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El gran desastre

Masas silenciosas… Los regimientos desfilan con sus bandas; recordad que todos esos hombres se dirigen a una matanza.

Diario de Michel Corday, empleado público,

París (14 de julio de 1915)

Después de agosto de 1914, nada volvería a ser lo mismo. El nuevo siglo ya había cumplido catorce años. Pero el estallido de la que pronto se conocería como «la Gran Guerra» marcó el verdadero comienzo del siglo XX de Europa. Los años comprendidos entre la fecha del calendario que indicaba el nacimiento del siglo y la atroz deriva bélica que se vivió en el mundo pertenecían a una época anterior. Lo que ocurrió a partir de agosto de 1914 señaló el principio de una nueva era mucho más terrible.

Se desencadena una tragedia

Dos años antes de que estallara la guerra, en una novela titulada Das Menschenschlachthaus («El matadero humano»), un maestro y escritor antibelicista de Hamburgo, Wilhelm Lamszus, había descrito con crudeza el horror y la brutalidad de las máquinas asesinas que, perfectamente engrasadas, iban a sembrar la muerte a una escala sin precedente en una guerra futura. Trágicamente, la profecía se cumplió. Al cabo de ocho años, Ernst Jünger, un oficial alemán apasionado y comprometido que había servido con entusiasmo y gran valentía como jefe de sus tropas en el frente durante casi toda la guerra, tituló su éxito de ventas, uno de los trabajos literarios más extraordinarios sobre la primera guerra mundial, In Stahlgewittern (publicado en castellano con el título de Tempestades de acero). No habría podido encontrar un título más apropiado para lo que tuvieron que afrontar los soldados de los países europeos en guerra durante los cuatro años siguientes.

Estas dos obras literarias, de antes y después del catastrófico conflicto, captan diversos aspectos de la naturaleza fundamental de la guerra. Más que cualquier otra guerra anterior, ésa fue una guerra de matanza masiva industrializada. De carne humana contra máquinas asesinas. Enfrentándose a los soldados había artillería pesada, ametralladoras, fusiles de tiro rápido, morteros de trinchera, explosivos detonantes, granadas, lanzallamas y gas venenoso. Las armas modernas, utilizadas en un número cada vez mayor, provocaron muerte y destrucción de una manera impersonal y a una escala sin precedente. La pérdida colosal de vidas humanas pasó a ser un simple aspecto más en la planificación de grandes ofensivas. Los proyectiles de artillería y la metralla se convirtieron en los causantes de muerte más frecuentes en el campo de batalla, aunque miles y miles de personas perecieron por las heridas que sufrieron y por las enfermedades contraídas en medio de las atroces condiciones de los campos de batalla.

La guerra como impulsora de cambios tecnológicos introdujo armamento nuevo y métodos innovadores de matanza masiva que vinieron a marcar la faz del futuro. El gas venenoso empezó a ser utilizado cada vez más a menudo a partir de 1915, después de que los alemanes recurrieran a él en la primavera de ese año, durante el ataque lanzado contra las posiciones aliadas cerca de Ypres. Los tanques debutaron en el Somme como parte de la ofensiva británica de 1916, y en 1918 ya eran empleados en grandes formaciones en los principales campos de batalla. Los submarinos se convirtieron a partir de 1915 en un arma importantísima de la campaña alemana contra los barcos de los Aliados, cambiando la naturaleza de la guerra en el mar. Y al menos en la misma medida, el veloz desarrollo de la tecnología aeronáutica expuso a la población civil de ciudades y pueblos, así como a las fuerzas de combate presentes en los distintos frentes, a la aterradora perspectiva de los bombardeos aéreos, uno de los cuales, efectuado por un zepelín alemán en una fecha tan temprana como el 6 de agosto de 1914 contra la ciudad belga de Lieja, fue simplemente una primera muestra. Por el hecho de estar expuestos a los bombardeos, y por otras muchas razones, los civiles se verían incorporados a partir de ese momento al esfuerzo de guerra de una manera sin precedente, por un lado trabajando para él, y por otro siendo convertidos en objetivos del enemigo. La propaganda de guerra utilizó los medios de comunicación para engendrar el odio de pueblos enteros. Los estados beligerantes movilizaron a sus poblaciones de distintas maneras, algunas sin precedente. La guerra llegó a ser total. La prensa francesa acuñó el término la guerre totale en 1917 para hacer hincapié en el hecho de que frente y patria iban de la mano en el esfuerzo de guerra.

Además, aunque Europa fuera su epicentro, la guerra era por primera vez una conflicto a escala verdaderamente global que afectaba a todos los continentes. En parte esto era un reflejo de los imperios globales de Gran Bretaña, especialmente, y Francia. Ambos países movilizaron sus imperios para la guerra. Los dominios británicos de Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Sudáfrica entraron en la guerra en agosto de 1914 en apoyo de Gran Bretaña. Los africanos y los indios fueron reclutados para combatir en una causa europea, sufriendo un elevado índice de mortalidad. En el bando aliado luchó un millón de indios, muchos de ellos en África y en Oriente Medio. En sus colonias, Francia reclutó a más de seiscientos mil hombres, principalmente en el oeste y el norte de África. Más de dos millones de africanos sirvieron como soldados y como mano de obra. Aproximadamente un 10% de ellos no sobrevivió. Pero esta cantidad se multiplicó por dos entre los que fueron utilizados como mano de obra —desplegados en gran número por el este de África para el transporte de pesados cargamentos de pertrechos y provisiones—, superando el índice de mortalidad de los soldados británicos durante la guerra.

Como ocurre con la mayoría de los conflictos armados, fue más fácil comenzar la guerra que acabarla. En vez de estar de vuelta a casa para Navidad, como habían dicho a sus seres queridos (y como ellos mismos habían creído), más de un cuarto de millón de soldados franceses ya habían caído en tan señalada fecha. El número total de bajas, entre muertos, heridos y capturados por el enemigo, ya había superado la cifra de 450 000 a finales de noviembre. En aquellos momentos los británicos ya habían sufrido 90 000 bajas, un número que superaba al de los hombres reclutados en un principio para el combate. Las bajas de los austrohúngaros superaron las trescientas mil ya en las primeras batallas contra los rusos en Galicia en agosto y septiembre, llegando al medio millón tras los primeros cinco meses de guerra en el Frente Oriental. Alemania había perdido 800 000 hombres a finales de año, 116 000 de ellos muertos en el campo de batalla (unas pérdidas que multiplicaban por cuatro las sufridas durante toda la guerra franco-prusiana de 1870-1871). En la fase inicial de la guerra, los rusos fueron los que se llevaron la peor parte: durante los nueve primeros meses perdieron prácticamente dos millones de efectivos, 764 000 de ellos capturados por el enemigo. Si consideramos el tamaño de los ejércitos en 1914, las bajas sufridas por las fuerzas beligerantes durante ese año fueron más elevadas que en cualquier otra etapa de la guerra.

La población civil enseguida se vio incluida en la matanza cuando los alemanes empezaron su ataque contra Bélgica. Más de seis mil personas, incluidos niños y mujeres, perdieron la vida, fueron brutalmente maltratadas o sufrieron la deportación mientras las tropas alemanas avanzaban por Bélgica durante las primeras semanas del conflicto. El adiestramiento militar alemán infundía a los reclutas un miedo paranoico a la guerra de guerrillas. Los soldados, a menudo consumidos por el odio, veían a los civiles como un colectivo responsable de supuestas (y principalmente imaginarias) acciones de francotiradores o de incidentes en los que el «fuego amigo» era confundido con un ataque del enemigo por la retaguardia. El «castigo» colectivo se aplicaba incluso cuando los soldados eran perfectamente conscientes de la inocencia de sus víctimas.

Cuando, al final de la batalla del Marne, librada el 6-9 de septiembre, los franceses detuvieron el avance alemán a unos cincuenta kilómetros de París, el fracaso de toda aquella estrategia de una victoria rápida basada en el Plan Schlieffen (por el que los germanos habían abrigado la esperanza de poder derrotar a los galos antes de lanzarse contra los rusos) fue un hecho consumado. En el oeste dejaron de ser posibles las ofensivas rápidas y determinantes. Las operaciones defensivas empezaron a ser la orden del día. Las tropas de ambos bandos cogieron picos y palas y comenzaron a construir trincheras; al principio trincheras primitivas, que luego fueron convirtiéndose en unas estructuras defensivas muchísimo más complejas y elaboradas, creando una línea divisoria que en poco tiempo se extendía de manera prácticamente ininterrumpida desde la costa del Canal de la Mancha hasta la frontera suiza. Un número ingente de soldados tuvo que aprender a soportar unas condiciones de vida indescriptibles en esos cenagales de lodo llenos de gusanos que, formando hileras dispuestas en zigzag, estaban situados frente a enormes murallas de alambre de espino y contaban con una red de trincheras anexas que conducían a depósitos de pertrechos y provisiones y a hospitales de campaña situados en la retaguardia. A finales de septiembre había comenzado el estancamiento en el Frente Occidental, que se prolongaría durante cuatro penosos años, hasta 1918.

Las enormes pérdidas iniciales no sirvieron para convencer a las potencias beligerantes de que debían tratar de poner fin a aquella locura. Todas tenían grandes reservas de hombres a las que poder recurrir. Como en uno y otro bando la estrategia consistía esencialmente en agotar al enemigo hasta que no fuera capaz de luchar, y como la forma principal de conseguir este objetivo de desgaste comportaba enviar cada vez más recursos humanos a los campos de batalla para emprender ofensivas cada vez mayores contra unas líneas defensivas perfectamente atrincheradas, aquel descomunal derramamiento de sangre debía continuar de manera indefinida.

En el este, donde la guerra, en un frente mucho más largo y menos poblado, no llegó nunca a una fase de tanto estancamiento como en el Frente Occidental, la situación había evolucionado de un modo mucho más prometedor para las Potencias Centrales. A finales de agosto, los alemanes, a las órdenes del general Paul von Hindenburg —quien, tras haberse retirado, se había reincorporado a las fuerzas armadas y contaba con el respaldo del hábil, aunque a veces impetuoso, jefe de estado mayor del VIII Ejército, el general de división Erich Ludendorff—, infligieron una durísima derrota al Segundo Ejército ruso cerca de Tannenberg, en Prusia Oriental. Allí, los alemanes, que estaban combatiendo en suelo germano, repelieron la incursión de los rusos. Además, fueron testigos de la devastación que éstos provocaron durante los quince días que duró aquella ocupación de parte de Prusia Oriental, lo que no hizo más que confirmar los prejuicios antirusos existentes, contribuyendo así a la ferocidad de los combates. Las bajas de los rusos fueron elevadas, pues perdieron un total de cien mil efectivos: cincuenta mil cayeron muertos y heridos, y otros tantos prisioneros. Poco tiempo después, entre el 8 y el 15 de septiembre, en el curso de la batalla de los Lagos Masurianos, perdieron otros cien mil hombres, treinta mil de ellos capturados por el enemigo. Más al sur, contra los austríacos, tuvieron más suerte en su ataque a Galicia. El 3 de septiembre los austríacos se habían visto superados en número por las fuerzas rusas, sufriendo importantes pérdidas y viéndose obligados a emprender una humillante retirada.

Como ocurrió con los alemanes en Bélgica, la creencia —en gran medida equivocada— de que los civiles participaban en ataques contra las tropas fomentó la brutalidad que caracterizó la ocupación de Galicia por parte de los rusos. Los judíos —Galicia tenía una población judía de casi un millón de almas— fueron perseguidos particularmente. Entre los rusos, los cosacos se revelaron los más violentos. Un gran número de judíos, anticipando su drama, comenzó a huir ante el avance del invasor. A mediados de agosto ya habían comenzado los pogromos. Entre la población de origen hebreo el número de muertos empezó a contarse a centenares a medida que iba escalando la violencia de las tropas de ocupación. Los saqueos y las violaciones se convirtieron en fenómenos habituales. Las aldeas judías fueron arrasadas. Más de un millar de judíos se convirtieron en rehenes del ejército ruso, que sólo los liberaba tras cobrar el correspondiente rescate. Las propiedades de los judíos fueron confiscadas. En el verano de 1915, unos cincuenta mil individuos de origen hebreo —y otros tantos de origen no hebreo— fueron deportados a Rusia, acabando muchos de ellos en Siberia y Turquestán.

Los austríacos tuvieron que soportar otra humillante derrota en las primeras semanas de la guerra, y esta vez no fue infligida por una «gran potencia» sino por el mismísimo país por el que había estallado la crisis que había desembocado en una guerra europea: Serbia. La campaña para castigar a Serbia por el asesinato del archiduque Francisco Fernando había sido completamente abandonada por las demás potencias beligerantes cuando el 12 de agosto de 1914 el ejército austríaco lanzó, tarde y mal, una ofensiva con su infantería. No se esperaba que la «expedición punitiva» se prolongara en el tiempo. Y en un principio pareció que los austríacos no tardarían en entrar en Belgrado. Sin embargo, la contraofensiva emprendida por unos serbios pobremente armados, pero sumamente motivados, consiguió después de tres días de feroces combates repeler el ataque de los austríacos, que no tuvieron más remedio que retirarse. Ambos bandos sufrieron cuantiosas pérdidas. Alrededor de diez mil austríacos perdieron la vida, y unos treinta mil resultaron heridos. Los serbios sufrieron entre tres mil y cinco mil bajas por muerte en combate, y unas quince mil por heridas de diversa consideración. Un miedo exagerado a los francotiradores y a una población hostil dispuesta a emprender una guerra de guerrillas contra las tropas impulsó a los austríacos a actuar con gran brutalidad. Se calcula que el número de víctimas civiles —la mayoría de ellas ejecutadas sumariamente— rondó la cifra de 3500.

La guerra estaba lista para extenderse. El 29 de octubre barcos turcos atacaron, sin previa provocación, bases navales rusas del mar Negro. Cuando los rusos respondieron declarando la guerra a Turquía a comienzos de noviembre, tropas turcas invadieron Rusia por el Cáucaso, pero antes de que acabara el año fueron obligadas a retirarse. La derrota supuso para ellas la pérdida de al menos setenta y cinco mil efectivos, que murieron tanto por la enfermedad y el frío como por el efecto letal de las armas de los rusos. Sin embargo, al año siguiente, en 1915, obtuvieron una importante victoria, cuando repelieron un intento mal planificado e ineptamente ejecutado por los Aliados, instigados por Winston Churchill en calidad de Primer Lord del Almirantazgo (eso es, ministro de la Marina británica) de invadir Turquía desembarcando una gran contingente en Galípoli, en los Dardanelos, en abril de aquel año. Una fuerza de casi medio millón de soldados aliados, que incluía efectivos indios, australianos, neozelandeses, franceses y senegaleses, participó en la campaña de Galípoli. La defensa turca de la patria, que permitió que el comandante otomano, Mustafá Kemal Pachá (llamado posteriormente Atatürk), se labrara su reputación de héroe, fue feroz, y la costa perfectamente fortificada acabó siendo inexpugnable. Para los Aliados esto supuso un desastre absoluto. En diciembre, cuando se vieron obligados a abortar la operación y a comenzar las evacuaciones, sus bajas ya ascendían casi a doscientas cincuenta mil, con alrededor de cincuenta mil muertos (muchos de ellos tras contraer alguna enfermedad). Las pérdidas de los turcos fueron similares.

La crisis a la que se enfrentó el Imperio Otomano en 1915 provocó las peores atrocidades imaginables durante la primera guerra mundial, en una región donde una serie de espantosas matanzas —consecuencia de disputas por razones territoriales, étnicas y religiosas entre turcos musulmanes, kurdos y armenios cristianos en Anatolia oriental— ya formaba parte de la historia más funesta de antes de la guerra. Antes del estallido de la guerra, las autoridades nacionalistas radicales, que controlaban la política interior de Turquía tras el golpe de Estado de 1913, ya pretendían conseguir una mayor homogeneidad étnica y religiosa en sus territorios. Obviamente, la gran minoría armenia suponía un obstáculo para sus planes. Además, la guerra entre el Imperio Ruso y el otomano había intensificado las tensiones en las regiones fronterizas de Anatolia y el Cáucaso. En aquellos momentos, la crispación existente entre turcos y armenios en particular era más grave que nunca.

Los armenios, que estaban asentados en la frontera con el imperio del zar y confiaban en poder liberarse del dominio turco, simpatizaban principalmente con los rusos. Veían en la guerra el horizonte del futuro que ansiaban. Los rusos los animaban, y con la ayuda de espías en San Petersburgo los turcos estaban al corriente de una serie de planes cuyo objetivo era provocar una revuelta armenia. Esta circunstancia puso en alerta a los turcos, sobre todo porque los armenios vivían en una región de importancia estratégica primordial. Los líderes turcos consideraban a los armenios colaboracionistas de sus enemigos y una verdadera amenaza para sus planes de guerra. Los armenios, hostigados por violentos ataques localizados, veían en la colaboración con Rusia su mejor defensa ante posibles matanzas de una magnitud aún mayor.

