La sangre, el mar

Las condiciones de cuando la vida todavía no había nacido de los océanos no han cambiado mucho en las células del cuerpo humano, bañadas por la ola primordial que sigue circulando en las arterias. En efecto, nuestra sangre tiene una composición química análoga a la del mar de los orígenes, del que las primeras células vivientes y los primeros seres pluricelulares obtenían el oxígeno y los demás elementos necesarios para la vida. Con la evolución de organismos más complejos el problema de mantener el máximo número de células en contacto con el ambiente líquido ya no pudo ser resuelto simplemente a través de la expansión de la superficie exterior: se vieron aventajados los organismos dotados de estructuras cóncavas, dentro de las cuales el agua del mar podía fluir. Pero fue sólo con la ramificación de estas cavidades en un sistema de circulación sanguínea cuando la distribución del oxígeno fue garantizada al conjunto de las células, haciendo así posible la vida terrestre. El mar en el que un tiempo los seres vivientes estaban sumergidos, ahora está encerrado dentro de sus cuerpos.

En el fondo no es que se haya cambiado mucho: nado, sigo nadando en el mismo cálido mar —dijo Qfwfq—, o sea no ha cambiado el adentro, lo que antes era el afuera en que nadaba bajo el sol, y en el que nado en la oscuridad todavía ahora que está dentro; lo que ha cambiado es el afuera, el afuera de ahora que antes era el adentro de antes; eso sí que ha cambiado, pero poco importa. He dicho que poco importa y vosotros enseguida: ¿cómo, el afuera importa poco? Quería decir que, bien mirado, desde el punto de vista del afuera de antes, es decir del adentro de ahora, ¿el afuera de ahora qué es?; es allí donde está seco, nada más que eso, allí donde no llegan ni flujo ni reflujo, e importar claro que importa eso también, en cuanto afuera, desde el momento en que está fuera, desde el momento en que ese afuera de allí está fuera, y se cree más digno de consideración que el adentro; pero a fin de cuentas también cuando era adentro importaba, aunque fuera en un ámbito —así parecía entonces— más restringido, esto es lo que quería decir, menos digno de consideración. Resumiendo, enseguida hablaremos de los demás, de los que no son yo, es decir, del prójimo, visto que planteáis el problema en estos términos: uno sabe que el prójimo está fuera, estamos de acuerdo, fuera como el afuera de ahora, pero antes, cuando el afuera era aquello en lo que se nadaba, el océano denso denso y cálido cálido, entonces también los demás estaban, deslizantes, en aquel afuera de antes, y entonces digamos que también se puede llegar a saber que los demás están mediante un afuera como el afuera de antes, es decir como el adentro de ahora, y así, ahora tenemos que el doctor Cècere se ha puesto al volante, en la gasolinera de Codogno, y delante, junto a él, fue a sentarse Jenny Fumagalli, y yo voy detrás con Zylphia, el afuera, ¿qué es el afuera? Un ambiente seco, escaso de significados, un poco apretado (somos cuatro en un Volkswagen), donde todo es diferente y sustituible, Jenny Fumagalli, Codogno, el doctor Cècere, la gasolinera, y por lo que se refiere a Zylphia, en el momento en que puse una mano, más o menos a 15 km de Casalpusterlengo, en su rodilla, o fue ella la que empezó a tocarme, no lo recuerdo, pues los hechos de fuera tienden a confundirse, lo que yo he sentido, me refiero a la sensación que venía de fuera, era verdaderamente poca cosa en comparación con lo que me pasaba por la sangre y que había sentido desde entonces, desde el tiempo en que nadábamos en el mismo océano tórrido y llameante, Zylphia y yo.

