7
Hacia el abismo
No debe prevalecer el principio de que puede uno acomodarse a las circunstancias y soslayar así la solución de los problemas. Las circunstancias deben más bien adaptarse a las demandas. Ello no es posible sin colarse en otros países «forzando la entrada» o sin atacar las posesiones de otros pueblos.
Adolf Hitler, alocución a los mandos militares,
23 de mayo de 1939
Otra guerra, sólo una generación después de que millones de soldados murieran desangrados en los campos de la muerte del gran conflicto de 1914-1918, era una perspectiva terrible para la mayor parte de los europeos. Sin embargo, pocos contemporáneos permanecieron ciegos a finales de los años treinta ante el ímpetu inexorable, cada vez mayor, que conducía hacia una nueva guerra. Esta vez no sería cuestión de «resbalar desde el borde» en el caldero hirviente ni de unos líderes políticos y militares encaminándose como «sonámbulos» hacia una catástrofe que apenas podían prever. Esta vez hubo una potencia agresiva evidente cuyas acciones fueron excluyendo progresivamente todas las opciones que no fueran la guerra o la aceptación de la dominación del continente europeo por el poderío tiránico de la Alemania nazi. Como dice el refrán, «El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones». Es el mejor comentario que se puede hacer a la forma en que las democracias occidentales intentaron lidiar con Hitler. Sus vanos intentos de acomodarse al afán expansionista alemán permitieron a Hitler imponer los acontecimientos ante los que ellas sólo pudieron reaccionar con debilidad. La respuesta del chantajista a sus concesiones fue pedirles cada vez más. El resto de Europa contemplaba el panorama, cada vez con más angustia. En todas partes fueron haciéndose preparativos para una guerra que era muy temida, pero cada vez más esperada.
La derrota de la izquierda
La derrota de la izquierda en Alemania durante los años de la Depresión y su destrucción en 1933 tras la toma del poder por Hitler pudo verse en aquellos momentos en toda su dimensión. Los dos partidos alemanes de izquierdas, el socialdemócrata y el comunista, se habían opuesto claramente desde posiciones ideológicas muy distintas al militarismo de la derecha que, como habían previsto correctamente, sólo podía conducir en último término a la guerra. Si la izquierda no hubiera sido destruida tras la toma del poder por Hitler y si la democracia —cuyo principal sostén había sido el partido socialdemócrata— hubiera sobrevivido en Alemania, las probabilidades de una nueva guerra en Europa habrían disminuido netamente. En vez de eso, quedó abierto el camino hacia una política exterior asertiva, favorecida por las elites del poder nacional-conservadoras, respaldada por un nacionalismo populista estridente, y sometida a las jugadas cada vez más arriesgadas de Hitler.
La trágica desaparición de la izquierda en Alemania fue sólo un capítulo más de su derrota mucho más general en la mayor parte de Europa. Fuera de la Unión Soviética, en 1935 la izquierda carecía de poder casi en todas partes. La socialdemocracia se había aferrado al poder en los países escandinavos, aunque éstos pesaran poco en la forma de la configuración internacional del poder. En otros lugares, las fuerzas de la derecha, invariablemente respaldadas por los militares, la policía y los servicios de seguridad, se revelaron demasiado poderosas. A mediados de los años treinta casi toda Europa estaba sometida a algún tipo de régimen nacionalista represivo, ya fuera reaccionario o abiertamente fascista, quedando la izquierda inerme y expuesta a una feroz persecución. En las democracias occidentales más poderosas, Gran Bretaña y Francia habían dominado los gobiernos de tendencias conservadoras durante los años de la Depresión. Por consiguiente, también en ellas la influencia política de la izquierda se había visto en buena parte disminuida.
La derrota de la izquierda tuvo lugar a escala continental, aunque las estructuras nacionales condicionaran la naturaleza específica de cada caso. Era en parte reflejo de las gravísimas divisiones existentes en ella, la más fundamental de las cuales era la que separaba el ala socialdemócrata de la comunista (aunque tampoco la unidad de la izquierda impidiera su derrota en Austria). La izquierda comunista también estaba desunida, a veces rota en facciones rivales, y su principal representación se hallaba dominada por completo por los intereses de la Unión Soviética. La derrota de la izquierda reflejaba además el visceral rechazo de la ideología socialista y el intenso temor por el comunismo que sentían la clase alta y la clase media, el campesinado y algunos sectores de la propia clase obrera. Mientras que los nacionalistas en cualquiera de sus variedades seguían resultando atractivos a todos los sectores de la sociedad, la izquierda, tanto socialista como comunista, parecía en primera instancia favorecer los intereses de un grupo social específico, la clase obrera industrial. Pero la política de clase del socialismo, por no hablar del objetivo comunista de la «dictadura del proletariado», tenía un atractivo evidentemente limitado para todos aquellos que se veían a sí mismos como perdedores seguros en caso de que triunfara la izquierda, esto es la mayoría de la población.
El miedo a la izquierda, y en particular al bolchevismo, era en la mayor parte de Europa enormemente desproporcionado respecto del poder real que tenía la izquierda, o incluso de su potencial de poder. Pero, teniendo en cuenta los eslóganes de odio clasista proclamados por la extrema izquierda en los rincones de Europa en los que podía hacer oír su voz, las historias de horror que lograban filtrarse desde la Unión Soviética, y el predominio casi en todas partes de la prensa de derechas y antisocialista, tampoco es de extrañar que tantos europeos estuvieran dispuestos a depositar su confianza en los que suponían que iban a mantener el «orden» y a defender los intereses nacionales y no el interés de una clase en concreto.
Falso amanecer en Francia
En medio de la oscuridad en que iba sumiéndose la izquierda en Europa, unas elecciones en particular ofrecieron ciertos destellos de esperanza. Las elecciones generales francesas de 1936 dieron unos resultados que parecieron un claro triunfo del antifascismo y un retroceso al fin de lo que durante años había sido una tendencia hacia la extrema derecha militante en toda Europa. Cuando se contaron los votos de la segunda vuelta de las elecciones el 3 de mayo de 1936 (la primera vuelta había tenido lugar una semana antes, el 26 de abril), el Frente Popular de socialistas, comunistas y radicales había obtenido una sorprendente victoria logrando 376 escaños, muy por encima de los 222 del frente nacional de la derecha. La euforia entre los partidarios de la izquierda —obreros, pero también la mayoría de intelectuales, escritores y artistas— fue enorme. Manès Sperber era un escritor judío nacido en 1905 en Polonia, pero exiliado en París a partir de la breve experiencia que tuvo de las cárceles alemanas en 1933, militante cada vez más crítico del partido comunista (del que acabaría saliéndose en 1937). Más tarde escribiría acerca de su euforia por los resultados de las elecciones. Para él y para muchos otros, recordaría, fueron algo más que una victoria electoral. Era como si un viento fresco hubiera disipado de repente una atmósfera opresiva y asfixiante. Por fin se había obtenido un objetivo considerado inalcanzable durante mucho tiempo. «Nunca la fraternidad había parecido tan cerca como en aquellos días de mayo de 1936», escribió. «Procedentes de todas las avenidas desembocaban en la Place de la Bastille y la Place de la Nation hombres, mujeres y niños» cuyos cantos y gritos de alegría llegaban hasta las calles adyacentes, invitando a todo el mundo a unirse en la búsqueda de la justicia y la libertad; y todo había sido posible sin violencia revolucionaria. Las esperanzas humanitarias de Sperber no tardarían en revelarse un sueño vanamente optimista.
Francia siguió siendo un país completamente dividido. El odio de la derecha nacionalista por el Frente Popular iba más allá de la oposición política convencional. Su líder, Léon Blum, un intelectual judío que había sido uno de los primeros partidarios de Dreyfus, fue objeto de ataques particularmente virulentos. Blum había sufrido la agresión física de una muchedumbre nacionalista en febrero de 1936. La primavera anterior, el líder del partido de extrema derecha Action Française, Charles Maurras, había lanzado una espantosa denuncia contra Blum diciendo que había que «pegarle un tiro; por la espalda». El triunfo electoral de la izquierda no mitigó la polarización ideológica de Francia. En realidad, la victoria había sido mucho menos arrolladora de lo que parecía a primera vista. La proporción de votos de la izquierda, el 37,3%, era sólo ligeramente superior al 35,9% obtenido por la derecha. El mayor cambio había tenido lugar en la propia izquierda, aunque eso no hizo más que incrementar el antagonismo de la derecha. Los radicales, el principal sostén centrista de la República, habían perdido terreno, bajando de los 157 escaños de 1932 a sólo 106 en 1936. Los socialistas, el principal partido del Frente Popular, habían subido de los 131 a los 147 escaños. Diversos partidos pequeños de izquierdas habían sacado 51 escaños, con un aumento de 14 respecto a 1932. Pero lo más preocupante para la derecha era que los comunistas habían sido los grandes beneficiados, con un aumento de 10 a 72 escaños.
La victoria había sido posible una vez que en junio de 1934, con un repentino «como si dijéramos cambio de escena en el teatro» (en palabras de Blum), Stalin había abandonado la denigración de los socialdemócratas en la Comintern, a los que venía calificando de «social-fascistas». La creciente fuerza de la Alemania de Hitler requería un giro total de la anterior estrategia comunista en Europa. La nueva estrategia revisada comportaba cooperar por la seguridad colectiva con los países tachados anteriormente de «burgueses». A nivel nacional, Stalin fomentaba ahora activamente la colaboración de los comunistas con los socialistas e incluso con los partidos «burgueses» para construir «frentes populares» de izquierdas con el fin de combatir la amenaza cada vez mayor del fascismo. La jugada fue confirmada en el VII Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en el verano de 1935.
En Francia, la presión a favor de un «frente popular» contra el fascismo había venido de abajo, de las bases, articulada primero por los sindicatos, y adoptada después por el partido comunista francés. Esa presión se había intensificado a lo largo de 1935. En otoño, cuando los radicales se unieron a los socialistas y a los comunistas, el Frente Popular se hizo realidad.
Sus promesas electorales incluían un programa de obras públicas (que pusiera fin a la política económica deflacionista), la reducción del horario de trabajo semanal, pensiones de jubilación y el establecimiento de un fondo para el desempleo. Como reflejo de los vientos antifascistas que corrían, las bandas paramilitares debían ser prohibidas. Pero se evitaron otras medidas radicales que hubieran podido asustar a la clase media. La revolución social tendría que esperar. Los socialistas se desdijeron de la defensa que habían venido haciendo de la nacionalización de la economía; y los comunistas dejaron de hablar de soviets y granjas colectivas. La administración del Banco de Francia debía ser ampliada para eliminar el control de una estricta oligarquía de accionistas. Pero la banca no sería nacionalizada. El valor del franco se mantendría —una garantía para las personas de clase media que habían perdido sus ahorros con el anterior gobierno de coalición de izquierdas—, aunque semejante promesa no tardaría en revelarse un compromiso precipitado. Se garantizaba el derecho de la mujer al trabajo, aunque, con tal de no abrir el debate en torno a un posible cambio de la constitución (defendido por buena parte de la extrema derecha), nadie habló de su derecho a ejercer el voto.
Blum, el primer presidente de gobierno socialista de Francia y también el primer judío en ostentar el cargo, dirigió un gabinete —en el que había tres ministras— integrado por partidos socialistas y radicales. Los comunistas (y varios otros partidos minoritarios) lo apoyaban, aunque prefirieron no formar parte de él. Antes incluso de que el nuevo gobierno tomara posesión, el país se vio azotado por la mayor oleada de huelgas que había conocido nunca Francia, a menudo espontáneas, realizadas alegremente, en un ambiente festivo, como de carnaval. Casi dos millones de trabajadores, muchos no sindicados, y entre los que había gran cantidad de mujeres que percibían salarios bajísimos, participaron en millares de huelgas, ocupaciones de fábricas y sentadas, mayoritariamente en el sector privado. Restaurantes y cafés cerraron sus puertas, los huéspedes de los hoteles tuvieron que arreglárselas sin servicio de habitaciones, en los principales grandes almacenes de París no había dependientes que atendieran a los clientes, y el cierre de las estaciones de servicio hizo que los automovilistas no pudieran llenar sus depósitos. La alegría de los huelguistas y de sus partidarios era un elemento más del cuadro. Otro sería la condena generalizada del desorden social por parte de la clase media simpatizante de las derechas, que temían que aquello fuera el anuncio del advenimiento del comunismo. La polarización política se acentuó.
La gigantesca oleada de huelgas indujo a los empresarios a concentrar sus mentes. En una sola tarde, el 7 de junio, en una reunión en la residencia del primer ministro en el Hôtel Matignon, accedieron a las primeras exigencias de los sindicatos. Las relaciones laborales se transformaron de la noche a la mañana. Se accedió al derecho de los trabajadores a sindicarse, a la negociación colectiva, al reconocimiento de los enlaces sindicales, a la prohibición de medidas punitivas contra los huelguistas y a aumentos salariales de alrededor del 15%. La semana laboral de cuarenta horas y dos semanas de vacaciones pagadas al año (que, unidas a la rebaja de las tarifas ferroviarias, dieron comienzo al éxodo estival de París y otras grandes ciudades que se convertiría en un rasgo permanente de la sociedad francesa) se convirtieron en ley en cuestión de días. La oleada de huelgas remitió gradualmente. La avalancha de leyes continuó con la prohibición de las ligas paramilitares el 18 de junio, lo que calmó los desórdenes políticos y la violencia callejera (aunque obligara a algunos sectores de la extrema derecha a pasar a la clandestinidad). Se aprobaron otras leyes que introdujeron la reforma del Banco de Francia, subieron la obligatoriedad de la escuela a los catorce años, nacionalizaron la industria armamentística y apaciguaron a los labradores fijando grandes aumentos a los precios del grano. Se creó un nuevo Ministerio de Deportes y Ocio con el fin de democratizar el acceso a las actividades al aire libre (y contrarrestar de paso la militarización del ocio en las organizaciones fascistas), que ofrecía formas atractivas de entretenimiento a la clase obrera, y comportaba la mejora de la sanidad pública. En consecuencia, el ciclismo, el excursionismo, los albergues juveniles y el turismo popular recibieron un gran estímulo, las instalaciones deportivas mejoraron y se promovió el interés general por el deporte y la participación en él. En general, el nivel de la intervención emprendida por el gobierno del Frente Popular en tan poco tiempo fue notable.
Tal era la euforia que reinaba en la izquierda francesa. Eric Hobsbawm, que más tarde se convertiría en uno de los historiadores más eminentes de Europa y que por entonces era un joven revolucionario de diecinueve años, vivió la extraordinaria atmósfera reinante en París el 14 de julio de 1936, aniversario de la toma de la Bastilla en 1789. Recordaba cómo «las banderas rojas y tricolores, los líderes, los contingentes de obreros… pasaban ante las masas aglomeradas en la calzada, las ventanas atestadas de gente, los propietarios de los cafés, los camareros y los clientes saludando amablemente, y el entusiasmo aún más amable del personal de los burdeles aplaudiendo».
La euforia estival no tardó en evaporarse, el ambiente de carnaval se disipó y volvieron a aflorar las preocupaciones y angustias de la vida cotidiana. El gobierno se encontró muy pronto con dificultades. El experimento socialista limitado de Blum se encontró rápidamente con vientos contrarios procedentes de los mercados internacionales. La negativa a devaluar el franco no tardó en revelarse un error que dificultaba aún más el margen de maniobra del gobierno. Las grandes empresas retiraron sus inversiones del país. La subida de los costes de la semana laboral de cuarenta horas se tradujo en una subida de los precios, estimulando la inflación creciente a la que no respondió un aumento de la productividad. Las presiones sobre el franco y las reservas de oro se incrementaron. En septiembre de 1936 el gobierno se vio obligado a reconocer su primer error y devaluó el franco alrededor de un tercio. Ni siquiera esta medida acabó con las presiones sobre la divisa. La inflación se comió las ganancias de los trabajadores y los ahorros de la clase media. El apoyo al gobierno fue disminuyendo. Cuando el senado, dominado por los conservadores, se negó a conceder los poderes de emergencia solicitados por el gobierno en junio de 1937 con el fin de combatir las dificultades financieras del país, Blum presentó su dimisión y fue sustituido por Camille Chautemps, del Partido Radical. Los ministros socialistas (incluido Blum) permanecieron en el gobierno. Pero el ímpetu socialista había desaparecido. El gobierno estaba dominado ahora por los radicales, cuyas inclinaciones políticas estaban trasladándose hacia la derecha, hacia un conservadurismo mayor.
Chautemps, autorizado por el parlamento para gobernar por decreto (en virtud de unos poderes que le habían sido negados a Blum), subió los impuestos y puso fin a las reformas sociales. Pero muchas de las medidas que habían provocado la caída del gobierno de Blum siguieron vigentes. Los precios continuaron subiendo. La deuda pública siguió creciendo. El franco siguió perdiendo valor (obligando por fin a una nueva devaluación). La productividad siguió estancada. Siguieron fomentándose los desórdenes. El Frente Popular siguió languideciendo, abrumado por unos problemas económicos inabordables, obligado a hacer frente a la oposición implacable de la derecha conservadora y fascista, y abocado a un peligro cada vez mayor en el ámbito internacional.
