50

El comandante Ribó no llegó a entrar en el palacio de la calle de Santa Clara. Se encontró con el marqués de Sotoñal cuando se disponía a tocar la campanilla situada en la verja del jardín, frente a la puerta principal de la vivienda.

Todavía no había comido, tenía hambre, lo que solía provocarle un acceso de ira que apenas sabía controlar. Pero al salir de la Comandancia, en lugar de dirigirse a la fonda donde acostumbraba a comer, decidió caminar hasta la calle de Santa Clara para entrevistarse nuevamente con Munda. La visita de la mañana no le había dejado satisfecho.

Antes de tocar la campanilla, don Francisco se colocó delante de él y metió el brazo a través de la verja para abrir el cerrojo, pero no le saludó. También había llegado caminando. El comandante tuvo que apartarse para abrirle paso.

—¡Buenas tardes, don Francisco! Precisamente venía a verles.

—¿Con qué motivo?

—Unos flecos en la conversación de esta mañana que me gustaría aclarar. Si no tiene inconveniente.

—¿Trae usted una orden?

—Pues no.

—Pues entonces sí tengo inconveniente.

El marqués abrió la puerta de la cancela y la cerró tras él.

Desde el lado exterior de la verja, el comandante sintió como si el vacío le golpeara el estómago. Debería haber comido antes de realizar la visita, le desagradaba aquella sensación de debilidad que, en cierto modo, le hacía vulnerable ante los otros. Lo mejor habría sido dirigirse directamente a comer a la fonda, dormir una buena siesta y ocuparse de aquel asunto cuando su cuerpo no se empeñara en traicionarle. Después de todo, sólo se trataba de una excusa para volver a ver Munda, para sentir su nerviosismo, mal disimulado entre fórmulas de cortesía que la hacían parecer culpable incluso cuando no tenía motivos. Aquella visita ni siquiera resultaba imprescindible, él ya tenía entre rejas lo que perseguía desde hacía tiempo. Además, el gobernador le había rogado que dejara al margen de la investigación a la familia Camp de la Cruz. Y pensaba hacerlo, pero el desplante del marqués, unido al vacío de su estómago, le provocaron un deseo de venganza que no pudo sujetar.

—Como usted desee, señor marqués. Pero le habría gustado saber que hay un testigo que sitúa a su hija Munda cerca de la cueva de Bernardo Carpio el Viernes Santo, en una tenida del Katipunan.

Don Francisco no se giró, pero al comandante no le hizo falta verle la cara para descubrir que su frase había causado el efecto deseado. Tuvo que hacer un esfuerzo evidente para no detenerse. Su espalda se enderezó, la mano derecha apretó el bastón contra la grama y la izquierda sujetó el sombrero, a punto de caer por un movimiento extraño que no pudo controlar, sus pies dudaron entre seguir o no seguir.

El comandante continuó en la verja hasta que vio cómo Munda salía al jardín y sujetaba a su padre. Ella los miró a los dos, primero a don Francisco, que se abandonó en sus brazos como un caído en la batalla, y después a él, que le devolvió la mirada sin atreverse a desplegar sus plumas de vencedor.

Le dolía el estómago y las manos comenzaban a sudarle, no quería que Munda le descubriera así. Se dio media vuelta y dejó que la joven volviera a ocuparse del enfermo.

Ella le vio alejarse, pero no percibió en él el triunfo que le hubiese gustado exhibir, ni las batallas ganadas, tan sólo vio a un hombre que se alejaba del palacio como si escondiera la mano después de haber lanzado un cuchillo.

El rostro del marqués parecía de cera, la sangre había huido de sus capilares. Las manos agarrotadas, los ojos perdidos. Tosía, pero apretaba los labios tratando de controlar unos espasmos que le obligaban a encorvarse.

En el piso superior, asomada a la barandilla del distribuidor del que partían las dos alas del palacete, Alejandra gritaba:

—¡Papá! ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Al escuchar los gritos de su hermana menor, Mariana salió de sus habitaciones y corrió hacia ella. Cuando vio a su padre en el suelo, con la cabeza entre los brazos de Munda, se precipitó escaleras abajo.

