Los meteoritos
Según las más recientes teorías, la Tierra en su origen habría sido un pequeñísimo cuerpo frío que luego habría aumentado englobando meteoritos y polvo meteórico.
Al principio creíamos que podíamos tenerla limpia —contó el viejo Qfwfq—, precisamente porque era pequeña y se podía barrer y desempolvar todos los días. Ciertamente, nos caía encima una cantidad de cosas: se diría que en sus vueltas la Tierra no tuviera otra misión que recoger todo el polvo y la basura del espacio. Ahora es distinto, hay atmósfera; ahora miráis el cielo y decís: oh qué terso es, oh qué puro es; pero tenéis que ver lo que volaba sobre nuestras cabezas cuando el planeta, siguiendo su órbita, se metía en una de esas nubes meteóricas y no podía salir de ella. Era un polvo blanco como naftalina, que se depositaba en menudos granitos y a veces en esquirlas más grandes, cristalinas, como si del cielo hubiera caído en pedazos una lámpara de cristal, y en medio también se encontraban guijarros más gruesos, trozos esparcidos de otros sistemas planetarios, corazones de pera, grifos, capiteles jónicos, viejos números del Herald Tribune y el Paese Sera: se sabe que los universos se hacen y se deshacen pero lo que da vueltas siempre es el mismo material. Al ser pequeña y también rápida (porque corría mucho más veloz que ahora), la Tierra conseguía esquivar muchas cosas: veíamos acercarse un objeto desde las profundidades del espacio, revoloteando como un pájaro —luego, a lo mejor, era una media— o navegando con un leve cabeceo —como una vez un piano de cola—, llegar a medio metro de nosotros, y nada, seguía su trayectoria sin habernos rozado: se perdía quizá para siempre en las oscuridades vacías que dejábamos a nuestras espaldas. Pero la mayoría de las veces la oleada meteórica nos caía encima, levantando una espesa polvareda y un ruido de botes vacíos; era el momento en que una saltarina agitación se apoderaba de mi primera mujer, Xha.
Xha quería tenerlo todo limpio y ordenado, y lo conseguía; claro que tenía que trabajar mucho, pero el planeta todavía era de dimensiones que permitían un control cotidiano, y el hecho de que sólo nosotros dos lo habitáramos —con la desventaja de que no había nadie que nos echara una mano— era también una ventaja, porque dos personas tranquilas y ordenadas como nosotros no crean desorden; cuando toman una cosa siempre la vuelven a colocar en su sitio: una vez reparados los daños de los cascotes meteóricos, todo bien desempolvado, lavada y tendida la colada que continuamente se ensuciaba, no teníamos nada más que hacer.
Al principio, con las basuras Xha hacía paquetes que yo devolvía al espacio lanzándolos lo más alto que podía: al tener la Tierra todavía poca fuerza de atracción, y por otra parte al tener yo brazos fuertes y habilidad en los lanzamientos, también nos liberábamos de cuerpos de notable tamaño y peso, haciéndolos volver al espacio de donde habían venido. Con los granitos de pulvísculo esta operación era imposible: incluso llenando con ellos cartuchos, no se conseguía arrojarlos lo bastante lejos como para que no pudieran regresar; casi siempre se rompían en el aire y nos encontrábamos empolvados de la cabeza a los pies.
Mientras le fue posible, Xha prefería hacer desaparecer el polvo dentro de unas grietas del suelo; luego las grietas se rellenaron o, mejor, se fueron ensanchando en cráteres desbordantes. El hecho era que la gran cantidad de material acumulado hinchaba la tierra desde dentro y esas grietas estaban provocadas precisamente por el aumento del volumen. Tanto valía extender el pulvísculo en estratos uniformes sobre la superficie del planeta y hacer que se aglomerase en un costra lisa y continua para no dar la impresión de un arreglo dejado a medias, descuidado.
La habilidad y la tenacidad que Xha había demostrado al intentar quitar todo granito que viniera a perturbar la pulida armonía de nuestro mundo, ahora las aplicaba a hacer del picadillo meteórico la base de este mismo orden armonioso, acumulándolo en estratos regulares, escondiéndolo bajo una superficie pulimentable. Sin embargo, cada día un nuevo polvo se posaba en el pavimento terrestre en un velo ora sutil, ora espesado por gibosidades y montículos dispersos; inmediatamente volvíamos a poner manos a la obra para disponer una nueva estratificación.
