todo el mundo, la guerra carecía para ellos de cualquier objetivo motivador fuerte. Era perfectamente lógico que prefirieran la rendición y la supervivencia, y no seguir luchando por una causa perdida. Pero con su país ocupado por los alemanes en el norte y por los Aliados en el sur, una vez que Italia salió de la guerra en septiembre de 1943, los italianos demostraron que estaban dispuestos a luchar con tenacidad —contra las fuerzas de ocupación y unos contra otros— por una causa ideológica que los afectaba directamente, a ellos, a sus familias y a sus hogares: ¿Qué clase de país de posguerra iba a ser Italia, fascista otra vez o socialista?
Para los soldados del Ejército Rojo, una gigantesca organización de combate multiétnica, la guerra tuvo un significado completamente distinto. La mayoría de ellos tenían unos orígenes absolutamente incultos y habían vivido en unas condiciones muy primitivas. Tres cuartas partes de la infantería estaban formadas por campesinos. Algunos muchachos oriundos de aldeas de las regiones más apartadas ni siquiera habían visto la luz eléctrica antes de ingresar en el ejército. Es harto improbable que a la mayoría de ellos se les ocurriera reflexionar sobre el significado profundo de la guerra en la que estaban combatiendo. Indudablemente muchos luchaban porque se habían visto obligados a hacerlo, porque no habían tenido más remedio, porque no hacerlo habría significado una muerte segura. Pero sólo el miedo no habría podido mantener una capacidad de lucha tan asombrosa y no habría permitido que la moral del Ejército Rojo pasara de estar casi al borde del colapso en 1941 a alcanzar la victoria total cuatro años después.
En realidad, la moral del Ejército Rojo estuvo a punto de venirse abajo por completo cuando el avance aparentemente imparable de los alemanes fue cosechando un triunfo detrás de otro en el verano de 1941. Los índices de deserción fueron altísimos. Y lo mismo los índices de represalias sanguinarias contra los desertores. Pero el bombardeo incesante de la propaganda, los cuentos interminables acerca de la carnicería que perpetraban los alemanes con aquellos a los que conquistaban, y, al menos, una fábula de heroísmo cuando el Ejército Rojo se alzó con el triunfo ante las mismas puertas de Moscú, finalmente impidieron su descomposición. Los soldados soviéticos, como los de la Wehrmacht, vieron un sentido a la guerra, aunque no fueran capaces de expresarlo. Subestimar el papel de la ideología en sus motivaciones sería un error. No es que fuera necesariamente la ideología oficial del régimen, aunque ésta se adaptó en aquellos momentos a las circunstancias para hacer hincapié en el patriotismo. Cuando Stalin se dirigió a las tropas la primera mañana de la gran ofensiva del Ejército Rojo en el Don de noviembre de 1942 que culminó en la victoria de Stalingrado, efectuó su arenga en términos patrióticos: «Queridos generales y soldados. Me dirijo a vosotros, que sois mis hermanos. Hoy comenzáis una ofensiva y vuestras acciones decidirán el destino del país. Si sigue siendo un país independiente o si sucumbe». Un testigo recordaba las emociones sentidas aquel día: «Aquellas palabras realmente me llegaron al corazón… Estuve a punto de echarme a llorar… Sentí un verdadero estremecimiento, un estremecimiento espiritual».
Pero no era sólo patriotismo. El patriotismo y la ideología marxista-leninista se reforzaron mutuamente. Las tropas habían sido educadas en el bolchevismo. Los que combatían a las puertas de Moscú, en Stalingrado, en Kursk, no conocían nada más. Desde la infancia se les habían imbuido visiones de una sociedad nueva y mejor para todos. Un veterano del Ejército Rojo que reconocía soñar con Stalin «como si fuera un padre» y que comparaba el hecho de oír su voz con oír «la voz de Dios», decía que, independientemente de la represión, «Stalin encarnaba el futuro, todos lo creíamos». Esa utopía futura de la madre patria comunista se hallaba ahora seriamente amenazada. Todavía podía hacerse realidad. Pero sólo si los fascistas de Hitler que bajaban como hienas a saquear los territorios patrios soviéticos, a matar a sus ciudadanos y a asolar sus ciudades y aldeas, eran destruidos. Era un mensaje muy potente que adquirió todavía más vigor con el ingrediente añadido de la venganza una vez que cambiaron las tornas y el Ejército Rojo tuvo a la vista las fronteras del Reich. Para los soldados del Ejército Rojo la guerra en la que estaban combatiendo era una guerra defensiva, una guerra justa, una guerra en la que había que luchar y que había que ganar, independientemente de sus costes humanos. Era una motivación muy fuerte. La guerra tenía un significado real.
Para las tropas en combate de los Aliados de la Europa occidental la guerra no podría reducirse a un solo significado. A los primeros Aliados occidentales, Gran Bretaña, Francia y Polonia, se unieron inmediatamente después de que estallara la guerra los Dominios Británicos. Las posesiones coloniales de Inglaterra y Francia suministraron grandes contingentes de tropas. Sólo la India proporcionó 2,5 millones de hombres, desplegados principalmente para combatir a los japoneses, mientras que las colonias del norte de África llegaron a proporcionar la base para el restablecimiento del poderío militar francés a partir de 1942. Checos, belgas, holandeses y noruegos fueron algunos de los numerosos europeos que combatieron junto con los polacos y los franceses al lado de los británicos desde las primeras fases de la guerra. Estados Unidos y muchos otros países se unieron después a la guerra en el bando de los Aliados. En 1942 la alianza contra las potencias del Eje estaba formada por veintiséis países, que se llamaban a sí mismos las «Naciones Unidas». La guerra tenía irremediablemente distintos significados para los hombres y mujeres de una fuerza de combate tan heterogénea, enzarzada en la lucha no sólo en Europa, sino también, a raíz de la entrada de los japoneses en la conflagración, en el Extremo Oriente, y además por tierra, mar y aire. Las tropas aliadas tampoco supieron expresar mejor que cualesquiera otros soldados qué era aquello por lo que creían que luchaban. Las cartas enviadas a amigos y familiares normalmente trataban de aspectos más mundanos de la vida en las fuerzas armadas, intentando la mayoría de ellas ahorrar a los seres queridos los peores detalles de las miserias, el dolor, el miedo y los traumas que tenían que soportar sus remitentes. La camaradería era fundamental, el deseo de regresar a casa y de volver a ver a la familia casi universal; en último término, la supervivencia personal era lo que importaba. No obstante, aunque en la mayoría de los casos no fueran formulados, había valores culturales y creencias motivadoras subliminales que contribuían a mantener la moral y que hacían que valiera la pena luchar en esta guerra.
Para los polacos en el exilio y para los seguidores de la Francia Libre, establecidos en Inglaterra, así como para los ciudadanos de otros países europeos que se unieron a las fuerzas aliadas, la causa era evidente: la liberación de sus patrias respectivas de la ocupación alemana. Pero el general De Gaulle, líder de la Francia Libre, durante mucho tiempo no habló por la mayoría de los ciudadanos franceses. Para el pueblo francés, tanto en Francia como en el extranjero, la guerra no tuvo un solo significado. También para los polacos en el exilio la guerra tenía más de un significado. La causa no era sólo la liberación del yugo alemán, sino también, punto que iría adquiriendo cada vez más importancia a medida que fuera progresando la guerra, intentar asegurarse de que la Polonia de posguerra no fuera a cambiar una forma de servidumbre por otra y no cayera bajo la dominación de la Unión Soviética.
Al mando del general Władisław Sikorski, comandante en jefe de las fuerzas armadas polacas y primer ministro del gobierno de Polonia en el exilio, unos 19 000 soldados y aviadores polacos habían sido evacuados de Francia a Gran Bretaña en 1940, aunque tres cuartas partes de los soldados polacos que combatían en suelo francés habían muerto o habían sido capturados. Por consiguiente, la contribución de los pilotos polacos a la batalla de Inglaterra fue desproporcionada. Menos conocido es el hecho de que la colaboración de los criptógrafos polacos, junto con los franceses y los ingleses, fue también decisiva para descifrar el código Enigma —en los años treinta ya habían descifrado un modelo anterior de este sistema de codificación—, logro que permitió a los Aliados leer las comunicaciones alemanas, factor crucial para ganar finalmente la batalla del Atlántico.
A partir de 1942, después de que Stalin liberara del Gulag a decenas de millares de prisioneros polacos y restableciera las relaciones diplomáticas polaco-soviéticas, unos 40 000 soldados polacos al mando del general Władisław Anders combatieron al lado de los británicos en el norte de África, y luego junto con los Aliados en Italia. Anders había sido hecho prisionero por los soviéticos y había sufrido terribles torturas a manos de sus captores mientras estuvo preso. Como es comprensible, tras su liberación siguió siendo vehementemente antisoviético. Los siniestros descubrimientos de Katyn en abril de 1943 supusieron para los polacos del exilio el recordatorio más evidente de los horrores no sólo de la ocupación alemana, sino también de la de los soviéticos. El aplastamiento de la sublevación de Varsovia en agosto de 1944 vio cómo se disipaban las esperanzas de establecer una Polonia independiente. La aquiescencia de los británicos y los americanos en la Conferencia de Yalta, celebrada el mes de febrero del año siguiente, a que Polonia, con unas fronteras reordenadas, fuera asignada a la esfera de influencia soviética durante la posguerra, vino a confirmar la sensación reinante entre los polacos de que habían sido traicionados. Para los polacos no comunistas, esto es la inmensa mayoría de la población de Polonia tanto dentro del país como en el exilio, la guerra comenzó y acabó con un desastre nacional.
Antes de 1940 Charles de Gaulle era un oficial joven poco conocido del ejército francés. Elevado al generalato durante la invasión alemana de Bélgica y nombrado poco después subsecretario de defensa del gobierno francés, en el verano de 1940 se había instalado con el respaldo de los ingleses como líder de la Francia Libre en el exilio, una pequeñísima fuerza de sólo unos 2000 hombres y 140 oficiales. En una serie de grandilocuentes alocuciones radiofónicas al pueblo francés desde Londres, De Gaulle afirmó que la Francia Libre representaba a la verdadera Francia. Pretendía personificar el desafío no sólo a los alemanes, sino también al régimen de Vichy (el gobierno de la zona no ocupada de Francia a partir de la derrota de 1940), al que negaba cualquier legitimidad. Pero no tuvo demasiado éxito hasta mediada ya la guerra. En Francia mucha gente, influenciada por la prensa de Vichy, lo veía como un traidor.