Las profundidades marinas eran de un color rojo como el que ahora vemos sólo en el interior de los párpados, y los rayos del Sol llegaban a iluminarlas con llamaradas o rociadas. Fluctuábamos sin sentido de la dirección, arrastrados por una corriente oscura pero ligera hasta el punto de parecer impalpable y al mismo tiempo tan fuerte como para llevarnos arriba en oleadas altísimas y abajo en remolinos. Zylphia se había ido a pique debajo de mí en un remolino violeta, casi negro; ahora me sobrevolaba subiendo hacia las estrías más escarlata que corrían bajo la bóveda luminosa. Sentíamos todo eso a través de los estratos de nuestra superficie dilatados para mantener un contacto lo más extenso posible con ese mar sustancioso, porque a cada subida y bajada de las olas todo eran cosas que pasaban desde fuera hasta dentro de nosotros, sustancias de todas las calidades, incluso hierro, en suma, cosas sanas, tanto es así que nunca estuve tan bien como entonces. O mejor dicho: estaba bien en la medida en que al dilatar mi superficie aumentaba las posibilidades de contacto entre mí y ese fuera de mí tan precioso, pero al mismo tiempo, a medida que se extendían las zonas de mi cuerpo empapadas de solución marina, mi volumen también crecía, y una zona cada vez más voluminosa en el interior de mí mismo se volvía inalcanzable por el elemento de fuera, árida, sorda, y el peso de este espesor seco y torpe que llevaba dentro de mí era la única sombra en mi felicidad, en nuestra felicidad, de Zylphia y mía, porque cuanto más espléndidamente ella ocupaba sitio en el mar, también en ella crecía más un espesor inerte y opaco, no lamido ni lamible, perdido en el flujo vital, no alcanzado por los mensajes que yo le transmitía a través de la vibración de las olas. Así pues, podría decir que ahora estoy mejor que entonces, ahora que los estratos de la superficie de antes, entonces desplegados en el exterior, se volvieron hacia dentro como se vuelve un guante, ahora que todo el afuera se ha vuelto adentro y ha entrado invadiéndonos a través de ramificaciones filiformes; sí, bien podría decirlo, si no fuera por el hecho de que la zona sorda se ha proyectado afuera, se ha dilatado como la distancia entre mi terno de tweed y el paisaje huidizo de la Bassa Lodigiana, y me rodea plena de presencias no deseadas como la del doctor Cècere, con todo el espesor que antes el doctor Cècere habría contenido dentro de sí —en su modo estúpido de dilatarse uniformemente como una pelota—, ahora desplegado ante mí en una superficie injustificadamente irregular y minuciosa, sobre todo en su nuca regordeta y cubierta de granitos, comprimida en el cuello semirrígido en el momento en que él, diciendo: «¡Je, je, a ver qué hacéis ahí detrás!», movió levemente el retrovisor y vio lo que estaban haciendo nuestras manos, mis manos y las de Zylphia, nuestras exiguas manos externas, nuestras exiguamente sensibles manos que buscan el recuerdo de nosotros nadando, o sea el recuerdo que nos nada, o sea la presencia de cuanto de mí y de Zylphia sigue nadando o siendo nadado, al mismo tiempo, como entonces.

Ésta es una distinción que podría introducir para hacer más evidente la idea del antes y del ahora: antes nadábamos y ahora somos nadados, pero pensándolo mejor prefiero no hacer nada, porque en realidad también cuando el mar estaba fuera yo nadaba en él de la misma manera que ahora, sin que mi voluntad interviniera; es decir, era nadado también entonces, ni más ni menos que ahora; había una corriente que me envolvía y me llevaba de aquí para allá, un fluido dulce y blando en el que Zylphia y yo nos regodeábamos dando vueltas sobre nosotros mismos, flotando sobre abismos de transparencias color rubí, escondiéndonos entre filamentos color turquesa que se desanudaban del fondo; pero estas sensaciones de movimiento se debían solamente —esperad que os lo explique—, se debían solamente ¿a qué? Se debían a una especie de pulsación general; no, no querría confundirla con cómo es ahora, porque desde que al mar lo tenemos encerrado dentro de nosotros es natural que al moverse haga este efecto de émbolo, pero en aquel tiempo naturalmente no se podía hablar de émbolo, porque habría debido imaginarse un émbolo sin paredes, una cámara de combustión de volumen infinito como nos parecía infinito el mar, mejor dicho el océano, en el que estábamos inmersos, mientras que ahora todo es pulsación y latido y ruido y petardeo, dentro de las arterias y fuera, el mar dentro de las arterias que acelera su marcha apenas siento la mano de Zylphia que me busca, o mejor, apenas siento la aceleración de la circulación en las arterias de Zylphia que siente mi mano que la busca (las dos circulaciones que todavía son la misma circulación de un mismo mar y que se unen más allá del contacto de las yemas de los dedos sedientas); y también fuera, en el opaco sediento afuera que intenta sordamente imitar el latido y ruido y petardeo del adentro, y vibra en el acelerador bajo el pie del doctor Cècere, y toda la fila de coches parada en la salida de la autopista intenta repetir la pulsación del océano ahora sepultado dentro de nosotros, del rojo océano antaño sin orillas bajo el sol.

