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Zona de peligro
«La experiencia enseña», dijo Gletkin, «que, para todos los procesos complicados, a las masas hay que darles una explicación simple y que les resulte fácilmente asequible. Por lo que conozco de historia, me doy cuenta de que la especie humana no ha prescindido nunca de la víctima propiciatoria».
Arthur Koestler,
El cero y el infinito (1940)
En el momento en el que lo peor de la crisis económica había pasado, en torno a 1934, Europa había cambiado, y lo había hecho de una forma muy inquietante. El ordenamiento pactado de posguerra estaba viniéndose abajo. El triple conflicto ideológico entre fascismo, bolchevismo y democracia liberal estaba intensificándose. Los regímenes fascistas afirmaban su fuerza, las democracias revelaban su debilidad. Los dictadores iban ganando y eran los que configuraban el programa a seguir. De las ruinas de una crisis económica global empezaba a surgir una conflagración mundial.
El orden internacional se desmorona
El orden internacional de posguerra establecido en Europa había sido desde el primer momento un edificio extremadamente endeble, asentado sobre unos cimientos sumamente frágiles. Los intereses nacionales, las tensiones étnicas y los resentimientos nacionalistas fomentados por los acuerdos de posguerra habían amenazado siempre con provocar su hundimiento. Donde estos factores asumieron un carácter más grave fue en la mitad oriental del continente. En la mitad occidental, el «espíritu de Locarno» había ofrecido durante un breve lapso de tiempo a finales de los años veinte cierta esperanza de estabilidad y reconciliación. Pero esas esperanzas se habían evaporado por completo en el posterior clima de depresión económica. La consolidación de la conquista del estado por el fascismo en Italia y, más recientemente, la ascensión al poder de Hitler en Alemania, representaban el desafío más inquietante. Tras una década de régimen fascista, Italia no era ya el país débil y dividido que había sido antes de la Gran Guerra, y especulaba ya con las posibilidades que tenía de adquirir un imperio y dominar el Mediterráneo y el norte de África. Sin embargo, la nueva entidad más perturbadora que había surgido durante la Depresión, con un potencial enorme para poner patas arriba el orden internacional, era un Reich alemán revitalizado, seguro de sí mismo y firmemente enérgico, bajo la égida de los nazis.
Estas nuevas fuerzas no tardarían en remodelar una configuración de «grandes potencias» que habían cambiado mucho desde la guerra: la desaparición del Imperio Austrohúngaro había dado paso a toda una franja de estados inestables en la Europa central y del este; las democracias occidentales, Gran Bretaña y Francia, habían quedado debilitadas significativamente; y mientras tanto la Unión Soviética seguía frenéticamente ocupada en su violenta reconstrucción interna. La arena internacional empezaba a verse dominada casi en su totalidad por el equilibrio cambiante de relaciones entre los países grandes y poderosos, mientras que las naciones más pequeñas eran atraídas progresivamente hacia la estela dejada por ellos. La enérgica reafirmación nacional de los países fascistas, Italia y especialmente Alemania, era el nuevo factor dinámico que ponía en peligro el orden internacional. Las otras potencias, incluida la Unión Soviética, cuya prioridad absoluta era reforzar sus defensas frente a la que consideraba la amenaza proveniente de la agresión imperialista de los capitalistas de Occidente, se vieron obligadas en buena medida a reaccionar ante unas fuerzas que no acababan de comprender del todo. Dados los intereses contrapuestos y las sospechas mutuas que despertaban unas en otras, estas potencias estaban por lo demás demasiado divididas entre sí como para enfrentarse a aquellas fuerzas.
La Sociedad de Naciones, el único organismo importante que había sido ideado para superar los intereses nacionales, ofrecía un parapeto muy débil frente a los poderosos elementos centrífugos del orden internacional de Europa. Sin la participación de los americanos, la eficacia de la Sociedad de Naciones había quedado dañada desde el principio. No obstante, durante los años veinte la organización había desempeñado cierto papel proporcionando ayuda a las decenas de millares de refugiados que cruzaban la Europa del este. Había contribuido además decisivamente a evitar la bancarrota nacional en Austria y en Hungría proporcionando grandes préstamos que ayudaran a estabilizar unas divisas arruinadas por la hiperinflación. Incluso durante los años de la Depresión y posteriormente, la Sociedad de Naciones continuó llevando a cabo su trabajo en diversas áreas, como por ejemplo combatiendo enfermedades epidémicas, impidiendo el tráfico de seres humanos y mejorando las condiciones del comercio mundial, actividades todas ellas que trascendían necesariamente las fronteras nacionales y que, de maneras muy diversas, desembocarían en desarrollos positivos después de la segunda guerra mundial. Pero por lo que respecta a su principal objetivo, mantener la paz y, cuando fuera necesario, imponerla (aunque sin disponer para ello de medios militares internacionales de ningún tipo), la Sociedad de Naciones resultaría un fracaso total. No tenía nada que hacer frente la autoafirmación nacional predatoria y rapaz de Italia y Alemania, y demostró que era incapaz de superar las políticas de egocentrismo nacional, generadoras de división y autodestructivas, de las democracias occidentales.
La primera perturbación del orden internacional se produjo en realidad lejos de Europa, con la ocupación de Manchuria por Japón en septiembre de 1931. Después de que China apelara al respaldo internacional para condenar semejante atropello, la Sociedad creó cuando ya era demasiado tarde una comisión encargada de explorar el trasfondo general del conflicto y de hacer propuestas de negociación. La comisión tardó casi un año en elaborar su informe, denunciando finalmente la acción llevada a cabo por Japón, aunque presionando al mismo tiempo a China para que reconociera lo que la comisión consideraba los intereses legítimos de Japón en Manchuria. A pesar de su cautela, el dictamen llegó en cualquier caso a deshora. En 1932 había sido ya establecido un estado títere de Japón en Manchuria, vastísima región de importancia vital desde el punto de vista económico, que fue rebautizada como Manchukuo. La Sociedad de Naciones no tenía fuerza coercitiva alguna para obligar a Japón a devolver el territorio conquistado, y China era demasiado débil y estaba demasiado dividida como para intentar llevar a cabo una reconquista armada. La agresión de Japón fue denunciada y denigrada por la opinión pública mundial. Pero de nada sirvió, salvo para que Japón, irritado por la condena internacional, se retirara de la Sociedad de Naciones en febrero de 1933. El aislamiento diplomático nipón fomentó la aparición de un nacionalismo desaforado, al tiempo que el país se decantaba por un régimen sustentado por una oligarquía militar y empeñado en la expansión. Manchuria había dejado al descubierto la impotencia de la Sociedad de Naciones. Y de paso había dado a conocer al mundo la debilidad de Gran Bretaña y Francia, los dos países dominantes de la organización. Mantener la fuerza naval británica en el Extremo Oriente significaba someter a más presión todavía los recursos defensivos de Inglaterra, ya de por sí sobrecargados. El episodio supuso un incentivo para la política de apaciguamiento, tanto en el Extremo Oriente como en Europa.
En aquellos momentos había quedado patente que la finalidad principal de la Sociedad de Naciones, esto es reducir las perspectivas de conflicto internacional mediante un sistema de seguridad colectivo basado en un pacto de desarme, era un fracaso sin paliativos. Las grandes esperanzas y los ideales expresados en el momento de la creación de la Sociedad en enero de 1920 habían dado lugar a pocos o nulos resultados durante esa década. No era ya que el desarme fuera impopular en buena parte de la opinión pública (allí donde ésta podía expresarse y ser registrada libremente). Diez años después de la firma del Armisticio que había puesto fin a la primera guerra mundial, el renovado interés por la catástrofe y la evocación de los recuerdos de los horrores del conflicto se combinaron, intensificando de paso los temores del desastre apocalíptico que habría traído consigo una nueva guerra. Los movimientos pacifistas, que invariablemente atraían a una pequeña proporción de la población, fueron ganando cada vez más apoyos en países de la Europa occidental como Gran Bretaña, Francia y Dinamarca. Muchos más numerosos eran los que, sin abrazar el pacifismo, hacían campaña activamente en pro de la paz y el desarme. Entre ellos destacaban los socialistas, los sindicalistas, los intelectuales, los liberales y los clérigos; y también las mujeres tenían entre ellos una representación desproporcionada. El sentimiento antibélico había sido también muy fuerte en Alemania a finales de los años veinte entre la izquierda política. La novela antibelicista de Erich Maria Remarque Im Westen nichts Neues (Sin novedad en el frente) se había convertido inmediatamente en un superventas tras su aparición en 1929, llegándose a vender más de un millón de ejemplares en Alemania.
Los sentimientos antibelicistas en la izquierda alemana contrastaban con el militarismo incondicional y la glorificación de la guerra de la extrema derecha. El atractivo que había tenido en la Alemania de los años veinte el libro de memorias de Ernst Jünger, In Stahlgewittern (Tempestades de acero), con la alabanza que en él se hacía de la guerra, ya había sido un claro indicio de lo dividida que estaba la población alemana en su opinión sobre la primera guerra mundial. No es de extrañar, pues, que la publicación de Im Westen nichts Neues suscitara la indignación de la derecha, especialmente entre los militantes de su nuevo portaestandarte, el partido nazi. Cuando en diciembre de 1930 se estrenó en Alemania la película americana basada en la novela, provocó tal oleada de protestas por parte de la derecha, capitaneada por los nazis, que vio en ella un insulto al honor del país, que se prohibió su exhibición pública por «poner en peligro la reputación internacional de Alemania» y suponer el «menosprecio del ejército alemán».
Sin embargo, hasta la ascensión al poder del nazismo no llegó a imponerse sobre los sentimientos antibelicistas la visión militarista de la guerra, presentada como una lucha gloriosa en la que a los alemanes les había sido negada la victoria por la «puñalada en la espalda» que, dentro de su propio país, les habían infligido los revolucionarios marxistas. La organización militarista de veteranos de guerra más numerosa, el Stahlhelm («Casco de acero»), que glorificaba la experiencia vivida en el frente, había sido durante los años veinte mucho más pequeña que la asociación de veteranos contrarios a la guerra de los socialdemócratas, la Reichsbanner («Bandera del Reich»). Todavía en 1932, apenas un año antes de que Hitler tomara el poder, los socialistas alemanes organizaron concentraciones por la paz a las que asistieron más de 600 000 personas. E incluso después de que Hitler se convirtiera en canciller, buena parte de la población de Alemania, especialmente los que habían vivido la primera guerra mundial, seguía teniendo un miedo patológico de que se produjera una nueva conflagración. Lo que supuso una jugada maestra por parte de Hitler fue convencer a la gente durante años de que lo que él buscaba era la paz, no la guerra, de que el rearme era la mejor forma de garantizar la defensa de Alemania, y de que lo único que quería era la «igualdad de derechos» en términos de fuerza militar respecto a las potencias occidentales. Si éstas no se desarmaban, sostenía, el concepto más elemental de equidad y el orgullo y el prestigio de toda gran nación exigían que se permitiera a Alemania reconstruir sus fuerzas armadas, reducidas a unos niveles ridículos por el Tratado de Versalles de 1919, hasta alcanzar unos niveles similares a los de las demás. Aquél era para muchos, y no sólo para los militantes del partido nazi, un argumento absolutamente convincente.
Éste acabó siendo el asunto decisivo que vició todos los intentos de la Conferencia sobre Desarme, reunida por primera vez en Ginebra el 2 de febrero de 1932 (tras varios años de preparativos), de alcanzar un acuerdo internacional. Naturalmente eran muchos y enojosos los problemas técnicos que comportaba el mero hecho de intentar regular un mercado mundial de armas, restringir el gasto en armamento de los distintos gobiernos nacionales y persuadir a los países de que depositaran su fe en la seguridad a través del desarme. Pero un obstáculo mucho mayor, con diferencia, era el que planteaba el hecho de que algunos grandes países —Japón, la Rusia soviética, Italia y Alemania entre ellos— simplemente no tenían la menor voluntad de aceptar el desarme. El problema se complicó todavía más debido a una grave dificultad que preocupaba a Francia e Inglaterra especialmente: ¿Cuál era el nivel permisible de armamento para Alemania? Como por lo demás era comprensible después de haber sido invadida dos veces en lo que aún era la memoria viva de la gente desde la otra orilla del Rin, el interés primordial de Francia era su seguridad. No era aceptable ningún desarme que pusiera mínimamente en riesgo este principio. Gran Bretaña, por su parte, la principal impulsora de las propuestas de desarme, adoptó la postura más idealista de que un desarme generalizado habría creado realmente un estado de seguridad. Los franceses no estaban nada convencidos, y no era muy probable que cambiaran de postura dada la renuencia de Gran Bretaña a garantizar su disposición a poner a su ejército en pie de guerra para ayudar a Francia en caso de un ataque alemán.
Esta división fundamental entre las dos grandes potencias occidentales en lo tocante a la política de desarme le vino muy bien a Hitler. Le brindaba una oportunidad excepcional de aprovechar lo que podía presentar como la desigualdad básica de principio oculta tras la retórica grandilocuente de la Conferencia sobre Desarme: las democracias occidentales no estaban dispuestas a reducir sus propios niveles de armamento y ponerlos a la altura de los que se habían impuesto a Alemania, ni tampoco a permitir a ésta rearmarse hasta alcanzar los niveles que ellas mismas exigían como requisito para su propia seguridad. El más puro interés nacional (también por parte de los países más pequeños) hacía que todos los países se aferraran a unas garantías de seguridad que era imposible darles, y de paso truncaba toda esperanza de alcanzar un acuerdo general.
La Conferencia ya había empezado a dar motivos más que suficientes para pasar al olvido cuando Hitler, perfectamente en línea con los deseos de los altos mandos del ejército alemán y del Ministerio de Asuntos Exteriores, aprovechó la ocasión para retirar a Alemania de la Conferencia y de la propia Sociedad de Naciones el 14 de octubre de 1933. Con su vista infalible para todo lo que supusiera un golpe propagandístico, no desaprovechó la oportunidad para, inmediatamente después de esa retirada, convocar un plebiscito que le reportó oficialmente un 95% de los votos a favor de su acción, reforzando enormemente su posición entre el pueblo alemán. Tras la retirada de Alemania, el desarme era letra muerta, a pesar incluso de que la Conferencia siguió penosamente adelante hasta que finalmente fue rematada en junio de 1934. Hitler había salido triunfador. La Sociedad de Naciones había sufrido un golpe gravísimo. Las posibilidades de llegar al desarme eran nulas. Europa se disponía a emprender una nueva carrera armamentística.
En marzo de 1935 Hitler se sintió lo bastante seguro como para anunciar la creación de una nueva Wehrmacht, mucho más numerosa, formada por treinta y seis divisiones (unos 550 000 hombres), y la reintroducción del servicio militar generalizado. También se hizo pública la existencia de una fuerza aérea alemana, tan numerosa ya —aseguraba Hitler con notable exageración— como la británica. Ambos anuncios suponían un claro desafío al Tratado de Versalles. Las democracias occidentales protestaron; pero eso fue todo. En cualquier caso, el paso dado por Hitler las había puesto nerviosas. De modo que incrementaron de manera notable su propio gasto en armamento.
Alarmados por el rearme de Alemania, los líderes de Gran Bretaña, Francia e Italia, reunidos en abril de 1935 en Stresa, en el norte de Italia, habían acordado confirmar el Tratado de Locarno de 1925. Pero apenas dos meses después, Inglaterra rompió incluso esa mínima hoja de parra de solidaridad internacional firmando el tratado naval bilateral propuesto por Alemania, por el que se limitaban las dimensiones relativas de sus respectivas armadas. Los ingleses esperaban que el acuerdo naval significara un paso adelante hacia una regulación más general y una restricción del rearme de Alemania. La esperanza era vana. De hecho, el acuerdo naval no fue más que otro clavo en la tapa del ataúd del Tratado de Versalles, esta vez con la connivencia directa de una de las grandes potencias que habían participado en el ordenamiento pactado de posguerra. Alemania no cabía en sí de gozo. Francia en particular no pudo ocultar una mueca de disgusto al ver que Gran Bretaña, de manera independiente e innecesaria, regalaba a Hitler un estímulo más a su prestigio.