Pero cuando estalló la sublevación de los armenios en la ciudad de Van a mediados de abril de 1915, seguida de atrocidades cometidas por todos los bandos, esto es, por armenios, turcos y kurdos, la ayuda de los rusos brilló por su ausencia. Los armenios habían quedado abandonados a su suerte. Los turcos, ante el ataque lanzado por los Aliados occidentales en los Dardanelos, alarmados por la amenaza que suponía el imperio del zar desde el Cáucaso y viendo en la minoría armenia un verdadero caballo de Troya de los rusos, estaban dispuestos a tomar violentas represalias. Y la guerra ofrecía la oportunidad de culminar con éxito su objetivo ideológico de homogeneización étnica. Las deportaciones comenzaron en cuanto estalló la revuelta, y su escala y su violencia crecieron rápidamente. En pocas semanas las autoridades turcas ordenaron la deportación al corazón del desierto sirio de toda la población armenia del este de Anatolia, alrededor de un millón y medio de almas. Muchas de esas personas murieron de enfermedad durante su éxodo, por el maltrato del que fueron víctima durante la operación y también a su llegada a los campos de concentración. Muchos más perdieron la vida en el curso de espantosas matanzas que formaban parte de un horrible plan genocida respaldado por las autoridades turcas. Se calcula que perecieron entre seiscientos mil y más de un millón de armenios.

A pesar de una creciente superioridad numérica de los ejércitos de los Aliados en el Frente Occidental, no se vislumbraba que aquel estancamiento pudiera llegar a su fin. El jefe del estado mayor alemán, Erich von Falkenhayn (que había sustituido a Moltke en septiembre), puso todas sus esperanzas, pues, en el este. Pensaba que para poder ganar la guerra en el oeste era imprescindible obligar a los rusos a llegar a un acuerdo.

En el Frente Oriental, sin embargo, Alemania tenía que afrontar un grave problema: la debilidad, cada vez más evidente, de su principal aliado, el Imperio Austrohúngaro. Durante una desastrosa ofensiva austríaca en pleno invierno de 1914-1915, lanzada en los montes de los Cárpatos, se perdieron unos ochocientos mil efectivos, incluidas las últimas fuerzas de reserva debidamente adiestradas. Muchos de estos hombres murieron congelados o sucumbieron a la enfermedad. Decenas de miles fueron hechos prisioneros. El número de deserciones aumentó vertiginosamente. Las Potencias Centrales dependían cada vez más del poderío militar alemán, tanto en el este como en el oeste.

Para Austria, la situación empeoró todavía más cuando el 23 de mayo de 1915 Italia entró en guerra en el lado de la Entente formada por británicos, franceses y rusos, abriendo así un frente en el sur. Cabe destacar que, a pesar de la debilidad de sus fuerzas, el Imperio Austrohúngaro resistió perfectamente el envite de los italianos. Por su parte, los alemanes infligían importantes derrotas a los rusos: en febrero en la región de los Lagos Masurianos de Prusia Oriental (donde los rusos llegaron a perder unos noventa y dos mil hombres), luego, durante la primavera y el verano, en Polonia. Galicia fue arrebatada a los rusos en junio, y buena parte de la Polonia del Congreso (anteriormente gobernada por Rusia) en julio y agosto. La mismísima Varsovia cayó en manos de los alemanes el 4 de agosto de 1915. Cuando la gran ofensiva del verano empezó por fin a perder fuelle, los alemanes habían ocupado también Curlandia (la zona costera de Letonia occidental) y Lituania. Entre mayo y septiembre las fuerzas zaristas sufrieron unas pérdidas inimaginables: más de dos millones de hombres, casi la mitad de ellos capturados por el enemigo.

En el otoño, las Potencias Centrales también reforzaron sus posiciones en los Balcanes. Serbia, origen del conflicto, fue finalmente invadida por divisiones germanas y austrohúngaras a comienzos de octubre. Bulgaria, que había entrado en guerra un mes antes en el bando de las Potencias Centrales, también envió fuerzas para que se unieran a la campaña contra Serbia. A comienzos de noviembre, Serbia estaba bajo el control de las Potencias Centrales. Se había ganado una ruta terrestre para el suministro de armas y pertrechos al Imperio Otomano. Con Rusia gravemente debilitada, con los Balcanes perfectamente controlados y con unos austríacos que, a pesar de su flaqueza, conseguían mantener a raya a los italianos en el sur, Alemania empezó a disfrutar de una posición mucho más ventajosa que la de un año atrás para intentar obtener una victoria definitiva en el oeste. Sin embargo, el tiempo apremiaba. El ataque contundente en el oeste no podía demorarse.

El plan de Falkenhayn consistía en abrir una gran brecha en las líneas francesas lanzando un asalto masivo en Verdún, epicentro de una importante red de fortificaciones en el Mosa, a unos 200 kilómetros de París. Infligir una contundente derrota a los franceses en Verdún, pensaba Falkenhayn, constituiría el paso fundamental para la obtención de una victoria definitiva en el oeste. Verdún estuvo sometida a un intenso asedio desde febrero hasta julio de 1916, y los duros combates se prolongaron hasta el mes de diciembre. Para los franceses, la defensa de Verdún se convirtió en símbolo de la lucha por la propia Francia. Las pérdidas fueron enormes: más de setecientos mil hombres, de los cuales 377 000 franceses (162 000 muertos) y 337 000 alemanes (143 000 muertos). Pero los alemanes no consiguieron avanzar. Para los franceses, su país se había salvado. Para los alemanes, sufrir aquel importantísimo número de bajas había sido en vano. Y a mediados de julio el escenario de la peor de las matanzas ya se había trasladado a otro lugar, el Somme.

En el Somme, las tropas del Imperio Británico constituyeron el puntal de la «gran ofensiva». Si Verdún fue considerada más tarde el símbolo de los horrores de la guerra para los franceses, el Somme adquirió este mismo estatus simbólico en la memoria de los británicos. Pero hubo una diferencia. Verdún podría ser recordado como un importante sacrificio patriótico, pero necesario, para salvar Francia. En el Somme, las tropas del Imperio Británico no combatían para repeler un ataque contra su país. Para muchas de ellas es probable que no estuviera suficientemente claro cuál era la razón de su lucha. El plan de la ofensiva era en gran medida obra del general (posteriormente mariscal de campo) sir Douglas Haig, comandante en jefe de las fuerzas británicas desde diciembre de 1915. De hecho, el objetivo de la ofensiva había sido alterado, y ya no respondía a su concepción inicial. Prevista en un principio como una ofensiva fundamentalmente francesa destinada a producir un avance decisivo, había acabado convirtiéndose en un ataque emprendido principalmente por efectivos británicos para aliviar la presión que sufrían los galos en Verdún. Se confiaba en que los alemanes sufrieran un gran desgaste y se vieran gravemente debilitados. La embestida crucial para obtener una victoria decisiva, sin embargo, tendría que esperar. A pesar de las arengas patrióticas lanzadas por los oficiales para enardecer los ánimos de los soldados que estaban a punto de dirigirse a las trincheras del Somme, para la mayoría de ellos los objetivos estratégicos seguramente resultaban menos importantes que la propia supervivencia. Pero decenas de miles no lograrían sobrevivir ni siquiera al primer día de ofensiva. Para los británicos, el Somme pasaría a simbolizar la inutilidad y la insensatez que suponía la pérdida de un número de vidas tan enorme como aquél.

Después de un contundente e intensivo bombardeo que se prolongó durante más de una semana, el 1 de julio de 1916, el primer día de la batalla propiamente dicha, las fuerzas del Imperio Británico perdieron un total de 57 470 hombres, de los que 19 240 cayeron muertos, y 35 493 resultaron heridos. Fue la jornada más catastrófica de la historia militar británica. Pensar que aquella operación podía conllevar el gran avance tan esperado enseguida se reveló una costosísima utopía. Cuando el combate en el Somme comenzó a perder intensidad hacia finales de noviembre, en medio de la lluvia, la cellisca, la nieve y el barro, las fuerzas del Imperio Británico apenas habían conquistado una franja de unos diez kilómetros a lo largo de un tramo de treinta y cinco kilómetros del frente, y los franceses poco más del doble de esa extensión territorial. Para ello había habido que perder más de un millón de hombres, entre muertos y heridos. Las bajas de las fuerzas del Imperio Británico habían ascendido a la vertiginosa cifra de 419 654 (de las que 127 751 correspondían a fallecidos), las de los franceses a 204 353 y la de los alemanes a 465 000 aproximadamente. Por la espeluznante escalada del número de bajas, a cambio de tan pocas ganancias, la del Somme fue la batalla más horrible librada en el Frente Occidental a lo largo de toda la primera guerra mundial.

Una tercera gran ofensiva emprendida ese mismo año, en esta ocasión en el Frente Oriental, recibió el nombre de su planificador, un general ruso llamado Aleksey Alekseyevich Brusilov. Fue un golpe audaz que comenzó el 4 de junio de 1916 contra las posiciones austríacas presentes en un amplio sector del frente meridional, entre los pantanos de Pinsk (situados en el sur de Bielorrusia y el norte de Ucrania) y Rumanía. La impresionante y rápida victoria obtenida por Brusilov se debió en parte a la cuidadosa planificación llevada a cabo por este general ruso, y de una manera muy significativa a la ineptitud de los austríacos, unida a su baja moral. En apenas dos días, el frente austrohúngaro estaba a punto de desmoronarse. Rápidamente fueron enviados refuerzos desde el norte de Italia, donde se había lanzado una ofensiva. También fueron trasladadas a la zona tropas de reserva alemanas para tratar de evitar un desastre total. Pero lo cierto es que a finales del mes de septiembre las Potencias Centrales habían sido obligadas a retirarse unos noventa kilómetros a lo largo de un amplio frente. Los austrohúngaros habían perdido hasta entonces unos 750 000 hombres, 380 000 de ellos capturados por el enemigo. Las bajas alemanas fueron también enormes, alrededor de 250 000. Pero la llamada Ofensiva Brusilov, aunque había sido un éxito para los rusos, había tenido también un coste elevadísimo: las pérdidas de las fuerzas del zar habían sido de casi medio millón de hombres en los diez primeros días de aquella ardua empresa, alcanzando el millón en el conjunto de la operación. En Rusia, el júbilo ante la gran victoria ocultó las grietas cada vez más profundas que había tras aquella fachada. Como no tardarían en demostrar los acontecimientos, el imperio del zar se aproximaba a su fin con mayor rapidez que el austrohúngaro.

Una de las consecuencias inmediatas de la Ofensiva Brusilov fue la entrada en la guerra de Rumanía el 27 de agosto en el bando de la Entente. Los rumanos esperaban obtener cuantiosas ganancias a costa de Hungría después de lo que pensaban que iba a ser la derrota, cada vez más inequívoca, de las Potencias Centrales. Pero sus esperanzas se esfumaron rápidamente cuando las Potencias Centrales enviaron un ejército a las órdenes de comandantes alemanes que obligó a los rumanos a retirarse de las zonas que habían logrado conquistar. A comienzos de 1917, las Potencias Centrales habían ocupado Bucarest y los yacimientos petrolíferos de Ploesti, cuya importancia era primordial desde el punto de vista estratégico.

Los éxitos en el este, sin embargo, no sirvieron a las autoridades alemanas para compensar su fracaso a la hora de efectuar un avance en el oeste que resultara decisivo. En agosto, Falkenhayn había expiado el fiasco en Verdún, cuando fue destituido como jefe del estado mayor para ser sustituido por el héroe de Tannenberg, el mariscal de campo (pues ya había sido ascendido) Paul von Hindenburg, un líder militar que gozaba de gran popularidad en una guerra que poco a poco iba gozando de menos y menos popularidad. Su mano derecha, el general Ludendorff, que entonces fue nombrado Erster Generalquartermeister, no tardaría en convertirse en la verdadera fuerza impulsora del nuevo Alto Mando del Ejército.

Fue el principio de lo que enseguida se convirtió en factor fundamental para una dictadura militar, pues Hindenburg y Ludendorff comenzaron a intervenir cada vez más directamente en el gobierno. Un indicador de este hecho fue el deseo de acabar la guerra mediante el uso indiscriminado de ataques submarinos ilimitados contra navíos aliados, una estrategia impuesta a pesar de la oposición del sector civil del gobierno. El problema que suponía el riguroso bloqueo aliado no había podido ser resuelto. Y la flota convencional alemana apenas había podido hacer nada en ese sentido. A pesar de las grandes sumas de dinero invertidas antes del estallido de la guerra en la construcción de un número ingente de buques de guerra tanto por los británicos como por los germanos, el único enfrentamiento importante en alta mar, la batalla de Jutlandia del 31 de mayo de 1916, no había resultado conclusivo. Los alemanes hundieron más barcos —catorce, frente a los once perdidos— y sufrieron menos bajas (3058, frente a las 6768 del bando británico). Pero las pérdidas dejaron gravemente mermado el poderío de la flota germana —más pequeña que la inglesa— durante meses, excluyendo la posibilidad de que ésta fuera utilizada con eficacia en el curso de la guerra, mientras que la flota británica seguía siendo capaz de continuar con el bloqueo. Así pues, los alemanes se concentraron cada vez más en extender la utilización de los submarinos no sólo para acabar con el bloqueo, sino también para lograr que la guerra diera un giro decisivo a su favor. Las autoridades navales germanas calcularon que los submarinos podían hundir 600 000 toneladas de navíos al mes, una cantidad de buques que acabaría dejando a Gran Bretaña en un estado de colapso en apenas cinco meses, antes de que Estados Unidos consiguiera marcar la diferencia en el resultado de la guerra. Pero si la guerra submarina no tenía el éxito esperado, y Estados Unidos entraba en la guerra, las perspectivas empeorarían notablemente para los alemanes.

Alemania apostó por este plan. A partir del 1 de febrero de 1917, comenzó su guerra submarina sin restricciones. Los buques de los Aliados y los países neutrales en aguas británicas podían, a partir de esa fecha, ser atacados sin preaviso. Aquella decisión fue un error garrafal. El presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, decidido a cimentar el liderazgo americano en el mundo de posguerra, había abogado hasta entonces por una «paz sin victoria» y había evitado comprometer a su país con uno u otro bando en aquel destructivo conflicto europeo. La brusca decisión germana de atacar indiscriminadamente con sus submarinos puso fin a la estrategia americana. Al cabo de dos días, Wilson rompió relaciones diplomáticas con Alemania. El hundimiento inevitable de barcos americanos por parte de submarinos germanos sirvió para que Estados Unidos se decidiera a declarar la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917 (aunque no sería hasta la primavera de 1918 cuando la Fuerza Expedicionaria Americana estaría en posición de sumarse a los combates en el Frente Occidental). Sin embargo, los alemanes sólo hundieron con sus submarinos el tonelaje mensual esperado en los meses de abril y junio de 1917. En cualquier caso, lo cierto es que sus cálculos siempre se basaron en la idea, sumamente optimista, de que los británicos podían ser realmente vulnerables. La guerra submarina se reveló un verdadero fracaso. Y lo que sería aún peor, Alemania se había ganado un nuevo y poderoso enemigo: Estados Unidos.

El estancamiento en el Frente Occidental continuó a lo largo de 1917. Los alemanes, con unos recursos humanos y materiales gravemente mermados, decidieron temporalmente conservar lo que habían logrado. En la primavera optaron por replegarse a una nueva posición más reducida y fácil de defender. La llamaron Siegfried-Stellung; para los Aliados sería la Línea Hindenburg. Esta nueva línea de menor longitud tenía la ventaja adicional de que liberaba unas veinte divisiones germanas, posibilitando su utilización en otras zonas. Así pues, los alemanes estarían en posición de repeler las nuevas ofensivas de los Aliados que sabían que iban a producirse.

La primera de dichas ofensivas, que tuvo lugar en Arras el 9 de abril en medio de la lluvia, la cellisca y la nieve, desembocó en la habitual y penosa guerra de desgaste sin poder conquistar territorio alguno. Los Aliados sufrieron 150 000 bajas, y los alemanes 100 000. Arras había tenido por objetivo debilitar las defensas alemanas para el lanzamiento de una gran ofensiva francesa en el Camino de las Damas, la zona de colinas que bordea el valle del Aisne, entre el este de Soissons y el oeste de Reims. El ataque había sido dirigido por el nuevo jefe de estado mayor, el enérgico general Georges Robert Nivelle, que venía ocupando este cargo desde diciembre de 1916 en sustitución del general Joseph Joffre. Pero los alemanes habían sido alertados de la inminente ofensiva por sus servicios de inteligencia, lo que les había permitido desplegar importantes defensas en la zona. La ofensiva de Nivelle fue un verdadero desastre. Comenzó el 16 de abril, y cuatro días después, tras sufrir la pérdida de 130 000 efectivos (29 000 de los cuales muertos en el campo de batalla) y no lograr ningún avance, los franceses abandonaron la empresa. El 29 de abril, Nivelle fue destituido, siendo relevado por el general Philippe Pétain, el héroe de Verdún.

Sin dejarse amedrentar por esta calamidad, que no hacía más que confirmarle su opinión de que los franceses carecían de espíritu de lucha, y sin amilanarse por su sonoro fracaso en el Somme en el verano anterior, el mariscal de campo sir Douglas Haig seguía creyendo que podía efectuar un avance decisivo lanzando una gran ofensiva cerca de Ypres en el verano de 1917. El objetivo era adentrarse en Flandes para eliminar las bases de los submarinos alemanes instaladas en la costa belga. Esta idea no estuvo nunca ni siquiera a punto de materializarse. Los hombres de Haig quedaron embarrados en los lodazales flamencos. Los horrores de la denominada tercera batalla de Ypres, conocida por los ingleses con un solo nombre, «Passchendaele» (por la localidad situada en una pequeña colina a unos pocos kilómetros al este de Ypres), rivalizaron en notoriedad con los que se produjeron en el Somme.