El tamaño de nuestro planeta crecía, pero conservaba, gracias a los cuidados que mi mujer y yo —bajo su dirección— le prodigábamos, una forma carente de irregularidades, salientes o escorias, y ni una sombra ni una mancha perturbaba su nitidez blanco naftalina. Los estratos exteriores también ocultaban los objetos que nos llovían mezclados con el pulvísculo y que ya no podíamos devolver a las corrientes del cosmos porque la masa de la Tierra, al crecer, había extendido a su alrededor un campo de gravedad demasiado vasto para ser superado con la fuerza de mis brazos. Allí donde los detritus eran más voluminosos, los sepultábamos bajo túmulos de polvo en forma de pirámides bien talladas, no demasiado altas, dispuestas en filas simétricas, de modo que cualquier intrusión de lo informal y de lo arbitrario era borrada a nuestra vista.
Al describir la rapidez de mi primera mujer no quisiera haberos dado la idea de que su solicitud tuviera un componente de nerviosismo, de ansiedad, casi de alarma. No, Xha estaba segura de que esas lluvias meteóricas eran un fenómeno accidental y provisional de un universo todavía en fase de asentamiento. No tenía dudas sobre el hecho de que nuestro planeta y los demás cuerpos celestes y todo lo que había dentro y fuera de ellos deberían seguir una geometría de rectas y curvas y superficies exacta y regular; según eso, todo lo que no entraba en este diseño era un residuo irrelevante, y el intentar enseguida barrerlo o sepultarlo era su manera de minimizarlo, de negar hasta su existencia. Naturalmente, ésta era una interpretación mía de sus ideas: Xha era una mujer práctica que no se perdía en enunciaciones generales sino que sólo intentaba hacer bien lo que le parecía bien hacer, y lo hacía de mil amores.
A través de este paisaje terrestre defendido con tan meticuloso empeño, Xha y yo paseábamos todas las noches antes de acostarnos; era una superficie lisa, lustrosa, interrumpida sólo a intervalos regulares por las aristas netas de los relieves piramidales. Encima de nosotros, en el cielo, planetas y estrellas giraban a las adecuadas velocidades y distancias, enviándose rayos de luz que esparcían en nuestro suelo un uniforme brillo. Mi mujer agitaba un abanico de varillas para mover el aire siempre algo polvoriento en torno a nuestros rostros; para defendernos de posibles ráfagas de lluvia meteórica, yo sostenía una sombrilla. Una ligera mano de almidón daba a la ropa de Xha, toda plisada, un firme frescor; una cinta amarilla mantenía tirantes sus cabellos.
Éstos eran los momentos de mesurada contemplación que nos permitíamos, pero duraban poco. Por la mañana nos levantábamos pronto, y ya nuestras pocas horas de sueño habían bastado para dejar recubrir la Tierra de detritus.
—¡Rápido, Qfwfq, no hay tiempo que perder! —decía Xha poniéndome la escoba en la mano, y yo partía hacia mi habitual ronda, mientras el alba blanqueaba el estrecho y desnudo horizonte de la llanura. Mientras andaba, avistaba aquí y allá montañas de chatarra y trastos; a medida que la luz aumentaba, iba advirtiendo la polvareda opaca que velaba el brillante pavimento del planeta. A escobazos echaba todo lo que podía en un cubo de basura o en un saco que llevaba a la espalda, pero antes me detenía a observar los objetos raros que la noche nos había traído: un cráneo de buey, un cactus, una rueda de carro, una pepita de oro, un proyector de cinerama. Los sopesaba y les daba vueltas entre mis manos, me chupaba un dedo pinchado por el cactus, y me divertía imaginando que entre esos objetos incongruentes habría un vínculo misterioso que yo habría debido adivinar, fantasías a las que podía abandonarme cuando estaba solo, porque con Xha la pasión de barrer, de borrar, de tirar era tan devoradora que nunca nos parábamos a mirar lo que estábamos barriendo. En cambio, ahora, la curiosidad que me empujaba en mis inspecciones diarias se había convertido en el impulso más fuerte, y cada mañana partía casi con alegría, silbando.
Xha y yo nos habíamos repartido las tareas, los hemisferios que había que tener en orden. En el hemisferio que me tocaba a mí, algunas veces no apartaba enseguida el material, especialmente cuando era más pesado, sino que lo amontonaba en un rincón para recogerlo más tarde con una carretilla. Así, a veces se formaban como especies de aglomerados o montones: alfombras, dunas de arena, ediciones del Corán, pozos de petróleo, un revoltijo absurdo de trastos disparatados. Naturalmente Xha no habría aprobado mi sistema, pero yo, si debo decir la verdad, sentía un cierto placer al ver elevarse en el horizonte estas sombras compuestas. A veces dejaba el material amontonado incluso de un día para otro (la Tierra comenzaba a ser tan grande que no todos los días Xha tenía tiempo de recorrerla entera), y por la mañana la sorpresa consistía en ver cuántas cosas nuevas se habían añadido a las otras.
