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Las sombras se adensan
Cuesta abajo por la pendiente escurridiza, hundido sin rastro, completamente destruido. Orden y limpieza, ¡fuera! Trabajo, seguridad material, ¡fuera! Progresos y esperanzas, ¡fuera!
Hans Fallada, Pequeño hombre,
¿y ahora qué? (1932)
La Gran Depresión, que empezó a dejarse sentir con más fuerza a partir de 1930, fue ni más ni menos que una catástrofe para Europa. No golpeó a todo el continente por igual. Algunos países, dependientes de sus propias estructuras económicas y políticas, se libraron bastante bien de sus consecuencias. Y dentro de algunos países en concreto, no todas las regiones se vieron afectadas por igual. Hubo algunas zonas de crecimiento incluso en economías gravemente deprimidas. Aun así, no puede decirse que sea una exageración hablar del daño ocasionado por el crack. El daño fue algo generalizado y masivo. Ningún país se libró completamente de las consecuencias.
Las mayores grietas políticas en Europa se abrieron durante la Depresión. El continente se dividió en buena parte en dos. Aparte de Finlandia, Checoslovaquia y España (y en estos dos últimos países no por demasiado tiempo), la democracia sobrevivió sólo en el noroeste de Europa. En todas las demás naciones, triunfó el autoritarismo de un signo u otro. Estaban adensándose las sombras sobre un continente económica y políticamente roto.
La crisis
El enorme boom experimentado por Estados Unidos, que había traído consigo inversiones cada vez más arriesgadas en bienes de consumos duraderos, coches, producción de la industria siderúrgica y construcción de edificios, se vino abajo a partir del 24 de octubre de 1929, cuando estalló la burbuja especulativa. «El mercado parecía una cosa absurda e insensata que se vengaba de una manera brutal y despiadada de los que habían pensado que lo dominaban», comentaba un observador. Presa del pánico, los inversores de Wall Street se lanzaron a vender acciones. Los precios de éstas cayeron en picado. Miles de especuladores se arruinaron. La confianza en la empresa se hundió. La producción industrial y las importaciones experimentaron una pronunciada caída. Los precios de las materias primas se vinieron abajo. El desempleo se disparó. Los préstamos al exterior ya habían disminuido antes de que se produjera el crack. Los créditos a corto plazo existentes hasta ese momento, de los que se habían beneficiado los países europeos, y en especial Alemania, fueron retirados.
En una economía internacional desequilibrada, que había tenido que enfrentarse ya a fuertes tendencias deflacionistas, Europa se vio irremediablemente absorbida y lanzada a un desastre económico en rápido aumento. El contagio se propagó. En 1930 la actividad industrial en Europa se había desplomado. A uno y otro lado del Atlántico el desempleo era masivo. A comienzos del verano de 1930 había ya 1,9 millones de parados sólo en Alemania, y el sistema de seguro de desempleo no daba abasto. Los ingresos medios por persona en todo el país ya se habían hundido y en 1932 serían sólo alrededor de dos terceras partes de lo que habían sido en 1929. El ciclo deflacionista se propagó por todo el continente. Con la caída de la demanda los precios se desplomaron. La gente compraba menos. Incluso el gasto en productos de primerísima necesidad se redujo al mínimo. Los sueldos y los salarios fueron recortados, aunque, al caer los precios, los salarios —para aquellos que seguían trabajando— permitían comprar más cosas; de ese modo los «salarios reales» a menudo aumentaron. La presión a la que se vieron sometidos los ingresos del estado se intensificó debido a la caída de las recaudaciones fiscales.
Los intentos de equilibrar los presupuestos mediante el recorte del gasto público no hicieron más que empeorar una situación de por sí desalentadora. El único esfuerzo por intentar dar una respuesta internacional coordinada, la cacareada Conferencia Económica Mundial de Londres de 1933, fracasó estrepitosamente. Los gobiernos reaccionaron con medidas individuales que lo único que buscaban era proteger sus propias economías. En el verano de 1930, Estados Unidos ya había girado claramente hacia el proteccionismo. Como represalia, otros países adoptaron sus propias medidas arancelarias. Las barreras arancelarias a las mercancías importadas aumentaron por término medio en Francia, por ejemplo, un 38% en 1931, y en Checoslovaquia un 50%. Inglaterra rompió con su tradición de librecambio imponiendo unos aranceles generales del 10% en marzo de 1932 y cuatro meses más tarde llegó a un acuerdo con sus dominios para asegurar que los productos británicos tuvieran preferencia. El comercio internacional, ya en apuros, se vio todavía más perjudicado debido a la pronunciada caída de las exportaciones.
Y lo peor estaba por venir. El sistema bancario se hallaba bajo una presión cada vez mayor en varios países de Europa. El hundimiento en mayo de 1931 del principal banco de Austria, la Creditanstalt de Viena, cuando sus impositores empezaron a temer por la pérdida de sus ahorros y retiraron sus fondos, supuso una conmoción total para el sistema financiero de Europa. La Darmstädter und Nationalbank, el segundo instituto de crédito alemán en importancia, se vio arrastrada por el torbellino y tras las retiradas masivas de fondos de los impositores, presas del pánico, se declaró en bancarrota dos meses después. Cuando los bancos europeos decidieron vender sus libras esterlinas para reforzar sus reservas de oro, se produjo una demanda enorme de la divisa inglesa. Gran Bretaña intentó en vano mantener el tipo de cambio, pero la segunda semana de julio estaba perdiendo ya 2,5 millones de libras al día. Las retiradas de divisas de Londres entre mediados de julio y mediados de septiembre superaron los 200 millones de libras, las reservas del Banco de Inglaterra disminuyeron hasta unos niveles peligrosamente bajos, y el 21 de septiembre Gran Bretaña se vio obligada a abandonar el patrón oro. Inmediatamente después la libra perdió una cuarta parte de su valor en el mercado de divisas.
En 1932, la depresión en toda Europa estaba en su peor momento, con un hundimiento sin precedentes de la economía capitalista. El producto nacional bruto cayó prácticamente en todas partes. No obstante, los índices de disminución —en Gran Bretaña, Suecia e Italia de menos del 7%, en Bélgica de poco más del 10%, pero en Alemania y Yugoslavia de más del 17% y en Polonia de casi el 25%— variaron según las diferentes estructuras económicas de los países, así como de su nivel de dependencia respecto de los mercados financieros norteamericanos. Una de las mayores economías de Europa, la francesa, se vio al principio muy poco afectada, debido en parte a que el franco estaba ya infravalorado antes de 1931. La existencia de un gran sector agrícola, con un nivel relativamente alto de agricultura de subsistencia en pequeñas explotaciones campesinas, y de una buena proporción de actividad y producción artesanal a pequeña escala ligada a la economía local y regional, contribuyó al principio a conjurar los efectos más dramáticos del crack de Wall Street. Las medidas tomadas en 1929 para proteger los precios agrícolas manteniendo a flote los mercados nacionales contribuyeron también a que Francia aguantara el chaparrón en un primer momento. El gobierno afirmó orgullosamente que su «política de prosperidad» continuaría mientras que otros países se veían obligados a hacer frente al fracaso económico. «Sea cual sea la causa de la depresión mundial, Francia puede hacerle frente con relativa serenidad», proclamaba un destacado periódico francés. «El feliz equilibrio de la economía y las virtudes del pueblo francés han hecho de Francia un pilar de la economía mundial».
La némesis no tardaría en venir en persecución de tanta hýbris. Todavía en 1931, la cifra de desempleados en Francia seguía siendo de sólo 55 000 personas. Pero para entonces el país ya no pudo impedir verse arrastrado por el crack internacional. Y cuando diera comienzo la Depresión, a partir de 1931, duraría más que en cualquiera de la mayoría de las grandes economías. La producción tardaría una década en recuperar sus niveles de 1929. En 1936 las exportaciones francesas eran sólo la mitad de lo que habían sido en 1928. El número de quiebras empresariales se disparó en 1932 y continuó aumentando. Oficialmente el desempleo llegó a su punto culminante en 1935 con cerca de un millón de parados. Extraoficialmente la cifra era mucho mayor. La lenta recuperación se vio exacerbada por la renuencia de Francia, por motivos de prestigio, a devaluar el franco. Una vez devaluados el dólar y la libra, las exportaciones de Francia dejaban de resultar competitivas.
Aunque la imagen más duradera de la Gran Depresión es la del desempleo masivo en las ciudades y grandes metrópolis industriales, los que se ganaban el pan trabajando la tierra —agricultores, campesinos y jornaleros de explotaciones agropecuarias— sufrieron también dolorosamente las consecuencias de la tormenta económica. La Europa del este, que tenía un elevado nivel de dependencia de la agricultura, se vio afectada con especial dureza. La extrema pobreza y la profunda miseria social se generalizaron. En ninguna parte fueron más graves esos efectos que en Polonia, cuya economía era fundamentalmente agrícola, con un sector industrial pequeño, y cuyo gobierno complicó todavía más los graves problemas del país con los tremendos recortes del gasto público llevados a cabo y el mantenimiento de una divisa sobrevalorada. El resumen del impacto de la Depresión sobre las zonas rurales de Polonia que hacía un hombre de la época decía así: «En verano las cosas son más fáciles, pero en invierno se encuentra uno a niños acurrucados en las cabañas, envueltos hasta el cuello en bolsas llenas de paja, porque sin esa vestimenta se congelarían en las viviendas heladas y sin calefacción… Tan miserable se ha vuelto la vida para todos».
Al tiempo que los precios de los productos agrícolas se desplomaban, los créditos se agotaban, los tipos de interés seguían altos y el endeudamiento reducía a muchos a la indigencia. Las granjas se vendían a precio de saldo o se subastaban. La venta forzosa de explotaciones agrícolas en Baviera entre 1931 y 1932, por ejemplo, subió más de un 50%. Los jornaleros a menudo se las veían y se las deseaban para encontrar trabajo. Los pequeños propietarios salían adelante practicando una agricultura de subsistencia, sobreviviendo a veces a duras penas. Las familias de un pueblo pobre del sur de Francia se vieron obligadas a hacer una sola comida al día, consistente sólo en castañas, aceitunas, rábanos y las pocas verduras del huerto que eran incapaces de vender. Los agricultores dirigían su cólera contra cualquiera al que consideraran que debían echar la culpa de su situación —el estado, los burócratas, la gente de la ciudad, los explotadores financieros, los extranjeros, los judíos— y, como cabría esperar, el malestar aumentó en la Francia rural y en muchos otros lugares de Europa, alimentando el radicalismo de la extrema derecha.
En las regiones industriales la destrucción de la economía era incluso más evidente. La producción de Austria disminuyó un 39% entre 1929 y 1932, mientras que el nivel de desempleo casi se dobló. En Polonia la producción industrial había caído en 1932 un 30% respecto a la de 1929, mientras que el desempleo se había doblado. La economía más grande de la Europa continental, esto es la alemana, vio reducirse su producción casi a la mitad entre 1929 y 1932. Al tiempo que las fábricas y los talleres cerraban sus puertas, millones de personas eran echadas del trabajo. Los niveles de desempleo se dispararon como un cohete. A finales de 1932 más de una quinta parte de los empleados de Gran Bretaña, Suecia y Bélgica estaban sin trabajo. En Alemania casi una tercera parte de la mano de obra estaba sin empleo (6 millones de personas según cifras oficiales). Si a eso le añadimos los trabajadores a tiempo parcial y el desempleo oculto, la cifra aumenta a los más de 8 millones de personas, lo que significa que cerca de la mitad de la población trabajadora del país estaba total o parcialmente desempleada. Las cifras, por inequívocamente espantosas que sean, enmascaran la realidad de la miseria y el sufrimiento humano.
Los parados se veían obligados a vivir del subsidio de desempleo, por pequeño que fuera, que recibieran de unos sistemas públicos abrumados por la magnitud de las cifras. El gobierno británico recortó las ayudas al desempleo un 10% en 1931. En cualquier caso, muchos de los parados de larga duración no tenían derecho a subsidio alguno y tenían que vivir de la beneficencia, que se cobraba sólo después de superar una «Prueba de Haberes», tan estricta como odiosa, para valorar los ingresos de la persona. Como se decía por entonces, la Prueba de Ingresos sólo podía tener como consecuencia hacer a los pobres más pobres, pues reducía el subsidio de desempleo concedido a un solo miembro de la familia, si los demás miembros estaban trabajando. Como consecuencia, el padre sin trabajo de una familia de cuatro personas de Wigan vio su ayuda de beneficencia por desempleo reducida de 23 a 10 chelines a la semana porque sus dos hijos ganaban entre los dos 31 chelines. Una familia de Blackburn, en la zona textil terriblemente deprimida de Lancashire, donde las fábricas de algodón habían despedido temporalmente a la mayor parte de sus empleados, subsistía en 1932 sólo con el subsidio de desempleo de uno solo de sus miembros. Cuando rechazó un empleo en Cornualles, a más de 400 kilómetros de distancia, el individuo en cuestión fue privado categóricamente del subsidio de paro, y de paso toda la familia se quedó sin la única fuente de ingresos de la que disponía. No es de extrañar que los recuerdos de la odiosa Prueba de Haberes arrojaran una ominosa sombra sobre la política social en Gran Bretaña durante todo el resto del siglo XX y aun después.
Se trataba de una pobreza desgarradora, que destrozaba la vida familiar, dejando tras de sí la más absoluta desesperación. A comienzos de 1936 George Orwell, uno de los escritores ingleses y comentaristas sociales más influyentes de la época, pasó una temporada en Wigan, en el noroeste de Inglaterra, para conocer de primera mano las condiciones de vida en un área industrial deprimida[2].
Cuando abandonó Wigan unas semanas después «a través del monstruoso escenario de montones de escoria, chimeneas, chatarra acumulada, canales enlodados, senderos de barro mezclado con carbonilla surcados por huellas de chanclos», divisó «el típico rostro exhausto de la chica de suburbio que tiene veinticinco años y representa cuarenta como consecuencia de los abortos y el trabajo pesado; en él se retrataba, durante los pocos segundos que pude verla, la expresión más desolada y desamparada que he visto en mi vida». Un año o dos antes Orwell había decidido dar testimonio de la extrema pobreza de París. «Descubre uno lo que es pasar hambre. Con un poco de pan y margarina en el estómago, puede uno salir y mirar los escaparates de las tiendas… Descubre uno el aburrimiento que es inseparable de la pobreza; los momentos en los que al no tener nada que hacer y estando mal alimentado, no puede uno interesarse por nada».
En 1932, de los desempleados alemanes sólo el 15% percibía el subsidio completo, a pesar de ser escaso. Otro 25% cobraba ayudas de emergencia, un 40% dependía de la beneficencia y el 20% restante no cobraba nada. «Toda la nación está sumida en la miseria; la intervención oficial es inútil; la gente vive en un verdadero infierno de mezquindad, opresión y enfermedad». Así es como describía la situación un observador, que viajó por algunas zonas marcadas por su extrema pobreza. En Berlín y en otras ciudades grandes y pequeñas millares de gentes sin techo se encaminaban cada día durante los meses de invierno a los grandes albergues improvisados, creados para proporcionar calor, alimentos básicos y un refugio en el que pasar la noche. Los efectos eran desoladores para familias enteras. «Mi padre lleva parado más de tres años», escribía en diciembre de 1932 una muchacha alemana de catorce años. «Solíamos creer que algún día volvería a encontrar trabajo, pero ahora hasta los pequeños hemos perdido las esperanzas».
La apatía, la resignación y una profunda sensación de desesperación causada por el largo tiempo sin encontrar empleo quedaban patentes en un estudio sociológico clásico llevado a cabo en la localidad austríaca de Marienthal, a unos 40 kilómetros al sur de Viena, donde tres cuartas partes de la población sufría las consecuencias del cierre de la fábrica textil, la única gran empresa existente en el pueblo. «Se ha quedado sin esperanzas y vive exclusivamente el día a día, sin saber por qué», era la evaluación que hacían los autores del estudio de un trabajador sin empleo sumido en la pobreza, de treinta y tantos años, con esposa y dos hijos mal alimentados a su cargo. «La gente ha perdido la voluntad de resistir».