El hundimiento de la armada francesa en Mers el-Kébir, en Argelia, el 3 de julio de 1940, por orden de Churchill (para impedir que quedara a disposición de los alemanes), con la pérdida de la vida de 1297 marineros franceses, no contribuyó precisamente a que la causa de los Aliados consiguiera demasiado apoyo ni en Francia ni en sus colonias. Al igual que las autoridades coloniales, las tropas francesas de las colonias, mucho más numerosas que las existentes en la propia Francia, al principio permanecieron leales al régimen de Vichy, rechazando el desembarco fallido del contingente de la Francia Libre en Dakar en septiembre de 1940. Sólo gradualmente, cuando las vicisitudes de la guerra fueron volviéndose en contra de Alemania y el gobierno de Vichy fue perdiendo popularidad, el apoyo de las colonias cambió para ponerse de parte de la Francia Libre. Las difíciles relaciones del puntilloso De Gaulle con Churchill y Roosevelt y las peleas internas entre los líderes de la Francia Libre constituyeron un grave impedimento para lograr una oposición consolidada al régimen de Vichy hasta bastante después de los desembarcos aliados en el norte de África en noviembre de 1942. Hasta ese momento las fuerzas de la Francia Libre seguían siendo sólo de 50 000 hombres, frente a los 230 000 que hasta entonces habían permanecido leales a Vichy, al menos nominalmente. Sólo en el verano de 1943, una vez que su cuartel general fue trasladado a Argel y que mejoró su reputación debido al apoyo prestado al movimiento de resistencia existente en la propia Francia, cada vez más numeroso, De Gaulle fue reconocido efectivamente como el jefe incontestado del gobierno in pectore. En ese momento empezó a representar un rival, con un poder y un apoyo cada vez mayores, para el régimen de Vichy que, desde noviembre de 1942, cuando los alemanes invadieron lo que hasta entonces había sido la zona no ocupada, se convirtió más que nunca en un títere en manos de los opresores alemanes, cada vez más odiados.
Las tropas británicas eran las únicas entre los aliados europeos que no combatían por liberar su país de una ocupación extranjera. La causa por la que luchaban, el significado de su guerra, era en este sentido más abstracto, menos obvio. En su inmensa mayoría respaldaban a Churchill como líder de guerra. Pero fuera de las elites, representadas en el cuerpo de oficiales, no muchos compartían la fe del propio Churchill en el significado de la guerra, en el sentido de que, más allá de combatir por la libertad y la democracia, tenía por objeto preservar la grandeza del Imperio Británico. Muchas tropas coloniales que luchaban al lado de los ingleses esperaban en realidad justamente lo contrario, esto es la independencia de sus patrias de la dominación colonial. Incluso las tropas originarias de la propia Gran Bretaña, obligadas a combatir a miles de kilómetros de su país en el Extremo Oriente contra un enemigo brutal y despiadado, los japoneses, no tenían la impresión de estar allí para apoyar el imperialismo inglés. Para la mayoría lo que importaba era sobrevivir al infierno de la selva y a la ofensiva de los nipones y también, con demasiada frecuencia, a los horrores indescriptibles del bárbaro trato recibido en su cautiverio. Pocos soldados hablaban en las cartas enviadas a su familia de otro significado de la guerra que no fuera su propia supervivencia. Uno que sí lo hizo, un oficial británico, escribió a sus padres poco antes de perder la vida en el norte de África expresando unos ideales muy vagos que, casi con toda seguridad, tenían una aceptación bastante amplia. Estaba dispuesto a morir, decía, por lo que calificaba como «el deseo más anhelado de toda la “gente mediana” de algo mejor: un mundo más digno para sus hijos».
Esta idea de que el significado de la guerra era allanar el camino hacia un futuro mejor estaba muy extendida entre las tropas británicas, aunque a menudo no llegara a ser formulada. Tuvo un eco mayor en el país con la publicación en noviembre de 1942 del informe del político liberal William Beveridge, en el que se diseñaba el marco para la creación de un sistema de seguridad social que ofreciera a todos los ciudadanos británicos diversas formas de asistencia social pública desde la cuna hasta la tumba. El Informe Beveridge fue ampliamente discutido entre las tropas de ultramar, lo que constituye en sí mismo un indicio de que la guerra era vista como la puerta hacia una nueva sociedad. La sensación generalizada de que la guerra no era cuestión sólo de derrotar al nazismo y acabar con su amenaza —aunque ése fuera el objetivo primordial y más evidente—, sino también de romper con el viejo mundo en su propio país, una vez que la tarea principal estuviera acabada, proporcionó a las tropas británicas una finalidad y las ayudó a mantener la moral. La idea hallaría su expresión en las elecciones generales británicas de 1945, celebradas cuando la guerra contra Alemania ya había sido ganada, aunque la de Japón seguía en plena efervescencia; y con todo, el héroe de la guerra, Churchill, fue rechazado por los votos de millones de excombatientes por representar el viejo orden clasista basado en los privilegios, la riqueza y la posición, que debía ser sustituido finalmente por una sociedad más justa. Aparte de la lucha contra la Alemania de Hitler, las esperanzas utópicas dieron significado al esfuerzo de guerra británico.
Para algunos hombres que habían prestado servicio en las fuerzas armadas, sin embargo, y que habían empezado teniendo grandes esperanzas, la guerra trajo sólo desengaño: desengaño de la política, de las ideas de un futuro mejor, de la fe en la propia humanidad. William Woodruff había pasado durante la depresión de su Lancashire natal de clase obrera a la Universidad de Oxford, y de socialista partidario del pacifismo se había convencido de la necesidad de combatir al nazismo para cambiar la sociedad y tener otra mejor, distinta. Pero el que volvió de la guerra cambiado en su interior fue él; su optimismo se había disipado en el campo de batalla. «Antes de la guerra había hablado de construir una civilización nueva», escribiría después. «Al final sabía lo frágil que es la civilización… Tardó mucho en desvanecerse el recuerdo de las muertes de otros hombres». Es indudable que muchos de los soldados que regresaban a casa tenían esa misma sensación.
Los frentes internos
El abismo existente entre los frentes de combate y los frentes internos fue menor en la segunda guerra mundial que en cualquier otro conflicto anterior. A menudo ni siquiera hubo abismo alguno; unos y otros más o menos se confundieron. En muchos lugares de la Europa del este los frenéticos vaivenes de los ejércitos de Hitler y Stalin y la progresiva actividad de los partisanos borraron en gran medida cualquier diferencia que pudiera haber entre frente de combate y frente interno. En otros lugares de Europa la diferencia fue mayor. De manera diversa, la gente de todos los países beligerantes soportó el infierno en la tierra, sobre todo bajo las botas de la ocupación alemana.
Sólo los seis países neutrales —Suiza, Suecia, España, Portugal, Turquía y Éire (llamada hasta 1937 Estado Libre Irlandés), así como los mini-estados de Liechtenstein, Andorra y la Ciudad del Vaticano— lograron salir relativamente ilesos. Pero ni siquiera ellos dejaron de verse afectados por la guerra. La población de todos ellos sufrió grandes privaciones debido a los trastornos económicos y en algunos casos como consecuencia del bloqueo directo, además de verse sometida a ataques aéreos ocasionales (por ejemplo, las ciudades suizas de Schaffhausen, Basilea y Zúrich) debido a los errores de los bombarderos aliados, que causaron numerosos muertos y heridos entre los civiles. No obstante, todos los países neutrales se libraron de lo peor. La senda seguida por su neutralidad fue distinta en cada caso. Sólo en parte vino determinada por las inclinaciones ideológicas. En mucha mayor medida fue consecuencia de la necesidad estratégica y de las ventajas económicas.
Suiza, tres cuartas partes de cuya población era de lengua alemana, preocupada por la perspectiva de ser invadida por los alemanes y finalmente expuesta en todas sus fronteras a las potencias del Eje, no tuvo más remedio que verse atraída indirectamente al conflicto. Tanto los alemanes como luego los Aliados violaron repetidamente el espacio aéreo helvético. Y los dos bandos hicieron uso de la banca suiza. La necesidad de productos alimenticios y de importaciones de combustible hizo que para Suiza fuera fundamental mantener sus lazos comerciales con Alemania. La exportación de instrumentos de precisión benefició al esfuerzo bélico de Alemania. Los bancos suizos guardaron grandes cantidades de oro alemán, buena parte de él obtenido a costa del saqueo de los países ocupados y utilizado para adquirir materias primas, vitales para el esfuerzo de guerra, procedentes de los otros países neutrales. Y pese a la presión de los Aliados, los suministros de carbón, hierro, materiales de construcción y, durante las primeras fases del conflicto, armas y equipamiento militar, cruzaron Suiza procedente de Alemania con destino a Italia. Por otro lado, la proximidad de Suiza a Alemania significó que fuera una meta fácil para los refugiados y para los prisioneros de guerra fugados. El país acogió, aunque no siempre de buena gana, a varios centenares de millares de refugiados civiles y militares. Sin embargo, rechazó a muchos otros, incluida más de una tercera parte de los refugiados judíos que llegaron huyendo de la persecución nazi.
