56
Unos días después de que la familia decidiese el traslado a Toledo, Alejandra entró sin llamar en el gabinete de Munda. El ritmo de su respiración denotaba que había subido corriendo las escaleras.
—¡Manuel está en el cuarto de la plancha! ¡Quiere verte!
Munda se encontraba revisando su escritorio para seleccionar las cosas que se debían empaquetar en la mudanza. Su primera reacción fue levantarse y correr hacia la puerta, pero se detuvo antes de realizar el primer movimiento.
Sabía que llegaría ese momento, pero no estaba dispuesta a correr hacia él.
—Dile que si quisiera hablar con él, ya le habría buscado. Y no lo he hecho.
Alejandra se disponía a contestarle cuando sonaron unos golpes en la puerta. Munda se levantó para abrir, pero no le dio tiempo más que a ponerse de pie. Antes de que ninguna de las dos hermanas pudiera reaccionar, Manuel entró en la habitación.
Las dos se miraron con los ojos atónitos.
Vestía un traje blanco de lino. Con la corbata torcida, un pañuelo sobresaliéndole del bolsillo superior de la chaqueta y un jipijapa en la mano. Munda no se movió. Mientras Alejandra se levantaba y abandonaba el gabinete, ella sacó del escritorio la caja de bambú donde guardaba las cartas y la dejó sobre la mesa. Había atado las de Manuel con una cinta roja, y las copias de las de ella con una azul.
—Iba a quemarlas ahora.
Nunca sospechó que aquel encuentro tendría lugar en sus habitaciones.
Manuel se colocó delante de la silla que Alejandra había dejado vacía e intentó sonreír, pero Munda se mantenía impasible, ni siquiera le miraba.
La última vez que le vio pensó que el destino no debería haberle regalado lo que después iba a quitarle. No sabía si el comandante Ribó se ensañaría con él, pero aún recordaba con horror la sonrisa con que le informó de que la nodriza había salido hacia el parque de la Luneta.
No podía dejar de pensar en las imágenes de los detenidos, con la boca cubierta de sangre y las manos atadas a la espalda. Al mismo tiempo, el recuerdo de los abrazos de Manuel se mezclaba con las imágenes del futuro que soñaron juntos. El matrimonio, los hijos, La Habana…
Manuel intentaba sonreír, pero en su gesto y en su voz se adivinaba una disculpa que no sabía cómo empezar.
—No te mentí, Esclaramunda.
Ella se tomó su tiempo. No deseaba mirarle. No quería estar frente a él en la intimidad de su gabinete. No había nada que pudiera borrar el sufrimiento por el que la obligó a pasar. Nada que justificara la falta de confianza que le había demostrado. Nada a lo que aferrarse, excepto el recuerdo de aquellos brazos en los que creyó que sería feliz.
—Prefiero que te vayas.
—No te mentí. Nunca te dije que fuese a entregarme. Sólo te dije que, pasara lo que pasase, confiaras en mí.
—¿Es esa la excusa que vas a darme?
Manuel rodeó la mesa y la sujetó por los hombros.
—No necesito excusas, Esclaramunda, te dije que nada tendría sentido si no confiabas.
Pero Munda se zafó de sus manos, cogió la caja de las cartas y la colocó entre ellos. Todavía no le había mirado a los ojos.
—Llévatelas, y busca en ellas una sola razón por la que tú no pudiste hacerlo. En cambio, no encontraste motivos para no utilizarme a tu conveniencia.
—Te protegí todo lo que estuvo en mi mano. ¡Créeme que lo siento! Munda continuó sin mirarle, se dirigió hacia la puerta y la abrió.
—¡Por favor, prefiero que te vayas! No quisiera que te encontrasen en mis habitaciones.
—No te preocupes, me iré, pero antes déjame que te explique. Los detenidos estaban siendo torturados. De alguna manera había que parar a Ribó.
—No necesito explicaciones. Ya me las dio tu madre. Vete, por favor, Mariana no puede encontrarte aquí.
Al cabo de unos días, Alejandra le enseñó dos cartas que llevaba en la mano.
—Me ha escrito Manuel. Hay otra carta para ti, dice que te la guarde hasta que quieras leerla. Munda se encontraba en aquellos momentos leyendo en la biblioteca. Se levantó y se asomó al ventanal que daba al jardín. Su padre y Mariana charlaban mientras María Francisca jugaba con una muñeca vestida de mestiza. La tata cosía a su lado, protegida del resol por la sombra de una buganvilla morada. Munda pensó en Toledo, quizás allí las sombras de los árboles fueran idénticas.
—No merece la pena que la guardes. Puedes tirarla si quieres.
—¡Ay, hermanita! No seas tan dura con él. Permítele por lo menos que te pida perdón.
Alejandra no dejaba de mostrarle la carta, pero ante la negativa de Munda, se acercó hasta ella, dobló el sobre y se lo metió a su hermana en el bolsillo. Cuando Munda llegó a su cuarto, ni siquiera miró la letra de Manuel. Sacó la carta del bolsillo tal y como Alejandra se la había metido y la guardó bajo llave en su escritorio.
Al día siguiente, volvió a repetirse la escena. Munda dejó la segunda carta en el mismo lugar donde permanecía la primera, junto a los objetos que todavía no había decidido si empaquetaría o no para enviarlos a Toledo. Después vendría una tercera y una cuarta, y todas terminaron en el mismo cajón. Hasta que, unos días antes del traslado, Alejandra volvió a entrar en su cuarto.
—Me ha vuelto a escribir Manuel, dice que no contestas sus cartas. ¿No piensas hacerlo?
—Pues no. Efectivamente, no pienso.
—Pero ¡Munda! ¿Hasta dónde vas a llegar? ¿Te das cuenta de lo que haces? No creas que en esta ocasión será igual que cuando dejaste de hablarle a papá. Él siempre estuvo esperando. Pero ahora no hay tiempo, Munda, a Manuel vas a perderle.
—Le perdí en el mismo instante en que pensó que no podía confiar en mí. Me ha hecho mucho daño, Alejandra, y el daño nunca es gratuito.
—Pero él no quiso hacértelo.
—Tampoco quiso evitarlo.