Al tiempo que Alemania salía nuevamente fortalecida de su aislamiento internacional y que el ordenamiento europeo de posguerra iba desmoronándose a ojos vistas, los distintos países se peleaban por establecer nuevas alianzas que les permitieran reforzar su seguridad. Polonia fue el primer estado (después del Vaticano, que había firmado un concordato con Alemania poco después de la ascensión de Hitler al poder) en buscar una nueva base de entendimiento con el gigante que empezaba a despertar en la Europa central. Hitler se lo había agradecido dando su beneplácito a la conclusión de un pacto de no agresión de diez años de duración con su vecino del este en enero de 1934. Convenía a los intereses tanto alemanes como polacos estabilizar las relaciones entre los dos países. Polonia conseguía seguridad por el oeste. Y Alemania cortaba el paso a cualquier turbulencia potencial proveniente del este en un momento en el que, como consecuencia del vehemente antibolchevismo del movimiento nazi, sus relaciones con la Unión Soviética estaban deteriorándose considerablemente.
La Unión Soviética había estado ocupada en buena parte en sus propias convulsiones internas durante los primeros años treinta. Pero una vez que Hitler asumió el poder en Alemania, los líderes soviéticos, conscientes del nuevo peligro al que potencialmente se enfrentaban, vieron la necesidad de colaborar con las democracias occidentales en la construcción de un sistema de seguridad colectiva en Europa. En 1933 se establecieron relaciones diplomáticas con el Reino Unido, Francia y Estados Unidos. En septiembre de 1934 la Unión Soviética ingresó en la Sociedad de Naciones, a la que anteriormente había calificado de mera «conspiración imperialista». Era preciso forjar nuevas alianzas. Al año siguiente, la Unión Soviética firmó un pacto de ayuda mutua con Francia formando una alianza de defensa. Lejos de asustar a Hitler, los nuevos pactos lo hicieron resolverse todavía más a romper cualquier atadura.
En realidad, unos acontecimientos desarrollados no en la Europa central, sino mucho más al sur, socavarían todavía más el orden internacional, hiriendo de muerte a la Sociedad de Naciones y allanando el camino a un mayor estrechamiento de lazos entre Italia y Alemania. El 3 de octubre de 1935 Italia invadió Abisinia (habitualmente llamada después Etiopía). Se trataba de un gesto de imperialismo anticuado con métodos modernos. Mussolini era el defensor decisivo de la guerra, en no poca medida con la finalidad de incrementar su prestigio. La victoria supondría la venganza de la humillante derrota de las fuerzas italianas a manos de los abisinios en Adua en 1896. Demostraría a las potencias occidentales que Italia ya no era el país débil que en 1919, pese a encontrarse en el bando de los vencedores, había sido privado de lo que muchos italianos consideraban que era la porción de colonias africanas que «justamente» les correspondía. Pondría de manifiesto además, a través de la conquista militar, la posición de Italia como potencia imperial dinámica en un momento en el que el poderío colonial de Inglaterra y Francia parecía ir de capa caída. Y lo que no era menos importante, Abisinia sería un trampolín hacia la construcción de un nuevo imperio romano basado en la dominación por parte de Italia del Mediterráneo, el Adriático y Dalmacia, Grecia y el Egeo, y la parte norte y este de África.
La guerra fue brutal. Los bombarderos italianos hicieron un uso generalizado de gases tóxicos para aterrorizar a la población. Pero los abisinios resistieron durante meses frente a unas fuerzas muy superiores. La guerra concluyó de hecho con la huida del emperador de Abisinia, Hailé Selassié, y la entrada de las tropas italianas en Addis Abeba en mayo de 1936, aunque tuvieran que pasar otros siete meses antes de que los italianos, pagando un precio altísimo, pudieran declarar «pacificada» Etiopía. El rey de Italia fue proclamado emperador. Mussolini pudo disfrutar de los elogios del público italiano. Su popularidad no había alcanzado nunca unas cotas tan altas, pero tampoco volvería a alcanzarlas. En cualquier caso, su prestigio en el interior era de momento enorme.
Internacionalmente, la guerra de Abisinia anunció la defunción de la Sociedad de Naciones como vehículo internacional de promoción de la paz y la seguridad en Europa. La organización impuso una serie de sanciones económicas a Italia. En realidad dichas sanciones fueron muy limitadas. Por ejemplo, se prohibió la exportación de foie gras a Italia, pero no se prohibió la de hierro, acero, carbón o petróleo. Cuando se filtró la noticia de una propuesta de tratado en virtud del cual los ministros de Exteriores de Gran Bretaña y Francia, Samuel Hoare y Pierre Laval, acordaban recompensar la agresión de Mussolini concediendo a Italia casi dos terceras partes de Abisinia, el escándalo, especialmente en Inglaterra, fue enorme. Los dos miembros más importantes de la Sociedad de Naciones se mostraban de acuerdo en el reparto de otro estado miembro de la organización que había sido invadido por otro estado miembro en un acto de guerra sin que mediara provocación alguna.
Las relaciones entre Inglaterra y Francia se tensaron temporalmente. Pero el daño infligido a la reputación de la Sociedad de Naciones fue mucho mayor. Las naciones pequeñas de Europa pudieron ver la impotencia de la organización. Reconsideraron sus obligaciones para con ella y buscaron vías alternativas para la seguridad. Suiza confirmó su neutralidad, aunque de hecho buscó en Italia un contrapeso a la influencia de Francia y Alemania. Polonia, Rumanía y Yugoslavia perdieron la confianza en la formalidad de Francia. Los países escandinavos, junto con España, Suiza y Holanda, dejaron ver la utilidad de comprometerse a aplicar un régimen de sanciones cuando los principales actores de la Sociedad de Naciones pretendían recompensar la agresión con ganancias territoriales. Después de lo de Abisinia, la organización quedó reducida a una mera irrelevancia idealista. Como instrumento destinado a mantener y asegurar la paz en Europa, estaba muerta, aunque, curiosamente, su última publicación bajo el epígrafe «desarme» no aparecería hasta junio de 1940 en el momento preciso en que las fuerzas armadas alemanas estaban empeñadas en destruir Francia.
La principal beneficiaria de la guerra de Abisinia fue Alemania. Hasta ese momento Mussolini se había mostrado notoriamente frío hacia Hitler. El líder italiano tenía tantos recelos como las potencias occidentales ante los objetivos expansionistas de Alemania, especialmente con respecto a Austria. En 1934, tras el asesinato del canciller austríaco Engelbert Dollfuss, había trasladado incluso tropas italianas al paso del Brennero, en los Alpes, como advertencia a Hitler. Todavía en abril de 1935, Italia se había alineado al lado de las potencias occidentales en el «Frente de Stresa», cuya finalidad era frenar cualquier expansión alemana por Occidente y en particular cualquier paso que pudiera dar hacia la dominación de Austria. Pero durante la guerra de Abisinia, Italia se encontró prácticamente sin amigos, teniendo que hacer frente a sanciones, y haciendo unos progresos militares muy inestables. Hitler mantuvo a Alemania neutral durante esta guerra. Pero no ofreció su respaldo a la Sociedad de Naciones. Mussolini necesitaba amigos; y Hitler podía utilizar esa necesidad. En enero de 1936 Mussolini cambió de postura. Hizo saber que, en su opinión, el Frente de Stresa estaba muerto, que no se opondría a que Austria cayera en poder de Alemania, y que no prestaría apoyo a Francia ni a Inglaterra en caso de que Hitler decidiera reaccionar ante la ratificación del pacto de ayuda mutua con la Unión Soviética, que iba a tener lugar próximamente en París. Hitler se dio por enterado. Eso significa que podía contemplar la posibilidad de una acción inmediata de cara a la remilitarización de Renania, paso esencial para la defensa de Alemania por el oeste y de gran importancia para el rearme, aunque también suponía un ataque flagrante al Tratado de Locarno de 1925, que había garantizado el ordenamiento pactado de posguerra en Europa occidental.
Tarde o temprano cualquier gobierno nacionalista alemán habría intentado eliminar la cláusula de los pactos de posguerra, ratificados en Locarno, según la cual debía permanecer desmilitarizada una franja de 50 kilómetros de territorio alemán en la margen derecha del Rin. Para la mayoría de los alemanes, no sólo para los nacionalistas extremos, aquello equivalía a una limitación intolerable de la soberanía de su país y un recordatorio perpetuo de las imposiciones de los vencedores de 1919. Lo más probable es que una diplomacia paciente hubiera conseguido negociar el fin de la desmilitarización en el plazo de unos años. El propio Hitler pensaba en 1937. Pero la diplomacia paciente no era el camino propio del dictador. Vio las grandes ventajas que un golpe de efecto podría tener tanto para su crédito en el interior como para su prestigio internacional. La ratificación del pacto franco-soviético le proporcionó el pretexto que buscaba. La caótica actitud de las democracias occidentales respecto a lo de Abisinia, la pérdida de credibilidad de la Sociedad de Naciones y la luz verde que le dio Mussolini proporcionaron la ocasión propicia. Había que aprovechar la oportunidad. Se produjeron ciertas vacilaciones y cierto nerviosismo de última hora. Pero Hitler no titubeó mucho. El 7 de marzo de 1936 penetró en la zona desmilitarizada una fuerza compuesta por 22 000 soldados alemanes. Sólo 3000 integrantes de la fuerza reunida de 30 000 hombres habían recibido la orden de adentrarse en Renania, respaldados por unidades de la policía. No hubo confrontación militar. Como Hitler había supuesto, las democracias occidentales protestaron por lo ocurrido, pero fuera de eso no hicieron nada. Se había salido con la suya y había conseguido su mayor éxito hasta la fecha.
Aquélla habría sido la última oportunidad, aparte de la guerra, que habrían tenido las democracias occidentales de parar los pies a Hitler. ¿Por qué no lo hicieron? Al fin y al cabo, sólo había avanzado hasta Renania una pequeña fuerza alemana, y además con órdenes de retirarse si era desafiada por el mayor ejército de Europa occidental. Si los franceses hubieran detenido el avance de las tropas alemanas con una demostración de fuerza militar, el golpe a la reputación de Hitler lo habría debilitado significativamente ante los ojos de los militares y de la opinión pública de su país. No podemos saber qué consecuencias habría tenido. Es perfectamente factible que Hitler se hubiera mostrado incapaz de seguir adelante con las jugadas subsiguientes, consideradas descabelladas y peligrosas por las figuras más poderosas entre los mandos militares, si hubiera fracasado ignominiosamente en su intento de remilitarizar Renania en 1936. Sin embargo, como el Führer sabía por la información que había logrado recoger de los servicios de inteligencia franceses, había muy pocas probabilidades de que Francia tomara medidas de carácter militar para detener la acción de Alemania. Antes de que Hitler diera el paso, los políticos franceses habían excluido prácticamente el uso de la fuerza para expulsar de Renania a las tropas alemanas. La movilización habría sido desastrosa financiera y políticamente, con un coste de 30 millones de francos al día. Aun así, apenas pudo impedirse que el pánico financiero se adueñara de París. Además, el ejército de Francia no era capaz de llevar a cabo una acción inmediata. Necesitaba un período de dieciséis días para llevar a cabo su movilización. Y eso sólo para defender las fronteras del país, no para combatir en el Rin. La opinión pública francesa se oponía además a las represalias militares. Incluso los que deseaban ver el castigo de Hitler no pensaban que valiera la pena combatir por Renania.
En cualquier caso, los franceses no estaban dispuestos a actuar sin el apoyo de los británicos. Pero no había la más mínima posibilidad de que los ingleses respaldaran cualquier tipo de acción militar en Renania. Las autoridades británicas eran muy conscientes —y así se lo hicieron saber a los franceses— de que Inglaterra no estaba en condiciones de llevar a cabo ninguna acción militar contra Alemania en caso de que se violara el Tratado de Locarno. Era indudable que la opinión pública británica no habría estado a favor de una acción semejante. Los ánimos en Gran Bretaña después de la crisis de Abisinia eran, si acaso, más contrarios a Francia que a Alemania. Nadie tenía las menores ganas de arremeter contra Hitler cuando, al fin y al cabo, a juicio de muchos, lo único que había hecho era entrar «en su propio patio trasero». A diferencia de la reacción popular de los británicos ante la invasión de Abisinia por los italianos, no hubo desfiles de protesta, manifestaciones ni reclamaciones de sanciones contra Alemania.
De modo que ni Inglaterra ni Francia hicieron nada aparte de intentar disimular sus discrepancias en torno a la manera de proceder, retorcerse las manos, apelar al Consejo de la Sociedad de Naciones —gesto que indudablemente no habría quitado ni mucho menos el sueño a Hitler— y finalmente presentar de mala gana unas cuantas propuestas diplomáticas en torno a la cuestión de Renania que Hitler, una vez resueltas las cosas a su manera, no habría tenido la menor dificultad en rechazar. Anthony Eden, a la sazón secretario del Foreign Office británico, dijo en la Cámara de los Comunes que su objetivo había sido encontrar una solución pacífica y negociada. «Es el apaciguamiento de Europa en su conjunto lo que tenemos en todo momento ante nuestros ojos», afirmó. «Apaciguamiento» era un término que no tardaría en reaparecer hasta obsesionar al gobierno británico.
A finales de marzo de 1936 Hitler montó un plebiscito para ratificar la acción de Renania. Le reportó un 99% de votos favorables, la cifra más querida de los dictadores. Naturalmente eran unos resultados falsificados. Pero no cabe duda de que efectivamente una abrumadora proporción de la población alemana acogió con entusiasmo la acción de Hitler; por supuesto una vez que quedó claro que no iba a provocar ninguna guerra. La popularidad del dictador en el interior volvió a alzarse hasta alcanzar de nuevo cotas insospechadas. Aquello incrementó el ascendiente sobre las elites dominantes tradicionales de Alemania. Su osadía había valido la pena. Se había demostrado que sus dudas estaban equivocadas. El ejército, en particular, quedó todavía más agradecido si cabe a Hitler. La egolatría del dictador no conocía límites. Se consideraba prácticamente infalible, mientras que los que habían vacilado durante los días de tensión previos a la marcha sobre Renania no le inspiraban más que desprecio.
En aquellos momentos la fortaleza militar de Alemania constituía de manera incuestionable el factor fundamental de la configuración europea de poder. Aquello suponía un asombroso giro respecto a la situación reinante apenas cuatro años antes cuando, con el país obligado a hincarse de rodillas, las potencias occidentales habían acordado la conclusión efectiva del pago de indemnizaciones y reparaciones de guerra. La remilitarización de Renania venía a dar el golpe de gracia a los tratados de Versalles y Locarno, y por fin derribaba por completo las esperanzas que aún pudieran quedar de una base duradera de seguridad en las fronteras franco-alemanas. Parecía incluso más probable si cabe que en cualquier momento se produjera la confrontación de las democracias occidentales con la Alemania de Hitler. Durante los últimos tres años Hitler había tomado una y otra vez la iniciativa, mientras que las potencias occidentales se habían mostrado indecisas, demostrando únicamente debilidad y falta de determinación.