Un día estaba contemplando un montón de cajas rotas y bidones oxidados, dominado por una grúa que sostenía una retorcida chatarra de automóvil, cuando al bajar la vista vi, en el umbral de una cabaña construida con trozos de chapa y conglomerado, a una muchacha que estaba pelando patatas. Iba vestida, creo, de harapos: jirones de celofán, trozos de bufanda deshilachados; entre sus largos cabellos tenía hilos de heno y virutas. Tomaba las patatas de un saco y, rascándolas con una navajita, sacaba tiras de corteza que se acumulaban en un montoncito gris.
Sentí la necesidad de disculparme:
—Lo siento, ha encontrado un gran desorden, ahora enseguida limpio y lo dejo todo arreglado…
La muchacha echó una patata pelada en un cuenco y dijo:
—Qué más da…
—Quizá si usted me echara una mano… —dije, o mejor, dijo la parte de mí mismo que seguía razonando como siempre había razonado. (Precisamente la noche anterior lo había hablado con Xha: «Claro, si encontráramos alguien que nos ayudara, sería otra cosa»).
—Mejor —dijo la muchacha bostezando y desperezándose—, ayúdame tú a pelar.
—Ya no sabemos cómo desembarazarnos de todo esto que nos cae encima… —le expliqué—. Mire esto —y levanté un barril destapado que había visto en ese momento—. Quién sabe lo que tiene dentro…
La muchacha olfateó y dijo:
—Anchoas. Comeremos fish and chips.
Quiso que me sentase con ella a cortar las patatas en tiras muy finas. En medio de aquel basurero encontró un bote negruzco lleno de aceite. Encendió un fuego en el suelo con material de embalaje y se puso a freír pescaditos y tiras de patatas en una sartén oxidada.
—Aquí no se puede, está sucio… —dije pensando en los utensilios de cocina de Xha, brillantes como espejos.
—Qué va, vamos… —decía ella sirviendo la fritura hirviente en cucuruchos de papel de periódico.
Después me pregunté muchas veces si hice mal en no decir a Xha ese día que sobre la Tierra también había llovido otra persona. Pero habría tenido que confesar mi pereza al dejar acumular tanta basura. «Primero limpiaré bien», pensé, aun comprendiendo que todo se había vuelto más difícil.
Cada día iba a visitar a la muchacha Wha en medio de la avalancha de nuevos objetos que ya desbordaba todo el hemisferio. No comprendía cómo Wha podía vivir en esa confusión dejando amontonar una cosa sobre otra, las lianas sobre los baobabs, las catedrales románicas sobre las criptas, los montacargas sobre los yacimientos de carbón y otras cosas que se posaban encima: chimpancés colgados de las lianas, autocares del sight-seeing-tour aparcados en las plazas de las catedrales románicas, exhalaciones de grisú en las galerías de las minas. Siempre me enfurecía; bendita muchacha, tenía una mentalidad precisamente contraria a la mía.
Sin embargo, en algunos momentos tenía que admitir que me gustaba verla moverse allí en medio, con sus gestos atolondrados, como si todo lo que hacía lo hiciera por casualidad; y en cada ocasión la sorpresa era ver que lo conseguía inesperadamente bien. Wha ponía a hervir en la misma olla lo primero que caía en sus manos, por ejemplo alubias y torreznos de cerdo: ¿quién lo hubiera dicho? Le salía un magnífico potaje; amontonaba pedazos de monumentos egipcios uno encima del otro como si fueran platos para lavar —una cabeza de mujer, dos alas de ibis, un cuerpo de león— y el resultado era una bellísima esfinge. Resumiendo, me sorprendí pensando que con ella —una vez que me hubiera acostumbrado— me habría sentido a gusto.
Lo que no conseguía perdonarle eran su distracción, su desorden, su no saber nunca dónde dejaba las cosas. Olvidaba el volcán mexicano Paricutín entre los surcos de un campo arado y el teatro romano de Luni entre las filas de un viñedo. El hecho de que siempre los encontrara en el momento adecuado no bastaba para calmar mi irritación, porque era una nueva circunstancia casual que se añadía a las demás, como si ya no fueran bastantes.
