25
—¿Por qué no le habrá puesto también mi nombre?
Mani le cepillaba el pelo como lo había hecho siempre con su madre. Tenía la misma melena negra.
—¡Ay, niña Munda! Es que el tuyo es requetelargo. Cuando tú naciste, yo ni me lo pude aprender.
¡Esclaramunda! Pero ¡si más parece un tratado de guerra!
—Será un tratado de paz. Para las guerras no hay tratados, Mani, se declaran y ya está.
—¡Y tú qué sabrás! ¡Esas son cosas de hombres!
—Pues claro que lo sé. Estoy estudiando los libros de leyes de la biblioteca. Y leo el periódico de papá todos los días. No hay que ser hombre para saber cosas. Por ejemplo, ¿sabías que en Cuba hay una guerra?
—¿Y eso es lo que tú sabes? Para eso no hace falta estudiar. Yo también lo sé. Hace veinticinco años que salí de allá, pero no te pienses que no sé lo que pasa en mi tierra. Me fui cuando empezaron a pelearse, y todavía no se han arreglado.
—Sí, pero mira, consiguieron que se aboliera la esclavitud, y ahora han conseguido que se proclame la igualdad entre negros y blancos. Eso sí, entre hombres y mujeres todavía no. Pero tú, como negra, ya tienes los mismos derechos que yo como blanca, aunque ninguna tengamos los mismos que los hombres. Ya puedes ir a donde quieras y cuando quieras. La reina María Cristina ha firmado el decreto. Ya puedes elegir.
—¿Y adónde querría ir yo, criatura? Además, eso lo elegí antes de salir de allá. Y para que lo sepas, salí libre sin necesidad de que ninguna reina dijera nada. Tu abuelo liberó a todos sus esclavos antes de volver a Toledo.
—Pero ¿cómo? ¿No volvió huyendo de la revolución?
—¡No, señora! Volvió para buscar apoyos para una Cuba libre.
—¿Entonces?
—Entonces nada. A tu abuelo no le gustaban los esclavos, y a tu madre tampoco.
Munda había cumplido diecisiete años. Desde que le dijo a su padre que quería ser masona, se preparaba a conciencia para el día en que pudiera ingresar en una hermandad. Sabía que en Alejandría había una logia mixta, donde hombres y mujeres poseían los mismos derechos y obligaciones, y practicaban idéntico rito. Su sueño era iniciarse de la mano de la señorita Inés.
Aunque era consciente de que hasta que no se convirtiera en una mujer más o menos madura no podría ser admitida. Hacía tiempo que fantaseaba con su ceremonia de iniciación, uno de los grandes acontecimientos a los que aspiraba en la vida. Munda soñaba con el momento en que se abriera para ella la Cámara de Meditaciones, y pudiera participar por primera vez en una tenida. Se veía a sí misma contestando el cuestionario que demostraría a los hermanos y hermanas que estaba preparada para iniciarse como aprendiz. Más de una vez había soñado que llegaba a las puertas del templo junto a la señorita Inés, con los ojos vendados. Lo había imaginado tantas veces que cuando llegara el momento, y la señorita llamara a la puerta para que les abriera el Hermano Guardián de la Observancia, ella pensaría que continuaba dormida. Imaginaba el interior del templo, con su suelo ajedrezado y el techo pintado de estrellas. Y la voz del Primer Celador, después de escuchar los golpes de la señorita, dirigiéndose al Venerable Maestro de la Obediencia.
—Hermano, llaman profanamente a la puerta del templo.
—Ved quién es.
Y el Hermano Guardián le preguntaría por qué turbaba la tranquilidad de la logia a deshora. Y ella contestaría que era una mujer libre que quería iniciarse en los secretos de la masonería.
Tendría que volver a llamar, y cuando por fin fuera admitida, la señorita Inés la entregaría.
—Ahí os la entrego, ya no respondo de ella.
