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Don Francisco preparó el traslado al archipiélago filipino dividido entre la emoción del cambio y la tristeza de la separación. Ni Lola ni Inés querían acompañarle. Lo había imaginado de otra manera, le dolía separarse de ellas, pero no renunciaría al viaje aunque tuviera que sacrificarlas a las dos. El puesto de organista en una catedral no podía rechazarse, ni siquiera el de una catedral situada al otro lado del mundo, en una ciudad ultramarina donde nadie podía garantizarle que no estallaría un conflicto de un día para otro.
El anterior organista había muerto de repente, y el obispo necesitaba cubrir el puesto con urgencia, con vistas a las primeras comuniones organizadas para el mes de María. El arcediano de la catedral había oído hablar de don Francisco a través del colegio de sus hijas. Las monjas de la congregación también tenían convento en Manila y a la madre superiora la acababan de trasladar allí cuando murió el organista. Fue ella la que dio su nombre. Y enseguida le escribieron con la propuesta.
El viaje hasta Manila duraba entre veinte y treinta días, dependía del número de barcos que estuvieran haciendo cola en el canal de Suez para poder cruzarlo. A veces había que esperar hasta una semana para empezar a atravesar los ciento sesenta y tres kilómetros que unían Europa con Asia desde hacía sólo unos años.
Don Francisco debía estar en Manila el día 14 de mayo, la carta la había recibido a principios de marzo, y durante todo ese mes estuvo ocupado organizando el traslado a la isla de Luzón de toda su familia, incluida Mariana, que no quería separarse de ellos y le suplicó a su padre que consiguiera para su esposo un puesto en el distrito de Filipinas.
El marqués quería llegar a Manila el 1 de mayo a más tardar, de manera que pudiera tener al menos un par de semanas para practicar con el nuevo órgano, antes de su estreno en las ceremonias de las primeras comuniones.
Para estar seguro de que llegarían a tiempo, quería viajar en el primer barco que partiera hacia Manila en el mes de abril.
Uno de sus empleados en Manila se encargó de alquilar y acondicionar un palacete cercano a la catedral. Don Francisco le enviaba telegramas con regularidad, indicándole cómo debían hacerse las cosas. Quería un palacete vacío, con posibilidad de comprarlo si en el plazo de un año todavía se encontraban en Filipinas. Debían limpiar y pintar tanto el interior como las fachadas y las medianías con otras fincas, si las hubiera. Además, debía buscarle criados y criadas filipinos que sustituyeran a los que no le acompañarían en esta nueva aventura. Algunos trabajaban con ellos desde la casa de Toledo, y habían decidido seguirles otra vez, como hicieron cuando se trasladaron a Mallorca y a Alejandría, pero otros eran egipcios que habían contratado al llegar, algunos ni siquiera dormían en la casa, y don Francisco no les dio a ninguno de ellos la oportunidad de acompañarles. No sería práctico.
El día anterior a la marcha, Munda cumplía dieciocho años. Seguía vistiendo de blanco, y sin interés alguno por el matrimonio, a pesar de que Mani, desde hacía ya un tiempo, procuraba inculcarle la necesidad de convertirse en una mujer casada.
—A ver si encuentras marido en esas tierras, niña. Como sigas así, te quedas para vestir santos. Mañana son dieciocho. ¿No te parece que ya es tiempo? A tu edad hay pocas señoritas que no sean ya señoras.
—¡Yo no quiero marido! ¡No me hace ninguna falta!
—¿Y eso qué tiene que ver, niña? Con falta o sin falta, el arroz tiene que cocerse en su tiempo.
—¡Oh, déjame de maridos! ¡Hablemos de otra cosa! ¿Te das cuenta, Mani? Siempre nos cambiamos el día de mi cumpleaños. ¿A que no puede ser casualidad?
—¡Claro que no! Eso quiere decir que los espíritus blancos te rondan. La pena es que sólo haya pasado dos veces. Pero si te pasa otra vez, usa ese día para decidir cosas importantes.