La ofensiva, iniciada el 31 de julio, tuvo lugar en medio de unas intensas lluvias estivales y otoñales que, en unos terrenos bajos ya chamuscados por los anteriores bombardeos masivos de la artillería, convirtieron la región en una zona pantanosa llena de barro glutinoso que con frecuencia cubría a los hombres hasta la cintura. Cuando la ofensiva fue finalmente abortada, poco después de que las ruinas de la desdichada localidad de Passchendaele fueran por fin ocupadas el 6 de noviembre (este pueblo, de tan nefasto nombre, sería evacuado una vez más y de nuevo ocupado por los alemanes en menos de cinco meses), las fuerzas del Imperio Británico habían perdido 275 000 efectivos (70 000 de los cuales muertos en combate), y los alemanes 217 000. A cambio de un número de bajas tan elevado, los Aliados habían ganado (temporalmente) unos pocos kilómetros.

Cuando, en parte para tratar de compensar el fracaso de Ypres, tuvo lugar en el Frente Occidental la última ofensiva del año (en el mes de noviembre) en la ciudad de Cambrai, al suroeste de Arras, los acontecimientos se desarrollaron de una manera similar. Las primeras conquistas aliadas, un territorio de unos siete kilómetros de profundidad a lo largo de una franja de quince kilómetros de longitud, no pudieron conservarse. Las pérdidas fueron de 45 000 hombres para los británicos, y de 41 000 para los alemanes. Las reservas, que habrían podido ayudar a los Aliados a aprovechar la situación de desorden vivida en un primer momento por los alemanes, brillaron por su ausencia, pues habían sido consumidas en los lodazales del saliente de Ypres. La batalla de Cambrai ofrecería, sin embargo, un atisbo de lo que iba a suceder en el futuro. Después de una serie de operaciones de reconocimiento aéreo (otro nuevo desarrollo), los británicos lanzaron por primera vez un ataque masivo con sus tanques —más de trescientos— en formación cerrada, seguidos por la infantería y la artillería. Los carros armados habían sido prácticamente inútiles en los pantanos de Passchendaele. En un terreno más seco y firme, sin embargo, iniciaron un nuevo sistema de ataque. De momento, los torpes y pesados tanques podían seguir siendo contrarrestados por la artillería pesada, pero pronto llegaría su hora.

Si bien es cierto que en el Frente Occidental continuaba el estancamiento militar, también es cierto que lo que empezaba a experimentar un importante cambio era la sostenibilidad del conflicto. El hastío que provocaba la guerra era palpable. A pesar de las protestas y lamentaciones de las tropas, el ejército británico conseguía mantener la disciplina. Sin embargo, el índice de deserciones y la pérdida de moral resultaban sumamente preocupantes para el gobierno francés, antes incluso de que unos cuarenta mil soldados galos se amotinaran, negándose a acatar las órdenes de Nivelle, un motín que sólo pudo ser sofocado cuando Pètain (tras la destitución de Nivelle) atendió la mayor parte de las quejas de sus hombres.

Por muchas que fueran las señales de un descontento generalizado cada vez mayor, lo cierto es que ningún gobierno fue capaz de buscar unos términos de paz menos que favorables para justificar las horrorosas pérdidas sufridas. Con la guerra todavía en un impasse, difícilmente podían augurarse unos términos semejantes. El Imperio Austrohúngaro en particular se esforzaba denodadamente por encontrar una vía de salida. En diciembre, el nuevo emperador, Carlos I (sucesor de Francisco José, que había fallecido en noviembre de 1916), había manifestado al presidente americano, Woodrow Wilson, su sincera disposición a alcanzar un acuerdo de paz. Pero el Alto Mando alemán no tenía la más mínima intención de abandonar Bélgica u otros territorios ocupados. La paz con concesiones era impensable. La victoria, al precio que fuera, seguía siendo el objetivo final. El ejército alemán estaba dispuesto a combatir. La reorganización de la producción de armamento, con el consiguiente aumento de grandes cantidades de munición disponibles, se lo permitía. Y no en el oeste, sino en el este, enseguida empezó a abrigarse una nueva esperanza en cuanto comenzaron a aparecer profundas discrepancias políticas en una Alemania agotada por la guerra donde iban aumentando las voces que exigían un acuerdo de paz.

En Rusia, el malestar, que había ido creciendo durante meses a raíz de las enormes pérdidas sufridas en el frente y las privaciones cada vez mayores a las que se veía sometida su población, dio lugar a una revolución que estalló en marzo de 1917 (febrero según el antiguo calendario ruso). El zar fue derrocado. El nuevo Gobierno Provisional que asumió el mando en aquella situación de crisis consideró que debía seguir con los combates, a pesar del evidente agotamiento de las tropas, para poder alcanzar una «paz sin derrota». Su ministro de la Guerra (posteriormente jefe del gobierno), Alexander Kerensky, incluso puso su nombre a una desafortunada ofensiva lanzada en julio a lo largo de un extenso frente en Galicia y Bukovina. Ésta tuvo lugar, sin embargo, en medio de constantes agitaciones políticas, con una fuerte oposición a la guerra en la nación y el desánimo generalizado entre las tropas, que ya empezaban a sentir el fervor revolucionario que desde Petrogrado iba contagiando el frente. Tras el fracaso de la llamada Ofensiva Kerensky, las fuerzas rusas, totalmente debilitadas, fueron incapaces de repeler un ataque lanzado en Riga por los alemanes en septiembre de 1917 (agosto, según el antiguo calendario). La última batalla de la guerra entre rusos y germanos acabó con la ciudad de Riga ocupada por los alemanes. En noviembre (octubre, según el antiguo calendario), el Gobierno Provisional también sucumbió a una revolución (la segunda), que llevó a los bolcheviques al poder. Esta nueva situación no tardaría en cambiar espectacularmente el panorama político de Europa. Lo que conllevó de inmediato fue una promesa de cambio sustancial en la trayectoria de la guerra, pues el 20 de diciembre de 1917, cinco días después de acordar la firma de un armisticio con los germanos, las nuevas autoridades bolcheviques comenzaron el doloroso proceso de negociar un tratado de paz con Alemania.

Éste fue el telón de fondo en el que el 8 de enero de 1918 se produjo la declaración de los Catorce Puntos del presidente norteamericano Woodrow Wilson, un esbozo sumamente idealista de lo que consideraba que podía poner fin a aquel grave conflicto y servir de fundamento para una paz duradera en Europa. Ante la inminencia de la salida de Rusia de la guerra, Wilson vio la oportunidad de presionar a los países beligerantes para que pusieran fin a las hostilidades y de ofrecer la base de una negociación general de los términos de una paz. Entre sus propuestas figuraban la eliminación de las barreras económicas al libre comercio, el desarme, el «ajuste» (como indicó vagamente) de las pretensiones coloniales, la evacuación de los territorios ocupados (incluidos los de Rusia, a la que se ofreció una «sincera bienvenida a la sociedad de naciones libres bajo las instituciones de su propia elección», así como «todo tipo de ayuda que también pudiera necesitar»), el reajuste de las fronteras de Italia «a lo largo de unas líneas de nacionalidad claramente reconocibles», la posibilidad del «desarrollo autónomo» de los pueblos del Imperio Austrohúngaro y del Imperio Otomano, la creación de un estado polaco independiente y la fundación de una sociedad de naciones para garantizar «la independencia política y la integridad territorial». A pesar de su aparente precisión, buena parte de la declaración de Wilson dejaba inevitablemente muchos cabos por atar y resultaba vaga, pudiendo ser objeto de distintas interpretaciones y controversias. Los términos «autodeterminación» y «democracia» no figuraban en los Catorce Puntos. No obstante, enseguida empezaron a ser considerados la piedra angular de la visión liberal que Wilson estaba proponiendo, así como un acicate para las aspiraciones nacionalistas en Europa. En el futuro inmediato, sin embargo, los Catorce Puntos de Wilson no supusieron estímulo alguno para poner fin a la guerra en el Frente Occidental. Y en el Frente Oriental no desempeñaron ningún papel en las negociaciones que estaban entablándose entre los bolcheviques y las Potencias Centrales.

Cuando dichas negociaciones concluyeron el 3 de marzo de 1918 en la localidad de Brest-Litovsk (en la actual Bielorrusia), donde el ejército alemán había establecido su cuartel general en el este, los términos impuestos al gobierno soviético, atado de pies y manos, fueron de los más punitivos y humillantes de toda la historia moderna. También fueron, por otro lado, de los que menos se perpetuaron, pues el Tratado de Brest-Litovsk quedó anulado en noviembre, en el armisticio general que puso fin a la Gran Guerra. En virtud de ese tratado, Rusia tuvo que ceder Ucrania, el Cáucaso y su parte de Polonia, lo que supuso la pérdida de un tercio de su población total y de una proporción aún mayor de su industria, de su producción agrícola y de unos recursos naturales de suma importancia, como el petróleo, el hierro y el carbón. El Cáucaso pasó a manos de los turcos, mientras que buena parte del este de Europa, incluido el Báltico, quedaba bajo la influencia alemana (aunque Ucrania no estaba en posición de proporcionar la cantidad de suministros de grano que tan desesperadamente necesitaban tanto los germanos como los austrohúngaros).

El subsiguiente, y casi igualmente salvaje, desmembramiento de Rumanía que tuvo lugar en mayo en virtud del Tratado de Bucarest, firmado entre este país por un lado, y el Imperio Austrohúngaro, Alemania, Bulgaria y el Imperio Otomano por otro, supuso otras importantes ganancias territoriales para las Potencias Centrales. Si bien en este caso el territorio amputado fue a parar a manos de los aliados de Alemania, esto es, Austria-Hungría y Bulgaria (con ganancias menores para los otomanos), lo cierto es que el verdadero ganador fue de nuevo, claramente, la propia Alemania, cuya esfera de influencia se extendió a partir de ese momento por casi todo el centro, el este y el sur de Europa. Pero esta situación duraría poco. Aún más, el futuro iba a deparar importantes problemas a gran escala en todas esas regiones multiétnicas cuyos territorios eran tratados como fichas en un tablero.

Este giro inesperado vivido en el este, que mejoraba la situación de Alemania y sus aliados en el Frente Oriental, ofrecía unas perspectivas mucho mejores para el ejército germano en el oeste. Las consecuencias de esta nueva situación se manifestarían en 1918. De manera más inmediata, se abría la posibilidad de efectuar una intervención para poner orden en el poco decisivo, pero problemático, frente italiano. Desde 1915, cuando entraron en la guerra en el bando de la Entente, los italianos habían estado batallando con mayor o menor continuidad contra el ejército austrohúngaro a lo largo del río Isonzo, que nace en los Alpes y desemboca en el Adriático, cerca de Trieste. En octubre de 1917, los alemanes enviaron tropas de refuerzo a la zona para ayudar a los austríacos. La duodécima, y decisiva, batalla del Isonzo (llamada también batalla de Caporetto) empezó el 24 de octubre. Los italianos fueron repelidos y se vieron obligados a retirarse unos ochenta kilómetros. Su ejército, formado por reclutas —más de la mitad de ellos campesinos o jornaleros procedentes del sur de Italia— que en su mayoría constituían la primera línea de la infantería, simplemente no tenía las agallas necesarias para luchar. Estaba mal dirigido, carecía de un buen equipamiento y no recibía una alimentación adecuada. A 10 de noviembre de 1917, las pérdidas italianas superaban los 305 000 efectivos. El número de muertos (unos 10 000) y heridos (unos 30 000) era relativamente bajo. La inmensa mayoría de las bajas (alrededor de 265 000) se debía a la deserción y a la rendición voluntaria al enemigo. No es de extrañar que Caporetto se convirtiera en un día vergonzoso para la historia de Italia.

Hasta aquellos momentos, los Aliados habían ostentado una superioridad numérica de hombres y armamento en el Frente Occidental, donde los alemanes habían sufrido muchas más pérdidas que en el Frente Oriental. Pero la retirada de Rusia de la guerra había dejado disponibles al menos cuarenta y cuatro divisiones germanas para ser trasladadas al oeste. Luddendorf, que de hecho regía el destino de Alemania, vio la oportunidad de obtener una victoria decisiva en el Frente Occidental mediante el lanzamiento de un ataque masivo en la primavera de 1918 —la llamada Operación Michael—, concentrado aproximadamente en la línea del Somme, antes de que los americanos pudieran unirse a los combates. La ofensiva comenzó el 21 de marzo, cuando 6600 cañones iniciaron el bombardeo más intenso de toda la guerra. Las tropas aliadas, conmocionadas y superadas en número, no tuvieron más remedio que replegarse casi 65 kilómetros, prácticamente hasta Amiens. Pero, como no se produjo ningún colapso, la artillería alemana sólo pudo avanzar con lentitud, especialmente en el sector norte del frente. Las bajas fueron muy numerosas. El primer día de la ofensiva, los alemanes perdieron alrededor de 40 000 efectivos, una cuarta parte de ellos muertos en combate. El número de bajas británicas apenas fue ligeramente inferior. La suma de todas las pérdidas pone de manifiesto que este derramamiento de sangre fue el peor sufrido por los dos bandos en un solo día de la guerra, peor incluso que el sufrido durante la primera jornada de la batalla del Somme. Cuando se interrumpió la ofensiva el 5 de abril, el total de bajas alemanas, que en aquellos momentos ya eran irreemplazables, ascendía a 239 000. Entre unos y otros, británicos y franceses habían perdido unos 338 000 hombres (casi una cuarta parte de ellos capturados por el enemigo). Las pérdidas totales sufridas en dos semanas fueron como las sufridas en Verdún en un período de cinco meses.

Este episodio supuso para Alemania el comienzo del fin de la guerra. La siguiente ofensiva lanzada en abril en territorio de Flandes con el objetivo de capturar los puertos belgas enseguida volvió a perder fuelle tras una serie inicial de victorias alemanas. A pesar de las pérdidas (otros 150 000 efectivos), los Aliados siguieron pudiendo recurrir a sus reservas. Pero los germanos, que ya carecían prácticamente de reemplazos, tuvieron que utilizar sus últimos recursos humanos para los ataques finales emprendidos en la primavera y el verano en un conocido campo de batalla: el Camino de las Damas, hasta la cuenca del Marne, donde había tenido lugar el primer gran enfrentamiento armado de la guerra. En junio de 1918, las tropas americanas se habían unido a las de los Aliados, y cada mes llegaban al continente unos 200 000 efectivos del otro lado del Atlántico. Luego, un gran contraataque francés en el Marne, con cientos de tanques Renault y apoyo aéreo, se saldó rápidamente con la captura de 30 000 soldados alemanes. La moral de los germanos empezó a resquebrajarse, y no tardó en hundirse. Las ganancias obtenidas en la ofensiva de marzo se esfumaron a finales de agosto y en septiembre, cuando los Aliados empezaron a avanzar. A comienzos de octubre, las tropas de la Entente habían alcanzado la fortificada Línea Hindenburg, y los alemanes estaban en plena retirada. Desde el punto de vista militar, Alemania estaba prácticamente acabada, aunque la opinión pública del país no fuera consciente de que la derrota era un hecho inminente, pues le habían sido ocultadas las peores noticias, y la propaganda seguía haciendo campaña por firmar la paz sólo tras obtener la victoria.

Hindenburg y Ludendorff se daban cuenta de lo que les venía encima. Tenían la firme determinación de negociar una paz antes de que el ejército alemán se hundiera, y la derrota militar completa fuera un hecho evidente. La reputación del ejército, y la suya propia, estaba en juego. Comenzaron a maquinar la mejor manera de eludir toda responsabilidad de la inminente derrota, trasladando todo el peso de las negociaciones sobre aquellas fuerzas políticas —principalmente la izquierda socialista— que llevaban tiempo reclamando la instauración de una democracia parlamentaria. El 1 de octubre, mientras informaba a los oficiales de su estado mayor de que iba a ser imposible ganar la guerra, Ludendorff les dijo: «Acabo de solicitar a Su Majestad [el káiser] que haga entrar en el gobierno a los que debemos dar las gracias por nuestra situación. Ahora veremos a esos caballeros asumiendo cargos ejecutivos. Es su deber alcanzar esa paz tan necesaria. Tienen que tragarse la sopa que nos han cocinado y servido». Fue el principio de lo que acabaría convirtiéndose en una leyenda, cuyas consecuencias, después de la guerra, serían tan funestas como duraderas: a saber, que el ejército alemán había salido invicto de los campos de batalla y que las fuerzas socialistas, que eran las que fomentaban los disturbios en la nación, habían asestado una «puñalada trapera» al esfuerzo de guerra.

