Sin colores
Antes de que se formasen su atmósfera y sus océanos, la Tierra debía de tener el aspecto de una pelota gris rodando en el espacio, como ahora es la Luna: allí donde los rayos ultravioleta emitidos por el Sol llegan sin pantallas, los colores quedan destruidos; por esto, las rocas de la superficie lunar, en vez de coloridas como las terrestres, son de un gris muerto y uniforme. Si la Tierra muestra un rostro multicolor es gracias a la atmósfera, que filtra esa luz mortífera.
Algo monótono —confirmó Qfwfq—, pero relajante. Iba rapidísimo durante millas y millas como se va cuando no hay aire por medio, y no veía más que gris y más gris. Ningún contraste neto: el blanco blanco, si lo había, estaba en el centro del Sol y no se podía ni mirarlo; de negro negro ni siquiera había en la oscuridad de la noche, dado el gran número de estrellas siempre a la vista. Se me abrían horizontes no interrumpidos por las cadenas montañosas que apenas empezaban a despuntar, grises, alrededor de grises llanuras de piedra; y por mucho que atravesara continentes y continentes nunca llegaba a una orilla, porque océanos y lagos y ríos yacían quién sabe dónde bajo tierra.
En aquellos tiempos los encuentros eran escasos: ¡éramos tan pocos! Con el ultravioleta, para poder resistir, no había que tener muchas pretensiones. Sobre todo la falta de atmósfera se dejaba sentir de muchas maneras, por ejemplo los meteoros: caían desde todos los puntos del espacio, pues no existía la estratosfera, sobre la que ahora golpean como si fuera en un tejado, desintegrándose allí. Además, el silencio: ¡ya podías gritar!; sin aire que vibrase, todos éramos mudos y sordos. ¿Y la temperatura? A nuestro alrededor no había nada que conservase el calor del Sol; de noche hacía un frío que nos dejaba ateridos. Por suerte, la corteza terrestre se calentaba por debajo, con todos aquellos minerales fundidos que se iban comprimiendo en las entrañas del planeta; las noches eran cortas (como los días: la Tierra daba vueltas sobre sí misma cada vez más veloz); yo dormía abrazado a una roca calentita calentita; el frío seco a mi alrededor era un gusto. En suma, en cuanto a clima, si debo ser sincero, no me encontraba demasiado mal.
Como comprenderéis, entre tantas cosas indispensables que nos faltaban, la ausencia de colores era un problema menor: aunque hubiéramos sabido que existían los habríamos considerado un lujo fuera de nuestro alcance. Único inconveniente, el esfuerzo de la vista cuando había que buscar algo o a alguien, porque al ser todo igualmente incoloro, no había forma de que se distinguiera claramente de lo que tenía detrás ni a su alrededor. A duras penas se conseguía identificar lo que se movía: las vueltas que daba un fragmento de meteorito o la serpentina abertura de una vorágine sísmica o el centelleo de un lapilli.
Ese día corría por un anfiteatro de rocas porosas como esponjas, todo agujereado por arcos tras los cuales se abrían otros arcos. En suma, un lugar accidentado en el que la ausencia de color se abigarraba de matices de sombras cóncavas. Y entre los pilares de estos arcos incoloros vi como un relámpago incoloro correr velozmente, desaparecer y reaparecer más allá: dos resplandores emparejados que aparecían y desaparecían de golpe; aún no me había dado cuenta de qué eran y ya corría enamorado persiguiendo los ojos de Ayl.
Me adentré en un desierto de arena: caminaba hundiéndome entre dunas siempre en cierto modo distintas y, sin embargo, casi iguales. Dependiendo del punto desde el que se las miraba, las crestas de las dunas parecían relieves de cuerpos tumbados. Allí parecía modelarse un brazo cerrado en un tierno pecho, con la palma extendida bajo una mejilla reclinada; más acá parecía asomar un joven pie de esbelto dedo gordo. Mirando quieto aquellas posibles analogías, dejé pasar un largo minuto antes de darme cuenta de que ante mi vista no tenía una ladera de arena sino el objeto de mi persecución.