La neutralidad sueca, como la de Suiza, se vio gravemente comprometida. El comercio sufrió un duro golpe como consecuencia del bloqueo británico. Ello contribuyó al sustancial incremento del comercio de Suecia con Alemania —que era ya el principal socio comercial del país— durante la primera fase de la guerra. Fundamentales para la producción alemana de acero eran las importaciones de hierro en bruto de alta calidad procedentes de Suecia. Los rodamientos suecos fueron también muy importantes para el esfuerzo de guerra alemán (aunque, saltándose el bloqueo, resultaran casi igualmente vitales para la economía de guerra británica). El carbón, que se necesitaba con desesperación en Suecia, era importado de Alemania en grandes cantidades. La neutralidad fue burlada para permitir el paso de tropas y armamento. Tropas alemanas fueron trasladadas a Finlandia a través de Suecia antes de que se produjera el ataque contra la Unión Soviética en 1941. En total más de dos millones de soldados alemanes fueron y vinieron de Noruega a Alemania y viceversa pasando por Suecia. Y miles de trenes mercancías que contenían armamento y equipos militares fueron trasladados a Finlandia y a Noruega a través de Suecia. Sin embargo, especialmente en los estadios posteriores de la guerra Suecia acogió a millares de refugiados (incluidos los judíos que llegaban huyendo de Dinamarca y Noruega). Al igual que Suiza, Suecia suministró a los Aliados importantes informaciones para los servicios de inteligencia.
En la península Ibérica, España y Portugal, aunque oficialmente neutrales las dos, se diferenciaron en su postura hacia las potencias beligerantes. Portugal, vieja aliado de Inglaterra, favorecía en su neutralidad a los Aliados frente a Alemania, especialmente una vez que la guerra se volvió inexorablemente en contra de los alemanes. En particular, el permiso para utilizar las bases aéreas de las Azores, concedido a regañadientes en 1943, supuso una mayor protección para los convoyes aliados que cruzaban el Atlántico. En cambio, Franco, pese a las afirmaciones que haría más tarde en el sentido de que su astucia le había permitido mantener a España fuera del conflicto, había estado en realidad muy interesado en unirse al Eje. Pero el precio solicitado para ello había sido demasiado alto. No sólo tenía esperanzas de ganancias territoriales en el norte de África a expensas de Francia, sino que además planteó unas exigencias tan enormes de productos alimenticios y de armamento que Alemania no pudo ni siquiera contemplar la posibilidad de satisfacerlas. Franco no modificó su preferencia ideológica por el Eje. Se enviaron con destino a Alemania importantes exportaciones de materias primas, se permitió a los submarinos repostar en España, y casi 20 000 españoles se presentaron voluntarios para luchar al lado de los alemanes en el Frente Oriental. Pero cuando la derrota final de Alemania se convirtió en una certeza, y cuando el bloqueo aliado de los alimentos y otros productos de importación necesitados con desesperación obligó a concentrar las ideas, Franco cambió paulatinamente de postura y permitió que su neutralidad se pusiera al servicio de los intereses de los Aliados.
La ansiedad de Turquía por no verse arrastrada a otra guerra ruinosa y la exposición geográfica del país a una extensión del conflicto por el Mediterráneo, sustentaron su neutralidad. Al comienzo de la guerra, animada por los préstamos y los créditos de más de 40 millones de libras recibidos para comprar equipamiento militar, Turquía favoreció a los Aliados, aunque se resistió a todas las presiones para que entrara en la conflagración. Y, como sucediera con la neutralidad española, la postura de Turquía ayudó indirectamente al esfuerzo de guerra aliado en el Mediterráneo y en el norte de África. Sin embargo, cuando la expansión alemana llegó prácticamente hasta sus fronteras en 1941, Turquía aprobó un tratado de amistad con Alemania. Fue una apuesta de seguridad necesaria por si Alemania ganaba la guerra. En 1943 los alemanes ejercieron fuertes presiones para que Turquía les suministrara grandes cantidades de cromita, necesaria para la economía de guerra. Pero Turquía mantuvo, a pesar de todo, su neutralidad. Reafirmó esta postura ante las renovadas presiones de los Aliados una vez que la guerra se había vuelto en contra de Alemania. De manera puramente simbólica, pues siguió negándose a intervenir en cualquier tipo de combate, Turquía declaró finalmente la guerra a Alemania el 23 de febrero de 1945.
Pese a los sentimientos antibritánicos generalizados entre los nacionalistas irlandeses, la neutralidad de Éire se decantó claramente hacia el apoyo a los Aliados. Inglaterra se vio privada, bien es cierto, del uso de sus puertos —finalmente cedidos a Irlanda en 1938—, facilidad que habría acortado la línea de navegación hasta Estados Unidos. Pero los barcos ingleses pudieron ser reparados en los astilleros irlandeses. El espacio aéreo irlandés fue utilizado para patrullar la costa. Los tripulantes de los aviones aliados detenidos fueron devueltos, mientras que los de los alemanes fueron detenidos en campos de internamiento. Y hubo bastante cooperación entre el gobierno irlandés y el británico en lo relativo a los intereses conjuntos en la defensa de la isla de Irlanda. Además, independientemente de cuál fuera la postura oficial, muchas familias irlandesas tenían estrechos vínculos con sus parientes de Inglaterra. Pese a la neutralidad, se calcula que 42 000 ciudadanos de Éire se presentaron voluntarios para prestar servicio en la guerra (varios miles de ellos perdieron la vida vistiendo el uniforme británico), mientras que cerca de 200 000 cruzaron el mar de Irlanda para trabajar en la economía de guerra británica. La neutralidad de Éire tuvo una extraña coda: el primer ministro irlandés (el Tsaioseach) y veterano de la lucha por la independencia, Éamon de Valera, apenas quince días después de presentar sus condolencias por la muerte del presidente Roosevelt, se unió al pequeñísimo club de los que comunicaron su pésame formal a Alemania por la noticia de la muerte de Hitler en 1945.
La población civil británica fue la más afortunada de todos los países beligerantes de Europa. No se lo habría parecido a los vecinos del East End londinense ni a los habitantes de otras ciudades británicas (entre ellas Coventry, Southampton, Bristol, Cardiff, Manchester, Liverpool, Sheffield, Hull, Glasgow y, en Irlanda del Norte, Belfast), que sufrieron la granizada de bombas alemanas en 1940 y 1941, y luego de nuevo en 1944-1945, cuando fueron objeto de los ataques con las bombas voladoras (las V1) y con los cohetes V2. La población civil de Inglaterra, como la de otros países, dispuso de menos comida, se vio obligada a trabajar más horas, tuvo que soportar muchas estrecheces y vivir con la preocupación y la angustia por sus seres queridos, obligados a combatir lejos de casa, y quedarse incluso sin hogar en las zonas que fueron bombardeadas. Tuvo que soportar la profunda sensación de pérdida cada vez que sonaba el timbre de la puerta para traer el temido telegrama con la noticia de que el esposo, el hijo, el padre o el hermano habían muerto o habían desaparecido en combate. Las mujeres en particular tuvieron que aguantar lo peor de las nuevas privaciones materiales. Fue a ellas a las que les tocó bregar con el severo racionamiento de los productos alimenticios que habían formado parte de la dieta diaria, con la ingrata tarea de atender a los niños mientras los maridos estaban lejos, y a menudo de compaginar las obligaciones familiares con largas horas de trabajo. Mujeres que hasta entonces no habían tenido empleo o habían sido amas de casa, constituyeron el 80% del refuerzo de la mano de obra —que aumentó en medio millón de personas— entre los años 1939 y 1943.
La presión sobre la vida civil en Gran Bretaña, pese a ser considerable, no pudo compararse ni de lejos con la que se experimentó en prácticamente todos los demás países de Europa. Sobre todo, Inglaterra no fue nunca un país ocupado. No sufrió la despiadada dilapidación de su economía a manos de los ocupantes alemanes. No supo lo que era el trabajo forzoso ni la deportación camino de un futuro incierto para trabajar al servicio de la industria alemana. Fuera de las grandes ciudades, la guerra causó poca destrucción física, e incluso en ellas los daños causados por las bombas, aunque graves, quedaron confinados a zonas relativamente limitadas. Miles de personas quedaron sin hogar, aunque no fuera nada comparable con la marea de refugiados y evacuados que se abatió sobre buena parte del continente. El racionamiento de la comida tuvo un impacto significativo sobre el nivel de vida, pero no se acercó ni remotamente a las condiciones de hambruna que la ocupación alemana (agravada por el bloqueo de los Aliados) provocó en Grecia o que el bloqueo alemán a las líneas de abastecimiento de los productos alimenticios acarreó en Holanda casi al final de la contienda, por no hablar de la horrorosa hambre sufrida por la población de Leningrado. El mercado negro prosperó, aunque menos que en otros países, donde la escasez de materiales y las privaciones fueron mayores. Además, el hecho de que Gran Bretaña no fuera ocupada supuso algo tan trascendental como que no hubiera presiones para acatar las exigencias de los conquistadores, que no se creara ningún abismo entre los que colaboraban (a niveles muy distintos) y los que preferían resistir (de diversas maneras).
Gran Bretaña fue muy posiblemente una sociedad más unida durante la guerra de lo que lo había sido antes del conflicto o de lo que volvería a serlo después. Los integrantes de la minoría en constante retroceso de los que querían hacer la paz con la Alemania de Hitler —más numerosa entre los dirigentes de la clase alta— no tardaron en guardarse sus opiniones, o fueron internados, como les sucedió a sir Oswald Mosley y a otros destacados fascistas. Pero las voces mayoritarias no fueron coaccionadas ni falseadas, como en los sistemas autoritarios represivos. En realidad detrás del esfuerzo bélico hubo un amplio consenso. La moral de la población fluctuó, naturalmente, subiendo y bajando con las alternativas de la guerra, y se vio afectada por las preocupaciones materiales, como, por ejemplo, la disponibilidad de productos alimenticios. También los bombardeos sacudieron la moral de la gente (contrariamente a lo que contaría la leyenda posterior), aunque no acabaron con ella. Alrededor de 300 000 personas resultaron heridas por los bombardeos a lo largo de toda la guerra (principalmente en 1940-1941 y en 1944-1945), y una quinta parte más o menos de esa cantidad, esto es unas 60 000, perdieron la vida: unas cifras horrorosamente altas, desde luego, pero muchísimas menos de lo previsto y no las suficientes para minar la moral de la población en general.