Por su parte, los aliados de Alemania comenzaban a perder fuelle debido, por un lado, a las deserciones en masa en sus ejércitos y al creciente sentimiento revolucionario, y por otro a las derrotas que sufrían en los campos de batalla, así como a unas perspectivas de paz cada vez más tangibles. Bulgaria, desmoralizada ante las derrotas que le infligían los Aliados en su avance imparable desde el suroeste, y en medio de las crecientes demandas revolucionarias de los consejos de soldados y trabajadores que se habían creado en diversos pueblos y ciudades, firmó un armisticio el 30 de septiembre. Al mes siguiente le tocó al Imperio Otomano, completamente hundido, comenzar a recibir el sacramento de la extremaunción. Las derrotas militares, una ignominiosa retirada del Cáucaso y la deserción masiva de soldados, junto con la gravísima crisis económica y la anarquía reinante en sus dominios, provocaron que Turquía se resignara a firmar un armisticio con los Aliados el 31 de octubre.

A comienzos de noviembre, con los ejércitos y los gobiernos de las Potencias Centrales sumidos en el caos, se hizo evidente que el final de la gran conflagración estaba cada vez más cerca. Cuando el régimen del káiser cayó el 9 de noviembre, y el nuevo gobierno alemán mostró su disposición a aceptar inmediatamente los Catorce Puntos del presidente Wilson como base para comenzar las negociaciones, la guerra pudo ser por fin interrumpida. El 11 de noviembre, en el cuartel general del mariscal Foch, comandante supremo de las fuerzas aliadas, el dirigente político del Partido de Centro, Matthias Erzberger, presidiendo una delegación germana, estampó su firma en el armisticio que puso punto final a los combates. Los cañones enmudecieron a las once horas del undécimo día del undécimo mes.

Vivir en guerra

«Es imposible imaginar tanto horror. No hay nadie que pueda hacerse una idea, salvo quien lo haya vivido», escribía un soldado de infantería alemán el 2 de julio de 1916, en su descripción de la batalla de Verdún. Muchos otros hombres que durante la primera guerra mundial combatieron en uno y otro bando compartieron sin lugar a duda ese mismo sentimiento.

Resulta imposible generalizar cuando se habla de las experiencias vividas por los millones de soldados que se vieron obligados a afrontar los cuatro años de infierno que duró el conflicto, o parte de ellos. Las cartas que recibieron o enviaron desde el frente permiten, no obstante, que nos hagamos cierta idea. Las que más abundan son las relacionadas con el Frente Occidental. Dichas misivas ocultan o disimulan a menudo los sentimientos y los pensamientos de sus autores, pues tenían que pasar una censura, y, en cualquier caso, con frecuencia se intentaba no alarmar o angustiar a los seres queridos a los que iban destinadas. Ni que decir tiene que las experiencias que cuentan son muy distintas unas de otras. También muestran diferentes posturas ante la guerra, posturas que se veían asimismo influenciadas por el temperamento, la educación, el rango, la clase social, las circunstancias materiales, el trato recibido de los superiores, las simpatías políticas, la formación ideológica y un sinfín de otros factores. Podemos ampliar nuestros conocimientos sobre las distintas maneras de ver las cosas en aquella época gracias a los numerosísimos escritos y memorias de los que participaron en el conflicto, recopilados después de la guerra. Como cualquier otro relato de un testigo ocular redactado con posterioridad a los hechos que cuenta —a veces mucho tiempo después—, estos testimonios, sin embargo, pueden verse afectados por los caprichos de la memoria y por la influencia, tal vez inconsciente, de acontecimientos posteriores. Por muy realistas que sean, los trabajos literarios de posguerra, aunque resulten a menudo conmovedores y nos ofrezcan reveladoras visiones, presentan unas imágenes de lo que supuso la guerra construidas posteriormente, basándose en las experiencias de la gente corriente de la época. Así pues, cualquier intento de contar lo que fue vivir durante la primera guerra mundial se ve afectado por la subjetividad.

Resulta difícil, por ejemplo, saber con certeza qué repercusiones psicológicas tuvieron los soldados, en plena guerra o con posterioridad, viéndose obligados a vivir tan de cerca la presencia constante y agobiante de la muerte. Hay numerosos indicadores de que las sensaciones y los sentimientos no tardaban en atemperarse. La muerte de soldados desconocidos apenas removía las emociones. «Esta indiferencia probablemente sea lo mejor que pueda ocurrirle a un hombre que esté en medio de una batalla», observaría un recluta de la infantería francesa en el frente de Verdún tras comprobar que la visión de otro hombre caído en combate no le producía ni frío ni calor. «El largo período de emociones abrumadoramente poderosas ha desembocado al final en la muerte de la propia emoción». «Veía cosas increíblemente horribles, pero éramos tan disciplinados que lo dábamos todo por descontado, como si fuera algo normal», comentaría más tarde un antiguo soldado británico.

La muerte en el combate, incluso la de los compañeros más cercanos, parece que enseguida empezó a ser aceptada con gran resignación, como si se tratara de un hecho consumado. «Solamente por mi sección han pasado varios centenares de hombres, y al menos la mitad de ellos han caído muertos o heridos en los campos de batalla», escribía en su diario en abril de 1915 un soldado ruso de origen campesino. «Un año en el frente ha bastado para que deje de pensar en todo ello». «Era un flujo continuo de heridos, de muertos y de moribundos», diría un soldado del ejército británico recordando la batalla del Somme. «Tenías que aparcar cualquier sentimiento. Se trataba de cumplir con el trabajo». Otro soldado comentaría más tarde las pérdidas sufridas por su unidad durante la primera jornada de la batalla del Somme. «No pasaron lista cuando regresamos porque, de los ochocientos que éramos, sólo quedaban [sic] unos veinticinco de los nuestros. No había nada que contar». Un cabo hablaría con sorprendente franqueza. «Cuando abandoné la primera línea, después de haber perdido muchísimos hombres, siento decir que no sentía tristeza alguna. La única cosa que pensaba era que menos bocas [sic] que alimentar, y que durante quince días iba a recibir las raciones de todos aquellos hombres antes de que éstas se redujeran». «Con el tiempo me fui endureciendo mucho», recordaría un sargento del Cuerpo Médico del Ejército. «Tuvimos que acostumbrarnos a cosas realmente espeluznantes». Es imposible saber hasta qué punto todas estas imágenes e impresiones resultaban representativas entre los efectivos del ejército británico, por no hablar de las fuerzas militares de otros países. Pero es indudable que estos relatos y descripciones hablaban por muchos de ellos.

Había, sin embargo, otro tipo de sentimientos más humanos. El comandante ruso Brusilov, hombre estricto y disciplinado, impulsado por su sed de victoria, y consciente de lo que consideraba su «amarga y dura misión», no fue inmune a la miseria humana en un campo de batalla de Galicia «cubierto de montones de cadáveres» que describió a su esposa en el primer mes de combates. «Me acongoja terriblemente», comentó. Una carta publicada en noviembre de 1914 en el periódico de los mineros alemanes, el Bergarbeiterzeitung, hablaba del horror que sintió el autor cuando fue a dar con el cuerpo mortalmente mutilado de un soldado de infantería. «Tengo siempre presente a ese soldado de infantería», decía en su carta, «sin cabeza, con una protuberancia de carne ensangrentada entre los hombros. No puedo dejar de verlo». Decía que aquella «imagen era tan espantosa, tan espantosa, que estas últimas dos noches no he podido conciliar el sueño».

Como cabe suponer, los muertos del enemigo se veían con ojos muy distintos. «El enemigo no es nada más que un obstáculo que debe ser destruido», fue una declaración recogida, entre otras muchas, por el Instituto de Psicología Aplicada de Berlín. «Nos estamos convirtiendo en animales. Lo percibo en otros. Lo percibo en mí mismo», reconocería un soldado francés en 1915 en una carta dirigida a los suyos. No todos los soldados se deshumanizaron a raíz de la guerra. Pero muchos sí. Las matanzas, aunque inhumanas, carecían de carga emocional. Se llevaban a cabo principalmente con la artillería, las ametralladoras, las granadas y otras armas letales, desde cierta distancia y contra un enemigo sin rostro. Sólo la artillería fue responsable de las tres cuartas partes de las bajas sufridas por los franceses entre 1914 y 1917. Tanto entonces como posteriormente, los soldados harían hincapié en lo fácil que resultaba disparar a un enemigo anónimo e impersonal desde cierta distancia. El combate cuerpo a cuerpo —saltar en una trinchera enemiga y pasar a cuchillo a un hombre, por ejemplo— no era muy habitual. En la primavera de 1917, sólo un 0,1% de las bajas alemanas en el Frente Occidental se produjeron en combates cuerpo a cuerpo, una proporción minúscula en comparación con las provocadas por el fuego de la artillería, que fueron del 76%. Para algunos soldados, el combate cuerpo a cuerpo exigía superar inhibiciones y escrúpulos. No obstante, los hombres lograban salvar estos obstáculos. Y había individuos que disfrutaban con él. Un joven comandante británico, que decía no pensar demasiado en el futuro, daba por hecho «que vamos a matar a los alemanes en su primera línea». En junio de 1915, otro soldado británico describía en su diario cómo había disparado a bocajarro a un joven alemán que, con los brazos en alto, suplicaba misericordia. «Fue un espectáculo divino ver cómo su cuerpo se desplomaba», escribió.

Algunos, aunque sin duda una minoría, consideraban que la guerra era un proceso de limpieza para acabar con la podredumbre existente en su propia sociedad. A comienzos de 1915, un soldado alemán, que había recibido la declaración de guerra con alegría, escribió a un conocido diciéndole que los sacrificios en el frente iban a merecer la pena si con ellos se conseguía una patria «más pura y limpia de extranjeros (Fremdländerei)». El mundo no tardaría en tener más noticias de este soldado. Se llamaba Adolf Hitler.

Los estereotipos del enemigo producidos por las distintas naciones contribuyeron enormemente al proceso de incitación al odio. Ya habían empezado a hacerlo en gran medida antes incluso del estallido de la guerra. Una vez iniciados los combates, la creación de esos estereotipos se vio fuertemente reforzada por los aparatos de propaganda tanto en el seno de las distintas naciones como en los diversos frentes. La propaganda oficial de uno y otro bando trataba de demonizar al enemigo y de fomentar el odio hacia él entre las tropas de combate y entre la población civil indistintamente. Las acusaciones —justificadas o inventadas— lanzadas por los medios de comunicación, denunciando atrocidades, eran uno de los métodos utilizados. Los estereotipos solían funcionar. Los soldados alemanes de izquierdas, sumamente críticos con el militarismo, el hipernacionalismo y el régimen del káiser, aceptaban, sin embargo, caricaturas de la inferioridad eslava y la necesidad de una misión civilizadora germana que llevara la cultura al este. Los soldados alemanes que pisaban Rusia por primera vez vieron cómo se confirmaban todas esas caricaturizaciones. «Asia, estepa, pantanos… un páramo lleno de lodo dejado de la mano de Dios», como recordaría un oficial, y «sin un atisbo de Kultur centroeuropea». Un sargento alemán, aficionado a la poesía, escribió los siguientes versos en febrero de 1918:

Todo lo que se abre ante mis ojos sigue siendo la miseria

Que la desgracia del ejército ruso provocó

En su propia tierra, ¡en las obras de la naturaleza!

¡Esa, que parecía perdida para siempre, fue creada de nuevo por

Los batallones alemanes de la Kultur!

Las imágenes propagandísticas de rusos asiáticos, atrasados, incultos y bárbaros se grabarían en las mentes que iban a preparar el terreno para cometer un sinfín de atrocidades en el curso de una segunda guerra mundial (aunque la criminal combinación racial de bolcheviques y judíos todavía estaba por inventarse). Pero la propaganda del odio en la Gran Guerra no constituyó en absoluto un éxito total. Al menos en el Frente Occidental. En 1914-1915 se produjeron algunos episodios de fraternización entre las tropas alemanas y las francesas y británicas, como, por ejemplo, la tregua no oficial en tierra de nadie de la Navidad de 1914, hasta que los oficiales acabaron con este tipo de fenómenos. A veces se permitía a los soldados enemigos recoger a sus muertos y heridos. También se producían breves períodos de tregua tácita no oficial, basados en una comprensión mutua no formal y no anunciada, y casos de soldados de patrulla que fallaban deliberadamente sus disparos. Y hay indicios de respeto mutuo entre los soldados corrientes por las cualidades combativas del enemigo, y de un sentido de la compasión, surgido en el curso de aquella cruenta matanza que desafiaba la comprensión humana.

Sin embargo, no conviene exagerar este tipo de episodios. Si bien los objetivos ideológicos, manifiestos o subliminales, que contribuyeron a dar sentido al caos prevalecían más entre los oficiales y los comandantes, especialmente en los rangos superiores, los soldados corrientes también estaban sometidos a las fuerzas culturales nacionales que los habían modelado en el curso de su educación y su adiestramiento. Más aún, las matanzas cobraron rápidamente un gran impulso. Los hombres se acostumbraron a ellas. En ocasiones, todo se reducía simplemente a «matar o morir». Los soldados aceptaban en gran medida lo que debían hacer, no tenían otra alternativa, y pensaban sobre todo en superar aquella terrible prueba y sobrevivir. «La vida es un alimento delicioso, y la masticamos en silencio con una buena dentadura», comentaría en 1917 un soldado italiano después de haber sobrevivido a una cruenta batalla en la que cada segundo había caído muerto o herido un hombre. Puede decirse que los grandes ideales prácticamente brillaban por su ausencia. «Estamos aquí porque estamos aquí porque estamos aquí porque estamos aquí», cantaban cínicamente algunos soldados británicos en las trincheras.

En el frente, el miedo, como la muerte, era un compañero constante de los soldados, por mucho que la mayor parte de ellos tratara de ocultarlo. El fatalismo que, por su naturaleza, lo acompañaba era igualmente omnipresente. Los soldados, por supuesto, no se encontraban siempre en primera línea. Los que la ocupaban en un momento determinado constituían, de hecho, una minoría. Pero durante el tiempo que pasaban tras las líneas —recuperándose, descansando, entreteniéndose (parece que los juegos como el fútbol y las visitas a los burdeles eran los pasatiempos favoritos de las tropas británicas), adiestrándose y recibiendo constantemente instrucción militar— no dejaban de pensar en que el siguiente «gran ataque» era cada vez más inminente. Cuando corría el rumor de que estaban a punto de comenzar el asalto, el miedo y el temor se intensificaban. Cuando llegaba el momento, algunos soldados estaban tan aterrorizados que sufrían incontinencia. Otros se mostraban rebosantes de seguridad, en muchos casos, sin duda, para ocultar su nerviosismo. Unos pocos, a menudo tipos valientes que ya habían pasado por un horror similar con anterioridad, estaban tan asustados, a veces sufriendo incluso verdaderos ataques de pánico, que se negaban a salir de las trincheras y lanzarse al ataque, y pagaban el precio mortal de su supuesta cobardía o deserción frente a un pelotón de fusilamiento.

La mayoría era consciente de que no tenía más remedio que vivir aquella experiencia, y se mostraba fatalista. El ron, el aguardiente y el vodka en abundancia solían ser de gran ayuda antes de emprender la ofensiva. «Cuando me lanzaba al ataque, no pensaba realmente en nada. Sólo avanzaba. Y no había más», recordaría un soldado de uno de los regimientos británicos. Muchos relatos ponen de manifiesto que los soldados temían más quedar gravemente mutilados que perder la vida. Según un estudio alemán sobre «La psicología del miedo en tiempos de guerra», publicado en 1970, «imaginar estar lisiado basta… para que la muerte parezca deseable». Muchos soñaban con lo que los británicos denominaban una «herida que mandara a casa» (blighty wound), y los alemanes un «disparo de vuelta a la patria» (Heimatschuss), esto es, una herida que no dejara lisiado ni supusiera un grave peligro para la vida, pero lo suficientemente seria para mandar al soldado de vuelta al hogar tras ser declarado no apto para el servicio militar. Algunos llegaron a autolesionarse infligiéndose una herida de este tipo, pero si eran descubiertos tenían que afrontar graves castigos, además del dolor que ya se habían provocado.

Si tenemos en cuenta todo lo que había que soportar, puede decirse que la moral en el Frente Occidental se mantuvo sorprendentemente alta en líneas generales. El motín francés en el Camino de las Damas de 1917 fue una excepción, aunque los censores que examinaban las cartas de los soldados percibieron indicios de altibajos en la moral de los hombres mientras se libraba la batalla de Verdún, y las deserciones experimentaron un aumento durante el invierno de 1916-1917. La veloz respuesta de las autoridades francesas para aplacar las tropas sublevadas puso de manifiesto la seriedad con la que el gobierno galo se había tomado aquella breve revuelta. La moral de los hombres volvió a ponerse a prueba durante la gran ofensiva militar alemana emprendida en la primavera y el verano de 1918. Pero los franceses luchaban por su propio país. Esta circunstancia hizo que se concentraran en su misión. Cuando en el mes de agosto tanques franceses obligaron a los alemanes a replegarse hacia el Marne, y en el horizonte se avistaba el final de la contienda, la moral floreció de nuevo. Las fuerzas del Imperio Británico también mantuvieron prácticamente intacto su espíritu combativo hasta el cese de las hostilidades. Su moral se había visto afectada por el ataque alemán de la primavera de 1918, pero enseguida volvió a subir cuando empezó a perder impulso la ofensiva enemiga y comenzaron a llegar tropas de refuerzo (sobre todo estadounidenses).