Blum volvió a la jefatura del gobierno en marzo de 1938, pero en medio de un clima internacional completamente distinto tras la incorporación de Austria al Reich alemán. De momento, acosada por las preocupaciones en materia de política exterior, Francia perdió la paciencia con los experimentos sociales y económicos. Blum se desengañó rápidamente y perdió toda esperanza de hacer progresos con nuevos intentos de inversiones estatales, controles de cambios e impuestos sobre el capital. El aumento del gasto en rearme impuso sus propias limitaciones al gasto del gobierno en asuntos sociales, mientras que la fuga de capitales y la disminución de las reservas de oro exigieron nuevos recortes del gasto público y finalmente una tercera devaluación del franco. La primera administración de Blum había durado 382 días; la segunda acabó a los 26. Con su salida de la presidencia del gobierno por segunda vez, la política giró hacia la derecha conservadora bajo el liderazgo del nuevo primer ministro, Édouard Daladier, del Partido Radical. Daladier era considerado un hombre competente, la mismísima encarnación de la pequeña ciudad de provincias, respaldado a un tiempo por el pequeño y el gran capital y elogiado por la derecha por haber echado por tierra buena parte de la legislación social de Blum, poniendo fin así a «la revolución de junio de 1936».
La construcción del Frente Popular, que unió a socialistas, comunistas y al centro político representado por el Partido Radical en un intento de hacer frente y derrotar al fascismo en Francia, fue una estrategia racional y sensata. Como mínimo frenó la amenaza que para la República significaba la derecha paramilitar. Pero por mucho que el Frente Popular fuera necesario, es igualmente obvio que su fracaso y su incapacidad de asentarse con firmeza estaban garantizados casi desde el primer momento. No había posibilidad alguna de que se adoptara un programa social revolucionario, como el que habrían favorecido los comunistas. Con el respaldo sólo de un 15% de la población habría sido imposible aprobarlo. La clientela de clase media del Partido Radical se habría sentido horrorizada ante cualquier amenaza para sus propiedades. Y los socialistas se habrían visto obligados a traspasar una línea cuidadosamente trazada que habría acabado con todos sus apoyos, ya fueran los de la izquierda o bien los de la derecha. Pero las reformas sociales con cuentagotas introducidas frente a buena parte de la sociedad, arrancadas a la fuerza a los representantes de la gran empresa, y rechazadas por los mercados internacionales, hicieron que sus probabilidades de éxito fueran poquísimas.
La creación del Frente Popular fue sólo posible debido a un compromiso semejante a un matrimonio a punta de pistola alcanzado entre unos socios ideológicamente incompatibles. Ese compromiso disimuló de forma transitoria y superficial ante el enemigo común las profundas divisiones existentes. Pero era un edificio frágil cuyos cimientos se vieron socavados por los abrumadores problemas a los que hubo de enfrentarse el gobierno. Las relaciones entre los dos partidos de izquierdas fueron puestas gravemente a prueba. La antipatía de los socialistas por los comunistas se intensificó como consecuencia de la enorme publicidad concedida a los relatos negativos acerca de las condiciones reinantes en la Unión Soviética y las informaciones sobre las farsas judiciales de Stalin. Los comunistas, por su parte, consideraron a Blum un «asesino de los trabajadores» después de que la policía abriera fuego contra unos manifestantes comunistas en el curso de un acto de protesta organizado en Clichy, un barrio de clase obrera de París, en marzo de 1937, en el que se produjeron 6 muertos y 200 heridos.
La caldera española
El fracaso de la izquierda en Francia no tardaría en desaparecer a la sombra de la tragedia mucho mayor para la izquierda que tuvo lugar en España, cuando los penosos esfuerzos del gobierno del Frente Popular francés cedieron el puesto en la conciencia pública a los acontecimientos que estaban desarrollándose al otro lado de la frontera española. La izquierda española, con un amplio respaldo popular y los recursos del estado a su disposición, estaba dispuesta a luchar para defender la República. No obstante, se hallaba gravemente debilitada por las enconadas divisiones de facciones, los conflictos internos y las fisuras ideológicas, dificultades a las que habría que sumar los sentimientos separatistas regionales más fuertes de toda la Europa occidental (especialmente en las regiones relativamente avanzadas de Cataluña y el País Vasco). Más dañina aún para la izquierda era la profunda polarización de la sociedad española, que databa de mucho tiempo atrás. En contraste incluso con Francia, en España había un abismo que separaba a los grupos de derechas e izquierdas. Además las lealtades republicanas no estaban tan arraigadas como en Francia. Y tampoco estaban asociadas a ningún acontecimiento simbólico, trascendental para la historia de la nación y capaz de marcar toda una época, equivalente a la Revolución Francesa.
En España la Segunda República era de creación reciente, pues databa sólo de abril de 1931. Había sido traída por la izquierda, y era fundamentalmente rechazada por toda la derecha, cada vez más extrema, cuyo antisocialismo era muy hondo, visceral y generalizado. El rechazo al socialismo se integró fácilmente en el tejido de los inmarcesibles valores católicos que envolvían gran parte de las provincias españolas y que la derecha había incorporado a su imaginería de lo que era la nación española. Esta hostilidad contaba por supuesto con el apoyo de las elites de poder tradicionales, que eran las que más tenían que perder con el temido régimen socialista: los terratenientes, los grandes magnates de la industria, la Iglesia católica y, lo que era más significativo, importantes sectores del cuerpo de oficiales del ejército. Su poder estaba en retroceso, pero todavía intacto. Acabar con la República por la fuerza era para ellos una opción siempre abierta. Al fin y al cabo, la dictadura de Primo de Rivera había llegado a su fin hacía pocos años, en enero de 1930, y los pronunciamientos (o golpes de estado militares) hacía tiempo que ocupaban un lugar destacado en la política española. En marzo de 1936 los generales españoles estaban conspirando para lanzar un nuevo intento de derrocar a un gobierno electo.
El triunfo de la izquierda socialista y republicana en las elecciones de 1931, como señalamos en el capítulo 5, había sido efímero. En noviembre de 1933, cuando tuvieron lugar las nuevas elecciones, la derecha había vuelto a cobrar fuerza. La izquierda sufrió una contundente derrota a manos de una coalición derechista formada por la CEDA y el Partido Radical, bajo el liderazgo de Alejandro Lerroux, que pasó a ocupar el cargo de primer ministro. Los dos años siguientes pusieron fin a los modestos avances sociales hechos desde la fundación de la República y a menudo trajeron consigo incluso su derogación. Para la izquierda aquellos años fueron el «bienio negro», marcados por el aumento de la amenaza fascista y una dura represión. La huelga de dos semanas de duración de los mineros de Asturias, en el norte del país, en octubre de 1934, que echaron mano a todas las armas que pudieron encontrar para atacar a la policía, acabó cuando fue sofocada de manera sangrienta por la brutal actuación de las tropas traídas especialmente de Marruecos, al mando ni más ni menos que del futuro dictador, el general Francisco Franco. La represión fue feroz, a veces bárbara. Perdieron la vida 2000 civiles, 4000 resultaron heridos y 30 000 fueron encarcelados, siendo muchos de ellos torturados en prisión. España estaba ya al borde de la guerra civil.
Cuando la coalición de gobierno se rompió, acosada por los escándalos financieros y las disputas políticas, fueron convocadas nuevas elecciones para febrero de 1936. Mientras tanto la izquierda había formado el Frente Popular, un pacto electoral de republicanos (cuyo respaldo estaba formado principalmente por la clase media) y socialistas —las dos fuerzas principales—, apoyado con mayor o menor grado de entusiasmo por los comunistas, los separatistas catalanes y los sindicatos socialistas y anarquistas. Frente a ellos se presentó a las elecciones un bloque nacional de grupos de derechas. El país estaba partido por la mitad y más radicalizado que nunca. Las elecciones fueron presentadas como una competición por el futuro de España. Para la derecha se trataba de elegir entre el bien y el mal, el catolicismo y el comunismo, «la España de las viejas tradiciones» y «la anti-España de la destrucción, la quema de iglesias y… la revolución». Las voces de la izquierda amenazaban con «hacer en España lo que se ha hecho en Rusia». Cuando llegó el recuento de votos, resultó que el Frente Popular había obtenido una victoria histórica, estrecha por el número de votos emitidos (4 654 111 frente a 4 503 524), pero arrolladora en el reparto de escaños (278 frente a los 124 de la derecha).
La unidad del Frente Popular no duró más que lo que duraron las elecciones. El gobierno, compuesto sólo por los republicanos, fue débil desde el principio. Los socialistas, a su vez desunidos, se negaron a participar en él. El partido estaba dividido entre un ala reformista, encabezada por el moderado Indalecio Prieto, y la UGT (Unión General de Trabajadores), cada vez más revolucionaria, capitaneada por Francisco Largo Caballero, encantado de lucir el mote de «Lenin español» que le había concedido la prensa soviética. Las Juventudes Socialistas, como la organización sindical, también veían el futuro como una revolución a gran escala, no en términos de un reformismo asistemático. El atractivo del partido comunista, todavía pequeño, pero en rápido crecimiento, era evidente.
El gobierno empezó por restablecer los cambios sociales y económicos de 1931-1933, liberó a los presos políticos, expropió tierras de las grandes haciendas y devolvió la autonomía a Cataluña (prometiéndosela también a los vascos). Pero el control del gobierno era débil. Los campesinos pobres y los jornaleros del campo ocuparon algunas grandes haciendas en el sur de España. Las huelgas se multiplicaron en los centros urbanos. La quema de iglesias —símbolos del poder opresivo del catolicismo— se extendió más de lo que lo hiciera en 1931 y supuso un regalo propagandístico para la derecha. Se perpetraron numerosos asesinatos, tanto por activistas de izquierdas como de derechas. Unos y otros se decantaban cada vez más hacia los extremos. La Falange, que hasta entonces había sido una pequeña facción de derechas, de repente se vio incrementando sus militantes, muchos de ellos antiguos miembros del movimiento juvenil de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), que apoyaban una postura antirepublicana más agresiva que la de muchos seguidores de más edad del partido. Y mientras tanto, sin que el gobierno se enterara, iba tramándose la conspiración.
Algunos líderes del ejército, incluido Franco, habían contemplado la posibilidad de dar un golpe de Estado directamente después de las elecciones. Pero la ocasión no estaba madura. Antes bien, los generales prefirieron observar y esperar. El gobierno había intentado neutralizar posibles turbulencias por parte de los militares destituyendo a Franco del puesto de jefe del estado mayor y enviándolo a las islas Canarias. El general Emilio Mola, conocido por su fuerte hostilidad a la República (y de hecho el principal motor del golpe de Estado proyectado), también fue destituido. Curiosamente, sin embargo, Mola fue trasladado del puesto de mando que ocupaba en el Marruecos español y colocado al frente de una guarnición en Pamplona, en el norte de España, un destino clave desde el que pudo establecer estrechos vínculos con los partidarios clandestinos del alzamiento. Aunque fueron detenidos algunos falangistas, todavía fueron capaces de organizarse desde el interior de la cárcel. Pero aquel gobierno débil no tomó muchas más medidas para evitar problemas.
El 17 de julio de 1936 dio comienzo la sublevación en el Marruecos español y las Canarias, propagándose por la España peninsular durante los dos días siguientes. Los conspiradores esperaban que fuera un golpe rápido y que los militares se hicieran enseguida con el poder. Pero pronto quedó claro que las cosas no iban a suceder así. En algunas zonas de la península las guarniciones militares y buena parte de la población apoyaron a los rebeldes. La sucesión de tres primeros ministros en dos días fue un claro indicio del pánico que se apoderó del gobierno. Mola se sintió lo bastante seguro como para rechazar una solicitud de tregua que hubiera supuesto una solución de compromiso. En otros lugares, sin embargo, aunque a menudo se las vieran y se las desearan para no sucumbir, el ejército y la policía se mantuvieron leales a la República. Los trabajadores tomaron las armas en Madrid, Barcelona, San Sebastián y muchos lugares del País Vasco, y en algunas otras zonas. En cuestión de días España estaba completamente dividida, igual que lo había estado en las elecciones del mes de febrero.
El este y el sur seguían en su mayor parte al lado de la República. Los rebeldes, sin embargo, habían obtenido rápidamente ganancias en el sudoeste, el oeste y buena parte del centro de España. Desde el punto de vista militar, las fuerzas de la República y las de los rebeldes estaban bastante igualadas; económicamente, las regiones más importantes desde el punto de vista industrial seguían en manos del gobierno. La gente, incluso a nivel de pueblos y aldeas, tomó partido: por la derecha o por la izquierda, por la República o el fascismo. La violencia se incrementó vertiginosamente. Incluso durante los primeros días se cometieron tremendas atrocidades por ambos lados. En las zonas que lograron conquistar, los rebeldes asesinaron y ejecutaron sumariamente a gran número de personas. Es imposible determinar la cifra exacta de muertos, aunque indudablemente ascendió a millares. También en el bando republicano se multiplicaron los actos de venganza contra los partidarios del alzamiento o los enemigos de clase. Se aprovechó la ocasión para saldar muchas cuentas. La «justicia revolucionaria» dictada por tribunales improvisados produjo numerosas ejecuciones. El clero fue objeto de una violencia horrorosa. Más de seis mil clérigos —curas, frailes y monjas— fueron asesinados, se quemaron iglesias y se destruyeron imágenes religiosas. La cosa estaba adquiriendo las proporciones de una guerra civil en toda regla. Pero no se divisaba ningún vencedor claro.
Empezó a notarse un importante giro en el equilibrio del poderío militar a finales de julio y comienzos de agosto, cuando Hitler y Mussolini —en su afán por impedir que el comunismo lograra afianzarse en la península Ibérica— proporcionaron los aviones para trasladar desde Marruecos hasta la Península a la flor y nata del ejército de África, al mando de Franco, formado por más de 30 000 combatientes recios y experimentados. Fue el comienzo de la progresiva ayuda prestada a las tropas de Franco por Alemania e Italia. Tanto Hitler como Mussolini esperaban finalmente obtener el respaldo de la España nacional y mientras tanto veían encantados la oportunidad de ensayar su potencia de fuego lejos de sus fronteras. El Portugal de Salazar, temeroso del triunfo del bolchevismo en el país vecino, también suministró hombres y pertrechos a los rebeldes.
Como consecuencia, las fuerzas nacionales rebeldes consiguieron una notable ventaja. Ésta habría podido ser contrarrestada si las democracias occidentales hubieran proporcionado armas a otra democracia como la suya. Sin embargo, en agosto, Inglaterra, seguida de cerca por Francia (donde Blum estaba destrozado mentalmente y lleno de remordimientos por privar de ayuda a los socialistas españoles), fue la primera en intentar alcanzar un acuerdo internacional para no suministrar armas a la España republicana. Los británicos estaban ansiosos por impedir que la intensificación del conflicto español se convirtiera en una guerra en toda regla en Europa. Pero como consecuencia de todo ello la lucha en España se decantó hacia la perspectiva de una victoria de los nacionales. Stalin respondió en otoño a la petición de ayuda militar enviada por el gobierno republicano, pero la desigualdad en el aprovisionamiento de armas continuó. Por fin, veinticuatro países firmaron un Pacto de No Intervención. Alemania, Italia y la Unión Soviética también lo firmaron, mostrándose de boquilla a favor de la no intervención, al tiempo que suministraban grandes cantidades de armamento a los contendientes.
A pesar de la política oficial de no intervención, al menos 30 000 voluntarios (buen número de ellos judíos) de diversos países europeos —en su mayoría socialistas, comunistas y sindicalistas organizados por la Comintern en las Brigadas Internacionales— se trasladaron a España a partir del otoño de 1936 con el fin de salvar a la República. La mayoría de ellos, de un modo u otro, eran idealistas, que combatían, según creían, en una guerra de clases y en la lucha que pretendía traer la derrota del fascismo. Miles de ellos perdieron la vida en el intento. Su contribución militar fue exagerada por la propaganda soviética de la época, y a menudo también después. Pero es indudable que las Brigadas Internacionales desempeñaron un papel destacado en algunas grandes batallas, empezando por los combates para salvar a Madrid de las fuerzas rebeldes. A juicio de un periodista británico, Henry Buckley, que vio a las Brigadas Internacionales en acción, sus integrantes «fueron en gran medida héroes por la forma en que combatían. Sus armas eran malas, resultaba difícil imponer entre ellos la disciplina, hablaban una decena de lenguas distintas y eran pocos los que sabían una palabra de español. Obraron milagros por puro heroísmo». Para la izquierda europea, el comienzo de la guerra civil española fue una fuente de inspiración. Poco a poco, sin embargo, fue convirtiéndose en una fuente de desmoralización.
