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Los dos primeros años, los amantes se entregaron uno a otro sin medida. Don Francisco terminó la carrera de Derecho, condición que le habían exigido sus padres para poder dedicarse a lo que realmente le apasionaba, la música, pero nunca ejerció como abogado. Tocaba el violín y el piano a todas horas y en todas partes, en su casa, en casa de sus amigos, y en cada tertulia de Toledo, pero, sobre todo, en casa de Lola. Ella cantaba para él, y él la acompañaba al piano. Resultaba un equipo tan compenetrado que Lola no dejaba de fantasear con la posibilidad de formar compañía y volver a escena.
—Fuguémonos. Nos contratarán en todos los teatros del mundo. Estoy deseando pisar las tablas otra vez.
—Tú sabes que nada me gustaría más, corazón. Pero esperemos un poco. Quizá mis padres se ablanden.
—¿Hasta cuándo tendremos que esperar? Ya son dos años.
—Ya lo sé, corazón, ten paciencia. Y haz un esfuerzo por entenderles, no puedo poner en entredicho la reputación del apellido.
—Pero ¡si todo el mundo sabe que estamos juntos!
Y era verdad, Toledo entero sabía que el futuro marqués de Sotoñal había retirado a la Pícara Lola. Al principio intentaron ocultarlo, pero resultó imposible amortiguar aquella voz que se había hecho famosa, no sólo en París y en Madrid, sino en el patio de luces de la casa que visitaba el marquesito todas las tardes.
Los señores marqueses de Sotoñal también se encontraban al corriente. El día en que se enteraron, el señor marqués aplaudió el gusto de su hijo, y la señora marquesa sólo le hizo una recomendación, y nunca más volvió a mencionarle el asunto.
—No se te ocurra salir nunca con ella a la calle.
Aquel día, el marqués esperó a que su esposa saliera del comedor, despidió al criado que les servía la mesa y le dio a su hijo unas palmaditas en el hombro.
—Está bien que te diviertas, pero no olvides nunca que las queridas son las queridas, no le des esperanzas de otra cosa. Dale cariño para que esté contenta y cómprale vestidos, pieles y muchas joyas, pero no la escuches si te pide algo más, no podrías dárselo.
Él lo sabía. Sabía que nunca podría darle más, que tarde o temprano, sus padres le presionarían para que buscara una esposa, una joven de buena familia que pudiera llevar con dignidad el título que terminaría por heredar. Sabía que nunca podría escapar con Lola, que los marqueses le amenazarían con desheredarle si huía con ella. Y lo peor de todo era que también sabía que, aunque se atreviera a marcharse, acabaría por volver. No podría hacer otra cosa, aunque amara a Lola con todas sus fuerzas, y la hubiera convertido en la futura marquesa si hubiera podido.
Pero no pudo. Después de dos años se acostumbró a quererla cuando terminaba sus tertulias y sus partidas del casino. Después de los toros, de los bailes de salón, de las excursiones al coto de caza y del resto de las actividades que ocupaban la mayor parte de su tiempo.
No lo programó así, pero la vida transcurría en Toledo como si Lola no le estuviera esperando. Mientras tanto, ella miraba los horarios de las corridas, preguntaba a su criada si se celebraba algún baile en las casas de los señoritos, controlaba los días que recibía cada marquesa y cada condesa y calculaba la hora en que él se quedaría libre para ir a su casa.
Tampoco ella lo programó, pero le esperaba despierta fuera la hora que fuese. Para quererle, para entregarse, para cantar mientras él tocaba el piano, sin preguntas y sin reproches.
Ya no se acordaba de sus sueños. Ya sólo vivía para saborear las caricias que él le regalaba. Para abrazarle, para esperarle vestida con sólo un peinador y unas medias de seda. Para empujarle a la alcoba y quitarle la levita, la corbata, el chaleco, la camisa… Y arañarle, y tirarle del pelo, y besarle, y quitarse el peinador, y bajarse las medias. Y dejarse querer.
Y así pasaban los días, las semanas, y los meses.
Todavía no se habían cumplido tres años desde que se instaló en su piso de mantenida, cuando el amante llegó una noche con una propuesta que provocó su primera gran crisis, una oferta que les colocó al borde de la ruptura. Aquella no sería la primera discusión de la pareja, pero sí la primera vez que Lola contempló la posibilidad de separarse.