Es una falsa sensación de movimiento la que esta fila de coches ahora parada transmite, petardeando; luego se mueve y es lo mismo que si estuviera parada, el movimiento es falso, no hace otra cosa que repetir carteles y rayas blancas y terraplenes; y todo el viaje no fue más que un falso movimiento en la inmovilidad e indiferencia de todo lo que está fuera. Sólo el mar se movía y se mueve, fuera o dentro, sólo en ese movimiento Zylphia y yo éramos conscientes el uno de la presencia del otro, aunque entonces ni siquiera nos rozábamos, aunque fluctuábamos yo aquí y ella allá, pero bastaba con que el mar acelerase su ritmo y yo advertía la presencia de Zylphia, su presencia distinta por ejemplo a la del doctor Cècere, el cual sin embargo también entonces estaba allí, y lo notaba sintiendo una aceleración del mismo tipo que la otra pero con una carga contraria; es decir la aceleración del mar (y ahora de la sangre) en función de Zylphia era (es) como nadar a su encuentro o como nadar persiguiéndonos en un juego, mientras que la aceleración (del mar y ahora de la sangre) en función del doctor Cècere era (y es) como huir nadando para evitarlo, o bien como nadar contra él para hacerle huir, todo ello sin que nada cambie en la relación entre nuestras distancias.

Ahora es el doctor Cècere el que acelera (las palabras empleadas son las mismas pero sus significados cambian) y adelanta a un Flaminia en una curva, y acelera en función de Zylphia, para distraerla con una maniobra arriesgada, una falsa maniobra arriesgada del auténtico nadar que nos une a ella y a mí: digo falsa como maniobra, no como arriesgada, porque a lo mejor el riesgo es auténtico, es decir, afecta al adentro de nosotros que en un choque podría brotar; mientras que como maniobra no cambia nada; las distancias entre el Flaminia, la curva, el Volkswagen pueden asumir valores y relaciones distintos y no pasa nada esencial, como nada esencial le ocurre a Zylphia, a la que le importan un bledo los adelantamientos del doctor Cècere; todo lo más será Jenny Fumagalli la que se alegre: «¡Dios, cómo corre este cochecito!», y su regocijo, en la presunción de que sean para ella las fanfarronadas automovilísticas del doctor Cècere, está injustificado por partida doble; primero porque el adentro de ella no le transmite nada que justifique regocijo; segundo, porque se equivoca sobre las intenciones del doctor Cècere, el cual a su vez se equivoca creyendo hacer quién sabe qué haciéndose el chulito, de la misma manera en que antes se equivocaba Jenny Fumagalli sobre mis intenciones cuando yo iba al volante y ella a mi lado, y atrás, sentado con Zylphia, también el doctor Cècere se equivocaba, ambos concentrados —Fumagalli y él— en la falsa disposición de los estratos de espesor seco, ignorantes —crecidos en forma de pelota como eran— de que sólo ocurre verdaderamente lo que ocurre en el nadar de cuanto de nosotros está inmerso; y así, esta estúpida historia de adelantamientos que no significan nada como un adelantarse de objetos fijos inmóviles clavados sigue superponiéndose a la historia de nuestro libre y verdadero nadar, buscando un significado que interfiera en ésta, del único estúpido modo que sabe, del riesgo referido a la sangre, de la posibilidad de nuestra sangre de volver a ser mar de sangre, de un falso regreso a un mar de sangre que ya no sería ni sangre ni mar.