Los efectos sobre la vida familiar eran a menudo desastrosos, como ponía de manifiesto un informe sobre las condiciones reinantes en Polonia. «El hacinamiento de varias personas en una sola habitación en la que pronto no quedan muebles suficientes para que puedan sentarse o acostarse, y en la que cada vez hay menos comida que repartir, y el ambiente se vuelve más y más desesperado y deprimente… todo esto no puede más que conducir a constantes peleas… la disolución de la vida familiar se ve acelerada y queda abierto el camino a una vida de vagabundeo y prostitución». Un indicador extremo de la miseria reinante en Polonia fue el notable aumento de los suicidios provocado por el desempleo.
Los que sufrieron las peores consecuencias fueron los trabajadores de la industria pesada: minas de carbón, siderurgia y los sectores relacionados con ella, como, por ejemplo, la construcción naval. Las zonas dedicadas al textil (como Marienthal), donde la industria principal llevaba largo tiempo en decadencia, se vieron también devastadas. Pero el impacto de la Depresión fue muy variado. En Alemania el desempleo se cuadruplicó entre 1928 y 1932. En la región predominantemente agrícola de Prusia Oriental se duplicó (aunque la situación de la economía rural significara en cualquier caso miseria generalizada). En la zona industrial de Sajonia, en cambio, el desempleo se multiplicó por siete o más. En Gran Bretaña el desempleo era en 1932 dos veces superior por término medio en el norte que en Londres. Pero esos promedios ocultaban en sí grandes divergencias. En Bishop Auckland y en Jarrow, en el nordeste del país, más de uno de cada dos trabajadores estaba en el paro. «Fuéramos donde fuéramos había hombres yendo de un lado a otro; no decenas, sino centenares y millares de ellos», observaba asombrado J. B. Priestley en su Viaje inglés en el otoño de 1933. En Merthyr Tydfil, en la región industrial de Gales del Sur, más de dos tercios de los trabajadores estaban sin empleo. Pero en St Albans, al norte de Londres, el desempleo afectaba sólo al 3,9% de la población trabajadora.
No obstante, hubo también zonas en las que se produjo un notable crecimiento en medio de una depresión tan profunda. La relativa prosperidad de la mitad sur del Reino Unido atrajo a un lento movimiento de población procedente de las partes más deprimidas del país en busca de trabajo, con un incremento de la demanda que repercutiría en un mayor crecimiento. La industria de la construcción floreció para satisfacer la demanda de nuevas casas, escuelas, tiendas, cines y otras instalaciones. La construcción generó otras áreas de crecimiento. La industria eléctrica, centrada principalmente en el sur de Inglaterra, continuó creciendo al tiempo que se generalizaba el uso de los electrodomésticos. El aumento del consumo de electricidad, que se multiplicó casi por diez, entre las dos guerras creó la demanda de aparatos eléctricos incluso durante la Depresión. Aumentó también el número de personas, sobre todo de clase alta y de clase media, que podían permitirse un coche. El mercado de los vehículos de motor continuó expandiéndose a pesar de la crisis, y la zona de los Midlands, donde estaba situada buena parte de las fábricas de automóviles británicos, se libró de lo peor de la desolación económica que afectó al norte de Inglaterra, a Gales y a Escocia, sedes de las antiguas industrias. En consecuencia, se ensanchó todavía más el abismo económico entre el norte y el sur. Lo mismo sucedió con la división entre empleados y desempleados. El desempleo masivo de las regiones más afectadas les parecía un problema muy distante a las numerosas familias de clase media de las regiones más prósperas del sur. Los que trabajaban en las industrias en expansión, y los consumidores con ingresos suficientes para sacar provecho de sus productos fueron naturalmente los más afortunados.
La crisis económica agudizó muchísimo los motivos de cólera y de resentimiento ya existentes, y profundizó asimismo la preocupación y la angustia por el futuro. Hizo a las sociedades más mezquinas y menos tolerantes. Un indicador, en medio del desempleo masivo, fue el aumento de los prejuicios contra las mujeres con trabajo que ocupaban «empleos de hombre». Las parejas «con doble sueldo» (Doppelverdiener), en las que trabajaban el marido y la mujer, se hicieron acreedoras de una gran infamia en Alemania cuando el desempleo se hizo más doloroso. También en Francia la Depresión intensificó los prejuicios contra la mujer. Se consideraba que el sitio que les correspondía era el hogar, permanecer en la granja, haciendo de esposas y madres, a lo sumo realizando «trabajos de mujer», en el campo de la asistencia social o la sanidad. Cuando la Depresión se agudizó, la mujeres fueron obligadas a abandonar muchos puestos de trabajo, vieron cómo se les cerraban las perspectivas de hacer carrera, empezaron a no ser bien vistas en la universidad, y tuvieron que hacer frente a la discriminación prácticamente a todos los niveles (empezando por la política francesa, que les negó el derecho al voto hasta 1944). En los sectores en los que las mujeres podían encontrar empleo —por ejemplo como dependientas de comercio, como secretarias o en otros trabajos de oficina— era natural que sus salarios fueran automáticamente inferiores a los de sus colegas de sexo masculino de su misma categoría. Sólo los países escandinavos dejaron de seguir la tendencia general habitual en Europa hacia una mayor discriminación del empleo femenino: Suecia llegó incluso de hecho (en 1939) a decretar por ley que el matrimonio no fuera en adelante un obstáculo para el trabajo.
La senda tomada de modo excepcional por los países escandinavos en lo concerniente al trabajo de la mujer tenía que ver con su mayor amplitud de miras en materia de política de bienestar y demográfica. Pero también allí la preocupación por la disminución de la población y por lo que se consideraba la consecuencia irremediable del deterioro de la calidad de la población, encajaría con otras corrientes de pensamiento más generales existentes en Europa, que se vieron favorecidas por el clima de crisis económica. La preocupación por la decadencia de la población —auténtico lugar común en la mayoría de los países europeos después de la guerra, y particularmente aguda en Francia y en Alemania— provocó una reacción en contra de los anticonceptivos, que habían sido promovidos cada vez más durante los años veinte. La tendencia reaccionaria se generalizó, encontró un gran apoyo popular y fue respaldada con especial fuerza en los países católicos debido a la incesante y vehemente oposición de la Iglesia al control de natalidad. El aborto había sido ya ilegalizado en casi toda Europa, pero también en este campo las actitudes se endurecieron. Gran Bretaña, por ejemplo, convirtió el aborto en delito en 1929. Cualquier persona condenada por «intento de acabar con la vida de una criatura capaz de nacer viva» (entendiendo como tal un embarazo de veintiocho semanas o más) debía ser condenada a trabajos forzados de por vida. Aun así, cientos de miles de mujeres en Gran Bretaña y en todos los demás países de Europa, tanto casadas como solteras, siguieron abortando, arriesgándose no sólo a ser castigadas por la ley, sino a sufrir lesiones graves e incluso la muerte sometiéndose a operaciones ilegales.
Durante los años veinte, cuando la botánica inglesa Marie Stopes había promovido el control de natalidad, lo había hecho en el contexto de las medidas que debían adoptarse para mejorar la calidad de la población. Las cuestiones relacionadas con la herencia, la genética, la decadencia de la estirpe racial y la necesidad acuciante de producir especies superiores, se habían convertido en una obsesión entre los intelectuales europeos desde que acabó la guerra. La eugenesia y su equivalente de resonancias más ominosas, la «higiene racial» —la esterilización de los «defectuosos» y la mejora de la «eficacia nacional» mediante la mejora racial— ganaron adeptos cuando la crisis acarreada por la Depresión intensificó las dudas en torno a la «salud de la nación». El coste de la búsqueda de miembros «improductivos» de la sociedad se había agudizado cuando los gobiernos tuvieron que apretarse el cinturón durante la crisis. En Gran Bretaña, entre los partidarios del movimiento eugenésico no sólo hubo científicos eminentes, psicólogos y médicos, sino también intelectuales destacados, como el economista John Maynard Keynes o el dramaturgo George Bernard Shaw. Poco antes de la publicación en 1932 de su novela Un mundo feliz (distopía que describe una sociedad cuya estabilidad se basa en la manipulación biológica y el condicionamiento mental para obtener la máxima utilidad social y económica), Aldous Huxley hablaba de la eugenesia como medio de control político, indicando su propia aprobación de las medidas encaminadas a impedir «el rápido deterioro… de toda la raza europea occidental». Algunos de los partidarios más extremos de la eugenesia, convencidos de que la «raza» británica tenía que hacer frente a una degeneración inevitable y a la extinción final de su calidad biológica si no se introducían medidas drásticas de limpieza étnica, contemplaban incluso el exterminio indoloro de los «indeseables» o, a falta de eso, su esterilización obligatoria. Aunque tales ideas quedaran confinadas a una minoría de cultivadores de la eugenesia y no pasaran de ahí en Gran Bretaña, ponen de manifiesto en qué dirección soplaban los vientos durante la Depresión incluso en una democracia.
En Alemania se presentaron en 1932 borradores de propuestas de esterilización voluntaria de aquellos que padecieran defectos hereditarios con el apoyo de algunos médicos eminentes, antes incluso de que los nazis se hicieran con el poder. El gobierno de Hitler no tardó en ir mucho más allá. Pero podía tener la seguridad de contar con un gran apoyo popular para su ley de 14 de julio de 1933, por la que se introducía la esterilización forzosa para una gran variedad de enfermedades hereditarias, deformaciones físicas graves y alcoholismo crónico, y que a lo largo de los años siguientes produciría alrededor de 400 000 víctimas. (Las «cámaras letales» para exterminar a los enfermos mentales tendrían que esperar en Alemania otros seis años). La esterilización forzosa, sin embargo, no se confinó a la acción de una dictadura inhumana. Todos los países democráticos de Escandinavia aprobaron en 1934 leyes que contaron con un respaldo público generalizado y que provocaron decenas de millares de víctimas. La esterilización legal tampoco quedó confinada al «continente negro» de Europa. Poco antes de que comenzara la segunda guerra mundial, unos 42 000 ciudadanos de treinta estados norteamericanos habían sido esterilizados, en su mayoría de manera forzosa, por motivos de «debilidad mental» o «locura». En toda Europa (y en el mundo occidental en general) la intervención del estado en las vidas de los ciudadanos empezó a resultar aceptable en formas que habrían resultado inconcebibles antes de 1914.
El desastroso empeoramiento de la situación económica radicalizó en toda Europa no sólo el pensamiento social, sino también la actividad política. A medida que fueron agudizándose las tensiones de clase, la política se polarizó. La izquierda, dividida en la mayor parte de los países en dos grupos mutuamente antagónicos —los partidos socialistas más moderados y los comunistas, alineados con Moscú—, intentó, habitualmente en vano, eludir los recortes drásticos en los niveles de vida de la clase obrera. La combatividad de la izquierda fue también en no pequeña medida una respuesta a los peligros de la creciente oleada de movimientos antisocialistas extremos de derechas. Prácticamente en todos los países fuera de la Unión Soviética, la Depresión trajo consigo una marea de apoyo hacia movimientos fascistas que tenían por objetivo acabar con las izquierdas y llevar a cabo un reordenamiento de la sociedad por medio de una unidad nacional prefabricada y forzosa. Cuanto más general fuera la crisis, más probable era que la extrema derecha pudiera movilizar a grandes sectores de la población. Donde más generalizada fue la crisis fue en Alemania; y, como cabría imaginar, la reacción allí fue más extrema que en cualquier otro lugar de Europa.
La economía más desastrosamente afectada de Europa fue la más importante del continente. Alemania era un país con una democracia frágil, que sentía que su cultura se hallaba amenazada, que estaba a todas luces dividido ideológica y políticamente, y que seguía teniendo las profundas cicatrices dejadas por la guerra. Cuando la economía se hundió, la miseria social se intensificó y el gobierno democrático implosionó en medio de una violencia y una polarización política cada vez mayores, la democracia, ya acorralada en el momento de hacer frente a la crisis, era demasiado débil para sobrevivir. Se hizo así inevitable el giro hacia un régimen autoritario. Algunas democracias europeas ya habían sucumbido. Otras no tardarían en hacerlo. Pero el caso de Alemania fue con diferencia el más trascendental entre todas ellas. No sólo sus dimensiones, su poderosa base industrial (aunque severamente dañada por la crisis) y su posición geográfica central dentro de Europa, sino también sus grandes ambiciones de revisar los acuerdos territoriales del Tratado de Versalles, hacían de Alemania un caso excepcional, y la convertían en una amenaza potencial para la paz europea si un gobierno autoritario adoptaba una política exterior de firmeza.
Cuando la Gran Depresión se agudizó, el edificio social se resquebrajó y el abismo ideológico se convirtió en una verdadera sima. Se intensificó enormemente la sensación de que una nación otrora grande se hallaba ahora sumida en la crisis, de que su propia existencia estaba en peligro, de que había sido humillada, desamparada y totalmente dividida. Sometidas a semejantes presiones, las estructuras de la democracia parlamentaria cedieron. El espacio político reventó. Y al hacerlo, a juicio de un número cada vez mayor de alemanes, una sola fuerza política ofrecía una esperanza de salvación nacional: el partido nazi de Hitler.
El resultado sería la toma del poder por Hitler el 30 de enero de 1933, fecha que se convertiría en un desastroso punto de inflexión en la historia de Europa. De todas las formas en las que la Depresión vino a remodelar la política y la sociedad europeas, el caso de Alemania fue el más funesto; y no sólo para el pueblo alemán, sino para todo el continente europeo y, en último término, para gran parte del mundo.
El peor resultado posible
La crisis de Alemania no fue sólo económica, ni siquiera fue principalmente económica, sino que supuso una crisis total del estado y de la sociedad. La grave calamidad económica que se abatió sobre Estados Unidos no dio lugar en Norteamérica a una crisis del estado. Un deterioro económico menos grave, pero igualmente severo en grado sumo, produjo en Gran Bretaña un notable fortalecimiento de la minoría dirigente conservadora. Tanto en Norteamérica como en Inglaterra las elites dominantes veían sus intereses satisfechos por el sistema político vigente, mientras que la inmensa mayoría de la población apoyaba las estructuras de gobierno existentes y los valores que las sustentaban. En Francia, donde el consenso era menos firme, el estado experimentó más bien una especie de sacudida, pero supo capear el temporal. La crisis económica de Suecia reforzó de hecho la base socialdemócrata del estado.
En Alemania, en cambio, la Depresión abrió por completo las enconadas heridas que habían sido vendadas y curadas sólo superficialmente después de 1918. El somero nivel de aceptación de la democracia entre la elite política, económica y militar quedó ahora expuesto a la vista de todos. Y entre las masas la fe en una democracia que, a ojos de una mayoría cada vez mayor, era la responsable de la penosa situación en la que se encontraba el país fue marchitándose más y más a medida que la Depresión se agravaba. Socavada por las elites y enfrentada a un apoyo popular en rápido retroceso, la democracia alemana llevaba en realidad sometida a respiración asistida desde 1930. Cuando la política se polarizó y los extremos empezaron a sacar provecho de ello, Hitler resultó en último término el gran beneficiado.
Heinrich Brüning, canciller del Reich durante los peores momentos de la crisis económica, había cifrado toda su estrategia política en la eliminación de las indemnizaciones y reparaciones de guerra mediante la demostración de que Alemania, arruinada por una Depresión en constante agravamiento, era incapaz de pagarlas. La intensificación de la miseria social en el ámbito interior era, a su juicio, el precio que había que pagar para liberar a Alemania de la carga del pago de las indemnizaciones. En junio de 1931 había tenido su objetivo al alcance de la mano cuando el presidente norteamericano, Herbert Hoover, frente a la fuerte oposición de Francia, logró aprobar una moratoria de un año al pago de las indemnizaciones de guerra de Alemania. A finales de año una comisión creada según los términos del Plan Young para determinar la capacidad que tenía Alemania de hacer efectivos los pagos, llegó a la conclusión de que no sería capaz de cumplir sus compromisos una vez que expirara la moratoria. La comisión propuso la cancelación de los pagos de las indemnizaciones y reparaciones alemanas, así como la supresión de las deudas de guerra interaliadas. En una conferencia celebrada en Lausana el verano siguiente, la propuesta fue aprobada. Alemania se avino a pagar un pequeño último plazo (que a la hora de la verdad no fue abonado nunca). Con eso, las indemnizaciones y reparaciones de guerra, que desde 1919 habían constituido una especie de rueda de molino más política que verdaderamente económica atada al cuello de Alemania, fueron canceladas. Brüning, sin embargo, ya no estaba en condiciones de aprovechar la oportunidad y su crédito se había agotado. Había perdido la confianza del presidente del Reich, Hindenburg, que lo había destituido como canciller justo antes de que diera comienzo la conferencia de Lausana. Brüning había venido muy bien a Hindenburg para sus planes, y ahora ya no era necesario.