—¿No te gustaría vivir en Madrid? He visto un pisito precioso en la calle Bailén, enfrente del Palacio Real.
—¿Cómo? ¿Nos vamos a Madrid? No me lo puedo creer. ¡Ay, qué alegría! ¡Ven que te bese esa boca de miel!
—¡Quita, quita! ¡Estate quieta! ¡Déjame que te explique!
—¿No me besas?
—Sí te beso, corazón, pero hay algo que debo contarte. Verás, tú sabes que te quiero con toda mi alma, y que te querré siempre igual. Dime que lo sabes, corazón.
—Sí, lo sé.
—Y sabes que no podría casarme contigo aunque quisiera, ¿verdad? Mis padres no lo consentirían. Pero reconoces que vengo a verte siempre que puedo.
—Pero…
—No hay peros. Tú sabes que me haces muy feliz. Y yo quiero que tú también lo seas. ¡Ven!
¡Dame ese beso que ibas a darme, y dime que lo sabes!
—Pero ¿a qué viene tanta conversación? ¿Qué pasa?
—No pasa nada, sólo quiero que sepas que nunca dejaré de quererte. Aunque…
—Termina ya de una vez. ¿Aunque qué?
—Aunque vaya a casarme con otra.
La Pícara Lola se levantó del diván, se echó una bata de seda sobre el peinador y se miró al espejo. Acababa de cumplir veinte años. Su cuerpo era aún más bello que el día en que la conoció, su piel todavía más tersa, sus labios más apasionados. Hacía tiempo que no le reclamaba nada, ya había asumido su papel como cualquiera de las amantes de los hombres de su círculo. Él le permitía salir siempre que no asistiera a las reuniones que se organizaban en las casas de otras mantenidas, a menos que se encontrara allí con él. Podía ir a las tiendas, a la iglesia, a las tómbolas de caridad que se montaban en la catedral, a casa de su hermana o a la de sus padres. Ella siempre le pedía permiso, y él siempre se lo daba, eso sí, con el ruego de que fuera discreta. Toledo era muy pequeño y cada vez que la Pícara Lola salía a la calle, los murmullos llegaban hasta el comedor de los señores marqueses. Ella sabía que no debía alterar a la señora y procuraba no hacerlo. Tan sólo una vez se atrevió a provocarla abiertamente. Fue la mañana del día 31 de diciembre, y no se le ocurrió otra cosa mejor que acudir a la misa en la que los marqueses solían despedir el año y colocarse bien a la vista.
La marquesa entró en la catedral del brazo de su hijo, y cuando pasó junto al banco donde ella les esperaba sentada, Lola salió al pasillo y les cortó el paso. La señora la miró, e inmediatamente comprendió de quién se trataba. Sus ojos azules se volvieron a don Francisco, antes de clavarse otra vez en los de ella, y la obligó a echarse a un lado para dejarla pasar.
El resultado fueron dos meses sin asignación para él, y, por lo tanto, sin manutención para ella. Así la castigó.
Días más tarde, coincidieron en la puerta de una joyería; ella salía, y la marquesa entraba. Lola mantuvo su mirada durante unos segundos, y se retrasó en cederle el paso el tiempo suficiente para que supiera que lo hacía a propósito. Después le tendió el dorso de la mano al joyero para que la despidiera con un besamanos.
—Por favor, envíeme el aderezo a mi domicilio, allí le abonarán el importe, como siempre. Y salió de la joyería sin volver a mirar a la marquesa.
Recorrió las calles de Toledo con una sensación de triunfo tan plena que no podría igualarse ni con una invitación a las tertulias de los jueves de las damas de postín.
Pero aquella pequeña victoria no le duró mucho tiempo. Cuando llegó a su casa, le esperaba una nota del propietario de la joyería:
Srta. Lola:
Lo lamento muchísimo, pero la señora marquesa compró su aderezo en cuanto usted salió de mi establecimiento.
No sabe la consternación que esto me causa. Pero confío en que comprenda que no he tenido más remedio que entregárselo.
Estaré encantado de reservarle cualquier otra joya que tenga a bien encargarme. Esperando su pronta visita, beso su mano.
Después de aquel incidente, don Francisco se quedó nuevamente sin asignación, y le rogó a su amante que no saliera a la calle por una temporada.