Yacía, incolora, vencida por el sueño, sobre la arena incolora. Me senté cerca de ella. Era la estación —ahora lo sé— en que la era ultravioleta se encaminaba a su fin en nuestro planeta; un modo de ser que estaba a punto de acabarse desplegaba su extremo punto culminante de belleza. Nunca había recorrido la Tierra algo tan bello como el ser que tenía ante mis ojos.
Ayl abrió los ojos. Me vio. Al principio creí que no me había distinguido —como me había pasado a mí— del resto de aquel mundo arenoso; luego, que había reconocido en mí la presencia desconocida que la había perseguido y que por ello se había asustado. Pero al final pareció darse cuenta de nuestra común sustancia y brilló una chispa entre tímida y riente en su mirada que me hizo lanzar un gemido silencioso de felicidad.
Empecé a conversar con ella con gestos.
—Arena. No arena —dije señalando primero a nuestro alrededor y luego a nosotros dos.
Hizo una señal de que sí, de que había comprendido.
—Roca. No roca —dije, aunque sólo fuera para seguir desarrollando esa cuestión. Era una época en la que no disponíamos de muchos conceptos: por ejemplo, designar lo que éramos nosotros dos, en lo que teníamos de común y de distinto, no era una empresa fácil.
—Yo. Tú no yo —intenté explicarle con gestos.
Se molestó.
—Sí. Tú como yo, pero así así —corrigió.
Estaba más tranquila, pero todavía desconfiaba.
—Yo, tú, juntos, corre corre —intenté decir.
Soltó una carcajada y escapó.
Corríamos sobre las crestas de volcanes. En la grisura meridiana el vuelo de los cabellos de Ayl y las lenguas de fuego que se alzaban de los cráteres se confundían en un batir de alas pálido e idéntico.
—Fuego. Cabellos —le dije—. Fuego igual cabellos.
Parecía convencida.
—¿A que es bello? —pregunté.
—Bello —respondió.
El Sol ya se ponía en un ocaso blancuzco. En un montón de piedras opacas, los rayos, que caían inclinados, hacían brillar algunas.
—Piedras allí no igual. A que es bello —dije.
—No —respondió, y retiró la mirada.
—Piedras allí son bellas —insistí señalando el gris brillante de las piedras.
—No —se negaba a mirar.
—A ti, yo, piedras allí —le ofrecí.
—No, piedras aquí —respondió Ayl, y agarró un puñado de piedras opacas, pero yo ya había corrido hacia delante.
Regresé con las piedras brillantes que había recogido pero tuve que obligarla a que las tomase.
—Bello —intentaba convencerla.
—No —protestaba, pero luego las miró; lejos ya de aquel reflejo solar, eran piedras opacas como las demás; y sólo entonces dijo:
—Bello.
Llegó la noche, la primera que yo pasara abrazado no a una roca, y quizá por eso me pareció cruelmente más breve. Si la luz tendía en cada momento a borrar a Ayl, a poner en duda su presencia, la oscuridad me devolvía la certidumbre de que ella estaba allí.
Volvió el día tiñendo de gris la Tierra; y mi mirada giraba en torno y no la veía. Lancé un mudo grito:
—¡Ayl! ¿Por qué te has ido?
Pero ella estaba delante de mí y también me buscaba y no me veía y silenciosamente gritó:
—¿Dónde estás, Qfwfq? —hasta que nuestra vista volvió a acostumbrarse a escudriñar en aquella luminosidad caliginosa y a reconocer el relieve de una ceja, de un codo, de una cadera.
Entonces hubiera querido colmar a Ayl de regalos, pero nada me parecía digno de ella. Buscaba todo lo que se destacase de alguna manera en la uniforme superficie del mundo, todo lo que marcase un relieve, una mancha. Pero pronto tuve que admitir que Ayl y yo teníamos gustos distintos, si no opuestos: yo buscaba un mundo distinto más allá de la pátina descolorida que aprisionaba las cosas y espiaba cualquier signo, cualquier resquicio (en verdad, algo estaba empezando a cambiar: en determinados puntos la ausencia de color parecía recorrida por luces cambiantes); en cambio, Ayl era una habitante feliz del silencio que reina allí donde toda vibración está excluida; para ella todo lo que insinuaba romper una absoluta neutralidad visual era una disonancia estridente. Para ella, allí donde el gris había apagado todo deseo por remoto que fuera de ser algo distinto al gris, sólo allí comenzaba la belleza.