Una vez que las tropas de Franco, en su avance hacia el norte en dirección a Madrid, fracasaron en su intento de tomar la capital de España tras un largo asedio en noviembre de 1936, la guerra civil se convirtió en una larga lucha de desgaste librada con una ferocidad sin límites. Se desarrolló un patrón de lento, pero incansable, avance de los nacionales, mientras los republicanos, aunque capaces de llevar a cabo efímeras contraofensivas, se vieron obligados sobre todo a adoptar una postura de defensa tenaz, pero cada vez más desesperada. La primavera y el verano de 1937 fueron testigos de grandes avances de las fuerzas nacionales en el norte. En otoño, tras asegurarse la costa del Cantábrico, incluido el País Vasco (lo que permitió a Franco tener acceso a materias primas de vital importancia y hacerse con el dominio de una región industrial importantísima), el control del gobierno republicano se limitaba a una amplia zona de territorio que se extendía desde Madrid por el sudeste en dirección a la costa y que por el norte se limitaba prácticamente a Cataluña.
La guerra civil proporcionó a los alemanes la oportunidad de llevar a cabo bombardeos experimentales «sin responsabilidad por nuestra parte» (como dijo el barón Wolfram von Richthofen, al mando de la Legión Cóndor, la flota de bombarderos alemana). Al bombardeo de varias ciudades del sur siguieron los ataques aéreos sobre Madrid. Richthofen consideró los resultados «muy buenos». También los italianos bombardearon algunas ciudades y pueblos de España en la primavera de 1938 durante la ofensiva de los nacionales por el norte, mientras que los alemanes intensificaron sus ataques de apoyo a la ofensiva lanzando 600 toneladas de bombas sobre Bilbao. El terrible ataque contra la localidad vizcaína de Guernica a manos de unos treinta bombarderos alemanes y tres italianos el 26 de abril de 1937, que causó asombro y espanto al mundo entero, no fue un caso aislado. Esa misma mañana unos bombarderos alemanes no dejaron «ni una casa intacta» en un ataque contra Guerricaiz, a 8 kilómetros de distancia. El propio ataque sobre Guernica, de tres horas de duración, que pretendía desmoralizar a los vascos y fue, a juicio de los alemanes, «un éxito técnico completo», dejó la población convertida en un montón de ruinas y mató a casi 300 de sus habitantes. Un cura que llegó a tiempo de contemplar la desolación producida describió vivamente los gritos de la gente que huía aterrorizada de la plaza del mercado mientras el pueblo era pasto de las llamas. El famoso cuadro de Picasso, expuesto en el pabellón español en la Exposición Universal de París de 1937, inmortalizó la destrucción de Guernica en una plasmación gráfica de la barbarie de la guerra moderna. A pesar de la condena del mundo entero, los bombardeos pesados de las fuerzas alemanas en España continuaron. Ese mismo otoño, al final de las luchas en Asturias, los mandos de la Legión Cóndor tomaron la decisión de «desplegar despiadadamente las escuadrillas contra todos los lugares y medios de transporte existentes en el reducido espacio vital de los Rojos».
La guerra distaba mucho de estar acabada en el otoño de 1937. Pero había tomado un rumbo inexorable. La conquista de España por los nacionales era lenta, pero incesante. Esa lentitud se debió en parte a la fuerte defensa de los republicanos. Pero se debió mucho también a la propia manera de hacer la guerra que tenía Franco. La guerra era para él una cruzada destinada a restaurar la grandeza de la España católica. Ello exigía no sólo la derrota, sino la erradicación de aquellos que, a su juicio, eran los enemigos internos de España. Por consiguiente, Franco no llevaba ninguna prisa por conseguir una victoria rápida, pero superficial.
Francisco Franco, nacido en 1892, había pasado todos sus años de formación en el ejército. Una combinación de extraordinarias cualidades militares, de ambición ardiente y de determinación inquebrantable, le había permitido llegar a la cúspide de los mandos del ejército. Aunque tardó en unirse a la conspiración contra la República, el puesto que ocupaba al frente del ejército de África fue trascendental para el éxito del alzamiento. A finales de septiembre de 1936 fue aceptado por los nacionales como comandante supremo del ejército y jefe del estado. En abril del año siguiente unificó las diversas facciones de la derecha en un único partido de nombre larguísimo —Falange Española Tradicionalista y de las JONS [Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista]—, que prácticamente no se usaba nunca entero y que invariablemente era abreviado con las siglas FET.
Franco no tenía el carisma de Hitler ni el de Mussolini. Era un producto militar en toda la extensión de la palabra. No había llegado a esa posición de predominio por sus discursos demagógicos ni por sus maniobras políticas, sino a través del escalafón del ejército y por su indudable talento militar. Su apariencia personal era muy poco atractiva, pues era bajito y tenía una voz chillona, como de pito. Sin embargo tenía una frialdad glacial en su crueldad para con sus enemigos, que, a su juicio, eran muchos. Consideraba que la masonería, el comunismo y el separatismo eran los males que habían traído la decadencia, la corrupción y el retroceso de España desde su época dorada del siglo XVI. Su cautela como comandante militar era inseparable de su determinación de consolidar la conquista de España por los nacionales a través de la destrucción total y permanente de cualquier enemigo que le saliera al paso. Antes de firmarlas, leía personalmente de cabo a rabo las condenas de muerte dictadas en los juicios masivos a los que fueron sometidos sus oponentes. Sus tropas llevaron a cabo alrededor de 200 000 ejecuciones. Un millón de presos fueron hacinados en cárceles y campos de trabajo. Pretendía que aquello fuera una lección inolvidable para la izquierda y para el resto de sus enemigos.
El hecho de que la República lograra resistir a las fuerzas de Franco con tanta tenacidad y durante tanto tiempo es de por sí notable teniendo en cuenta las divisiones, las luchas internas, el rencor y la incompatibilidad ideológica que acosaban al bando progubernamental. Socialistas (ferozmente divididos ellos también), anarquistas, sindicatos socialistas y anarquistas, comunistas seguidores de la línea de Stalin, facciones del comunismo que rechazaban la línea de Stalin, y la izquierda catalana, que tenía sus propios planes, todos estaban unidos en su determinación primordial de derrotar al fascismo. (Las diferencias puristas de definición sobre si las fuerzas nacionales eran auténticamente fascistas o no son irrelevantes. Para los republicanos eran fascistas. ¿Quién puede decir que estaban equivocados?). El antifascismo era la fuerza más unificadora. Detrás de eso no había más que divisiones y facciones.
Durante los primeros meses de la guerra había dado la sensación de que la República estaba a punto de desintegrarse. Al verse acorralado, el propio gobierno había abandonado Madrid en noviembre de 1936 y se había trasladado a Valencia (y en octubre del año siguiente se retiró más todavía, hasta Barcelona, en Cataluña). Para entonces la autoridad del estado a menudo había sido sustituida por comités antifascistas que habían surgido a raíz del alzamiento nacional y se habían hecho con el poder en sus localidades. Los nacionalistas vascos proclamaron una república vasca autónoma. También Cataluña iba por su cuenta, lo mismo que Aragón. Los sindicatos socialistas y comunistas impusieron lo que podría llamarse una revolución social espontánea. Las fincas, las industrias y las empresas fueron colectivizadas, se crearon milicias locales, y el gobierno fue asumido por consejos revolucionarios locales. Toda aquella situación era en gran medida caótica, aunque funcionara en cierto modo; al menos a corto plazo.
George Orwell describió las condiciones reinantes en Barcelona, donde se integró en la milicia de una pequeña organización comunista no alineada con Moscú, el Partido Obrero de Unificación Marxista, habitualmente abreviado POUM: «Prácticamente todos los edificios de cierto tamaño habían sido incautados por los obreros y habían sido engalanados con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; en todas las paredes había pintadas con la hoz y el martillo y con las iniciales de los partidos revolucionarios; casi todas las iglesias habían sido destruidas y no quedaban de ellas más que las paredes, y sus imágenes habían sido quemadas… Todos los comercios y todos los cafés tenían una inscripción que decía que habían sido colectivizados… Casi todo el mundo llevaba las ropas bastas de la clase trabajadora, o monos azules o alguna variante del uniforme de miliciano». No era muy probable que la revolución social se ganara las simpatías de nadie, aparte de los marxistas convencidos, aunque no hubiera más remedio que acatar el nuevo orden.
Las propias milicias estaban armadas de forma muy precaria y muy mal organizadas: «Una auténtica chusma según todos los criterios habituales», a juicio de Orwell. Era harto improbable que semejantes fuerzas pudieran ganar una guerra contra las tropas bien armadas y disciplinadas de Franco. El gobierno central no tuvo más remedio que adaptarse, y además hacerlo a toda prisa. En el mes de septiembre los socialistas y los comunistas formaron un gobierno auténticamente de Frente Popular presidido por Largo Caballero, considerado en aquellos momentos (aunque temporalmente) una figura unificadora, no ya causante de mayor división. El gobierno se mostró de acuerdo en que la revolución social tendría que esperar a que llegaran mejores tiempos. Mientras tanto era urgente sustituir las milicias por un ejército organizado como era debido. Poco a poco se reafirmó la autoridad central. Fue tomando forma un ejército unificado, respaldado por una economía centralizada, el servicio militar obligatorio, el racionamiento y una defensa civil organizada.
Todo esto se llevó a cabo en buena parte gracias a la influencia cada vez mayor de los soviéticos. Con la llegada de las armas estalinistas la influencia de los comunistas dentro del gobierno se incrementó, pero en el fondo los comunistas no estaban interesados en una república «burguesa», sino sólo en salvarla del fascismo con el fin de ponerse posteriormente al frente de una «auténtica» revolución, y mientras tanto pretendían eliminar a todos sus rivales de la izquierda radical, como por ejemplo trotskistas y anarquistas. En mayo de 1937 Largo Caballero se vio obligado a dejar el cargo y fue sustituido por Juan Negrín, un político astuto y un administrador competente (anteriormente había sido ministro de Hacienda), a cuyo juicio el papel más dominante de los comunistas constituía un precio aceptable y la mejor oportunidad de derrotar a Franco. En Cataluña y Aragón se puso fin a la revolución social y el POUM fue aplastado en el curso de una purga despiadada. La República fue capaz de seguir luchando, aunque la influencia cada vez mayor de los comunistas distaba mucho de ser bien vista por muchos en la zona republicana y contribuyó a la desmoralización generalizada.
En 1938 la agonía final de la República estaba a la vuelta de la esquina. Una última ofensiva republicana en la cuenca baja del Ebro, al este del país, fracasó estrepitosamente. La moral iba deteriorándose a pasos agigantados, y el cansancio de la guerra era generalizado. El suministro de alimentos fue agotándose. Cataluña cayó por fin a comienzos de 1939. Fueron hechas grandes cantidades de prisioneros, que quedaron a merced de los nacionales. Medio millón de refugiados huyeron a Francia en busca de un futuro incierto, a menudo de miseria. Lo que quedaba del control republicano sucumbió en el mes de marzo. El 26 de marzo los nacionales entraron por fin en Madrid. A finales de mes, el resto del territorio de la República estaba en sus manos. El 1 de abril Franco declaró acabada la guerra. Más de 200 000 hombres habían perdido la vida en el campo de batalla. Más de un millón (de una población de 25 millones) habían sido muertos, torturados o encarcelados. Y muchos más huyeron al exilio.
Franco y sus seguidores no mostraron piedad tras la victoria. Encarnación del espíritu de purga redentora que pretendía purificar a España era el hombre nombrado para presidir el Tribunal de Responsabilidades Políticas, Enrique Suñer Ordóñez. Antiguo catedrático de pediatría en la Universidad de Madrid, en 1938 había calificado a los republicanos de «monstruos… diabólicos… sádicos y locos». Detrás de ellos veía a los masones, a los socialistas, a los anarquistas y a los judíos apoyados por los soviéticos, que estaban haciendo realidad los planes de sus Protocolos de los sabios de Sión. Según su mente calenturienta, la finalidad de la guerra era «fortalecer la raza» y «llevar a cabo la total extirpación de nuestros enemigos». Semejantes actitudes caracterizaban el enfoque vindicativo que se daba a una izquierda demonizada. Unos 20 000 republicanos fueron ejecutados después de acabada la guerra. Varios millares más murieron en las cárceles, los campos de concentración y en los batallones de trabajos forzados. Las muertes continuaron hasta bien entrados los años cuarenta.
El silencio se abatió entonces sobre la mitad de España que había defendido a la República frente a los rebeldes nacionales de Franco. Lo único que quedaba era la discriminación, la miseria y el sufrimiento, junto con un triste acomodo a la nueva dictadura represiva. Ese silencio duraría más de treinta y cinco años hasta que la muerte de Franco en 1975 trajera un nuevo comienzo para España.
¿Habría podido evitarse la guerra civil? No parece muy probable. Las posibilidades de evitarla eran escasas en 1936. El país estaba completamente dividido y el gobierno, durante los primeros meses tras las elecciones de febrero, fue perdiendo el control de la situación a pasos agigantados. Cuando el mes de mayo Indalecio Prieto recibió el encargo de formar gobierno y se encontró con el bloqueo de su rival por la izquierda, Largo Caballero, probablemente se esfumara la última oportunidad de evitar una guerra civil. En ese momento un gobierno socialista fuerte, pero moderado, tal vez habría impedido que diera su apoyo a los nacionales al menos parte de la clase media que había sido asustada por la izquierda y había girado hacia la derecha. De hecho, lo que consiguió Largo Caballero fue que el gobierno siguiera siendo débil y que la izquierda continuara dividida, mientras que la mayoría de la clase media cifraba sus esperanzas en los rebeldes y no en la República. Tampoco pudieron ponerse en práctica los planes de Prieto de limitar los poderes de la policía, desarmar las escuadras del terror fascista y nombrar un jefe de los servicios de seguridad del estado de confianza. Resulta, sin embargo, harto dudoso que Prieto hubiera podido introducir unas reformas capaces de desactivar la situación, dada la escasa fe que en aquellos momentos tenía la izquierda en una solución «moderada» y lo decidida que estaba la derecha a acabar con la República. Resulta igualmente dudoso que él o cualquier otro líder republicano hubiera podido reunir suficiente poder para detener a los líderes de derechas y quitar de en medio a los mandos militares más significativos cuya lealtad a la República, como era de todos sabido, era dudosa. En cualquier caso, ni siquiera se hizo el intento. A los que deseaban causar el mayor daño posible a la República se les permitió seguir libres para tramar la sublevación militar que pretendía acabar con ella.
¿Habría podido ganar la guerra la República? Una vez que se produjo el alzamiento, que Mola se negó a aceptar los términos de una tregua, que Franco trasladó al ejército de África de Marruecos a la Península y que los nacionales consolidaron sus primeras ganancias territoriales importantes, la victoria de la República resultaría cada vez más improbable y a mediados de 1937 era prácticamente imposible. Las divisiones y conflictos de la izquierda no beneficiaron en nada a la República. Sin embargo, no causaron su derrota. Aunque nunca con absoluta eficacia, las fuerzas gubernamentales fueron capaces gradualmente de combatir en una guerra defensiva larga. Pero en ningún momento dio la impresión de que pudieran conseguir una victoria definitiva. Quizá hubieran podido conseguirla si el carácter desigual de la intervención internacional en un conflicto que rápidamente adquiriría los perfiles de un sucedáneo de confrontación ideológica entre las fuerzas internacionales del fascismo y el comunismo, no hubiera dado una clara ventaja a los nacionales. En realidad, mientras que la ayuda soviética permitió a las fuerzas republicanas prolongar la lucha, pero poco más, las armas proporcionadas a las fuerzas nacionales rebeldes por la Italia fascista y la Alemania nazi fueron trascendentales para asegurar su éxito militar. Decisiva fue la política de no intervención de las democracias occidentales —y la determinación por parte de Estados Unidos de observar la más estricta neutralidad—, que significó que, aparte de la ayuda soviética, los republicanos tuvieran que alimentarse de migajas, mientras que los nacionales recibían regularmente suministros de armas procedentes de las potencias fascistas. Semejante desequilibrio excluiría en la práctica la victoria de los republicanos y aseguraría prácticamente el triunfo final de Franco.
La guerra dejó a España llorando sus propios muertos (aunque muchas de sus heridas más dolorosas permanecieran latentes durante generaciones), a su sociedad todavía claramente partida por la mitad, aunque las profundas divisiones quedaran ocultas bajo una delgada capa de supuesta unidad nacional, a su economía en ruinas, y sus perspectivas de modernización, tan necesaria como era, quedarían diferidas a los años venideros. Para la izquierda española la guerra fue un desastre que duraría décadas, una derrota catastrófica cuyas dimensiones resulta difícil ponderar. Pero ¿tuvo la tragedia humana vivida en España consecuencias políticas más amplias para el resto de Europa? ¿Cómo afectó la derrota de la izquierda al curso general de la historia europea, si es que llegó a afectarle? ¿Una victoria de la izquierda en la guerra civil española, por improbable que fuera, habría hecho algo para impedir el estallido de otra guerra generalizada en Europa?