—¡Traed al médico! ¡Rápido! ¡Que alguien vaya a buscarlo a su casa! ¡Corred!

El asistente personal corrió a buscar al médico de la familia, que pasaba consulta a unas manzanas del palacete. En menos de media hora, don Francisco reposaba en su cama, y el doctor tranquilizaba a sus hijas restándole importancia al episodio.

—Sólo ha sido un susto. No hay que preocuparse. Buenos calditos de gallina y de calabaza, un poquito de reposo y a olvidarse cuanto antes del día de hoy.

—¿Está usted seguro, doctor? ¿No le receta alguna medicina?

—No hace falta, señorita Mariana. No se preocupe, se pondrá mejor. Pero ahora sería conveniente que le dejaran descansar.

Munda y Alejandra, cada una a un lado de la cabecera, intentaban mantenerse en calma. No lloraban, pero no podían disimular su preocupación. Munda no soltaba la mano de su padre.

—¿Qué pasa, papá?

Don Francisco sonrió, apenas podía mantener los ojos abiertos, y su voz era casi inaudible.

—No pasa nada, pequeña. Una indigestión.

Se quedó dormido mientras hablaba. No tenía demasiada fiebre, pero sudaba tanto que apenas le cambiaban la funda de la almohada ya había que ponerle otra seca.

El doctor le tomó el pulso mientras Alejandra le secaba la frente y le colocaba una toalla de algodón en la nuca. Se le saltaban las lágrimas.

—¿Cómo está, doctor?

—¡Bien, bien! No te preocupes.

—No parece que esté bien, no tiene por qué engañarme. Preferiría saber lo que pasa. Mariana rodeó a su hermana por los hombros y la apartó de la cabecera de su padre.

—Pero ¡qué va a pasar, mujer! Ya has oído al médico. Sólo necesita descanso. Será un resfriado. Pero tenemos que dejarle dormir. Aquí no hacemos nada ya. ¿Verdad, doctor?

—Efectivamente. Dormirá por lo menos un par de horas.

—¿Lo ves? ¡Anda! ¡Baja al comedor, que ya debe de estar la mesa preparada! ¡Son más de las tres! ¡Mundita, querida, acompáñala tú, que yo voy enseguida! Y pasad primero a recoger a María Francisca, por favor, ella tampoco ha comido aún.

Munda continuó sujetando la mano de su padre y miró al doctor, que acababa de ponerle a don Francisco unas gotas en los labios.

—¿Qué tiene? ¿Es grave?

—Se pondrá mejor. Pero tiene razón su hermana, ahora debemos irnos. Es muy importante que descanse.

Alejandra y Munda salieron del dormitorio y se dirigieron hacia el gabinete de su hermana para recoger a la niña. Mientras tanto, Mariana acompañó al doctor hasta la puerta principal del palacete y volvió a insistir sobre la medicación.

—¿No sería mejor que tomara algún calmante? No ha dejado de toser desde que le visitamos la semana pasada.

Mariana y el doctor ya se conocían. Ella misma había llevado a su padre al consultorio en varias ocasiones, alarmada por su delgadez y por una tos que arrastraba desde hacía tiempo. El doctor podría haber ido a verle al palacete, pero don Francisco prefirió visitarle en su consulta para no alarmar a Munda y a la pequeña Inés, como don Francisco seguiría llamando toda su vida a la pequeña Alejandra. En realidad, si hubiera sido por su gusto, el marqués ni siquiera habría acudido a la consulta, sólo tenía un poco de fiebre y unos golpes de tos que no terminaban de curarse. Lo más probable sería que se tratase de un catarro, pero Mariana se empeñó y quiso tranquilizarla. Ya había sufrido suficiente con la muerte de su hijo, no quería que sufriera también por él. Desde que el niño murió, se comportaba de una forma extraña. Su carácter absorbente, propenso a los celos y a la competitividad, se había agravado, sobre todo para con su hija y para con él. Al marqués no le importaba, no había nadie más que reclamara su atención, y a Munda y a Inés parecía no afectarles, pero la relación de Mariana con su hija rondaba lo enfermizo. Por un lado, no consentía que la niña se apartara de ella más que en las horas de sueño, y por otro, nunca la cogía en brazos ni la besaba, pero se encendía si descubría a su tata haciéndole arrumacos. La niña estaba a punto de cumplir los tres años. Había heredado la belleza rubia de su madre, de ojos azules y piel de porcelana. Y sin embargo, se parecía a su abuela Lucía. A pesar de las diferencias físicas, y de que nunca se conocieron, sorprendía descubrir en ella sus gestos y su forma de moverse. A Mariana no le agradaba, no porque su hija se pareciera a su madre, sino porque aquellos gestos también la hacían parecida a su hermana Munda. Y eso era lo último que ella quisiera.