Con el fin de las indemnizaciones y reparaciones de guerra, los revisionistas podrían empezar a pensar de manera más realista en quitarse los grilletes de Versalles, el ejército en reconstruir su fuerza, y las elites antidemocráticas en un régimen autoritario más firme. Hindenburg se quitó la careta y empezó a mostrar su verdadero carácter. El gobierno alemán giró más a la derecha cuando en rápida sucesión ocuparon la cancillería primero Franz von Papen (junio-noviembre de 1932) y luego el general Kurt von Schleicher (diciembre de 1932-enero de 1933). Pero al carecer del apoyo de las masas, ni uno ni otro lograron llegar ni de lejos a resolver la crisis en rápido deterioro no sólo de la economía, sino también del estado alemán en general. Su problema era que cualquier solución necesitaba a Hitler.
La fragmentación cada vez mayor del sistema político alemán entre 1930 y 1933 creó un vacío enorme que vinieron a llenar los nazis. Cuando el sistema de estado vigente perdió casi todo el apoyo popular, una ola gigantesca de desafección arrojó a los votantes a los brazos del movimiento de Hitler. El propio Hitler se convirtió cada vez más en el imán que atraía la cólera y los temores de las masas. La maquinaria propagandística que se ocultaba tras él logró fabricar una imagen que personificaba no sólo la furia popular por la situación en que se hallaba el país en aquellos momentos, sino también las esperanzas y los sueños de un futuro mejor. La gente proyectó en Hitler sus propias creencias, sus deseos y aspiraciones. Y las incorporó a una visión de renacimiento nacional completo.
No todos ni mucho menos se sentían atraídos por él. La izquierda siguió obteniendo más del 30% de los votos hasta 1933. Otro 15% fiel de electores se decantó por los dos partidos católicos. Pero el profundo rencor que separaba al partido socialdemócrata y al comunista (este último una organización casi en su totalidad de parados) impedía la formación de cualquier frente unido que se opusiera a los nazis. Esta funesta división contribuyó a que se produjera la inminente catástrofe que se cernía sobre la izquierda alemana. Pero no fue la división la que la causó. Los partidos de izquierdas no tuvieron acceso al poder. El principal problema radicaba no en la izquierda, sino en la derecha. La autoridad del gobierno se desmoronaba a ojos vistas y los desórdenes públicos se generalizaron. Los choques violentos entre las organizaciones paramilitares nazis y comunistas se multiplicaron. El pánico por el creciente apoyo del partido comunista (en gran medida a expensas de los socialdemócratas) y las perspectivas de todo punto exageradas de una revolución bolchevique se apoderó de la clase media. Los partidos «burgueses» de centro y de derechas se hundieron, como cabía esperar, junto con más de treinta pequeños partidos regionales o de intereses delimitados (cuya proliferación se veía facilitada por el sistema electoral de representación proporcional sin restricciones existente). Y los nazis absorbieron el grueso de los apoyos en franco retroceso con los que habían contado esas formaciones.
La agitación nazi atizó el fuego de la cólera y el odio más primitivos, basados en resentimientos y prejuicios absurdos. Los llamamientos que hacía, sin embargo, no eran sólo en sentido negativo. La propaganda nazi supo conjugar la demonización de los enemigos políticos y raciales con un llamamiento emocional vagamente expresado, pero extraordinariamente poderoso, a la regeneración y la unidad nacionales. Invocaba la unidad nacional que había existido (aunque por un breve momento) en 1914, y la «comunidad de trinchera» de los soldados del frente durante la guerra, con la finalidad, decía, de crear una «comunidad popular» de la gente de etnia alemana que trascendiera todas las divisiones internas. Se trataba de un simbolismo eficaz.
Un oficinista de dieciocho años, que ingresó en el partido nazi en 1929 después de asistir a los mítines de otras formaciones, expresaba a su manera la atracción sentida tras ser enardecido por las emocionantes alocuciones de un orador nazi:
Me vi arrastrado no sólo por su apasionado discurso, sino también por su sincero compromiso con el pueblo alemán en su conjunto, cuya mayor desgracia era estar dividido en tantos partidos y clases. ¡Por fin una propuesta práctica de renovación del pueblo! ¡Acabemos con los partidos! ¡Fuera las clases! ¡La comunidad del verdadero pueblo! Ésos eran los objetivos a los que podía entregarme sin reservas. Esa misma noche me quedó claro dónde estaba mi puesto: en el nuevo movimiento. Sólo él ofrecía una esperanza de salvar a la patria alemana.
Cientos de miles de individuos como él, independientemente de cuáles fueran sus motivos personales, entraron en tropel en el movimiento nazi entre 1930 y 1933. Antes de que Hitler ascendiera al poder, los militantes del partido eran casi 850 000, y más de cuatro quintas partes de ellos habían ingresado después del inicio de la Depresión. Sólo la sección de tropas de asalto (la Sturmabteilung o SA) contaba con alrededor de 400 000 miembros, muchos de los cuales no militaban en realidad en el partido nazi.
Los votantes no buscaban en su mayoría un programa coherente, ni una serie de reformas limitadas del gobierno. El partido de Hitler les resultaba atractivo porque prometía un comienzo radicalmente nuevo mediante la eliminación total del viejo sistema. Los nazis no pretendían corregir lo que presentaban como un sistema moribundo o podrido; afirmaban que iban a erradicarlo y a construir una Alemania nueva a partir de sus ruinas. No proponían derrotar a sus adversarios; amenazaban con destruirlos por completo. El mensaje resultaba atractivo precisamente por su radicalismo. Los alemanes respetables de clase media, que habían mamado las expectativas de «paz y orden» con la leche de su madre, estaban ahora dispuestos a tolerar la violencia nazi siempre y cuando fuera dirigida contra los odiados socialistas y comunistas, o contra los judíos (considerados en general, y no sólo por los nazis más fervorosos, demasiado poderosos y una fuerza maléfica dentro de Alemania). La clase media veía en la violencia una consecuencia colateral de un objetivo absolutamente positivo: la causa de la renovación nacional. El hecho de que el llamamiento a una idea de unidad nacional para superar las divisiones internas comportara intolerancia y violencia no constituía un elemento disuasorio. Cuando Hitler hizo de la intolerancia una virtud, afirmando en un discurso de 1932: «Somos intolerantes, sí. Tengo un solo objetivo: acabar con los treinta partidos que hay en Alemania», se desató un clamor de aprobación entre la gigantesca multitud de 40 000 asistentes al mitin.
La vaga amalgama de fobias y abuso de eslóganes nacionalistas que se escondía tras aquella retórica violenta permitió a muchos críticos repudiar el nazismo por considerarlo un mero movimiento de protesta incoherente que se vendría abajo en cuanto mejorara la situación o si se veía obligado a asumir un papel de responsabilidad en el gobierno. Los nazis eran efectivamente un enorme movimiento de protesta difícil de manejar y que estaba fragmentado en múltiples facciones, desde luego. Pero en ellos había bastante más que simple protesta y propaganda. Sus líderes y, por encima de todos los demás, Hitler no eran sólo demagogos y propagandistas de talento, sino también ideólogos resueltos, comprometidos e inequívocamente despiadados.
Hitler no había ocultado ni mucho menos sus objetivos. Su libro, Mein Kampf, escrito entre 1924 y 1926 (compuso la primera parte mientras estaba preso en la cárcel de Landsberg), había revelado públicamente en los términos más claros imaginables su paranoia antisemita y su teoría de que el futuro de Alemania sólo podía garantizarse mediante la obtención de tierras a expensas de la Unión Soviética. Pocos, fuera de los adeptos del nazismo, se habían fijado demasiado en lo que parecía la disparatada distopía de un golpista frustrado situado en los márgenes de la política.
Tampoco su ideología personal desempeñó un papel demasiado grande a la hora de ganar a las masas para el nazismo a comienzos de los años treinta. El antisemitismo, tan fundamental en el pensamiento de Hitler, ocupó en realidad un lugar menos destacado en la propaganda nazi a comienzos de los años treinta, cuando los votantes siguieron en manada la bandera del nazismo, del que ocupara a comienzos de los veinte, cuando eran relativamente pocos los que se habían pasado a él. Los judíos sirvieron desde luego como chivo expiatorio de todos los males de Alemania en general. Pero lo que atrajo a los votantes en el momento de la Gran Depresión fue la promesa del fin de la miseria que, a su juicio, había creado la democracia de Weimar, la destrucción de los responsables de la lamentable situación de Alemania y la creación de un nuevo orden social basado en una «comunidad popular» nacional que construyera el poder, el orgullo y la prosperidad de la Alemania del futuro. La propaganda engalanó la imagen de Hitler como el único hombre capaz de lograr este objetivo, como «la esperanza de millones de personas», según decía el eslogan de las elecciones de 1932. Era la encarnación de la ideología del partido y de los anhelos populares de salvación nacional.
El excepcional talento demagógico de Hitler, unido a su certidumbre ideológica (aunque también a su flexibilidad táctica), le había permitido consolidar su poder supremo dentro del movimiento nazi. Su visión ideológica era lo suficientemente amplia como para dar cabida a las diversas corrientes de pensamiento derechista o de interés potencialmente disgregadoras que cualquiera de los líderes subordinados a él, cada uno de ellos ligado a un fetiche en concreto, pudiera proponer apasionadamente (aunque no fueran factibles). Por ejemplo, los que querían hacer hincapié en ganarse a los trabajadores a través del la rama «nacional» del socialismo, o los que pretendían subrayar el concepto de Blut und Boden («sangre y suelo») para conseguir el apoyo del campesinado, vieron sus objetivos pragmáticos específicos incorporados en un llamamiento nebuloso, pero sumamente potente a la unidad nacional, mientras que determinados motivos de queja social podían ser desplazados a la retórica antijudía. De este modo el caudillo, el Führer, se convirtió en la encarnación de la «idea». Y el culto al líder erigido en torno a Hitler constituía una barrera frente a cualquier tendencia intrínseca —habitual en todos los movimientos fascistas— a la fragmentación en facciones enfrentadas, como había sido a todas luces el caso en el primitivo partido nazi.
Durante los años de la Depresión, el partido nazi consiguió socavar cada vez más los restos vacilantes de la democracia de Weimar. En 1932, sólo más o menos la quinta parte del electorado que seguía apoyando a los socialdemócratas, junto con los pocos liberales que quedaban y algunos adeptos del Partido del Centro católico, deseaban mantener el sistema democrático. La democracia estaba muerta. Respecto a qué era lo que debía sustituirla, las opiniones diferían unas de otras considerablemente. Unas tres cuartas partes de los alemanes querían algún tipo de gobierno autoritario, pero había diversas posibilidades. Algunas de esas variantes eran la dictadura del proletariado, una dictadura militar, o la dictadura de Hitler. A pesar de su incesante clamor y su incansable labor de agitación, en el verano de 1932 los nazis habían alcanzado el límite de sus posibilidades de éxito en unas elecciones libres: poco más de un tercio del apoyo de los votantes. Y cuando en agosto de 1932 Hitler exigió ser nombrado jefe del gobierno (justo cuando su partido nazi se había convertido fácilmente en el partido más numeroso del Reichstag con el 37,4% del electorado a sus espaldas), su reclamación fue rechazada firmemente por el presidente del Reich, Hindenburg. La modalidad de autoritarismo que éste quería —una especie de vuelta al sistema de la Alemania imperial— no contemplaba a Hitler en la cancillería. Al cabo de cinco meses, sin embargo, Hindenburg había cambiado de opinión: justo en el momento en el que el voto nazi empezaba a decaer, no a subir.
Cuando finalmente Hitler fue nombrado canciller el 30 de enero de 1933, fue después de sufrir una derrota electoral. En las elecciones de noviembre de 1932 los nazis perdieron en realidad votos por primera vez desde que comenzara su ascensión en 1929. Daba la impresión de que su burbuja había estallado en medio de una crisis interna de liderazgo del partido. Aquellos comicios —las segundas elecciones al Reichstag de 1932, tras unas elecciones presidenciales a dos vueltas y varias elecciones regionales— habían venido motivados por la continuidad y el agravamiento de la crisis del estado. El incremento de la violencia en las ciudades alemanas, expresada en choques entre los nazis y los comunistas, dio paso a un temor muy real a que el país acabara deslizándose hacia la guerra civil. El ejército temía verse envuelto en todo aquello. Los sucesivos gobiernos de la derecha conservadora habían sido demasiado débiles como para ofrecer una solución. Se había llegado a un callejón sin salida. Las elites conservadoras nacionales eran incapaces de gobernar sin conseguir el apoyo de las masas que controlaban los nazis. Pero éstos no estaban dispuestos a entrar en el gobierno a menos que Hitler fuera nombrado canciller. Las maquinaciones entre bastidores llevadas a cabo por aquellos a los que prestaba oído el presidente del Reich desbloquearon la situación, convenciendo a Hindenburg de que la única salida era entregar a Hitler la cancillería, pero mantenerlo a raya con un gabinete formado predominantemente por ministros conservadores. Ése fue el trato que finalmente dio a Hitler el poder que quería.
Y supo cómo utilizarlo. Mussolini había necesitado tres años para establecer un control absoluto sobre el estado italiano. Hitler estableció su dominio total sobre Alemania en el plazo de seis meses. El método principal fue el empleo del terror sin paliativos contra sus adversarios, junto con fuertes presiones para hacerlos acatar el nuevo régimen. Decenas de millares de comunistas y socialistas —sólo en Prusia 25 000— fueron detenidos durante las primeras semanas del gobierno de Hitler, metidos en cárceles y campos de internamiento improvisados y maltratados de forma ignominiosa. Los decretos de emergencia legitimaron un poder policial sin restricciones. El 23 de marzo, en medio de un ambiente amenazador, el Reichstag aprobó una Ley de Autorización en virtud de la cual se liberaba al gobierno de cualquier posible restricción parlamentaria. La sociedad alemana, en parte atemorizada e intimidada, y en parte llena de entusiasmo, se mostró de acuerdo con la medida. Nuevos militantes corrieron en tropel a inscribirse en el partido nazi y los millares y millares de organizaciones, clubs y asociaciones sociales y culturales que existían a escala nacional, regional y local se nazificaron rápidamente. Aparte del 30% aproximadamente de alemanes que habían prestado apoyo a las izquierdas (y por supuesto la pequeña minoría judía, un mero 0,76% de la población, que ya había empezado a ser perseguida), había muchos que no habían votado al partido nazi, pero que podían encontrar cierto atractivo al menos en lo que pretendía ofrecer en el curso de lo que el partido llamaba el «alzamiento nacional». Los que no encontraban nada atractivo en el partido tuvieron la prudencia de guardarse sus opiniones para sí mismos. La intimidación fue el acompañamiento constante de aquella embriagadora atmósfera de renovación nacional.
La oposición potencial al régimen nazi que estaba organizada fue eliminada sistemáticamente. El desafío comunista fue aplastado sin piedad y el partido socialdemócrata —el movimiento de clase obrera más antiguo y numeroso de Europa— fue prohibido. Con su desaparición y con la liquidación forzosa del gigantesco movimiento sindical a comienzos de mayo, la democracia de Alemania —que había tenido una duración de apenas catorce años, aunque se basara en la dilatada existencia de los ideales democráticos— quedó prácticamente extinguida. Todo lo que quedó fueron los restos vacilantes que pervivieron en la temeraria oposición clandestina. Los partidos políticos «burgueses» y católicos fueron igualmente prohibidos o disueltos. El 14 de julio el partido nazi fue declarado oficialmente el único partido permisible según la ley.
Durante la primera parte de su régimen, Hitler tuvo que tener en cuenta no sólo a su gigantesco ejército de seguidores, sino también a los grandes pilares del establishment conservador, representado por la venerable figura de Hindenburg, el presidente del Reich. En una manifestación de unidad escenificada de modo espectacular el 21 de marzo (el «Día de Potsdam»), Hitler consiguió su apoyo ofreciendo una renovación nacional basada en los vínculos existentes entre la antigua y la nueva Alemania, enlazando simbólicamente el militarismo prusiano, que databa de los días de gloria de Federico el Grande, con una visión de futura grandeza nacional. Muchos de los que seguían abrigando dudas quedaron impresionados. Hitler daba ahora la sensación de ser un estadista, mucho más que en sus días de agitación demagógica. Iba camino de modificar su imagen de líder de partido para convertirla en la de un líder nacional de talla.
