Introducción

La era de autodestrucción de Europa

Las guerras de los pueblos serán más terribles que las de los reyes.

WINSTON CHURCHILL (1901)

El siglo XX de Europa fue un siglo de guerra. Dos guerras mundiales, a las que les sucedieron más de cuarenta años de «guerra fría» —fruto directo de la segunda guerra mundial—, definieron esta época. Fue un período extraordinariamente dramático, trágico y enormemente fascinante, y su historia se caracterizó por una convulsión gigantesca y una transformación increíble. Durante el siglo XX, Europa hizo un viaje de ida y vuelta al infierno. El continente, que durante casi cien años después de que acabaran las guerras napoleónicas en 1815 se había jactado de constituir el culmen de la civilización, cayó entre 1914 y 1945 en la sima de la barbarie. Pero tras una era calamitosa de autodestrucción vinieron una estabilidad y una prosperidad inimaginables hasta entonces, aunque eso sí al elevado precio de una división política insalvable. A continuación, una Europa reunificada, obligada a hacer frente a las tremendas presiones internas causadas por la intensificación de la globalización y por los graves desafíos surgidos en su interior, experimentó unas tensiones internas cada vez mayores antes incluso de que la quiebra financiera de 2008 sumiera al continente en una nueva crisis, todavía sin resolver.

El próximo libro estudiará la época iniciada a partir de 1950. Este primero, sin embargo, se fijará en la casi autodestrucción de Europa durante la primera mitad del siglo, esto es durante la época de las dos guerras mundiales. Analiza cómo las peligrosas fuerzas surgidas de la primera guerra mundial culminaron durante la segunda en abismos de inhumanidad y destrucción casi inimaginables. Esta catástrofe, junto con los niveles sin precedentes de genocidio de los que no cabe separar el conflicto, hace de la segunda guerra mundial el epicentro y el episodio determinante de la turbulenta historia de Europa a lo largo del siglo XX.

Los siguientes capítulos analizan los motivos de esta catástrofe inmensa. Localizan esos motivos en cuatro grandes elementos de crisis generalizada relacionados entre sí: (1) la explosión del nacionalismo étnico-racista; (2) las enconadas e irreconciliables exigencias de revisionismo territorial; (3) la agudización de los conflictos de clase, a los que vino a dar un enfoque concreto la revolución bolchevique de Rusia; y (4) una crisis prolongada del capitalismo (que muchos observadores pensaron que era terminal). El triunfo del bolchevismo se convirtió en un nuevo componente vital a partir de 1917. Y lo mismo ocurrió con el estado de crisis casi constante del capitalismo, aliviado sólo durante unos pocos años a mediados de la década de 1920. Los demás elementos habían estado presentes antes ya de 1914, aunque en forma mucho menos aguda. Ninguno había sido una causa primaria de la primera guerra mundial. Pero la nueva virulencia de cada uno de ellos por separado fue un resultado crucial de la contienda. Su interacción letal generó una época de violencia extraordinaria que dio lugar a la segunda guerra mundial, mucho más destructiva incluso que la primera. Las que más sufrieron los peores efectos de la interrelación de los cuatro elementos fueron las regiones de Europa central, oriental y sudoriental, en su mayoría las más pobres del continente. La Europa occidental salió mejor librada (aunque España constituiría una excepción importante).

La desintegración del Imperio Austrohúngaro y del Impero Otomano al término de la primera guerra mundial, y las inmensas y violentas convulsiones de la guerra civil rusa que sucedió inmediatamente a la revolución, desencadenaron nuevas fuerzas de nacionalismo extremo en las que la identidad con la nación solía definirse étnicamente. Los conflictos nacionalistas y étnicos eran especialmente endémicos en la mitad oriental más pobre del continente, regiones pobladas por comunidades mixtas desde el punto de vista étnico desde tiempo inmemorial. El odio nacionalista a menudo seleccionó a los judíos para hacerlos chivos expiatorios del resentimiento y la miseria social. En la Europa central y del este había más judíos que en la Europa occidental, y en general estaban menos integrados y pertenecían a una clase social más baja que sus correligionarios de los países del oeste. Estas regiones del centro y el este de Europa, mucho más que Alemania, fueron tradicionalmente el centro del antisemitismo más virulento. La homogeneidad étnica mayor que tradicionalmente existía en la Europa occidental, y el hecho de que sus estados nación hubieran evolucionado habitualmente a lo largo de un dilatado período de tiempo, supusieron que en ellos las tensiones, aunque no ausentes del todo, fueran menos acentuadas que en el este.