Mientras Gran Bretaña y Francia seguían intentando luchar con unos socios diplomáticos que no jugaban según las reglas establecidas, los dictadores de Alemania e Italia se acercaban cada vez más uno a otro. A comienzos de 1936 las relaciones entre los dos todavía habían sido menos que cordiales. En otoño, se forjó la creación de lo que el 1 de noviembre Mussolini denominó el Eje Roma-Berlín. Aunque todavía no se diera cuenta de ello, Mussolini estaba pasando de dictador mayor a socio menor. Las dos potencias expansionistas, ambas regidas por unos líderes imprevisibles que detentaban un poder casi absoluto en sus respectivos países, representaban una doble amenaza, cada vez más peligrosa, para la paz en Europa. Privada ahora del apoyo de Italia, Austria había aceptado en el mes de julio unas condiciones que incrementaban tremendamente la influencia de Alemania en el país. E incluso antes de que se constituyera formalmente, el Eje había empezado a funcionar ya en España. Tanto Hitler como Mussolini habían decidido suministrar apoyo militar a la rebelión de los nacionales capitaneada por el general Francisco Franco.
Un factor significativo para el acercamiento y la unión de los dictadores fue su antibolchevismo. Hitler fue en este sentido la fuerza motriz. Para Mussolini, el antibolchevismo había sido principalmente un arma propagandística en el interior. Rusia tenía poca importancia estratégica para él. El antibolchevismo de Hitler era más radical. Los lazos intrínsecos que en su mente unían a los judíos y al bolchevismo habían constituido una obsesión personal para él desde los años veinte. Pero la Unión Soviética había desempeñado en el mejor de los casos un papel secundario en la elaboración de sus movimientos en materia de política exterior desde que ascendió al poder. La cosa cambiaría en 1936. Ese año la idea de un próximo enfrentamiento con el enemigo ideológico fundamental, algo que no había abandonado en ningún momento la mente de Hitler, empezó a consolidarse. Al Führer le preocupaba cada vez más la amenaza bolchevique. Hitler veía un peligro muy real para Alemania proveniente de la dominación comunista de Francia y España. Era perfectamente consciente de los grandes avances llevados a cabo en materia de industrialización por la Unión Soviética y de sus amplísimos planes de rearme. A su juicio, el tiempo no corría a favor de Alemania. Veía a Europa dividida en dos bandos irreconciliables. En algún momento habría que hacer frente a ese peligro en los próximos años, antes de que fuera demasiado tarde.
A finales de agosto de 1936, Hitler había terminado un extenso memorándum en el que se fijaba la dirección que debía seguir la economía alemana durante los cuatro años siguientes, y se diseñaba un programa cuyo objetivo era maximizar la producción interna con el fin de lograr una rápida aceleración del rearme. Sus antecedentes eran la presión económica cada vez mayor experimentada en Alemania durante los últimos meses. Las importaciones de productos alimenticios habían asumido temporalmente la primacía sobre la compra de las materias primas necesarias para el rearme. Se habían oído destacadas voces que reclamaban a las autoridades que redujeran el gasto en rearme y reorientaran la economía. Había que tomar una decisión.
Y Hitler la tomó. Prefirió los cañones antes que la mantequilla. Su razonamiento era político, no económico. Su memorándum sobre el «Plan Cuatrienal» empezaba afirmando que el bolchevismo iba a estar en el centro de un nuevo conflicto mundial. Aunque no podía saberse cuándo iba a tener lugar, el enfrentamiento con la Unión Soviética, decía, era inevitable. El memorándum acababa estableciendo dos tareas: «I. El ejército alemán debe estar preparado para luchar en el plazo de cuatro años. II. En cuatro años, la economía alemana debe estar en condiciones de sostener una guerra». No era un calendario para la guerra. Pero a partir de ese momento, Alemania no podría liberarse de la senda que había empezado a seguir. A menos que se quitara el poder a Hitler, no cabía dar marcha atrás y volver a una economía de tiempos de paz basada en el comercio internacional. Se había optado por un programa intensivo de autarquía económica con el fin de construir unas fuerzas armadas listas para intervenir en un conflicto. Los puntos quedaron fijados. La senda conducía a la guerra. Los dictadores empezaban a configurar el destino de Europa.
La dictadura:
Regímenes reaccionarios
Los años treinta fueron la década de los dictadores. Algunas dictaduras se habían formado durante los años veinte. No tardarían en venir otras durante los cuarenta en forma de regímenes de ocupación. Pero sobre todo los treinta fue la época en la que prosperaron los dictadores. En 1939 había más europeos viviendo en dictaduras que en democracias.
Todas las dictaduras tenían diversos rasgos en común: eliminación (o severa restricción) de las formas pluralistas de representación política, limitación (o abolición) de las libertades personales, control de los medios de comunicación de masas, supresión (o limitación estricta) de toda independencia judicial y represión severa de los disidentes políticos mediante la ampliación de los poderes policiales. Además todas las dictaduras recurrieron a diversas formas de pseudorepresentación. Aparte de la Unión Soviética, donde la «dictadura del proletariado» justificaba sus pretensiones de legitimidad en el concepto de clase, los regímenes dictatoriales afirmaban invariablemente que representaban a «la nación» o al «pueblo», que encarnaban la soberanía popular y actuaban en nombre del interés nacional. Normalmente se mantuvo siempre alguna modalidad de asamblea nacional o parlamento, por amañado, controlado o manipulado que estuviese. En cualquier caso, el verdadero poder residía invariablemente en la jefatura de un «hombre fuerte», cuya autoridad se basaba en el respaldo del estamento militar y de las fuerzas de seguridad. En todas las dictaduras el papel de los militares fue decisivo. Y aparte de la Unión Soviética, el ejército era sin excepción nacional-conservador desde el punto de vista ideológico y de carácter vehementemente antisocialista. A la mayor parte de las dictaduras les bastaban unos objetivos de carácter esencialmente negativo: sofocar la descomposición interna, restaurar el «orden» y mantener el poder de las elites. No planteaban ningún peligro exterior.
Por ejemplo, el régimen autoritario establecido en Estonia en 1934 por el primer ministro y antiguo líder de la Unión de los Campesinos, Konstantin Päts, tenía el objetivo declarado, en medio del profundo desorden político reinante y de una enorme inestabilidad parlamentaria, de defender la seguridad interna. La Unión de Veteranos (Vapsen) —movimiento populista de derecha radical, de carácter cuasi-fascista— fue considerada responsable del incremento de los disturbios políticos y consiguientemente prohibida. La elección de sus diputados fue anulada, algunos de sus miembros más destacados fueron detenidos y las manifestaciones políticas fueron prohibidas. Algunas publicaciones fueron amordazadas. A continuación Päts disolvió el parlamento. Luego, la actividad de la oposición fue declarada ilegal y se promovió la unidad nacional por medio de la propaganda estatal. Pero no se produjo ninguna persecución política a gran escala, ni se crearon campos de concentración, las artes y la literatura no fueron restringidas (mientras no fueran «sediciosas»), e incluso se dio muy poca interferencia con la judicatura. Päts llamaba a su régimen «democracia dirigida». Era indudablemente menos que democrático. Pero a lo sumo fue una dictadura débil e incluso, tras una primera fase de represión, comparada con la mayoría de los regímenes autoritarios de la época, relativamente liberal.
También en Polonia se dio una forma relativamente suave de autoritarismo (al menos durante sus primeros años). El golpe de Estado del mariscal Piłsudski de mayo de 1926 había mantenido algunas formas externas de democracia. Siguió habiendo un parlamento (el Sejm), y pluralidad de partidos y sindicatos. La prensa continuó siendo relativamente libre. Sin embargo, el poder ejecutivo del estado fue reforzado muchísimo. El «hombre fuerte», Piłsudski, controlaba el gobierno desde su posición formal de ministro de la Guerra. En 1930 más de 5000 adversarios políticos fueron detenidos y algunos de los más importantes duramente maltratados en la cárcel. Salvo esta notable excepción, durante esta fase la represión no fue excesiva. En marzo de 1933, con Polonia agobiada por la crisis económica, el Sejm concedió al ejecutivo poderes para gobernar por decreto. El verdadero poder, por detrás de Piłsudski, estaba en manos del ejército. Los principales puestos gubernamentales fueron ocupados por el grupo de los llamados «coroneles», todos ellos leales partidarios probados de Piłsudski. La represión se intensificó. En 1934 se construyó por decreto presidencial un campo de concentración en Berza Kartuska. Para ser internado en él durante tres meses (con posibilidad de ser prorrogados otros tres) no hacía falta la condena de un tribunal de justicia. Los primeros prisioneros encerrados en él, en julio de 1934, fueron unos cuantos fascistas polacos. Sin embargo antes de 1939 la mayoría de los internos eran comunistas. En total, durante los años previos al estallido de la guerra fueron enviados al campo de concentración cerca de 3000 individuos. Más de una decena murieron en él; una pena, sí, pero comparada con las víctimas de muchos regímenes autoritarios, la cifra es muy pequeña. El carácter autoritario del estado fue confirmado por la nueva constitución de abril de 1935, que concedía amplios poderes al presidente como jefe del estado y reducía muchísimo cualquier base de independencia parlamentaria.
La muerte de Piłsudski apenas un mes después, en mayo de 1935, no supuso ningún cambio fundamental. En medio de la constante lucha de facciones, la desunión política y la conciencia de la creciente amenaza proveniente de la Alemania nazi, en 1937 se creó una gran organización estatal, denominada Campo de la Unificación Nacional, que prestaba apoyo a la personalidad dominante en Polonia a finales de los años treinta, el general Edward Śmigły-Rydz, denominado «Caudillo de la Nación». Polonia se volvió más ruidosamente nacionalista, más violentamente antisemita y menos tolerante hacia las minorías étnicas. Pero la ideología permaneció confinada a poco más que un vago objetivo de unidad nacional. Y no llegó a existir ningún movimiento fascista significativo. No había nada enérgico en esta forma de autoritarismo. No se realizó ningún intento de movilizar a la población. El régimen se contentó con controlar a la sociedad. No abrigaba grandes ambiciones de cambiarla. Le bastaba con el mantenimiento del orden y fundamentalmente con ponerse al servicio de los intereses de las elites conservadoras que tradicionalmente habían dominado la sociedad polaca.
La movilización de las masas siguió siendo un vehículo limitado en la mayor parte de las dictaduras autoritarias. En Grecia el general Ioannis Metaxás, carente a todas luces de carisma, no tuvo nunca una organización de masas a su disposición. Antes de hacerse con el poder en 1936 había contado con el apoyo de apenas el 4% de los griegos. Sin embargo, respaldado por el rey Jorge II —la monarquía había sido restaurada en 1935— y por el ejército, y en medio de graves convulsiones políticas, enconadas luchas de poder y un callejón sin salida parlamentario, logró establecer una dictadura en agosto de 1936. Su objetivo declarado era crear un gobierno libre de partidos y facciones que salvara a Grecia del comunismo. El parlamento fue disuelto, la constitución abolida, se proclamó la ley marcial, los partidos y organizaciones de la oposición fueron eliminados y se recortaron las libertades políticas. El ejército y la policía fueron reforzados. Varios centenares de presos fueron encarcelados en campos de internamiento brutales. Metaxás intentó imitar los métodos fascistas, creando una Organización Juvenil Nacional de corte fascista y montando grandes desfiles para glorificar al caudillo. Pero la influencia fascista antes de que Metaxás asumiera el poder había sido escasa y sus intentos de movilizar una base de apoyo masiva en la línea del fascismo italiano —con el fin a todas luces de construir una auténtica base de poder personalizado— fueron un fracaso. Tampoco existía nada mínimamente parecido a una ideología coherente. Metaxás siguió en el poder hasta su muerte en 1941. Pero dependía por completo del rey y del ejército. Su dictadura fue una variante más de autoritarismo represivo que constreñía y controlaba a la sociedad, pero no la movilizaba y carecía de cualquier motor ideológico.
La mayoría de las demás dictaduras de entreguerras compartían rasgos similares, determinados en cada caso por los condicionamientos nacionales. En Hungría, el autoritarismo de Miklós Horthy, que durante los años treinta cayó cada vez más bajo la influencia alemana, conservó los arreos externos de un sistema pluralista, pero en la práctica dependía más que nunca del ejército y de los grandes terratenientes, no de la movilización de las masas. El partido fascista de masas era considerado una amenaza para el régimen, no una base de apoyo. Su líder, Ferenc Szálasi, fue encarcelado y su movimiento (el Partido de la Voluntad Nacional, posteriormente rebautizado Partido Nacionalsocialista Húngaro) fue prohibido hasta que se le permitió actuar de nuevo, reconstituido en marzo de 1939 como Partido de la Cruz Flechada, y como tal obtuvo una cuarta parte de los votos emitidos en las elecciones de mayo de ese mismo año. Aun así, pese al aumento de la influencia fascista y de sus tintes nacionalistas y antijudíos cada vez más extremos, el régimen de Horthy siguió siendo esencialmente débil, reaccionario y no revolucionario.
En el otro extremo de Europa, el Portugal de António de Oliveira Salazar probablemente fuera la menos enérgica de todas las dictaduras de Europa. Su Estado Novo, fundado en 1933, se basaba en una constitución corporativa que encarnaba los valores del catolicismo reaccionario. Estos principios y el mantenimiento de las posesiones coloniales portuguesas de ultramar eran más o menos toda la vaga ideología unificadora que tenía el régimen. El derecho de voto estaba restringido, había censura de prensa, las huelgas y el cierre patronal estaban prohibidos e imperaba el aparato represivo habitual: policía política y tribunales especiales, denuncias generalizadas y red de delatores. Un partido organizado a nivel estatal, la Unión Nacional, un movimiento juvenil y una organización paramilitar (que utilizaba el saludo fascista) constituían el apoyo de masas del régimen. Sin embargo, Salazar no tenía el más mínimo deseo de depender de un movimiento fascista de masas y de hecho suprimió el Movimiento Nacional-Sindicalista, los Camisas Azuis («Camisas Azules») fascistas. Salazar, el más gris de todos los dictadores, no quería culto al líder y dio también la espalda al militarismo asertivo y al expansionismo imperialista. Su modalidad de autoritarismo conservador contrastaba netamente con las dictaduras más enérgicas de Europa.
La dictadura dinámica:
Ideología y movilización de masas
Incluso para sus contemporáneos estaba suficientemente claro que había tres dictaduras —la de la Unión Soviética, la de Italia y la de Alemania— que sobresalían entre todas las demás. A mediados de los años treinta su confrontación ideológica —la que contraponía el bolchevismo soviético con al fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán— fue intensificándose visiblemente. Por aquel entonces, como reconocían los líderes de las democracias occidentales, esa confrontación fue conduciendo a Europa hacia una zona de peligro. Las luces ámbar que avisaban de la probabilidad cada vez mayor de una guerra europea empezaron a encenderse y a verse con toda claridad. Ninguno de los regímenes autoritarios convencionales planteaba una amenaza para la paz en Europa. Pero cada una de las tres dictaduras dinámicas excepcionales, especialmente la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, eran vistas con creciente aprensión por las democracias occidentales. En la derecha conservadora eran muchos los que temían al comunismo más que al fascismo o al nazismo, y a partir de los años veinte empezaron a agrupar a los tres regímenes en un mismo bloque, poniéndoles la etiqueta de «totalitarios», para distinguirlos de las formas de gobierno meramente «autoritarias». Para la mayoría de la izquierda, no sólo para los comunistas, era un craso error clasificar al comunismo soviético junto con los regímenes de Italia y Alemania, que debían ser considerados sendas variantes de un mismo mal: el fascismo.
Es innegable que, a pesar de sus diferencias ideológicas, había unas similitudes notables en los métodos de gobierno de las tres dictaduras dinámicas: su total reglamentación y uniformización de la sociedad, su tendencia a aterrorizar a sus adversarios y a las minorías, su adulación del líder y su incansable movilización de las masas a través de un partido monopolista. Eran formas distintas de un tipo moderno, completamente nuevo, de dictadura: la antítesis total de la democracia liberal. Eran todas revolucionarias, si por ese término entendemos un gran vuelco político movido por el objetivo utópico de cambiar radicalmente la sociedad. Análogamente, todas ellas pretendían en principio (la práctica podía variar) tener un «derecho total» sobre el individuo. No se contentaban simplemente con utilizar la represión como medio de control, sino que detrás de una ideología exclusiva intentaban movilizar a las personas para educarlas y convertirlas en creyentes comprometidos, para reclamar no sólo su cuerpo, sino también su alma. Por consiguiente, cada uno de los tres regímenes era dinámico en formas en las que el autoritarismo «convencional» no lo era. Pero ¿cuánto se parecían en la práctica estas dictaduras?