Aquí hay que especificar deprisa, antes de que con un adelantamiento desconsiderado de un camión con remolque el doctor Cècere haga inútil cualquier especificación, el modo en que el común antiguo sangre-mar era común y a la vez individual de cada uno de nosotros y cómo se puede seguir nadando en él como tal y cómo en cambio no se puede: un discurso que dicho deprisa no sé si se entiende, porque, como siempre cuando se habla de esta sustancia general, el discurso no se puede hacer en términos generales sino que debe variar según la relación que haya entre uno y los demás, y tanto vale volver a empezar desde el principio. Así pues, esta historia de tener en común el elemento vital era única en cuanto que la separación entre Zylphia y yo estaba, por así decirlo, colmada y podíamos sentirnos al mismo tiempo dos individuos distintos y un todo único, lo que siempre tiene sus ventajas, pero cuando se sabe que este todo único comprendía también presencias absolutamente desabridas como Jenny Fumagalli o, peor, insoportables como el doctor Cècere, entonces, muchas gracias, el asunto pierde bastante interés. Y es en ese punto donde entra en juego el instinto de la reproducción: a Zylphia y a mí, o por lo menos a mí, me daban ganas, y creo que a ella también visto que no le disgustaba, de multiplicar nuestra presencia en el mar-sangre de manera que los que se aprovecharan fuésemos cada vez más nosotros y cada vez menos el doctor Cècere; y como las células reproductivas las teníamos para eso, procedíamos con ahínco a la fecundación, es decir yo fecundaba todo lo que de ella era fecundable, para que nuestra presencia aumentara en cifras absolutas y en porcentaje, y el doctor Cècere —aunque también él se dedicara ridículamente a reproducirse— se quedara en minoría, en una —ése era el sueño, casi delirio que se apoderaba de mí— minoría cada vez más exigua, insignificante, cero coma cero cero etcétera por ciento, hasta desaparecer en la densa nube de nuestra progenie como en un banco de anchoas voracísimas y fulmíneas que lo habrían devorado cachito a cachito, sepultándolo en el interior de nuestros secos estratos internos, cachito a cachito, allí donde la corriente marina nunca le habría alcanzado, y entonces el mar-sangre habría sido una sola cosa con nosotros, es decir por fin toda la sangre habría sido nuestra sangre.

Éste es precisamente el deseo secreto que siento, al mirar el cogote del doctor Cècere allí delante: hacerlo desaparecer, comérmelo, o sea no comérmelo yo, porque me da un poco de asco (vistos sus granitos), sino emitir, proyectar fuera de mí (fuera del conjunto Zylphia-yo) un banco de anchoas voracísimas (de yo —sardinas, de Zylphia-yo-sardinas) y devorar al doctor Cècere, privarlo del uso de un sistema sanguíneo (además de un motor de explosión, así como del ilusorio uso de un motor estúpidamente de explosión), y visto que ya estamos en ello, devorar también a esa pesada de Jenny Fumagalli, que por el hecho de que antes yo estaba sentado junto a ella se ha empeñado en que yo le hiciera a saber qué galanterías, yo que ni siquiera me fijaba en ella, y que ahora dice con su vocecita: «Cuidado, Zylphia…» —todo para fastidiar—, «a ese señor lo conozco…» —todo para hacer creer que yo ahora con Zylphia igual que antes con ella—. Pero ¿qué puede saber ella de lo que verdaderamente sucede entre Zylphia y yo, de cómo Zylphia y yo continuamos nuestro antiguo nado en los abismos escarlata?

Vuelvo a tomar el hilo porque tengo la impresión de que se ha creado algo de confusión: devorar al doctor Cècere, tragármelo, era la mejor manera de separarlo de la sangre-mar cuando precisamente la sangre era mar, cuando el adentro de ahora era afuera, y el afuera adentro; pero en realidad ahora mi deseo secreto es convertir al doctor Cècere en puro afuera, privarle del adentro del que disfruta fraudulentamente, hacerle expulsar el mar perdido dentro de su pleonástica persona; en suma, mi sueño es soltar contra él no tanto un banco de yo-anchoas como una ráfaga de yo-proyectiles, un ra-ta-ta-ta que lo acribille de los pies a la cabeza, haciendo salir su sangre negra hasta la última gota, lo que también se relaciona con la idea de reproducirme junto a Zylphia, de multiplicar junto a Zylphia nuestra circulación sanguínea en un pelotón o batallón de descendientes vindicativos armados de fusiles automáticos para acribillar al doctor Cècere; precisamente esto me sugiere el instinto sanguinario (en el mayor secreto, dada mi constante actitud de persona civilizada y educada igual que vosotros), el instinto sanguinario unido al sentido de la sangre como «nuestra sangre» que yo llevo conmigo igual que vosotros, educada y civilizadamente.