Hubo las quejas y los refunfuños habituales de la vida cotidiana, aumentó incluso el número de los conflictos colectivos y las huelgas, con más de 2000 paros y más de tres millones de jornadas de trabajo perdidas para la producción en 1944. Pero, por mucho que el gobierno no las viera con agrado, las huelgas fueron en general breves y en su mayor parte estuvieron relacionadas con los salarios y las condiciones de trabajo. No fueron en protesta por la guerra. Al margen de los altibajos sufridos por la moral, en la población civil de Gran Bretaña, lo mismo que entre los combatientes en armas, reinó en el fondo la sensación de la justicia y la necesidad que suponía participar en la guerra. Naturalmente la propaganda tuvo algo que ver con el fomento de esa sensación de causa justa. El éxito de la propaganda estuvo, sin embargo, en el hecho de que pudiera basarse en un consenso existente de antemano. Churchill, personaje sumamente capaz de causar división como el político reaccionario que había sido antes de la guerra, encarnó ese consenso, disfrutando de unos niveles de aprobación superiores a veces al 90%. Sus enérgicos discursos quizá no desempeñaran el papel decisivo a la hora de encender los ánimos que a menudo se ha presumido; pero en momentos cruciales (como, por ejemplo, la retirada de Dunkerque en mayo y junio de 1940), indudablemente ayudaron a subir la moral de los ciudadanos, reforzando el sentido del significado dado a la guerra, tan fundamental para la supervivencia de la libertad y la democracia. La significación de Churchill puede medirse en términos muy sencillos imaginando lo que habría sido de Inglaterra si su líder en la guerra hubiera sido lord Halifax, como había estado a punto de suceder.
La guerra tuvo también un efecto unificador en el inmenso hinterland de la Unión Soviética que permaneció sin ocupar, lejos del alcance de la Wehrmacht. El giro dado a la propaganda del régimen estalinista, que pasó a hacer hincapié en la defensa patriótica, apelando esencialmente a los sentimientos nacionales de Rusia y promulgando incluso un concordato con la Iglesia ortodoxa rusa, no dejó de tener efectos y contribuyó a estimular la predisposición a sufrir unas privaciones inmensas con tal de rechazar a un enemigo tan cruel y despiadado. La movilización de la población civil durante la guerra fue acompañada irremediablemente de un altísimo grado de coerción y de represión (aunque el número de los internados en los campos de trabajo disminuyó). Cuando había alguna duda respecto a la lealtad de la población, se tomaban medidas draconianas. Siempre que alguna minoría dentro de alguna de las múltiples minorías nacionales —los alemanes del Volga, los tártaros de Crimea, los calmucos, los chechenos— se mostró favorable a los invasores, Stalin no dudó en deportar a toda la comunidad étnica, en medio de unos sufrimientos espantosos y una enorme pérdida de vidas, a los inhóspitos páramos de las partes más remotas del imperio soviético. No obstante, el terror y la represión no pueden explicar por sí solos el extraordinario esfuerzo bélico de la población civil soviética.
Las privaciones aguantadas y la magnitud de las dificultades a las que los ciudadanos soviéticos tuvieron que hacer frente son casi indescriptibles. Unos 25 millones de ciudadanos quedaron sin hogar a raíz de la invasión alemana de 1941. La comida, con excepción de las patatas, fue drásticamente racionada, y casi todos los civiles tuvieron que lidiar con una severa escasez de alimentos. Alrededor de un millón de personas murieron literalmente de hambre en Leningrado. Incluso en el resto de la Unión Soviética la población urbana sobrevivió a costa de permanecer apenas por encima del nivel de la inanición. El mercado negro de los excedentes extraoficiales que los campesinos se quedaban soslayando las drásticas incautaciones ordenadas por el estado fue, a pesar de las penas draconianas impuestas, fundamental para la supervivencia. A pesar del hambre casi constante, la moral de la gente no se vino abajo. Las jornadas de trabajo se alargaron, con duros castigos para cualquier falta laboral. Pero enormes cantidades de nuevos trabajadores —amas de casa, estudiantes, jubilados— se presentaron voluntarios para echar una mano. Especialmente las mujeres fueron incorporadas al trabajo como no había sucedido nunca, llegando a integrar el 57% de la mano de obra industrial en 1943 y hasta el 80% de la fuerza de trabajo empleada en las granjas colectivas.
Se acordaron nuevas normas de productividad, a veces del doble o el triple de las que existían hasta entonces. La producción soviética tardó casi dos años en recuperarse de la catástrofe de 1941. Pero cuando lo hizo, proporcionó la plataforma sobre la que pudo construirse la victoria militar. La población aceptó las terribles privaciones a las que se vio sometida porque vio que sus maridos, sus padres y sus hijos estaban luchando por la propia supervivencia del país. Incluso allí donde la muerte a gran escala llevaba largo tiempo formando parte de la cultura, la guerra trajo nuevos niveles de pérdidas nunca vistos. Prácticamente no hubo ni una sola familia que se librara. El sacrificio, material y humano, habría podido socavar la moral de una sociedad menos acostumbrada a los rigores y a la muerte. De hecho, el peligro al que se enfrentaban todos si se perdía la guerra creó una nueva sensación de comunidad capaz de desarrollar un aguante y una fuerza de voluntad que ningún poder de coerción, por fuerte que fuera, habría conseguido producir por sí solo.
La experticia de la ocupación alemana varió mucho de un país a otro. Los territorios checos —el «Protectorado de Bohemia y Moravia», como fueron etiquetados— habían estado bajo dominio alemán desde marzo de 1939, y no hubo combates en suelo checo hasta casi el final de la guerra. La importancia económica del Protectorado y la dependencia de los trabajadores checos eran tan grandes que los alemanes se sintieron obligados a evitar las soluciones raciales draconianas —la expulsión o incluso el exterminio de la población eslava— deseadas por los «expertos raciales» de la SS, y a abstenerse de imponer al principio un régimen demasiado riguroso a la población sometida. Pero las cosas empeoraron cuando en el otoño de 1941 el jefe de la policía de seguridad, Reinhard Heydrich, fue nombrado Protector del Reich con el cometido de sofocar los signos crecientes de disturbios y de oposición. La represión se incrementó entonces de manera notable. Llegó a su punto culminante cuando unos patriotas checos lanzados en paracaídas por la Dirección de Operaciones Especiales británica (SOE, por sus siglas en inglés) lograron herir mortalmente a Heydrich en el curso del atentado llevado a cabo en Praga el 27 de mayo de 1942. La muerte de Heydrich el 4 de junio dio lugar a unas represalias terribles. Los autores del atentado evitaron lo peor suicidándose. Pero 1300 ciudadanos checos, entre ellos 200 mujeres, fueron ejecutados como represalia por el asesinato. Toda la localidad de Lidice —su nombre había sido encontrado en poder de un agente checo— fue aniquilada. Hitler amenazó con deportar a una cantidad ingente de checos al este si volvía a haber más disturbios. El Protectorado permaneció a partir de ese momento relativamente tranquilo casi hasta el final de la guerra, cuando estalló en rebeldía en el momento en que el Ejército Rojo se hallaba ya casi a las puertas de Praga.
A diferencia de la temprana ocupación del Protectorado, Hungría no fue ocupada hasta marzo de 1944. Cuando en octubre de ese mismo año, mientras el Ejército Rojo avanzaba ya hacia las fronteras húngaras, el jefe del estado (aunque desde el mes de marzo sólo con permiso de los alemanes), el almirante Horthy, anunció que el país daba por finalizada su alianza con Alemania y concluía una paz por separado con la Unión Soviética, Hitler mandó destituirlo inmediatamente y puso en su lugar a otro títere, Ferencz Szálasi, el fanático líder de los fascistas de la Cruz Flechada. El régimen de Szálasi duró sólo hasta que, tras unas semanas de feroz lucha callejera en Budapest, Hungría se rindió al Ejército Rojo en febrero de 1945. Pero aquel período fue mortal para los judíos húngaros, pues los integrantes de la feroz Cruz Flechada de Szálasi los sometieron a un reinado de terror que significó una espantosa coda al martirio que habían sufrido ya a manos de los alemanes.
En algunos rincones de la Europa ocupada, lejos de fomentar la unidad entre la población sometida, la guerra fue motivo de enconadas divisiones. Tan exacerbadas fueron éstas en el sur de Europa que dieron lugar a una situación de verdadera guerra civil, que se solaparía al conflicto que se mantenía con los ocupantes.
La brutalidad de la ocupación alemana en Yugoslavia, las matanzas y los tremendos actos de represalia perpetrados, junto con las nauseabundas atrocidades de los incalificables ústaše, fomentaron el desarrollo de dos grandes movimientos partisanos distintos: los chetnik, capitaneados por oficiales nacionalistas del ejército que deseaban el restablecimiento de la Gran Serbia bajo una monarquía yugoslava restaurada, y los comunistas, capitaneados por el croata Josip Broz Tito. Los partisanos, sin embargo, además de combatir contra los alemanes, combatían entre ellos, y también con los ústaše, los musulmanes bosnios, y los separatistas montenegrinos y albaneses. Sólo cuando la guerra entró en su última fase los partisanos comunistas de Tito, apoyados mientras tanto con armas y municiones suministradas por los británicos, lograron dominar el movimiento de resistencia y establecer la base de su autoridad en un nuevo estado yugoslavo de posguerra, el único país de Europa en el que los partisanos (ayudados por el Ejército Rojo) lograron finalmente hacerse con el control y formar gobierno.
Para los griegos, el mero saqueo a que fueron sometidos, la quiebra de su divisa y el volumen del tributo material cobrado por los ocupantes alemanes e italianos acarrearon directamente la hambruna. La feroz escasez de comida se vio exacerbada enormemente por la prohibición de exportar productos alimenticios de Macedonia oriental y Tracia, regiones que habían quedado bajo el control de Bulgaria desde la invasión alemana, y en las que hasta entonces se había producido casi una tercera parte del grano de Grecia. Las terribles privaciones sufridas, junto con la crueldad de las represalias alemanas por los actos de sabotaje, alimentaron, como en Yugoslavia, las actividades guerrilleras de los movimientos partisanos, que, pese a su rápida expansión, estaban tremendamente divididos. En 1943 el movimiento de la resistencia comunista, el más grande de Europa, chocó con la oposición de los republicanos nacionalistas no comunistas, que acabarían consiguiendo el respaldo de los británicos. Las raíces de la devastadora guerra civil de posguerra quedaron así firme y profundamente soterradas.