Estalinismo:
Idealismo, terror y miedo
A mediados de los años treinta, el sistema de gobierno bolchevique se había convertido en estalinismo. El liderazgo colectivo, no del todo ficticio durante los primeros años del sistema soviético, se había evaporado por completo desde la muerte de Lenin en 1924. Las luchas de facciones que habían acompañado la última fase de la Nueva Política Económica y la introducción del Primer Plan Quinquenal en 1928 habían dejado un claro vencedor. La autodenominada «dictadura del proletariado» estaba convirtiéndose en la dictadura de Iósif Stalin.
En 1936 se promulgó una nueva constitución soviética (en sustitución de la primera de 1924). Stalin la declaró «la más democrática de todas las constituciones del mundo». Ofrecía derecho de voto universal, derechos civiles, libertad de pensamiento, de prensa, de religión, de asociación y de reunión, y garantías de empleo: todo «de acuerdo con los intereses de la gente trabajadora y con el fin de fortalecer el sistema socialista». Rara vez una constitución ha sido una sarta de mentiras tan monumental. En realidad, la Unión Soviética era en aquellos momentos una dictadura a todas luces despiadada basada fundamentalmente en el miedo, el servilismo y la ambición de los que deseaban hacer carrera. La libertad —ni siquiera en la forma restringida en que había existido bajo la Nueva Política Económica de Lenin— no existía. Tampoco existía protección alguna bajo el amparo de la ley. Los ciudadanos soviéticos se hallaban en la práctica completamente expuestos al poder ilimitado y arbitrario del estado. Aquella situación era principalmente fruto del proceso fundamentalmente forzoso de industrialización vertiginosa impuesto a las zonas rurales atrasadas, unido al creciente temor a la guerra y, en no menor medida, a las tendencias autocráticas, despiadadamente brutales y a todas luces paranoicas del propio dictador, Stalin.
Lo que sucedió durante el Primer Plan Quinquenal entre 1928 y 1932, básicamente la colectivización forzosa del campesinado, fue calificado por Stalin de revolución desde arriba. A finales de 1932, se declaró que el plan había sido terminado y que había constituido un éxito rotundo. Efectivamente era mucho lo que se había conseguido, aunque las estadísticas fueran a menudo falseadas. Pero el plan había sido llevado a cabo de forma compulsiva por medio de una coacción extrema. Y se había hecho enormemente impopular, sobre todo entre el campesinado. Las regiones agrícolas —la mayoría de aquel vastísimo país— se habían empobrecido. Pero también en las ciudades reinaba un gran descontento. Había escasez de alimentos, una severa falta de vivienda y los precios subían vertiginosamente. La desafección era tangible a todos los niveles, incluso y no en menor medida dentro del partido bolchevique y entre los estratos dirigentes del partido y del estado. No todos los líderes bolcheviques, muchos de los cuales eran veteranos de los viejos tiempos leninistas, aprobaban lo que estaba haciendo Stalin, o la forma en que lo hacía. Y muchos de ellos recordaban al Stalin de la época de Lenin, viéndolo nada más que como un simple acólito del gran hombre y muy lejos de ser su subalterno más querido o más capacitado. Conocían al hombre de antes de que fuera elevado a algo próximo al estatus de un semidiós. Y el conocimiento de aquello a Stalin distaba mucho de resultarle cómodo.
Sin embargo, no sólo había disconformidad y oposición a lo que estaba sucediendo. Había también mucho idealismo y compromiso. El programa de enorme y rápida industrialización movilizó a millones de individuos en toda la Unión Soviética. Innumerables militantes del partido y jóvenes comunistas educados para desarrollar el activismo del partido dentro del movimiento juvenil, el Komsomol (en contraste con los movimientos juveniles de Italia y Alemania, que en esta época eran todavía entidades elitistas y no las organizaciones de masas en las que se convertirían a finales de los años treinta), trabajaron incesantemente para difundir la visión de una futura utopía socialista. Naturalmente la imagen de un pueblo unido esforzándose por alcanzar un paraíso futuro semejante era falsa, difícilmente podía ofrecer demasiadas compensaciones o consuelo a la inmensa mayoría de la población que se afanaba bajo el yugo de las angustias cotidianas, las privaciones materiales y la opresión. Aun así, no faltaron entusiastas. Era particularmente probable que los obreros jóvenes de las zonas urbanas, los intelectuales y los judíos (desproporcionadamente atraídos en toda Europa hacia el socialismo como senda hacia la liberación de la discriminación y la persecución) se vieran arrastrados hacia la visión del estupendo mundo nuevo en proceso de edificación. Los gigantescos proyectos de construcción —presas, centrales eléctricas, el metro de Moscú, o incluso nuevas ciudades como Magnitogorsk, en los Urales— eran considerados un signo visible y enormemente positivo de la asombrosa transformación que estaba llevándose a cabo, un indicio tangible de progreso, de lo que la sociedad soviética podía producir. El idealismo que producía la participación en la construcción de la nueva utopía no era ningún fantasma.
La sensación de integración en la construcción de una nueva sociedad iba unida a expectativas reales, materiales, para el aquí y el ahora, no sólo a las lejanas ventajas utópicas que pudiera acarrear el compromiso con el régimen. La inmensa movilización que llevó consigo el programa de industrialización exigía un número gigantesco de activistas que podían hacer carrera, mejorar sus niveles de vida, y, por si fuera poco, ejercer un poder considerable al tiempo que intentaban conseguir que funcionara el sistema. Entre 1934 y 1939 fueron reclutados medio millón de militantes del partido. En su mayoría eran gente con escasa educación y experiencia. Un elevado número de aquellos recién llegados pasó a ocupar los puestos inferiores de la autoridad administrativa; y el gusto del poder fue muy de su agrado, lo mismo que el estatus y los privilegios que les reportaba. En las fábricas se necesitaban supervisores, capataces y directores, no sólo obreros. (A lo largo de los años treinta casi 30 millones de campesinos se trasladaron a las ciudades procedentes de las zonas rurales, atraídos por las oportunidades de aumentar sus ingresos, pero inconscientes de la subordinación a una autoridad brutal que los aguardaba). Las ambiciones a menudo desenfrenadas de los rangos inferiores de la administración podían verse satisfechas si ellos a su vez resultaban satisfactorios para el régimen. La crueldad que derrochaban al servicio de la causa reflejaba simplemente lo que sucedía por encima de ellos. Los directivos despóticos podían tratar a los que tenían a su cargo como si fueran mera basura, y a menudo lo hacían, sabiendo que no recibirían por ello sanción alguna, antes bien serían felicitados, siempre y cuando cubrieran sus objetivos. Y sus carreras dependían de que esos objetivos fueran cubiertos. La posibilidad de fracaso, por arbitraria que fuera su definición, era demasiado sombría para ser contemplada. Aquellos individuos constituían el núcleo de un sistema basado en millones de «pequeños Stalins», que hacían funcionar el régimen a nivel de base. La autoridad local, sin embargo, funcionaba sólo en una dirección: a través de las órdenes recibidas de lo alto y de la responsabilidad exigida en los niveles inferiores.
El control del aparato del partido ejercido por Stalin como secretario general garantizaba una rígida centralización del mando. Todas las palancas fundamentales del poder estaban en sus manos. Un aparato burocrático formidable —cada vez más supeditado al capricho arbitrario del creciente despotismo de Stalin, pero cuyas dimensiones aumentaban constantemente a pesar de las incursiones no burocráticas en su funcionamiento— podía llevar a cabo una microgestión desde su propio centro. Los telegramas enviados por Stalin trataban incluso a veces de asuntos absolutamente triviales; por ejemplo, el dictador podía ordenar a cualquier miembro de un organismo del partido o del estado situado en el otro extremo de su vastísimo país que proporcionara los clavos que se necesitaban desesperadamente en unas obras. En la Unión Soviética el partido dominaba al estado; y Stalin dominaba al partido. De hecho, su autocracia socavó por completo el marco institucional de dirección colectiva al más alto nivel que tenía el partido.
El congreso del partido se reunió sólo dos veces durante los años treinta: en 1934 primero y luego en 1939. El comité central del partido, que en teoría era su órgano soberano, se había convertido a mediados de los años treinta meramente en un instrumento dócil de la voluntad de Stalin. El Politburó, el órgano clave encargado de la toma de decisiones del partido, que en tiempos de Lenin se había reunido cada semana, fue celebrando cada vez menos reuniones a lo largo de los años treinta. El número de sus integrantes, en otro tiempo quince, quedó reducido a un puñado de los amigotes más íntimos de Stalin, el más importante de los cuales era su fiel perrito faldero, Viacheslav Mólotov (que era además presidente del consejo de comisarios del pueblo y a todos los efectos primer ministro). Ese grupito de leales lugartenientes —cuyo servilismo al dictador estaba garantizado por la sensación de su propia inseguridad y por los incentivos y recompensas del poder— desempeñaba un importante papel a la hora de transmitir y hacer cumplir las órdenes en diversas esferas del régimen estalinista. Sus reuniones a menudo eran informales, a veces simples cenas en la dacha de Stalin o visitas a su residencia de vacaciones en el mar Negro. Las decisiones eran aprobadas sistemáticamente; no había votación alguna. A menudo una decisión venía directamente de una propuesta hecha por Mólotov a Stalin, que era a continuación devuelta con alguna enmienda y después enviada en forma de orden a las oficinas del partido o incluso al organismo estatal teóricamente soberano, el consejo de comisarios del pueblo (Sovnarkom).
En los niveles más bajos, la autocracia de Stalin dio lugar a un gigantesco vuelco en la militancia del partido. Un ejército de nuevos oficiales sustituyó a los viejos cuadros de la organización. Todos ellos debían su posición a las oportunidades que les habían brindado los drásticos cambios acarreados por la «revolución desde arriba» de Stalin. Esta situación a su vez propiciaba la aceptación servil de su autoridad ilimitada, que desde comienzos de los años treinta se vio reforzada por la elaboración de un culto a la personalidad «heroica» en torno al líder.
Había que construir cuidadosamente el culto a Stalin. Y no sólo porque el personaje propiamente dicho era muy poco atractivo desde el punto de vista físico —de pequeña estatura y achaparrado, con el rostro dominado por un gran bigote de foca y totalmente picado de viruela— o porque era un individuo reservado, profundamente dado a la privacidad, que hablaba con voz queda y poco expresiva, en un ruso teñido de un fuerte acento georgiano, que nunca lo abandonó. El verdadero problema era la gigantesca sombra de Lenin. Stalin no podía ser visto como el usurpador de la legendaria imagen del gran héroe bolchevique y líder de la revolución. Por consiguiente los primeros pasos de Stalin fueron cautos. Las celebraciones de su quincuagésimo cumpleaños en diciembre de 1929 atrajeron grandes elogios públicos. Pero el culto a su persona estaba todavía en estado embrionario. Stalin pretendía ser un hombre modesto, que repudiaba públicamente los intentos de colocarlo en un pedestal al lado de Lenin, y que rechazaba las expresiones de devoción personalizada. Todo aquello no era más que fachada. Tácitamente, permitió ser elevado —en medio de una absoluta falsificación del papel desempeñado durante la revolución, que en realidad fue bastante secundario— a un rango igual al de Lenin en una especie de culto dual, y luego a la más absoluta supremacía.
Un número incalculable de paniaguados, oportunistas y sicofantas se precipitaron a adornar de formas muy diversas la imagen heroica del «caudillo del pueblo». En 1933 podía verse en el centro de Moscú el doble de bustos e imágenes de Stalin que de Lenin. Y por aquel entonces Stalin, que no era en modo alguno un destacado filósofo del marxismo, había sido elevado al rango de su teórico más señalado, y sus obras eran publicadas en un número de ejemplares muy superior al de las de Marx y Engels, mayor incluso que el de las de Lenin. Cuando Stalin hizo una aparición pública (por lo demás relativamente rara), vestido con la habitual guerrera gris del partido, en un congreso celebrado en Moscú en 1935, el enardecido aplauso de los más de 2000 delegados presentes en la sala duró quince minutos. Cuando por fin cesó, una mujer gritó: «¡Gloria a Stalin!», y los aplausos se reanudaron.
Naturalmente, buena parte de ese culto era pura invención. Pero tenía también resonancias populares muy ciertas. Un número incontable de rusos, personas por lo demás corrientes y molientes, lo veneraba. «El pueblo ruso necesita un zar», se cuenta que exclamó Stalin en cierta ocasión en 1934. Para muchos ciudadanos soviéticos, especialmente para los campesinos de las zonas rurales, todavía enraizadas en la fe y en los ritos, un «padrecito zar» populista evocaba la imagen de un severo patriarca familiar, que garantizaba el orden y el bienestar derivados de su figura. Esa imagen fue indudablemente un componente importante del culto cada vez más omnipresente de Stalin. La imagen del líder fuerte y resuelto se ajustaba a las cualidades que millones de ciudadanos soviéticos añoraban tras años y años de intensas turbulencias. Y aunque la Unión Soviética era oficialmente una sociedad atea, las tradiciones profundamente enraizadas de la religión popular —el 57% de los ciudadanos soviéticos seguían afirmando poseer una fe religiosa en un censo de 1937, posteriormente eliminado— fomentaron ciertos elementos cuasi-sacros del culto a Stalin, y la creencia en él como profeta, salvador o redentor.
Ese culto estableció indudablemente para Stalin una base de auténtica popularidad, aunque no pueda ser cuantificada. Y tuvo una importancia incuestionable para la consolidación de su dominio. Pero mucho más importante fue otro factor: el miedo. El dominio personal de Stalin se basaba, sobre todo, en la precariedad de toda autoridad subordinada, cada vez más sometida a sus decisiones arbitrarias sobre la vida y la muerte. El régimen se apoyaba de manera primordial en la inseguridad generalizada que dominaba a toda la sociedad soviética. Esa inseguridad alcanzó unos niveles absolutamente desconocidos durante el «gran terror» que acompañó a las purgas de 1937-1938.
Ya durante el Primer Plan Quinquenal se habían dado unos niveles gigantescos de violencia de estado y unas cantidades elevadísimas de detenciones. Incluso en 1933 más de un millón de «elementos antisoviéticos» se encontraron de pronto internados en campos de concentración y de cárceles. El desagrado extremo que sentía Stalin por lo que, a su juicio, era la oposición expresada en el ámbito local al drástico ritmo seguido por el cambio económico dio lugar, en 1933, a la expulsión del partido de más de 850 000 militantes. También se produjeron tensiones en las altas esferas. Algunos líderes del partido quisieron reducir las presiones a las que era sometida la economía. Había ciertos indicios de que Stalin no podía seguir dependiendo del respaldo sin restricciones de los niveles más altos del partido. Algunos cifraron sus esperanzas en Sergéi Kírov, el popular jefe del partido en Leningrado y miembro del Politburó. Pero en diciembre de 1934 Kírov fue asesinado a tiros en su despacho de Leningrado.