Ni que decir tiene que el ejército británico no se libró de recibir quejas y protestas por las condiciones miserables, la calidad de los alimentos, la escasez de las raciones, los ejercicios físicos de la instrucción y el despotismo de algunos oficiales. La disciplina era sumamente estricta en todas las fuerzas de combate, incluso feroz en algunas, como, por ejemplo, las rusas y las italianas. Los métodos coercitivos se intensificaron en todos los ejércitos durante la segunda mitad de la guerra para intentar contrarrestar los altibajos de moral. Pero la coacción no puede explicar por sí sola una predisposición a seguir combatiendo, y, de hecho, ya hacia el final de la guerra, no logró acabar con una grave desafección generalizada en la mayoría de los ejércitos. Cuando la moral era elevada, más fuerzas positivas se ponían en marcha. Durante la mayor parte de la guerra, los soldados franceses y británicos conservaron su fe en la victoria final y en la honradez de su causa. En el caso de los franceses, conceptos como patriotismo y defensa del propio país siguieron ofreciendo una razón positiva para continuar la lucha. También tuvieron su importancia entre las tropas británicas, aunque no tanta, pues Gran Bretaña no había sido invadida, y no estaban combatiendo en suelo inglés. Los censores que examinaban la correspondencia de los soldados británicos no observaron una disminución de la voluntad de los hombres de luchar hasta el final ni una predisposición a aceptar una paz de compromiso.

La moral de los alemanes sólo se vino abajo en 1918. Entre sus tropas, las reivindicaciones —exacerbadas por una desigualdad entre oficiales y soldados aún mayor a la existente en los ejércitos británico y francés— comenzaron a verse cada vez más politizadas a partir de 1917. El resentimiento por la diferencia de la paga entre oficiales y soldados, la sensación de que en las unidades de la retaguardia los oficiales seguían disfrutando de «la buena vida» mientras en el frente morían miles y miles de reclutas, el enfado por la pésima calidad de la comida y la escasez de raciones a partir de 1916, así como las noticias que recibían de casa en las que se hablaba de la escalada de los precios y unas condiciones de vida cada vez más deterioradas, fueron factores que se combinaron para arraigar entre los soldados la convicción de que sus sacrificios sólo servían para aumentar las ganancias de los capitalistas y los especuladores. En los meses finales, la idea de que sólo una revolución podía corregir las injusticias comenzó a arraigar entre las filas alemanas. Muchos soldados empezaron a compartir la opinión de la artista y escultora Käthe Kollwitz, todavía sumida en la aflicción tras la pérdida de su hijo Peter en 1914, de que la guerra, que había enviado a millones de personas al matadero, había sido simplemente una «horrible estafa». Surgieron demandas de paz, socialismo y revolución, y en el frente los soldados se hicieron eco de ellas en aquellas últimas semanas, mientras votaban con los pies en medio de una ola de deserciones.

En el Frente Oriental, el espíritu combativo —con la excepción del de los alemanes— fue mucho más inestable desde una fase temprana de la guerra. Los soldados del ejército ruso, el austrohúngaro y el italiano a menudo demostraron desde un principio muy poca fe en la «causa» por la que se decía que luchaban. Muchos reclutas rusos, más de las tres cuartas partes de ellos de origen campesino, y en su mayoría analfabetos, «no tenían ni la más mínima idea de qué tenía que ver con ellos aquella guerra», ni, por lo visto, de que existiera un país llamado Alemania, se lamentaría el general Brusilov. La desmoralización había hecho mella en las filas rusas al poco de estallar la contienda. Después de las primeras derrotas de 1914, los censores del zar ya habían informado de que «los soldados han dejado de creer en la victoria». La escasez de alimentos, ropa y armas —en 1915 ya se indicaba que muchos soldados en el frente no disponían de armamento—, así como los reveses militares, socavaban la moral. Y también lo hacía el trato brutal dispensado por los oficiales, a los que muchos no sólo aborrecían por considerarlos representantes de la clase terrateniente, sino que también despreciaban por estar corrompidos y por preferir las comodidades de la retaguardia. Cada vez más soldados se preguntaban quién era el verdadero culpable de aquella atroz situación, y llegaban a la conclusión de que la respuesta era la traición. «Tal vez pronto tengamos que admitir que nuestra campaña militar se ha perdido y que, sobre todo, ha sido traicionada», decía ya en 1915 un informe de los censores rusos. El derrotismo —y la búsqueda de chivos expiatorios y de traidores— fue en aumento en 1916, con perniciosas consecuencias en el frente. Después de escuchar la «explicación» dada por un suboficial indicando que detrás de la última retirada había la mano oculta de los espías y los traidores, un soldado comentó: «Un pez empieza a pudrirse por la cabeza. ¿Qué zar se rodearía de ladrones y estafadores? Es tan claro como la luz del día que vamos a perder la guerra». Comenzaba a abrirse el camino a la revolución.

La deserción y la rendición voluntaria empezaron a ser un hecho habitual en el ejército ruso a partir de 1916. Aquel otoño se produjeron más de veinte motines, a medida que la moral iba fracturándose. En el frente los soldados, más que condenarlas, apoyaron notablemente estas sublevaciones. Después de que se desvanecieran las efímeras victorias de la Ofensiva Brusilov, el cansancio de la guerra y el profundo abatimiento se unieron a una creciente preocupación, alimentada por las cartas de las familias, por el empeoramiento de las condiciones de vida en sus hogares. El jefe del comité de censura militar de Petrogrado indicaba en noviembre de 1916 que los rumores que llegaban a las tropas a través de las misivas de sus parientes «provocan depresión en los soldados y mucha preocupación por la suerte que puedan correr sus familiares». De las demandas de paz —incluso de una paz sin condiciones— ya se había hablado en 1916. Cuando estalló la revolución de febrero en 1917 aquel mar de fondo se había convertido en una verdadera marea.

La deserción a gran escala tampoco tardó en comenzar entre otras tropas que combatían en el Frente Oriental. En el ejército italiano, a pesar de la dureza de los castigos impuestos desde un principio, las deserciones prácticamente se triplicaron entre 1915 y 1917. Más de 300 000 efectivos habían desertado del ejército otomano en noviembre de 1917. La predisposición a la rendición —mucho más acusada que en el Frente Occidental— fue otro indicio de que la moral, que en último término debía basarse en el compromiso y la autodisciplina, era frágil.

La falta de cohesión nacional era uno de los factores que más dificultaban mantener alta la moral en las filas del ejército austrohúngaro. Los oficiales austríacos de lengua germana solían tratar a los soldados de otros orígenes étnicos —croatas, rumanos, serbiobosnios, checos e italianos, entre otros— con desdén. Estos efectivos, a su vez, no sólo aborrecían a los despóticos oficiales, sino que también veían a sus superiores bajo el prisma de la etnicidad y a menudo contemplaban la causa Habsburgo con indiferencia u hostilidad. Los checos y otras minorías étnicas se resentían del trato recibido por parte de los oficiales austríacos, a los que consideraban unos tipos arrogantes y tiránicos. Los austríacos, por otro lado, pensaban que los checos, los rutenios (del este de Hungría, al sur de los Cárpatos) y, no del todo sin razón, los serbiobosnios no eran de fiar. No puede decirse que aquello fuera la receta perfecta para mantener alta la moral. Las graves deserciones de los checos, cada vez más numerosas, indicaban claramente un hecho, a saber, que las tendencias étnicas nacionalistas contribuían notablemente al debilitamiento del esfuerzo de guerra de los Habsburgo.

En el Frente Oriental, en mayor medida que en el Frente Occidental (con la excepción de su fase inicial), los civiles se vieron engullidos por el combate. Las importantes memorias del alcalde de una aldea polaca permiten adentrarnos en la vida de la población civil de un sector del Frente Oriental durante la guerra. Jan Slomka había nacido en 1842, y su larga existencia llegó a su fin en 1929, a los ochenta y siete años. Durante cuatro décadas ejerció como alcalde de una comunidad de campesinos de Dzików, próxima a la ciudad de Tarnobrzeg, en el sureste de Polonia, cerca del Vístula y los Cárpatos, en la zona de Polonia gobernada por Austria antes del estallido de la guerra. Su vívido relato del impacto de la guerra en su aldea se parece mucho más al de la devastación, la rapiña y la destrucción provocadas por los ejércitos en avance y en retirada durante la guerra de los Treinta Años del siglo XVII que al de los peculiares horrores de la guerra estática de trincheras que caracterizó al Frente Occidental, donde las larguísimas batallas de desgaste se desarrollaron efectivamente al margen de la población civil.

Tras el primer año de guerra, la comunidad de Slomka había visto pasar cinco veces a las tropas austríacas, y cuatro a las rusas. Tres grandes batallas se libraron en sus inmediaciones. Los rusos ocuparon la zona en dos ocasiones, la primera durante tres semanas, y la segunda durante ocho meses. Los combates y los movimientos de las tropas causaron una gran devastación. Alrededor de tres mil granjas y casas fueron destruidas en las zonas circundantes, sobre todo por la acción de la artillería. Algunas aldeas fueron borradas del mapa. Más de catorce mil hectáreas de bosque fueron arrasadas o destruidas por las bombas. Los saqueadores arramplaron con lo poco que quedó en el caserío. Buena parte de la población —los que no habían huido ante la llegada inminente de los rusos— se vio reducida a la miseria. Muchos no tuvieron más remedio que vivir en casas improvisadas entre las ruinas, con sus campos sin cultivar, destrozados por las trincheras de la infantería y las alambradas de espino, desprovistos de sus caballos y de su ganado que se habían llevado los rusos. Casi todos los varones adultos fueron deportados a los Urales. No había ni alimentos, ni ropa, ni un techo bajo el que cobijarse. Y tampoco se labraba la tierra, pues no había hombres para trabajarla. Hubo que introducir una medida tan impopular como el racionamiento de alimentos, pero la escasez no hizo más que aumentar el precio de los productos hasta alcanzar niveles astronómicos.

Todo aquello había empezado con una visión sumamente optimista. En Dzików, los hombres acudieron en masa a alistarse cuando fue decretada la movilización el 1 de agosto de 1914. La población civil había vitoreado a las tropas cuando éstas pasaban por su localidad entonando cánticos, con la moral bien alta, camino del campo de batalla. Había una sensación general de que las Potencias Centrales iban a obtener la victoria, de que la guerra se decidiría en territorio ruso y de que todo ello daría lugar al nacimiento de un nuevo estado polaco.

No obstante, el estallido de la guerra puso de manifiesto una división sumamente significativa entre la población local. La animadversión y el resentimiento hacia los judíos (que constituían la mayoría de los habitantes de Tarnobrzeg, pero no de Dzików ni de otras localidades vecinas) por parte de la población católica se verbalizaron en una serie de acusaciones señalando que los hebreos evitaban prestar servicio militar y no contribuían ni al acantonamiento de las tropas ni a proporcionar caballos y carros para el ejército, lo que suponía que sus vecinos tuvieran que soportar una carga más pesada. Al final, los judíos, viéndose acorralados, no tuvieron más remedio que colaborar.

La retirada de los rusos al otro lado del Vístula ante el avance de los austríacos no hizo más que confirmar la confianza de la gente en una victoria inminente de los Habsburgo, y por ende de Polonia. Se pensaba que la guerra acabaría en pocos meses. El optimismo inicial, sin embargo, no tardó en esfumarse. El 9 de septiembre, la cercanía del retumbar de los cañones sembró el pánico y la angustia entre la población, segura hasta entonces de que el ejército austríaco había emprendido el camino de la victoria. En pocos días quedó claro todo lo contrario: las fuerzas de los Habsburgo se batían claramente en retirada. A duras penas, aquellos hombres, exhaustos, hambrientos y heridos, lejos de recordar los espléndidos regimientos que habían partido hacía apenas unas semanas, regresaron a la zona, primero pidiendo algo de comida que llevarse a la boca y luego saqueando las casas para conseguirla. Buena parte de la población judía local salió huyendo ante el avance de los rusos, y con razón, pues el enemigo dispensaba a los hebreos un trato «muy duro y despiadado». Los judíos de Dzików fueron agrupados y azotados en público. En una localidad vecina, cinco de ellos fueron ahorcados por haber ocultado supuestamente varias armas. En Tarnobrzeg, otros dos corrieron la misma suerte tras ser acusados de espionaje. Cuando a comienzos de octubre los rusos se vieron obligados a retirarse, recibieron con vítores a las tropas libertadoras que regresaban a la aldea, pensando que eran austríacas. Para su sorpresa, los «libertadores» eran en realidad regimientos húngaros, y los quince mil soldados aproximadamente que se acuartelaron en la zona se revelaron tan rapaces y hostiles como los rusos. A comienzos de noviembre volvieron las tropas del zar, y la ocupación se prolongó esta vez hasta junio de 1915, con más saqueos masivos y destrucción.

A medida que la situación económica se deterioraba drásticamente en los últimos años de la guerra, a medida que las duras condiciones de vida de la población local empeoraban gravemente, y a medida que las deserciones del ejército ofrecían un claro indicativo de la debilidad militar de los austríacos, las esperanzas de una independencia de Polonia iban esfumándose. Y cuando la mitad oriental de la provincia austríaca de Galicia fue entregada a la recién creada República Popular Ucraniana en virtud de un tratado firmado por Ucrania, Alemania y el Imperio Austrohúngaro el 9 de febrero de 1918 (reconociendo la independencia de Ucrania y ofreciendo apoyo militar contra los bolcheviques a cambio de productos alimenticios), sin la presencia de representantes polacos en el acuerdo, la sensación general fue de que los polacos habían sido traicionados por alemanes y austríacos. Como uno de los Catorce Puntos presentados por Woodrow Wilson el mes anterior, la creación de un estado polaco independiente incluida en la lista de los objetivos de los Aliados ya había incitado a los polacos a debilitar su tambaleante alianza con las Potencias Centrales. Pero cómo, y cuándo este estado llegaría a materializarse seguía siendo una gran incógnita.

El último día del mes de octubre de 1918, una multitud de desertores del ejército austríaco que había permanecido oculta en el bosque sobreviviendo con la comida proporcionada por la población local decidió abandonar su escondite y se plantó en la plaza principal de Tarnobrzeg después de arrancarse los emblemas austríacos de sus cascos. En los primeros días de noviembre muchos empezaron a sustituir todas las insignias de los Habsburgo por el águila polaca. Los soldados se dirigían a toda prisa a las estaciones de tren para poder volver a casa en cuanto fuera posible. Reunidos en una gran asamblea, los ciudadanos proclamaron con júbilo que «¡Polonia ha sido reinstaurada!». Las autoridades locales (incluido el propio Slomka), que habían sido el rostro de una serie de normativas intrusivas y sumamente impopulares propias de los tiempos de guerra, se vieron abruptamente expulsadas de sus cargos. Los agentes de policía se convirtieron en objetivos específicos de la ira popular, sufriendo con frecuencia ataques y violentas agresiones. Los judíos, acusados de explotar la miseria del resto de la población con la concesión de préstamos de dinero a intereses de usurero y de eludir la prestación del servicio militar en la primera línea del frente, también fueron víctima de aquel sentimiento de hostilidad, que ocasionalmente desató verdaderos estallidos de violencia: unos actos que solían acabar con el saqueo de tiendas propiedad de hebreos y palizas a sus dueños. El odio de clase era patente. Dos terceras partes de las tierras de la vecindad pertenecían a diez terratenientes, y el tercio restante se dividía principalmente entre unos catorce mil campesinos. No es de extrañar, pues, que en la caótica situación vivida poco antes del fin de la guerra, inspiradas con frecuencia por el espíritu de la revolución bolchevique, bandas de campesinos (ayudadas a veces por jornaleros), armadas con porras, horcas y pistolas, atacaran las grandes fincas, saqueando graneros y llevándose, entre otras cosas, comida, ganado, heno y carros, y en ocasiones agrediendo o matando a los administradores de estos latifundios.

La guerra que había comenzado con tantas expectativas y tanta confianza acabó en esta zona de Polonia provocando profundas enemistades, conflictos de clase, odio creciente hacia los judíos, crisis de autoridad y violencia y desorden generalizados. El estado emergente de Polonia distaba mucho de ser una nación unida. Cuando fue firmado el armisticio, el país seguía careciendo de gobierno. Cuando la existencia de un estado polaco independiente fue anunciada el 16 de noviembre de 1918, los problemas que suponían el establecimiento de unas fronteras y la construcción de una infraestructura unificada no hicieron más que empezar. Y por muchas que hubieran sido las esperanzas abrigadas a lo largo de la guerra por la comunidad de Jan Slomka en Dzików y las comunidades de un sinfín de otras localidades polacas en lo tocante a la reinstauración de un estado polaco, lo cierto es que su forma concreta cuando éste surgió tenía muy poco que ver con las aspiraciones de toda esa gente, y mucho con las circunstancias en las que se produjo el colapso de las tres potencias —Rusia, Austria y Alemania (Prusia antes de 1871)—, que desde 1795 habían sido determinantes en la partición de Polonia.

