La implosión

«Quásares, galaxias de Seyfert, objetos B. L. Lacertae o, más en general, núcleos galácticos activos, llaman la atención de los astrónomos en los últimos años por la enorme cantidad de energía que emiten, a velocidades hasta de 10.000 kilómetros por segundo. Hay razones de peso para creer que el motor central de las galaxias sea un agujero negro de masa enorme» (L’Astronomia, n.º 36). «Los núcleos galácticos activos podrían ser fragmentos no estallados en el momento del big bang, en los que estaría en marcha un proceso exactamente opuesto al de los agujeros negros, con expansión explosiva y liberación de enormes cantidades de energía (agujeros blancos). Podrían explicarse como extremidades que salen de una unión entre dos puntos del espacio-tiempo (puente de Einstein-Rosen) que expelen materia devorada por un agujero negro situado en la extremidad entrante. Según esta teoría es posible que una galaxia de Seyfert distante cien millones de años luz esté expulsando ahora gas aspirado de otra parte del universo hace diez mil millones de años. E incluso es posible que un quásar distante diez mil millones de años luz haya surgido, como lo vemos ahora, con el material que le llegó de una época futura, procedente de un agujero negro que, para nosotros, se ha formado sólo hoy» (Paolo Maffei, Los monstruos del cielo, págs. 210-215).

Explosionar o implosionar —dijo Qfwfq—, ése es el problema: si es más noble intentar expandir en el espacio la propia energía sin freno, o triturarla en una densa concentración interior y conservarla tragándola. Sustraerse, desaparecer; nada más; retener dentro de sí todo resplandor, todo rayo, todo desahogo, y sofocando en lo profundo del alma los conflictos que la agitan inmoderadamente, darles la paz; ocultarse, borrarse: quizá despertarse en otro sitio, distinto.

Distinto… ¿Cómo de distinto? El problema: explosionar o implosionar, ¿volvería a plantearse? Absorbido por el remolino de esta galaxia, ¿volver a asomarse a otros tiempos y a otros cielos?, ¿hundirse aquí en el frío silencio, expresarse allá en gritos llameantes de otro lenguaje?, ¿absorber aquí el mal y el bien como una esponja en la sombra, brotar allá como un surtidor deslumbrante, esparcirse, gastarse, perderse? ¿Entonces para qué volvería el ciclo a repetirse? No sé nada, no quiero saber, no quiero pensar en ello. Ahora, aquí, mi elección está hecha: yo implosiono como si el precipitar centrípeto me salvase para siempre de dudas y errores, del tiempo de los cambios efímeros, del resbaladizo descenso del antes y el después, para hacerme acceder a un tiempo estable, quieto, pulido, y alcanzar la única condición definitiva, compacta, homogénea. Explosionad, si así os parece, irradiaos en flechas infinitas, prodigaos, derrochaos, arrojaos: yo implosiono, caigo dentro del abismo de mí mismo, hacia mi centro sepultado, infinitamente.

¿Cuánto tiempo hace que ninguno de vosotros sabe ya imaginar la fuerza vital sino en forma de explosión? Razones no os faltan, lo reconozco; vuestro modelo es el universo nacido de un estallido desatinado cuyas primeras astillas todavía vuelan desenfrenadas e incandescentes en los límites del espacio, vuestro emblema es el encenderse exuberante de las supernovas que muestran su insolente juventud de estrellas sobrecargadas de energía; vuestra metáfora favorita es el volcán, como demostración de que también un planeta bien adulto y asentado está siempre listo para desencadenarse y prorrumpir. Y ahora los hornillos que fulguran en las más lejanas extensiones del cielo convalidan vuestro culto a la deflagración general; gases y partículas casi tan veloces como la luz se lanzan desde un remolino en el centro de la galaxia en espiral, se desbordan en los lóbulos de las galaxias elípticas, proclaman que el big bang todavía dura, que el gran Pan no ha muerto. No soy sordo a vuestras razones; yo también podría unirme a vosotros. ¡Ánimo! ¡Estalla! ¡Revienta! El mundo nuevo todavía comienza, repite sus siempre renovados comienzos en un tronar de cañonazos como en los tiempos de Napoleón… ¿Acaso no es en esa época de exaltación de la potencia revolucionaria de las artillerías cuando el estallido se ve no sólo como daño a bienes y personas sino como señal de nacimiento, de génesis? ¿No es desde entonces cuando las pasiones, el yo, la poesía, se dan como una perpetua explosión? Pero si es así, también valen las razones contrarias; desde aquel agosto en que el hongo se elevó sobre ciudades reducidas a una capa de cenizas, comenzó una época en la que la explosión es el único símbolo de negación absoluta. Algo que ya, por lo demás, sabíamos desde cuando, elevándose del calendario de las crónicas terrestres, interrogábamos el destino del universo, y los oráculos de la termodinámica nos respondían: toda forma existente se deshará en una llamarada de calor; no hay presencia que se salve del desorden sin retorno de los corpúsculos; el tiempo es una catástrofe perpetua, irreversible.