Además, los vencedores y la mayoría de los países neutrales de la primera guerra mundial se encontraban en la Europa occidental. El prestigio nacional dañado y la rivalidad por los recursos materiales, verdadera fuente de alimentación del nacionalismo étnico agresivo, desempeñaron un papel mucho más importante en el este. En el centro del continente, Alemania, el país vencido más importante y llave de la futura paz de Europa, cuyas fronteras se extendían desde Francia y Suiza por el oeste hasta Polonia y Lituania por el este, abrigaba un resentimiento enorme por el trato que le habían dispensado los países aliados vencedores y sólo fue capaz de sofocar sus ambiciones revisionistas temporalmente. Más al sur y más al este, las ruinas de los imperios austrohúngaro, ruso y otomano dieron lugar a nuevos estados nación, a menudo formados de manera improvisada en las circunstancias menos propicias imaginables. No es de extrañar que los odios nacionalistas y étnicos que envenenaban la política hicieran de esas regiones los grandes mataderos de la segunda guerra mundial.

Los conflictos nacionalistas y las tensiones étnico-raciales se vieron intensificados en gran medida por la organización territorial que se estableció en Europa después de la primera guerra mundial. Los arquitectos del Tratado de Versalles de 1919, por buenas que fueran sus intenciones, se enfrentaron a una serie de problemas insuperables al intentar satisfacer las exigencias territoriales de los nuevos países formados a partir de los restos de los viejos imperios. Las minorías étnicas constituían partes importantes de la mayoría de los nuevos estados del centro, el este y el sudeste de Europa, y representaban una base potencial de disturbios políticos graves. Casi en todas partes las fronteras fueron objeto de disputa y las exigencias de las minorías étnicas, que habitualmente tenían que hacer frente a la discriminación de la población mayoritaria, quedaron sin resolver. Además las reasignaciones fronterizas de Versalles fomentaron peligrosos resentimientos latentes en los países que se sintieron tratados de manera injusta. Aunque Italia no tenía divisiones étnicas internas (aparte de la población en buena parte de lengua alemana del Tirol del Sur, anexionado al término de la guerra), los nacionalistas y los fascistas supieron explotar la sensación de injusticia provocada por el hecho de que un país que había estado del lado de las potencias vencedoras en la primera guerra mundial se viera privado de las ganancias a las que aspiraba a costa del territorio de lo que no tardaría en llamarse Yugoslavia. Mucho más peligrosa para la consecución de una paz duradera en Europa fue la profunda cólera de Alemania —que, como Italia, carecía de divisiones étnicas internas— por el desmembramiento de su territorio al término de la contienda; sumada a las exigencias de revisión del Tratado de Versalles, alimentaría más tarde el creciente apoyo del nazismo y, fuera de las fronteras del Reich, fomentaría el resentimiento de las minorías étnicas alemanas de Polonia, Checoslovaquia y otros países.

El estridente nacionalismo que surgió a raíz de la primera guerra mundial cobró impulso no sólo como consecuencia de las rivalidades étnicas, sino también de los conflictos de clase. La idea de unidad nacional lograría agudizarse enormemente al centrarse en los supuestos «enemigos» de clase existentes dentro y fuera del estado nación. La gigantesca convulsión económica que sucedió a la guerra y las funestas consecuencias de la gran depresión de los años treinta intensificaron enormemente los antagonismos de clase en toda Europa. Los conflictos de clase, a menudo violentos, habían marcado repetidamente, como es natural, toda la era industrial. Pero se agudizaron mucho más, comparados con la situación de los años previos a la guerra, debido a la revolución rusa y al establecimiento de la Unión Soviética. Ésta proporcionaba un modelo alternativo de sociedad, una sociedad que había derrocado el capitalismo y había creado una «dictadura del proletariado». La eliminación de la clase capitalista, la expropiación de los medios de producción por parte del estado, y la redistribución de la tierra a gran escala representaron a partir de 1917 propuestas muy atractivas para grandes sectores de las masas empobrecidas. Pero la presencia del comunismo soviético trajo consigo también la división de la izquierda política, debilitándola de manera fatal, al mismo tiempo que fortalecía enormemente las fuerzas de la extrema derecha nacionalista. Algunos elementos revitalizados de la derecha pudieron dirigir las energías violentas de todos los que se sentían amenazados por el bolchevismo —en general las elites adineradas tradicionales, la clase media y los campesinos que poseían tierras— hacia nuevos movimientos políticos sumamente agresivos.