En todas partes, tanto en el este como en el oeste de Europa, a pesar de las diferencias existentes entre las características de la guerra en uno y otro frente, la población de los distintos países beligerantes tuvo que afrontar nuevas privaciones y dificultades, desde el punto de vista material y psicológico, durante todo el conflicto. Las mujeres se llevaron la peor parte. A menudo se encontraron solas, obligadas a cultivar sus tierras, atendiendo a la vez a sus hijos pequeños, y en constante ansiedad, preocupadas por la suerte de sus esposos en los campos de batalla. En las regiones industriales, tuvieron que ponerse a trabajar en las fábricas de armamento o mantener operativas las redes de transporte, efectuando labores otrora reservadas a los hombres. Mientras cuidaban de sus hogares, en medio de la creciente escasez de alimentos y la vertiginosa escalada de los precios, su temor constante era que llamaran a la puerta y les trajeran la noticia de la muerte en combate de un ser querido. No es de extrañar que el resentimiento y la ira fueran en aumento. Las colas para conseguir productos alimenticios posibilitaban que las mujeres hablaran unas con otras, corrieran todo tipo de noticias y rumores y se ventilaran quejas y agravios. Las cartas enviadas desde el frente permitían que se hicieran una idea de lo bien o mal que iba la guerra, y de cuál era la actitud de las tropas. Por otro lado, las propias misivas que ellas enviaban a sus esposos en el frente dejaban entrever la situación que se vivía en el país. Los soldados también conocerían dicha situación durante los infrecuentes períodos de permiso, cuyo recuerdo los acompañaría de vuelta a las trincheras.

A los que permanecían en casa les resultaba posible visualizar mentalmente los horrores del frente en toda su dimensión. En Gran Bretaña millones de personas habían podido contemplar una muestra de lo que ocurría, gracias a una película oficial, La batalla del Somme, que, aunque un poco amañada, no ocultaba la realidad de aquellas desgarradoras experiencias. Fue la primera vez en la historia que en un país en guerra, lejos de las atrocidades del frente, se ofreció al público una experiencia visceral de lo que era un conflicto armado. Resultaba tan espeluznante que algunas personas se desmayaban de la impresión mientras veían la película. Las autoridades se vieron obligadas a reconocer que la población no estaba preparada para semejante exposición a la cruda realidad de la guerra. La mayoría de las familias quería, o necesitaba, apartar de la mente lo que sus seres queridos no tenían más remedio que soportar en el frente. Así pues, no es de extrañar que muchos soldados volvieran a su actividad en primera línea con la sensación de que los suyos no comprendían lo que realmente les tocaba vivir. En 1917, por ejemplo, la calidez con la que la familia de un teniente británico lo recibió cuando éste llegó a casa en el curso de un permiso tardó muy poco en convertirse en hielo. Sus parientes comenzaron a ensalzar la victoria de los británicos en Passchendaele, y en cuanto él describió los horrores de la batalla y dio a entender que todas aquellas pérdidas habían sido para nada, le mostraron la puerta.

Sin embargo, esta falta de sensibilidad y esta incomprensión no fueron necesariamente características. La interacción entre el hogar y el frente fue mucho más estrecha y significativa que lo pueda parecer. La cantidad ingente de correspondencia, cordón umbilical con la familia, muestra la intensidad con la que los soldados deseaban obtener un permiso para visitar a los suyos (al menos los hombres que tenían la suerte de poder aprovecharlo en este sentido, a diferencia, por ejemplo, de los efectivos de Canadá, el Anzac o la India, o los de regiones remotas del Imperio Ruso). Además, parece que las posturas ante la guerra tanto en casa como en el frente comenzaron a coincidir a medida que iba avanzando el conflicto, sobre todo en aquellas potencias beligerantes para las que la perspectiva de una derrota resultaba cada vez más clara.

La gran diversidad y multiplicidad de experiencias, en la vida civil y en el frente, dificulta enormemente hacer un resumen de ellas o establecer una generalización. Lo que parece evidente, y significativo desde el punto de vista histórico, sin embargo, es que los países que comenzaron la guerra con un sistema político que gozaba de muchos apoyos, basándose en un nivel relativamente alto de representación y unos valores establecidos ampliamente aceptados —lo que podría denominarse «legitimidad»—, disfrutaron de una ventaja especial a la hora de mantener alta la moral de la población civil en casa y la de los soldados en el frente, y, por lo tanto, a la hora de maximizar el esfuerzo de guerra. Ni que decir tiene que, para conseguirlo, esta circunstancia no bastaba por sí misma. Estos países también necesitaban ser superiores a sus enemigos en el suministro de armamento, alimentos y recursos humanos. Gran Bretaña y Francia eran las potencias que disfrutaban de esas ventajas, especialmente porque podían confiar en la ayuda no sólo de sus colonias de ultramar, sino también de Estados Unidos, y más tarde contaron con el apoyo directo de un gran número de tropas americanas. Todo ello permitió que conservaran la esperanza de una victoria final. Y allí donde se consiguió que la esperanza en la victoria siguiera viva, ésta resultó cada vez más fácil de materializar, y el sistema estatal pudo conservar su legitimidad, incluso a pesar de las pérdidas horribles sufridas en el frente.

Pero cuando la derrota se hizo cada vez más evidente, la esperanza se esfumó y las enormes (y crecientes) pérdidas empezaron a parecer en vano, la legitimidad del sistema estatal considerado responsable del gran fracaso se vio socavada hasta el punto de sacudir todos sus cimientos y provocar su derrumbamiento. La prueba más clara de este hecho la encontramos en los índices de deserción que tuvieron los ejércitos de las Potencias Centrales poco antes de acabar la guerra. En los países donde la legitimidad estaba más debilitada, la guerra impuso tales cargas que los regímenes que la habían promovido comenzaron a atravesar situaciones cada vez más críticas debido al malestar de la población civil y los soldados en el frente.

El estado bajo presión

La guerra sometió a todos los países beligerantes, incluso aquellos que al final obtuvieron la victoria, a una gran presión sin precedente. Ya fueran nuevas o generalizadas, lo cierto es que todas las tareas que había que llevar a cabo en un conflicto de semejante escala pasaron a ser responsabilidad del estado. Hubo que movilizar tropas y recursos para el frente en unas cantidades inimaginables. A mitad del conflicto, en todos los países, un elevadísimo porcentaje de la población masculina capaz de empuñar un arma debía prestar servicio militar. (Gran Bretaña, que había empezado la guerra con un ejército formado por voluntarios, pasó al reclutamiento forzoso en 1916). Hubo que fabricar armas a gran escala para cubrir las necesidades de los soldados en el campo de batalla. El estado promocionó la investigación en el campo de las nuevas tecnologías, así como el desarrollo de nuevos tipos de armamento. Hubo que aumentar muchísimo el número de hospitales, enfermerías improvisadas y sanatorios para hacer frente a la gran cantidad de heridos y mutilados que regresaba del frente. Se hizo ineludible la estructuración de una asistencia social, por poco satisfactoria que resultara, de viudas y de familias despojadas del hombre que traía el pan a casa. Hubo que organizar la opinión pública y mantener elevada la moral por medio de la propaganda y la censura del estado, y se controló la difusión de la información ejerciendo una influencia directa o indirecta en la prensa escrita.

Todo ello requería una economía controlada y un fuerte aumento de los gastos del estado. Los presupuestos militares, por ejemplo, alcanzaron unos niveles sin precedente en la etapa final de la guerra: el 59% del producto interior bruto de Alemania, el 54% del de Francia o el 37% de Gran Bretaña (aunque las economías menos avanzadas, como, por ejemplo, las de Rusia, Austria-Hungría y el Imperio Otomano, pudieron destinar menos dinero a este apartado). A la ciudadanía le fueron impuestas diversas formas fiscales, nuevas o ampliadas. Gran Bretaña cumplió relativamente sus objetivos con la financiación de la guerra con la ayuda de los impuestos, pero Alemania y especialmente Francia se mostraron más reacias a la hora de aumentar la presión fiscal sobre sus ciudadanos, pensando que el enemigo pagaría una serie de reparaciones de guerra cuando se hicieran con la victoria. Buena parte de la financiación de la guerra se obtuvo con préstamos. Los Aliados los recibieron principalmente de Estados Unidos, y Austria de Alemania, pero en cierta medida. Sin embargo, a medida que iba desarrollándose la guerra, a Alemania le resultó imposible conseguir crédito alguno en el extranjero. El esfuerzo de guerra germano tuvo que ser financiado con préstamos nacionales. Las campañas para la venta de bonos de guerra fueron un instrumento al que recurrieron todos los países beligerantes. El endeudamiento de los distintos estados aumentó vertiginosamente. Cuando los préstamos y las subidas de impuestos ya no fueron suficiente para resolver la falta de liquidez, los estados optaron por imprimir billetes de su divisa, aparcando los problemas para más adelante.

El aparato de los distintos estados aumentó de tamaño cuando los gobiernos comenzaron a dirigir la economía y a intervenir de manera cada vez más intensa en la vida civil. Las burocracias se expandieron. Y lo mismo ocurrió con los niveles de vigilancia, coerción y represión. Empezó el internamiento de los «extranjeros» considerados enemigos. En algunas regiones, sobre todo del este de Europa, poblaciones enteras fueron desplazadas. Cuando los rusos se retiraron del oeste de Polonia y de Lituania en 1915, dejando tras de sí «tierra desolada», ya habían deportado al menos a 300 000 lituanos, 250 000 letones, 350 000 judíos (que recibieron un trato especialmente cruel) y 743 000 polacos al interior de Rusia. En este país, a comienzos de 1917, unos seis millones de desplazados —refugiados del Cáucaso y los territorios fronterizos del oeste y gente deportada por la fuerza— se habían sumado a las masas que sufrían cada vez más miseria en las ciudades rusas.

Todos los estados tuvieron que asegurarse principalmente el apoyo de la clase trabajadora industrial (que en aquellos momentos incluía a un gran número de mujeres activas en la industria armamentística), cuya militancia aumentaba a medida que iba empeorando su situación económica. A menudo, especialmente en los países con un sistema de gobierno básicamente autoritario, más que ofrecer incentivos, se recurrió a la amenaza. En Gran Bretaña, en Francia y —hasta la fase final de la guerra— en Alemania, sin embargo, los trabajadores fueron inducidos a colaborar principalmente con persuasivos aumentos de salario (en comparación con el de otros sectores de la sociedad), promesas de futuro y concesiones sindicales. En Alemania, las drásticas medidas introducidas para movilizar la mano de obra, la llamada Ley de Servicios Auxiliares de diciembre de 1916 —la prestación forzosa de trabajo en el sector de la industria de guerra para todos los varones que tuvieran entre diecisiete y sesenta años de edad—, fueron acompañadas de la creación de comités de trabajo en las fábricas con más de cincuenta empleados, dando la misma representación tanto a los trabajadores como a los empresarios. No obstante, e independientemente de la predisposición a colaborar en el esfuerzo de guerra, los trabajadores (incluidas las mujeres) estaban dispuestos a hacer huelga para defender sus intereses materiales. En Gran Bretaña, donde las condiciones se deterioraron menos que en los otros países beligerantes durante la contienda, y donde el compromiso con el esfuerzo de guerra se mantuvo y fue relativamente elevado, se produjeron más huelgas que en cualquier otro país beligerante, con la excepción de Rusia. En 1918, como en 1914, los trabajadores británicos se declararon en huelga tres veces. Fuera de Gran Bretaña, las huelgas no fueron muchas en los dos primeros años de guerra, pero luego su número aumentó vertiginosamente (adquiriendo un tono cada vez más político) en 1917-1918.

La acentuación de aquellos sufrimientos y penalidades aparentemente interminables supuso una intensificación de la búsqueda de chivos expiatorios a los que poder responsabilizar de tanta miseria. La propaganda estatal se encargó de incitar sentimientos de odio entre la población. El resentimiento popular fue dirigido principalmente contra los capitalistas y los hombres de finanzas. Pero no consistió simplemente en el obvio odio de clase hacia los especuladores de la guerra. También pudo ampliarse sin dificultad, fomentando el odio racial. Los judíos comenzaron a ser caricaturizados como explotadores de las masas trabajadoras, como la encarnación del capitalismo. El odio hacia ellos estaba, sin embargo, demasiado arraigado en buena parte de la población europea, y era demasiado camaleónico a la hora de adaptar sus matices a cualquier prejuicio, como para que pueda ser atribuido exclusivamente a ciertos vínculos con el capitalismo. La profunda aversión solía combinar un resentimiento económico con unos prejuicios seculares contra los judíos —prevalentes, sobre todo en el centro y el este de Europa, y a menudo fomentados por el clero cristiano—, a los que se consideraba los «asesinos de Cristo». A esta amalgama de odios se añadió un ingrediente letal en 1917: los judíos como origen del bolchevismo y la revolución. A medida que se acercaba el fin de la guerra, esa imagen polifacética del judío resultaba harto irónica: enemigo del cristianismo, explotador capitalista, haragán que elude sus obligaciones militares, agitador político y social, fuerza impulsora del bolchevismo. No es de extrañar que una falsedad concebida por la policía zarista con el objetivo de demostrar la existencia de una conspiración judía para hacerse con el control del mundo, los llamados Protocolos de los sabios de Sión, experimentara una notable difusión a partir de 1917, cuando comenzó la violenta reacción ante el estallido de la revolución en Rusia.

Los cambios que experimentó la sociedad en todos los países beligerantes se vieron afectados, y a su vez directamente influenciados, por las consecuencias de la guerra en las distintas políticas nacionales y la viabilidad de los respectivos sistemas de estado. En un principio, los estados intentaron que sus sistemas políticos funcionaran como antes de la guerra, o lo más parecido posible. «Los negocios como siempre» fue el eslogan concebido por Winston Churchill para hacer hincapié, en un discurso de noviembre de 1914, en la necesidad de que la vida siguiera con normalidad en Gran Bretaña, sin verse afectada por las hostilidades de un conflicto en el continente europeo cuya duración se esperaba que fuera breve. Esta esperanza no tardaría en desvanecerse en todos los países beligerantes. Pero las distintas políticas siguieron adelante, más o menos como siempre, hasta que los estados se vieron, en mayor o menor medida, zarandeados por las presiones propias de la guerra.

En Gran Bretaña y en Francia, las diferencias políticas de los partidos siguieron siendo evidentes, y a menudo muy acusadas, pero no se impusieron a un sentido de la unidad fruto del compromiso con el esfuerzo de guerra, una unidad desafiada sólo por minorías, que a veces pudieron resultar ruidosas, pero sin convertirse en una corriente principal de opinión. En estos países se produjeron cambios sólo después de períodos de adversidad, y siempre para poner al frente del gobierno a «hombres fuertes» con la finalidad de seguir implacablemente con el objetivo de alcanzar la victoria. En diciembre de 1916, tras las enormes pérdidas sufridas en el Somme y una grave sublevación en Irlanda que a punto estuvo de acabar con la hegemonía británica en la isla, el dinámico David Lloyd George se convirtió en primer ministro, al frente de un reducido, pero poderoso, gabinete de guerra. Su liderazgo permitió reorganizar y estimular la economía del país y dar un nuevo impulso al esfuerzo de guerra. En Francia, la crisis política que se produjo tras los problemas de 1917 —graves motines en el frente, huelgas, manifestaciones contra la guerra y demandas de una paz de compromiso— hizo que en noviembre de ese año volviera a formar gobierno Georges Clemenceau, el veterano líder radical. Símbolo del nacionalismo republicano, Clemenceau fue nombrado primer ministro para encarnar un enérgico compromiso, restaurar la confianza y erigirse en adalid de «la lucha tenaz y patriótica para obtener una paz de vencedor».

Ni en Gran Bretaña ni en Francia las disputas internas sobre la dirección de la guerra y los diversos niveles de desafección social y política, presente sobre todo en la izquierda socialista, estuvieron a punto de suponer un desafío revolucionario al estado. En las Islas Británicas la moral se mantuvo elevada, en gran medida, por la práctica certeza de que el país no iba a ser invadido, la perspectiva de la victoria y un nivel relativamente bajo de privación material. Indirectamente, por supuesto, la guerra afectó a todo el mundo. Pero su efecto directo lo sintieron principalmente los que tuvieron que cumplir con sus obligaciones militares. En Francia, las posturas estuvieron más divididas. A comienzos de 1918, las protestas y manifestaciones pacifistas pidiendo el fin de la guerra, en las que se expresó una adhesión al bolchevismo y la revolución, desembocaron en mayo en una gran huelga de los trabajadores de las fábricas de munición. Este tipo de opiniones habría sido más compartido si muchas de las más cruentas batallas de la guerra no se hubieran librado en territorio francés, pero como no fue así, el pacifismo encontró un firme detractor en la necesidad de seguir combatiendo para resistir la principal ofensiva alemana. Cuando ésta fracasó, y se atisbaba la victoria, la moral de los franceses se mantuvo elevada hasta el final. Tanto en Gran Bretaña como en Francia, la izquierda socialista siguió apoyando el esfuerzo de guerra mayoritariamente. En ninguno de los dos países se vio seriamente amenazada la legitimidad del estado. Todo habría podido ser muy distinto si se hubiera vislumbrado la derrota y se hubiera considerado que tantas pérdidas habían sido en vano.