Su joven asesino, Leonid Nikoláev, había sido asociado en otro tiempo con Grigori Zinóviev, cuya anterior oposición a la persona de Stalin y apoyo a Trotski, en aquellos momentos demonizado como archienemigo del régimen, no había olvidado el dictador. Puede que los motivos de Nikoláev fueran en realidad de carácter personal, no políticos; Kírov había estado flirteando con su esposa. Pero Stalin estaba en la búsqueda de conjuras políticas. El asesino fue interrogado inmediatamente y fusilado. Por persistentes que fueran las sospechas, nunca logró probarse la intervención de Stalin en el asesinato. Pero no tardaría en utilizar la muerte de Kírov en su propio beneficio. Concedió a la policía estatal (el NKVD) autoridad para detener, juzgar y ejecutar a quien quisiera. Zinóviev y Lev Kámenev, que también había apoyado anteriormente a Trotski, fueron condenados a largas penas de cárcel. En Leningrado más de 30 000 adversarios, reales o supuestos, fueron deportados a Siberia o a otros destinos remotos. Casi 300 000 militantes del partido fueron expulsados de él durante los cinco meses siguientes. La paranoia cada vez más aguda de Stalin no se habría mitigado ni mucho menos de haber leído los informes policiales elaborados tras el asesinato de Kírov. «Mataron a Kírov. Y matarán a Stalin», era el estribillo que circulaba por las calles, junto con otras expresiones de lo deseable que sería quitar de en medio a Stalin.
Las sospechas del dictador por aquel entonces no conocían límites. El NKVD le dijo en 1936 que Trotski mantenía relaciones desde el extranjero con los partidarios de Zinóviev, Kámenev y otro antiguo adversario, Nikolái Bukharin. Stalin había sacado de la cárcel a Zinóviev y Kámenev, los había vuelto a juzgar en público —en la primera de sus farsas judiciales— por supuestas «actividades terroristas», incluida una conjura para cometer asesinatos, en una lista en la que el nombre de Stalin iba detrás del de Kírov. Zinóviev y Kámenev fueron condenados a muerte y fusilados en agosto de 1936. Fueron los primeros de los primitivos líderes bolcheviques, miembros en otro tiempo del comité central del partido, en ser purgados; pero no serían los últimos, ni mucho menos. No tardaría en producirse en 1938 la farsa judicial de Bukharin e irremediablemente su fusilamiento. Los propios miembros del comité central vivían en aquellos momentos aterrorizados, y no les faltaban motivos; de sus 139 miembros, 110, considerados «indignos de confianza», fueron detenidos, paso que habitualmente precedía a la ejecución o a un destino nada envidiable en el Gulag. También fueron detenidos líderes del partido y del estado prácticamente en todas las repúblicas de la Unión Soviética. De los 1966 delegados asistentes al congreso del partido de 1934, fueron arrestados 1108. Stalin destruyó el propio partido comunista como base independiente de poder. Gerentes, científicos e ingenieros cayeron también víctimas de las purgas en gran número, y ésa fue una de las causas de que el crecimiento económico llegara a su fin a partir de 1937.
Una vez desencadenadas, las purgas cobraron su propio impulso. En 1937 el NKVD presentó al Politburó un objetivo de un cuarto de millón de individuos que debían ser detenidos. Más de 70 000 debían ser fusilados y el resto condenados a largas penas de cárcel o de internamiento en campos de trabajo. A finales de 1938, cuando las purgas disminuyeron (posiblemente debido a que la enorme convulsión causada estaba dañando la producción industrial), el objetivo había sido superado con creces. Las detenciones habían ascendido casi al millón y medio de individuos y casi 700 000 habían sido fusilados. Incluso el principal promotor de las purgas, el jefe de la policía de Stalin desde 1936, Nikolái Yezhov, apodado «Erizo de hierro», fue detenido en 1939 y ejecutado al año siguiente. En 1939 el número total de presos encarcelados o internados en campos y colonias de trabajo, donde las condiciones reinantes eran más parecidas a la muerte que a la vida, era casi de tres millones. El índice de muertes por hambre, exceso de trabajo y ejecuciones arbitrarias alcanzó unas proporciones colosales.
Stalin era un individuo profundamente vengativo y de una crueldad glacial. (Llegó incluso a «purgar» a su loro, dándole un golpe en la cabeza con su pipa cuando la imitación de sus groseros salivazos finalmente acabó con su paciencia). Era también muy dado a fantasías paranoicas. Pero esa paranoia fue alimentada por desarrollos que en realidad dieron a Stalin motivos racionales para poner en duda su propia seguridad. Por otro lado la extraordinaria orgía de terror que envolvió a la Unión Soviética durante los años treinta tampoco era la expresión última de la paranoia de Stalin. Millones de apparatchiks ambiciosos y de ciudadanos serviles hicieron del terror algo efectivo a todos los niveles de la sociedad. Por cada víctima del terror había vencedores, que eran los que se beneficiaban de servir al régimen. Es incuestionable también que había la opinión generalizada, fomentada por el propio régimen, de que la Unión Soviética estaba infestada de «saboteadores», «elementos destructivos», «nacionalistas», kulakí, espías y agentes enemigos. Por consiguiente el terror con el fin de erradicar a los «opositores» fue acogido de muy buena gana por muchos, pues reforzaba su sentimiento de identificación con la tarea épica de construcción de una sociedad socialista y robustecía su fe en Stalin. Incluso muchas víctimas de la persecución y de la discriminación intentaban desesperadamente pertenecer al régimen, asociándose a los valores soviéticos.
Se fomentó a todos los niveles la delación. El más mínimo comentario «desviacionista» podía acarrear los temidos golpes en la puerta en plena noche. «Me desperté por la mañana e inmediatamente pensé: “¡Gracias a Dios no me han detenido esta noche!”», registró en su diario una mujer de Leningrado en noviembre de 1937. «No detienen a la gente de día, pero nadie sabe lo que sucederá esta noche». Otro habitante de Leningrado, un obrero de una fábrica, se pasó toda la noche despierto, temeroso de escuchar el ruido de un motor de coche. «¡Vienen a por mí!», recodaba oírle decir su hijo, cada vez que sentía acercarse un coche en plena noche. «Estaba convencido de que iba a ser detenido por algo que había dicho. A veces, en casa, solía maldecir a los bolcheviques». La llegada de la policía era aterradora. «De repente, varios coches entraron en el patio», recordaba el hijo de Ósip Piatnisky, veterano bolchevique y otrora camarada leal de Lenin, contando la detención de su padre. «Unos hombres de uniforme y otros de paisano saltaron de los coches y se encaminaron a las entradas de acceso a la escalera… Por aquellos días muchos esperaban que vinieran a detenerlos, pero nadie sabía cuándo iba a tocarles». El miedo a la delación dio lugar a una sociedad taciturna. «La gente sólo habla en secreto, entre bastidores y en privado. Los únicos que expresan sus opiniones en público son los borrachos», anotó en su diario un hombre en 1937.
Las delaciones no eran necesariamente de carácter político. Podían acarrear ascensos en la carrera o recompensas materiales directas. Constituían también un auténtico don del cielo para saldar cuentas personales: tal vez un conflicto entre vecinos, una discusión en el puesto de trabajo, o la ruptura de una relación íntima. Un ejército de delatores —unos pagados o sobornados, otros chantajeados para obligarlos a colaborar, a menudo simples cooperantes voluntarios— informaba a la policía de sus conciudadanos. Invariablemente después venía la cárcel, el destierro, el campo de trabajo o el pelotón de ejecución. En la población reclusa —buena parte de ella ignorante de su «delito»— estaban representados todos los sectores de la sociedad. En 1937-1938 no había nadie seguro en la sociedad soviética, desde el campesino más humilde hasta los propios miembros del comité central. La elite de los militantes del partido estaba en realidad desproporcionadamente insegura. Ni siquiera los partidarios más entusiastas de Stalin podían estar nunca seguros de que en un determinado momento no les tocara a ellos oír los golpes en la puerta en plena noche.
La angustia cada vez mayor de Stalin por el peligro que se cernía sobre la Unión Soviética quizá fuera lo que se ocultara tras la rotunda explosión de terror que se produjo durante las grandes purgas. Pensando que había «espías fascistas y enemigos» por todas partes, como si se tratara de una inmensa «quinta columna» infiltrada en el interior del país, Stalin no dejó piedra sin remover en su intento de erradicar cualquier oposición interna antes de que la guerra lo golpeara de lleno. Las minorías étnicas próximas a la frontera soviética fueron sometidas a deportaciones y ejecuciones en masa. Los polacos (junto con numerosos bielorrusos y ucranianos, considerados sospechosos) de las regiones occidentales de la Unión Soviética estaban particularmente en peligro. Temeroso de que Polonia se uniera a la Alemania de Hitler para atacar a la Unión Soviética, Stalin ordenó en agosto de 1937 efectuar una redada de 140 000 polacos soviéticos que a lo largo de los meses sucesivos fueron fusilados o enviados a campos de trabajo.
Tampoco se libró de él el Ejército Rojo. Consciente cada vez más de la amenaza procedente del oeste y del este —la Alemania de Hitler y Japón se habían unido para firmar un Pacto Anti-Comintern en noviembre de 1936—, lo último que necesitaba (quizá pensara alguno) era cualquier cosa que perjudicara el fortalecimiento del Ejército Rojo. Lo asombroso, sin embargo, es que en 1937-1938 Stalin prácticamente arrasó el alto mando de sus ejércitos. El estratega ruso más destacado, Mikhail Tukhachevsky, que en más de una ocasión había contrariado a Stalin, fue detenido, obligado a confesar que había participado en una conjura para derribar la Unión Soviética y ejecutado. En total fueron purgados más de 30 000 oficiales, y al menos 20 000 de ellos fueron ejecutados. Cuanto más alto fuera su rango, más probable era que fuera detenido un militar. La «decapitación» del Ejército Rojo dejó las fuerzas armadas gravemente debilitadas, al mando del favorito de Stalin, el incompetente Kliment Voroshílov, y en una situación que no le permitía contemplar la posibilidad de una guerra de envergadura.
En vista del alarmante abismo que había que salvar, el gasto soviético en materia de defensa aumentó a un ritmo frenético a finales de los años treinta, pasando del 9,7% (poco menos de 5400 millones de rublos) al 25,6% (39 200 millones de rublos) de los presupuestos generales del estado entre 1934 y 1939. De paso, las condiciones materiales de vida de la ciudadanía soviética, que habían mejorado un poco durante el Segundo Plan Quinquenal de 1933-1937, volvieron a empeorar notablemente. Las medidas destinadas a obtener cuotas más altas de suministros de productos agrícolas, incrementar los impuestos e intensificar el trabajo en las granjas colectivas se hicieron enormemente impopulares en las zonas rurales. Los trabajadores de las ciudades se mostraron indignados ante las leyes laborales restrictivas introducidas en 1938.
Aquélla no fue una dictadura popular. Había muchos individuos comprometidos con el régimen, idealistas y zelotas ideológicos, sí. Pero la población en general, más allá de los adoradores reales o fingidos de la figura de Stalin y de los entusiastas del régimen, fue intimidada y obligada a adoptar una actitud de truculenta calma. No se produjeron grandes turbulencias ni manifestaciones de descontento. Y, por lo que se sabe, nunca se dio ningún intento de asesinar a Stalin. El dictador era querido por muchos, pero temido por muchos más. El terror había cumplido con su cometido. El terror fue el rasgo definitorio del régimen de Stalin. Nunca antes había habido un gobierno que aterrorizara a tantos de sus propios ciudadanos de una forma tan depravada y cruel.
La Italia de Mussolini:
El sueño «totalitario»
En junio de 1925 Mussolini había alabado «la feroz voluntad totalitaria» del movimiento fascista. Como tantas otras de sus proclamas, no eran más que palabras altisonantes. Sabía perfectamente que la «voluntad», por «feroz» y «totalitaria» que fuera, no podía constituir por sí sola una base sólida de gobierno. El activismo y el matonismo, que constituían buena parte de lo que era en la práctica esa «voluntad», quizá lograran desarmar a sus adversarios, pero por sí solos no podían construir nada. Pese a sus instintos radicales, Mussolini era lo bastante astuto como para darse cuenta de que necesitaba el apoyo, como sucediera con la «toma del poder», de otras fuerzas además de sus indisciplinados artistas de la lucha callejera. Y lo que necesitaba era el respaldo de las elites bien aposentadas del país. Además reconocía que una plataforma sólida para el poder debía basarse no en el partido, sino en el estado.
Había sido lo suficientemente listo o quizá simplemente había tenido suerte cuando, en febrero de 1925, mostrándose todavía complaciente con los elementos más extremistas de su movimiento, había dado con una solución al problema de los jerarcas más revoltosos y radicales del partido. Había nombrado a Roberto Farinacci, el más radical de todos los jerarcas provinciales del partido (los Ras), secretario general del partido fascista. Farinacci era un individuo cruel, francamente despiadado, pero como político poseía unas antenas muy escasas. Purgó a algunos de los radicales más perturbadores, y con ello hizo el juego a Mussolini. Sin embargo, la violencia pública que perdonó, o que incluso fomentó directamente, provocó una reacción en su contra, que permitió a Mussolini destituirlo en 1926 y de paso distanciarse de las acciones impopulares del partido. Durante los años siguientes, bajo el mandato de unas secretarías generales menos radicales y más competentes desde el punto de vista administrativo, el partido fascista experimentó una gran expansión (en 1933 contaba casi con un millón y medio de militantes en un país con una población de unos 42 millones de habitantes), pero había perdido todo parecido con una «feroz voluntad totalitaria». Se había convertido en un partido gobernante convencional, despojándose de paso de todo su ímpetu revolucionario.
Desde luego en el partido había muchos, y en particular el propio Mussolini y también algunos jerarcas locales, que seguían abrigando ambiciones revolucionarias. Aseguraban que no iba a producirse una retirada a un autoritarismo meramente convencional. En esencia, sin embargo, el partido se había convertido en poco más que un instrumento propagandístico, un vehículo para orquestar la adulación de Mussolini, un aparato de control social y una organización para sustentar el poder del estado. Pues en la Italia de Mussolini, en neto contraste con el régimen soviético, el partido que ejercía el monopolio —a partir de 1928 no estaban permitidos más partidos— era el servidor, no el amo del estado.
«Todo dentro del estado, nada fuera del estado, nada contra el estado». Ésas habían sido las palabras de Mussolini en octubre de 1925. El alcance de los controles sociales y económicos del estado que habían sido introducidos por todos los países beligerantes durante la primera guerra mundial había fomentado una fe cada vez mayor no sólo en Italia, sino en que la fuerza nacional sólo podía sostenerse mediante un control total de la sociedad por parte del estado. La subsiguiente debilidad demostrable de los sistemas políticos liberales a la hora de abordar los enormes problemas que habían constituido el legado de la gran conflagración había reforzado esa creencia. El teórico más destacado de Mussolini, Giovanni Gentile, catedrático de filosofía en Roma y desde 1923 ministro de Educación del régimen, hablaba no ya de la «voluntad totalitaria» del movimiento fascista, sino del «estado totalitario». Para Gentile, nada tenía significación alguna fuera del estado. Éste abarcaba todas las facetas de la sociedad. Era la encarnación de la voluntad nacional. La esencia «totalitaria» del fascismo italiano tenía que ver «no sólo con la organización política y la tendencia política, sino también con todo el conjunto de la voluntad, el pensamiento y los sentimientos de la nación». Por vaga e irrealizable que fuera en la práctica, esta idea era una novedad en su tiempo.
La construcción de este «estado totalitario» había venido tomando forma gradualmente, no de la noche a la mañana, a finales de los años veinte. Se basaba, como era inevitable, en la supresión de la oposición. La oposición política había sido aplastada a comienzos de 1925. Por aquel entonces, con los opositores ya acobardados, no se tardó mucho en conseguir el objetivo. Sólo fueron detenidos unos cien individuos. La mayoría de los líderes de la oposición huyó del país. Ese mismo año la prensa fue puesta rápidamente bajo el control del gobierno y se impuso una estricta censura. Nada de todo esto provocó demasiadas protestas, aunque el senado, que seguía conservando cierta independencia, retrasó durante algún tiempo la aprobación de la ley de prensa. En 1926, tras cuatro intentos fallidos de asesinato contra Mussolini, que fueron aprovechados para crear un clamoroso fervor a favor del orden impuesto, todos los partidos de la oposición fueron prohibidos. Y lo mismo ocurrió con las huelgas y los cierres patronales. Los comunistas mantuvieron en funcionamiento durante algunos años su organización clandestina, aunque en 1934 ésta no constaba más que de un par de centenares de militantes. En 1929 la Iglesia católica fue apaciguada por medio de los Pactos Lateranenses. No cabía esperar ningún problema por ese lado. Como señal del nuevo acuerdo, el papa Pío XI ensalzó a Mussolini calificándolo de hombre enviado por la «providencia» para liberar a su país de la falsa doctrina del liberalismo.