A comienzos de 1934 se suscitó una grave crisis en torno a las ambiciones de Ernst Röhm, el líder de las tropas de asalto (la SA), que pretendía radicalizar todavía más la revolución nazi y someter al ejército poniéndolo bajo el control del ala paramilitar del partido. La amenaza a la posición de las elites bien asentadas del estado era evidente. Hitler se vio obligado a actuar, y así lo hizo el 30 de junio de un modo brutal, autorizando la matanza de los líderes de las tropas de asalto en la «Noche de los Cuchillos Largos». Röhm y otros jefes de la SA fueron muertos a balazos. Otros individuos que en algún momento se hubieran cruzado en el camino de Hitler, incluido Gregor Strasser (considerado traidor por la oposición presentada en el otoño de 1932) y el anterior canciller del Reich, el general Kurt von Schleicher (del que se pensaba que seguía intrigando contra el régimen), también fueron asesinados. Se calcula que el número total de muertos fue de unas 120-150 personas.
De forma harto curiosa, la posición de Hitler se vio extraordinariamente reforzada por apadrinar aquel asesinato masivo «en defensa del estado». La gente corriente lo vio como a Hércules limpiando los establos de Augías de una presencia despótica y corrupta, una auténtica «úlcera» abierta en el propio estado. El ejército se sintió agradecido por aquella «acción de limpieza» que había eliminado una importante amenaza a su poder y había consolidado de paso su carácter indispensable para el estado. Y a los que hubieran podido pensar en plantear cualquier tipo de desafío a la dictadura de Hitler se les hizo una advertencia de lo más contundente, avisándoles de que el régimen estaba dispuesto a golpear incluso a sus súbditos más poderosos con una fuerza brutal. Hitler no tenía ya quien le tosiera. Cuando Hindenburg murió a primeros de agosto de 1934, el propio Hitler asumió la jefatura del estado. Con esta medida, quedó consolidado su poder absoluto en Alemania. El poder del estado y el poder del Führer eran uno y lo mismo.
La consolidación de la dictadura vino acompañada por una revitalización de la economía, y por los rápidos pasos dados hacia la reconstrucción de la fortaleza militar, en el preciso instante en el que las democracias occidentales, azotadas por la Gran Depresión, ponían de manifiesto sus propias debilidades y divisiones. Mientras que los países europeos luchaban por superar la crisis económica, la democracia se veía obligada en casi todas partes a ponerse a la defensiva, al tiempo que avanzaba el autoritarismo de un signo o de otro. Todo aquello creaba una situación muy preocupante para la paz en Europa.
Vías hacia la recuperación económica
En 1933 la Gran Depresión había tocado fondo en buena parte de Europa y podían atisbarse tímidamente los primeros leves indicios de recuperación, aunque eso sí de forma muy desigual. Para muchas de las zonas industriales más afectadas, aquella incipiente mejora —si es que la había— era apenas perceptible a simple vista. Y Francia se deslizaba hacia la Depresión justo cuando otras grandes economías de Europa habían empezado a remontar el vuelo. El verano de ese mismo año, el recién elegido presidente de los Estados Unidos de América, Franklin Delano Roosevelt, desactivó la Conferencia Económica Mundial que había pretendido estabilizar las divisas y poner fin a las guerras arancelarias. Aquél había sido el único intento de alcanzar un acuerdo internacional sobre medidas que contribuyeran a la recuperación. Como no podía ser de otra forma, Roosevelt dio absoluta prioridad a los intereses nacionales de Norteamérica estimulando la economía estadounidense. Inmediatamente devaluó el dólar frente a la libra esterlina. Este gesto marcó el modelo ya existente sobre la forma de abordar la crisis. Cada país tenía que encontrar su propio camino para salir de la Depresión. Y así lo hicieron todos, cada uno de una manera distinta y a un ritmo muy desigual. La incapacidad de llegar a un acuerdo sobre un sistema internacional de comercio contribuyó indudablemente a prolongarla. Las democracias, por su parte, se encaminaron hacia la recuperación a trompicones. John Maynard Keynes reconoció que la economía era «un desbarajuste terrible» incluso para los economistas profesionales. No es de extrañar que pocos líderes gubernamentales tuvieran una idea clara de hacia dónde iban.
En 1933, la economía de Gran Bretaña —la economía mundial más grande, fuera de la norteamericana— empezaba a salir de la Gran Depresión. Al año siguiente Inglaterra sería el primer país que sobrepasara sus niveles de producción industrial de 1929, aunque en gran medida semejante hazaña no fuera más que un reflejo de los bajos niveles de crecimiento de los años veinte. La caída del desempleo fue otro indicador de que lo peor ya había pasado. El desempleo cayó de los 3 a los 2,5 millones de personas durante 1933. Sin embargo, seguía situado a unos niveles obstinadamente altos, bajando lentamente sólo del 17,6% de la población trabajadora registrado en 1932 al 12-13% de 1935. En las regiones más deprimidas seguía estando por encima del 50%. Las «Marchas del Hambre» de miles de trabajadores desempleados procedentes de Escocia, Gales y el norte de Inglaterra, organizadas en 1932 con el respaldo del partido comunista, habían topado con la hostilidad del Gobierno de Concentración (National Government) de Ramsay MacDonald, y habían dado lugar a importantes disturbios y choques violentos con las fuerzas del orden. La policía había confiscado una solicitud bien fundamentada de abolición de la Prueba de Haberes para impedir que llegara al parlamento. En 1936 la marcha de unos 200 trabajadores desempleados agobiados por la pobreza, procedentes de los astilleros de Jarrow, en el nordeste de Inglaterra, hasta Londres, a casi 500 kilómetros de distancia, provocó mayores simpatías en la opinión pública. Pero el gobierno se negó a aceptar su petición, firmada por 11 000 habitantes de aquella localidad arruinada por la crisis, en la que solicitaban ayuda gubernamental.
El gobierno continuaba aferrado a la ortodoxia financiera, y lo único que perseguía eran unos presupuestos equilibrados. Las teorías que preconizaban combatir la Depresión con métodos heterodoxos de financiación del déficit todavía estaban en pañales. Keynes, que poco después del crack de Wall Street había pronosticado de manera bochornosa que la crisis no tendría consecuencias graves para Londres y había declarado que «vemos el panorama que se nos presenta en el futuro decididamente prometedor», todavía no había acabado su teoría económica contracíclica. Cuando dio comienzo la Depresión, el proyecto más ambicioso de economía planificada regalvanizada mediante la firma de créditos destinados a financiar el crecimiento provendría de Oswald Mosley, cuya indudable capacidad era tan grande como su ambición política, su impaciencia y su desarraigo. Mosley, que tenía antecedentes aristocráticos, había sido en otro tiempo conservador. Desengañado de los tories, había abandonado el partido a comienzos de los años veinte para convertirse en diputado independiente antes de unirse al partido laborista. Su postura en materia de política social y económica era claramente de izquierdas. Cuando sus ideas a favor de estimular la economía mediante la financiación del déficit fueron rechazadas de plano, encabezó una secesión del partido laborista y creó el Partido Nuevo. Y cuando su Partido Nuevo no consiguió ningún apoyo que valiera la pena en las elecciones generales de 1931, se pasó a la extrema derecha, expresó abiertamente su admiración por Mussolini, fundó la Unión Británica de Fascistas en 1932 y emprendió la senda que lo conduciría hacia el olvido político.
El Gobierno de Concentración, que había entrado en funciones durante la crisis financiera en el verano de 1931, incluía ministros de los tres grandes partidos, el laborista, el conservador y el liberal, en un gabinete reducido de sólo diez miembros. Muy pronto las figuras dominantes en él serían el anterior primer ministro conservador, Stanley Baldwin, y Neville Chamberlain, hijo del otrora destacado político liberal Joseph Chamberlain, y hermanastro de Austen Chamberlain, el secretario del Foreign Office que había contribuido a forjar el Tratado de Locarno en 1925. Pero Ramsay MacDonald, primer ministro del gobierno laborista entre 1929 y 1931, permaneció en el cargo, y Philip Snowden siguió inicialmente como Canciller del Exchequer. Al pasar a formar parte del Gobierno de Concentración, MacDonald y Snowden provocaron la escisión del partido laborista, que, en medio de una gran acritud y rumores de traición, los expulsó y los obligó a formar un nuevo partido, al que llamaron Partido Laborista Nacional.
Los presupuestos de emergencia de Snowden, motivados por las directrices de saneamiento de las finanzas, chocaron, como era de prever, con la furibunda reacción de su antiguo partido. Pero el Gobierno de Concentración, respaldado por una enorme mayoría en la Cámara de los Comunes, pudo imponer por fin los recortes del gasto público, subir el impuesto sobre la renta y reducir la paga de los trabajadores de los servicios públicos y el subsidio de desempleo, medidas que, cuando las propusieron por primera vez (pues muchos de los recortes afectaban de manera desproporcionada a los sectores más débiles de la sociedad), habían provocado la caída del gobierno laborista. El restablecimiento de la confianza en la libra esterlina, a punto de hundirse en aquellos momentos, había sido una de las motivaciones más destacadas. Pero consecuencia de todo ello fue la reducción de la demanda y la invitación a la deflación. Lo que sacó poco a poco a Gran Bretaña de la Depresión fue sobre todo la bajada del precio del dinero, que provocó la reducción de los costes de los créditos a corto plazo. Una consecuencia de ello fue el fomento de la gran expansión experimentada por la construcción, que espoleó la demanda de materiales de construcción, muebles, electrodomésticos y otros productos derivados complementarios. Incluso en 1930, el peor año de la crisis, llegaron a construirse 200 000 casas nuevas. Entre 1934 y 1938 la media fue de 360 000 al año.
Junto con la demolición de los suburbios, que supuso la eliminación de un cuarto de millón de casas no aptas para ser habitadas entre 1934 y 1939, el gobierno subvencionó la construcción de viviendas sociales (llamadas en Gran Bretaña casas del ayuntamiento). En Escocia la labor de demolición y reconstrucción de las casas fue emprendida en su mayoría por las autoridades municipales. Durante las décadas de entreguerras llegaron a edificarse en toda Escocia más de 300 000 casas destinadas a la clase obrera, aunque en 1939 todavía había 66 000 casas consideradas no aptas para ser habitadas y se necesitaban otras 200 000 para aliviar los problemas de hacinamiento. También en Inglaterra y Gales algunas autoridades municipales progresistas introdujeron importantes programas de construcción de vivienda. Pero durante los años treinta se edificaron muchas más casas todavía —alrededor de 2 millones del total de 2,7 millones de viviendas construidas— sin subvención de las autoridades, tres cuartas partes de ellas financiadas por constructoras que ofrecían hipotecas y cuyo capital se había ampliado muchísimo desde que acabara la guerra. La construcción de casas de iniciativa privada prosperó muchísimo, especialmente en los ensanches suburbanos del sur de Inglaterra. Los terrenos eran relativamente abundantes, los costes de la construcción eran bajos, las casas eran asequibles y los créditos ofrecidos a los compradores para las hipotecas estaban baratos. La economía fue promovida también por el crecimiento de la demanda interna y de las exportaciones de las nuevas industrias electro-química y automovilística. La expansión del tráfico motorizado trajo consigo valiosos ingresos para el gobierno. Los impuestos que debían pagar los vehículos a motor producían al gobierno en 1939 cinco veces más ingresos que los que le proporcionaban en 1921.
Como Inglaterra, también Francia intentó curar su maltrecha economía mediante métodos ortodoxos de retracción financiera. El gasto público sufrió graves recortes. Se hicieron importantes reducciones en la construcción de escuelas, de viviendas para los trabajadores y otras obras públicas. La burocracia excesivamente hinchada constituía también un blanco fácil y popular. Pero cuando los recortes, impuestos por decreto por el gobierno saltándose al parlamento, afectaron a los salarios, las pensiones y los beneficios de los empleados públicos, haciendo subir el desempleo e incidiendo por primera vez en los veteranos de guerra y otros sectores importantes de la opinión pública, no tardó en intensificarse los resentimientos, con el consiguiente incremento de las turbulencias políticas. Consideraciones políticas excluían la posibilidad de recurrir a la devaluación que otros países habían utilizado para promover las exportaciones. Cuando Bélgica, que había continuado al lado de Francia en el reducido grupos de países que seguían aferrados al patrón oro, finalmente lo abandonó en marzo de 1935 y devaluó su moneda un 28%, la producción y las exportaciones empezaron a recuperarse enseguida, al tiempo que se acentuaba la reducción del desempleo. Francia siguió negándose a devaluar su moneda. En septiembre de 1936, como era inevitable, llegó finalmente la devaluación, impuesta por las circunstancias al gobierno del Frente Popular de izquierdas, que había prometido defender el franco, pero que se vio forzado a efectuar altísimos gastos en rearme. Se produjo una nueva devaluación en junio de 1937 y una tercera en 1938. Para entonces el franco había perdido una tercera parte de su valor en menos de tres años. Sólo en ese momento empezó a crecer otra vez la economía de modo significativo.
Mientras que prácticamente toda Europa pensaba que fuera de la ortodoxia financiera liberal clásica no había forma alguna de manejar las crisis económicas hasta que los mercados se adaptaran y empezara a producirse un nuevo crecimiento, los países escandinavos tomaron una senda distinta. Dinamarca, Suecia y Noruega se habían visto golpeadas de mala manera por la Depresión. El desempleo era alto: más del 30% en Dinamarca y Noruega, y más del 20% en Suecia. Dinamarca se había visto además especialmente afectada por la caída de los precios de los productos agrícolas y la disminución de las exportaciones. Desde el final de la guerra los gobiernos habían sido por lo general inestables. Lo más probable era que fuera a producirse una mayor fragmentación política y un avance hacia las posiciones extremas. En cambio, a partir de 1933 en Dinamarca y poco después en Suecia y Noruega, se alcanzó una alianza política entre los partidos que proporcionó la plataforma necesaria para un alto grado de consenso de cara a la adopción de políticas económicas y que contribuyó en gran medida a consolidar la incipiente recuperación.
Dinamarca allanó el camino en enero de 1933 cuando la necesidad de consenso para devaluar la corona dio lugar a un acuerdo en virtud del cual los socialdemócratas respaldaron las medidas proteccionistas destinadas a ayudas a los agricultores a cambio de la disposición del Partido Agrario a apoyar medidas que aliviaran el desempleo y políticas de ayuda social. No tardaron en alcanzarse acuerdos parecidos en Suecia y Noruega. Especialmente en Suecia se utilizó la nueva base pragmática del consenso para introducir una política económica contracíclica destinada a combatir el desempleo a través del uso de parte del presupuesto a la realización de obras públicas. No está del todo claro cuánta importancia tuvieron de hecho esos programas de cara a la recuperación económica. Los niveles de financiación del déficit durante los primeros años de la recuperación fueron bajos, y la recuperación propiamente dicha había empezado ya antes de que se iniciaran esos programas, favorecida por la devaluación de la moneda y el alza de las exportaciones, además de que su ritmo fue gradual. Aun así, los acuerdos alcanzados como medio para salir de la crisis tuvieron una significación duradera para poner los cimientos de unas políticas de bienestar basadas en la estabilidad política y la aceptación popular. La similitud de las políticas adoptadas por los países escandinavos reflejaba nuevos niveles de cooperación favorecidos no sólo por la necesidad de desactivar las tensiones internas, sino también por las crecientes preocupaciones internacionales, especialmente por la evolución seguida por Alemania.
Las dictaduras tuvieron sus propias vías de recuperación. La existencia de un régimen fascista en Italia no había significado en sí ningún baluarte frente a los efectos de la Depresión. De hecho, la política deflacionista introducida en 1927 había debilitado la economía antes incluso de que se notara el impacto del crack de Wall Street. No tardaron en ser tomadas medidas deflacionistas como consecuencia de la revaluación de la divisa, fijada ahora en un tipo de cambio sobrevalorado de 90 liras por libra, pues Mussolini consideraba que la lira infravalorada existente hasta ese momento (a un cambio de 150 liras por libra) constituía una ofensa al prestigio nacional de Italia. La revaluación fue concebida como una demostración de fuerza y de voluntad política. Pero en términos económicos tuvo unas consecuencias nefastas. La producción industrial descendió casi un 20% entre 1929 y 1932, mientras que el desempleo se triplicó. Las ganancias de los que tenían trabajo se redujeron, aunque entre 1932 y 1934 esa caída se vio más que compensada por la fuerte caída de los precios y por la introducción de subsidios a la familia. La semana laboral fue reducida en 1934 a cuarenta horas, principalmente para frenar el desempleo, aunque no hubo ajuste alguno de la paga por horas para compensar la disminución de las ganancias. El salario real volvió a bajar a partir de 1935 y poco antes de que diera comienzo la segunda guerra mundial todavía no había alcanzado los niveles de 1923.
