47
A las doce de la noche, Mani y Alejandra entraron en su cuarto muy sobresaltadas. Sólo hacía unos minutos que Munda se había metido en la cama, pero estaba tan cansada por la intensidad de aquel día, que se durmió sin apenas darse cuenta, saboreando la propuesta de matrimonio de Manuel.
—¡Despierta, niña! ¡Tienes que vestirte!
—¿Qué pasa?
—El comandante Ribó está abajo. Quiere hablar contigo y con tu padre.
Alejandra llevaba puesta una blusa de nipis, una tela casi transparente que se tejía con fibra de una planta tropical. Las mangas y el cuello imitaban el estilo del María Clara. La falda era del mismo tejido, casi transparente, pero daba varias vueltas a la cintura de la joven, de manera que el color amarillento de la tela se intensificaba en la falda hasta volverse tostado y opaco. A Munda le impresionó verla así. Parecía una indígena.
—Pero ¡qué guapa estás! ¿De dónde has sacado esta ropa?
—Me la ha comprado Mariana. Dice que ya está bien de luto, y que ahora que están las cosas revueltas, tenemos que demostrar que los Camp de la Cruz también sabemos integrarnos.
—Pero ¡si no hace ni seis meses que murió el pequeño Francisco! ¿Qué le está pasando a nuestra hermana?
—No lo sé. Ella también se ha aliviado el luto esta tarde, ha dicho que no quiere ver más ropas negras en esta casa. Le ha quitado las cintas negras a las mangas de las chaquetas de papá, y ha ordenado que le cambien las de los sombreros por unas de rayas. Te están esperando en la biblioteca.
¿Ha ido todo bien?
—Muy bien. Después te cuento.
Desde que llegaron a Manila, su padre siempre vestía de blanco, como casi todos los hombres europeos que vivían en la isla. En lugar de sombreros de copa y de bombines, había adoptado la costumbre del jipijapa, un sombrero de paja que habían puesto de moda los criollos de La Habana, mucho más llevadero que los de fieltro para los calores del trópico.
Munda se vistió sus ropas negras y se dispuso a bajar a la entreplanta del palacio.
—¡Pues yo no pienso quitarme el luto!
En la biblioteca, le esperaban el comandante Ribó, el marqués y Mariana, vestida de alivio de luto, con una falda y una blusa de flores blancas y moradas. Su marido no se encontraba en la casa, hacía guardia en la Capitanía y no volvería hasta la mañana siguiente. Fue Mariana la primera en hablar en cuanto Munda entró en la habitación.
—¡Mundita, hija, buenas noches! ¿Te encuentras mejor?
Antes de que ella pudiera contestar, su hermana se había acercado, le había tocado la frente con los labios y la había cogido de la mano para arrastrarla hacia el sofá del que acababa de levantarse.
—¡Oh, ya veo que sí! ¡Menuda diferencia! ¡Si esta tarde estabas ardiendo! Pero, ven, cariño, siéntate, no vayas a marearte. Todavía pareces muy débil.
Después de ayudar a Munda a sentarse, Mariana se dirigió al comandante Ribó y le habló como si le estuviera reprendiendo, exagerando las formas para que no hubiera dudas de que trataba de ser cariñosa.
—¿Lo ve, mi querido comandante? No sé a qué venía tanto empeño en que tenía que verla personalmente. Ya le he dicho que mi hermana no ha salido de casa en todo el día. ¡Si no puede moverse la pobre! Era imposible que estuviera al otro lado de Intramuros a estas horas.
Munda los miró a todos, uno por uno. Su padre parecía asustado, se tocaba el bigote como siempre que intentaba disimular el nerviosismo. Mariana mentía con la misma naturalidad con que decía la verdad, nadie pondría en duda que ella misma la había estado cuidando de la mañana a la tarde. El comandante miraba a la enferma como si conociera su secreto, pero también como si estuviera dispuesto a pasarlo por alto, a cambio de un precio que él mismo tendría que fijar.
Munda intentó no dejarse impresionar por ninguno de los tres.
—Pero ¿de qué estás hablando, Mariana? ¿Qué pasa aquí? ¿A qué viene esto?