Aunque el estado fascista italiano había sido posibilitado por la violencia de las unidades paramilitares armadas, los squadristi, la represión sistemática necesaria para contener a la potencial oposición corrió a cargo de la policía y de la judicatura, ninguna de las cuales estaba en manos de fascistas radicales o de activistas del partido. Las primitivas formas de represión estatal fueron generalizadas e intensificadas, no revolucionadas. La policía política —en la práctica fuera del control judicial— fue centralizada, y se creó una gran red de agentes y delatores (muchos de ellos voluntarios). Se introdujo la estrecha vigilancia de los disidentes. La denuncia, generalmente anónima, se convirtió en un tópico. Regularmente se producían millares de acciones policiales, a menudo provocadas por la denuncia de «faltas» menores, cuando no imaginarias. Los «subversivos» podían ser castigados con largos períodos de cárcel o con el destierro a remotas provincias del sur de Italia o a las pequeñas islas del litoral. Los comunistas fueron las víctimas más frecuentes. (El antiguo líder comunista, Antonio Gramsci, escribió sus Cuadernos de la cárcel, que contienen algunas de las reflexiones teóricas más importantes sobre el marxismo, mientras cumplía una condena de veinte años de reclusión, durante la cual murió). Se decretó la pena de muerte para los ataques contra Mussolini o contra los miembros de la familia real. En 1927 se estableció un «Tribunal Especial para la Defensa del Estado», encargado de aplicar leyes militares, al margen de las restricciones legales habituales, que durante los años siguientes juzgó más de 5000 casos.
Todas estas medidas eran lo suficientemente regresivas como para acabar con cualquier perspectiva real de oposición seria al régimen desde el interior. No obstante, comparada con la de otros regímenes autoritarios —no sólo la Alemania nazi o la Unión Soviética estalinista—, la represión en el ámbito interno fue bastante suave. La España de Franco, por ejemplo, no tardaría en revelarse mucho más sanguinaria. Menos del 20% de los casos llevados ante el Tribunal Especial italiano acabaron en condena. La mayoría de los condenados fueron comunistas. Otro objetivo importante fueron los masones. Antes de la guerra se produjeron sólo nueve condenas a la pena capital; en otros ocho casos la pena de muerte fue conmutada. Cerca de 14 000 antifascistas fueron castigados —a menudo simplemente por orden de la policía— con el destierro (confino), a veces por largos períodos de tiempo, aunque en la práctica recibían la amnistía tras un período más breve.
Para buena parte de la población, todo era cuestión de conformidad coaccionada, más que de entusiasmo por el régimen. La conformidad era necesaria para obtener empleo o para conseguir beneficios sociales. La corrupción y el soborno de los funcionarios era el complemento inevitable. A los que tenían una actitud crítica más les valía guardarse sus opiniones para ellos solos. No obstante, los italianos que se pasaban de la raya no tenían que vivir atemorizados con los golpes en la puerta de la policía política en plena noche. Lejos de ser arbitraria e ilimitada, la represión fue dirigida principalmente contra los opositores antifascistas. Con eso hubo de sobra. La disidencia fue contenida y la oposición neutralizada. Hubo mucha apatía y una sorda aceptación de lo que no había posibilidad alguna de cambiar. Pero aquélla no era una sociedad aterrorizada, como la de la Unión Soviética de Stalin. La peor parte del terror fue exportada, y fue desplegada no contra la mayoría de la población italiana, sino contra los habitantes de las colonias africanas, que presuntamente eran inferiores a ella desde el punto de vista racial.
Los fascistas cooptaron el ingreso en su movimiento de los puntales tradicionales del poder del estado italiano. Mussolini había prometido reducir la burocracia estatal, pero lo cierto es que la incrementó. El dictador había asumido ocho ministerios en 1929. Pero necesitaba funcionarios de carrera que los gestionaran por él. Y naturalmente ingresaron en el partido. No obstante, la mayoría de ellos eran primero funcionarios, y en segundo lugar fascistas. También en las provincias eran los prefectos los que mandaban, no los jerarcas regionales fascistas, y se encargaban de mantener bajo vigilancia a los activistas fascistas locales, no sólo a los potenciales «subversivos». Con bastante frecuencia, y de manera muy especial en el sur, los próceres pertenecientes a la clase dirigente ya establecida, la mayoría de ellos una vez más fascistas sobre el papel, siguieron al frente de la administración local.
Asimismo hubo que dejar subir a bordo al ejército. Los planes de 1925 acerca de la reducción de sus dimensiones fueron abandonados, y el ministro de la Guerra que los había propuesto fue destituido. El propio Mussolini se hizo cargo del ministerio (y poco después asumiría también el de Marina y el del Aire). En la práctica, eso supuso que las fuerzas armadas se gestionaran ellas solas, con un mínimo de coordinación y eficiencia. Era poco lo que podía hacer Mussolini para mejorar las cosas. El cuerpo de oficiales siguió siendo mayoritariamente conservador, pero no guardaba una verdadera lealtad al fascismo. La monarquía constituía en sí un vínculo de lealtad para los oficiales conservadores que en su fuero interno no eran excesivamente entusiastas de Mussolini. Los generales y los almirantes, marcados por un conservadurismo nacionalista incluso más acendrado, se mostraron, en cualquier caso, más que felices de aceptar la imposición del «orden» fascista, la represión de la izquierda y la fabricación de la unidad nacional, siempre y cuando nada de aquello interfiriera con las fuerzas armadas.
Durante los años treinta, el régimen fascista ya había consolidado plenamente su poder. No quedaba ninguna oposición digna de ese nombre. El apoyo de las elites próximas al poder —la monarquía, los militares, la Iglesia, los magnates de la industria, los grandes terratenientes— estaba asegurado. En la práctica, la idea de totalidad del estado y de la sociedad nunca llegó a realizarse, ni de lejos. El fascismo se mostró incapaz de ganarse a grandes sectores de la sociedad, por no hablar de los viejos ambientes socialistas de las grandes ciudades y de amplias franjas de las provincias rurales del sur. Pero aunque faltara un compromiso íntimo, al menos había una aquiescencia tácita. La gente se acomodó al régimen. En sus primeros momentos, el fascismo había encontrado su principal apoyo en la clase media. La base de apoyo al régimen suministrada por ésta se hizo todavía más pronunciada durante los años treinta, cuando los temores a la izquierda remitieron, el orden interno quedó asegurado, se suscitaron expectativas de mejora del estatus y de las condiciones materiales de vida, y se magnificaron las perspectivas de grandeza nacional. El carácter de clase media que tenía el propio partido fascista se intensificó además por el reclutamiento de grandes cantidades de oficinistas, trabajadores de camisa y corbata y personal de supervisión. Para esta gente y para muchas otras personas que ejercieran cualquier tipo de empleo público la pertenencia al partido se hizo obligatoria en 1933.
Independientemente de lo que la gente pensara del régimen en su fuero interno, las cualidades que sitúan al fascismo italiano al margen de los otros regímenes autoritarios más convencionales de la época y que atrajo hacia él a muchos admiradores, incluso en las democracias occidentales, fueron menos su represión y sus métodos de coacción —comunes hasta cierto punto a todas las dictaduras— que su incesante movilización de la población, su manifiesta vitalidad y su dinamismo. Todo ello quedó representado en una nueva estética del poder que intentaba ligar el arte, la literatura y particularmente la arquitectura monumental, para ponerlos a su servicio. A muchos observadores externos, el fascismo les recordaba la cara moderna del gobierno, les parecía una organización racional de la sociedad. Aparentemente combinaba el orden y el bienestar social organizado por el estado.
La idea fascista de «estado totalitario» pretendía abarcar todas las facetas de la vida, desde la cuna hasta la tumba. Pretendía crear un «hombre nuevo» que encarnara el espíritu del fascismo italiano, respaldado por «la nueva mujer italiana», comprometida con su deber para con la nación, en buena parte concebido como la obligación de procurar la felicidad doméstica y traer hijos al mundo. «Los pensamientos y deseos del Duce deben convertirse en los pensamientos y deseos de las masas», decía Gentile. El propio partido fascista extendía sus tentáculos hasta casi todas las manifestaciones de la vida cotidiana. Pero la movilización iba mucho más allá de las actividades del propio partido. En 1939 casi la mitad de toda la población de Italia era miembro de algún tipo de asociación fascista. Se crearon organizaciones benéficas de carácter social encargadas de velar por las embarazadas y los recién nacidos, y también de proporcionar comida, vestido y albergues de emergencia a los necesitados. Una organización juvenil con numerosas subfiliales, fundada en 1926 y que en 1936 contaba con más de cinco millones de miembros, adoctrinaba a los jóvenes italianos en los valores marciales imprescindibles. Aparte de ofrecer adiestramiento pre-militar, gestionaba círculos juveniles populares que ofrecían otras oportunidades y unas instalaciones para la práctica del deporte mejores que las que existían anteriormente. Se construyeron albergues juveniles. En 1935 fueron enviados a campamentos de verano medio millón de niños, muchos pertenecientes a familias pobres. Las escuelas y las universidades reforzaron el adoctrinamiento en el nuevo sistema de valores. Lo que causó más impresión, a ojos de muchos italianos (y también de muchos observadores extranjeros), fue la nueva creación en 1925 de una gran organización de ocio, la Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Tiempo Libre), que en 1939 contaba con 4,5 millones de socios (cerca del 40% de los trabajadores de la industria). Ofrecía a empleados de las fábricas, tanto a los trabajadores de mono como a los de camisa y corbata, oportunidades para la práctica del deporte, para el entretenimiento y los viajes de las que nunca hasta entonces habían gozado. Muchos de estos elementos se hicieron populares, aunque eso no significara que su popularidad se tradujera inmediatamente en popularidad para el propio régimen, y mucho menos para el partido fascista.
El deporte en particular era muy popular. El régimen hizo de él un motivo de orgullo y prestigio nacional. El ciclismo y el esquí se convirtieron en deportes de masa muy populares, fuertemente fomentados por el régimen. Uno de los líderes fascistas más destacados, Italo Balbo, hizo alarde de su valor y su habilidad como aviador cruzando el Atlántico en aeroplano. Primo Carnera fue campeón mundial de boxeo de los pesos pesados de 1933 a 1935. Las carreras de coches, fomentadas por nombres famosos como Maserati, Bugatti y Alfa Romeo, apasionaban a las masas, atraídas por la velocidad y la fuerza. Pero sobre todo el fútbol estaba camino de convertirse en la pasión deportiva dominante de Italia y en una ventana para la propaganda del régimen cuando Italia ganara la copa del mundo en 1934 y de nuevo en 1938. Las proezas deportivas de Italia eran anunciadas publicitariamente a toda la nación en los noticiarios a través de la forma más popular entre los entretenimientos populares, el cinematógrafo, que, de forma muy sutil —y a veces descarada— transmitía los valores del fascismo al gran público. También la difusión de la radio resultó de gran ayuda para el fascismo. Para los que no tenían radio —todavía en 1939 la mayoría de las familias italianas— se instalaban en las plazas de los pueblos y ciudades miles de altavoces para asegurarse de que los vecinos, obligados por el partido a ir a escucharlos, no se perdieran ni uno de los discursos del Duce.
El propio Mussolini era el mayor y principal activo del régimen. Los extranjeros lo admiraban entre otras cosas como auténtico baluarte frente al comunismo. El propio Winston Churchill lo elogió describiéndolo en 1933 como la personificación del genio romano. El culto del Duce fue una creación cuidadosamente elaborada. Sólo desde mediados de los años veinte, una vez eliminada la oposición y movilizados los medios de comunicación al servicio del régimen, pudo la propaganda dar plenamente expresión a la construcción de una imagen casi sobrehumana de un nuevo César. Entre los italianos, la popularidad de Mussolini a mediados de los años treinta superaba con mucho la de su régimen en general y la del partido fascista en particular.
El Duce era idolatrado en todas partes por muchos que eran silenciosamente críticos con muchas cosas del fascismo y detestaban a los jerarcas locales y funcionarios del partido, arrogantes y a menudo corruptos, aunque ni él se libró de la creciente apatía política y de la desilusión con el fascismo de finales de los años treinta. Lo que en la práctica equivalía a una divinización de Mussolini en amplios sectores de la población podía parecer la transmutación de una forma ingenua de fe religiosa popular. «Cuando miras a tu alrededor y no sabes ya a quién recurrir, recuerdas que Él está ahí. ¿Quién, si no Él, puede ayudarte?», salmodiaba el principal periódico del país, Il Corriere della Sera, en 1936, hablando no de Dios, sino de Mussolini. El artículo preguntaba cuándo debía escribir la gente al Duce, y respondía: «Prácticamente en cualquier ocasión, en algún momento difícil de vuestra vida». «El Duce sabe que cuando le escribís, lo hacéis movidos por un dolor verdadero o por una necesidad real. Es el confidente de todos y, en la medida en que pueda, ayudará a todos». Muchos italianos se lo creían. Cada día le mandaban cartas cerca de 1500 ciudadanos: «Me dirijo a usted que lo hace todo y todo lo puede». «Para nosotros, los italianos, es usted nuestro Dios en la tierra, así que recurrimos a usted con fe y seguros de ser escuchados». «Duce, le venero como se venera a los santos». He aquí algunos de los efusivos desahogos de los campesinos de una provincia que en otro tiempo había sido feudo de los socialistas.
La búsqueda de gloria imperial había sido la marca de reconocimiento del régimen desde el primer momento. La fanfarria propagandística había saludado la invasión de Abisinia en 1935, y la presentación de Italia como un país tratado injustamente por la Sociedad de Naciones intensificó el fervor patriótico en toda la nación. No es de extrañar, por tanto, que la victoria en Abisinia en 1936 elevara por las nubes la popularidad de Mussolini. Le llovieron homenajes por todas partes que lo presentaban como «divino», «infalible», un «genio», un «César», y «fundador de una religión» cuyo nombre era Italia. Ése fue, sin embargo, el punto culminante de su popularidad. Los informes internos de la policía revelaban que esa popularidad había empezado a decrecer durante los últimos años previos al estallido de la guerra, antes de que se ensanchara el abismo entre la propaganda y la experiencia de la realidad. Acosados por los problemas materiales de la vida cotidiana, preocupados por la perspectiva de una guerra en la que dudaban que el país estuviera en condiciones de participar, y disgustados por la dependencia cada vez mayor de Alemania, muchos para entonces habían perdido la fe en el fascismo.