La contrarrevolución, lo mismo que hicieron las atractivas propuestas de la revolución en la izquierda, aprovechó el encono y las ansiedades de los conflictos de clase. Los movimientos contrarrevolucionarios consiguieron un atractivo generalizado allí donde fueron capaces de combinar el nacionalismo extremo con un antibolchevismo virulento. Una vez más, se vieron particularmente afectados los países de la Europa central y oriental, donde más cercana parecía la amenaza bolchevique. Pero el mayor peligro internacional surgió allí donde la combinación de nacionalismo extremo y de odio casi paranoico al bolchevismo dio lugar a la creación de movimientos masivos de derechas, que en Italia y luego en Alemania lograron hacerse con el poder del estado. Cuando en estos casos las energías nacionalistas y antibolcheviques cargadas de odio que habían propulsado a la derecha al poder lograron canalizarse hacia la agresión externa, la paz de Europa se vio en un peligro enorme.

El cuarto componente, que sustentaba los otros elementos e interactuaba con ellos, fue la prolongada crisis del capitalismo entre una y otra guerra. Las turbulencias masivas causadas en la economía del mundo por la primera guerra mundial, la grave debilidad de las grandes economías europeas —Gran Bretaña, Francia y Alemania— y la reluctancia de la única potencia económica importante, Estados Unidos, a comprometerse de lleno con la reconstrucción europea, precipitaron el desastre. Los problemas de Europa se vieron agravados por las repercusiones del conflicto en el resto del mundo. Japón expandió sus mercados en el Extremo Oriente, empezando por China —sumida en la ruina como consecuencia del caos político—, a expensas de los europeos. El Imperio Británico tuvo que enfrentarse a desafíos políticos y económicos cada vez mayores, de forma particularmente notoria en la India, donde el desarrollo de una industria textil indígena y la consiguiente pérdida de mercados para sus exportaciones incrementaron las tribulaciones económicas de Gran Bretaña. Y Rusia desapareció de hecho de la economía mundial a raíz de la revolución y de la guerra civil. La crisis del capitalismo era global, pero resultó especialmente dañina para Europa.

La crisis inflacionista de comienzos de los años veinte y la crisis deflacionista de los treinta enmarcaron un boom económico efímero cuyos cimientos, según quedó patente, habían sido construidos sobre arena. Las dos fases de dislocación económica y social masiva, separadas por un brevísimo intervalo de bonanza, crearon un ambiente en el que las privaciones y el miedo a las privaciones avivaron considerablemente los extremismos políticos.

Los trastornos económicos por sí solos no bastarían para provocar un gran vuelco político. Para ello, esos trastornos necesitarían una crisis de legitimidad del estado sustentada en el cisma ideológico existente y en las profundas divisiones culturales que exponían a las elites del poder, ya debilitadas, a las nuevas presiones de la movilización de las masas. Ésas eran, sin embargo, las condiciones presentes en muchos rincones de Europa, especialmente allí donde el nacionalismo integral extremo, basado en una sensación generalizada de pérdida del prestigio nacional y en las expectativas frustradas de alcanzar un estatus de gran potencia, pudo fomentar un movimiento fuerte que sacara energía de la supuesta fuerza de los diabólicos enemigos a los que afirmaba hacer frente, y que se hallara en condiciones de reclamar el poder en un estado cuya autoridad era débil.