En el extremo opuesto de este espectro político de las potencias occidentales se encontraba Rusia. Sólo en Rusia se produjo una revolución durante la guerra. Sólo en Rusia la revolución dio lugar a una transformación absoluta y radical de las relaciones socioeconómicas y de las estructuras políticas. Y sólo en Rusia fue destruida totalmente la clase dirigente.

En Rusia, el intento de revolución de 1905 había acabado en fracaso porque no había habido una fuerza vertebradora que aunara el descontento de los trabajadores en huelga, el de los campesinos sublevados y el de los soldados y marineros, de los que sólo se amotinó un número reducido. También había faltado un liderazgo revolucionario unificador. El zar había acallado el movimiento revolucionario en parte con la falsa promesa de instaurar un gobierno constitucional, cosa que nunca llegó a producirse. La represión hizo el resto. La policía política zarista, la Ojrana, se encargó eficazmente de detener a los líderes revolucionarios o de enviarlos al exilio, infiltrándose en sus organizaciones, clausurando los periódicos sediciosos, sofocando las huelgas y ejecutando a los líderes rebeldes del campesinado. El régimen logró posponer su propia destrucción. Durante los años siguientes se mejoraron las comunicaciones, la economía creció (con mayor rapidez que la de Estados Unidos durante los años inmediatamente anteriores a la guerra), en el campo de la industrialización se efectuaron grandes avances y aumentaron los ingresos del estado. Pero el principal problema seguía siendo la rigidez y la severidad de la autocracia zarista. Sin la guerra, tal vez habrían podido introducirse cambios que hubieran transformado el régimen zarista en una monarquía constitucional controlada por un parlamento. No obstante, parece harto improbable que esto hubiera podido producirse en una Rusia como la del zar, debido a la implacable resistencia de la clase dirigente a cualquier cambio sistémico y al alcance de la hostilidad —arraigada y organizada (independientemente de la represión a la que pudiera verse sometida)— hacia la autocracia que sentía la clase trabajadora y el campesinado. Todo apuntaba a que, tarde o temprano, iba a estallar una gran revuelta. Y a finales de 1916, la revolución ya parecía un hecho inminente.

Durante el duro invierno de 1916-1917, mientras muchos campesinos rusos acaparaban alimentos o los vendían a precios elevados, los grandes centros industriales sufrían una grave escasez de provisiones y combustible. El transporte estaba al borde del colapso. Las arcas del estado estaban vacías. La inflación había subido vertiginosamente. El nivel de los salarios no se correspondía a la escalada de precios (salvo el de los trabajadores especializados de las fábricas de munición). Mucha gente pasaba verdadera hambre. Pero una minoría privilegiada seguía sacando provecho de la guerra, dando lugar a un profundo resentimiento. En enero de 1917, las manifestaciones de los huelguistas llenaron las calles de Petrogrado (anteriormente San Petersburgo) y de otras ciudades en las que el enfado por el precario nivel de vida se unió a una oposición a la guerra y al gobierno del zar. Cuando las mujeres trabajadoras se echaron a la calle el 8 de marzo (23 de febrero según el antiguo calendario ruso) para protestar por la falta de pan, saltó la chispa, produciéndose una serie de huelgas masivas y manifestaciones de los operarios de las fábricas de armamento. Soldados y marineros apoyaron la revuelta de los trabajadores en Petrogrado. El uso del fuego de las armas contra los manifestantes de Petrogrado no consiguió poner fin a una huelga de más de doscientos mil trabajadores. Y el gobierno fue incapaz de desactivar lo que desembocó en una especie de gran huelga militar en las fuerzas armadas. Se hizo oídos sordos a las órdenes de sofocar los motines. Las autoridades zaristas se vieron desbordadas rápidamente por la situación. En medio de una gran anarquía, los trabajadores eligieron su propia forma de gobierno representativo, un soviet (o consejo). Enseguida reinó el caos. Los soldados también eligieron soviets que los representaran, y exigieron la abdicación del zar. El emperador abdicó el 15 de marzo, cuando los líderes militares y los políticos acordaron que el zar debía dejar el trono. En julio de 1918, Nicolás Romanov sería ejecutado junto con su familia por los bolcheviques, aunque sus cuerpos sólo fueron identificados ochenta años más tarde, tras la caída de la Unión Soviética.

La guerra había producido las condiciones por las que la rabia dirigida contra el zar y el sistema de gobierno que éste representaba, considerado el culpable de tanta miseria, trascendía por el momento los intereses no compartidos de trabajadores y campesinos. En 1917, las fuerzas revolucionarias de la clase trabajadora industrial se unieron temporalmente a las del campesinado. Aun juntas, habrían podido resultar insuficientes para acabar con el sistema, como había ocurrido en 1905. Pero, de manera crucial, la guerra sirvió para aliar los intereses de esas gentes con los de un número cada vez mayor de tropas desafectas en el frente. Cuando esta desafección se extendió por todo el frente, cuando los soldados ya no quisieron seguir combatiendo y cuando su fervor revolucionario se unió al del resto del país, para el régimen comenzó la cuenta atrás. La oleada de descontento ante las pérdidas ingentes y tantas penalidades imposibles de soportar provocaron el estallido de una oposición a la guerra que hizo saltar por los aires el sistema considerado responsable del enfrentamiento bélico. Un régimen que se había basado en la represión y la coacción, con pocas estructuras que actuaran de intermediario para integrar a la población y conseguir su apoyo de manera no forzada, se encontró prácticamente sin amigos cuando las presiones aumentaron antes de que sus muros de contención se derrumbaran en 1917.

Incluso después del derrocamiento del zar y el establecimiento del Gobierno Provisional de la «democracia revolucionaria» en marzo de 1917, la situación siguió siendo sumamente inestable. Esa inestabilidad que caracterizó los meses siguientes y la continuidad de una guerra irremediablemente perdida crearon el clima apropiado para que estallara una segunda revolución mucho más radical.

Llegado este punto, en octubre de 1917 (según el antiguo calendario ruso) la estructura organizativa disponible para canalizar y liderar la revolución estaba al alcance de la mano. A diferencia de lo ocurrido en 1905, este hecho se convirtió en un factor decisivo para el triunfo de la revolución. El Partido Bolchevique todavía carecía de una base sólida de masas, pues sólo contaba con el apoyo de pequeños sectores de la clase trabajadora. Pero disponía de un núcleo de liderazgo fanático sumamente compacto, con un programa preconcebido que contemplaba la destrucción del viejo sistema no como un fin en sí mismo, sino como el simple preludio para la construcción de una sociedad completamente nueva. El Partido Bolchevique había surgido como la facción más grande del escindido Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, que había sido fundado en 1899, pero que luego se había dividido en un grupo revolucionario más numeroso (los bolcheviques) y otro reformista menos numeroso (los mencheviques). Vladimir Ilyich Ulyanov, más conocido por su alias, Lenin, que había sido desterrado a Siberia a finales de la década de 1890, y luego vivido principalmente en el extranjero hasta 1917, había concebido el partido como la vanguardia de la clase trabajadora, y había abogado por una rígida disciplina y una absoluta lealtad con el objetivo de derrocar al zar. El siguiente objetivo de Lenin era el establecimiento, por medio de un uso despiadado del terror contra «los enemigos de clase», de una «dictadura democrática revolucionaria provisional del proletariado y el campesinado». En abril de 1917, el carismático líder bolchevique había abandonado su exilio en Suiza para trasladarse al caos revolucionario de Petrogrado. Lo había hecho con la ayuda de los alemanes, que esperaban con ello socavar la tambaleante determinación de los rusos de seguir en combate, así como fomentar los disturbios y las protestas contra la guerra. A la luz de los acontecimientos posteriores, puede decirse que esa artimaña se convirtió en uno de los «goles en propia puerta» más notables de la historia. En julio, ante la feroz represión de los bolcheviques por parte del gobierno, Lenin se vio obligado a retirarse a Finlandia (región semiautónoma del Imperio Ruso desde 1809 y, tras el derrocamiento del zar, una de las más reivindicadoras de la independencia). Pero en cuanto el estado comenzó a perder su autoridad, Lenin regresó a Petrogrado para liderar la segunda revolución.

Lo que mantenía estrechamente unidos a los líderes del Partido Bolchevique y sus comprometidos miembros era una ideología utópica de salvación, la visión de una futura sociedad sin clases y libre de todo conflicto. Pero lo que dio a los bolcheviques el potencial para llegar a un público más amplio fue menos etéreo y más pragmático: la promesa de paz, pan, distribución de la tierra, propiedad y control de las fábricas y leyes dictadas por el pueblo. Políticamente, los bolcheviques exigían la cesión de todo el poder a los soviets (que habían ido creándose en todas las principales ciudades). La impopularidad del Gobierno Provisional de Alexander Kerensky en medio de más escasez, una inflación galopante y grandes derramamientos de sangre en el curso de la última y desastrosa ofensiva fueron factores que jugaron a favor de los bolcheviques. El control del soviet de Petrogrado (dirigido por León Trotski, nacido Lev Davidovich Bronshtein, un organizador innato y demagogo que predicaba la necesidad de una revolución permanente) constituyó la plataforma de lanzamiento de la revolución de octubre, que al final supuso el triunfo de bolcheviques en todos los soviets. Sería necesario aplicar medidas de implacable terror interno a los enemigos de clase y que transcurrieran más de dos años de brutal guerra civil para derrotar a las poderosas fuerzas de reacción y contrarrevolución y conseguir que Rusia estuviera firmemente en la senda de una transformación política, social, económica e ideológica completa. Pero hubo algo muy claro desde un principio: la revolución bolchevique sería un acontecimiento histórico de importancia histórica mundial. Lo que había generado era un tipo de estado y de sociedad absolutamente nuevos. Los informes que hablaban de lo que estaba sucediendo en Rusia tuvieron en Europa el efecto de una onda expansiva que se haría sentir durante décadas.

En el resto de Europa, la crisis de legitimidad llegó un año después de la revolución bolchevique, una vez acabada la guerra. En Alemania la contienda no supuso el fin de los partidos políticos. Antes bien, la polarización de la política germana, claramente establecida antes del estallido de la guerra, pero en un primer momento camuflada por la «tregua civil» de 1914, quedó totalmente al descubierto cuando aumentó la sensación de sufrimiento, de haber perdido una cantidad ingente de vidas humanas a cambio de nada y de la inminencia de una derrota. Las divisiones ideológicas y de clase, que al principio de la guerra habían sido encubiertas temporalmente, no tardaron en manifestarse de nuevo, y a partir de 1916 de una manera claramente radicalizada. Cuando los alimentos escasearon, los precios experimentaron una subida vertiginosa y el nivel de vida se vio gravemente afectado, las divisiones políticas en cuestiones como la paz o los objetivos de una guerra anexionista se acentuaron.

El impulso principal para provocar un cambio político drástico vino de ciertos elementos de la izquierda alemana. En abril de 1917 los socialdemócratas se habían dividido por sus diferencias en lo concerniente a la contienda. Una minoría radical, que rechazaba la guerra por considerarla un conflicto imperialista al que sólo podía ponerse fin con una revolución socialista, se escindió y creó el Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (el USPD por sus siglas en alemán, cuyo núcleo se convertiría posteriormente en el Partido Comunista alemán). El grueso de los socialdemócratas, que pasaron a integrar el Partido Socialdemócrata Mayoritario de Alemania (MSPD por sus siglas en alemán), también condenaba una guerra imperialista y las anexiones alemanas, pero rechazaba la revolución y reivindicaba una reforma por medio de la introducción de una democracia representativa, de un gobierno responsable ante el parlamento, y no ante el káiser. (En la Alemania imperial, los partidos políticos estaban representados en el Reichstag. Pero no podían controlar la toma de decisiones. El poder estaba en manos del káiser y de los ministros y líderes militares nombrados por él).

El 19 de julio de 1917, el MSPD contó con el apoyo de algunos elementos liberales (el Partido Popular Progresista) y el Partido de Centro católico en el curso de la votación de un acuerdo de paz en el Reichstag. Pero encontró a unos oponentes sumamente poderosos en la derecha conservadora y liberal, que apoyaba el liderazgo militar y favorecía no sólo la continuidad inquebrantable de la guerra, sino también la adopción de todas las medidas necesarias para emprender nuevas anexiones. Los grupos de presión, respaldados por miembros destacados del mundo de las finanzas —integrados en instituciones, como, por ejemplo, la Liga Pangermana— y, especialmente, por el Partido de la Madre Patria (que, fundado en 1917, logró rápidamente la adhesión de 1 250 000 personas), popularizaron la causa de la continuidad de la guerra hasta la obtención de la victoria y las consiguientes ganancias territoriales, y al mismo tiempo se opusieron a las voces que reclamaban una democracia parlamentaria. Esta configuración política se mantuvo igual hasta el final de la guerra, intensificándose a medida que aumentaban las penalidades materiales y empezaba a vislumbrarse claramente la derrota. La polarización radical que sufrió la política alemana una vez concluida la contienda en 1918 ya se había prefigurado en los desarrollos internos de los últimos dos años de la guerra.

Sólo fue en los últimos meses de la guerra, tras el fracaso de la ofensiva del verano de 1918, sin embargo, cuando la moral se derrumbó en el frente, lo que vino a añadir más presión para poner fin a la contienda. Las grandes huelgas de los trabajadores de la industria alemana de enero de 1918 habían sido mal vistas en el frente, donde se había inducido a los soldados a confiar en la ofensiva de la primavera para alcanzar la victoria. Las tropas se habían mostrado exultantes ante «esta expresión elemental de poderío germano» cuando la gran ofensiva fue lanzada en marzo. Cuando se dieron cuenta de que había sido un verdadero fracaso, pasaron de la rabia acumulada a la acción directa. Más que nada, los soldados que habían luchado con coraje y convicción durante casi cuatro años querían sobrevivir a lo que ya consideraban una guerra perdida. El agotamiento se convirtió en un deseo creciente de dejar simplemente de combatir. Durante los últimos cuatro meses de la contienda, unos 385 000 soldados alemanes se rindieron en el Frente Occidental, una cantidad muy superior a la de los cuatro años anteriores de guerra juntos. Se calcula que, de un millón de soldados, tres cuartas partes desertaron después de agosto de 1918. Este hecho no hizo más que aumentar el creciente descontento que se vivía en el país. En las huelgas masivas de comienzos de año, las protestas de los trabajadores habían estado relacionadas principalmente con sus condiciones de vida. Pero en aquellos momentos ya tenían un cariz inconfundiblemente político. Aumentaban las voces que exigían la paz, la instauración de la democracia y el fin del régimen del káiser.

Cuanto más duraba la guerra, más se cuestionaba la naturaleza del propio estado alemán. El sistema político en el que los ministros eran responsables ante el káiser, y no ante un parlamento, ya había sido rechazado por los socialistas antes del estallido del conflicto bélico, pero pudo mantenerse gracias al apoyo de fuerzas poderosas que se oponían a cualquier movimiento que condujera hacia una democracia. El empeoramiento de la situación militar desembocó en un creciente clamor de la izquierda, pidiendo poner fin a aquel continuo derramamiento de sangre, la destitución de los responsables y la instauración de un gobierno parlamentario democrático. Cada vez más alemanes consideraban que su sistema de gobierno, basado en el militarismo, los privilegios de clase y el poder sin control, cuya encarnación era la figura divisiva del káiser, el sistema que había conducido a Alemania a una guerra desastrosa, era imposible de reformar. Tenía que ser reemplazado por otro. Había que instaurar una democracia. El pueblo, que era el que había pasado tantas penalidades, sufriendo las privaciones de la guerra, debía manifestar su opinión política y hacerse escuchar. En el otoño de 1918, el sistema de estado de la Alemania imperial había perdido toda su legitimidad.

El programa con los Catorce Puntos propuesto por el presidente Wilson en el mes de enero, que preveía, entre otras cosas, la devolución de los territorios que Alemania se había anexionado o había ocupado, había constituido anteriormente un verdadero anatema para los líderes alemanes. En aquellas circunstancias que tan rápidamente habían cambiado, sin embargo, el recién nombrado canciller del Reich, el príncipe Max von Baden, que desde hacía tiempo se había mostrado favorable a una reforma política y a la firma de una paz sin anexiones, hizo un llamamiento a Wilson el 5 de octubre con la esperanza de lograr un armisticio con unas condiciones benignas para Alemania. Wilson no haría concesiones, sin embargo, e insistiría en la instauración de una democracia parlamentaria (que para las elites dirigentes de Alemania supusiera la pérdida de poder), en la renuncia de las ganancias territoriales y en un desarme significativo (que incluía la entrega de la flota militar del país). Se produjo un acalorado debate entre los líderes germanos sobre la aceptabilidad de lo que consideraban unos términos durísimos. Ludendorff propuso con vehemencia seguir en pie de guerra antes que ceder a semejante humillación. Pero ya no estaba en posición de dar órdenes. Y los acontecimientos se sucedían sin que ni él ni nadie pudieran impedirlo. El 26 de octubre, culpando a todo el mundo y sin asumir ninguna responsabilidad de lo ocurrido, dimitió.