Su hijo, en cambio, no tenía rasgo alguno de la familia Camp de la Cruz. Incluso de recién nacido, era idéntico a su padre. Los mismos ojos castaños que Ricardo, la misma boca, las mismas manos.

Mariana sólo había permitido que la nodriza lo cogiese para darle de mamar, el resto del tiempo siempre lo tuvo ella en brazos. Abrió los ojos tres días después de nacer, en la víspera del bautizo. Apenas lloró cuando el obispo le derramó el agua sobre la cabeza, pero miró a su abuelo como si realmente le estuviera viendo.

Su padre se sentía tan orgulloso de ella. ¡Por fin un heredero que llevaría su nombre!

No debería haberse encariñado tan pronto con él. Los niños mueren. Todo el mundo lo sabe. No se les debería querer hasta que no crecieran. Hasta que no se tuviera la certeza de que llegarían a ser hombres. Pero ya no tenía remedio, fue tanta la alegría, cuando le dijo la comadrona que había sido un varón, que no pensó que debería haberse controlado. Y ahora ya era tarde.

Desde que el niño murió no había vuelto a entrar en su cuarto. Era mejor así. Huir de su recuerdo todo lo que estuviera en su mano. Y cada vez que su carita inmóvil le venía a la mente, se ocupaba en alguna actividad de las muchas que implicaba el gobierno de la casa. Sin embargo, no podía controlar que no apareciera en sus sueños cada noche.

Debería existir alguna forma de que las madres no quisieran a los niños hasta no saber que se harían mayores.

Mariana acompañó al doctor hasta la puerta principal. Salieron al jardín y se encaminó con él hacia la cancela, tratando de convencerle de que debería recetarle algún medicamento que le aliviara la tos.

El doctor sacó un pequeño frasco del bolsillo de su gabán y se lo entregó antes de llegar a las rejas.

—Dele unas gotas esta noche. Pero tenga mucho cuidado, es láudano, no conviene que se acostumbre. Es la única medicina que puedo administrarle; esto, calditos y muchas horas de descanso, todas las que pueda usted sujetarle en la cama.

Mariana cogió el frasco y se lo apretó entre las manos. Cuando regresaba hacia el palacete, encontró el sombrero y el bastón de su padre. Nadie los había recogido aún. Aquel sombrero todavía conservaba la cinta negra por el pequeño Francisco de Asís, el único al que Mariana había dejado la cinta. Don Francisco lo usaba únicamente cuando iba a la catedral, solía decir que quería que los frailes supieran que se comportaba como un buen católico y que guardaba el luto como era debido. Según el marqués, en aquellas tierras había que tener mucho cuidado con las apariencias relacionadas con el culto. Los frailes no sólo controlaban la vida de los parroquianos alquilándoles sus tierras y cobrándoles el canon de los terrenos, sino que controlaban también la muerte a través del miedo al purgatorio. Hasta tal punto era así, que algunos feligreses llevaban un registro por escrito, donde apuntaban el número de años de penitencia que ganaban o perdían con sus actos. Diez años de indulgencia por cada letra de «Bendita sea tu pureza» y de «Señor mío Jesucristo»; una plenaria por cada comunión; veinte días en el fuego de las ánimas por cada gota de agua bendita derramada inútilmente; sesenta por cada letra de cualquier palabra que pudiese herir los oídos del Señor; cuarenta por cada hilo desperdiciado al bordar las casullas; treinta por cada botón mal cosido; y así, una larga lista de ofensas y desagravios, que algunos fieles contabilizaban en el debe y el haber de sus libretas con sus particulares asientos.