Por consiguiente, lo que se necesitó para engendrar la crisis política, socioeconómica e ideológico-cultural generalizada que puso a Europa al borde de la autodestrucción fue el acoplamiento de los cuatro elementos de la crisis. En un grado u otro, esa interacción afectó a la mayoría de países europeos, incluso en la Europa occidental. Pero en uno especialmente —Alemania— los cuatro elementos estuvieron presentes en su forma más extrema, reforzándose unos a otros con efectos explosivos. Y cuando Adolf Hitler, aprovechando la crisis generalizada de forma magistral y con promesas de superarla mediante el uso de la fuerza, fue capaz de cimentar su control dictatorial del estado alemán, las probabilidades de evitar la catástrofe generalizada en Europa se redujeron drásticamente. Como el potencial militar, además de económico, de Alemania era tan grande (aunque temporalmente menoscabado al término de la primera guerra mundial) y como sus pretensiones revisionistas y sus ambiciones expansionistas vulneraban directamente la integridad territorial y la independencia política de tantos otros países, la probabilidad de que la crisis de Europa acabara en una nueva guerra catastrófica volvió a ser cada vez más elevada. No es de extrañar que la crisis llegara a su punto culminante en el centro y el este de Europa, que eran las zonas más desestabilizadas del continente, ni que, una vez que empezara la guerra, los territorios del este se convirtieran en el escenario de una destrucción absolutamente tremenda y de una inhumanidad casi grotesca.

La destrucción que acarreó la segunda guerra mundial alcanzó cotas desconocidas hasta entonces. Las consecuencias morales de un colapso tan profundo de la civilización se sentirían durante el resto del siglo, e incluso después. Pero curiosamente, la segunda guerra mundial, en claro contraste con el caos generado por la primera, allanó el camino para el renacimiento de Europa durante la segunda mitad del siglo. Allí donde la primera guerra mundial había dejado un legado de conflictos étnicos, fronterizos y de clase sumamente intensos, junto con una profunda y prolongada crisis del capitalismo, la segunda se llevó consigo esta concatenación de factores en su propia corriente de destrucción. La dominación de la Europa oriental por parte de la Unión Soviética sofocó a la fuerza las divisiones étnicas internas y los disturbios. La limpieza étnica a gran escala llevada a cabo en la inmediata posguerra reestructuró el mapa de la Europa central y del este. Los sueños que había acariciado Alemania de dominación de Europa quedaron extinguidos con la derrota total del país, con su destrucción y división. En la Europa occidental había una nueva predisposición a desactivar los antagonismos nacionalistas en pro de la cooperación y la integración. Las fronteras quedaron fijadas gracias a la presencia de las nuevas superpotencias. La transformación en las ideologías estatales de la Europa occidental del antiguo antibolchevismo que había fortalecido a la extrema derecha fomentaba ahora una política conservadora estable. Y no en menor medida, el capitalismo reformado (esta vez con el liderazgo activo de Estados Unidos) provocó una prosperidad fabulosa en la mitad occidental del continente, que contribuyó a su vez a sustentar la estabilidad política. Todos estos cambios fundamentales ocurridos a partir de 1945 actuaron conjuntamente para acabar con la matriz de los elementos generadores de crisis que a punto habían estado de destruir el continente en la época de las dos guerras mundiales.

De manera trascendental, la segunda guerra mundial acabó de una vez por todas con el sistema de grandes potencias europeas rivales que luchaban por el dominio del continente, sistema que se remontaba más allá de la época de Bismarck y que de hecho databa del final de las guerras napoleónicas allá por 1815. En una Europa renacida, aunque eso sí dividida ideológica y políticamente, las únicas grandes potencias que quedaban eran Estados Unidos y la Unión Soviética, mirándose torvamente a través del Telón de Acero y encabezando la reconstrucción de estados y sociedades a su imagen y semejanza. Había además otro elemento vital: dado que ambas superpotencias poseían la bomba atómica, como sucedió a partir de 1949, y al cabo de cuatro años la bomba de hidrógeno, todavía más horriblemente destructiva, el fantasma de la guerra nuclear empezó a amenazar con unos niveles de destrucción que dejarían pequeña la devastación provocada por las dos guerras mundiales. Esta situación obligaría a todos a estar muy atentos y desempeñaría un importante papel en la creación de lo que, en 1945, parecía una era de paz en Europa sumamente improbable.

Cómo interactuaron estos elementos para transformar Europa, tanto oriental como occidental, tendrá que ser estudiado en el próximo libro. Los capítulos que vienen a continuación en éste son un intento de comprender cómo Europa se sumió en el abismo durante la primera mitad de un siglo tan violento y tumultuoso, y cómo luego, curiosamente, a los cuatro años de tocar fondo en 1945, empezó a poner los cimientos de una recuperación asombrosa: para que una nueva Europa surgiera de las cenizas de la anterior y retomara el camino de vuelta del infierno a la tierra.