También en Italia, la caída del régimen de Mussolini en julio de 1943, seguida de la ocupación del norte del país por los alemanes y de la ocupación mucho más benigna del sur por los Aliados, creó unas condiciones próximas a las de una guerra civil dentro de la propia contienda. El régimen fascista se había limitado a disimular las profundas fisuras existentes en la sociedad italiana. La guerra, que desde el primer momento no había llegado nunca a ser demasiado popular, acarreó una desafección interna cada vez mayor y provocó el hundimiento de la moral. Todo ello se acentuó debido a la aguda escasez de alimentos (acompañada de una vertiginosa alza de los precios y de la pujanza del mercado negro), y luego como consecuencia de los bombardeos de los Aliados, que, lejos de unir a la población en torno a su gobierno, contribuyeron a atizar una enorme cólera popular contra las autoridades fascistas que habían expuesto al pueblo a los ataques aéreos.
Cuando los alemanes restablecieron a Mussolini al frente de un régimen títere cuyo cuartel general estaba en Salò, a orillas del lago de Garda, en septiembre de 1943, las divisiones que habían permanecido soterradas adoptaron una forma sumamente radicalizada. Los seguidores de Mussolini, cada vez más desesperados, muchos de ellos fanáticos radicales e idealistas que perseguían la posibilidad de llevar a cabo la revolución fascista, formaron violentos escuadrones de la muerte, ahorcando o fusilando a los partisanos o a cualquiera que se cruzara en su camino. Mientras tanto, las diversas organizaciones partisanas, a menudo deseosas de saldar viejas cuentas, asesinaron a centenares de fascistas cada mes allí donde los pillaban, además de emprender en la guerra actos de sabotaje contra los ocupantes alemanes. La combinación de la guerra y de lo que de hecho era una guerra civil hizo de los meses que duró la llamada República de Salò de Mussolini el conflicto más enconado y violento de todo el conflicto para los habitantes del norte de Italia. Se calcula que hasta 40 000 partisanos perdieron la vida en los combates, otros 10 000 antifascistas cayeron víctimas de las represalias y alrededor de 12 000 fascistas o de colaboradores suyos fueron eliminados en diversas acciones de «limpieza». La resistencia antifascista, dominada por los comunistas, pero integrada también por combatientes de distintos credos políticos, podía contar con el apoyo de más de un cuarto de millón de activistas en abril de 1945.
Sin embargo, a diferencia de Yugoslavia y de Grecia, los integrantes de la resistencia italiana fueron capaces de unirse contra un enemigo común en lo que veían que era una guerra de liberación nacional, organizando una insurrección creciente de tal magnitud contra las fuerzas alemanas en retirada que lograron controlar muchas ciudades grandes y pequeñas del norte antes de que llegaran los Aliados. Durante los últimos días del mes de abril, consiguieron capturar y fusilar al propio Mussolini, dejando su cadáver expuesto en el centro de Milán colgado boca abajo en una gasolinera. En el sur del país, mientras tanto, la ocupación aliada desde septiembre de 1943 supuso que pudiera evitarse la guerra civil que asoló el norte. Por el contrario, bajo la capa del primer renacer de la política pluralista a raíz de la entrada de los Aliados en Roma en junio de 1944, se produjo una rápida vuelta al viejo clientelismo típico de la sociedad de la Italia meridional. Al acabar, la guerra había dejado en Italia una división norte-sur tan grande como la que había al empezar.
En la Europa occidental y septentrional, la ocupación alemana no provocó nada parecido a las condiciones de guerra civil que se produjeron en el sur. Comparada con el este y el sur de Europa, la ocupación de esta parte del continente fue, al menos en las primeras fases de la guerra, relativamente benigna. No obstante, la guerra supuso ante todo tener que asumir las realidades de la vida en un país conquistado. Invariablemente, los alemanes contaron con la colaboración de las burocracias estatales existentes y de una minoría deseosa de cooperar con ellos por convicción política. Otra minoría, cuyo volumen fue aumentando a medida que iba quedando claro que la ocupación alemana tenía los días contados, entró en el peligroso mundo de la resistencia activa. Pero a la mayoría de la gente no deberíamos incluirla ni entre los colaboracionistas declarados ni entre los combatientes de la resistencia. Deseaban ver a su país liberado, pero, como no se sabía cuánto tiempo iba a durar la ocupación, era inevitable que buscaran algún tipo de adaptación al nuevo régimen fuera como fuese. La forma en la que los habitantes de los países de la Europa noroccidental se adaptaran a la situación determinó no sólo lo que la guerra significó para ellos, sino que además tuvo un legado duradero. El carácter de la ocupación, la cultura política predominante en el país ocupado (que condicionaría en buena medida el comportamiento de las elites y de las masas), y el paso de una primera administración relativamente benigna a una severidad cada vez mayor y a la imposición de intensas privaciones materiales a la población, fueron fundamentales a la hora de determinar las diversas respuestas a la dominación nazi.
Holanda, Bélgica, Noruega y Dinamarca tuvieron experiencias muy distintas durante la guerra, aunque la trayectoria de la ocupación fue a menudo hasta cierto punto similar. Al principio los alemanes se mostraron deseosos de mantener a la Europa occidental tranquila. Lo que querían era cooperación, no rebeldía. La conquista militar no perseguía convertir a los pueblos conquistados en ilotas, como en la Europa del este, especialmente porque se tenía la vaga idea de incorporar a los pueblos germánicos de los Países Bajos y de Escandinavia al Reich en un futuro lejano. En todos los países había una minoría de fascistas o de nacionalsocialistas de cosecha propia que acogieron positivamente la dominación alemana. El primer ministro del gobierno títere de Noruega, Vidkun Quisling, prestó su nombre incluso al término general quisling, dado por los Aliados occidentales a los colaboracionistas. Cada uno de estos cuatro países suministró pequeños contingentes de fanáticos que se sumaron a la legión extranjera de la Waffen-SS. Cerca de 50 000 holandeses y 40 000 belgas (tanto flamencos como valones francófonos), 6000 daneses y 4000 noruegos prestaron sus servicios en ella. Como los verdaderos colaboracionistas ideológicamente comprometidos eran por lo general odiados y considerados traidores por la mayoría de la población, a menudo las propias fuerzas de ocupación los encontraron contraproducentes. La cooperación voluntaria de la burocracia y de la policía, por otra parte, fue esencial para la eficacia de la ocupación.
A partir de 1942, cuando quedó más claro que nunca que la ocupación no iba a durar indefinidamente, y cuando por otra parte se intensificaron las exigencias alemanas de alimentos, de otras provisiones materiales y de mano de obra, la oposición popular aumentó notablemente en formas muy numerosas y variadas. No obstante, hubo importantes diferencias en la presión que supuso la ocupación incluso en Europa occidental.
La dominación alemana en Dinamarca, por ejemplo, fue durante casi toda la guerra mucho menos represiva que en otras zonas ocupadas del norte y del oeste de Europa. Esta circunstancia se reflejó en el número relativamente bajo de vidas perdidas —el número total de civiles daneses muertos fue de unos 1100— durante la ocupación. Dinamarca se había rendido casi inmediatamente tras la invasión de abril de 1940, el rey Cristián X permaneció en el país, y el gobierno siguió administrando el estado a las órdenes de un gobernador alemán. La colaboración funcionó al principio. Las raciones de comida fueron mejores que en otros sitios (a pesar de que los daneses entregaron a Alemania grandes cantidades de productos alimenticios), el trabajo forzoso no llegó a introducirse nunca, no hubo un saqueo directo del país y los costes de la ocupación ascendieron sólo al 22% de la renta nacional anual, si se compara con el 67% de Noruega y el 52% de Bélgica. Sin embargo, desde agosto de 1943 la política seguida en Dinamarca cambió. Fue consecuencia de una rebelión contra la colaboración que forzó la dimisión del gobierno danés. A partir de ese momento la ocupación fue más dura, el papel de la policía alemana se volvió mucho más agresivo, el nivel de las represalias subió de forma significativa y se hicieron evidentes tanto la no cooperación como la resistencia directa. La cooperación dio paso a la hostilidad, que a su vez fomentó un movimiento de resistencia que alcanzó sus cotas de actividad más elevadas en 1944-1945.
Tras el acatamiento generalizado de los primeros momentos, el carácter de la dominación alemana en los países del noroeste de Europa condujo en último término a una desafección implacable. En Holanda, por ejemplo, ya en 1940 el racionamiento drástico de los alimentos acarreó una severa escasez de comida, especialmente para los habitantes de las ciudades, acompañada de una subida vertiginosa de los precios y de la pujanza del mercado negro, mientras que la imposición del toque de queda y las restricciones del transporte redujeron la vida pública al mínimo. Las personas respetuosas de la ley se vieron de hecho obligadas a transgredir las normas para poder comer y mantener calientes sus hogares. Las redadas de individuos para obligarlos a marchar a Alemania y trabajar allí en las industrias de guerra, cuando la escasez de mano de obra alemana fue agudizándose, no tardaron en convertirse en una fuente más de descontento masivo.
En Holanda, como en tantos otros lugares, sólo poca gente se integró en el movimiento clandestino de resistencia. La resistencia era una actividad sumamente peligrosa, sujeta en todo momento a la traición y a la delación, que creaba riesgos terribles para las familias y comportaba torturas horrendas e incluso la muerte para los que eran capturados. Lo más probable es que el número de personas involucradas directamente en ella fuera en Holanda alrededor de 25 000 antes del otoño de 1944, más quizá otras 10 000 o así que se sumaran después. Más de una tercera parte de los resistentes holandeses fueron detenidos, y cerca de una cuarte parte no sobrevivió a la guerra.