Parece harto improbable. Resulta imposible conjeturar cómo habría quedado España bajo un gobierno republicano tras una derrota de las fuerzas nacionales de Franco. Cabe suponer que en último término los beneficiarios hubieran sido los comunistas, que habrían llevado a España por la senda de una dictadura de izquierdas. Si hubiera triunfado una izquierda más moderada, resultado por lo demás bastante menos probable, habría supuesto un estímulo para los socialistas en la Europa occidental y habría ofrecido a Occidente un aliado potencial en un conflicto futuro. Otra posibilidad habría sido mejorar las perspectivas de la «gran coalición» de fuerzas internacionales, incluida la Unión Soviética, propuesta para amedrentar y disuadir a Hitler. Es como mínimo igualmente posible, sin embargo, que un triunfo de la izquierda en España (y en Francia) hubiera supuesto para Hitler —el principal peligro para la paz en Europa— una provocación, más que un amedrentamiento. España habría podido incluso convertirse posteriormente en objetivo de una invasión alemana. Son todos en cualquier caso escenarios que no podemos conocer. Lo cierto es que los acontecimientos de España dejaron a los socialistas desmoralizados: decenas de millares de individuos, procedentes de más de cincuenta países, la mayoría de ellos comunistas, que, movidos por el idealismo, habían corrido a unirse a las Brigadas Internacionales para luchar por la República, quedaron abatidos por lo que consideraron la traición a la causa perpetrada por las democracias occidentales. La guerra de España, sin embargo, contribuyó al reconocimiento cada vez mayor por parte de la izquierda de que no cabía mantener la fe en el pacifismo y el desarme. Sólo la fuerza de las armas podía derrotar al fascismo.
La guerra civil que muchos temían que fuera la precursora del enfrentamiento final del fascismo y el bolchevismo en una nueva guerra europea no acabó siendo eso. Por mucho que Alemania, Italia y la Unión Soviética se enzarzaran en un sucedáneo de conflicto directo en España, ninguna de las tres estaba preparada para una guerra europea en toda regla (aunque desde luego Alemania estaba dando pasos necesarios para que el estallido de una conflagración fuera inevitable). Los alemanes en particular habían aprendido importantes lecciones tácticas acerca de los ataques aéreos en apoyo de las tropas terrestres y sobre la necesidad de mejorar sus tanques. Tanto ellos como los italianos habían visto lo que podían hacer sus bombarderos a la población civil de ciudades y pueblos; y los soviéticos habían comprobado que no podían basarse en las potencias occidentales «burguesas» para defenderse de la creciente amenaza del fascismo. Las democracias occidentales, por su parte, se sentían satisfechas de no haberse visto arrastradas al conflicto. Aunque el resultado fuera una España nacional capaz de desarrollar lazos todavía más estrechos con las dictaduras fascistas, eso era a sus ojos siempre mejor que un triunfo del bolchevismo cerca de ellas.
La guerra civil duró tres años terribles, que arruinarían a España durante las décadas por venir. Fue, sin embargo, un acontecimiento en buena medida separable de los principales desarrollos que estaban configurando todo el conjunto del continente. España se había situado en los márgenes de Europa antes de la guerra civil. Durante un breve período, realmente traumático, los catastróficos sucesos de España atrajeron sobre ella en gran medida la atención de Europa. Después de 1939, sin embargo, España una vez más se hundió y se convirtió en un rincón atrasado de Europa, que se volvería importante desde el punto de vista estratégico cuando una guerra mucho mayor acabara estallando, pero fuera de eso dejaría de despertar el interés general hasta que las circunstancias completamente distintas que se impusieron durante la Guerra Fría convirtieran a Franco en un valor apreciado para Occidente.
Para el resto de Europa, los acontecimientos que conducirían directamente a otra gran conflagración continental tendrían muy poco que ver con España. Se producirían en la zona de peligro más importante, correspondiente a Europa central. Y vinieron determinados por una fuerza a la que la terrible guerra civil de España no afectó de forma significativa: el persistente afán de expansión de Alemania.
La carrera armamentística
En Berlín, a la luz sombría y gris de última hora de la tarde del 5 de noviembre de 1937, los comandantes en jefe del ejército, la fuerza aérea y la armada de Alemania —el general Werner von Fritsch, el general Hermann Göring (director también del Plan Cuatrienal) y el almirante Erich Raeder— se dirigieron a la Cancillería del Reich para que Hitler les comunicara la adjudicación de los contingentes de acero para cada una de las tres armas. Al menos eso era lo que ellos creían que se les iba a comunicar.
Hitler estuvo tres horas hablándoles, aunque no precisamente acerca de la adjudicación de los contingentes de acero. Al principio no hubo sorpresas. Anteriormente muchas veces le habían oído decir que la futura seguridad económica de Alemania no podía garantizarse debido a la dependencia de los caprichos de los mercados internacionales, sino sólo mediante la adquisición de un «espacio vital» (Lebensraum). La propia idea, una variante de la ideología imperialista reforzada por la exposición de Alemania al bloqueo económico durante la primera guerra mundial y una de las obsesiones de Hitler desde mediados de los años veinte, implicaba naturalmente expansión y el riesgo, cuando no la certeza, de un conflicto armado en un determinado momento. La idea en sí no preocupaba ni a los líderes militares ni a ninguno de los demás presentes, el ministro de la Guerra, Werner von Blomberg, el ministro de Asuntos Exteriores, el barón Konstantin von Neurath, y el ayudante de campo de la Wehrmacht de Hitler, el coronel Friedrich Hossbach. La cuestión de lo que significaba en la práctica eso de «espacio vital» siempre había quedado abierta. Designaba diversas nociones de expansión futura, pero ninguna de ellas significaba necesariamente una guerra en un futuro próximo. Lo que pasó a decir Hitler a continuación, sin embargo, era que contemplaba precisamente esa posibilidad. Alemania no tenía el tiempo de su lado. La actual ventaja en materia de armamento no duraría mucho. Estaba decidido a actuar en 1943-1944 como muy tarde, pero en determinadas circunstancias incluso mucho antes.
Planteó la posibilidad de atacar Austria y Checoslovaquia incluso al año siguiente, 1938. Aquella noticia alarmó mucho a parte de su pequeño público. No era que les preocupara el hecho de afirmar la supremacía de Alemania en Europa central ni tampoco su dominación económica de la región del Danubio (favorecida especialmente por Göring). Era la perspectiva de guerra entre Alemania y las potencias occidentales lo que despertaba su inquietud. Alemania no estaba preparada en modo alguno para una guerra de envergadura, y lo sabían. Lo que oyeron hizo que Blomberg, Neurath y sobre todo Fritsch se sintieran muy nerviosos. Tres meses después los escépticos habían sido quitados de en medio. Hitler los había destituido a todos de sus puestos.
A medida que 1937 se aproximaba a su fin, la carrera armamentística entre la mayoría de los países poderosos de Europa constituiría un factor determinante fundamental de las acciones de gobierno de cada uno de ellos. La reunión de Hitler con sus líderes militares había sido aparentemente para hablar de la asignación de los contingentes de acero. Y de hecho la escasez de acero estaba creando dificultades muy graves para el programa de rearme de Alemania. La producción de acero era demasiado pequeña para satisfacer las demandas del ejército, imponía drásticas restricciones a la producción de aviones, y dejaba la construcción de buques de guerra muy por detrás de lo que eran los objetivos previstos de la armada. La crisis cada vez mayor del acero había dado lugar en los últimos meses de 1937 a la destitución del ministro de Economía, Hjalmar Schacht, que había dirigido la recuperación económica después de 1933, pero que más recientemente había planteado serias objeciones al programa de gasto militar, que empezaba a quedar fuera de control. Göring, el director del Plan Cuatrienal —el programa de armamento elaborado en el otoño de 1936—, estaba de hecho en aquellos momentos al mando de la economía y lo único que le interesaba de la gestión económica era maximizar la producción de armamento y hacer que Alemania estuviera lista para la guerra en el tiempo más breve posible, independientemente de los costes que ello pudiera conllevar. Cuando los barones de la industria de la cuenca del Ruhr se mostraron reacios a asumir los costes acarreados por la fundición del metal de hierro de calidad inferior para satisfacer sus objetivos de producción nacional, encargó esa misma labor a tres acererías de titularidad pública.
Los líderes de la gran empresa alemana, en su mayoría no demasiado entusiastas de Hitler antes de que se hiciera con el poder, habían cambiado de actitud posteriormente, contemplando con avidez los enormes beneficios que podían sacarse de una economía revitalizada, del boom de la producción armamentística, y del dominio previsto de la Europa del este y del sudeste. Por reacios que se mostraran los barones de la industria del acero del Ruhr a invertir en mineral de hierro de baja calidad, eran en cualquier caso los principales beneficiarios del enorme gasto destinado por el estado al rearme. Un conglomerado empresarial tan grande como el gigante de la industria química IG Farben ya había visto multiplicarse sus ganancias debido a las demandas del Plan Cuatrienal, y todavía le aguardaban unas posibilidades muy apetecibles en el botín de las conquistas alemanas. A sus magnates no les cabía la menor duda de favorecer la expansión hacia Austria y Checoslovaquia, países ambos que ofrecían la perspectiva de grandes beneficios económicos en un futuro próximo, entre otras cosas la adquisición de materias primas y de potencial industrial, necesarios ambos con tanta más urgencia para mantener el esfuerzo armamentístico en una economía sometida a una presión enorme.
Las dificultades en materia de aprovisionamiento y la grave escasez de mano de obra estaban ya intensificándose. Durante los meses sucesivos los problemas se agudizarían cada vez más. Finalmente llegarían a presagiar un inminente colapso de las finanzas del Reich. Cualquier gobierno «normal» se habría sentido obligado a hacer frente a las dificultades frenando el gasto con el fin de evitar el desastre económico. Pero el régimen nazi no era en absoluto «normal». La opinión firme de Hitler, que no tardaría en ser compartida por importantes sectores del complejo militar-industrial, era que sólo la guerra —y la adquisición de nuevos recursos económicos— podía resolver los problemas de Alemania. Lejos de actuar a modo de freno de la deriva de Hitler hacia la guerra, el agravamiento de los problemas económicos de Alemania vino a reforzar su convicción de que la guerra era una necesidad urgente.
El otro país de Europa que se rearmaba con el fin de llevar a cabo una agresión externa era Italia, el socio de Alemania en el Eje. El ritmo de su rearme, sin embargo, era totalmente distinto del de Alemania. La producción de acero, como en Alemania, imponía severas restricciones a la magnitud del rearme. Y lo mismo ocurría con las reservas de divisas en constante disminución. Los magnates de la industria italiana estaban encantados de maximizar sus beneficios con la producción de armas, pero no estaban dispuestos a arriesgar una inversión a largo plazo por unos beneficios a corto plazo. La mala gestión y los graves errores en los encargos de armas dieron lugar a importantes deficiencias en materia de tecnología y de ejecución. Y muchos de los escasos recursos de Italia fueron malgastados en la intervención en la guerra civil española, que duró mucho más de lo que Mussolini había previsto cuando se mostró tan dispuesto a suministrar ayuda a Franco. A finales de 1937, la combinación de problemas en la economía italiana estaba empezando a imponer restricciones muy significativas al proceso de rearme. El estado carecía de capacidad industrial y de fuerza financiera para sacar adelante un rápido incremento del rearme. De hecho, mientras que otros países intensificaban sus programas armamentísticos, Italia llevó a cabo una reducción del 20% del gasto en materia militar en 1937-1938 respecto al año anterior. Mussolini pensaba que le harían falta incluso cinco años antes de que Italia estuviera preparada para la guerra. Y aun esos cálculos eran optimistas.
A partir de 1936 las autoridades soviéticas habían reaccionado incluso de forma más contundente ante el creciente peligro que representaba para su país Alemania, aliada con toda probabilidad, se suponía, a otras potencias «fascistas» e «imperialistas». Con todos los sectores de la producción industrial en manos del estado en una economía cerrada y bajo una dictadura brutal, la campaña de rearme a toda costa no conocería límites. La productividad se vería, no obstante, dificultada por la ineficacia, las disputas en torno a las respectivas áreas de competencia entre la industria y el ejército, y los problemas estructurales que comportaba convertir la producción civil en producción militar. A todo eso se sumaron las desastrosas purgas, reflejo a su vez (en parte al menos) de la paranoia de Stalin por los «enemigos internos» que supuestamente amenazaban las defensas soviéticas. Como no habría sido de extrañar, los observadores externos del Kremlin tenían la completa seguridad de que la Unión Soviética había quedado gravemente debilitada y de que, desde luego para un futuro previsible, no constituía una fuerza con la que hubiera que contar. Pese a los avances masivos experimentados en materia de rearme, según las informaciones recibidas, los líderes soviéticos consideraban que el abismo que separaba a su país de Alemania, especialmente en el ámbito trascendental de la calidad del armamento aéreo, lejos de estrecharse, estaba ensanchándose. Y semejante idea resultaba muy inquietante.
Para las democracias occidentales, el rearme constituía un mal necesario, una reacción ante la amenaza cada vez mayor proveniente de Italia y especialmente de Alemania (y también, en el Extremo Oriente, de Japón). Sus finanzas internacionales, el comercio y los negocios no podían más que verse perjudicados por la guerra y por un gran trastorno continental, cuando no global. Su interés radicaba en mantener la paz. Esta prioridad se vio reforzada, a ojos de los británicos, por las crecientes y costosas dificultades a las que se enfrentaban a la hora de mantener el control de algunas de sus posesiones ultramarinas. La India, donde tenían que luchar con una presión constante en pro de la independencia, seguía siendo un problema de primera magnitud. Aparte de eso, a partir de 1936 (y durante cuatro años enteros) se enzarzaron en la brutal supresión de una gran insurrección árabe contra la dominación colonial y el asentamiento de los judíos en el mandato del territorio de Palestina.
No era que los recursos necesarios para la defensa del Reino Unido fueran desviados en una proporción gigantesca hacia el imperio; los recursos franceses para la defensa de sus propias colonias se hallaban todavía más sometidos a la necesidad urgente de acumular defensas nacionales frente al peligro a todas luces en aumento proveniente del otro lado del Rin. No obstante, la defensa imperial significaba que era preciso suministrarle hombres y recursos. Los líderes políticos y militares de Gran Bretaña se dieron perfectamente cuenta de que los compromisos globales de defensa del país se hallaban excesivamente forzados. Una guerra simultánea en tres teatros de operaciones distintos contra Italia, Alemania y Japón habría supuesto un escenario de pesadilla. Estas negras perspectivas dictaron la política de apaciguamiento —esto es de sosegar a los enemigos potenciales— a la cabeza de la cual se puso Inglaterra, seguida poco después por Francia.
La necesidad de mantenerse a la altura del acelerado programa de rearme de Alemania constituía una poderosa fuente de ansiedad. El estado de las defensas aéreas en particular era poderosamente preocupante. Stanley Baldwin, la figura dominante del Gobierno de Concentración británico y, desde 1935, primer ministro por tercera vez, no había contribuido en nada tres años antes a reducir el miedo del público a los ataques desde el aire en caso de que se produjera otra guerra cuando había afirmado que «los bombarderos siempre se nos colarán». Por aquel entonces, en 1932, esas palabras habían sido una expresión de la vana esperanza de que Gran Bretaña tomara la iniciativa en la ilegalización de los bombardeos como un elemento más de la campaña en pro del desarme internacional. Cuando esas esperanzas se esfumaron y hubo que reconocer que el rearme alemán a gran escala constituía una realidad ominosa, en el otoño de 1934 volvieron a expresarse los temores de que las defensas de Inglaterra habían sido descuidadas y de que no serían capaces de hacer frente a la disparidad creciente en materia de fuerzas armadas, especialmente de potencia aérea. Por aquel entonces, en una reunión celebrada en Berlín en marzo de 1935, Hitler (más preocupado por el efecto que pudieran tener sus palabras que por su exactitud) había dicho al secretario del Foreign Office, sir John Simon, y al Lord del Sello Privado (ministro sin cartera), Anthony Eden, que Alemania ya había igualado en potencia aérea a Gran Bretaña. El resultado fue una mayor alarma en Londres. A partir de ese momento, los que continuaban estando a favor del desarme —incluida la mayor parte de los partidarios de los liberales y los laboristas— fueron batiéndose progresivamente en retirada. En junio de 1935 Baldwin sustituyó al ineficaz ministro del Aire, lord Londonderry, por sir Philip Cunliffe-Lister, personaje más enérgico y vigoroso. La expansión y modernización de la fuerza aérea adquirieron una mayor urgencia como un capítulo más de la ampliación general (y cada vez más sustancial) del rearme británico.