El gobierno de Mussolini respondió a la Depresión incrementando la intervención del estado en la economía. El gasto en obras públicas aumentó de forma masiva. La dedicación de parte del presupuesto a la recuperación de tierras pantanosas no era en realidad nada nuevo en Italia. Pero mientras que durante el medio siglo transcurrido desde 1870 dicho gasto había supuesto 307 millones de liras de oro (en precios de 1927), entre 1921 y 1936 se disparó hasta alcanzar los 8697 millones de liras de oro. La medida contribuyó a reducir el desempleo, aunque no ayudó en nada a mantener bajos los precios, a mejorar la productividad ni a facilitar el progreso tecnológico. Se dio también la máxima prioridad a la campaña en pro de la autosuficiencia en el campo de los productos alimenticios. La «batalla del grano», acompañada de la imposición de elevados aranceles proteccionistas a la importación de productos agrícolas, incrementó la producción de trigo, mejoró las cosechas, y en 1937 obligó a reducir las compras de trigo en el exterior a una cuarta parte de lo que habían sido a finales de los años veinte. Una consecuencia de todo ello, sin embargo, fue el alza del precio de la cesta de la compra y la caída del consumo medio de la mayoría de productos alimenticios.
También durante la Depresión el régimen fascista de Italia pasó, aunque con retraso, a dar forma práctica a las ideas de un estado corporativo, campaña que culminó con el establecimiento en 1934 de veintidós corporaciones, cada una de ellas en representación de un sector específico de la producción económica, y que en conjunto pretendían proporcionar una economía planificada integral. Los objetivos y la realidad, sin embargo, siguieron muy alejados entre sí. El estado corporativo resultó ser una estructura super-burocratizada, difícil de manejar, que, en vez de promover la empresa, la sofocaba. Detrás del barniz superficial, el poder económico real seguía en manos de la gran empresa. Los sindicatos habían perdido su independencia ya en 1926, dejando las relaciones sociales en manos de los patronos, organizados en la Confederación General de la Industria Italiana. La existencia de carteles en los principales sectores de la industria aseguraba que se defendieran los intereses de la empresa. Las medidas económicas tomadas por el régimen durante la Depresión beneficiaron también a la gran empresa, pese a la apariencia de colocar la economía bajo un riguroso control del estado. El régimen estableció en 1931 una corporación estatal para acaparar las acciones de los bancos en quiebra, lo que dio lugar a un control cada vez mayor del sector bancario y a la nacionalización del Banco de Italia en 1936. En 1933 se creó otra corporación estatal (el Instituto para la Reconstrucción Industrial) con el fin de estimular a las industrias en quiebra. Paulatinamente el estado extendió su participación directa en importantes sectores de la industria como la navegación, la maquinaria y la producción de armamento.
Los pasos dados hacia la autarquía, reforzados a finales de los años treinta, incrementaron el grado de intervención del estado y alejaron todavía más a Italia de la senda de las economías liberales. Las regulaciones estatales imponían límites a la libertad de acción de los líderes empresariales, que se veían cada vez más subordinados a controles burocráticos. Sin embargo, los temores iniciales de la industria a perder el control de sus actividades en beneficio del estado nunca llegaron a hacerse realidad plenamente. Aunque las relaciones entre el estado fascista y la gran empresa nunca estuvieron libres de fricciones, había intereses comunes más que suficientes —por no hablar de los pingües beneficios para la industria derivados de la producción de armamento— para asegurar su estrecha colaboración hasta mucho después de que diera comienzo la segunda guerra mundial.
Pero sobre todo durante la década posterior al comienzo de la Depresión, la economía italiana siguió en gran medida estancada, con un crecimiento económico muy inferior al alcanzado durante el período 1901-1925 y con la empresa sofocada por las restricciones del estado, por las preocupaciones de las personas por la pérdida de su trabajo y por las posibles represalias contra toda manifestación de inconformismo político. El nivel de vida de gran parte de la población cayó y sólo se vio ligeramente mejorado por el advenimiento de la guerra. Lo mismo cabe decir de la producción agrícola. La vía seguida por Italia para salir de la Depresión, pese a la mano dura propia de un estado represivo, resultó más engorrosa y menos eficaz a un tiempo que la seguida por las democracias de Europa. Y además era mucho más peligrosa. En 1935 se vio ensombrecida por las pretensiones de gloria imperialista de Mussolini, que lanzó la invasión de Etiopía en octubre de ese mismo año. Aunque las raíces de la conquista colonial eran ideológicas, indudablemente los fascistas más prominentes eran de la opinión de que en un momento de grave dificultad económica la expansión colonial por África podía revitalizar el régimen. Para el fascismo la recuperación económica formaba parte de un proyecto más vasto.
Tal sería el caso todavía con más claridad de Alemania. Allí la recuperación económica más acelerada tuvo lugar precisamente en los sectores en los que la Depresión había sido más profunda. La rapidez de la recuperación asombró e impresionó a sus contemporáneos, dentro y fuera de Alemania, contribuyó a consolidar el apoyo a la dictadura de Hitler y dio paso a la idea del «milagro económico» nazi. Los nazis habían llegado al poder sin ningún proyecto claramente formulado de recuperación económica. En su primer discurso tras ser nombrado canciller del Reich, el 1 de febrero de 1933, Hitler había prometido dos grandes «planes cuatrienales» para socorrer a los agricultores alemanes y eliminar el desempleo. Lo que no reveló fue cómo pensaba lograr esos objetivos, y tampoco lo sabía. Para él la economía no era una cuestión de finura técnica, sino —como cualquier otra cosa— de voluntad. En su mentalidad burdamente determinista, lo decisivo era el poder político, no la economía.
Lo que Hitler y su régimen hicieron durante los primeros meses del régimen nazi, tal como había prometido a los líderes de la gran patronal antes de asumir el poder, fue remodelar las condiciones políticas en las que pudiera funcionar la economía. La eliminación de los partidos de izquierdas y de los sindicatos dio a los patronos de la industria lo que querían. Las relaciones laborales fueron reestructuradas, concediendo a los patronos una posición de predominio en los centros de trabajo. La represión del estado sustentaba la nueva libertad otorgada a la iniciativa económica empresarial. Los salarios podían ser mantenidos bajos y los beneficios podían ser maximizados. A cambio, sin embargo, a los industriales no les quedaba duda alguna de que eran los intereses del estado, no la economía de libre mercado, los que debían determinar el marco de la actividad económica empresarial. Hitler se contentaba con que los expertos financieros de la burocracia estatal y los líderes económicos idearan planes para conseguir que la economía se pusiera de nuevo en marcha. Para él, la imagen de nuevo dinamismo, de revitalización, era el factor clave. Y el hecho de inspirar confianza y aparentar que estaba produciéndose una recuperación fue su mayor aportación personal a que en efecto se produjera.
Los nazis tuvieron la suerte de que su ascensión al poder coincidiera con el punto más bajo alcanzado por la Depresión, de modo que siempre se habría producido una recuperación cíclica, independientemente de cuál fuera el gobierno que estuviese en el poder. Sin embargo, la rapidez y la magnitud de la recuperación alemana —que resurgió más deprisa que la economía mundial en general— fueron más allá de lo que habría supuesto cualquier rebote normal a partir de una recesión. La recuperación inicial debió mucho a algunas ideas que ya habían sido desarrolladas con anterioridad (y que estaban ya en alguna fase de ejecución antes de que los nazis ascendieran al poder), y que luego fueron recogidas y ampliamente desarrolladas. Ya en 1932 habían sido introducidos algunos planes de creación de trabajo. Pero eran insignificantes, sin que hubiera esperanza de que tuvieran repercusión sobre la enorme magnitud del desempleo. Mientras que en 1932 el gobierno de Von Papen había asignado 167 millones de marcos del Reich a la creación de puestos de trabajo, en 1935 el régimen nazi puso 5000 millones a disposición de este proyecto. En realidad esa cantidad equivalía sólo al 1% del producto nacional bruto, una cantidad demasiado pequeña por sí sola para reactivar la economía. Pero el impacto propagandístico fue mucho mayor de lo que implicaba una cifra tan limitada como ésa. Alemania parecía volver a trabajar y a funcionar.
Los planes de creación de empleo —construcción de carreteras locales, abertura de zanjas, recuperación de tierras pantanosas, etcétera, etcétera— eran muy visibles, al margen de cuál fuera realmente su valor económico. Las columnas de voluntarios del Servicio de Trabajo del Reich (el Reichsarbeitsdienst, obligatorio a partir de 1935) reforzaban la impresión de un país que empezaba a remontar el vuelo. La paga era de miseria, pero los que no estaban dispuestos a deslomarse trabajando por una recompensa mínima se veían confinados en campos de concentración y brutalmente obligados a reconsiderar su actitud ante el trabajo. Los que participaban en cualquiera de los diversos planes de emergencia eran eliminados de los registros del paro. La rápida caída de los niveles de desempleo —la caída era auténtica, pero menor de lo que las estadísticas parecían demostrar— inspiró de nuevo confianza en un país que estaba revitalizando su economía con dinamismo y energía.
La creación de puestos de trabajo, junto con el significativo gasto en proyectos de construcción, los beneficios fiscales concedidos a la industria del motor, y otras medidas destinadas a reforzar la protección de la agricultura frente a la caída de precios y a beneficiar así a los agricultores (cuyas ganancias superaron tres veces el nivel de los salarios semanales a lo largo de los cinco años siguientes), contribuyeron todos a que el régimen nazi diera un paso importantísimo hacia la estimulación económica. Todo ello tuvo lugar antes de que los elevados niveles de gasto en materia de rearme alcanzados a mediados de los años treinta empezaran a llevar la recuperación a un nuevo nivel, acabando por completo con el desempleo y provocando incluso la escasez de mano de obra. La industria del automóvil recibió un gran impulso debido al talento de Hitler para la eficacia propagandística. Al principio de su mandato prometió desgravaciones fiscales para la fabricación de automóviles, un gran programa de construcción de carreteras y la producción de un «coche del pueblo» barato (aunque en realidad los Volkswagen nunca llegaron a ser asequibles para la población civil hasta después de la guerra). La producción automovilística era un 50% más alta en 1934 de lo que lo era en 1929, el año en el que se registró la cota máxima antes de que diera comienzo la Depresión. La construcción de carreteras —incluido el inicio de las autopistas, que supuso un gran éxito propagandístico— aumentó de manera espectacular. El gasto en carreteras era en 1934 un 100% superior al de cualquier otro año de la década de los veinte. La inversión pública en la industria de la construcción espoleó también la construcción privada de casas, creando posibilidades de negocio para innumerables empresas pequeñas que producían los bienes y servicios necesarios para las constructoras y para los consumidores a la hora de amueblar y equipar sus casas.
Las políticas adoptadas para estimular la economía alemana tuvieron repercusiones obvias para el comercio exterior. La demanda no podía ser satisfecha únicamente por los recursos alemanes. Pero la negativa a contemplar cualquier devaluación del marco del Reich, no sólo por razones de prestigio, sino también debido a los amargos recuerdos de la gran inflación de 1923, cuando el dinero perdió todo su valor, supuso que las importaciones fueran caras y que el balance comercial fuera en detrimento de Alemania. El resultado de todo ello fue que se posibilitara el alejamiento del reingreso en la economía mundial de mercado y se propiciaran los acuerdos comerciales bilaterales, con una tendencia cada vez mayor a la autarquía. Bajo el mandato de Hjalmar Schacht, presidente de la Reichsbank y a partir de 1934 ministro de Economía, las primeras medidas tomadas inicialmente a raíz del crack de la banca de 1931 para controlar las divisas extranjeras y regular la amortización de la deuda experimentaron una ampliación muy grande. En 1934, la escasez crítica de divisas extranjeras y la preocupante caída de las reservas de dinero propiciaron la concentración en los tratados comerciales bilaterales, especialmente con países del sur y del este de Europa, que proporcionaban materias primas a crédito a cambio del suministro (que invariablemente llegaba con retraso) de productos acabados por parte de Alemania. Esta estrategia surgió de manera pragmática como consecuencia de la debilidad económica de Alemania, no de cualquier cálculo preconcebido de establecer un dominio de la Europa central, del sur y del este. Contribuyó además a la recuperación de estas zonas del continente. Pero con el tiempo, cuando la economía alemana se fortaleciera, aumentaría la dependencia económica de esas regiones, que se vieron absorbidas hacia la órbita de Alemania.
La recuperación económica de Alemania no era un fin en sí mismo, sino que estaba subordinada a un programa político orientado a un rearme rápido y en último término a la expansión a través del poderío militar. En 1936, el gasto público estaba a punto de duplicar el existente durante los años previos a la ascensión de los nazis, y fue camino de duplicarse de nuevo durante los dos años siguientes. Y la mayor proporción de ese gasto —más de un tercio en 1936, casi la mitad en 1938— iba destinado al rearme, sector que se había convertido en el principal motor de la economía. Al principio, el ejército había sido incapaz de gastar todo lo que Hitler había querido darle. Pero desde el primer momento, la primacía del rearme había quedado clara. A partir de 1934, con el respaldo de los cuantiosísimos fondos camuflados que Schacht proporcionaba por medio de una «contabilidad creativa» al margen de los presupuestos del estado, se aceleró enseguida la creación de unas fuerzas armadas grandes y poderosas. El gasto en materias primas y bienes de equipo absorbidos ávidamente por las industrias de armamento en rápida expansión superó con mucho el crecimiento del gasto en bienes de consumo.
Pero en 1935 acechaba ya ominosamente un problema evidente. Pagar productos alimenticios de importación en cantidad suficiente y satisfacer al mismo tiempo las crecientes demandas de la política de rearme resultaba imposible cuando había escasez de divisas y las reservas de dinero iban disminuyendo a pasos agigantados. La mala cosecha de 1934 y la ineficacia del super-burocratizado Estamento Alimenticio del Reich (el Reichsnährstand, creado en 1933 para revitalizar la producción agrícola y fomentar el estatus de los agricultores) dieron lugar a una grave escasez de comida en el otoño de 1935. El aumento de los disturbios causó tal desazón en el régimen que Hitler se vio obligado a intervenir para garantizar la asignación de divisas extranjeras para la compra de productos alimenticios de importación y no para la adquisición de las materias primas que las empresas del sector armamentístico reclamaban desesperadamente.
A comienzos de 1936 se había llegado a un callejón sin salida económico, consecuencia inexorable de la vía seguida por Alemania para salir de la represión bajo el régimen nazi. Había dos maneras de salir de ese callejón sin salida: o Alemania reducía sus planes de rearme y daba pasos hacia su reingreso en la economía internacional, o seguía adelante con su remilitarización rápida, lo que significaba una deriva hacia la autarquía que, sin expansión territorial, sólo podría conseguirse parcialmente. Y la expansión territorial sería imposible sin que en un momento u otro se produjera una guerra. En 1936 Hitler tuvo que tomar una decisión. Era evidente en qué sentido iba a decantarse su elección. El giro, implícito desde el comienzo mismo del régimen nazi, confirmó las sospechas: la primacía de la economía dio paso a la primacía de la ideología. A partir de 1936 empezó a correr el reloj hacia una nueva guerra europea.
La política gira bruscamente a la derecha
Durante los años de la Depresión la política europea se desplazó netamente hacia la derecha. Curiosamente, mientras el capitalismo sufría lo que muchos contemporáneos pensaron que era su crisis terminal, en un período de desempleo masivo y miseria social generalizada, la izquierda perdió terreno prácticamente en todas partes. Incluso en España, donde los socialistas habían sido la fuerza motriz del establecimiento de la Segunda República en abril de 1931, el socialismo pasó a partir de 1933 a estar cada vez más a la defensiva; mientras que en Francia, el gobierno del Frente Popular, encabezado por los socialistas, que había llegado al poder en 1936, fue de corta duración. El éxito de la socialdemocracia en Escandinavia fue la excepción. En el resto de Europa, la derecha se puso en marcha, a menudo literalmente. ¿A qué se debió? ¿Qué determinó si la democracia iba a sobrevivir o sucumbía? ¿Cuán amplio era el atractivo del fascismo? ¿Por qué Europa giró mayoritariamente hacia la derecha política y no hacia la izquierda? ¿Y en qué medida la propia crisis económica fue responsable de ese funesto desarrollo? A veces el giro a la derecha reforzó el conservadurismo, ya fuera en la forma relativamente benigna que podríamos encontrar en las democracias de la Europa occidental, o bien en los regímenes autoritarios reaccionarios, dominados por elites políticas antidemocráticas, del este y del sudeste de Europa. Pero la Depresión trajo consigo también las condiciones en las que los movimientos populistas de la derecha radical lograron captar apoyos y en ciertos casos desestabilizar más aún unos sistemas de gobierno ya frágiles.