¿Cómo íbamos a entendernos? Ninguna cosa del mundo tal como se presentaba ante nuestra vista bastaba para expresar lo que sentíamos el uno por la otra, pero mientras yo me afanaba arrancando de las cosas vibraciones desconocidas, ella quería reducirlo todo al más allá incoloro de su última sustancia.
Un meteorito cruzó el cielo con una trayectoria que pasó por delante del Sol. Su envoltura fluida y ardiente, por un instante fue como un filtro de los rayos solares, y de improviso el mundo se vio inmerso en una luz nunca vista. Abismos al rojo vivo se abrían al pie de rocas color naranja y mis manos violeta señalaban el bólido verde llameante mientras un pensamiento para el que todavía no había palabras intentaba salir de mi garganta.
—¡Esto para ti! ¡De mí esto para ti ahora a que sí que es bello!
Y mientras tanto daba vueltas de golpe sobre mí mismo ansioso por ver en qué nueva manera resplandecería Ayl en la general transfiguración: y no la vi, como si en aquella repentina ruptura del marco incoloro ella hubiese encontrado la manera de esconderse y deslizarse entre las hendiduras del mosaico.
—¡Ayl! ¡No te asustes, Ayl! ¡Ven y mira!
Pero el arco del meteorito ya se había alejado del Sol, y la Tierra había sido reconquistada por el gris de siempre, aún más gris a mis ojos deslumbrados, e indistinguible y opaco, y Ayl no estaba.
Había desaparecido de verdad. La busqué durante una larga pulsión de días y de noches. Era la época en la que el mundo estaba ensayando las formas que habría de tomar más tarde: las ensayaba con el material que tenía a disposición aunque no fuera el más adecuado, pues se daba por sabido que no había nada definitivo. Árboles de lava color humo tendían retorcidas ramificaciones de las que pendían sutiles hojas de pizarra. Mariposas de ceniza que sobrevolaban prados de arcilla se alzaban sobre opacas margaritas de cristal. Ayl podía ser la sombra incolora que se columpiaba en una rama del incoloro bosque o que se inclinaba a recoger bajo grises matorrales grises hongos. Por cien veces creí haberla descubierto y por cien veces haberla perdido. De las landas desiertas pasé a comarcas habitadas. En aquellos tiempos, con el presagio de las transformaciones que se producirían, oscuros constructores modelaban imágenes prematuras de un remoto posible futuro. Atravesé una metrópolis de nuragas, toda ella hecha de torres de piedra; fui más allá de una montaña horadada de cuevas como una Tebaida; llegué a un puerto que se abría en un mar de fango; entré en un jardín en el que de arriates de arena se alzaban al cielo altos menhires.
La piedra gris del menhir estaba recubierta de un dibujo de vetas grises apenas insinuadas. Me detuve. En medio de este parque, Ayl jugaba con sus compañeras. Lanzaban hacia arriba una pelota de cuarzo y la recogían al vuelo.
En un lanzamiento demasiado fuerte, la pelota llegó al alcance de mis manos y me apoderé de ella. Sus compañeras se dispersaron para buscarla; yo, cuando vi a Ayl sola, lancé la pelota al aire y la recogí al vuelo. Ayl vino corriendo; yo, escondiéndome, lanzaba la pelota de cuarzo atrayendo a Ayl a sitios cada vez más alejados. Luego me dejé ver; ella me regañó, luego se echó a reír; y así íbamos jugando por regiones desconocidas.
En aquellos tiempos los estratos del planeta estaban buscando fatigosamente un equilibrio a base de terremotos. De vez en cuando, una sacudida levantaba el suelo y entre Ayl y yo se abrían grietas a través de las cuales seguíamos lanzándonos la pelota de cuarzo. En estas vorágines, los elementos comprimidos en el corazón de la Tierra hallaban la vía para liberarse, y ora veíamos brotar de ella esperones de roca, ora exhalar fluidas nubes, ora brotar chorros hirvientes.