En su valoración de la ventaja alemana en materia de armamento, los responsables de la planificación militar británica veían el año 1939 como el momento de mayor peligro, en el que Inglaterra debía estar preparada desde el punto de vista militar para hacer frente a Alemania. Algunos pensaban que ese calendario era ilusorio. Había habido algunos avisos siniestros desde dentro del propio ejército —siempre propenso, naturalmente, a presionar a favor de un incremento masivo del gasto en materia de rearme— y desde dentro de las altas esferas del Foreign Office en el sentido de que en aquellos momentos Gran Bretaña no estaba en condiciones de contener la amenaza alemana. Tales rumores hablaban no ya de una disminución, sino de un aumento de la disparidad armamentística entre un país y otro, especialmente en lo tocante a aviación. También se expresaron preocupaciones en el sentido de que un vuelco demasiado rápido de la economía hacia el rearme habría requerido una subida de impuestos y un incremento del coste de la vida. Esta circunstancia a su vez habría amenazado la estabilidad social, posiblemente abriendo incluso la puerta a una economía militarizada dirigida por el estado de corte socialista. Las opiniones entre los líderes políticos y militares en torno a la gravedad de la amenaza de Alemania, el momento de mayor peligro, y la intensidad con la que debía llevarse a cabo el esfuerzo para superar el abismo que separaba a ambos países en materia de expansión militar, eran muy dispares. La opinión dominante, sin embargo, era que era trascendental ganar tiempo, evitar una guerra prematura y, con suerte, evitar la guerra en absoluto por medio de una diplomacia inteligente, concepto que implícitamente significaba, sin duda alguna, llegar a un acomodo con Alemania. Los argumentos económicos y militares predominantes que se sostuvieron apuntaban en la misma dirección, esto es hacia el apaciguamiento.
La defensa del apaciguamiento por motivos económicos interesaba todavía más a los ministros franceses tras la caída del gobierno del Frente Popular de Blum en 1937. Las políticas de austeridad introducidas con el fin de estabilizar las finanzas del estado eran incompatibles con una ampliación del programa armamentístico. El ministro de Hacienda, Georges Bonnet, señaló que era imposible suministrar a un tiempo cañones y mantequilla. Habría que recortar los grandes programas de rearme. La economía liberal de Francia, afirmaba, sencillamente no podía competir con el gasto sin límites de Alemania en materia de armamento. En consecuencia el presupuesto de defensa para 1938 se vio de hecho recortado. Los jefes de las fuerzas armadas se lamentaron en vano.
La amenaza proveniente del aire, considerada tanto en Francia como en los demás países el mayor peligro en cualquier guerra futura, resultaba particularmente preocupante. La reestructuración de la industria aeronáutica francesa recientemente nacionalizada creó una serie de problemas de producción que se sumarían a las restricciones financieras. En 1937 sólo se construyeron 370 aviones, frente a los 5606 fabricados por Alemania. El ministro del Aire, Pierre Cot, considerado mayoritariamente un radical de izquierdas y bastante impopular por su defensa del establecimiento de una estrecha alianza con la Unión Soviética, dijo que necesitaba un incremento del 60% de su presupuesto para galvanizar la producción aeronáutica. En vista de las limitaciones financieras, semejante medida estaba totalmente fuera de lugar. No es de extrañar que la fuerza aérea francesa viera sus perspectivas muy negras en una guerra futura. Su comandante en jefe predijo a comienzos de 1938 que si ese año estallaba la guerra, «la fuerza aérea francesa sería aniquilada en unos cuantos días». Perfectamente conscientes de su debilidad económica y militar, los líderes de Francia se sentían por temperamento en perfecta sintonía con la política elaborada en Londres de intentar ganar tiempo mientras se procuraba encontrar un modo de llegar a un arreglo con la Alemania de Hitler.
A finales de 1937 la carrera armamentística desencadenada por Alemania empezaba a cobrar su propio impulso y a limitar las opciones políticas entre todas las grandes potencias. Los perfiles del extraordinario drama que iba a desarrollarse durante los años venideros empezaban a tomar forma. Y en ese drama, a medida que el campo de maniobra se restringía objetivamente, el papel desempeñado por un pequeño número de personajes clave resultaría decisivo.
Halcones y palomas
En noviembre, más o menos en el mismo momento en que tenía lugar la reunión en la Cancillería del Reich, en Londres lord Halifax, líder de la Cámara de los Lores, que a punto estaba de convertirse en secretario del Foreign Office, se preparaba para visitar a Hitler. Esperaba llegar a un arreglo con el dictador alemán en lo tocante a Europa central. Ése era el primer paso previsto por una política más activa de apaciguamiento que reflejaba la iniciativa del nuevo primer ministro británico, Neville Chamberlain, que había sustituido a Baldwin el 28 de mayo.
Baldwin quizá pensara que se había retirado del cargo de primer ministro en un buen momento. El mes de diciembre anterior había manejado con destreza la crisis de la abdicación, cuando el rey Eduardo VIII había renunciado al trono a favor de su hermano, Jorge VI, para casarse con una americana divorciada, la señora Wallis Simpson. Dos semanas antes de que Baldwin presentara su dimisión, la coronación del nuevo rey había permitido ver un despliegue momentáneo de unidad patriótica en el país, que empezaba a recuperarse de la depresión económica y había evitado los extremismos políticos que habían asolado a buena parte de Europa. Y Baldwin, cada vez más preocupado por la perspectiva de una guerra, dimitió antes de tener que bregar con la grave y prolongada crisis internacional que estaba a punto de apoderarse de Europa.
Cuando se reunió con Hitler el 19 de noviembre, el propio Halifax sugirió que el gobierno británico estaba dispuesto a aceptar un cambio en el actual estatus de Austria, Checoslovaquia y Dánzig siempre y cuando se produjera a través de una «evolución pacífica», aunque tenía sumo interés en evitar «trastornos de excesiva envergadura». Aquello le sonó a Hitler a música celestial. Dijo a Halifax que no tenía intención de anexionarse Austria ni de someterla a una dependencia política, cuando por detrás trabajaba precisamente en la consecución de ese objetivo. Halifax anotó en su diario que había encontrado a Hitler «muy sincero» y deseoso de entablar relaciones amistosas con Gran Bretaña. El cultivado aristócrata inglés evidentemente estaba perdido ante un líder político cuya solución a los problemas con los que Gran Bretaña estaba encontrándose en la India, según propia declaración, era pegar un tiro a Gandhi y a varios centenares de miembros del Partido del Congreso hasta que se restableciera el orden. Cuando informó al gabinete británico de su entrevista, Halifax aseguró a los demás ministros que Hitler no tenía en mente meterse en ninguna «aventura inmediata» y propuso darle algunos territorios coloniales para tenerlo más dócil en Europa.
Chamberlain pensó que la visita de Halifax había sido «un gran éxito». En una carta privada dijo a su hermana que, aunque los alemanes querían dominar el este de Europa, él no veía por qué no iba a poderse llegar a un acuerdo, siempre y cuando Alemania rechazara el uso de la fuerza para tratar la cuestión de Austria y Checoslovaquia, y Gran Bretaña diera garantías de que no actuaría para impedir un cambio por medios pacíficos. El ministro que más se oponía a esta nueva forma más activa de apaciguamiento —la búsqueda de un acomodo con Alemania a través de las relaciones bilaterales y de concesiones de cambios territoriales en Europa central—, el secretario del Foreign Office, Anthony Eden, se encontraba enfermo desde enero de 1938 y estaba pasando la convalecencia en el sur de Francia. En su ausencia, la dirección de los asuntos exteriores se hallaba en manos del propio Chamberlain. Agotado y en constante conflicto con Chamberlain, Eden dimitió el 20 de febrero de 1938. Su sucesor sería el más acrisolado representante del apaciguamiento, lord Halifax.
En aquellos momentos el principal obstáculo a la expansión alemana en Europa era un gobierno británico demasiado consciente de sus debilidades defensivas y de la sobrecarga de sus compromisos globales. No era una idea muy alentadora. Por la época en que Chautemps, el presidente del gobierno francés, y su ministro de Asuntos Exteriores, Yvon Delbos, viajaron a Londres en noviembre de 1937 para escuchar el relato de la entrevista de Halifax con Hitler, en París se reconocía que la política exterior francesa se hallaba gravemente supeditada a la de Inglaterra. Cuando los franceses preguntaron si su aliada, Checoslovaquia, podía contar con el apoyo de Inglaterra, además del de Francia, en caso de que el país fuera víctima de una agresión, Chamberlain evitó cualquier compromiso, afirmando que Checoslovaquia quedaba «muy lejos» y que era un país «con el que no tenemos mucho en común». De hecho Chautemps reconocería en privado lo irremediable que era la ampliación de la influencia alemana en la Europa central a expensas de Austria y Checoslovaquia, y no le importaría dejar a Gran Bretaña tomar la iniciativa del apaciguamiento.
En Roma, Benito Mussolini tuvo ocasión en noviembre de 1937 de reflexionar sobre cuán deslumbrado había quedado durante su visita de estado a Alemania, realizada unas semanas antes, cuando Hitler no había dejado piedra sin remover en su afán de impresionar a su socio del Eje; y lo había logrado. A primeros de mes Italia había estampado su firma en el Pacto Anti-Comintern, uniéndose al acuerdo firmado el otoño anterior entre Alemania y Japón. Sin embargo, en los tratos mantenidos con los italianos antes de que éstos se sumaran al Pacto, el emisario de Hitler en materia de exteriores y actual embajador alemán en Londres, Joachim von Ribbentrop, había indicado qué era lo que realmente había detrás de la jugada. Los ingleses, dijo, habían rechazado las propuestas de llevar a cabo un acercamiento anglo-alemán (la esperanza que se ocultaba tras el envío de Ribbentrop a Londres como embajador de Hitler). El Pacto, dio a entender a Mussolini y a su ministro de Asuntos Exteriores, el conde Galeazzo Ciano, era «en realidad claramente antibritánico», y debía ser la base preliminar de unos lazos militares más estrechos entre Alemania, Italia y Japón. Italia se hallaba atrapada cada vez con más fuerza en el férreo abrazo de Alemania. En enero de 1938 el ejército italiano recibió una orden en la que por primera vez se contemplaba un alineamiento de Alemania e Italia contra Inglaterra y Francia. Lo único que podían esperar las fuerzas armadas italianas, conscientes de las deficiencias de su programa de rearme, era que la guerra no llegara demasiado pronto.
En Moscú, Stalin había pasado buena parte de 1937 destruyendo los mandos del Ejército Rojo con sus grandes purgas. A cualquier observador externo todo aquello le habría parecido una auténtica locura. Eso era lo que pensaba Hitler. «Debe ser exterminado», comentó ominosamente a su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, en el mes de diciembre. Sin embargo, la Unión Soviética todavía no entraba en sus planes más inmediatos, y no había figurado en los escenarios que había presentado un mes antes a sus líderes militares. Entre las autoridades soviéticas, la guerra con las potencias capitalistas —entre las que incluían a Alemania e Italia (calificando al fascismo como la forma más extrema y agresiva de capitalismo)— era considerada inevitable. Cada vez era más profunda la convicción de que las democracias occidentales animaban a Hitler a volver la vista hacia el este y a enzarzarse en una guerra contra el comunismo por ellas. En sus propias fronteras por el este, Stalin también tenía motivos de preocupación. El militarismo japonés a lo largo de la intranquila frontera entre Manchukuo y la URSS empezaba a plantear una amenaza significativa. La única cuestión era saber cuándo iba a tener lugar la guerra. Cuanto más pudiera posponerse, mejor sería para la Unión Soviética. Faltaba todavía mucho para que la maquinaria militar soviética estuviera lista.
Mientras tanto, las opciones de Stalin se reducían cada vez más. La seguridad colectiva, la política defendida por su ministro de Exteriores, Maxim Litvínov, resultaba cada vez menos atractiva en vista de la evidente debilidad de las democracias occidentales y de su disposición a contemplar la posibilidad de un acomodo con Hitler. Una alternativa que iría ganando peso progresivamente era intentar volver a algún tipo de acercamiento a Alemania. El acuerdo alcanzado durante los años veinte, a raíz de la firma del Tratado de Rapallo de 1922 y del empleo de las ventajas económicas mutuas a modo de palanca, ofrecía en cierto modo un precedente. Pero el antibolchevismo visceral de Hitler, que una vez más había demostrado recientemente durante la concentración del partido nazi celebrada en septiembre de 1937, constituía un obstáculo incluso para hacer cualquier tipo de insinuación indirecta. La tercera posibilidad de Stalin era aceptar el aislamiento soviético y acelerar todavía más el ritmo del rearme, con la esperanza de que no se llegara demasiado pronto a la guerra. De momento, ésta era la única vía.
En las capitales de los países de la Europa central y del este los líderes políticos eran perfectamente conscientes a finales del otoño de 1937 del drástico cambio del equilibrio de poder que estaba produciéndose y de las opciones limitadísimas que ellos tenían. Su dependencia de las acciones de las grandes potencias europeas, que ellos no podían controlar, era evidente. La seguridad colectiva a través de la Sociedad de Naciones, como había demostrado lo de Abisinia, hacía tiempo que estaba muerta. Francia, otrora garantía de protección a través de su red de alianzas, se hallaba gravemente debilitada, y sus divisiones internas y sus problemas económicos eran evidentes. Estaba bien claro que Inglaterra no tenía demasiado interés en preservar el statu quo en Europa central. La influencia política y económica de Alemania llenaba ese vacío. El interés nacional y la desconfianza mutua o las enemistades ponían toda clase de barreras a la cooperación militar. Y mientras tanto la fortaleza de Alemania aumentaba a ojos vistas, y Europa central era el objetivo evidente de cualquier movimiento expansionista. El nerviosismo y el temor eran tangibles. En Viena y Praga había particulares motivos de ansiedad. Tanto Austria como Checoslovaquia tenían escasez de amigos; los franceses, cuya política exterior empezaba a vincularse progresivamente a la de Gran Bretaña, eran unos aliados menos fiables de los checos de lo que habían sido en otro tiempo. Austria, ya sin la protección de Italia, era lo más probable que fuera el primer objetivo de Hitler. Era indudable que no tardaría en darse el paso.
También lejos de Europa se produjeron novedades de gran trascendencia que acabarían teniendo un impacto muy profundo en el continente. Desde julio de 1937, Japón, cada vez más militarista y agresivo, había venido luchando en una guerra feroz en China. Las atrocidades perpetradas, entre otras la horrorosa matanza de civiles chinos a manos de las tropas japonesas enfervorizadas en Nanking en el mes de diciembre, escandalizaron al mundo. Contribuyeron al gradual pero lento declive de los sentimientos aislacionistas en Estados Unidos, donde el presidente Roosevelt ya había anunciado, tres meses antes, la necesidad de «poner en cuarentena» a las potencias agresivas que amenazaban la paz mundial. De momento, para mayor frustración de los británicos (cuyos intereses en el Extremo Oriente serían los que más directamente en peligro se verían como consecuencia de la agresión japonesa), no se produjo ninguna acción por parte de Estados Unidos. Aun así, 1937 fue testigo de los inicios de la creciente confrontación entre Japón y Norteamérica en el Pacífico, que acabaría arrastrando a ambos países a un conflicto global. Y fue testigo también de los inicios de la comprensión por parte de Roosevelt de la necesidad de persuadir a la opinión pública americana de que cualquier agresión alemana en Europa no dejaría de tener consecuencias para Estados Unidos.
El 4 de febrero de 1938 se anunciaron repentinamente en Berlín profundos cambios entre los líderes políticos y militares del Reich alemán. Blomberg, el ministro de la Guerra, y Fritsch, el comandante en jefe del ejército de tierra, habían sido destituidos. El propio Hitler se había puesto al frente de un alto mando reestructurado de la Wehrmacht. En consecuencia, su supremacía se veía todavía más reforzada. La posición de los líderes militares quedaba, pues, significativamente debilitada. Los que manifestaban su temor de verse arrastrados a una guerra contra las potencias occidentales eran mucho menos en número que los leales de Hitler, ganados para su causa por el gigantesco gasto en rearme, el restablecimiento del prestigio y la mejora de la reputación internacional de Alemania. Otras poderosas elites de la economía y de los niveles más altos de la burocracia estatal, cuyas esperanzas en el resurgir del predominio alemán nunca se habían esfumado, se habían alineado mayoritariamente con el régimen de Hitler. La política exterior asertiva, que había explotado la debilidad y las divisiones existentes entre las democracias occidentales, había hecho de Hitler un dictador enormemente popular. Las masas le dieron el respaldo plebiscitario que propulsaron extraordinariamente su reputación en el propio país y en el extranjero. El gigantesco movimiento nazi, con sus múltiples estratos, proporcionaba el fundamento organizativo de su régimen y el aparato que le permitía asegurar la movilización constante de su apoyo entre las masas. La dictadura era fuerte, estaba segura y libre de la amenaza de cualquier oposición significativa. La posibilidad de que surgiera algún tipo de resistencia organizada había sido eliminada hacía tiempo. Sólo un golpe de Estado militar habría podido desafiar con eficacia el predominio de Hitler. Y de eso ya no quedaba el menor rastro.