El gancho del fascismo
Algunos movimientos de la extrema derecha radical copiaron explícitamente los métodos, los símbolos y el lenguaje usados por los seguidores de Mussolini y Hitler, y se llamaron orgullosamente a sí mismos «fascistas» o «nacionalsocialistas». Otros compartieron algunas, o incluso la mayoría, de las ideas de los movimientos abiertamente fascistas, al tiempo que rechazaban que se les aplicara esa etiqueta. El problema es en buena parte cuestión de definición, e intentar definir el «fascismo» es como intentar clavar gelatina en la pared. Cada uno de los infinitos movimientos de extrema derecha tenía sus rasgos distintivos y hacía hincapié en un punto específico. Y como todos ellos pretendían representar de forma «auténtica», «real» o «esencial» a una nación concreta y basaba gran parte de su atractivo hiper-nacionalista en la supuesta unicidad de esa nación, no podía haber ninguna organización internacional genuina que representara a la derecha radical, equivalente a la Comintern por la izquierda. Cuando se llevó a cabo un intento parecido, en un congreso de representantes de la extrema derecha de trece países (Austria, Bélgica, Dinamarca, España, Francia, Grecia, Holanda, Irlanda, Lituania, Noruega, Portugal, Rumanía y Suiza) en diciembre de 1934 a orillas del lago de Ginebra, con el fin de establecer un marco de acción común, el país más importante, la Alemania nazi, boicoteó la reunión, que se vio incapaz de ponerse de acuerdo incluso sobre la base de una doctrina común.
Sí que existían, sin embargo, algunos rasgos ideológicos comunes de las organizaciones de extrema derecha, tanto si el movimiento en cuestión se llamaba a sí mismo fascista como si no: el énfasis hipernacionalista en la unidad de una nación integral, que alcanzaba su propia identidad mediante la «limpieza» de todos aquellos a los que se considerara que no pertenecían a ella (extranjeros, minorías étnicas, e «indeseables» en general); el exclusivismo racial (aunque no necesariamente racismo biológico, como la variedad representada por el nazismo) expresado por medio de la insistencia en el carácter «especial», «único» y «superior» de la nación; el compromiso radical, extremo y violento con la destrucción total de los enemigos políticos (muy especialmente los marxistas, pero también los liberales, los demócratas y los «reaccionarios»); el hincapié en la disciplina, la «virilidad» y el militarismo (que implicaba habitualmente la existencia de organizaciones paramilitares); y la creencia en el liderazgo autoritario. Había otros rasgos que podían ser importantes, a veces incluso fundamentales, para la ideología de un determinado movimiento, pero no omnipresentes. Algunos movimientos dirigieron su nacionalismo a objetivos irredentistas o imperialistas, con efectos catastróficos, pero no todos eran intrínsecamente expansionistas. Algunos, aunque no todos, tenían una fuerte tendencia anticapitalista. A menudo, aunque no siempre, estaban a favor de la reorganización de la economía según líneas «corporativas», y de la abolición de los sindicatos independientes y de la regulación de la política económica por «corporaciones» de intereses dirigidas por el estado.
Esta amalgama de ideas, que hacían hincapié en aspectos diversos, se compaginaba generalmente con el objetivo de establecer un apoyo masivo a un régimen autoritario de carácter esencialmente reaccionario, no revolucionario. Algunos movimientos de la derecha radical, y en concreto los que eran declaradamente fascistas, iban más lejos. Querían algo más que simplemente derribar o desmantelar el estado existente y sustituirlo por un gobierno nacionalista autoritario. Pretendían un compromiso total con la voluntad colectiva de una nación unida. Aspiraban a crear un «hombre nuevo» (el lenguaje era invariablemente machista), una sociedad nueva, una utopía nacional. Era esta pretensión totalitaria, más que otra cosa, lo que en último término hacía revolucionario al fascismo y lo que lo distinguía de otros sectores afines de la derecha, que también eran autoritarios y nacionalistas, pero pretendían esencialmente conservar el orden social existente. El fascismo aspiraba a una revolución no en términos de clase social, como preconizaban los marxistas, pero una revolución al fin y al cabo: una revolución de mentalidades, de valores y de la voluntad.
La exactitud erudita de la terminología produciría la más absoluta indiferencia a los que sufrieron a manos de la extrema derecha, y a los izquierdistas que organizaron una oposición decidida a aquellos movimientos que no vacilaban en ningún momento en calificarse de «fascistas». Y de hecho los puntos más refinados de claridad definitoria no deberían oscurecer la cuestión más general del giro a la derecha —en cualquiera de sus manifestaciones— que tuvo lugar durante la época de la Depresión.
Tanto si iba hacia la derecha conservadora como si iba hacia la derecha radical, ese giro se publicitaba como un movimiento esencial para proteger y regenerar la nación. Cuando los conflictos de clase —ahora no ya fundamentalmente económicos, sino declaradamente políticos e ideológicos— se intensificaban, la unidad nacional se presentaba como el baluarte esencial frente a la amenaza del socialismo. Allí donde esa amenaza se consideraba baja, suave o se veía como algo distante, como en Gran Bretaña, prevaleció el conservadurismo —comprometido con el mantenimiento del orden político y social existente— y apenas hubo espacio para el avance de la derecha radical. En el polo opuesto, como en Alemania, donde esa amenaza era considerada alta, el conservadurismo —que también pretendía derribar el orden político y social existente— se hizo añicos y sus adeptos fueron en buena parte absorbidos por la derecha fascista. Otros países se situarían más o menos a medio camino entre estos dos polos opuestos.
El gancho del fascismo no fue nunca mayor que en esta época. El mensaje de renovación nacional que proclamaba el fascismo, ligando estrechamente temor y esperanza, era lo suficientemente diverso como para poder saltarse las fronteras sociales. Ese mensaje entrañaba un fuerte atractivo para los intereses materiales de grupos sociales muy heterogéneos en una atmósfera deletérea de retórica emotiva acerca del futuro de la nación. Afectaba a los intereses de los que se sentían amenazados por las fuerzas del cambio social modernizador. Logró movilizar a todos los que creían que tenían algo que perder a través de la presunta amenaza de los enemigos internos, y especialmente a través del progreso del socialismo y de sus promesas revolucionarias de revolución social. Sin embargo, vinculaba estrechamente esos intereses con la visión de una nueva sociedad que recompensaría a los fuertes, a los aptos y, en definitiva, a quienes lo merecieran (en su opinión).
Teniendo en cuenta ese atractivo que conscientemente pretendía trascender los límites sectoriales convencionales de la política de intereses (que se agudizó cuando las condiciones críticas intensificaron la fragmentación política), no es de extrañar que la base social de los movimientos fascistas fuera muy heterogénea. Bien es verdad que algunos sectores de la sociedad fueron más propensos que otros a sucumbir al gancho del fascismo. El lado emocional, romántico e idealista del fascismo, su activismo violento y aventurero, tuvo un atractivo desproporcionado para los varones jóvenes que se habían visto expuestos a ese tipo de valores en los movimientos juveniles de clase media, si es que no estaban ya vinculados a organizaciones juveniles de izquierdas o católicas. La «sublevación generacional» en contra de la minoría dirigente podía ser canalizada fácilmente hacia el hiper-nacionalismo fascista y la violencia paramilitar racista y antizquierdista. La militancia de los partidos fascistas era predominantemente masculina, aunque en Alemania, donde puede ser comprobado, las mujeres pasaron cada vez más a votar a favor del partido nazi a medida que éste fue acercándose al umbral del poder, y probablemente por los mismos motivos por los que lo apoyaron los hombres.
Las clases medias descontentas se vieron en general atraídas hacia el fascismo de manera desproporcionada respecto a su número dentro de la sociedad. Los asalariados de traje y corbata, los empresarios, las profesiones liberales, los antiguos oficiales y suboficiales de las fuerzas armadas, los funcionarios, tenderos, artesanos, propietarios de pequeños talleres, agricultores y estudiantes (habitualmente de familias pertenecientes a la clase media) normalmente estaban excesivamente representados en las bases que daban apoyo al fascismo. Pero aunque los militantes de clase media solieran dominar entre los burócratas del partido y en los puestos de liderazgo, el fascismo no puede definirse (como ha venido haciéndose) simplemente como un movimiento de clase media, y tampoco, de hecho, ni mucho menos en términos inequívocos de clase. Hubo obreros, cualificados y no cualificados, que apoyaron el fascismo en una cantidad mucho mayor de lo que otrora se pensaba. Cerca del 40% de los nuevos afiliados al partido nazi entre 1925 y 1932 procedía de la clase trabajadora. Más de una cuarta parte de los votantes del nazismo eran obreros —posiblemente incluso un 30-40%, si se tienen en consideración las familias de clase trabajadora en su conjunto— y en 1932 probablemente votaran más obreros por los nazis que por los socialistas o los comunistas. Entre los integrantes de las tropas de asalto paramilitares, las SA, organización machista dedicada a la lucha callejera, la mayoría eran jóvenes de clase trabajadora, que formaban más de la mitad de sus miembros entre 1925 y 1932, e incluso una proporción mayor una vez que el partido nazi llegó al poder.
No muchos de esos obreros habían sido ganados para la causa en detrimento de los partidos socialistas o comunistas. Algunos, efectivamente, cambiaron de chaqueta, pero la inmensa mayoría de ellos no había pertenecido previamente a los medios institucionalizados de clase obrera de los partidos de izquierdas. El partido nazi, entre otras cosas por sus gigantescas dimensiones (incluso a comienzos de 1933 era más de tres veces mayor de lo que había sido el partido fascista italiano antes de la «Marcha sobre Roma» de Mussolini once años antes), fue en muchos sentidos un caso atípico dentro del conjunto de la derecha radical. Pero la estructura de apoyo en la que se basaban los movimientos fascistas menores —con un núcleo de clase media, pero con un componente importante de trabajadores no vinculados anteriormente a los partidos de izquierdas— era a menudo similar a grandes rasgos. Tal era el caso, por ejemplo, de Francia, España, Austria, Suiza y Gran Bretaña (así como en Italia antes de la «toma del poder» por Mussolini).
No existió una correlación directa entre la Depresión y las posibilidades de éxito de la derecha radical. Bien es cierto que la crisis provocada por la Gran Depresión condujo al triunfo de Hitler. Pero Mussolini había llegado al poder en Italia casi una década antes de la crisis, mientras que en algunos países el fascismo surgió sólo cuando la Depresión había empezado a remitir. Además, otros países (en particular Gran Bretaña y, fuera de Europa, Estados Unidos), pese a sufrir gravemente la Depresión, no produjeron ningún movimiento fascista significativo. Sólo donde las tensiones sociales y políticas creadas por la Depresión interactuaron con otros factores destacados —el resentimiento por la pérdida de territorio nacional, el miedo paranoico a la izquierda, el rechazo visceral a los judíos y otros grupos «marginales», y la falta de fe en la capacidad de la política partidista fragmentada de empezar a «poner las cosas en su sitio»— se produjo efectivamente un colapso del sistema, que allanó el paso al advenimiento del fascismo.
Italia y Alemania fueron de hecho los únicos países en los que unos movimientos fascistas autóctonos llegaron a ser tan fuertes que —ayudados a acceder a las más altas instancias por unas elites conservadoras débiles— lograron remodelar el estado a su imagen y semejanza. Lo más habitual (como sucedió en la Europa del este) es que los movimientos fascistas fueran mantenidos a raya por regímenes autoritarios represivos o (como ocurrió en la Europa del norte y del oeste) supusieran una perturbación violenta del orden público sin llegar nunca a tener capacidad efectiva de amenazar la autoridad del estado.
El triunfo del fascismo dependió del absoluto descrédito de la autoridad del estado, de unas elites políticas débiles que ya no podían garantizar un sistema que operara según sus intereses, de la fragmentación de la política de partidos y de la libertad de construir un movimiento que prometía una alternativa radical. Esos requisitos estuvieron presentes en la Italia de posguerra entre 1919 y 1922 y en la Alemania azotada por la Depresión entre 1930 y 1933. Apenas se dieron en otros países fuera de España, donde la confrontación cada vez más violenta de la izquierda y la derecha (ambas divididas en múltiples facciones) condujo finalmente a la guerra civil en 1936-1939, seguida de una dictadura militar, no a una «toma del poder» por los fascistas. En cambio, allí donde hubo un estado democrático que siguió contando con una amplia adhesión por parte de las elites dominantes y de la mayoría de la población, como ocurrió en la Europa del norte y del oeste, o donde las elites autoritarias lograron controlar rigurosamente un sistema estatal que operaba según sus intereses, recortando las libertades civiles y la libertad de organización, como fue el caso de muchos países del este y del sur de Europa, los movimientos fascistas no fueron nunca lo bastante fuertes como para alcanzar el poder.
La derecha en la Europa occidental:
La democracia con capacidad de aguante
Gran Bretaña constituye el ejemplo más claro de estado cuyo sistema político no dejó espacio para el avance de la derecha radical. Los valores sociales y políticos dominantes —basados en la monarquía, la nación, el imperio, el gobierno parlamentario y el imperio de la ley— tenían una amplia aceptación. El sistema estatal de la monarquía constitucional, basado en la democracia parlamentaria, no había tenido que hacer frente prácticamente a ningún desafío cuando se produjo la caída en la Depresión. No existía ningún gran partido marxista que planteara una amenaza, real o imaginaria, para el orden político. El partido laborista (que durante los años veinte había sustituido al partido liberal como principal oposición a los conservadores) era reformista, no revolucionario, lo mismo que los sindicatos que formaban su columna vertebral. El partido conservador, a diferencia de los conservadores de otros países de Europa, tenía un interés personal en mantener el ordenamiento existente. Cuando la crisis bancaria dio lugar a la caída del gobierno laborista en 1931, las siguientes elecciones generales, celebradas el 27 de octubre, vio el triunfo de los conservadores con la victoria más aplastante de la historia parlamentaria de Gran Bretaña. El Gobierno de Concentración obtuvo más del 60% de los votos. Hasta 470 de esos escaños fueron ganados por los conservadores. Por mucho que en su nombre resuenen ecos de unidad, el «Gobierno de Concentración» era en la práctica una administración conservadora. En lo más profundo de la crisis económica el sistema parlamentario británico no sólo había aguantado con firmeza, sino que, si cabe, se había consolidado incluso. No se produjo crisis del estado. No vino peligro alguno de la izquierda. El partido laborista estaba en la oposición, pero apoyaba al estado. Los extremismos políticos quedaron marginados. Durante toda la Gran Depresión no hubo ni un solo comunista ni un solo fascista en el parlamento.
La fuerza del conservadurismo cortó el paso a cualquier apertura a la extrema derecha. La Unión Británica de Fascistas (BUF, por sus siglas en inglés) de Oswald Mosley, fundada en 1932, nunca tuvo la menor oportunidad de hacer progresos. En su momento de mayor apogeo la BUF llegó a tener unos 50 000 afiliados, una variopinta clientela de profesionales de clase media, excombatientes, pequeños empresarios, tenderos, oficinistas y obreros no cualificados de algunas de las zonas deprimidas de Gran Bretaña o del mísero East End de Londres (zona tradicionalmente de inmigrantes, que acogía a una tercera parte de la población judía del país). El estilo de la BUF siempre recordó a una burda imitación importada. Las camisas negras de los uniformes fascistas y los desfiles, el estilo y la imaginería política, por no hablar de la repugnante violencia pública ejercida contra los judíos y los adversarios políticos, no encajaban en la cultura política británica. Los choques con la izquierda antifascista provocaron cada vez más tumultos y alteraciones del orden público. Sus apoyos —incluido el de lord Rothermere, propietario de un periódico muy leído, The Daily Mail— se vinieron abajo tras la concentración celebrada en Londres en junio de 1934, que fue acompañada de repulsivos actos de vandalismo contra los adversarios de Mosley, cientos de los cuales lograron infiltrarse entre una multitud de cerca de 15 000 personas. Mosley estaba tan seguro de la humillación electoral que iba a sufrir su partido, que la BUF ni siquiera se presentó a las elecciones generales de 1935. En octubre de 1935, la militancia se había desplomado y había quedado reducida apenas a 5000 miembros, y poco a poco fue recuperándose hasta alcanzar los casi 22 500 antes de que diera comienzo la segunda guerra mundial. Cuando estalló el conflicto, Mosley y otros líderes de la BUF fueron internados y el partido fue disuelto. La Unión Británica de Fascistas constituía una amenaza para aquellos a los que consideraba sus enemigos raciales o políticos, además de ser una considerable molestia para el mantenimiento del orden público. Pero su impacto en la política británica en general fue mínimo.