Siempre jugando con Ayl, me di cuenta de que un espesor gaseoso se había ido extendiendo sobre la corteza terrestre como una niebla baja que subía poco a poco. Un momento antes nos llegaba a los tobillos y ahora ya estábamos dentro de ella hasta las rodillas y luego hasta la cintura… Al ver aquello, en los ojos de Ayl crecía una sombra de incertidumbre y de temor; yo no quería alarmarla y, por eso, seguía nuestro juego como si tal cosa, pero también yo estaba inquieto.
Era algo nunca visto: una inmensa burbuja fluida se iba hinchando alrededor de la Tierra y la envolvía toda; pronto nos habría cubierto de pies a cabeza con quién sabe qué consecuencias.
Le lancé la pelota a Ayl más allá de una hendidura que se abría en el suelo, pero el tiro fue inexplicablemente más corto de lo que yo intentaba; y así, la pelota cayó en la hendidura: de repente, se había vuelto pesadísima, no: había sido la vorágine la que se había abierto enormemente, y ahora Ayl estaba lejos lejos, más allá de una superficie líquida y ondulada que se había abierto entre nosotros y espumeaba contra la orilla de rocas, y yo me dirigía hacia esa orilla gritando:
—¡Ayl! ¡Ayl! —y mi voz, su sonido, precisamente el sonido de mi voz, se propagaba fuerte como nunca había imaginado, y las olas rumoreaban más fuertes que mi voz. En suma, ya no entendía nada de nada.
Me llevé las manos a mis oídos ensordecidos y en ese momento también sentí la necesidad de taparme nariz y boca para no aspirar la fuerte mezcla de oxígeno y nitrógeno que me rodeaba, pero lo más asombroso de todo fue el impulso de taparme los ojos, que parecían a punto de estallar.
La masa líquida que se extendía a mis pies había adquirido de repente un color nuevo que me cegaba, y estallé en un grito inarticulado que en adelante debería tener un significado muy preciso:
—¡Ayl! ¡El mar es azul!
El gran cambio tanto tiempo esperado se había producido. En la Tierra ahora había aire y agua. Y sobre aquel mar azul recién nacido, el Sol se estaba llenando también de color, de un color completamente distinto y todavía más violento. Hasta el punto de que sentía la necesidad de seguir con mis gritos insensatos, como:
—¡Qué rojo es el Sol, Ayl! ¡Ayl! ¡Qué rojo!
Cayó la noche. También la oscuridad era distinta. Yo corría buscando a Ayl, emitiendo sonidos sin sentido para expresar lo que veía:
—¡Las estrellas son amarillas! ¡Ayl! ¡Ayl!
No la encontré ni aquella noche ni durante los días y noches que siguieron. Alrededor, el mundo desprendía colores nuevos cada vez; nubes rosa se condensaban en cúmulos violeta que descargaban rayos dorados; después de los temporales los arco iris anunciaban los colores que aún no se habían visto, en todas sus posibles combinaciones. Y la clorofila ya iniciaba su camino: musgos y helechos verdeaban en los valles surcados por torrentes. Finalmente, éste era el escenario digno de la belleza de Ayl, pero ¡ella no estaba! Y sin ella todo este alarde multicolor me parecía inútil, un despilfarro.
Recorría la Tierra, volvía a ver las cosas que había conocido en gris, cada vez más atónito al descubrir que el fuego era rojo, el hielo blanco, el cielo celeste, la tierra parda, y que los rubíes eran de color rubí y los topacios color topacio, y color esmeralda las esmeraldas. ¿Y Ayl? Con toda mi fantasía no conseguía imaginarme cómo la verían mis ojos.
Volví a encontrar el jardín de los menhires, ahora verdeante de árboles y hierbas. En estanques chorreantes nadaban peces rojos y amarillos y azules. Las compañeras de Ayl seguían saltando en los prados lanzándose la pelota iridiscente: ¡pero qué cambiadas estaban! Una era rubia de piel blanca, otra morena de piel olivácea, otra castaña de piel rosada, otra pelirrojita toda picoteada de innumerables y encantadoras pecas.
—¿Y Ayl? —grité—. ¿Y Ayl? ¿Dónde está? ¿Cómo es? ¿Por qué no está con vosotras?