En la gran reestructuración de las autoridades del régimen de comienzos de febrero de 1938, la otra gran desaparición, junto con la de las grandes personalidades militares, Blomberg y Fritsch, fue la del conservador Neurath, sustituido como ministro de Asuntos Exteriores en aquella coyuntura crítica por un partidario de la línea dura, Von Ribbentrop. Tenía fama de limitarse a repetir las opiniones del propio Hitler y, a raíz de su fracaso como embajador en Londres, era ferozmente antibritánico. Se efectuaron otros cambios generalizados en las jerarquías más altas del cuerpo de oficiales y de la diplomacia. Hitler disponía ahora en los puestos clave de personas que estaban en perfecta sintonía con su política exterior de alto riesgo. Las posibles limitaciones a cualquier decisión que pudiera tomar se habían reducido a la más absoluta insignificancia. La probabilidad de que muy pronto se produjera algún movimiento audaz era conjeturada por cuantos rodeaban a Hitler. El canciller austríaco, Kurt von Schuschnigg, debía de estar «temblando», anotó privadamente en su diario un oficial de alta graduación del entorno del Führer.
Poco más de un mes después el gobierno austríaco capituló ante las intensas presiones de Berlín, tropas alemanas cruzaron la frontera austríaca, y se redactó precipitadamente una legislación que permitiera incorporar a Austria en una Gran Alemania. El 15 de marzo, ante una enorme multitud eufórica congregada en la Heldenplatz de Viena, Hitler proclamó «la entrada de mi tierra natal en el Reich alemán». Como había previsto, las democracias occidentales protestaron sin demasiada convicción, pero no hicieron nada más. Tampoco la consiguiente persecución de los judíos austríacos y de los adversarios políticos de los nazis, marcada por una ferocidad brutal, provocó reacción alguna de París y Londres, ni aminoró las esperanzas de Neville Chamberlain de que «algún día» fuera posible «para nosotros entablar conversaciones de paz con los alemanes».
Checoslovaquia, cuyas fronteras habían quedado desprotegidas, estaba segura de que iba ser el próximo objetivo de Hitler. Inglaterra y Francia habían dado por amortizada Austria mucho antes de que cayera en manos de Alemania. Checoslovaquia era un caso distinto. Su posición geográfica hacía de ella un país de capital importancia. Tenía un tratado de alianza con Francia, y otro con la Unión Soviética. Y Francia era aliada de Gran Bretaña. Un ataque contra Checoslovaquia habría podido desencadenar una guerra europea generalizada. Desde la perspectiva alemana, los lazos que unían a Checoslovaquia con el este y con el oeste desde una posición clave dentro de la Europa central planteaban un problema estratégico potencialmente grave. Sus materias primas y su armamento resultarían sin duda extraordinariamente valiosos para los preparativos bélicos de Alemania. Pero atacar Checoslovaquia constituía una empresa de alto riesgo. Podía lanzar a Alemania a una guerra contra las democracias occidentales, una guerra que algunos de sus máximos líderes militares, empezando por el jefe del estado mayor general del ejército, el general Ludwig Beck, estaban seguros de que no podía ganar.
Checoslovaquia, sin embargo, carecía de amigos poderosos. Incluso cuando Alemania se disponía a devorar a Austria, el gobierno francés oyó decir a su ministro de Defensa, Édouard Daladier, que Francia no podía ofrecer asistencia militar alguna a sus aliados checos. Los líderes militares franceses rechazaban al mismo tiempo cualquier perspectiva de que el Ejército Rojo acudiera en ayuda de Checoslovaquia. Pocas semanas después las autoridades francesas se enteraban de que Inglaterra no daba ninguna garantía de llevar a cabo acciones militares en caso de que los alemanes atacaran Checoslovaquia. La postura de las potencias occidentales a lo largo de todo el verano de 1938 quedó fijada. Por mucho ruido que se hiciera acerca de su postura al lado de sus aliados checos, Francia no actuaría sin Gran Bretaña. Y Gran Bretaña no iba a ofrecer perspectiva alguna de intervención militar. Los checos estaban solos.
Su posición, por lo demás nada envidiable, empeoró, de modo no muy distinto de lo que había sucedido anteriormente con Austria, debido a los disturbios surgidos en la propia Checoslovaquia. Konrad Henlein, el líder de la minoría alemana cada vez más nazificada de los Sudetes (muy mal tratada por la mayoría checa, aunque ni mucho menos tan mal como pretendía la propaganda alemana), fue aleccionado por Hitler para que planteara unas exigencias de autonomía que nunca habrían podido ser satisfechas por Praga. A las potencias occidentales algunas, cuando menos, de esas demandas les parecían razonables. Y cuando Hitler dijo que lo único que pretendía era «devolver al Reich» a unos alemanes perseguidos, dio la impresión de nuevo de que era sólo un político nacionalista, aunque eso sí extremista y muy exigente, que perseguía el objetivo limitado de incorporar al Reich un bloque étnico alemán más. La falta de comprensión de las motivaciones de Hitler fue un elemento trascendental de la tragedia en constante aumento de Checoslovaquia. La despiadada severidad de Alemania, la impotencia de los checos y la debilidad anglo-francesa contribuyeron, cada uno a su manera, al drama que condujo a Europa al borde de una nueva guerra.
Aquel verano de engaños, políticas arriesgadas e insoportable ascenso de las tensiones, Hitler estaba dispuesto a correr el riesgo de una guerra contra las potencias occidentales con el fin de acabar con Checoslovaquia por la fuerza. Los preparativos para llevar a cabo el ataque pusieron la fecha del 1 de octubre como muy tarde. Para consumo público el Führer subió el tono de sus agresiones verbales más feroces contra el gobierno checo y afirmó abiertamente que no tenía más reclamaciones territoriales en Europa, aparte de la solución del problema de los Sudetes.
Creyendo que Hitler quería la incorporación de los Sudetes a Alemania y nada más, Neville Chamberlain voló en dos ocasiones a Alemania a mediados de septiembre para entablar conversaciones con Hitler. Chamberlain regresó de su primera visita el 15 de septiembre lleno de optimismo, convencido de que podía haber un arreglo. Dicho arreglo consistía en que los checos cedieran los Sudetes a Alemania y Hitler renunciara al uso de la fuerza. En privado Chamberlain manifestó la opinión de que Hitler, a pesar de su dureza y su intransigencia, «era un hombre del que cabía fiarse cuando daba su palabra». El primer ministro británico no tardaría en verse defraudado en su presunción de la buena fe de Hitler. Inglaterra y Francia mientras tanto habían ejercido unas presiones enormes sobre los desventurados checos, haciéndoles saber que no podrían contar con el apoyo británico ni el francés en caso de guerra, y obligándolos a aceptar diversas concesiones territoriales. Finalmente el 21 de septiembre los checos capitularon ante las imposiciones anglo-francesas, con profunda reluctancia y con la clara sensación de haber sido traicionados. Pero para Hitler aquello no era suficiente. En su segunda reunión con Chamberlain, el 22 de septiembre, se desdijo de lo que el primer ministro inglés había considerado el acuerdo alcanzado una semana antes. Ahora exigía que se aceptara la ocupación alemana de los Sudetes para el 1 de octubre, de lo contrario tomaría la región por la fuerza. Afirmó que le traían sin cuidado las advertencias de Gran Bretaña en el sentido de que aquello podía conducir a una guerra con las potencias occidentales.
En privado, sin embargo, Hitler dio marcha atrás en su intención de utilizar la fuerza militar para destruir la totalidad de Checoslovaquia. Al fin y al cabo los británicos y los franceses estaban forzando a los checos a darle lo que públicamente había dicho que quería. Con los checos intimidados y obligados a aceptar la mutilación de su país, las áreas de desacuerdo con las potencias occidentales eran ahora relativamente menores. «No se puede hacer una guerra mundial por unas formalidades», como dijo sucintamente el ministro de Propaganda de Hitler, Joseph Goebbels.
A pesar de todo se estuvo a punto de llegar a la guerra. Hitler había obligado a algunos miembros del gabinete de Chamberlain, incluido el secretario del Foreign Office, lord Halifax, a ir demasiado lejos. El 25 de septiembre se opusieron a aceptar el ultimátum del Führer. Los franceses y los británicos acordaron enviar un emisario a Berlín a advertir a Hitler que, si atacaba Checoslovaquia, significaría la guerra. Los franceses empezaron la movilización. Los ingleses movilizaron su flota. También los soviéticos empezaron a movilizarse. La guerra parecía más probable que nunca. Se hicieron esfuerzos sobrehumanos para convocar una conferencia con el fin de elaborar un acuerdo. El gran avance se produjo cuando Mussolini intervino para mediar proponiendo una conferencia a cuatro de Alemania, Italia, Francia e Inglaterra. (La Unión Soviética, que suscitaba desconfianza en todos, quedó fuera). De ese modo, la vía quedó expedita para que el drama llegara a su punto culminante en los Acuerdos de Múnich, firmados el 30 de septiembre de 1938. Los checos no estuvieron representados en la reunión de las grandes potencias en la que se procedió a la disolución de su país. Las dos democracias occidentales habían obligado a otra democracia a someterse a los abusos de un dictador.
«El gobierno de la República Checoslovaca», decía la declaración oficial de capitulación hecha pública en Praga, protestaba «ante el mundo entero contra las decisiones de Múnich, que habían sido tomadas de forma unilateral y sin la participación de Checoslovaquia». El humanista, escritor y publicista alemán Frederic W. Nielsen, que había abandonado su país en octubre de 1933 para exiliarse en Praga por su rechazo a un régimen inhumano, al que ya veía con propensión a la guerra (más tarde se vería obligado a trasladarse a Inglaterra y luego a Estados Unidos), expresó indudablemente la tristeza de toda la población checa de su país de adopción en la carta abierta que envió a Chamberlain y Daladier. «¡No se engañen ustedes!», escribía al primer ministro británico, «las mismas voces que alaban su nombre hoy lo maldecirán a usted en un futuro no muy lejano, cuando quede claro que el veneno procede de la semilla de este “acto de paz”». Su condena de Daladier no era menos punzante: «La grandeza de Francia, cimentada en la toma de la Bastilla, se ha convertido ahora a través de su firma en el hazmerreír del mundo».
Hitler había obtenido lo que, en la superficie al menos, era lo que quería. La ocupación de los Sudetes debía llevarse a cabo de inmediato; del resto de Checoslovaquia, no le cabía la menor duda, podría adueñarse con posterioridad. La paz había sido mantenida. Pero ¿a qué precio?
Chamberlain y Daladier regresaron a sus respectivos países donde tuvieron una recepción enloquecida. Sólo poco a poco sería reconocida por todos la vergüenza de la capitulación ante los abusos de Alemania a expensas de los checos. ¿Había acaso alguna alternativa? Las opiniones al respecto fueron muy diversas en su época y han seguido siéndolo durante décadas. Hitler era el que tenía los ases en aquella partida en la que era tanto lo que había en juego. Y Chamberlain tenía muy malas cartas. Sobre este punto no hay mucha discusión. Pero ¿hasta qué punto jugó mal sus malas cartas?
La peor carta que tenía Chamberlain era el grado de rearme de Gran Bretaña. Para Daladier, al otro lado del Canal de la Mancha, la posición era todavía peor. En ambos casos, las autoridades militares habían dejado bien claro que las fuerzas armadas no estaban equipadas para combatir en una guerra contra Alemania. En realidad, tanto franceses como británicos exageraban la fuerza de las armas de Alemania. Pero su sensación de ridícula inferioridad en materia de armamento, especialmente en aviación, se basaba en los servicios de inteligencia de que se disponía por entonces, no en el beneficio de la visión retrospectiva. (Una campaña de bombardeos estratégicos como la que tanto se temía estaba completamente fuera del alcance de Alemania por aquel entonces). Otros informes de los servicios de inteligencia, que hacían hincapié en la falta de materias primas que sufría Alemania y en lo inadecuado de sus preparativos para una guerra de gran envergadura, fueron ignorados o no se les dio la importancia debida. Los altos mandos militares vieron que la prioridad absoluta era ganar tiempo para rearmarse.
Aun así, en el punto culminante de la crisis, el 26 de septiembre, el comandante en jefe de las fuerzas armadas de Francia, el general Maurice Gamelin, informó a las autoridades francesas y británicas de que, unidas, sus fuerzas militares, junto con las de los checos, eran más que las de los alemanes. En la frontera francesa con Alemania, en caso de ser precisa una ofensiva para atraer a los alemanes y alejarlos de Checoslovaquia, Francia contaba con veintitrés divisiones, frente a las ocho que tenía Alemania. Si entraba en liza Italia, Gamelin tenía idea de atacar hacia el sur, lanzar una ofensiva al otro lado de la frontera alpina por el valle del Po, marchar luego hacia el norte en dirección a Viena y continuar para prestar ayuda a los checos. Menos tranquilizadora era la insinuación de Gamelin, en el sentido de que, cuando se enfrentaran a las alemanas, las tropas francesas avanzarían hasta que encontraran una oposición seria, y luego regresarían a las posiciones defensivas de la línea Maginot. Los militares franceses, pero también los ingleses, padecían un complejo de inferioridad equivocado respecto a los alemanes. El problema de fondo en todo esto, sin embargo, había sido esencialmente político, no militar.
Había dado comienzo mucho antes de 1938. Los británicos y los franceses habían revelado públicamente su debilidad y sus dificultades tanto a la hora de entender los objetivos de Hitler como en la forma de tratar con él en numerosas ocasiones a lo largo de los cinco años anteriores, y más concretamente durante la remilitarización de Renania en 1936. No habían hecho nada para impedir que la Alemania de Hitler se convirtiera en un país fuerte desde el punto de vista militar. Contra eso era con lo que Chamberlain había tenido que luchar cuando había sido nombrado primer ministro de su país en mayo de 1937; eso y el legado de muchos años durante los cuales Gran Bretaña había intentado desarmarse, en lugar de rearmarse, junto con los malabarismos que había tenido que hacer, a lo largo de años de severas restricciones económicas, para dispersar sus fuerzas armadas con el fin de cumplir con su cometido en el Extremo Oriente y en el Mediterráneo, además de hacerlo en aguas nacionales. Chamberlain era seguramente el personaje dominante en las democracias occidentales debido a las turbulencias internas y a los problemas económicos que padecían los franceses. Además, tenía no sólo una forma más proactiva de procurar acomodarse a las exigencias expansionistas de Alemania, sino también una seguridad en sí mismo absolutamente equivocada al creer que sabía lo que quería Hitler, que era capaz de manejarlo y que podía engatusarlo para que consintiera una solución pacífica de los problemas de Europa.
La impronta personal de Chamberlain en la política exterior británica, a veces en contra de los consejos de personalidades experimentadas dentro del Foreign Office, reflejaba esa convicción. Un signo de esa autoconfianza fue que en su primera visita a Alemania, a mediados de septiembre, negoció a solas con Hitler, frente a frente. Su secretario de Asuntos Exteriores, lord Halifax, ni siquiera lo acompañó en el viaje. En una época posterior, seguramente se habría desplegado una amplísima diplomacia internacional con el fin de desactivar una situación crítica. Pero aquello sucedía mucho antes del desarrollo de la diplomacia itinerante transcontinental. Y con la Sociedad de Naciones más o menos difunta, no había organismo internacional alguno capaz de intervenir. Los dominios del Imperio Británico, que se habían desangrado en una guerra europea, no tenían ningunas ganas de meterse en otra y apoyaban el apaciguamiento. Estados Unidos, que todavía debía salir de su aislacionismo, se contentaba con mirar los toros desde la barrera. Roosevelt había hecho un llamamiento por la paz durante el verano de 1938, pero nada más. Chamberlain, cuyos sentimientos antinorteamericanos nunca estaban demasiado lejos de aflorar, se mostró desdeñoso ante la perspectiva de cualquier ayuda venida de Estados Unidos. En cualquier caso, la debilidad militar de los norteamericanos hacía que Estados Unidos no estuviera en condiciones de intervenir, por muy dispuesto que hubiera estado a hacerlo. A la hora de la verdad, Roosevelt telegrafió a Chamberlain diciendo: «¡Bien hecho!» cuando se enteró de que iba a acudir a la Conferencia de Múnich. De modo harto incongruente, sin embargo, el presidente comparó luego su resultado, que por lo demás habría sido perfectamente previsible, con la traición de Jesús por Judas.
El centro del drama se focalizó, por tanto, en gran medida en el duelo personal de Hitler y Chamberlain, encuentro desigual histórico como no ha habido otro. La convicción de Chamberlain de que podía negociar con Hitler un resultado pacífico del encuentro sólo se tambaleó cuando el primer ministro chocó con la oposición de su leal Halifax y de otros miembros de su gabinete a su regreso de su segunda visita a Alemania. Esa confianza había vuelto ya en el momento de la Conferencia de Múnich, hasta el punto de que Chamberlain pensó que al conseguir poner la firma de Hitler en un papel carente de valor, del que se pavoneó a su regreso a Londres, había obtenido «la paz en nuestros tiempos». Más tarde lamentaría su exuberancia, expresada bajo la influencia de la muchedumbre entusiasmada de Londres, y se mostraría lo bastante realista como para imaginar que en vez de impedir la guerra lo único que había hecho era retrasarla. Hasta su muerte, acaecida en 1940, insistiría en que haberse lanzado a la lucha en 1938 habría sido mucho peor que posponer la guerra, ya que no evitarla. Inglaterra no estaba preparada, diría una y otra vez; tenía que ganar tiempo.