También en otros países del noroeste de Europa, que habían salido victoriosos de la primera guerra mundial o que se habían mantenido neutrales en ella, y donde apenas existían sentimientos de humillación nacional o ambiciones irredentistas, la derecha radical pudo comprobar cómo la capacidad de aguante de las estructuras políticas existentes le cortaba el camino hacia el poder. Los movimientos fascistas obtuvieron un respaldo popular irrisorio en Dinamarca, Islandia, Suecia y Noruega. Más apoyo encontraron en Finlandia, pero el 8,3% de los votos que obtuvieron en 1936 marcó el nivel más alto de éxito electoral alcanzado por los fascistas en el país. En algunos cantones suizos de lengua alemana, el Frente Nacional fascista llegó a sacar hasta un 27% de los votos entre 1933 y 1936, aunque luego sufrió una caída importante, mientras que en otros puntos de Suiza el fascismo encontró sólo unos niveles de apoyo mínimos y topó con una fuerte oposición.
Los Camisas Azules irlandeses —oficialmente la Asociación de Camaradas del Ejército, rebautizada en 1933 como Guardia Nacional— tuvieron una existencia efímera. Se formaron en 1932 y se pusieron al mando de Eoin O’Duffy, antiguo jefe de estado mayor del IRA, hombre de temperamento errático y tendencias políticas extremistas, tras su expulsión como Comisionado de la Policía Irlandesa. En 1934 llegaron a jactarse de tener cerca de 50 000 militantes, principalmente en la zona del sudoeste del país, económicamente deprimida. Pero sus apoyos no tardaron en desintegrarse cuando la organización fue prohibida por el gobierno y acabó la disputa comercial con Gran Bretaña, que había afectado gravemente a la agricultura irlandesa. Los Camisas Azules abandonaron su radicalismo fascista y se fusionaron con un nuevo partido político convencional, el Fine Gael. En 1935 habían dejado de existir. Mientras tanto O’Duffy había dimitido del Fine Gael —su presencia causaba cada vez más desazón al partido— y posteriormente encabezó una Brigada Irlandesa que combatió durante un breve tiempo por el general Franco en la guerra civil española.
En Holanda, pese a que el desempleo llegó a alcanzar un 35% en 1936, la derecha radical apenas pudo hacer unas cuantas incursiones en unas estructuras políticas que habían permanecido fielmente ligadas a las subculturas protestante, católica y socialdemócrata. Los gobiernos fueron cambiando, pero en realidad la continuidad del personal fue más que notable, y los partidos del gobierno consiguieron un importante grado de adaptación pragmática y de compromiso. El temor cada vez mayor a la Alemania nazi contribuyó también a reforzar cierta idea de unidad nacional que facilitó la cohesión del sistema parlamentario existente. El fascismo era algo «extranjero» y al mismo tiempo era visto como un peligro nacional. El principal movimiento fascista holandés, la Nationaal-Socialistische Beweging, alcanzó su punto culminante en 1935, cuando obtuvo casi el 8% de los votos en las elecciones. Al cabo de dos años, sin embargo, esos votos habían quedado reducidos a un mero 4% y el apoyo a la extrema derecha siguió bajo durante el resto de los años inmediatamente anteriores al estallido de la guerra.
Bélgica conoció una breve oleada de apoyo a un movimiento católico, autoritario y corporativista, rayano casi con el fascismo. En 1936 el partido rexista (cuyo nombre derivaba de una famosa editorial católica, Christus Rex, así bautizada a raíz de la reciente introducción de la festividad de Cristo Rey) sacó en las elecciones el 11,5% de los votos, fruto en gran medida del descontento de la clase media francófona de las zonas industrializadas del sudeste de Bélgica por la corrupción percibida de los partidos mayoritarios. Sin embargo, ese voto no tardó en disminuir y quedó reducido a un apoyo mínimo. Como en Holanda, la fuerza de los ambientes sociales y políticos existentes —católicos, socialistas y liberales— cerró el espacio político que hubieran podido ocupar los nuevos movimientos de extrema derecha. Además la falta en Bélgica de un verdadero nacionalismo belga constituía un estorbo; el partido rexista tuvo un apoyo relativamente bajo en Flandes, donde ya existían movimientos nacionalistas y proto-fascistas distintos (aunque sin apoyo de los partidos convencionales).
En Francia la Tercera República pareció durante algún tiempo más seriamente amenazada por la extrema derecha. El sistema político francés daba lugar no sólo a frecuentes cambios de gobierno (a menudo equivalentes a un simple juego de las sillas, en el que las mismas personas iban cambiando de asiento alrededor de la mesa del gabinete, quedándose de vez en cuando alguien sin sitio), sino también a cambios de alianzas pragmáticas entre los partidos. En esas alianzas participaban con mucha frecuencia los radicales, que formaban el partido fundamental de la república. Los radicales eran anticlericales, estaban vinculados a los principios económicos liberales, contaban con un importante apoyo de la clase media, y estaban dispuestos a llegar a acuerdos con la derecha o la izquierda moderada con tal de permanecer en el poder (cosa que en general conseguían). Las elecciones de 1932, cuando la Depresión acababa de empezar, produjeron importantes ganancias para el partido socialista y para los radicales, que formaron una alianza inestable de la izquierda moderada. La derrota del bloque derechista de los partidos conservadores desencadenó una reacción exagerada de las derechas en un ambiente de creciente xenofobia, nacionalismo chillón, antisemitismo, antifeminismo y miedo a la «amenaza roja» (aunque los comunistas no lograron sacar más que 12 de los 605 escaños de la Cámara de los Diputados). Aquella atmósfera febril se vio realzada por el dramatismo de los acontecimientos sucedidos al otro lado del Rin. Las ligas paramilitares extraparlamentarias de la derecha nacionalista, a las que se habían incorporado numerosas asociaciones de veteranos, algunas de ellas con rasgos cuando menos parcialmente fascistas, recibieron un nuevo soplo de vida tras la pérdida de apoyos sufrida durante la estabilización financiera traída por el gobierno de Poincaré.
En medio de una tensión cada vez mayor, la prensa parisina, mayoritariamente de derechas, no perdió la ocasión de maltratar al gobierno con una virulencia sin límites. Los ambientes políticos franceses eran notoriamente venales y corruptos, pero la prensa aprovechó con especial agrado un escándalo que salió a la luz a finales de 1935 y que contenía ingredientes susceptibles de ser cocinados y manipulados para que supusieran una amenaza no sólo para el gobierno, sino también para la propia república. Este escándalo de corrupción vino a raíz de un fraude a la hacienda pública perpetrado por Alexandre Stavisky, personaje por lo demás desagradable y malversador, que además daba la casualidad de que era originario de la Europa del este y judío por más señas, es decir el blanco ideal de los prejuicios de derechas. En el escándalo se vieron involucradas personalidades de posición elevada, en su mayoría del partido radical; incluso corrieron rumores de que en la nómina de Stavisky había ni más ni menos que 132 políticos. Cuando se dijo que el estafador se había suicidado, la fábrica de rumores se puso a trabajar a toda máquina. Empezó a decirse que los judíos y los masones habían participado en una trama para silenciar a Stavisky, cuya muerte provocó una creciente oleada de desórdenes en las calles de París. El 6 de febrero de 1934 grandes bandas de partidarios de las ligas extraparlamentarias de carácter nacionalista y racista —algunos cálculos hablan incluso de 30 000 individuos— desfilaron por las calles de la capital de Francia. La culminación de todo aquello fue una noche de violencia, con choques entre la policía y miles de manifestantes que acabaron con 15 muertos y más de 1400 heridos.
La magnitud de la violencia organizada —la peor que había conocido París desde los tiempos de la Comuna de 1871— supuso una gran conmoción para la minoría dirigente de la política francesa. El gobierno —que apenas tenía unos días de vida— fue derribado, en realidad por la violencia callejera y la fuerza de los paramilitares. Los disturbios políticos resultantes intensificaron la confrontación entre izquierdas y derechas que caracterizaría la política francesa durante el resto de los años treinta. Pero cualquier amenaza grave que pudieran representar para la existencia del estado era un mero espejismo. La existencia de la República francesa no estaba gravemente en peligro, aunque no fuera ésa la sensación que diera en su momento. Pese a caracterizarse todas desde el punto de vista ideológico por su nacionalismo extremo, su anticomunismo exacerbado y su autoritarismo (llegando incluso a veces a favorecer una forma de estado corporativo), las ligas estaban divididas entre sí por sus líderes y por los objetivos que perseguían. La más numerosa de ellas, la Croix de Feu (la «Cruz de Fuego»), que quizá contara con 40 000 militantes a comienzos de 1934, mantuvo en general la disciplina durante los disturbios del mes de febrero, comparada con la violencia de los miembros de Action Française y de otras organizaciones de derechas, actitud que permitió a la Croix de Feu recibir el aplauso de la prensa conservadora. Su líder, el coronel François de la Rocque, se distanciaría después del antisemitismo de algunos de sus seguidores.
Además, una de las consecuencias directas de los acontecimientos del 6 de febrero de 1934 había sido unir a la izquierda francesa dividida en su lucha contra el fascismo. De no haber sido así, la amenaza para la república habría podido ser mucho más grave. A la hora de la verdad, la izquierda respondió con rapidez y contundencia. El 9 de febrero los comunistas ya habían movilizado a sus partidarios. Los choques con los paramilitares de derechas dejaron nueve muertos y cientos de heridos. Tres días después más de un millón de sindicalistas paralizaron París con una jornada de huelga general. Durante los dos días siguientes hubo más de mil manifestaciones de un signo u otro, principalmente de la izquierda contra la amenaza del fascismo. Precisamente en el momento en el que el triunfo de Hitler en Alemania había convencido por fin a Stalin en 1934 de que debía abandonar el absurdo de los ataques «socialfascistas» de la Comintern contra los partidos socialdemócratas y hacer un llamamiento en pro de un frente común de la clase obrera contra el fascismo, la confrontación violenta concentró las mentes de los franceses y allanó el camino para la formación del gobierno del Frente Popular, instituido en 1936. Tras los acontecimientos de 1934, la derecha dividida se encontró por primera vez con una izquierda unida.
Las ligas, prohibidas en junio de 1936 por el gobierno del Frente Popular, en algunos casos se reconstruyeron como partidos parlamentarios convencionales. La Croix de Feu se metamorfoseó para dar lugar al Parti Social Français y amplió mucho sus apoyos. En 1937 tenía cerca de 750 000 militantes, más que los socialistas y que los comunistas juntos. A lo largo de este proceso, sin embargo, se alejó todavía más de la movilización de corte fascista para aproximarse al autoritarismo conservador. Organización genuinamente fascista, el Parti Populaire Français, dirigido por un comunista renegado, Jacques Doriot, surgió en junio de 1936. La creciente amenaza de la Alemania nazi, el hundimiento del gobierno del Frente Popular en 1938, y con él la eliminación de cualquier amenaza interna proveniente de la izquierda, y el énfasis cada vez mayor en la solidaridad nacional a medida que iba aproximándose la guerra, fueron socavando el partido de Doriot, que para entonces se hallaba ya en franca decadencia. Aun así, a través de una multitud de formas distintas —unas abiertamente fascistas, otras rayanas casi en el fascismo—, la derecha francesa había logrado establecer una amplia base de apoyo popular. Sin ella habría sido inimaginable el fácil apoyo al régimen de Vichy a partir de 1940.
A pesar de tantas dificultades, el republicanismo en Francia contaba con una amplia base de apoyo popular establecido desde hacía largo tiempo. La situación en España era muy diferente, y las fuerzas opuestas a una república democrática eran mucho más poderosas. Al principio, sin embargo, dio la impresión de que las perspectivas de la derecha autoritaria, lejos de incrementarse, habían disminuido, cuando los problemas económicos cada vez más graves empezaron a acosar a un país cuyas fisuras sociales y políticas profundamente arraigadas hacían que nunca se viera libre de crisis.
La dictadura militar de Primo de Rivera, creada en 1923, había perdido a comienzos de 1930 todo el crédito que hubiera podido tener. En medio de un descontento creciente y con su autoridad en descenso, Primo de Rivera, una vez acabado el boom económico que había sustentado su primitivo éxito, se vio obligado a dimitir, abandonó el país para exiliarse en París, y murió al poco tiempo. Al cabo de unos meses, fue seguido al destierro por el rey Alfonso XIII, y las elecciones de abril de 1931 dieron paso a una nueva república democrática. En una coyuntura en la que en buena parte de Europa la democracia giraba a la derecha, España tomó la dirección contraria, al menos de momento. La arrolladora victoria de la izquierda en las elecciones de 1931, sin embargo, fue engañosa. Aunque muchos españoles, desencantados de Primo de Rivera y de la monarquía, estaban dispuestos a dar una oportunidad a la república, el apoyo que le prestaron fue a menudo tibio, transitorio y condicional. La república carecía de una base verdaderamente masiva de apoyo fiable fuera de la clase obrera industrial, sector relativamente pequeño de la población, concentrado en varias grandes ciudades y en algunas regiones concretas, particularmente en Cataluña, el País Vasco y Asturias. Y además había divisiones muy serias dentro de los partidos republicanos. La izquierda a su vez estaba irremisiblemente escindida entre los socialistas, el principal bastión de la república, y los anarcosindicalistas (con especial fuerza en las zonas rurales, particularmente en el sur de España), que veían en la república simplemente una primera fase de la lucha violenta continua, capitaneada por los sindicatos, contra la autoridad del estado. Las fuertes identidades regionales y el antagonismo hacia Madrid especialmente de Cataluña y el País Vasco impedían también la creación de una izquierda unida. La derecha, mientras tanto, había sido derrotada, estaba desorganizada y sumida en el más absoluto desorden tras las elecciones de 1931. Pero la derrota parlamentaria ocultaba la fuerza subyacente y la capacidad de aguante de las fuerzas antirepublicanas, profundamente conservadoras. El establecimiento de la república atizó de nuevo en realidad los fuegos ideológicos que sólo se habían apagado de manera transitoria y parcial durante la dictadura de Primo de Rivera.
La nueva democracia fue un sistema abocado desde el principio a una contestación violenta. Al cabo de dos años, la legislación favorable a la reforma agraria, a la protección de los trabajadores y a una significativa reducción de los poderes de la Iglesia católica emprendida por el gobierno de coalición de socialistas y liberales provocó una reacción cada vez más estridente de una derecha autoritaria muy amplia, aunque fragmentada, combativamente antisocialista y ruidosamente católica. Los terratenientes, los empresarios, la Iglesia católica y el ejército se mostraron implacables en su oposición a la república, mientras que el avance lento, parcial y limitado de la reforma social decepcionó a muchos seguidores de la república y los malquistó con ella. En las nuevas elecciones de noviembre de 1933, la izquierda sufrió una sonora derrota, triunfaron los partidos de derechas y durante los dos años siguientes las reformas iniciales de la república fueron revocadas o bloqueadas, al tiempo que el poder volvía a los terratenientes y a los empresarios. Estaba formándose el embrión de la guerra civil.
La derecha española distaba mucho de estar unida en sus objetivos. Algunos sectores eran francamente reaccionarios: pretendían la restauración de la monarquía y el establecimiento de un estado corporativo de carácter autoritario respaldado por el ejército. Una parte mucho mayor de la derecha —de hecho el partido más grande de España, con 735 000 afiliados, según decía— se unió en 1933 para formar la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), un enorme conglomerado de conservadurismo católico populista. La CEDA afirmaba defender el cristianismo frente al marxismo, aclamaba al presidente del partido, Gil Robles, con el título de «jefe», y adoptó otras formas externas de fascismo como, por ejemplo, las concentraciones, los uniformes, una especie de saludo fascista, el estilo de movilización y la organización de un movimiento juvenil de talante cada vez más fascista. Se diferenciaba del fascismo radical por el rechazo del paramilitarismo y por su adhesión al menos formal a las instituciones del estado existente y a los métodos parlamentarios legales y no violentos. En la práctica, sin embargo, la CEDA pasó a apoyar cada vez más la violencia antirepublicana y tendió a la adopción de un estado corporativo autoritario. Sus credenciales democráticas eran en el mejor de los casos ambiguas. «Cuando llegue el momento, o el parlamento se somete o lo hacemos desaparecer», declaró Gil Robles.