Con el fin de reavivar el dinamismo que a todas luces empezaba a ir de capa caída, y de demostrar que el fascismo no le iba a la zaga al nazismo en empuje radical, el régimen intensificó su celo ideológico a finales de los años treinta. El saludo fascista con el brazo extendido se hizo obligatorio en todas las modalidades de salutación; los funcionarios en adelante tendrían que llevar uniforme; y se ordenó al ejército que adoptara el paso de la oca. El signo más visible del nuevo radicalismo fue la introducción en 1938 de una despiadada legislación antijudía. Las leyes raciales no se debieron a las presiones de Alemania, pero, aun así, tomaron como modelo a este país. En un momento determinado los nazis habían buscado a Italia como ejemplo a seguir. Ahora era al revés. Mussolini no deseaba ser visto como un acólito de Hitler. Quería demostrar que simplemente era tan radical como el dictador alemán. Más aún, pensó que, como sucediera en Alemania, singularizar a los judíos como el «enemigo en el interior» podría contribuir a cimentar la unidad nacional. El racismo en Italia había ido dirigido tradicionalmente en su mayor parte hacia los negros africanos, no hacia la exigua población judía, que apenas ascendía a 50 000 personas (escasamente el 0,1% del total de la población del país). Pero, pese a no ser un rasgo fundamental, el antisemitismo había estado siempre presente en el movimiento fascista italiano. Y desde el momento en que Italia se unió a Alemania en el Eje, alcanzó cada vez más prominencia, culminando en las leyes raciales de 1938, basadas en la premisa de que «los judíos no pertenecen a la raza italiana». No se produjo ninguna protesta digna de mención. Aunque el fervor antijudío no era compartido por la mayor parte de la población, a pocos, sin embargo, les pareció algo importante y algunos desde luego se dejaron convencer por la propaganda antijudía. En este sentido, como en otras facetas del gobierno fascista, el régimen caló muy poco en la población, pero pudo contar con la pasividad y la conformidad de las masas.
Los asuntos internos de los dictadores, por desagradables que fueran, fueron considerados por las democracias occidentales cosa exclusivamente suya. Internacionalmente, sin embargo, Mussolini y Hitler eran vistos en aquellos momentos por esas democracias como «perros rabiosos» que amenazaban la paz de Europa. Antes de la invasión de Abisinia, nadie había visto en el fascismo italiano un peligro grave. A partir de 1936, tras aliarse con la Alemania nazi como parte del Eje, la cosa cambió. Aun así, la verdadera amenaza era a todas luces el Reich alemán revitalizado, unificado y fortalecido.
La Alemania de Hitler:
La comunidad racial
La ascensión al poder del fascismo en Italia, y sobre todo la figura de Mussolini como encarnación del líder fuerte y autoritario que había aplastado al marxismo y unido a su país por medio de la fuerza de voluntad, habían fascinado a los nacionalistas alemanes mucho antes de la «toma del poder» por Hitler en 1933. Mussolini era uno de los pocos individuos que suscitaba la admiración del propio Hitler. Se establecieron relaciones personales entre algunos nazis destacados y las autoridades fascistas italianas. El «saludo alemán» con el brazo extendido, obligatorio en el partido nazi a partir de 1926, fue tomado «en préstamo» del saludo fascista. El «trato» entre los líderes nazis y las elites dirigentes nacional-conservadoras que llevó a Hitler al poder recordaba al que había sellado la asunción del poder por Mussolini en Italia once años antes. Y mucho antes de que Mussolini y Hitler unieran los destinos de sus respectivos países en el Eje, las afinidades del fascismo italiano y del nacionalsocialismo alemán eran evidentes.
La gran organización de ocio del régimen nazi, Kraft durch Freude («Fuerza a través de la Alegría»), creada como subsección de la Deutsche Arbeitsfront («Frente Alemán del Trabajo»), sustituta estatal de los sindicatos abolidos, para ofrecer diversas actividades culturales y de ocio a los trabajadores, pretendía emular la Opera Nazionale Dopolavoro, creada en Italia en 1925. La autopista (Autobahn), considerada enseguida emblema de la recuperación económica y la modernización de Alemania, encontró también su inspiración en la primera autopista (autostrada) construida en Italia entre 1924 y 1926. El culto alemán a los caídos de la primera guerra mundial, la inculcación en la población de un ethos militarista, la escenificación de grandes concentraciones y desfiles como parte del intento de construir una nueva estética de la movilización de masas, el establecimiento de un movimiento juvenil con el fin de crear una generación imbuida de los valores nazis desde los primeros años, toda una panoplia de organizaciones benéficas sociales y, como no podía ser de otro modo, el predominio de un gigantesco partido único cohesionado por la lealtad incuestionable al líder: todo ello tenía analogías con la Italia fascista. La supresión de la izquierda y, por supuesto, el antibolchevismo eran también un rasgo que ambos regímenes tenían en común. Lo mismo cabe decir (en contraposición con el socialismo radical de estado propio de la Unión Soviética) del desarrollo y la protección de la gran empresa, siempre que conviniera a los intereses del régimen. Ambas dictaduras eran además no sólo ruidosamente nacionalistas y militaristas, sino sustancialmente imperialistas. A pesar de todos estos paralelismos, sin embargo, los dos regímenes eran intrínsecamente más distintos que similares. El hecho de que el régimen nazi fuera más radical, más dinámico, más agresivo, más movido por la ideología en todo aquello que emprendía, reflejaba unas estructuras trascendentales de la dictadura alemana que sólo tenía una semejanza superficial con el fascismo italiano.
La excepcionalidad del régimen nazi dependía en no poca medida de las esperanzas, expectativas y oportunidades ideológicas encarnadas en la posición suprema e incontestable de Hitler como caudillo alemán. El culto que rodeaba las cualidades «heroicas», casi sobrehumanas, de Hitler, que convirtió el que fuera en otro tiempo un mero demagogo de cervecería en objeto de veneración casi divinizado, fue naturalmente prefabricado, lo mismo que el del Duce en Italia, el de Stalin en la Unión Soviética, y los cultos a los líderes de cualquier otro país. Sin embargo, Hitler no tuvo que trascender una fuente anterior de legitimidad ideológica, como tuvo que hacer Stalin en su lealtad nominal al legado de Lenin y a los dogmas del marxismo. Ni tampoco tuvo que construir el culto a su liderazgo al cabo de varios años de tomar el poder, como hizo Mussolini. Las raíces del culto al Führer eran menos superficiales, venían de mucho más atrás y tendrían mayor trascendencia para el dinamismo ideológico de la dictadura.
Ya a mediados de los años veinte Hitler había establecido su total preeminencia dentro del movimiento nazi. Cuando fue nombrado canciller del Reich en 1933, llevaba ya mucho tiempo encarnando la visión utópica de renovación nacional y de grandeza futura que se había ganado el apoyo de millones de individuos a su partido. No en vano el nacionalsocialismo era conocido como «el movimiento de Hitler». En 1933 su predominio dentro del partido fue trasladado al funcionamiento de un estado moderno y avanzado. Y a partir de 1934 disfrutaría del poder absoluto y total en ese estado, a diferencia de Mussolini que siguió estando, nominalmente al menos, subordinado al rey. Los puntos fijos de la visión de Hitler, por mucho que fueran objetivos futuros, distantes e imprecisos, podían penetrar en todos los rincones del estado, movidos como estaban por la lealtad inquebrantable de la miríada de ramificaciones del partido único, de la eficaz maquinaria represiva de la policía y la organización de vigilancia, y contando a grandes rasgos con el apoyo de las elites nacional-conservadoras y millones de alemanes corrientes y molientes. La visión personalizada de Hitler —una visión basada en la guerra con el fin de alcanzar la salvación nacional mediante la anulación de la vergüenza de la capitulación de 1918 y la destrucción de los que él consideraba responsables de ella, los judíos— ofrecía unas «líneas de acción» que ahora podían convertirse en política estatal.
Estos dos aspectos, la «eliminación de los judíos» (idea que significaba cosas distintas para distintas personas en distintos momentos) y el «espacio vital» (Lebensraum), que comportaba la preparación para un conflicto militar en un momento dado del futuro previsible con el fin de asegurar la futura base económica de Alemania y su supremacía en Europa (idea capaz de abarcar diversos conceptos de expansión alemana), sirvieron para sustentar una incesante dinámica ideológica. Ese impulso ideológico no tenía ni remotamente comparación con la Italia de Mussolini y era completamente distinto en su esencia del que respaldaba las frenéticas convulsiones de la Unión Soviética. No seguía ningún plan coherente ni ningún calendario programado. Pero tanto la dirección como el inexorable ímpetu hacia la radicalización eran intrínsecos al sistema nazi.
Fundamental para esa radicalización era la limpieza étnica. El racismo del fascismo italiano, incluso después de la introducción de la legislación antijudía de 1938, no puede compararse ni por su centralidad ni por su intensidad con el impulso movilizador destinado a imponer una pureza racial que recorrió todo el régimen nazi. El racismo iba mucho más allá del antisemitismo. En el meollo del mismo, sin embargo, estaba el odio a los judíos. Los judíos ocupaban un puesto singular en la multiplicidad de fobias nazis. Para Hitler y muchos de sus ardientes seguidores los judíos equivalían a un peligro omnipresente que amenazaba la propia existencia de Alemania. Interiormente se pensaba que envenenaban su cultura, socavaban sus valores y corrompían su pureza racial. Exteriormente, eran vistos como una fuerza internacional maléfica a través del dominio que presuntamente ejercían sobre el capitalismo plutocrático y sobre el bolchevismo. La supresión de todo supuesto poder y supuesta influencia de los judíos, por tanto, era el eje central de la visión utópica de una renovación nacional basada en la pureza racial.
Esas quimeras patológicas pudieron convertirse a partir de 1933 en una política estatal práctica. El boicot a escala nacional de todas las empresas y negocios judíos del 1 de abril de 1933, seguido de un primer tramo de leyes destinadas a excluir a los judíos del funcionariado público y a discriminarlos y apartarlos del ejercicio de la profesión médica y de la práctica de la abogacía y el derecho, anunciaron a muchos judíos desde el comienzo mismo del nuevo régimen que no había futuro para ellos en Alemania. Una segunda gran oleada de persecución en 1935 culminó en las Leyes de Núremberg de septiembre de 1935, que declaraban ilegales los matrimonios mixtos entre judíos y personas «de sangre alemana», y que excluía a los judíos de la ciudadanía del Reich, base para una nueva vuelta de tuerca y de una mayor discriminación durante los años sucesivos. Una nueva oleada —la peor sin duda— habría de venir en 1938 y explotaría en los pogromos a escala nacional del 9-10 de noviembre (sarcásticamente llamados Reichskristallnacht o Noche de los Cristales Rotos, por los fragmentos de vidrio de los escaparates de las tiendas y las ventanas de las casas destrozadas de los judíos). Todo ello dio lugar a la huida del país de decenas de millares de personas. Con anterioridad, los judíos se habían visto obligados a abandonar progresivamente la economía, les habían sido arrebatados sus medios de vida, y habían sido lanzados como parias a los márgenes de una autoproclamada «comunidad del pueblo» construida sobre la base de la discriminación y la persecución raciales, y cuya propia identidad venía de la exclusión de los que no eran considerados aptos para pertenecer a ella.
Además de los judíos, quedaron excluidos de la comunidad «aria» mayoritaria una gran diversidad de las consideradas minorías sociales «extrañas» o marginales: gitanos, homosexuales, enfermos mentales, alcohólicos, mendigos, «vagos», «delincuentes habituales», y «antisociales» de un tipo u otro. La profesión médica, expertos en beneficencia y bienestar social y organismos encargados de la aplicación de la ley no necesitaron demasiadas presiones por parte del partido nazi para poner su granito de arena en la ejecución de los planes de exclusión. Las medidas de bienestar social y de fomento de la natalidad dirigidas a la población mayoritaria —como los préstamos por boda, las ayudas a la maternidad, la subvención por hijos, e incluso esterilización de los «degenerados» (que comenzó ya en 1933)— tuvieron sus equivalentes en otros países de Europa. Pero en ningún otro sitio esas medidas fueron guiadas de una forma tan radical y exhaustiva por unos principios de «higiene racial» destinados a crear una sociedad racialmente pura y genéticamente fortalecida: una sociedad preparada para la guerra (aunque no es que esto se dijera en voz alta).
Dentro del gigantesco movimiento nazi, semejante a una hidra, el ethos racial de la «comunidad del pueblo» era indiscutible. El propio partido nazi, que no estaba subordinado al estado, como en Italia, ni era superior a él, como en la Unión Soviética, sino que existía al lado del estado y se intersecaba con él en un dualismo incómodo, se encargó de que las presiones para excluir de la «comunidad del pueblo» a los «inferiores» y especialmente la dinámica antijudía no disminuyeran durante demasiado tiempo. La fuerza impulsora más trascendental de la política racial, sin embargo, no tenía analogías directas ni en Italia ni en la Unión Soviética. Se trataba de la SS, la Schutzstaffel (literalmente «Escuadra de Defensa»), la sección más escogida del movimiento nazi, y su sector ideológicamente más dinámico, empeñada en llevar a cabo la «limpieza racial» con el fin de mejorar «la salud política de la nación» y de crear la base para la futura dominación alemana de Europa.
Desde 1936 la SS, que ya gestionaba los campos de concentración (situados completamente fuera de cualquier restricción legal), asumió la jefatura de la seguridad y de la policía criminal, construyendo una gigantesca red de vigilancia y desarrollando por fin también un ala militar (la Waffen-SS). A mediados de los años treinta, debido a su ferocidad, la represión con el fin de acabar con cualquier auténtica oposición al régimen había conseguido su objetivo. A comienzos de 1935, la población de los campos de concentración, compuesta todavía principalmente por seguidores de los antiguos partidos de izquierdas, había quedado reducida a unas 3000 personas, la cifra más baja en toda la historia del régimen. Una vez cumplido su propósito inicial, los campos habrían podido ser cerrados en ese momento. Pero eso no habría convenido a Hitler ni a los jefes de la SS. Un claro indicio de que la misión del aparato conjunto de la policía y de la SS comportaba una espiral ascendente infinita de control, de erradicación de los «enemigos internos de la nación», y de purificación racial de la «comunidad del pueblo», fue que precisamente en ese momento fue cuando se elaboraron los planes de expansión de los campos. La exclusión de la «comunidad del pueblo» de todos aquellos que estuvieran en los márgenes de la sociedad y fueran considerados «dañinos para el pueblo» (volksschädigend) vio multiplicarse por siete en el plazo de cuatro años el número de las personas internadas en los campos de concentración, hasta alcanzar la cifra de 21 000 poco antes de que diera comienzo la segunda guerra mundial.
Además de la política racial, el afán de construir unas fuerzas armadas poderosas, de militarizar a la «comunidad del pueblo» y de dirigir la economía hacia un rearme rápido, aseguraba continuar con un ritmo implacable, que en ningún momento se permitió que disminuyera. A partir de 1936 esa dinámica se aceleró notoriamente. Como su memorándum sobre el lanzamiento del Plan Cuatrienal había demostrado, Hitler no se había echado atrás y seguía planteando la visión de imperialismo racial expuesta en Mein Kampf diez años antes, a saber la premisa de que en un momento dado iba a ser necesario un conflicto con el fin de adquirir un «espacio vital». Y el imperio no debía conseguirse en el África colonial ni en ningún otro escenario ultramarino, sino en la propia Europa.
La idea de momento seguía siendo ésa: una noción vaga en la mente de Hitler y de algunos otros líderes nazis. Había diferentes interpretaciones de lo que podía significar «espacio vital», y diferentes hipótesis sobre el carácter de cualquier expansión propuesta. Algunos pensaban en términos de un ejército fuerte, a modo de elemento disuasorio, para garantizar la defensa de Alemania. Otros contemplaban la posibilidad de un conflicto en un momento determinado del futuro para establecer la hegemonía de Alemania en la Europa central y del este. Pocos eran, si es que había alguno, los que imaginaban una guerra contra Francia e Inglaterra o una invasión de la Unión Soviética en un futuro próximo. Pero aunque no se dedicaron muchos pensamientos en concreto a perspectivas de conflicto futuro, no iba a construirse un gran ejército para que permaneciera inactivo indefinidamente en sus cuarteles. Y, a diferencia de la falta de dinamismo del ejército italiano, capaz en último término de vencer en una campaña imperialista en Abisinia, pero no mucho más, las autoridades militares alemanas eran eficaces y experimentadas, estaban cualificadas y tenían una fuerte determinación.
