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El Isla de Luzón no solía hacer escalas en el puerto de Alejandría, pero aquella era una ocasión especial, el cónsul y su familia se trasladaban a la isla que daba nombre al buque, y don Francisco había utilizado todas sus influencias para que el vapor repostara combustible en las carboneras del puerto alejandrino, en lugar de hacerlo en las de Port Said, como era habitual.

Los muelles, como siempre, eran un ir y venir de equipajes, de pescadores y de pasajeros. Entre ellos, con ciertas dificultades para abrirse paso entre la multitud, caminaba el cónsul, junto a su familia y a los amigos que habían ido a despedirles. Aquella noche, don Francisco y sus hijas se habían alojado en un hotel, ya que todas sus pertenencias se encontraban en el buque desde el día anterior. La excitación apenas les había dejado dormir, y en sus caras se acusaba el cansancio.

La primera en subir a bordo fue Munda, completamente vestida de negro, excepto los guantes y los zapatos, cuyo color púrpura hacía juego con la cinta adamascada de una limosnera, y que resaltaban sobre el negro del vestido, del sombrero, de la sombrilla y de una capelina que apenas le cubría media espalda. Todo el atuendo era de su madre. Ahora que ya no vestiría de blanco, había recuperado los vestidos de Lucía del baúl donde Mani los guardaba.

No se despidió de la señorita Inés. Le dio dos besos en las mejillas, sí, pero no se despidió de ella, al menos no como habría hecho si hubiera querido despedirse realmente. Aquella mujer había dejado de pertenecer a la clase de personas a las que admiraba. Ni siquiera pensaba que fuera digna de ser considerada como masona. Estaba claro que su ejemplo no era el que debía enarbolarse para defender el ingreso de las mujeres en las logias.

No bastaba con iniciarse en los ritos de los Hijos de la Viuda para ser un buen masón, su propio padre se lo había demostrado.

A Munda no le gustaba la gente que desmentía con sus acciones lo que pretendía defender con sus palabras. Nunca podría perdonarla. Había trabajado con ella en el aprendizaje de los fundamentos más sublimes del hombre, pero estaba claro que sólo había sido una forma de acercarse a su padre. La había engañado. Había jugado con ella a la filosofía y el humanismo, mientras se entretenía con don Francisco en otros juegos que los arrastraban a los dos por el barro. A él tampoco podría perdonárselo. Su engaño era aún mayor, porque duraba toda la vida, y porque también afectaba a su madre. No los perdonaría. No.

Tenía razón Mani, habría preferido no saber. Habría sido mejor seguir viéndolos como antes, como dos personas sabias, honestas y respetables. Pero ya no era posible. No había vuelta atrás. Mani había hablado, y ahora, en aquel muelle, Munda sólo podía ver a un hombre y a una mujer. Sin atributos, sin apellidos, como cualquier otro hombre y cualquier otra mujer capaces de caer en la más vulgar de las traiciones. Dos infames. Dos amantes delante de la pasarela de un barco. Dos torpes que ni siquiera parecían saber cómo despedirse.

Llevaban varios minutos sin hablarse, él les había pedido a Alejandra y a Mariana que se adelantaran con la niña y con Mani. Detrás de ellas, embarcó el teniente don Ricardo Guzmán del Torno, que vestía su uniforme de gala como si se dispusiera a participar en un desfile.

Don Francisco se quedó en el muelle con la señorita Inés. Parecía perdido. Se atusaba el bigote y miraba para todos lados, daba la impresión de que esperase a alguien que no terminaba de llegar. Al cabo de unos minutos la señorita Inés se colgó de su brazo y subió con él a la cubierta superior del barco, donde se situaban los camarotes de primera clase.

Las sirenas ya habían sonado dos veces. Apenas quedaba tiempo para las despedidas. Pero Inés subió a bordo como si el barco tuviera la obligación de esperar a que ella se despidiera de su amante antes de levar anclas.

Sin embargo, no subía al buque para decirle adiós, ni siquiera para confesarle que no podría olvidarle, que no había podido quererle más de lo que le quiso, pero que tampoco le quiso menos de lo que pudo. No subió para desearle suerte por última vez. Ni para decirle que si algún día se arrepentía de su aventura asiática, ella seguiría allí, esperando para llevarle a la bocana siempre que se lo pidiera. Tampoco subió para buscar el último abrazo, aquel que se queda para siempre en el recuerdo, como si no hubiera habido ningún otro. No, no subió por ninguna de esas razones, lo hizo para mostrarle, señalando con el dedo índice hacia el edificio de Capitanía del puerto, el lugar donde se había detenido una berlina.

Don Francisco miró hacia el carruaje e intentó disimular su tristeza. En la ventanilla podía verse un pañuelo blanco que parecía decir adiós, un pañuelo en el que podían adivinarse muchas lágrimas, las que Lola había llorado, idénticas a las que a él le gustaría llorar. La berlina permanecía inmóvil en el último muelle, junto a Capitanía, muy cerca del lugar donde él había recogido a su Pícara Lola hacía diez años, una semana después de instalarse con su familia en Alejandría.

En los veintiséis años que llevaban juntos, ella nunca le había dicho que no. Aceptó el segundo puesto cuando comprendió que el primero jamás podría ser para ella, incluso se sentía orgullosa de aquel papel, en el que él la había colocado como la más hermosa, la más deseada, la más consentida. Pero la entrada en escena de la dama de blanco lo había vuelto todo del revés. Don Francisco la había humillado, y por más vueltas que ella le daba, no encontraba otra solución: humillada sí, pero esposa; de lo contrario, tomaría las riendas de su vida.