El marqués había visto en la catedral algunos de estos «libros de contabilidad». En más de una ocasión, presenció cómo se defendían los fieles de la acusación de masón o de filibustero, y cómo le enseñaban al confesor sus libros de cuentas. Cada comunión, cada rosario, cada jaculatoria, cada acto de contrición, apuntados al detalle.

La acusación de pertenecer a la masonería podía llegar en cualquier momento y por cualquier motivo: haber celebrado el día de San Juan con más pompa que otra fiesta, tocar música de Haydn o de Mozart, especialmente si la pieza elegida era un fragmento de La flauta mágica, leer libros de Oscar Wilde, Victor Hugo o Rubén Darío, la G como inicial del nombre, o de la calle, o del apellido, o del nombre de los hijos, tener una acacia en el jardín, o una escalera de siete peldaños o de un múltiplo de este número, o cualquier relación con el número tres, por muy forzada que esta fuese: tres hijos, tres piedras a la entrada de la casa, tres macetas, tres cuadros, tres sillas en el recibidor.

Hacía tiempo que la masonería no se consideraba una actividad prohibida en España, pero en Filipinas, debido al origen masónico de los primeros katipuneros, las autoridades coloniales no se mostraban dispuestas a distinguir entre las dos sociedades secretas. Para ellos, ser masón equivalía a ser katipunero, y el Katipunan se había declarado enemigo de la Corona. Cualquier katipunero era, por lo tanto, un traidor.

Este fue el motivo por el que se horrorizó cuando el comandante acusó a Munda de haber asistido a una tenida del Katipunan.

Daba igual si el testigo de Ribó era falso: de seguir adelante con aquella acusación, podía significar una condena a muerte.

Ni siquiera había reconocido al comandante cuando le vio rondando por el exterior del palacete, pensó que se trataba del pretendiente de alguna de las sirvientas, y pasó a su lado agradeciendo que no se tratase de una visita. En aquel momento, no tenía fuerzas para entablar una conversación, necesitaba un diván donde poder reponerse de la caminata desde la catedral.

Debería haber alquilado una calesa, pero pensó que le vendría bien el paseo. No reparó en que la humedad comenzaba a cargar la tarde de nubes negras.

Sus pulmones se estaban cerrando cuando consiguió llegar a la calle de Santa Clara. Abrió la puerta de la verja sin haber reconocido todavía al comandante. Entonces fue cuando le habló. Se dirigió a él con esa altivez que caracteriza a los que se creen inferiores. En otras circunstancias le habría invitado a pasar, pero no podía respirar, necesitaba llegar cuanto antes al ambiente seco de la casa, la tos empezaba a presionarle el pecho. La visión se hacía borrosa, y las piernas apenas le respondían. Se le nubló la vista cuando escuchó a Ribó hablar detrás de él sobre su hija.

No podía recordar cómo había llegado desde la verja a la casa. Munda salió a recibirle. ¿O fue Mariana? Hubo gritos. La pequeña Inés le miraba desde el corredor donde terminaban las escaleras. Se parecía cada vez más a Munda, las dos habían heredado la sonrisa de su madre. Una sonrisa blanca que contrastaba con el moreno de la piel.

No se encontraba bien, alguien le había tendido en el suelo y le sujetaba la cabeza. Las voces desaparecieron para dar paso a un pitido que se hacía cada vez más agudo. Hasta que de pronto llegó el silencio. El silencio y la oscuridad. Y aquel fuego que le abrasaba los párpados. Mariana se acercó a su oído y le dijo que no se preocupara, que siguiera durmiendo, que todo estaba bien. Pero él necesitaba abrir los ojos. Debía levantarse para proteger a Munda de la inquina del comandante Ribó. Ella también estaba a su lado. Le cogía la mano y le preguntaba qué pasaba. Se le notaban los nervios en el temblor de la mano. La pequeña Inés le secaba la frente. También temblaba. Él quiso tranquilizarlas, pero el doctor le puso en los labios una sustancia dulzona y no pudo resistir el sueño.