Munda sacudió el polvo que dejaban ver los rayos que traspasaban los cristales, e hizo el gesto de guardar unas motas en la mano. Según le había contado Mani cuando era pequeña, aquellas partículas representaban a los duendes que protegían la casa. Los espíritus blancos.
—¿Ah, sí? Pues mira, todavía estoy a tiempo de hacerlo. Mañana voy a tomar una decisión importante. Le diré a mi padre que me quedo con la señorita Inés.
—Pero ¡qué estás diciendo, criatura! ¿Cómo que te quedas con la señorita Inés?
—Quiero ser masona, Mani, lo quiero de verdad. Lo supe hace diez años, cuando descubrí que mi padre lo era. Aquí hay una logia mixta, tengo una oportunidad, y en Filipinas no sé si la podré tener.
—¡Calla! ¡Calla! Esas cosas son secretas, alma de cántaro. Además, tu padre no es masón.
—¡Sí lo es! Y mis abuelos también lo eran.
—Tú lo has dicho, lo eran. A tu padre y a tu abuelo los botaron hace muchos años. Antes de que muriera tu pobre madre, que en paz descanse. Tu padre ahora es un «durmiente». Ya no es masón.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—¡Niña! Los criados sabemos mucho más de lo que algunos quisieran. Tu abuelo escribió muchas cosas que no le gustaron al gran maestro de su logia, y tampoco a otros maestros. A él no le gustaba tanto secreto y tanto esconderse y lo dijo por escrito. Por eso lo botaron.
—¿Entonces?
—¡Entonces, nada! Tu padre le apoyó, y los botaron a los dos.
—Pero eso no puede ser. Él va todos los jueves a las tenidas.
—Él sale de casa todos los jueves. Pero no quieras saber adónde, no te gustaría. Y no me lo preguntes a mí. Esta boca mía habló de más.
—¡¿Cómo?! ¡No creas que puedes hacerme esto! ¡Ahora no puedes callarte! ¿Adónde va mi padre los jueves?
—¿Estás loca? ¿O es que quieres que tu padre me bote de la casa para siempre? ¿No querrás verme en la calle y sin llavín?
—¡Habla, Mani! ¡Te lo digo muy en serio! ¡O hablas o te lo preguntaré delante de él! Y Mani habló.
La Pícara Lola. El duelo de miradas con la marquesa en la catedral de Toledo. El puerto de Mallorca. Las misas del gallo en la catedral de Palma. Los estrenos de teatro. El roce de manos mientras esperaban los abrigos. El traslado a Alejandría. La señorita Inés. Los celos. La muerte de su madre. Las excursiones en el barco de vapor…
Munda vio cómo se hacía pedazos el pedestal donde había colocado a su padre. Cada palabra de Mani era un golpe de martillo contra aquella peana de la que no hubiera querido bajarlo nunca. No era posible. ¡El no! Munda detestaba la costumbre que permitía a los hombres engañar a sus mujeres. No podía comprender la permisividad con que se toleraba el adulterio cuando procedía de un hombre, en contraste con el escándalo y el peligro de cárcel cuando procedía de una mujer. Sabía que muchos de los amigos de su padre mantenían aquella doble moral. Pero él no. Él no podía. Él era masón, aunque ahora sólo fuera un durmiente, pero ¡lo era! Y debía luchar por los principios que defendían los buenos masones, el amor fraternal, el consuelo y la verdad. La verdad en la propia vida, para poder aspirar a la verdad en toda la humanidad. La lealtad a los principios y a las personas. ¡No era posible!
¡No!
Como tampoco era posible que hubiera mantenido una relación con la señorita Inés. Una relación paralela a la de la amante que le seguía desde Toledo. ¡No podía ser! La señorita Inés no lo habría consentido, a ella los hombres le daban pereza. Además, también era masona, y no habría permitido que su padre la alternara con otra amante, como si se tratase de un traje de su guardarropa o el objeto de una colección. ¡No!