A Lola ya sólo le servía un futuro en el que ella pudiera tomar las decisiones. Un futuro suyo, en el que el nombre de Lola no llevara a su lado otra cosa que un apellido. Estaba decidida a empezar a vivir de otra manera, más tranquila, sin sobresaltos, sin esperas, sin deseos que no pueden realizarse. Dejaría de ser la amante del marqués en el mismo instante en que zarpara el barco. Jamás podría aspirar a ser la marquesa de Sotoñal, ni la señora de ningún otro, pero volvería a tener su nombre completo, como antes de que naciera la Pícara Lola. No encontró más alternativas. No podía ceder. Si no iba a Filipinas como una mujer casada, volvería a España simulando una viudez que le daría el respeto que nunca había tenido. Viuda y rica. La mayoría de las mujeres que conocía no podían aspirar a tanto.

Había enviado un telegrama a sus padres con instrucciones para que le compraran un palacete en Puerto de Vega, un pueblecito de Asturias donde su abuelo había sido pescador, y donde ella les había comprado, hacía ya muchos años, una casita para protegerlos de los dimes y diretes de Toledo.

No podía dar marcha atrás, y no se arrepentía de lo que había vivido, pero podía empezar otra vez, aun a costa de perder al único hombre al que había amado desde que tenía recuerdos, con el que había compartido casi dos tercios de su vida. Al que había sentido siempre suyo, más suyo que de nadie, hasta que llegó la señorita Inés.

Desde su berlina podía verlos a los dos. Ella se colgaba de su brazo con el mismo descaro de aquel día en que entraron en la tienda de alfombras. La dama de blanco extendía su brazo en dirección a la entrada del puerto. Y Munda los miraba.

La joven había seguido la dirección de la mano al mismo tiempo que lo hizo su padre. El marqués trataba de sonreír, rodeado por sus hijas, su yerno, su nieta y la criada de toda la vida. La dama de blanco permaneció con el brazo extendido durante unos momentos, hasta que su amante le dijo algo al oído señalando con la barbilla hacia el edificio de Capitanía. Don Francisco se dio cuenta de que su hija también había visto la berlina. Quiso rodearla con su brazo, pero ella se zafó de él, y ni siquiera intentó disimular que no quería que la tocase. Toda vestida de negro. Como si llorase una pérdida. Parecía cansada. Don Francisco intentó de nuevo pasarle la mano por encima del hombro, pero ella volvió a resistirse, agachándose para evitar la mano de él.

Las chimeneas del barco comenzaron a lanzar un vapor blanco y espeso, al mismo tiempo que las sirenas avisaban a los visitantes de que debían bajar a tierra. Los viajeros comenzaron a sacar sus pañuelos y a blandidos en el aire. En el muelle, los que se quedaban comenzaban a levantar la cabeza, intentando no perder de vista a los que se iban.

Munda se apoyó en la borda y se dedicó a observar lo que sucedía a su alrededor. Contemplaba la escena como si se tratara de una obra de teatro en la que no tomaba parte. El carruaje, su padre, sus hermanas, la señorita Inés, su cuñado vestido de gala, su sobrina en el cochecito.

No faltaba nadie en aquella representación.

Los actores principales parecían derrotados, como si el aire húmedo y caliente los aplastara contra el suelo. La sensación de que algo terminaba se imponía sobre la emoción de un viaje que debería suponer también el comienzo de un sueño.

El rostro del marqués permanecía inmóvil. Munda no hubiera podido volver a rechazarle si hubiese intentado ponerle la mano en el hombro otra vez. Nunca lo había visto tan abatido, ni siquiera tras la muerte de su madre, cuando él intentaba disimular su tristeza detrás de una pose de serenidad y de resignación cristiana que le abandonaba cuando se retiraba por las noches a sus habitaciones.

Sus hermanas, sin embargo, parecían felices. Alejandra, abrazada a Mani, saludaba con un pañuelo a la multitud que se había congregado en el muelle para despedirlos. Mariana sujetaba con una mano el carricoche de la pequeña María Francisca, y con la otra se cogía del brazo de su esposo como si lo estuviera exhibiendo, orgullosa de su uniforme casi tanto como del hombre que lo vestía. Él también parecía feliz. Don Francisco le había conseguido un destino en la Capitanía General de Manila, y se incorporaba a la nueva plaza con muchas posibilidades de ascenso a capitán.

La sirena volvió a sonar. Era el último aviso para que los visitantes abandonaran el barco. Don Francisco acompañó a la señorita Inés hasta el borde de la pasarela y caminó con ella unos pasos. Después se detuvo y permitió que ella continuara sola hasta el muelle.

No se dieron el último abrazo, ni tan siquiera un besamanos que les hubiera obligado a situarse frente a frente. Ella no se volvió para intercambiar la última mirada, y él no dijo nada que la obligara a girarse para buscarla. Nadie les escuchó una queja. Pero el marqués la miraba alejarse, con unos ojos tan tristes que Munda no tuvo otro remedio que sentir compasión por ellos. El futuro que podría haber sido.

Delante del edificio de Capitanía del puerto, en línea recta con su padre y con la señorita Inés, permanecía quieta la berlina. El pasado. Munda también lo compadeció.