Una proporción ligeramente más alta de la población noruega de unos 3 millones de personas participó activamente en la resistencia. Los combatientes de la resistencia en este país, a menudo adiestrados en el exilio en Inglaterra, se dedicaron a sabotear la navegación alemana, los suministros de carburante y las instalaciones industriales, así como, posteriormente, los ferrocarriles con el fin de impedir los movimientos de tropas. Establecieron estrechos lazos con la SOE británica, apoyando sus actividades en parte a través del «Shetland Bus», un grupo de barcos que hacían labores de lanzadera entre Bergen y las islas Shetland. Al final de la guerra había unos 40 000 noruegos participando activamente en la resistencia. Comunidades enteras llegaron a tener que hacer frente a feroces represalias de los alemanes por los actos de sabotaje cometidos o los ataques a miembros de las fuerzas de ocupación. Esas represalias podían ser efectivamente terribles. El pequeño pueblo de pescadores de Telavåg, por ejemplo, fue completamente destruido y sus habitantes varones fueron enviados al campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín (donde treinta y uno de ellos perdieron la vida), por proteger a unos combatientes de la resistencia que habían matado a dos agentes de la Gestapo.
Lo único que unía a las personas involucradas en la resistencia activa en los países sometidos a la ocupación alemana era el deseo de ver su final, pero por lo demás a menudo estaban netamente divididas desde el punto de vista ideológico entre nacionalistas conservadores, socialistas y comunistas. A pesar de todos los peligros, es innegable que la resistencia llegó a tener unas redes cada vez más amplias de apoyo a medida que la guerra se acercaba a su fin. Cuanto más rigurosa se volvía la ocupación, más servía la fuerza de los sentimientos antialemanes para cimentar la idea de unidad nacional y el deseo de liberación. El sufrimiento de la población por causa de las medidas punitivas de los alemanes fue, sin embargo, a menudo extremo. Cuando la resistencia holandesa logró parar la red ferroviaria para prestar ayuda a los lanzamientos en paracaídas de los Aliados en Arnhem en septiembre de 1944, las represalias alemanas, consistentes en el bloqueo de los suministros de comida, condenaron a toda la población del país al hambre y a una escasez extrema de materiales de calefacción en el gélido «invierno del hambre» de 1944-1945. El único socorro llegó a través de los lanzamientos en paracaídas efectuados por los Aliados durante los últimos días de la guerra. Para los holandeses, la guerra significó sobre todo el trauma de esos sufrimientos durante los últimos meses del conflicto.
Independientemente de la solidaridad de cualquier tipo que generara la ocupación entre los pueblos conquistados de los países de la Europa noroccidental, esa solidaridad rara vez se extendió a las comunidades judías, pequeñas, por lo general, comparadas con las de la Europa del este. No fue preciso que el antisemitismo virulento se generalizara. Aun así, los judíos solían ser vistos como «extraños», y más cuando se les obligó a llevar la «estrella amarilla». La firme determinación de las autoridades alemanas de efectuar redadas y practicar detenciones entre ellos para su deportación, unida a los temores de que cualquier ayuda que se prestara a los judíos podía acarrear severas represalias, supuso que el sector de la sociedad obligado a afrontar el peligro más grave fuera también el menos protegido y el más expuesto.
La población no judía, sin embargo, no permaneció totalmente pasiva ni hostil. Los primeros intentos de detener a los judíos de Amsterdam para su detención en febrero de 1941 provocaron incluso una efímera huelga generalizada, aunque es posible que semejante iniciativa resultara contraproducente e indujera a una mayor disposición por parte de la burocracia y de la policía holandesa a cooperar con los ocupantes. Esa cooperación, adelantándose a veces incluso a los presuntos deseos de los alemanes, contribuyó a que en Holanda se llevara a cabo un número proporcionalmente más elevado de deportaciones de judíos, destinados en su mayoría a perecer —unos 107 000 de los 140 000 designados por los nazis como «plenamente judíos»—, que en cualquier otro país de la Europa occidental.
Hubo, sin embargo, personas, movidas por sus principios cristianos o por otros muchos motivos, que se mostraron dispuestas a asumir personalmente riesgos con tal de ayudar a los judíos. Unos 25 000 judíos holandeses, entre ellos muchos medio judíos y otros que habían contraído matrimonios mixtos y que por tanto gozaban de cierto grado de protección frente a la deportación sumaria, se beneficiaron de la ayuda de esas personas o de redes de socorro para librarse de la captura y de tener que desaparecer en una vida precaria de clandestinidad ilegal (aunque 8000 de ellos fueron localizados en su escondite). Las redes belgas montadas para ayudar a los judíos a escapar de las garras de las fuerzas de ocupación fueron más amplias, especialmente las organizaciones ilegales de los propios hebreos. Cerca de 24 000 judíos fueron deportados de Bélgica con destino a Auschwitz. Pero otros 30 000, en su inmensa mayoría inmigrantes recién llegados y residentes en Bruselas y Amberes, que habían venido huyendo de la pobreza y los pogromos de la Europa del este durante los años veinte y de Alemania durante los treinta, encontraron algún tipo de subterfugio y lograron sobrevivir a la ocupación. Centenares de judíos, más de la mitad de la pequeña comunidad hebrea de Noruega, encontraron ayuda para escapar a la Suecia neutral, aunque la mayoría de los que se quedaron acabaron muriendo. En consecuencia, la inmensa mayoría de los judíos destinados a la deportación y a la muerte desaparecieron como por arte de magia cruzando al otro lado del Sund a la seguridad de Suecia. Aunque los judíos tuvieron muchas más oportunidades de sobrevivir en la Europa occidental que en los países del este, una cantidad enorme de ellos cayó víctima del incesante afán de los alemanes por conseguir la «solución final de la cuestión judía».
La población de Francia, con diferencia el más grande de los países conquistados de la Europa noroccidental, compartió algunas de las experiencias de sus vecinos del norte. Hubo, sin embargo, diferencias significativas. Algunas se debieron a la división del país en dos zonas: una zona ocupada que cubría aproximadamente dos terceras partes del territorio nacional (el norte de Francia, incluida París, y una franja que recorría toda la costa atlántica), y una zona no ocupada cuasi autónoma con capital en la localidad balnearia de Vichy, en el centro del país. Lo que significara la guerra para la población francesa variaría mucho a lo largo del conflicto y dependiendo de su situación geográfica —no sólo de que habitara en la zona de Vichy o en la zona ocupada, sino incluso de su región y de su localidad—, y de su predisposición ideológica y de su experiencia personal.
Esta vez no hubo ninguna noción de union sacrée como la que con tanto éxito logró evocar el presidente Poincaré en 1914. La catástrofe de la derrota del verano de 1940, que vio cómo tres cuartas partes de la población de las ciudades del norte huía presa del pánico hacia el sur intentando escapar de la inminente invasión alemana, había dejado al pueblo francés dividido y humillado. Sin embargo, además de la conmoción sufrida, la derecha francesa, que al margen de sus divisiones estaba unida al menos en su aborrecimiento de la Tercera República, recibió la derrota como una oportunidad para llevar a cabo un renacimiento nacional.
Hubo colaboracionistas de primera fila movidos por sus convicciones ideológicas, como el antiguo socialista Marcel Déat, que se convirtió en ministro de Trabajo, y que fue responsable del reclutamiento de los trabajadores franceses enviados a prestar servicio en Alemania; y hubo también el líder fascista Jacques Doriot, que más tarde se uniría a otros 4000 voluntarios franceses para combatir en la «cruzada contra el bolchevismo» en el Frente Oriental. Uno de los rostros más destacados entre los colaboracionistas fue el de Pierre Laval, vice-primer ministro del régimen de Vichy, hábil pragmatista y manipulador político que declaró públicamente su deseo de una victoria alemana «porque, de lo contrario, el bolchevismo se instalaría en todas partes». Semejante tipo de colaboración abierta no fue lo típico de la inmensa mayoría del pueblo francés. Pero tampoco lo fue la resistencia activa; desde luego no lo fue durante los primeros años de la ocupación. La mayoría de la gente, como la de los demás países ocupados de la Europa occidental, se vería obligada a encontrar formas de adaptarse (aunque raramente con entusiasmo) a la ocupación, colaborando con los nuevos gobernantes cuando no había más remedio, guardando generalmente las distancias con ellos, adoptando una postura de «esperar y ver», y desarrollando un aborrecimiento cada vez mayor cuando la ocupación se hiciera más dura y las perspectivas de liberación aumentaran.
Como en los demás países de la Europa noroccidental, la ocupación alemana fue al principio relativamente benigna, pero adquirió unos tintes progresivamente draconianos a medida que Alemania empezó a tener que hacer frente a la adversidad. Las exigencias económicas a las que se vio sometida Francia fueron duras: el 55% de los ingresos del estado francés estaba destinado a cubrir los gastos de la ocupación, el 40% de la totalidad de la producción industrial de Francia debía ir a parar a sufragar el esfuerzo de guerra alemán, el 15% de la producción agrícola debía dedicarse a mantener abastecidas las mesas de los alemanes, y en 1943 600 000 hombres fueron reclutados para trabajar en Alemania. La mayoría de las familias de las ciudades y pueblos de Francia, como las de los demás países de la Europa del noroeste, experimentaron la guerra como una lucha constante para conseguir comida, a menudo a través del mercado negro.
La experiencia francesa de lo que fueron las grandes privaciones y la miseria material se extendió a las dos zonas en que había quedado dividido el país. Pero la línea de demarcación entre ambas zonas tenía un significado muy claro. En el tercio sur de Francia, el gobierno estaba en manos de franceses, no de los alemanes. Aunque marcados por las cicatrices de la derrota, material y psicológica, los franceses controlaron en gran medida su destino en las zonas no ocupadas. Para millones de franceses Vichy dio un significado más a la guerra: el rechazo de la República que, a juicio de muchos, se había visto desacreditada por corrupta y decadente mucho antes de la derrota militar de 1940, y la restauración de los valores franceses «tradicionales» de «trabajo, familia y patria». El «estado francés», como se denominaba a sí mismo el régimen autoritario de Vichy presidido por el mariscal Pétain tras la caída de Francia, fue ampliamente popular al principio (aunque su popularidad disminuyó notablemente al cabo de un año más o menos). Cerca de 1,2 millones de veteranos corrieron a unirse a la Légion Française des Combattants —una organización que guardaba cierto parecido con un organismo aclamatorio de corte fascista—, jurando lealtad al mariscal y formando la base del pujante culto a la personalidad construido en torno a la figura de Pétain. Como representante de la autoridad patriarcal y del cristianismo, Pétain gozó también del respaldo de la jerarquía católica.