Se ha debatido hasta la saciedad si, pese a las advertencias de las autoridades militares, a Inglaterra y Francia les habría convenido o no lanzarse al combate en 1938, en vez de esperar un año más. En realidad fue sólo en 1939 cuando el gasto militar de británicos y franceses se acercó a igualar el de Alemania, y sólo ese año las dos democracias iniciaron una planificación seria de la guerra. Pero también Alemania había fortalecido muchísimo ese año su armamento, después de cuatro años más de intenso rearme, y estaba también mucho mejor equipada para el combate de lo que lo había estado en 1938. Esta mejoría vino reforzada por la destrucción del poderío militar checo y por la adquisición de nuevas fuentes de materias primas y de armas, procedentes todas de la antigua Checoslovaquia. En realidad, si acaso, el equilibrio de fuerzas en 1939 se había decantado en algunos aspectos del lado de Alemania.
También se ha debatido desde los propios días de su conclusión si la catástrofe de la Conferencia de Múnich habría podido evitarse o no. Winston Churchill, la figura, en gran medida aislada, que llevaba largo tiempo oponiéndose al apaciguamiento, había sido la voz que en 1938 se había manifestado con más claridad a favor de una «gran alianza» con la Unión Soviética y los países del este de Europa como medio de amedrentar y disuadir a Hitler. Luego sostendría enérgicamente que la guerra no habría sido necesaria si la estrategia seguida hubiera sido la del amedrentamiento y la disuasión, no la del apaciguamiento. El partido laborista y muchos otros grupos de izquierdas apoyaban la idea de la «gran alianza». La profunda desconfianza y el inveterado aborrecimiento de la Unión Soviética, a los que se sumarían los espeluznantes informes acerca de las purgas de Stalin, hicieron, sin embargo, que semejante estrategia no tuviera nunca la más mínima probabilidad de obtener el apoyo del gobierno británico ni del francés.
La perspectiva de una «gran alianza» habría sido en realidad la mejor opción para amedrentar y disuadir a Hitler. Otra cuestión es que hubiera podido traducirse en acción. La postura de la Unión Soviética consistía en que cumpliría las obligaciones de su tratado con los checos una vez que Francia actuara para cumplir las suyas, algo que era improbable que sucediera. Aunque la Unión Soviética hubiera actuado, ni rumanos ni polacos hubieran permitido a las tropas soviéticas cruzar su territorio. No obstante, los rumanos habían hecho saber que habrían permitido a los aviones rusos sobrevolar su territorio. La fuerza aérea soviética estaba posicionada para prestar ayuda a Checoslovaquia si los franceses hubieran intervenido en defensa del país, y de hecho se produjo una movilización parcial de las tropas del Ejército Rojo. Pero Stalin se mantuvo cauto durante toda la crisis, esperando el desarrollo de los acontecimientos, temeroso de verse envuelto en un choque entre las «potencias imperialistas». La amenaza potencial para Alemania tanto por el este como por el oeste que habría supuesto una «gran alianza» nunca se materializó.
El amedrentamiento por medio de una «gran alianza» también habría podido fomentar la incipiente oposición surgida dentro de Alemania. A lo largo del verano había venido tomando forma una conjura para detener a Hitler en caso de llevar a cabo un ataque contra Checoslovaquia, centrada en los líderes militares y en algunos altos cargos del Ministerio de Asuntos Exteriores. Los Acuerdos de Múnich hicieron que se esfumara cualquier perspectiva de que los conjurados actuaran. La mejor conjetura es que, en cualquier caso, la conspiración habría quedado en agua de borrajas o que, en el caso incluso de que se hubiera llevado a cabo, habría fracasado. Pero existe al menos la posibilidad de que si Hitler —frente a los consejos de algunos militares de peso— hubiera atacado Checoslovaquia, dando lugar a la temida guerra en dos frentes, habría salido significativamente debilitado, si es que no era derrocado.
Resulta imposible afirmar si eso habría impedido o no una guerra generalizada a largo plazo. Lo más probable es que en un momento dado la guerra hubiera acabado siendo inevitable. No obstante, si en 1938 le hubieran parado los pies a Hitler, o incluso si hubiera sido derrocado, habría sido un conflicto distinto en unas circunstancias también distintas. Lo cierto es que, tras lo de Múnich, el camino hacia la guerra que al final se produjo sería muy corto.
Últimos ritos de paz
En vez de sentirse encantado, Hitler se irritó mucho con los dividendos que le reportó en Múnich su agresión. Se había visto obligado a dar marcha atrás y a alejarse de lo que quería, a ceder a la presión de un acuerdo negociado sobre los Sudetes cuando lo que pretendía era acabar con Checoslovaquia por la fuerza de las armas. «Ese tío [Chamberlain] ha estropeado mi entrada en Praga», se cuenta que exclamó al regresar de Múnich. En Alemania las multitudes exultantes de alegría aclamaban menos un triunfo territorial obtenido con un riesgo elevadísimo de guerra, que el mantenimiento de la paz (que muchos atribuían a Chamberlain). Unas semanas después de la firma de los Acuerdos de Múnich, el 10 de noviembre, Hitler admitiría en un discurso (no destinado a su publicación) ante un grupo de periodistas y editores alemanes que el hecho de haber tenido que disimular durante tantos años hablando de los objetivos pacíficos de Alemania no había preparado adecuadamente al pueblo alemán para el uso de la fuerza.
El día antes de que realizara esta admisión tan cándida, Alemania se había visto convulsionada por una terrible noche de violencia (la Reichskristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos). Los espantosos pogromos llevados a cabo vieron cómo eran asesinados casi cien judíos (según incluso las cifras dadas por el gobierno, probablemente en un cálculo a la baja) y cómo muchísimos más eran objeto de violentos abusos por parte de las turbas nazis desmandadas, que quemaron sinagogas y destrozaron los bienes de los judíos a lo largo y ancho del país. Fue la culminación de una espantosa espiral de violencia antijudía —superior a las oleadas que ya se habían producido en 1933 y 1935— que tuvo lugar a raíz de la anexión de Austria en el mes de marzo y que se recrudeció durante las tensiones crecientes del verano. Hitler, despreciando la debilidad de sus adversarios extranjeros después de lo de Múnich, dio su aprobación a que se diera rienda suelta a las hordas nazis a instancias de su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels.
El objetivo de los pogromos era acelerar la emigración de los judíos. Y se consiguió. Medio millón de hebreos, en su mayoría completamente asimilados antes de que los nazis se hicieran con el poder, se habían quedado en Alemania, pese al tremendo clima de persecución creciente. Ahora decenas de millares de ellos se precipitaron a las fronteras de los países vecinos buscado refugio en Europa occidental; muchos de ellos cruzaron el Canal de la Mancha para instalarse en Inglaterra o incluso el Atlántico, en busca de la seguridad de Estados Unidos. Pese a que las políticas de inmigración seguían siendo restrictivas, alrededor de 7000 judíos pasaron a Holanda, 40 000 acabaron instalándose en el Reino Unido y unos 85 000 en Norteamérica. Unos 10 000 niños fueron llevados a Gran Bretaña en el curso de la campaña de acogida de refugiados llamada Kindertransport, que el gobierno inglés organizó días después de que comenzaran los pogromos.
Durante las décadas subsiguientes los inmigrantes judíos harían una contribución muy significativa a la vida científica y cultural de sus países de adopción. Para Alemania la pérdida que se autoinfligió fue inmensa. Decenas de millares de judíos más, sin embargo, a los que se negó la entrada en los países europeos, en Estados Unidos y en Palestina (todavía bajo el Mandato Británico) tuvieron menos suerte. Y muchos más permanecieron en manos de los alemanes, siendo lo más probable que gran cantidad de ellos cayeran en sus garras en caso de guerra. Menos de tres meses después de que dieran comienzo los pogromos, Hitler lanzó una advertencia siniestra —una «profecía» la llamó— al mundo exterior: una nueva guerra traería consigo la destrucción de los judíos de Europa.
Alemania no fue la única beneficiada del desmembramiento de Checoslovaquia. Polonia no podía ver a su vecina ni en pintura, y los polacos, presumiendo que pudieran obtener ganancias territoriales de la ruptura de Checoslovaquia, habían permanecido neutrales durante la crisis del verano de 1938. Como no estaban dispuestos a perder el tiempo, se anexionaron Teschen, una franja del sudeste de Silesia de población mixta, reclamada al término de la primera guerra mundial tanto por Polonia como por Checoslovaquia, pero concedida en 1920 a los checos. Los polacos no tardarían en comprobar, sin embargo, que el pacto de no agresión de diez años de duración firmado con Alemania en enero de 1934, no significaba nada si se interponían en el camino de Hitler.
El primer indicio de dificultades se produjo en el otoño de 1938 cuando Polonia se negó a acceder a las propuestas hechas por el gobierno alemán para que le devolvieran Dánzig (ciudad libre bajo la égida de la Sociedad de Naciones desde 1920, aunque de etnia casi completamente alemana por la composición de su población) y le concedieran una ruta de transporte a través del «Corredor» que separaba Prusia Oriental del resto del Reich. La obstinación de los polacos en estos temas continuó hasta comienzos de 1939. Hitler contuvo de momento su irritación. Podía esperar. Sólo en la primavera de ese mismo año empezó a centrar su atención en Polonia.
Eso sucedió después de que las tropas alemanas concluyeran lo que Hitler había querido hacer el verano anterior: la invasión del resto de Checoslovaquia el día 15 de marzo. Se estableció un «Protectorado de Bohemia y Moravia». Los eslovacos crearon su propio estado autónomo. Checoslovaquia, el país que más éxito había tenido como tal entre las nuevas democracias surgidas del desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, desapareció del mapa. A partir de la entrada de las tropas alemanas en Praga no cabía seguir haciéndose ilusiones y pensar que Hitler era un simple político nacionalista que pretendía incorporar a la población de etnia alemana a un Reich ampliado. Se trataba lisa y llanamente de una conquista imperialista. Las democracias occidentales vieron por fin a Hitler con sus verdaderos tintes. El apaciguamiento había muerto. Era evidente para todo el mundo, excepto para quien quisiera cerrar los ojos, que Hitler no iba a detenerse ante nada. Y estaba igualmente claro que cuando llegara otra ocasión, como sin duda llegaría, tendría que hacer frente a una resistencia armada. Habría guerra.
De rebote de la ocupación por los alemanes de lo que quedaba de Checoslovaquia y percatándose en el fondo de haber sido engañado, el 31 de marzo de 1939 Chamberlain ofreció a Polonia apoyo militar en caso de ser atacada. Los franceses, que en realidad no tenían una política exterior propia, siguieron los pasos de los británicos. Los soviéticos no eran considerados todavía aliados adecuados en caso de que se produjera cualquier intento de enfrentar a Hitler con la posibilidad de una guerra en dos frentes. Enterados de las garantías dadas por los ingleses a Polonia sólo unas horas antes de que fuera anunciado el acuerdo, los líderes soviéticos pusieron el grito en el cielo, convencidos más que nunca de que Chamberlain estaba jugando una partida larga que en último término acabaría por dar lugar a lo que en realidad andaba buscando: una guerra entre Alemania y la Unión Soviética.
El amedrentamiento era la intención fundamental del acuerdo de garantías. Finalmente Chamberlain había cambiado de actitud y ahora pretendía intimidar a Hitler y disuadirle de que siguiera cometiendo actos de agresión. Su esperanza era que, aunque sólo fuera en ese momento, Hitler recobrara el sentido y solucionara sus demandas territoriales sin recurrir a la fuerza. Pero Chamberlain había escogido partir de una base muy frágil y al mismo tiempo había hecho que Inglaterra perdiera la iniciativa. Sabía que Gran Bretaña no podría hacer nada desde el punto de vista militar para impedir que los alemanes conquistaran Polonia, labor que, según le dijeron sus asesores, habría quedado concluida a los tres meses de que fuera invadido el país. Pero después de negarse el verano anterior a prestar unas garantías similares a una democracia que se había mostrado dispuesta a combatir y que era aliada de Francia y de la Unión Soviética, Chamberlain iba ahora a vincular la suerte de Inglaterra a la de Polonia. Y eso que ésta (como dijo Churchill), «con un apetito de hiena se había sumado apenas seis meses antes al pillaje y la destrucción del estado checoslovaco», y era un país geográficamente desprotegido y militarmente mal equipado para resistir una ofensiva alemana. Si Gran Bretaña emprendía o no una nueva guerra quedaría a partir de ese momento en manos de Alemania y Polonia.
Las garantías franco-británicas no llegarían nunca a amedrentar a Hitler. El efecto que tuvieron fue, en realidad, provocarlo. Enfurecido con los ingleses, prometió «guisarles un estofado que se les atragante». A comienzos de abril había autorizado ya el envío de una directiva militar relativa a la destrucción de Polonia en cualquier momento a partir del 1 de septiembre de 1939. La terquedad de Polonia en la cuestión de Dánzig y del Corredor Polaco hizo el resto. Los contornos de la crisis que llegaría a su punto culminante a mediados del verano de 1939 ya estaban trazados.
Mientras tanto, Mussolini, sintiéndose eclipsado por el golpe perpetrado por Hitler en Praga y para no quedarse sin tierras de las que apoderarse, hizo una demostración de lo que era el poderío de las armas italianas anexionándose Albania en el mes de abril. Gran Bretaña y Francia respondieron extendiendo sus garantías a Rumanía y Grecia. A pesar de lo mal ejecutado que había sido, el ataque italiano contra Albania fue presentado como un gran triunfo que, como dijo Dino Grandi, destacado político fascista, «abriría las antiguas vías de las conquistas romanas en Oriente a la Italia de Mussolini». Las carreteras que los italianos empezaron a construir en el pequeño y paupérrimo país conducían a Grecia. Si se declaraba la guerra, la intención de Italia era expulsar a los ingleses del Mediterráneo. También empezaban a fomentarse las tensiones en el sur de Europa.
En el continente, la gente corriente no podía más que contemplar llena de angustia lo que estaba pasando, mientras los líderes de los países más poderosos, como si fueran jugadores de ajedrez moviendo las piezas en un tablero, determinaban cuál iba a ser su destino. El estado de ánimo general en el verano de 1939 era muy distinto del que había reinado el verano anterior. En plena crisis de los Sudetes, el temor de que Europa se dirigía vertiginosamente al borde del abismo, a punto de sumirse en la guerra, había sido generalizado y palpable. La euforia con la que fueron recibidos Chamberlain, Daladier, Mussolini y Hitler a su regreso de la Conferencia de Múnich expresaba simplemente el alivio por el hecho de que se hubiera evitado la guerra. Las implicaciones morales de lo que se había hecho para preservar la paz no se asimilarían hasta más tarde; y eso cuando fueron asimiladas. Durante la crisis de Polonia de 1939 el estado de ánimo era de mayor resignación, y curiosamente de menos miedo.
En Alemania la «psicosis de guerra» que los informes internos habían verificado el año anterior ahora estaba en gran medida ausente. Reinaba la sensación de que si las potencias occidentales no habían estado dispuestas a luchar por Checoslovaquia, tampoco iban a estar dispuestas a hacerlo por Dánzig (el objetivo declarado de los alemanes en la crisis de Polonia). «La gente de la calle sigue confiando en que Hitler se salga con la suya otra vez sin guerra». Tal era a finales de agosto la opinión de William Shirer, periodista y locutor radiofónico americano establecido en Berlín. «Saldrá todo bien una vez más». Tal era la idea que, a juicio de Viktor Klemperer, académico judío que vivía en peligroso retiro en Dresde y observador perspicaz del ambiente hostil que lo rodeaba, constituía la opinión general. A medida que la crisis fue agravándose, seguía predominando la esperanza de que una vez más pudiera evitarse el conflicto armado, y de paso la disposición resignada a combatir si Inglaterra y Francia obligaban a Alemania a ir a la guerra (tal era el mensaje que la propaganda remachaba una y otra vez). El deseo era que el problema de Dánzig y del Corredor Polaco se resolviera en interés de Alemania, aunque mucha gente, posiblemente la mayoría, pensaba que no valía la pena enzarzarse en una guerra por eso. Los contemporáneos de los hechos comentaban lo diferente que era el estado de ánimo reinante entonces del que había habido en 1914. Esta vez no se veía entusiasmo por ningún lado.