Los labios de sus compañeras eran rojos, blancos sus dientes y rosadas sus lenguas y sus encías. Rosada era también la punta de sus pechos. Sus ojos eran de color celeste aguamarina, negro guinda, castaño y amaranto.
—Pues… Ayl… —respondían—. Ya no está… No lo sabemos… —y seguían jugando.
Yo intentaba imaginarme la cabellera y la piel de Ayl en todos los colores posibles y no podía, y así, buscándola, exploraba la superficie del globo.
«Si aquí arriba no está —pensé—, quiere decir que está abajo», y en el primer terremoto que soporté me lancé en una sima, abajo abajo, dentro de las entrañas de la Tierra.
—¡Ayl! ¡Ayl! —la llamaba en la oscuridad—, ¡Ayl! ¡Ven a ver lo bello que es fuera!
Ya ronco, callé, y en ese momento me respondió la voz de Ayl, débil, apocada.
—Chist. Estoy aquí. ¿Por qué gritas tanto? ¿Qué quieres?
No se veía nada.
—¡Ayl! ¡Ven conmigo! Si supieras: fuera…
—Fuera no me gusta.
—Pero tú, antes…
—Antes era antes. Ahora es distinto. Se ha armado todo este alboroto.
Mentí:
—No, sólo ha sido un cambio de luz momentáneo. Como aquella vez del meteorito. Ahora se acabó. Todo ha vuelto a ser como antes. Ven, no temas —si sale, pensaba, pasado el primer momento de confusión, se acostumbrará a los colores, se alegrará y comprenderá que le mentí por su bien.
—¿Lo dices de verdad?
—¿Por qué iba a contarte cuentos? Ven, deja que te lleve afuera.
—No. Ve tú delante. Yo te sigo.
—Pero yo estoy impaciente por volverte a ver.
—Volverás a verme sólo como me gusta a mí. Ve delante y no te vuelvas.
Las sacudidas telúricas nos abrían paso. Los estratos de roca se abrían en abanico y avanzábamos en los intersticios. A mis espaldas oía el paso ligero de Ayl. Un terremoto más y estaríamos fuera. Corría entre escalones de basalto y de granito que se desplegaban como páginas de un libro: en el fondo, ya se rompía la brecha que nos habría devuelto al aire libre, ya aparecía fuera del resquicio la corteza de la Tierra soleada y verde, la luz ya se abría paso para venir a nuestro encuentro. Sí: ahora vería encenderse los colores también en el rostro de Ayl… Me volví para mirarla.
Oí su grito que se alejaba hacia la oscuridad; mis ojos, todavía deslumbrados por la luz de antes no distinguían nada, luego el trueno del terremoto lo dominó todo y una pared de roca se alzó de golpe, vertical, separándonos.
—¡Ayl! ¿Dónde estás? Intenta pasar por aquí, rápido, antes de que la roca se asiente —y corría a lo largo de la pared buscando una salida, pero la superficie lisa y gris se extendía compacta, sin una fisura.
Una enorme cadena de montañas se había formado en ese punto. Mientras yo había sido proyectado afuera, al aire libre, Ayl había quedado detrás de la pared de roca, encerrada en las entrañas de la Tierra.
—¡Ayl! ¿Dónde estás, Ayl? ¿Por qué no estás aquí? —y dirigía mi vista al paisaje que se ensanchaba a mis pies. Entonces, de repente, aquellas praderas verde guisante en las que estaban brotando las primeras amapolas escarlata, aquellos campos amarillo canario que estriaban las leonadas colinas que descendían hacia un mar lleno de brillos turquesa, todo me pareció tan insulso, tan banal, tan falso, tan en contraste con la persona de Ayl, con el mundo de Ayl, con la idea de la belleza de Ayl, que comprendí que su lugar nunca habría podido estar aquí. Y me di cuenta con dolor y miedo de que yo me había quedado aquí, que nunca habría podido huir de aquellos brillos dorados y plateados, de aquellas nubecillas que de celestes cambiaban a rosadas, de aquellas verdes hojitas que amarilleaban cada otoño, y que el mundo perfecto de Ayl se había perdido para siempre hasta el punto de que ni siquiera sabría imaginármelo y de que ya no quedaba nada que pudiera recordármelo siquiera de lejos: nada sino aquella fría pared de piedra gris.