Hasta aquí puede parecer que todo está claro: pero debéis tener en cuenta que para aclararlo he simplificado tanto las cosas que no estoy seguro de que el paso adelante que he dado sea de verdad un paso adelante. Porque desde el momento en que la sangre se convierte en «nuestra sangre», la relación entre nosotros y la sangre cambia, es decir, lo que cuenta es la sangre en cuanto «nuestra», y todo lo demás, incluidos nosotros, cuenta menos. De modo que en mi impulso hacia Zylphia, además del deseo de tener todo el océano para nosotros, también estaba el impulso de perderlo, de anularnos en el océano, de destruirnos, de destrozarnos, o sea —para empezar— de destrozar a Zylphia mi amada, de hacerla pedazos, de comérmela, y ella lo mismo: lo que quería era destrozarme, devorarme, deglutirme, nada más. La mancha naranja del Sol vista desde las profundidades marinas ondeaba como una medusa y Zylphia se deslizaba a través de los filamentos luminosos devorada por el deseo de devorarme, y yo me retorcía entre las envolturas de oscuridad que se alargaban desde el fondo como largas algas anilladas por los reflejos de añil, muriéndome de ganas de morderla. Y por fin en el asiento trasero del Volkswagen, en un brusco volantazo caí encima de ella y hundí mis dientes en su piel allí donde el corte «a la americana» de las mangas descubre el hombro, y ella me clavó sus puntiagudas uñas entre los botones de mi camisa, y esto sigue siendo el impulso de antes, el que quería sustraerla (o sustraerme) de la ciudadanía marina y ahora en cambio tiende a sustraer el mar de ella, de mí, en cualquier caso a cumplir el tránsito del elemento flameante de la vida al pálido y opaco que es nuestra ausencia del océano o del océano de nosotros.

Así pues, el mismo impulso actúa con encarnizamiento amoroso entre ella y yo y con encarnizamiento hostil contra el doctor Cècere: para cada uno de nosotros no hay otra manera de entrar en relación con los demás, quiero decir: siempre es este impulso el que nutre la propia relación con los demás en las formas más diversas e irreconocibles, como cuando el doctor Cècere adelanta coches de cilindrada superior a la suya, incluso un Porsche, con aires de superioridad respecto a estos coches superiores y con intenciones desconsideradamente amorosas hacia Zylphia y al mismo tiempo vindicativas hacia mí y a la vez autodestructivas hacia sí mismo. Así, a través del riesgo, la insignificancia del afuera logra interferir en el elemento esencial, en el mar en el que Zylphia y yo seguimos cumpliendo nuestros vuelos nupciales de fecundación y destrucción: dado que el riesgo apunta directamente a la sangre, a nuestra sangre, porque si se tratara sólo de la sangre del doctor Cècere (conductor poco respetuoso, además, del código de circulación) habría que desearle por lo menos que se saliera de la carretera, pero en efecto se trata de todos nosotros, del riesgo del posible regreso de nuestra sangre de la oscuridad al Sol, de lo separado a lo mezclado, falso regreso, como todos nosotros en nuestro ambiguo juego fingimos olvidar, porque el adentro de ahora, una vez que se derrama, se convierte en el afuera de ahora y ya no puede volver a ser el afuera de entonces.

Así, Zylphia y yo lanzándonos encima el uno del otro en las curvas jugamos a provocar vibraciones en la sangre, es decir a permitir que los falsos escalofríos del insulso afuera se sumen a los que vibraban desde el fondo de los milenios y de los abismos marinos, y entonces el doctor Cècere dijo: «Vamos a tomarnos una sopa en el restaurante de los camioneros», disfrazando de generoso amor de vida su constante y torpe violencia, y Jenny Fumagalli añadió astutamente: «Pero tienes que llegar antes que los camioneros, si no no se la comen toda», astuta y siempre trabajando al servicio de la más negra destrucción, y el negro camión con matrícula de Udine 38 96 21 estaba allí delante zumbando sus sesenta por hora en la carretera toda curvas, y el doctor Cècere pensó (y quizá dijo): «Lo adelanto», y se echó a la izquierda, y todos nosotros pensamos (y no dijimos): «No podrás», y en efecto de más atrás en la curva llegaba disparado el DS, y para esquivarlo el Volkswagen rozó el muro y de rebote chocó contra el curvado parachoques cromado y otra vez de rebote el plátano, luego la vuelta sobre sí mismo en el precipicio, y el mar de sangre común que inunda la chapa machacada no es la sangre-mar de los orígenes sino sólo un detalle del afuera, del insignificante y árido afuera, un número para las estadísticas de los accidentes de fin de semana.