Naturalmente, mi vida no estaba aquí, era la otra, la que pasaba al lado de Xha manteniendo plana y limpia la superficie del otro hemisferio. Sobre esta cuestión yo opinaba como Xha, no había duda; trabajaba para que la Tierra se mantuviera en su estado perfecto; podía pasar horas con Wha sólo porque estaba seguro de que luego podría regresar al mundo de Xha, donde todo marchaba como debía marchar, donde se comprendía todo lo que había que comprender. Debería decir que con Xha alcanzaba una calma interior en una continua actividad exterior; en cambio, con Wha podía conservar una calma exterior, hacer sólo lo que tenía ganas de hacer en ese momento, pero esta paz la pagaba con un continuo desasosiego, porque estaba seguro de que ese estado de cosas no podía durar.
Me equivocaba. Al contrario, los más disparatados fragmentos meteóricos iban, si bien de manera aproximada, uniéndose los unos a los otros, componiéndose en un mosaico por lagunoso que fuera. Las anguilas de Comacchio, un manantial en el Monviso, una serie de palacios ducales, muchas hectáreas de arrozal, las tradiciones sindicales de los asalariados agrícolas, algunos sufijos celtas y lombardos, un determinado índice de crecimiento de la productividad industrial, eran materiales dispersos y aislados que se fundían en un conjunto densamente tejido de relaciones recíprocas en el mismo momento en que de repente cayó sobre la Tierra un río, y era el Po.
Así, cada nuevo objeto que llovía sobre nuestro planeta acababa por encontrar su lugar como si siempre hubiera estado allí, su relación de interdependencia con los demás objetos, y la razonable presencia del uno encontraba su razón en la irrazonable presencia de los demás, hasta el punto de que el desorden general empezaba a poder considerarse como el orden natural de las cosas. Es en este marco donde hay que considerar otros hechos en los que apenas me detengo porque pertenecen a mi vida privada: habréis comprendido que estoy aludiendo a mi divorcio de Xha y a mi segundo matrimonio con Wha.
Bien mirada, la vida con Wha también tenía su armonía. Alrededor suyo las cosas parecían seguir su mismo estilo de disponerse y sumarse y hacerse sitio, su misma carencia de método e indiferencia por los materiales e inseguridad de gestos que culminaba al final en una elección instantánea y neta sobre la que no había nada que decir. En el cielo volaba el Erecteion todo agrietado por los naufragios cósmicos, perdiendo sus piezas, se remontaba un instante sobre la cumbre del Licabeto, seguía planeando, rozaba la explanada de la Acrópolis donde más adelante caería el Partenón, y se posaba ligero un poco más allá.
A veces se necesitaba una pequeña intervención por nuestra parte para pegar piezas separadas, para poder encajar elementos superpuestos, y en estos casos Wha, aun con el aire de querer sólo chapucear, demostraba que tenía buena mano. Jugueteando, organizaba los estratos de las rocas sedimentarias en sinclinales y anticlinales, cambiaba la orientación de las facetas de los cristales obteniendo paredes de feldespato o cuarzo o mica o pizarra; entre estrato y estrato escondía fósiles marinos a distintas alturas por orden de fecha.
Así, la Tierra adquiría poco a poco las formas que conocéis. La lluvia de fragmentos meteóricos todavía continúa, añade nuevos detalles al cuadro, lo enmarca en una ventana, una cortina, un retículo de hilos de teléfono, llena los espacios vacíos de piezas que encajan al azar, semáforos, obeliscos, bares, estancos, ábsides, aluviones, la clínica de un dentista, una portada de la Domenica del Corriere con un cazador que muerde a un león, y siempre añade un exceso en la ejecución de los detalles superfluos, por ejemplo en la pigmentación de las alas de las mariposas, y algún elemento incongruente, como una guerra en Cachemira, y siempre tengo la impresión de que todavía falta algo que está a punto de llegar, quizá sólo saturnios de Nevio para llenar el intervalo entre dos fragmentos de poemas, o la fórmula que regula las transformaciones del ácido desoxirribonucleico en los cromosomas, y entonces el cuadro estará completo; tendré ante mí un mundo preciso y denso, volveré a tener al mismo tiempo a Xha y a Wha.
Ahora que hace tanto tiempo que perdí a ambas —Xha vencida por la lluvia de pulvísculo, desaparecida a la vez que su exacto reino; Wha quizá todavía acurrucada jugando en un escondrijo del atestado depósito de objetos encontrados, y ya inencontrable—, todavía estoy esperando que vuelvan, que reaparezcan quizá en un pensamiento atravesándome la mente, en una mirada con los ojos cerrados o con los ojos abiertos, pero juntas las dos en el mismo momento; bastaría con volver a tenerlas a las dos juntas un solo momento para comprender.