Sin embargo, el octogenario mariscal difícilmente podía encarnar el símbolo de la juventud, común a todos los movimientos fascistas. Aun así, su régimen tenía algunos rasgos fascistas en su evocación de un pasado mitológico, su glorificación del campo y la «vuelta a la tierra», su idealización de una sociedad orgánica, en su énfasis en la juventud, la maternidad y las políticas de fomento de la natalidad destinadas a «renovar» a la población; y naturalmente en su persecución de los «enemigos internos». Incluso durante los primeros tiempos de Vichy, los alcaldes de izquierdas fueron desalojados, los masones fueron expulsados de los empleos públicos, y las organizaciones sindicales fueron disueltas. Se crearon decenas de campos de internamiento para extranjeros, presos políticos, «indeseables» sociales, romaníes y judíos. Las autoridades de Vichy no dudaron en extender el programa de «arianización» de la zona ocupada para expropiar miles de empresas judías, compradas a precios de saldo por compañías francesas. El régimen introdujo estatutos antijudíos para restringir el empleo de los israelitas. En 1942 y también después los burócratas y la policía de Vichy colaboraron celosamente en la localización, detención y brutal deportación de judíos extranjeros (cerca de la mitad del total de la población judía de Francia, integrada por 300 000 individuos), que se sumaron a las deportaciones llevadas a cabo en la zona ocupada. De los 75 721 judíos deportados de Francia a los campos de la muerte de Polonia (de los cuales sólo sobrevivieron 2567) los judíos extranjeros sumaban 56 000.
También los no judíos tuvieron que hacer frente a una represión cada vez mayor. Ya en el otoño de 1941 los primeros asesinatos de personal alemán dieron lugar a la ejecución de cincuenta rehenes como represalia. No tardaron en producirse otros fusilamientos masivos llevados a cabo como venganza. Los actos de represalia se intensificaron drásticamente en cantidad y en magnitud a raíz de los desembarcos aliados de junio de 1944. En la más infame de estas acciones, perpetrada por la Waffen-SS, fue arrasado todo el pueblo de Oradour-sur-Glane, al noroeste de Limoges, donde se suponía erróneamente que se ocultaba un escondite de armas destinadas a la resistencia. Sus 642 habitantes fueron fusilados o quemados vivos. La policía paramilitar francesa, los camisas negras de la Milice, establecida en la zona de Vichy en 1943, era tan temida como la Gestapo como representante del terror represivo. Sin embargo, lo mismo que en otros países, la represión se volvió progresivamente contraproducente una vez que resultó evidente que los días de la dominación alemana estaban contados. Se tardó mucho en crear una unidad donde antes no la había habido: una unidad tras el objetivo de la liberación.
La resistencia activa —dividida entre comunistas (galvanizados de nuevo tras la invasión de la Unión Soviética por los alemanes) y conservadores (que gradualmente fueron aglutinándose bajo el liderazgo del general De Gaulle)— en vez de disminuir, aumentó, pese al temor de las terribles represalias que aguardaban a quien fuera capturado. Mientras que la mayoría de los franceses evitaron la participación activa y siguieron prefiriendo la postura de «esperar y ver», se intensificaron los niveles de apoyo a los que estaban involucrados en la resistencia. Como casi ninguna otra medida, la ley introducida el 16 de febrero de 1943 por el régimen de Vichy y firmada por el primer ministro Laval, con el fin de imponer la realización de trabajos forzosos en Alemania, creó un clima de desobediencia popular que alimentó el desarrollo de la resistencia activa. Gran cantidad de los que habían sido reclutados para ir a trabajar a Alemania simplemente desaparecieron, a menudo en las montañas o en alguna zona perdida del campo, donde encontraron buena acogida y refugio entre los lugareños, uniéndose a menudo al creciente movimiento de la resistencia a medida que se acercaba la liberación tras los desembarcos aliados de Normandía de junio de 1944.
Al término de la guerra, la resistencia llegó a simbolizar más que cualquier otra cosa lo que el conflicto había significado para los franceses. Se pretendía con ello —y durante mucho tiempo se consiguió— tender un tupido velo sobre el lado menos agradable de la experiencia que habían vivido los franceses tras la derrota durante los «años negros», especialmente en la zona no ocupada, que (al menos al principio) habían controlado ellos mismos. Pasarían muchos años antes de que los franceses estuvieran dispuestos a hacer frente al «síndrome de Vichy».
Para el «frente interno» en Alemania, la guerra llegó a tener unos significados que no compartió ningún otro país. Lo que el periodista americano William Shirer, que vivió una experticia de la guerra de primera mano en Berlín desde su estallido hasta que comenzaron las hostilidades contra Estados Unidos en diciembre de 1941, calificó con cierto grado de cinismo como la reacción básica ante la breve campaña de Polonia, podría aplicarse en general hasta que empezaron a intensificarse las angustias en el otoño de 1941: «Mientras los alemanes tengan éxito y no tengan que apretarse demasiado el cinturón, ésta será una guerra popular». Durante el invierno de 1941-1942, sin embargo, pese al saqueo de buena parte de Europa para obtener alimentos y otros recursos, se incrementaron notablemente las privaciones en el propio país y la población civil se vio obligada a apretarse el cinturón a medida que fueron recortándose de manera importante las raciones de comida. La popularidad de la guerra —y del régimen que había metido a Alemania en ella— bajó de manera espectacular.
El drástico deterioro de la situación militar, simbolizado de forma más palmaria que en cualquier otro momento en febrero de 1943 por la desastrosa derrota de Stalingrado, llevó a la población del país a darse cuenta cada vez con mayor claridad de que la guerra podía perderse. Esto a su vez obligaba a contemplar lo que significaba perder una guerra. La propaganda explotó el temor no sólo de una derrota militar, sino de la destrucción total de Alemania y del pueblo alemán si la inmunda coalición de enemigos del Reich —los Aliados occidentales y los temidos bolcheviques— se imponía.
La gente sabía a grandes rasgos, aunque consciente o inconscientemente borrara ese conocimiento en una conspiración de silencio, que los alemanes habían perpetrado crímenes espantosos en los territorios ocupados del este, especialmente contra los judíos. Aunque pocos estaban al tanto de los detalles, hay numerosos indicios de que se sabía bastante bien cuál había sido el destino que habían tenido los judíos. Desvelando sin querer el éxito de la propaganda antisemita, muchos expresaban el miedo de la «venganza judía» en caso de derrota. Sabían también que no podían esperar piedad si el Ejército Rojo entraba en Alemania. El miedo a las consecuencias de la derrota contribuyó en gran medida a sostener la disposición de la población a resistir, pese al rápido empeoramiento de la situación militar.
Los dos últimos años de la guerra vieron cómo el horror que los nazis habían infligido a la mayor parte de Europa afectaba de rebote a los propios alemanes de a pie. Para la población civil alemana, la última fase del conflicto fue su infierno en la tierra. Lo que marcó el trauma de millones de personas fue el miedo a las bombas de los Aliados. Goebbels llegó a hablar de «bombardeos terroristas». En este caso la propaganda no mentía. Los bombardeos tenían por objeto aterrorizar a la población, y lo consiguieron cuando la gente vio cómo se quedaba indefensa mientras sus ciudades eran literalmente barridas del mapa. Más de 400 000 personas resultaron muertas y 800 000 heridas por los ataques con bombas lanzados contra ciudades grandes y pequeñas, ataques que por lo demás tenían cada vez menos sentido desde el punto de vista militar. Fueron destruidos cerca de 1,8 millones de hogares y casi 5 millones de personas quedaron sin techo.
La población civil de las provincias del este de Alemania, menos expuestas a los bombardeos, tuvieron que hacer frente a un tipo bien distinto de terror. La gente tuvo que salir huyendo de sus hogares en medio de un frío glacial, con temperaturas de 20 grados bajo cero, para unirse a la marea de refugiados que se dirigían al oeste llenos de espanto a medida que el Ejército Rojo avanzaba hacia el Reich. Cerca de medio millón de civiles, muchos de ellos mujeres y niños, murieron en su huida de la zona oriental de Alemania, condenada a lo peor. Para muchas mujeres alemanas que vivían por donde pasó el Ejército Rojo, la última fase de la guerra supuso la violencia sufrida en su propio cuerpo: el 20% de ellas fueron violadas por los soldados soviéticos. Mientras tanto, más de 10 000 soldados alemanes por término medio fueron muertos a diario durante los últimos meses de la guerra.
A medida que el número de muertes de civiles y de soldados crecía astronómicamente, la guerra iba adquiriendo un nuevo significado para los alemanes. Empezaron a verse como víctimas del conflicto. Culpaban a Hitler y a los líderes nazis de infligir una verdadera catástrofe a Alemania, a los Aliados de destruir su país, y una vez más —eso sí entre una minoría de antisemitas recalcitrantes— incluso a los judíos de haber provocado la guerra. «Nos sentimos engañados, llevados por el camino equivocado, utilizados de mala manera», decía un antiguo general poco después de la guerra, expresando por lo demás un sentimiento muy corriente. Buscando chivos expiatorios y viéndose a sí mismos como víctimas, muchos alemanes traumatizados a menudo pasaron por alto el hecho de que millones de ellos habían aclamado los éxitos iniciales de Hitler y se habían regocijado con las victorias de la Wehrmacht, incluso cuando una cantidad incalculable de europeos sufrían la más absoluta penuria y la esclavitud, la muerte y la destrucción bajo el yugo nazi. Pero si las verdaderas dimensiones de la catástrofe moral tardarían años en ser reconocidas, al menos esta vez, comparada con 1918, la derrota había sido total, rotunda y definitiva.