Estaban imbuidas de una cultura en la que la existencia de un ejército fuerte, el engrandecimiento nacional y el imperio se daban por descontados como atributos propios de una gran potencia. Habían experimentado lo que era la guerra, la conquista y la ocupación de un territorio en Europa entre 1914 y 1918, antes de verse obligadas a tragarse la amarga píldora de una terrible derrota, de la humillación nacional y de la pérdida demoledora del estatus de gran potencia. Habían contemplado la posibilidad de una guerra, habían previsto toda la moderna maquinaria de muerte y destrucción incluso a mediados de los años veinte, cuando pudo construirse otra vez un nuevo ejército fuerte. Los objetivos y los logros de Hitler de cara al restablecimiento de la fortaleza de Alemania, al derrumbamiento del Tratado de Versalles, y a la inversión de una cantidad incontable de millones en rearme era indudable que habrían tenido una calurosa acogida entre las autoridades militares. Una vez que las democracias occidentales pusieron de manifiesto su debilidad y sus divisiones en 1935 y en 1936 tras la violación de los tratados de Versalles y Locarno, la expansión alemana resultaba cada vez más probable. La segunda faceta de la ideología de Hitler, la expansión para la obtención de un «espacio vital», al igual que la primera, la «eliminación» de los judíos, empezaba a focalizarse cada vez más.
Según todos los indicios, el régimen nazi pudo contar con un amplio apoyo popular a mediados de los años treinta. Resulta imposible cuantificar hasta dónde llegaba ese apoyo, como sucedería en otras dictaduras que suprimieran de manera brutal cualquier opinión hostil y monopolizaran los medios de comunicación con la propaganda del régimen. Pero sin duda la recuperación económica, la eliminación del desempleo, la restauración del «orden» político, el restablecimiento de la unidad y de la fortaleza de la nación, y sobre todo los triunfos patrióticos (especialmente el desafío de las potencias occidentales con la remilitarización de Renania) eran muy populares. La popularidad del propio Hitler era inmensa, incluso entre muchos a los que no les gustaban ni el partido ni sus representantes locales, o que se habían malquistado con él debido a los ataques de los miembros más radicales del partido contra la observancia, las instituciones y el clero de las principales Iglesias cristianas, la católica y la protestante. Incluso los adversarios más enconados del régimen tuvieron que resignarse y admitir de mala gana la adulación generalizada de la figura de Hitler. La entrada en Renania elevó su virtual divinización a nuevas cotas. «¡Qué tío, este Hitler! ¡Ha tenido el valor de arriesgarse!», era un comentario que se escuchaba habitualmente incluso entre la clase obrera de las zonas industriales, cuyos miembros por lo demás no tenían nada bueno que decir del régimen, pero que aprobaban sus acciones encaminadas a violar el odiado Tratado de Versalles. Había una confianza «sencillamente maravillosa» en que «lograría que todo acabara bien para Alemania».
La propaganda podía apoyarse en un sentimiento pseudo-religioso y en la piedad popular ingenua, así como en la creencia en los valores patriarcales que garantizaban la disciplina y el orden. Cada año más de 12 000 alemanes de todas las clases sociales enviaban a Hitler cartas de elogio y de veneración servil, rayana en la adoración. Cantidades desproporcionadas de jóvenes alemanes de uno y otro sexo, incluso muchos que habían crecido en antiguos ambientes comunistas o socialistas, cambiaron de bando y se pusieron a favor del régimen, absorbiendo los valores nazificados en el movimiento de las Juventudes Hitlerianas (la pertenencia a las cuales, como movimiento juvenil estatal, se hizo casi obligatoria en 1936). Muchos encontraban una emoción, una sensación de aventura y una impresión de colectividad que trascendía todo tipo de diferencia de clase. Todos se sentían fascinados por el mundo de oportunidades y experiencias nuevas y tentadoras que los aguardaba, un mundo al que creían tener derecho como miembros de un pueblo especial y superior. «Creo que fueron unos buenos tiempos. Me gustaron», reconocería una señora mayor muchos años después, echando la vista atrás y contemplando su época de adolescente. No era la única. Muchos alemanes que tras la guerra de 1914-1918 habían experimentado una inflación galopante, luego el desempleo masivo y la profunda división política de los años de la República de Weimar, recordarían después la década de los treinta como «una época buena».
Por lo demás, la represión terrorista había cumplido su cometido. En 1935 los últimos rescoldos de oposición izquierdista que quedaban habían sido extinguidos por completo. Los integrantes de la oposición socialista, aquellos que no habían marchado al exilio, hacían cuanto podían por mantener contacto clandestinamente unos con otros, pero fuera de eso no llevaban a cabo ninguna o prácticamente ninguna actividad que molestara al régimen. Siguieron reconstruyéndose células comunistas, rápidamente localizadas y aplastadas, en un ciclo de resistencia valerosa e inútil que siguió repitiéndose hasta el mismísimo final del Tercer Reich. Pero fuera de esas minúsculas minorías que seguían comprometidas con el peligroso mundo de la oposición clandestina, la mayoría de los alemanes no tuvieron más remedio que encontrar formas de adaptarse a la dictadura, acatando con diversos grados de entusiasmo las exigencias del régimen. La vigilancia, el espionaje, la delación: todos los arreos de una sociedad estrechamente controlada estaban presentes a todas horas y en cualquier parte. Era una imprudencia distinguirse de los demás negándose, por ejemplo, a responder al saludo: «Heil Hitler!». La gente estaba siempre en guardia. La presión a favor de las demostraciones de conformidad era constante. Pero era harto improbable que los que demostraban esa conformidad se metieran en líos con la Gestapo. Fuera de la minoría de los que eran considerados «enemigos del pueblo» —los judíos, la banda cada vez más amplia de los marginados sociales (los «ajenos a la comunidad», como empezaron a ser llamados), y los opositores políticos—, el terror tuvo durante los años treinta un papel mucho más limitado que el que desempeñó en la Unión Soviética con Stalin.
A la mayoría les encantaba que les recordaran que formaban parte de una «comunidad del pueblo» unida, con perspectivas de un futuro glorioso basado en su exclusivismo y su superioridad racial. La mayoría no derramaba ni una lágrima por los «extraños» excluidos de la «comunidad», y menos aún si eran judíos. La constante denigración y demonización de los judíos por parte de una propaganda tenaz no dejaron de hacer efecto. «Los nacionalsocialistas realmente han abierto un profundo abismo entre la gente y los judíos», opinaba un agente clandestino de los dirigentes socialdemócratas en el exilio, en un informe enviado desde Berlín en enero de 1936. «La sensación de que los judíos son otra raza está hoy día generalizada». Estaba ampliamente aceptada la idea de que los judíos no tenían cabida en la «comunidad del pueblo» alemán y de que o bien se iban de Alemania o bien eran obligados a marcharse. No faltaban los «compatriotas» [Volksgenossen o «camaradas del pueblo»], como eran llamados los alemanes corrientes y molientes, dispuestos a adquirir una empresa o un negocio judío a precio de saldo, a quedarse con los bienes de los judíos o a mudarse a los pisos que dejaban libres.
La idea de que la población de etnia alemana de otros lugares de Europa se uniera a la «comunidad del pueblo» fue muy bien acogida. Pero pocos estaban dispuestos a arriesgarse a una guerra para hacerla realidad. De momento, acallaron sus temores y escondieron la cabeza debajo del ala. No tardarían en darse cuenta de que se habían metido en una zona de altísimo peligro.
Las dictaduras dinámicas comparadas entre sí
Las tres dictaduras dinámicas —la Unión Soviética de Stalin, la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler— eran en la práctica unas formas muy distintas de régimen, aunque tuvieran numerosos rasgos estructurales en común. El régimen de Stalin se destaca de los otros dos, que comparten más características similares (y algunos «préstamos» tomados por la Alemania nazi de la Italia fascista), aunque también mostraran diferencias fundamentales. Todas pretendían tener un «derecho total» sobre sus ciudadanos. Semejante pretensión no logró realizarse en la práctica y se llevó a cabo con más fragilidad en la Italia fascista, paradójicamente el único de los tres regímenes que declaró explícitamente que estaba construyendo un «estado totalitario». Sin embargo, ese «derecho total» tuvo indudablemente unas consecuencias tremendas para el comportamiento de los ciudadanos de unas sociedades tan duramente orquestadas y controladas como aquéllas. El «espacio político» y las formas de actividad social organizada, comparados incluso con los de otras dictaduras de la época, y no digamos con las democracias liberales, dejaron completamente de existir fuera de lo que estaba permitido y gestionado por el propio régimen. En cada uno de ellos se llevaron a cabo incesantemente intentos de moldear las actitudes y los comportamientos con arreglo a sus dogmas ideológicos exclusivos. La identificación con el régimen era sustentada y reforzada mediante el hincapié hecho en el «enemigo interior», los «extraños» cuya propia existencia determinó la creación de una comunidad de «normales», de los que «pertenecían» a ella.
La penetración de los valores del régimen en la sociedad fue menor en Italia, y mayor con toda probabilidad en Alemania. El éxito del adoctrinamiento fue variable, aunque donde parece que fue mayor en los tres regímenes fue entre los jóvenes. En cada caso, el régimen tuvo un éxito considerable a la hora de movilizar a grandes cantidades de idealistas y de ganarse un amplísimo apoyo popular. Resulta imposible cuantificar ese apoyo, teniendo en cuenta la represión de cualquier tipo de oposición en la que se basaban los tres regímenes y la falta de libertad de expresión. Por los indicadores imprecisos de los que disponemos, la Alemania nazi fue la que tuvo un mayor nivel de apoyo popular, Italia se quedaría un poco a la zaga, mientras que en la Unión Soviética era donde la población estaba más coaccionada, lo que sugiere que era donde el apoyo era menos auténtico.
Cada uno de los tres recurrió a la mano dura y a la represión terrorista. Para los que sufrieron el terror de la policía estatal, las diferencias ideológicas o estructurales entre los tres regímenes eran cuestión de la más absoluta indiferencia. Aun así, eran importantes. La Unión Soviética ejerció un grado extraordinario de terror, dirigido contra sus propios ciudadanos, mucho mayor que los otros dos, con unos métodos de disuasión arbitrarios e imprevisibles que no se vieron reproducidos en ninguna otra parte. El terror nazi se concentró en aplastar cualquier tipo de oposición política organizada, y luego, progresivamente, en las minorías más débiles y menos numerosas, especialmente los judíos y otros grupos raciales o sociales marginales, «extraños». Lo peor del terror del fascismo se reservó para las colonias italianas en África. En la madre patria, una vez que disminuyó la violencia callejera de los primeros tiempos, el aceite de ricino y las porras, la aplicación del terror fue suave en comparación con los otros dos regímenes, concentrándose en la eliminación de los opositores conocidos, pero por lo demás se contentó en gran medida con una estrategia de contención.
Donde Italia mostró también mayor debilidad fue en su dinamismo ideológico y en su militarización. Buena parte de la movilización de la sociedad fue poco más que superficial. Tras más de una década de gobierno fascista, el abismo entre la retórica y la realidad era considerable. El objetivo de la consecución de una totalidad de estado y sociedad había sido ilusorio. Detrás del régimen se ocultaba una finalidad impulsora muy escasa. Incluso la guerra colonial y la victoria en Abisinia, por mucho que supusieran un triunfo popular, cuajaron sólo de manera superficial en la mentalidad de los italianos y sólo lograron movilizar a la población durante poco tiempo. Independientemente del grado de beligerancia de Mussolini y de las autoridades fascistas, en el pueblo italiano no se dio una fijación excesiva con las perspectivas de guerra y de gloria militar, y desde luego había muy poca disposición a soportar las privaciones y los sufrimientos de una guerra. Las fuerzas armadas italianas eran capaces en el mejor de los casos de llevar a cabo campañas breves contra adversarios inferiores, pero no estaban en absoluto equipadas para intervenir en una guerra de mayor envergadura. Y una industria armamentística tecnológicamente atrasada no sería capaz de mantener el ritmo de rearme seguido por otros países.
A diferencia de Italia, la fuerza motriz ideológica de la Unión Soviética era extremadamente potente. Se habían hecho enormes avances, con unos costes humanos colosales, con el fin de movilizar una economía dirigida por el estado, reestructurar la producción agrícola e industrializar el país a una velocidad vertiginosa. Tras la extraordinaria celeridad de estos procesos se ocultaba la hipótesis de guerra en un momento dado, que no tardaría mucho en llegar. Sin embargo, a diferencia de Alemania e incluso de Italia, el objetivo central era preparar la economía y la sociedad para la defensa de la Unión Soviética, no para llevar a cabo una agresión externa (aunque hay que reconocer que se contempló la posibilidad de ocupar las repúblicas bálticas y quizá Polonia occidental como un elemento más del plan de acordonamiento defensivo previsto). Como Stalin sabía perfectamente, el rearme estaba sólo en su primera fase. La Unión Soviética no estaba preparada ni mucho menos para un conflicto de gran envergadura en ninguna parte, mientras que él infligió con sus grandes purgas un daño gravísimo a la dirección del Ejército Rojo.
El dinamismo ideológico del régimen de Hitler destaca frente a los otros dos por su neta focalización en la intensificación de la persecución de los «enemigos» internos, especialmente los judíos, y por sus impetuosos preparativos para hacer frente a un conflicto militar en un futuro previsible, preparativos de carácter a todas luces agresivos, no defensivos. Alemania poseía la economía más avanzada del continente europeo, creada progresiva y aceleradamente a la medida de la guerra. Y tenía los mandos militares más eficientes.
Aunque las tres dictaduras juntas desempeñarían un papel desproporcionadamente importante en la configuración del futuro del continente europeo durante los años por venir, no es de extrañar, sino todo lo contrario, resulta muy comprensible que los líderes de las democracias occidentales vieran a Alemania como la principal amenaza. Stalin era considerado en aquel momento sobre todo un peligro para su propio pueblo. Mussolini era un peligro para los pueblos sometidos de los territorios coloniales de Italia en África y una fuente de imprevisibilidad en el Mediterráneo. Hitler era un peligro para los judíos de Alemania, pero desde la perspectiva internacional era sobre todo un peligro tremendo, y cada vez mayor, para la paz en Europa.
El gobierno de Gran Bretaña sobre todo desconfiaba de la Unión Soviética y se oponía completamente a ella, detestaba su sistema social y se hallaba desconcertado por las purgas de Stalin. Italia era considerada un problema manejable en el Mediterráneo, cada vez más hostil a los intereses occidentales, sí, pero no una gran amenaza en sí misma. La principal preocupación, y cada vez en mayor grado, era Alemania, un pueblo unido dirigido por un dictador resuelto y despiadado, que estaba rearmándose a toda velocidad, y con una potencia de sus fuerzas armadas a punto ya de superar el vigor militar que habían tenido durante la primera guerra mundial. En 1914 Gran Bretaña había ido a la guerra fundamentalmente para evitar que Alemania dominara Europa y para proteger su imperio de las pretensiones alemanas de convertirse en potencia mundial. Cada vez parecía más probable que fuera a producirse una repetición de la jugada dentro de poco.
Mientras tanto en 1936 se presentó la oportunidad de que se produjera un primer choque entre las dictaduras más poderosas en un conflicto que muchos no tardarían en ver como un presagio del enfrentamiento mucho mayor que estaba por venir. En julio de 1936 el general Franco emprendió su sublevación contra la República española. Al cabo de poco tiempo había obtenido el apoyo militar de Hitler y de Mussolini, mientras que Stalin respaldaba militarmente a las fuerzas republicanas. Enfrentándose en bandos opuestos en la guerra civil española, los dictadores flexionaban sus músculos. Una vez más las democracias occidentales pondrían de manifiesto su debilidad. La intervención de las grandes potencias en la guerra civil española fue el signo más evidente, aparte de la tragedia nacional que supuso para el pueblo español, de que el orden internacional de Europa estaba viniéndose abajo. El peligro de que el continente se viera envuelto en una nueva conflagración era cada vez más grave.