El comandante Ribó no dejó que Mariana continuara con su farsa, hizo un gesto con la mano como si la estuviera mandando callar y tomó la palabra.
—Señorita Munda, está claro que usted no podía estar hace dos horas en las cercanías de la cueva de Bernardo Carpio. No le habría dado tiempo de volver antes del cierre de la muralla. A menos que el cochero hubiera puesto en peligro su vida. ¡Claro está! O sea que tendremos que dar por cierto que no era usted la que algunos aseguran haber visto en Montalbán esta tarde. Y el que diga lo contrario miente. ¡Eso sí!, no sabemos con qué propósito. Pero me siento en la obligación de advertirle sobre una cosa: tenga cuidado con las amistades que elige, podría caer en malas compañías.
Munda miró a su padre. El marqués se había sentado a su lado y no dejaba de acariciarse el bigote y la perilla. Cuando el comandante se disponía a continuar con su discurso, él le interrumpió.
—¡Comandante Ribó! Superviso personalmente las amistades de mis hijas. Todas ellas pertenecientes a los círculos más exquisitos de esta ciudad. No creo que sea necesario recordarle que el gobernador general se encuentra entre ellas.
—¡Por supuesto que no, señor marqués, faltaría más! Y me atrevo a suponer que incluso respondería usted ante él. En caso de que hiciera falta, ¡claro está!
—¡Así es! Supone usted muy bien. Aunque no creo que haga falta responder de nada. Yo mismo hablaré con él sobre este incidente. No tiene usted por qué preocuparse.
Don Francisco se levantó y tiró del cordón que comunicaba con la campañilla de la cocina. Antes de que el mayordomo abriera la puerta de la biblioteca, él ya se había acercado al comandante y le había mostrado la salida con un ademán de la mano.
—¡Puede usted marcharse tranquilo! ¡Buenas noches!
El comandante se cuadró y taconeó con un saludo militar. Después inclinó la cabeza dirigiéndose a Mariana y a Munda, y las miró con su único ojo.
—¡Señoras!
Ya en la puerta, se giró hacia don Francisco y volvió a taconear y a inclinar la cabeza.
—Supongo que no soy quién para recordarle que la patria y el honor son valores demasiado altos para tomarlos a la ligera. Es mejor no jugar con ellos.
El marqués le miró fijamente, sin dejar de mostrarle la puerta de salida con la mano.
—Tiene razón, comandante, usted no es quién. ¡Buenas noches!
Cuando el mayordomo cerró la puerta, después de que saliera el comandante, el marqués suspiró e hizo un gesto de desagrado.
—¡Cretino!
Después se volvió hacia Munda. Ella le habría abrazado en ese momento, le habría dado las gracias por haberla cubierto delante del comandante y le habría contado su intención de casarse con Manuel. Estaba segura de que, en otra época, su padre la hubiese entendido y se habría entusiasmado con ella. Pero justo cuando se estaba levantando del sofá para ir a su encuentro, Mariana se interpuso entre ambos.
—¿Te das cuenta del peligro en que nos has puesto a todos? Sin contar con el que te has buscado tú solita, ¡Dios sabe a santo de qué! ¿Se puede saber dónde estabas?
Munda no respondió. Mariana nunca podría entenderla, sería inútil ni siquiera buscar un resquicio por donde intentar atraerla hacia su mundo. Pero su padre era distinto, él podría darle fuerzas, aun sin saber para qué las necesitaba, sin preguntas, sólo con una mirada, la que Munda le había negado desde que salieron de Alejandría.
La joven se acercó a su padre sin atender a los reproches de Mariana, sin decirle nada, y sin esperar que él lo dijera. Se acurrucó en su hombro, como cuando era pequeña, y él le cubrió la cabeza con las manos y la apretó contra su pecho.
—No te preocupes, corazón, todo se arreglará.
Unos instantes después, Alejandra llamó con los nudillos a la puerta y entró en la biblioteca. Aunque no eran horas de que la pequeña María Francisca estuviera levantada, la llevaba cogida de la mano.
Cuando las recién llegadas vieron aquel abrazo entre Munda y el marqués, corrieron hacia ellos y se hicieron un hueco junto a Munda. La pequeña María Francisca gimoteaba mientras su abuelo las abarcaba a las tres.