Significado permanente
Para los que vivieron aquel infierno en la tierra, la inmediatez de su experiencia, en sus diversas manifestaciones, determinó lo que significó para ellos la guerra. Tal vez las generaciones posteriores puedan ver el significado permanente de la guerra con más claridad, tal vez puedan comprender de forma más evidente que marcó la cesura decisiva en la historia de la Europa del siglo XX.
El fin definitivo del fascismo como gran fuerza política fue una consecuencia obvia. De la primera guerra mundial había surgido una tríada de ideologías enfrentadas y de constelaciones de poder: la democracia liberal, el comunismo y el fascismo. Después de la segunda guerra mundial sólo quedaron las dos primeras como sistemas políticos rivales. La derrota militar absoluta y la progresiva revelación de los crímenes sin precedentes contra la humanidad perpetrados por el fascismo desacreditaban ahora esa ideología por completo, excepto a los ojos de sus admiradores, en constante disminución y en gran medida impotentes políticamente.
Una consecuencia primordial de la segunda guerra mundial fue la remodelación de la estructura geopolítica de Europa. La primera guerra mundial había terminado con Rusia (que no tardaría en convertirse en la Unión Soviética) sumida en las convulsiones de la revolución y luego de la guerra civil, y con Estados Unidos distanciándose de Europa a través de su rechazo a integrarse en la Sociedad de Naciones y su giro hacia el aislacionismo. La segunda guerra mundial acabó con una gran ampliación de las fronteras del área de influencia soviética por toda la Europa del este, incluso en la propia Alemania, en buena medida decidida en la Conferencia de Yalta de febrero de 1945. Apoyada en su victoria militar, la Unión Soviética se encontraba camino de convertirse en una superpotencia. Estados Unidos, que la guerra ya había hecho una superpotencia sobre la base de su poderosísimo complejo militar-industrial (producto a su vez del conflicto), había establecido su propia dominación en toda la Europa occidental y, a diferencia de 1918, estaba destinado a quedarse a largo plazo en el continente europeo. Mientras que la primera guerra mundial había deshecho imperios y los había sustituido por estados nación sumidos en la crisis, la segunda guerra mundial produjo una Europa dividida por la mitad en dos bloques dominados por la URSS y por los Estados Unidos de América, en los que los intereses nacionales pasarían rápidamente a quedar subordinados a los intereses geopolíticos de las superpotencias emergentes.
Para los habitantes de la Europa oriental, los que más habían sufrido durante los seis años de conflagración, la guerra pasó a significar la sustitución de una tiranía por otra. Los países del este, que habían visto al Ejército Rojo como su salvador del terror nazi, pasarían a estar durante décadas bajo la opresión soviética. Stalin no iba a renunciar a sus ganancias, obtenidas a costa del derramamiento de tanta sangre. Eso era evidente. Los Aliados occidentales accedieron a su nueva división de Europa. Salvo volverse contra su anterior aliado y enzarzarse en otra guerra, cosa que no estaban en condiciones de hacer ni militar, ni económica ni psicológicamente, no tenían muchas más opciones. Para los habitantes de la Europa oriental, semejante consideración no supondría ningún consuelo.
Para la Europa occidental la guerra trajo un nuevo comienzo; un nuevo comienzo que a cualquiera le habría resultado difícil distinguir escudriñando entre las ruinas de 1945. Incluso mientras las bombas llevaban a cabo su labor de destrucción, iban haciéndose planes para reconstruir Europa y evitar los errores que habían asolado el continente después de 1918. Mientras la Europa del este quedaba paralizada bajo la dominación soviética y las economías socialistas estatales, la reconstrucción de la Europa occidental reforzaba la empresa capitalista. En el plano de la economía y en el de la política, la guerra había dividido Europa.
El reordenamiento de Europa vio también el debilitamiento fundamental de las tres «grandes potencias» de otros tiempos, Gran Bretaña, Francia y Alemania, que anteriormente habían dominado el continente. Inglaterra había quedado sumida en la bancarrota por la guerra, y su estatus de gran potencia se había visto enormemente erosionado. Su imperio la había apoyado en la guerra, pero los habitantes de las colonias, percatándose de la debilidad imperial, buscaron progresivamente la independencia. Los cimientos ya inestables de la dominación colonial habían quedado más socavados que nunca. Francia había sufrido un golpe enorme a su orgullo nacional con la derrota de 1940, un golpe que no se vio compensado en absoluto por el tan cacareado valor de la resistencia. También las colonias francesas tenían sus ojos puestos en la independencia y no estaban ya dispuestas a contemplar un futuro indefinido de gobierno desde París.
Alemania, derrotada, pero no destruida en 1918 y cargada de ardientes resentimientos que luego allanarían el camino a la toma del poder por Hitler, esta vez había sido totalmente aplastada. Dividida en las cuatro zonas de ocupación acordadas en Yalta —británica, americana, soviética y, en un añadido de última hora, francesa—, Alemania era un país completamente en ruinas, económica y políticamente destrozado, y su soberanía como nación había sido eliminada. Esto suponía el fin de la «cuestión alemana» que llevaba preocupando a los políticos europeos desde los tiempos de Bismarck. Tras la derrota, el estado de Prusia, la fuerza dominante del Reich, fue disuelto, las fuerzas armadas alemanas fueron desmanteladas (acabándose así con cualquier amenaza de militarismo alemán), y la base industrial que había proporcionado el marco económico para el predominio de Alemania fue puesta bajo el control de los Aliados. Las grandes haciendas agrícolas de las provincias orientales, cuna de buena parte de la aristocracia alemana que había desempeñado un papel trascendental en el ejército y en la administración del estado durante mucho tiempo, se perdieron a perpetuidad cuando las fronteras del país fueron desplazadas hacia el oeste. Otrora admirada internacionalmente por su cultura y su erudición, Alemania había quedado reducida ahora moralmente al rango de paria, aunque todavía habría que saldar cuentas con los líderes alemanes en los juicios por los crímenes de guerra que los Aliados vencedores no tardarían en escenificar.
Pasarían muchos años antes de que la inmensidad del colapso de la civilización fuera plenamente reconocida, de que se le diera el lugar central que le correspondía a la hora de entender el legado de la segunda guerra mundial. La política genocida de Alemania había modificado en buena parte el modelo étnico de asentamiento, especialmente en la Europa del este. El exterminio de los judíos, en particular, había acabado con varios siglos de rica presencia cultural. Los actos de «limpieza étnica» llevados a cabo por los alemanes y sus aliados tuvieron también un impacto duradero; y a veces, como sucedió en Yugoslavia, dejaron también un legado de quejas que décadas de dominación comunista no lograrían borrar. También la presencia étnica alemana en la Europa del este fue eliminada por la brutalidad estalinista y luego por las salvajes acciones de «limpieza» llevadas a cabo por polacos, checos, húngaros y rumanos durante los años de la inmediata posguerra. Pero sobre todo el colapso de la civilización vino marcado por el intento alemán de destruir físicamente a los judíos de Europa basándose únicamente en criterios raciales. El hecho de que esta guerra descomunal tuviera un proyecto racial —un programa de destrucción genocida— en su propia razón de ser llegaría con el tiempo a ser considerado su rasgo definitorio.
La cuestión moral de cómo llegó a ser posible esta conflagración, de cómo Europa pudo arrojarse a ese pozo sin fondo de inhumanidad, preocuparía a todo el continente durante generaciones. La guerra había revelado con más claridad que nunca hasta entonces los terribles crímenes de los que son capaces los seres humanos cuando se eliminan todas las barreras legales de la conducta o cuando son manipuladas para ponerse al servicio de unos fines inhumanos. El campo de concentración pasó a simbolizar más que cualquier otra cosa la pesadilla de un mundo en el que la existencia humana no contaba para nada, en el que la voluntad arbitraria determinaba la vida o la muerte de las personas. Cada vez fue quedando más claro que al crear ese infierno en la tierra para tantos de sus habitantes, Europa estuvo a punto de destruirse a sí misma. La comprobación de que el continente había seguido una senda suicida significó que era necesario un comienzo enteramente nuevo.
Aunque la guerra europea acabó con la capitulación de Alemania el 8 de mayo de 1945 (el Día VE, esto es de la Victoria en Europa), las tropas europeas siguieron combatiendo en el Extremo Oriente durante otros tres meses hasta que también los japoneses se rindieron incondicionalmente. La derrota total de los nipones puso fin al conflicto mundial. Este final fue precipitado por el acontecimiento que, más que cualquier otro, determinaría el futuro de Europa y el del resto del mundo durante las siguientes décadas: el lanzamiento de la bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945, seguido tres días después por un ataque igualmente devastador sobre Nagasaki. Los americanos habían estado cuatro años invirtiendo unos recursos enormes y utilizando las investigaciones pioneras de los científicos nucleares en la producción de la bomba atómica. Los alemanes, afortunadamente, habían quedado muy rezagados en el desarrollo de sus propias investigaciones. El lanzamiento de la bomba atómica cambió de golpe, y de forma espectacular, la base del poderío militar y político, y remodeló las formas en las que podía ser concebido.
En el futuro sería imposible hacer una guerra basada en las matanzas masivas de desgaste, como sucediera en el Somme durante la primera guerra mundial o en Stalingrado durante la segunda. Pero una futura guerra en Europa significaría una destrucción de una magnitud no alcanzada ni de lejos durante la segunda guerra mundial. La bomba atómica ponía ahora en manos de sus poseedores un instrumento terrible, un instrumento que, a medida que el armamento nuclear fuera haciéndose cada vez más destructivo, tendría la capacidad de acabar con un país entero con sólo apretar un botón. En último término el legado de la guerra fue dejar a Europa y al resto del mundo bajo la amenaza permanente de unas armas con una capacidad destructiva sin precedentes. En adelante, los europeos tendrían que aprender a vivir bajo la sombra de la bomba y tendrían que hacer frente a la amenaza de la aniquilación nuclear. La nube en forma de seta de la bomba se convertiría en el símbolo de la nueva era. Aquél fue el punto en el que el mundo dio un giro decisivo.