También en Francia los ánimos habían cambiado. El temor de lo que podía traer la guerra y sobre todo el miedo a los bombardeos eran constantes. Pero desde la marcha de Hitler sobre Praga se impuso una mayor capacidad de aguante, una determinación más profunda de hacer frente a una nueva agresión alemana, una sensación de que ya era suficiente. Tres cuartas partes de los que respondieron a una encuesta francesa a escala nacional efectuada en julio de 1939 se manifestaron dispuestos a utilizar la fuerza en defensa de Dánzig. Reinaba una especie de falsa normalidad. Los cines, los cafés y los restaurantes prosperaban mientras la gente «aprovechaba el día» y cerraba los ojos ante la idea de lo que podía venírsele encima. En los círculos intelectuales era donde podían encontrarse más agoreros. Al mes siguiente las grandes ciudades se quedaron vacías cuando sus habitantes salieron en masa en busca de los centros de veraneo de la costa y del campo, a menudo absortos en el último superventas de la temporada, la traducción de la novela de Margaret Mitchell Lo que el viento se llevó, para disfrutar de sus vacaciones pagadas y del buen tiempo: tal vez fuera la última ocasión de hacerlo que tuvieran en algún tiempo, así que no había que dejarla escapar.
Lo mismo más o menos ocurría en Gran Bretaña. La ocupación del resto de Checoslovaquia por parte de Alemania había modificado las actitudes de la gente. «Se produjo un cambio radical en la actitud del país hacia el pacifismo y la obligatoriedad del servicio militar», recordaría más tarde William Woodruff. Por entonces era un joven del norte de Inglaterra, de familia de clase obrera, que había conseguido una plaza para estudiar en la Universidad de Oxford. Los estudiantes discutían «si tendrían que ir a luchar ese año o el siguiente. Rearme ya no era una palabra malsonante». En una encuesta de opinión llevada a cabo en Gran Bretaña en el mes de julio, una proporción casi idéntica a la que había salido en la encuesta francesa —cerca de tres cuartas partes— pensaba que Inglaterra debía cumplir su promesa de combatir al lado de Polonia si el conflicto de Dánzig conducía a la guerra. Como en Francia, la gente se aferraba a meras ilusiones de normalidad, cerrando sus oídos y sus mentes al ominoso retumbo de los tambores de guerra. Las salas de baile y los cines estaban llenos, los seguidores del deporte estaban pendientes de las eliminatorias de críquet entre Inglaterra y el equipo de la India Occidental, que estaba de tournée (la tercera eliminatoria acabó en el estadio The Oval de Londres poco más de una semana antes de que diera comienzo la guerra), mientras que el éxodo hacia la costa desde las ciudades industriales del norte durante las «semanas de permiso» se llevó a cabo como de costumbre. En la campiña inglesa, llena de paz y hermosura aquel verano encantador, los horrores de la guerra parecían muy lejanos. En cualquier caso, muchos creían que Hitler estaba echándose un farol con lo de Dánzig, que al final se echaría atrás y no atacaría Polonia si eso suponía entrar en guerra con Gran Bretaña.
En la propia Polonia, las garantías franco-británicas habían modificado las actitudes de la gente. Los sentimientos se habían vuelto de repente favorables a los ingleses y a los franceses. La hostilidad hacia Alemania era patente. La certeza cada vez mayor de que iba a haber guerra estaba en el ambiente, ensombreciéndolo todo. La atmósfera reinante era de creciente nerviosismo. La novelista Maria Dąbrowska, famosa desde que su saga familiar Noches y días ganara el premio literario más prestigioso de Polonia en 1935, se recuperaba durante el mes de julio de una operación y disfrutaba de la belleza de su lugar de retiro en el sur de Polonia, ponderando si debía volver o no de una vez a Varsovia, aunque era reacia a hacerlo. «El tiempo es tan estupendo, la perspectiva de la guerra es tan próxima, quizá éste sea el último idilio de la vida», pensaba. Daba la sensación de que el tiempo era un tesoro. Cuando regresó a Varsovia, un colega la convenció a primeros de agosto de que se trasladara a un balneario en el noroeste de Polonia. «No lo pienses mucho», le aconsejó. «Es la última posibilidad, la última oportunidad. ¿De qué tienes que hablar? A lo sumo en unas cuantas semanas habrá estallado la guerra». Durante los últimos días del mes se produjo una movilización precipitada de hombres, carretas y caballos. Las familias se apresuraron a acaparar provisiones. Se produjo una verdadera cacería de máscaras antigás, que las autoridades no habían suministrado en cantidad suficiente. Se realizaron intentos de clausurar habitaciones a prueba de gases, y las ventanas se aislaron con tiras de papel. Todos sabían que las posibilidades de que triunfara la paz pendían de un hilo. «Polonia se enfrentaba a una catástrofe horrible».
La bomba estalló a última hora de la tarde del 21 de agosto. Alemania y la Unión Soviética, en último término los archienemigos, estaban a punto de llegar a un acuerdo extraordinario. Después de que durante años y años les dijeran que el fascismo era su peor enemigo, los ciudadanos soviéticos se quedaron de piedra al ver que Hitler se convertía ahora en su amigo. Como diría después una mujer que por entonces vivía en Moscú, era «el mundo al revés». Después de años y años siendo advertidos del carácter diabólico del bolchevismo, los ciudadanos alemanes se quedaron igualmente de piedra ante aquel giro que resultaba casi increíble. Pero la mayoría se sintieron aliviados. Significaba «que la temida pesadilla del envolvimiento» había sido eliminada.
Varios meses antes Alemania había sondeado primero la posibilidad de llevar a cabo aquel asombroso acercamiento a la Unión Soviética. La destitución de Maxim Litvínov, el principal propulsor de la seguridad colectiva, el 3 de mayo por orden de Stalin, y su sustitución como Comisario del Pueblo de Asuntos Exteriores por Viacheslav Mólotov, había anunciado un cambio de pensamiento en el Kremlin. Ribbentrop vio una posible ocasión para un nuevo entendimiento que excluyera cualquier alianza antialemana imaginable de la Unión Soviética con las democracias occidentales (propuesta una vez, aunque sin demasiado entusiasmo, en Londres y en París) y que de un solo golpe dejara aislada por completo a Polonia. Durante semanas, no se dieron más que algunos pasos vacilantes hacia la firma de un acuerdo comercial. Luego ciertos indicios indirectos provenientes de Moscú dieron a Ribbentrop los ánimos que había estado esperando recibir para insistir en un entendimiento político que tuviera que ver con los intereses territoriales mutuos.
El calendario que Hitler tenía en perspectiva para un ataque contra Polonia —finales de agosto, antes de que comenzaran las lluvias otoñales— impuso su propia presión. El 19 de agosto Stalin finalmente comunicó que estaba dispuesto a llegar a un acuerdo con Alemania. Hitler llevó a cabo los arreglos necesarios para enviar sin demora a Ribbentrop a Moscú. Cuatro días después Mólotov y Ribbentrop estampaban sus firmas en un pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania. Un protocolo secreto delineaba las esferas de interés de cada uno en el Báltico, Rumanía y Polonia con vistas a «una transformación territorial y política» de estas regiones. Era el acuerdo más cínico imaginable. Resultaba, sin embargo, enormemente positivo para las dos partes. Alemania había sellado su frente oriental. Y la Unión Soviética había ganado un tiempo precioso para consolidar sus defensas.
Con eso, ningún obstáculo se interponía a la inminente invasión de Polonia por parte de los alemanes. Hitler abrigaba todavía leves esperanzas de que Inglaterra y Francia se echaran atrás y abandonaran el compromiso adquirido con los polacos. Pero estaba dispuesto a seguir adelante en cualquier caso, aunque ello supusiera una guerra con las democracias occidentales. El desprecio que sentía por ellas se había visto confirmado el verano anterior. «Nuestros enemigos son pequeños gusanos», dijo a sus generales. «Los vi en Múnich». Su principal preocupación era evitar cualquier intervención de última hora que diera lugar a un segundo «Múnich» e impidiera su demolición de Polonia.
Cuando la política de alto riesgo de Hitler había amenazado con una guerra con las potencias occidentales durante los años anteriores, había surgido una oposición en estado embrionario entre las elites del ejército y del Ministerio de Asuntos Exteriores. Luego, la Conferencia de Múnich había socavado cualquier oportunidad de éxito que hubiera podido tener esa oposición. Un año después, los que continuaban oponiéndose en secreto a la marcha precipitada de Hitler hacia la guerra y, según profetizaban, el desastre definitivo, no tenían la más mínima perspectiva de desafiarlo. Los altos mandos del ejército, divididos en 1938 en su opinión respecto a la guerra, ahora no dijeron ni hicieron nada, si es que tenían alguna duda en absoluto. Con actitud fatalista, cuando no con entusiasmo, apoyaron a Hitler. Aquello fue trascendental. En el interior, nada se oponía a la determinación de Hitler de ir a la guerra.
Desde el 22 de agosto el embajador británico en Berlín, sir Nevile Henderson, había tenido que aguantar una serie de entrevistas extremadamente tensas en la Cancillería del Reich durante las cuales Hitler había seguido dando esperanzas de llegar a una solución pacífica de la crisis, mientras que en secreto se preparaba para invadir Polonia. Göring había enviado además a Londres en tres ocasiones a un emisario personal, Birger Dahlerus, un industrial sueco, con ofertas de buenas intenciones por parte de Alemania. Pero por el lado alemán, las negociaciones no eran más que una pura farsa. Las autoridades no tenían la más mínima intención de detener el plan de atacar Polonia que tenían previsto. De hecho, el ataque habría debido tener lugar el 26 de agosto. Hitler había dado la orden de movilización del ejército la tarde anterior, pero se vio obligado a cancelar el ataque unas horas después, cuando Mussolini informó a su socio del Eje de que en el estado actual Italia no estaba en condiciones de entrar en guerra al lado de Alemania. Aunque embarazosa para Mussolini, aquella confesión no fue más que un revés pasajero para Hitler. No tardó en fijar una nueva fecha para el ataque. A primera hora de la mañana del 1 de septiembre de 1939 las tropas alemanas cruzaron la frontera polaca.
Los ingleses habían esperado hasta el último momento que Hitler negociara, así que el ataque los pilló por sorpresa. Siguieron dos días de vacilaciones, durante los cuales Gran Bretaña y Francia no actuaron al unísono, mientras que las tropas de Hitler empezaban a devorar Polonia. Mussolini se ofreció a hacer de intermediario ante Hitler, para que acudiera a una conferencia a celebrar el 5 de septiembre. Los franceses estaban más dispuestos que los británicos a aceptar la propuesta. Sin embargo, como por lo demás era previsible, la iniciativa no surtió efecto alguno sobre Hitler. El ministro de Asuntos Exteriores francés, Georges Bonnet, considerado por Churchill y muchos otros en Londres como la «quintaesencia del derrotismo», envió algunos comunicados diplomáticos confusos intentando ganar tiempo, y se mostró reacio a comprometer a Francia a dar el temido paso final. Hasta el 2 de septiembre por la tarde, también Chamberlain y Halifax siguieron dispuestos a contemplar la posibilidad de celebrar una conferencia si las tropas alemanas se retiraban de Polonia. Aquella tarde, sin embargo, en el parlamento a Chamberlain no le quedó la menor duda de que la perspectiva de entablar nuevas negociaciones con Hitler habría supuesto la caída de su gobierno. Obligado a hacer frente a una rebelión dentro de su gabinete, se comprometió a enviar un ultimátum, que debía ser presentado a Berlín a las 9 de la mañana del día siguiente, diciendo a Alemania que retirara sus tropas de Polonia inmediatamente. Hitler tenía dos horas para responder.
Al día siguiente, 3 de septiembre de 1939, a las 11:15 h de la mañana, la población de toda Gran Bretaña se congregó en torno a los aparatos de radio para escuchar a Chamberlain decir, en un tono monótono de duelo, que no se había recibido respuesta al ultimátum «y que en consecuencia este país está en guerra con Alemania». Inmediatamente después las sirenas que avisaban de un ataque aéreo resultaron ser una falsa alarma, pero supusieron un presagio de lo que estaba por venir. Debido en buena medida a la actitud remolona de Bonnet, la declaración de guerra no se produjo de forma sincronizada. Por el contrario, hubo un retraso de casi seis horas antes de que a las 5 en punto de la tarde, los franceses acabaran haciendo lo mismo.
El camino al infierno de una nueva guerra había sido muy retorcido. De hecho había estado «empedrado de buenas intenciones» debido a la acción de los apaciguadores. Chamberlain dijo en la Cámara de los Comunes británica el 3 de septiembre: «Todo aquello por lo que he trabajado, todo aquello en lo que he cifrado mis esperanzas, todo aquello en lo que he creído durante mi vida pública, ha caído hecho pedazos». Aunque guiado por los mejores motivos imaginables, el apaciguamiento había sido, como dijo Churchill, un «cuento triste de juicios equivocados formados por gente bienintencionada y capaz» que había supuesto «una sucesión de hitos hacia el desastre». Los apaciguadores, en Inglaterra y Francia, habían sido indudablemente gente «bienintencionada». Pero su educación, su experiencia y la escuela política a la que pertenecían habían hecho que no estuvieran en absoluto preparados para enfrentarse a un gánster en la escena internacional. Simplemente no estaban a la altura de Hitler. Ellos pensaban que podían negociar un acuerdo de paz, incluso a expensas de arrojar a otro país a las fieras. El otro quería la guerra a toda costa. Según la visión del mundo que había venido elaborando durante la mayor parte de dos décadas, sólo la conquista podía satisfacer las necesidades de Alemania. De modo que el final de camino era siempre el más probable: otra vez una guerra en Europa.
«En cierto modo, es un alivio; se han resuelto las dudas», fue la reacción lapidaria de sir Alexander Cadogan, subsecretario permanente del Foreign Office británico. William Woodruff, el chico inglés de clase obrera que estudiaba en Oxford, abandonó aquel día sus convicciones pacifistas: «Luchar era el menor de dos males. Arreglaría mis asuntos en Oxford y me alistaría». Muchísimos otros jóvenes correrían a presentarse voluntarios para el servicio militar. Woodruff encarnaba, probablemente de manera acertada, la opinión de la mayoría de la población de Gran Bretaña, a saber que la guerra era inevitable y que había que parar los pies a Hitler: «Estaban encantados de que el engaño hubiera acabado y de que hubiera empezado la lucha a vida o muerte». El escritor judío Manès Sperber estuvo en las largas colas de voluntarios que se formaron en París, temeroso de lo que pudiera aguardarlo, pero aliviado de que sus padres y sus hermanos estuvieran a salvo en Inglaterra. «Nada de entusiasmo enloquecido. Es un trabajo que hay que hacer; eso es todo», anotó en su diario Pierre Lazareff, el editor de France Soir. Conscientes de la carnicería que se había producido en su propio país una generación antes, los soldados franceses llamados a filas —muy pronto 4,5 millones procedentes de Francia y sus colonias— estaban, como decían los informes llegados de las prefecturas, resignados a luchar, pero no se veía el menor rastro del entusiasmo atestiguado en 1914.
La cosa fue un poco distinta en Alemania. William Shirer registró el ambiente reinante en Berlín el 3 de septiembre: «En las caras de la gente, asombro, depresión… En 1914, creo, la emoción reinante en Berlín el primer día de la Guerra Mundial era tremenda. Hoy, nada de emoción, ni gritos de hurra, ni vítores, ni de lanzamiento de flores, nada de fiebre de guerra ni de histeria de guerra». Por el contrario, en Varsovia, recordaba Marcel Reich-Ranicki, posteriormente afamado crítico literario en Alemania, el estado de ánimo al escucharse que Gran Bretaña y Francia habían declarado la guerra a Alemania fue de felicidad casi incontenible. Una multitud delirante se congregó fuera de la embajada británica gritando: «¡Viva Inglaterra!» y «¡Viva la lucha por la libertad!». Más tarde, ese mismo día la gente se puso a cantar «La Marsellesa» ante la embajada de Francia. Pensaban que la ayuda estaba de camino. No tardarían en darse cuenta, cuando las bombas alemanas llovieran sobre las ciudades polacas y comenzara su martirio, de que no iba a llegar ninguna ayuda.
Fueran cuales fueran los incontables sentimientos que abrigaba la gente de todo el continente el 3 de septiembre, prácticamente todos reconocían que sus vidas estaban a punto de cambiar radicalmente. Nadie sabía qué era exactamente lo que iba a traer la guerra. Había motivos suficientes para mirar los años por venir con la mayor angustia. Muchos presentían que tendrían que soportar una vez más las penas del infierno. Pocos tal vez, sin embargo, sintieran la profundidad del presagio anotado en su diario (escrito en un inglés imperfecto) por el escritor judío de origen austríaco Stefan Zweig, a la sazón exiliado en Inglaterra. La nueva guerra, escribió el 3 de septiembre de 1939, sería «mil veces peor que la de 1914… No tenemos ni idea de qué nuevos horrores de enveninamiento [sic] y enconamiento traerá esta guerra. Espero cualquier cosa de esos criminales. ¡Qué fracaso de civilización!».