Y después de los primeros pasos del ceremonial, de golpes de martillo y de imposición de vestiduras, vendrían los discursos. Primero el del Maestro, y después el suyo, su «testamento». Defendería la capacidad de las mujeres para guardar el secreto de la masonería, y para buscar el fin último de los hermanos masones y masonas, la perfección y la libertad, y también para buscar el fin más inmediato, el perfeccionamiento y la liberación, dada la dificultad de alcanzar los anteriores. Diría que las mujeres tienen la misma capacidad que los hombres para intentar alcanzar estos fines, por mucho que algunos hermanos pensaran que ni su temperamento ni su organismo les permitirían establecer discusiones filosóficas. Rebatiría las teorías que decían que la incultura de la mujer y su naturaleza histérica la obligan a ser voluble e impresionable, y a dejarse llevar siempre por la emoción y no por el raciocinio, incapaz de cualquier reflexión y espíritu crítico. No sería difícil convencerlos de sus postulados, después de todo, en aquella hermandad ya se admitía a las mujeres. Todavía no sabía que su «testamento» acabaría convertido en humo, envuelto en llamas en la punta de una espada. Aunque de haberlo sabido, Munda no habría interpretado aquel símbolo como muestra de que su hermandad entendía sus palabras como un artificio más de la vanidad humana, sino como la constatación de que sus compañeros de logia guardarían el secreto de sus palabras para siempre.
Munda fantaseaba también con su nombre simbólico, el que elegiría para identificarse en su logia. Probablemente sería el de Cleopatra, en honor a aquella mujer que había conseguido gobernar un imperio, y que prefirió la muerte antes que caer cautiva en las manos de Octavio, su mayor enemigo. O quizás el de Lilith, la primera mujer de Adán que, según una leyenda hebrea, prefirió volver a la nada antes que someterse a la voluntad exclusiva del marido. O también podría ser el de Hipatia, la única mujer que dirigió la Biblioteca de Alejandría. Matemática, filósofa, astróloga y maestra, sufrió el tormento hasta la muerte, acusada de brujería por aquellos que no pudieron admitir que la capacidad de crear conocimiento científico no se limitaba sólo a los hombres.
Munda había soñado muchas noches que oficiaba una ceremonia de iniciación como Gran Maestra de un Gran Oriente, y que acompañaba a su padre en algún taller, vestidos los dos con el faldellín, el mandil, el collarín, la clámide y los guantes. Pero no se lo había contado a nadie, ni siquiera a la señorita Inés, que había intentado disuadirla en varias ocasiones de su aspiración de iniciarse.
—Eres muy joven para pensar en esas cosas. Tú piensa en elegir un buen marido. Te irá mejor.
—¿Y tú por qué no te has casado?
—¿Quién te dice que no me he casado?
—Yo suponía…
—Nunca supongas sin una base sólida que pueda sostener tu suposición. Es mejor razonar que suponer. Es más, yo te aconsejaría que nunca supusieras. ¡Deduce! Utiliza la fuerza de la lógica. Por ejemplo, todas las mujeres casadas llevan anillo, ¿llevo yo anillo?
—Sí, llevas varios.
—Luego he podido estar casada. Está claro que ahora no lo estoy, porque si fuera así conocerías a mi esposo. Podría estar separada, pero eso no sería muy habitual. ¿Qué nos queda?
—¿Viuda?
—¿Llevo luto? ¿De qué color?
—Sí, desde hace años. Luto blanco.
—Luego puedo ser una viuda que guarda el luto por un marido árabe.
—Pero nadie guarda luto tanto tiempo.
—¿Y si se me hubieran muerto varios maridos, tantos como anillos llevo en mis dedos?
—¿Uno detrás de otro?
—O todos a la vez. Hay maridos que nunca pudieron llevar al altar a sus mujeres.
—¿Por qué?
—¡Mira! Por allí viene tu padre. Parece contento. ¡Dejemos de hablar de maridos, los hombres me producen una pereza infinita! ¡Y tú deja de pensar en masones! No tienes edad.
El marqués llegaba con la sonrisa más abierta que Inés le había visto nunca. Hacía meses que se veían a diario. Cuando ella no le esperaba en su casa, le mandaba un propio con el recado de que se encontrarían en el puerto oriental, el propio siempre volvía con el mismo recado de vuelta.
—Dile que allí estaré.
A don Francisco no le agradaba este sistema de comunicarse, no se fiaba de la discreción de aquellos jóvenes que llegaban a conocer los secretos de una casa y de otra, por muy inocentes que fueran los recados que transmitían. Él prefería enviar una nota, pero no se atrevió a contradecir a la amante, que había adoptado aquella costumbre desde que empezaron a verse, una costumbre muy extendida en Extremadura, de donde ella era originaria. De manera que respondía a los recados con el propio cuando lo enviaba Inés, pero cuando partía de él la iniciativa, cuando quería volver al vaporcito, le mandaba un ramo de rosas blancas con una nota:
Hoy quiero verte en la bocana.
Y la amante le enviaba otro ramo con otra nota:
A las cinco en el puerto oriental. No tardes.