En medio de este conglomerado de apoyos numerosísimos, aunque fragmentados, que tenía la derecha autoritaria, en buena parte basados en un autoritarismo conservador de tonos fascistas, el fascismo auténticamente radical tenía pocos seguidores. El movimiento fascista más importante, la Falange Española, creado en 1933 por José Antonio Primo de Rivera, hijo del exdictador, atacaba tanto a la derecha burguesa como a la izquierda marxista. Como era de prever, José Antonio no hizo demasiados progresos. Falange tenía unos 10 000 militantes en un país de 25 millones de habitantes, y consiguió sólo 44 000 votos (el 0,7% de los emitidos) en las elecciones de 1936. Ese mismo año la organización fue prohibida y sus líderes fueron encarcelados. El propio José Antonio fue condenado a muerte y ejecutado en el mes de noviembre. Para entonces ya había dado comienzo la sublevación contra la República española lanzada desde Marruecos y capitaneada por el general Francisco Franco. Sólo cuando Franco tomó el mando de la Falange en abril de 1937 y la convirtió, al menos nominalmente, en piedra angular del conglomerado de fuerzas nacionalistas de derechas que apoyó su rebelión, el fascismo se convirtió en España en un movimiento de masas y finalmente, al término de la guerra civil, en partido estatal de una dictadura militar a la que servía, pero que no controlaba.
Antes de la guerra civil, Falange tuvo que competir en un territorio plagado de rivales. Además, su mensaje social revolucionario estaba condenado a atraerse la hostilidad de buena parte de la clase media y de la minoría dirigente católica. En las condiciones de democracia pluralista reinantes antes de la guerra civil, los intentos de construir en España un movimiento de masas plenamente fascista fracasaron. ¿Importaba mucho? A juicio de sus encarnizados adversarios de los distintos sectores de la izquierda, no tenía mucho sentido diferenciar el pequeño partido de Falange del apoyo masivo con el que contaban las derechas. Al margen de las sutilezas de las diferencias de definición, la CEDA era, en su opinión, tan fascista como la Falange. ¿Estaban acaso equivocados? Desde la perspectiva de los que sufrieron de manera espantosa a manos de la derecha antes, durante y después de la guerra civil, el fascismo en España tuvo un respaldo enorme y no se limitó al pequeño número de los militantes de la Falange.
Mientras que en Italia y Alemania el espacio político se abrió cuando se hundieron los partidos sólidamente establecidos de la derecha conservadora y liberal, dejando que los grandes partidos populistas y fascistas de masas llenaran el vacío dejado y unieran a la nueva derecha alrededor de un programa de renovación nacional encargado de destruir la amenaza proveniente de la izquierda, en España no se dio ese vacío. Allí, ese espacio lo llenaron diversos movimientos de carácter conservador-autoritario de fuerza desigual, algunos de ellos con rasgos inequívocamente fascistas, y en particular la CEDA. La derecha española antidemocrática era muy numerosa, pero la propia fuerza de la reacción conservadora bloqueó las posibilidades del fascismo radical. En el momento del alzamiento de Franco en julio de 1936, la crisis de la democracia española se había agudizado. Pero la izquierda estaba dispuesta a combatir. Se necesitaron tres largos años de guerra civil para derribar la democracia.
Terreno fértil para la derecha:
La Europa central y del este
El de España fue un caso excepcional en la Europa occidental. En el centro y el este del continente, el giro hacia la extrema derecha fue lo habitual. Los movimientos fascistas más importantes surgieron en Austria, Rumanía y Hungría. En el caso de Austria, la ascensión al poder de Hitler en el país vecino, Alemania, supuso un elemento determinante muy especial. En Rumanía y Hungría, los incesantes trastornos provocados por el ordenamiento territorial de Europa constituyeron un requisito previo definitivo.
En Austria buena parte de los que no eran seguidores del socialismo eran ya proto-fascistas en tiempos de la Depresión. El hundimiento de la banca de 1931 y el creciente aumento del desempleo dañaron gravemente la economía del país y las condiciones de vida de gran parte de la población. Bajo el impacto de la Depresión, la triple división de la política austríaca se agudizó y se radicalizó aún más. Dos importantes movimientos fascistas, la Heimwehr («Defensa Nacional») y el partido nazi austríaco, inspirado por los acontecimientos que habían tenido lugar al otro lado de la frontera con Alemania, se enfrentaron a un numeroso partido socialista que conservaba un respaldo sólido en la clase obrera industrial. En 1930 la Heimwehr seguía teniendo el doble de apoyos que el partido nazi austríaco, al que muchos veían como un producto extranjero de importación. Pero los nazis fueron ganando terreno muy deprisa. En las elecciones regionales y locales celebradas en Austria en 1932 los nazis lograron obtener más del 16% de los votos.
Una vez que Hitler accedió al poder en Alemania en enero de 1933, la amenaza nazi en Austria se hizo evidente. En respuesta, el canciller austríaco, Engelbert Dollfuss, de treinta y nueve años, hombre de corta estatura pero sumamente enérgico, abolió el régimen parlamentario y estableció lo que él llamaba el «estado social-cristiano alemán de “Austria”, basado en diversos estamentos [corporativos] y un liderazgo autoritario fuerte». Su régimen, respaldado por la mayoría de los partidos no socialistas, la Heimwehr y el establishment católico, restringió las libertades y eliminó a la oposición. En febrero de 1934 aplastó de forma sangrienta el alzamiento armado de los socialistas que el propio régimen había provocado, y declaró ilegal el socialismo. Las fuerzas de izquierdas habían demostrado que no tenían nada que hacer frente a las de derechas, aunque a diferencia de lo que sucediera en Alemania y en varios otros países, la izquierda austríaca no se había escindido en dos partidos rivales, el socialdemócrata y el comunista. Una nueva constitución abolió el parlamento en beneficio de un estado corporativo, basado en la selección desde lo alto de una elaborada serie de «corporaciones» y consejos asesores respaldados por una única organización política, el Frente Patriótico (la Vaterländische Front). En el estado autoritario el poder real estaba en manos del canciller. Dollfuss fue asesinado por los nazis en julio de 1934. Pero el régimen autoritario —más conservador-reaccionario represivo que fascista; o, cuando menos, abrazó una forma de fascismo parcial relativamente suave, comparada con lo que estaba por venir— pervivió con su sucesor, Kurt von Schuschnigg, a pesar de la presión cada vez mayor de los nazis. Von Schuschnigg intentó reafirmar la independencia austríaca en un plebiscito que debía celebrarse el 13 de marzo de 1938, pero fue quitado de en medio por la invasión alemana y la anexión de Austria (el Anschluss) el 12-13 de marzo.
Como Rumanía había salido tan bien parada de la guerra, doblando con creces su territorio (especialmente a expensas de Hungría, aunque obteniendo ganancias también de Rusia, Bulgaria y Austria), a primera vista no resulta evidente por qué el fascismo iba a resultar atractivo en ella. El telón de fondo lo suministró la dilatada y paralizante crisis sufrida por la agricultura, que trajo consigo un descenso de los ingresos de los campesinos de casi el 60%. A medida que se agravaban las dificultades económicas en el campo, se agudizaba el resentimiento hacia las minorías étnicas —magiares y alemanes, pero sobre todo judíos—, que dominaban la industria, el comercio y las finanzas. Con la expansión del territorio, los no rumanos constituían alrededor del 30% del total de la población. Y Rumanía, donde los judíos habían estado privados de los derechos de ciudadanía hasta 1918, había sido durante largo tiempo uno de los lugares más antisemitas de Europa. En las condiciones reinantes, no costó ningún trabajo ligar las dificultades económicas a los prejuicios y el odio a las minorías, ni construir una imaginería nacionalista en la que el «verdadero» pueblo rumano era presentado como víctima de las amenazas de los extranjeros.
El movimiento fascista rumano, súper-violento (según incluso los parámetros fascistas) y súper-antisemita, la «Legión de San Miguel Arcángel» —también llamada la «Guardia de Hierro»—, bajo el liderazgo del carismático Corneliu Zelea Codreanu, antiguo estudiante de derecho, llegó a atraer a 272 000 afiliados en 1937 y a obtener un 15,8% de los votos en las elecciones celebradas ese mismo año, convirtiéndose en el tercer partido más grande de Rumanía. Codreanu consiguió su apoyo mediante un cóctel embriagador de nacionalismo étnico-racista extremo teñido de romanticismo. A eso se sumó una doctrina de violencia purificadora cuya finalidad era limpiar la nación de todos los elementos extraños (especialmente los judíos, que eran asociados con la supuesta amenaza para las fronteras de Rumanía proveniente de la Rusia bolchevique y al mismo tiempo con un capitalismo rapaz). Para remover la mezcla se utilizó la evocación de los valores morales «verdaderamente» rumanos enraizados en la pureza cristiana y la tierra de los campesinos, la «revolución espiritual» del «Socialismo Nacional Cristiano» que había de producir el «hombre nuevo». La columna vertebral de los apoyos del partido estaba formada por profesores, funcionarios, abogados, miembros del clero ortodoxo, exoficiales, periodistas, estudiantes, intelectuales, y por supuesto campesinos. Estos últimos no fueron atraídos simplemente por la idealización irracional y romántica del campo como una «vuelta al suelo patrio», sino también por la forma en que este reclamo emocional fue vinculado a sus resentimientos económicos, profundizados a lo largo de la dilatada crisis de la agricultura, y por la promesa de las tierras que iban a obtenerse mediante la confiscación de los bienes de los judíos.
Pese al atractivo cada vez mayor que tuvo el fascismo en Rumanía durante los años treinta, no dejó de ser un movimiento de oposición, incapaz de alcanzar el poder del estado. El éxito del movimiento de Codreanu en las elecciones de 1937 alarmó al rey y a la clase dirigente. Respaldado por el ejército, la burocracia y buena parte de los dirigentes del Partido Nacional Liberal, y dispuesto a sacar provecho de las divisiones existentes entre los demás partidos, el rey Carlos II disolvió el parlamento a comienzos de 1938 y estableció una dictadura real. La Legión de San Miguel Arcángel fue prohibida, mientras que Codreanu fue detenido y luego asesinado en prisión. Buena parte de lo que ofrecía el fascismo —incluido su antisemitismo extremo— fue incorporado al régimen monárquico. Aquélla fue una victoria pírrica. La organización fascista se vio obligada a pasar a la clandestinidad y, pese a la ejecución de cientos de sus seguidores, emergió de nuevo durante la segunda guerra mundial para participar en el gobierno durante un breve período, aunque en unas circunstancias muy distintas.
En Hungría, donde los serios motivos de queja irredentista causados por la pérdida de tantos territorios a raíz de los acuerdos de posguerra seguían siendo una herida abierta, la Depresión, que trajo consigo una crisis de la producción agrícola y el desempleo para una tercera parte de la mano de obra industrial, exacerbó enormemente las tensiones sociales y políticas. Sin embargo, especialmente de 1932 a 1936, durante el mandato como primer ministro de Gyula Gömbös, cuyas tendencias de extrema derecha dividieron a las pequeñas fuerzas fascistas y por un tiempo lograron desarmarlas, las elites dominantes, que habían vuelto a cobrar fuerzas a raíz de la restauración conservadora de los años veinte, lograron hacerse con el dominio de un parlamento aborregado y adaptar el manejo de la crisis de tal modo que no apareció ningún partido fascista importante hasta 1937. La debilidad de la izquierda socialista, que no se había recuperado nunca tras ser aplastada a raíz de la caída del régimen de Béla Kun en 1919, y los subsiguientes años de limitada participación masiva en la democracia aparente del régimen autoritario de Miklós Horthy, tuvieron también mucho que ver con las escasas posibilidades de movilización fascista. Hasta 1937 no surgió un gran movimiento fascista, influido por los acontecimientos de Alemania y por la configuración en rapidísimo cambio de la política internacional. El Partido Nacionalsocialista Húngaro —una amalgama de ocho grupos nacionalistas extremos— nació del Partido de la Voluntad Nacional, fundado por un antiguo oficial del estado mayor, Ferenc Szálasi, en 1935, y finalmente en 1939 acabó convirtiéndose en el Partido de la Cruz Flechada. La organización empezó a reclutar numerosos militantes entre los profesionales del sector público, los oficiales del ejército, y también entre los obreros de los barrios industriales de Budapest, llegando a tener 250 000 afiliados en 1939-1940. El breve momento de éxito de la Cruz Flechada —aunque para sus víctimas fue una época espantosa— llegaría más tarde, en plena guerra, cuando Hungría se hallara bajo la dominación de Alemania y estuviera a punto de ser derrotada.
En otros países de la Europa del este y del sudeste, el control del estado ejercido por elites autoritarias de carácter conservador-reaccionario, entre ellas los militares, que veían en la movilización populista una amenaza para su poder, constituyó el mayor obstáculo para el avance de los movimientos fascistas. A veces incluso estos movimientos fueron de hecho eliminados, aunque sus objetivos y sus ideas les fueran habitualmente arrebatados por los regímenes autoritarios existentes, caracterizados por un fortísimo nacionalismo y a menudo también por un virulento racismo. Cuando los gobiernos giraron hacia el autoritarismo (como en Estonia y Letonia en 1934, en Bulgaria también en 1934, o en Grecia en 1936), o en los países en los que el arraigo de las elites que sustentaban el estado reforzaron los regímenes autoritarios ya existentes, el espacio que le quedó al fascismo para organizarse y movilizarse, e incluso la propia necesidad de un movimiento fascista, se vieron severamente restringidos.
Poco antes de que diera comienzo la segunda guerra mundial, la democracia había quedado confinada a once países de la Europa noroccidental (Gran Bretaña, Irlanda, Francia, Suiza, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia y la pequeña Islandia). Todos habían formado parte de los vencedores de la primera guerra mundial o habían permanecido neutrales durante la contienda. Unas tres quintas partes de los europeos (dejando a un lado de momento a los habitantes de la Unión Soviética) vivían en dieciséis estados que tenían algún tipo de régimen autoritario represivo y en los que los derechos civiles se hallaban fuertemente recortados o había minorías obligadas a hacer frente a la discriminación y la persecución: Italia, Alemania (que en estos momentos había incorporado a Austria), España, Portugal, Hungría, Eslovaquia, los antiguos territorios checos (actualmente el Protectorado de Bohemia y Moravia, bajo dominación alemana), Rumanía, Bulgaria, Albania, Grecia, Yugoslavia, Polonia, Lituania, Letonia y Estonia. De las democracias creadas a raíz de la primera guerra mundial para suceder al Imperio Austrohúngaro, sólo había sobrevivido Checoslovaquia, hasta que fue destruida por la invasión alemana de marzo de 1939. El fracaso de la democracia en los estados sucesores del Imperio Austrohúngaro era el indicador más claro de la bancarrota del ordenamiento pactado de posguerra.
Los dos países que produjeron partidos fascistas lo suficientemente poderosos como para asumir el poder del estado y formar unos regímenes dictatoriales, Italia y Alemania, eran una excepción, incluso entre los demás regímenes autoritarios de Europa, no sólo por su carácter y el alcance omnímodo de su control interno, sino por sus objetivos expansionistas. Sin embargo, existía un importante desequilibrio en la amenaza que suponían para la paz en Europa. Italia pretendía controlar el Mediterráneo y hacerse, fuera ya de hora, con un imperio colonial en África. Esta amenaza habría podido ser contenida y, en cualquier caso, es sumamente improbable que por sí misma hubiera causado una guerra generalizada en Europa. El mayor, el más dinámico, más brutal y más radical desde el punto de vista ideológico de ambos regímenes, la Alemania de Hitler, era otra cosa muy distinta. Buscaba su expansión en el corazón de Europa. Y eso planteaba una amenaza para todo el continente. El precario equilibrio de poder se vio de pronto en peligro de muerte debido a la amenaza de hegemonía de Alemania. En adelante la paz en Europa viviría de prestado.