—¡Abuelo! No me gusta ese pirata. ¡Es malo!
—A mí tampoco me gusta, vida mía, esperemos que no tengamos que verlo por aquí nunca más. Sólo Mariana permaneció al margen de aquella piña, que se apretaba contra don Francisco como si él pudiera protegerlas de cualquier peligro. Mariana los miraba esperando que se deshiciera aquel gesto que volvía a separarla de su padre.
La primera filipiniana. La más hermosa, la más fría, la más sensata, la que ocultaba el dolor de la pérdida detrás de una mirada azul que siempre parecía situarla a una distancia imposible de alcanzar.
El marqués alargó la mano para atraerla hacia el grupo, pero, aunque no le faltaban deseos de acercarse, Mariana no se unió al abrazo. No podía. Se lo impedía una parálisis que le afectaba desde niña. Guardaba sus sentimientos demasiado al fondo de su alma, y todavía no había encontrado a nadie que bucease hasta encontrarlos.
Ella miraba la escena incapaz de modificarla, con la terrible sensación de que sus hermanas y su hija le volvían a robar el amor de su padre. Sólo hubiese hecho falta un par de pasos hacia delante, pero no se movió.
Y sin embargo, a pesar de que no atendió a su llamada, el marqués la sentía allí, abrazada a las otras tres mujeres que daban razón a su vida. Las cuatro juntas, las cuatro diferentes, las cuatro necesarias. Las cuatro filipinianas.
Había oído por primera vez aquella palabra en Gobernación General, cuando el responsable de los archivos le pidió que le acompañase a la filipiniana, él le miró con un gesto de extrañeza, y el archivero se apresuró a responderle antes de que pudiera formular ninguna pregunta.
—Llamamos así a los archivos donde guardamos cosas de Filipinas. Hay un poco de todo. Libros, vestidos, grabados, pinturas, artilugios… ¡Cosas exóticas!
Y ahora, cuando sentía cómo sus hijas se aferraban a él como si pudiese protegerlas contra cualquier adversidad, recordó aquella palabra que parecía un gentilicio, pero que representaba un espacio en el que se conservaban objetos tan especiales que habían tenido que inventar una palabra para poder expresar su significado.
Hasta ese momento, don Francisco no había tomado conciencia de la magnitud del vacío que le asfixiaba desde que embarcó en el Isla de Luzón. Un vacío que no había sido capaz de llenar más que con dolor y cansancio, pero que debería haber llenado con aquellas criaturas que arrastró consigo hacia Filipinas. Sus cuatro filipinianas. Las que siempre guardarían para él cosas hermosas y únicas. Y por primera vez en su vida las sintió como un bloque, como la fuerza a la que él también debería aferrarse para superar la soledad que le aplastaba desde que abandonó Alejandría.
Aquella ciudad se quedó con sus afectos, con las personas en las que él solía mirarse. Allí se quedaron Lucía y Lola, las dos mujeres que amó con toda la fuerza de su juventud, las que caminaron con él de un lado para otro, las que crecieron mientras él crecía, las que le amaron sin preguntas y consiguieron que se sintiera el hombre más afortunado de la Tierra.
No soportaba la idea de que Lucía hubiera muerto tan triste. No lo había pensado hasta entonces, pero la única imagen que le venía a la mente cuando pensaba en ella la mostraba llorando.
En Alejandría se quedó también Inés, la que podría haberle compensado de la pérdida de sus otras dos mujeres. La que le había enseñado a disfrutar de la espera como el preámbulo de un regalo al que se accede sin derechos. La firmeza, la seguridad del que sabe que el otro no tiene más salida que la que conduce a sus brazos.
Y también se quedó el afecto de Munda, la única persona que conseguía mostrarle el sol en los días grises, la que le consolaba tras la muerte de su esposa y le daba fuerzas para que no se le cayeran las lágrimas.
No había caído en la cuenta hasta ese momento, pero perdió a su hija al mismo tiempo que perdió a Lola y a Inés, esa era su pesadilla. Y lo peor de todo, lo que más daño le había causado, era que la había perdido sin conocer la razón.