A veces la encontraba sola en el puerto, y otras, acompañada por un montón de amigos a los que también había invitado a navegar. En aquellas ocasiones él comprendía que esa tarde no sería de su agrado la excursión, al menos no sería como él había imaginado.
Inés administraba los encuentros procurando mantenerle siempre con la misma ansiedad. Hoy sí, hoy no. Ella tenía la llave.
Aquella tarde había decidido que llevaría a navegar a toda la familia, incluida la pequeña María Francisca. Le había enviado el propio al Consulado, con el encargo de decirle que se dirigía a su casa para recoger a sus hijas, y que se encontrarían allí con él a las cinco en punto.
Todas las mujeres de la casa esperaban al marqués para salir hacia el puerto. Mientras don Francisco llegaba, Inés y Munda charlaban bajo la marquesina del porche. Alejandra y Mariana jugaban con la pequeña María Francisca en el jardín, y Mani se encargaba de preparar los cestos de la merienda que tomarían en el barco.
Cuando don Francisco apareció, mucho antes de la hora prevista, Inés se sorprendió a sí misma con un ligero malestar. Su amante no podía ocultar una alegría que, por alguna razón que no sabría explicar, intuía que amenazaba el equilibrio de aquella relación en la que ella marcaba los ritmos. No podía achacar su intuición únicamente a que parecía sonreír con todo su cuerpo, sino más bien al gesto con el que se presentó ante ella con una carta en la mano. La blandía como si acabaran de concederle un premio al que jamás se hubiera atrevido a aspirar, como si no existiera ninguna otra cosa sobre la Tierra que pudiera hacerle más feliz. Como si fuera a cambiarle la vida.
Y realmente era así. Don Francisco enseñaba su carta como el mejor trofeo del mundo, como el mayor logro que jamás hubiera deseado. Como el ofrecimiento más sorprendente que podrían hacerle nunca, algo en lo que ni siquiera se había atrevido a soñar, un regalo, un honor al que no podía negarse.
—¡Me ofrecen el puesto de organista en la catedral de Manila! Inés inclinó la cabeza para que su amante le besara la mejilla.
—¿Cómo de organista?
—¡De organista! ¿No es maravilloso? Nos iremos todos a vivir a Manila.
—¿Estás loco? Filipinas es un polvorín que acabará estallando como estalló Cuba.
—No exageres, en Cuba hay una guerra declarada, y en Filipinas se han abortado todos los intentos de insurrección.
—En Filipinas se fusila a los sacerdotes nativos por protestar contra los privilegios que acaparan los frailes peninsulares. ¿Lo llamas a eso abortar una insurrección? ¿O dirías más bien que se trata del germen de un levantamiento?
—Pero ¡bueno, Inés, no seas tan alarmista! ¡Eso sólo ha pasado una vez! Y hace más de veinte años.
—¡Exactamente! Hace más de veinte años que se está creando el caldo de cultivo que les llevará al desastre. ¿Sabes quién es Rizal? ¿Sabes por qué lo han deportado a la isla de Mindanao?
—¡Naturalmente que lo sé! Pero a él lo han deportado por escribir novelas prohibidas por la censura.
—¡No, señor! ¡No lo han deportado por eso! Rizal lleva diez años en lucha contra los abusos de la Administración, pidiendo reformas sociales y educativas. Por eso lo han deportado. Por eso le han acusado de agitador y de propagandista. ¿Quieres llevar a tus hijas a un hervidero de conflictos?
¿Estás seguro de lo que haces?
Don Francisco la miró como un niño mira al adulto cuando sabe que no podrá obtener varias cosas a la vez.
—Así es. Y también quiero llevarte a ti. Vendrás, ¿verdad?
Su mirada reflejaba la angustia de los que tendrán que elegir. Una sola opción, entre dos sueños posibles.
—Dime que vendrás conmigo, por favor, Inés.
Su hija Munda le había quitado la carta de la mano nada más llegar, y corría gritando por toda la casa.
—¡Alejandra! ¡Mani! ¡Mariana! ¡Mirad! ¡Venid! ¡Nos vamos a vivir a las Filipinas! Mariana se acercó al porche con María Francisca en los brazos.
—¡Cómo que a Filipinas! ¿Quién se va a Filipinas? Alejandra corría detrás de su hermana mayor.
—Pues yo no puedo irme, mañana me examino de violín en el Conservatorio.
Y Maní corría detrás de las dos, con un cesto de la merienda cargado en cada brazo.
—Pero ¿qué locura es esta? ¿De qué habláis?