Sólo algunas viejas estrellas saben salir del tiempo; la puerta abierta para saltar del tren que corre hacia el aniquilamiento son ellas. Llegadas al extremo de su decrepitud, encogidas en las dimensiones de «enanas rojas» o «enanas blancas», jadeantes en el último hipido brillante de los «púlsares», comprimidas hasta el estadio de «estrellas de neutrones» y finalmente, sustraída su luz al derroche del firmamento, convertidas en el oscuro borrón de sí mismas, ya están maduras para el imparable colapso en el que todo, también los rayos luminosos, vuelve a caer en el interior para no volver a salir.

Alabemos a las estrellas que implosionan. Una nueva libertad se abre en ellas: elididas del espacio, exoneradas del tiempo, existen por sí mismas, finalmente, no ya en función de todo lo demás, quizá sólo ellas pueden estar seguras de ser verdaderamente. «Agujeros negros» es un mote denigratorio, dictado por la envidia: son todo lo contrario que agujeros; no hay nada más pesado y denso y compacto, con una obstinación de soportar la gravedad que llevan consigo como cerrando los puños, apretando los dientes, arqueando la joroba. Sólo en estas condiciones se salva uno de disolverse en la expansividad desbordante, en las fantasías de las efusiones, de la extroversión exclamativa, de las efervescencias e incandescencias. Sólo así se penetra en un espacio-tiempo en el que lo implícito, lo inexpresado no pierde su propia fuerza, en el que la plenitud de significados no se diluye, en el que la reserva, la toma de distancia multiplican la eficacia de todo acto.

No os distraigáis cavilando sobre los comportamientos temerarios de hipotéticos objetos casi estelares en los inciertos confines del universo: es aquí donde debéis mirar, en el centro de nuestra galaxia, donde todos los cálculos y los instrumentos señalan la presencia de un cuerpo de masa enorme que, sin embargo, no se ve. Telarañas de radiaciones y de gas, que quedaron enredadas quizá por los últimos choques, demuestran que allí en medio yace uno de esos llamados agujeros, ya apagado como un viejo volcán. Todo lo que nos rodea, la rueda de sistemas planetarios y constelaciones y ramas de la vía láctea, cada cosa en nuestra galaxia se mantiene en el eje de esta implosión hundida dentro de sí misma. Ése es mi polo, mi espejo, mi patria secreta. No tiene nada que envidiar a las galaxias más lejanas cuyo núcleo parece explosivo: también allí lo que cuenta es lo que no se ve. Tampoco de allí sale nada, creedme: lo que fulgura y gira a velocidad imposible es sólo el alimento que será triturado en el mortero centrípeto, asimilado a la otra manera de ser, la mía.

Sí, a veces me parece escuchar una voz desde las últimas galaxias.

—Soy Qfwfq, el tú mismo que explosiona mientras tú implosionas: yo me gasto, me exprimo, me difundo, comunico, realizo todas mis potencialidades, yo existo verdaderamente, no tú, introvertido, reticente, egocéntrico, ensimismado en un tú mismo inmutable…

Entonces se apodera de mí la angustia de que más allá de la barrera del colapso gravitacional el tiempo siga discurriendo: un tiempo distinto, sin relación con el que se quedó a este lado pero igualmente lanzado en una carrera sin retorno. En ese caso, la implosión a la que me arrojo sería sólo una pausa que me viene concedida, un retraso interpuesto a la fatalidad de la que no puedo escapar.

Algo como un sueño o un recuerdo pasa por mi mente: Qfwfq está escapando de la catástrofe del tiempo, encuentra un paso para liberarse de su condena, se lanza a través de la brecha, está seguro de haberse puesto a salvo; desde un resquicio de su refugio contempla el precipitarse de los acontecimientos de los que se ha salvado: compadece con distanciamiento a quien ha sido arrollado, y ahora le parece reconocer a alguien: sí, es Qfwfq, es Qfwfq que ante los ojos de Qfwfq recorre la misma catástrofe de antes o de después, Qfwfq que en el momento en que se pierde ve a Qfwfq salvarse pero no salvarlo.

—¡Sálvate, Qfwfq! —grita Qfwfq, pero ¿es Qfwfq el que al implosionar quiere salvar a Qfwfq que explosiona, o al contrario? Ningún Qfwfq salva de la deflagración a los Qfwfq que explosionan, los cuales no logran retener a ningún Qfwfq de su imparable implosión. Cada recorrido del tiempo marcha hacia el desastre en un sentido o en sentido contrario y su intersección no forma una red de raíles regulados por cambios y por desvíos, sino un enredo, una maraña…

Sé que no debo prestar atención a los rumores ni dar crédito a visiones ni pesadillas. Sigo excavando en mi agujero, en mi madriguera de topo.