Durante la noche del 29-30 de octubre, los marineros se amotinaron en Kiel y desafiaron las irrazonables órdenes de las autoridades navales, que habían dispuesto que la flota se hiciera a la mar para enfrentarse a la Marina británica en una última gran batalla decisiva. El cumplimiento de semejantes órdenes sólo habría dado lugar a un sacrificio absurdo sin ninguna utilidad. Su único objetivo era salvar la honra de la armada alemana, no la de los marineros. El motín se expandió rápidamente e hizo saltar la chispa, desencadenando una revolución a gran escala. Surgieron asambleas de trabajadores y soldados que se hicieron con el poder desde las bases. Los generales expusieron con claridad al káiser, el mismísimo símbolo del viejo orden, que debía marchar. A regañadientes, el emperador cedió. Durante la noche del 9-10 de noviembre, Guillermo II abandonó el cuartel general militar de Spa, en Bélgica, para exiliarse en Holanda (donde permanecería hasta su muerte en 1941). Su abdicación fue anunciada prematuramente, pues su renuncia formal al trono no se produjo hasta el 28 de noviembre. Antes incluso de su partida, fue proclamada apresuradamente la instauración de una república desde el balcón del Reichstag en Berlín. También sin una verdadera legitimidad constitucional, el canciller, Max von Baden, nombró a su propio sucesor, el líder socialista Friedrich Ebert. Las sutilezas constitucionales no importaban en aquel momento revolucionario. En medio de una agitación que se prolongaría durante meses, Alemania emprendió el camino para el establecimiento de una democracia parlamentaria completa.

De manera amenazadora, fuerzas del estado que seguían siendo poderosas, defensoras del viejo orden, consideraron simplemente que todo era cuestión de tiempo y llevaron a cabo los ajustes tácticos necesarios a la espera de que, en circunstancias distintas, las cosas cambiaran, poniendo fin a las concesiones efectuadas a la democracia y al régimen parlamentario. Justo antes de la firma del armisticio, entre las autoridades militares alemanas circulaba la opinión de que «los partidos de la izquierda tendrán que cargar con el odio que generará esta paz. Entonces la ira de la gente se volverá contra ellos. Hay esperanzas de que más adelante se recuperen las riendas del poder y se vuelva a gobernar a la antigua usanza». En estos círculos la democracia era vista como «el peor de los males» que podía ocurrirle a Alemania.

En Italia, la crisis galopante del sistema de estado había sido sólo un poco menos grave que en Alemania. Aunque Italia estaba en el bando de la Entente, en el país no se tenía la sensación de que se había ganado la guerra. La contienda había sido impuesta en 1915 a una nación profundamente dividida por una reducida elite política con la esperanza de anexionarse, tras una rápida victoria, grandes territorios del Adriático. Incluso a los generales se les había ocultado en gran medida la decisión de intervenir en el conflicto, y el parlamento no había sido consultado a su debido tiempo. La mayoría de la población creía, en cualquier caso, que no era parte interesada en aquella representación política existente. Los italianos no podían demostrar entusiasmo alguno por unos gobiernos que cambiaban frecuentemente, pero que siempre parecían el mismo, y que siempre parecían velar por los intereses de la misma elite. Las derrotas, las penalidades materiales y las importantes pérdidas se encargaron luego de polarizar la sociedad y de socavar el apoyo, no sólo a una sucesión de gobiernos débiles, sino también al propio estado.

Como un claro símbolo de esa debilidad y esa división, el parlamento italiano raras veces se reunía. Los gobiernos gobernaban por medio de decretos. Además, aunque cargaron con la responsabilidad de todo lo que salió mal, fueron incapaces de controlar al general Luigi Cadorna, el austero, dominante y brutal comandante del ejército italiano hasta que la humillación de Caporetto en 1917 forzó su destitución. Con anterioridad a este episodio, habían prevalecido los imperativos militares. La disciplina de las fábricas estaba sometida al control militar. La censura y las restricciones en la libertad de opinión aumentaron. La represión se intensificó en cuanto se oyeron en las fábricas las primeras protestas contra los recortes y se declararon las primeras huelgas. Las divisiones sociales y políticas se vieron gravemente acentuadas y empezaron a centrarse en las desigualdades, así como en el horrible número de bajas generado por la guerra. Cuando las pérdidas, las derrotas, la escasez material y la sensación de sufrir una humillación nacional fueron en aumento a partir de 1916, el descontento se manifestó en la declaración de diversas huelgas, la convocatoria de manifestaciones y las protestas por la falta de alimentos. No se llegó a crear un ambiente claramente revolucionario, aunque a punto estuvo.

Sobre todo fue la izquierda la que se hizo eco del rechazo a la guerra y del descontento popular, pero el movimiento socialista también estuvo dividido entre los que se oponían decididamente al conflicto armado y querían una revolución, y una mayoría de sus integrantes que seguía apoyando patrióticamente, aunque con poco entusiasmo, el esfuerzo de guerra. De manera amenazadora, el gobierno italiano se veía atacado cada vez más con mayor vehemencia por la derecha. Los nacionalistas ampliaron la base de sus apoyos, elevaron el tono de sus consignas en pro de la expansión territorial en el sureste europeo y en África, y, según el ministro de Interior, trataron de hacerse con el control de las fuerzas policiales para atemorizar a sus oponentes. Su pretensión era acabar con lo que consideraban que era un gobierno parlamentario estéril y su burocracia, abogando por un cambio radical por medio de un estado y una economía que se rigieran por principios casi militares incluso una vez concluida la guerra. Ya se situaban a la vanguardia de las formaciones de defensa local que se hacían llamar Fasci. Se presagiaba claramente la crisis de posguerra que atravesaría Italia.

La casa de los Habsburgo, al frente de Austria durante siglos, empezó a pagar el precio de una guerra cada vez más impopular. El conflicto, cuyo estallido había sido una disputa con Serbia prácticamente ya olvidada, no había gozado nunca de pleno apoyo, ni siquiera al principio. Apenas había podido justificarse como una guerra defensiva. Y la dependencia de Alemania, por muchas victorias que hubiera supuesto, era evidente que no resultaba agradable. Las fuerzas centrífugas que amenazaban con dividir y destruir el Imperio Habsburgo se vieron enormemente vigorizadas mientras la desastrosa guerra seguía su penoso curso. Antes de que se llegara a la última y catastrófica fase de la guerra, las tensiones ya eran evidentes. El anciano emperador Francisco José había sido durante décadas prácticamente el único símbolo de unidad en el frágil imperio plurinacional (en el que la mitad húngara ya era, por sus estructuras institucionales, una entidad más o menos separada). Cuando el monarca falleció en noviembre de 1916, su gobierno atravesaba una crisis galopante de legitimidad debido al esfuerzo de guerra y a la sucesión dinástica. Su sobrino-nieto y heredero, el emperador Carlos, no tuvo ni siquiera la oportunidad de dar un giro a la situación, a pesar de sus vanos intentos de disminuir la dependencia de Alemania y buscar un acuerdo de paz con los Aliados.

Por un breve período de tiempo, después de lo de Caporetto, los austríacos volvieron a soñar con la gloria. Pero los trenes que habían suministrado prácticamente de manera exclusiva provisiones para el ejército no estuvieron disponibles para transportar combustible y alimentos para la población civil del imperio durante el duro invierno de aquel año. Las huelgas y las protestas se multiplicaron en diversas regiones del Imperio Austrohúngaro durante los primeros meses de 1918. El descontento en las industrias, el enfado por las penosas condiciones de vida, los sentimientos nacionalistas separatistas y la desafección antibelicista se combinaron en una mezcla explosiva. «Absoluta incapacidad de los gobernantes, total desmoralización y desorganización, inseguridad general», era la visión del médico y escritor vienés Arthur Schnitzler. En octubre de 1918, cuando se extendieron los disturbios ocasionados por la escasez de alimentos, las huelgas, las manifestaciones, las animadversiones motivadas por los nacionalismos y la anarquía, la situación, a juicio del máximo responsable del Departamento de Alimentos de Austria, Hans LoewenfeldRuss, se había vuelto «increíblemente desesperada». Era evidente que el Imperio Habsburgo estaba desmoronándose.

Las divisiones de clase en buena parte del imperio se subsumían en gran medida en la política del nacionalismo étnico, que a su vez las ignoraba. Fuera del corazón de Austria, donde las protestas de la clase trabajadora por el acentuado deterioro de su nivel de vida amenazaban con convertirse en una revolución, inspirándose a menudo en Rusia, se combinaron con unas demandas de independencia y de disolución del imperio, que cada vez resultaban más volubles entre los checos, los polacos y los eslavos meridionales. En Hungría, a pesar de la inmediata predisposición del emperador Carlos a introducir reformas liberales y adoptar una estructura más federal para el imperio, las presiones independentistas se intensificaron en los últimos años de la guerra, respaldadas por socialistas y muchos liberales. A diferencia de Hungría, donde el gobierno civil y el debate parlamentario se habían mantenido al menos nominalmente, en la mitad austríaca del imperio el poder legislativo, el Reichsrat, había sido suspendido, y las asambleas provinciales habían sido clausuradas. La censura y la vigilancia aumentaron increíblemente. El código militar comenzó a aplicarse en regiones no alemanas y no checas. Los disidentes eran detenidos y encarcelados. Pero la represión no bastó para someter a los movimientos nacionalistas separatistas, particularmente fuertes entre los checos, en los últimos años de la guerra.

Cuando lo que quedaba del ejército austrohúngaro, cuyos efectivos sólo pensaban en poder salvar el pellejo, fue derrotado por los italianos en Vittorio Veneto en octubre de 1918, el imperio ya estaba en las últimas. El ejército se desintegró por completo. A finales de ese mismo mes, el emperador Carlos accedió a que los soldados se unieran a sus respectivas fuerzas nacionales. Se trataba simplemente de un reconocimiento de lo que estaba ocurriendo sobre el terreno: efectivos checos, polacos, húngaros y croatas, entre otros, desertaban y regresaban a sus casas. También a finales de octubre, con una celeridad pasmosa, Checoslovaquia, Hungría y lo que sería Yugoslavia proclamaban su independencia. El armisticio firmado por Austria con Italia el 3 de noviembre marcó el final de su esfuerzo de guerra. El emperador Carlos renunció a regañadientes a sus poderes (pero no a sus pretensiones al trono) el 11 de noviembre, y pasó los tres años de vida que le quedaban exiliado en Suiza y, por último, en Madeira. Así acabaron cinco siglos de dominación de la dinastía de los Habsburgo.

La revolución en Alemania y en el Imperio Austrohúngaro, esto es, el desmantelamiento de sus monarquías para ser sustituidas por repúblicas (en el caso de este último, en una serie de «estados sucesorios»), tuvo lugar sólo cuando la derrota parecía un hecho inevitable. El desmembramiento del Imperio Otomano al sur de la propia Turquía —la mayor parte de sus antiguos territorios en los Balcanes habían obtenido la independencia en la década de 1870, y las guerras balcánicas de 1912 y 1913 supusieron la pérdida definitiva de todas las provincias del imperio en Europa— se produjo tras la derrota, cuando los líderes turcos durante la guerra ya habían huido en un submarino alemán rumbo a Odesa para llegar luego a Berlín. Sin embargo, también en el Imperio Otomano la creciente oposición a la guerra había provocado una crisis de legitimidad estatal insuperable. El elevado índice de deserciones ponía claramente de manifiesto el desánimo cada vez mayor que reinaba entre los efectivos del ejército turco. El tambaleante e ingobernable Imperio Otomano se había visto desbordado por el esfuerzo de guerra. Salió con las manos vacías en sus intentos de obtener ganancias territoriales en el Cáucaso. Y en Oriente Medio, una revuelta árabe que estalló en 1916 (instigada principalmente por británicos y franceses con el objetivo de proteger sus intereses imperiales) dejó patente que la administración otomana apenas funcionaba en el sector meridional del imperio.

En el corazón de Turquía, por otro lado, los problemas aumentaron de manera alarmante. Las pérdidas en el frente fueron masivas. Las distintas estimaciones efectuadas hablan de 2,5 millones de muertos turcos, una cifra que triplica la de los británicos. La escala de estas pérdidas, unida a la devaluación de la divisa nacional, la subida de precios y la grave escasez de alimentos, entre otros productos y artículos, socavó los cimientos ya tambaleantes del Imperio Otomano. El armisticio no puso fin al sufrimiento y a la violencia en Turquía, que enseguida se vio abocada a una guerra de independencia que se prolongó hasta 1923, cuando al final un país destruido surgió entre las ruinas como un estado soberano independiente. Y la apropiación de las posesiones otomanas en Oriente Medio por parte de las potencias imperialistas occidentales, a saber, Gran Bretaña y Francia, estuvo acompañada de una gran agitación anticolonialista, de oleadas de protestas y de una violencia endémica que tampoco acabaron inmediatamente con el fin de la guerra. Las consecuencias que todo ello tendría en aquel futuro tan indefinido serían enormes.

La guerra dejó una Europa rota en pedazos, apenas reconocible en aquel continente que había entrado en conflicto cuatro años atrás. Incluso las potencias vencedoras —Gran Bretaña, Francia e Italia (nominalmente victoriosa como nominalmente «gran» potencia)— habían quedado maltrechas. Poner orden en medio de aquel caos parecía que iba a ser tarea de la única potencia emergente que había salido de la guerra sin heridas físicas de guerra y, desde el punto de vista económico, sumamente reforzada, a diferencia de las debilitadas potencias europeas: Estados Unidos. El hecho de que al final América dejara a Europa la tarea de poner orden en su propio caos tuvo mucho que ver con la crisis que se produjo durante la posguerra. Pero en el origen de aquel legado catastrófico hubo algo más. Fundamentalmente que, con las ruinas de la Alemania imperial, de la monarquía de los Habsburgo y de la Rusia zarista, se había creado una configuración tremenda que tendría unas consecuencias funestas en los años venideros.

La combinación de nacionalismo étnico, conflictos territoriales y odio de clase (centrado en aquellos momentos, como una aspiración o como algo horrible, en la nueva fuerza del bolchevismo en Rusia) resultaría sumamente explosiva. El nacionalismo étnico fue uno de los principales legados que dejó la guerra. Y sería muy letal precisamente en aquellas regiones del centro y el este de Europa en las que las comunidades de distintas etnias habían convivido juntas durante siglos, pero en las que las nuevas tensiones, los nuevos conflictos y los nuevos odios, engendrados en buena medida por la guerra, encontraron entonces su expresión en amargas disputas por cuestiones fronterizas y de división territorial, y en las que el veneno del odio se había extendido increíblemente debido a un nuevo factor: el triunfo del bolchevismo en Rusia. Los conflictos de clase, sobre todo en el este y el centro de Europa, encubrieron animosidades étnicas y territoriales para producir una caldera en ebullición de violenta animadversión. Este hecho supuso que los primeros años de posguerra fueran raramente pacíficos en esas zonas del continente, donde la violencia siguió campando a sus anchas. Esta violencia dejaría una estela de profundas enemistades que se manifestarían con claridad cuando Europa volviera a verse sumida en otro conflicto bélico, todavía más devastador, veinte años después.

La guerra había dejado un reguero de sangre. Las pérdidas humanas habían sido enormes, inimaginables: casi nueve millones de soldados y aproximadamente seis millones de civiles (debido, principalmente, a las deportaciones en masa, el hambre y la enfermedad). El número de combatientes capturados por el enemigo fue, entre todos los países beligerantes, de siete millones. Algunos de estos hombres pasaron años encerrados en campos de prisioneros de guerra, viviendo en unas condiciones miserables (aunque en su mayoría fueron repatriados poco después de la firma del armisticio). La victoria se alcanzó en último término cuando pudo combinarse un mayor poderío militar con unos recursos económicos superiores. Pero ¿de qué había servido todo aquello? La opinión de las personas sobre esta cuestión variaba, por supuesto, muchísimo, sobre todo dependiendo de las experiencias que les habían tocado vivir y de la suerte que había tenido su país. Muchos, tanto de uno como de otro bando, habían luchado por unos ideales, a menudo equivocados, pero ideales al fin y al cabo. Se trataba, entre otros, de la defensa de la patria, la honra y el prestigio nacional, la libertad y la civilización, el deber patriótico y, cada vez más, la liberación nacional, así como la esperanza de un futuro mejor. En 1918, cuando los cuatro años de continuas matanzas llegaban a su fin, el célebre autor austríaco Robert Musil escribió con cinismo en su diario: «La guerra puede resumirse en la siguiente fórmula: morir por tus ideales, porque no vale la pena vivir por ellos». En aquellos momentos, entre los millones de soldados, tal vez sólo una minoría siguiera celebrando los ideales —fueran cuales fueran— por los que habían participado en la guerra. Para muchos hombres reclutados por los enormes ejércitos de Europa es harto probable que hubiera muy poco de idealismo abstracto en todo ello. Solían combatir porque no tenían otra alternativa. Y para muchos de ellos, las matanzas habían carecido totalmente de sentido.

Las sangrantes palabras de un francés, escritas en el Frente Occidental en 1916 poco antes de que cayera en combate, dan fe de cuáles eran los sentimientos de millones de soldados corrientes de los distintos países beligerantes:

Pregunto, esperando comprender

El propósito de esta matanza. La respuesta

Que obtengo es: «¡Por la patria!».

Pero nunca me dan una razón.

La carnicería había sido terrible, la destrucción enorme. El legado, en una Europa espectacularmente transformada, sería difícil de olvidar. El largo ajuste de cuentas estaba a punto de comenzar.