El conde de Montecristo

1

Desde mi celda poco puedo decir de cómo esté hecho este castillo de If en el que me encuentro desde hace muchos años preso. La ventana enrejada está en el fondo de una galería que agujerea el espesor del muro: no enmarca ninguna vista; por la luminosidad más o menos intensa del cielo reconozco más o menos las horas y las estaciones; pero no sé si abajo se abre el mar o las murallas o uno de los patios interiores de la fortaleza. El túnel se estrecha en forma de tolva; para asomarme debería arrastrarme hasta el fondo; lo he intentado, es imposible, incluso para un hombre reducido a una larva, como yo. La salida quizá esté más lejos de lo que parece: el cálculo de las distancias se ve confundido por la perspectiva en embudo y el contraste de la luz.

Los muros son tan gruesos que podrían contener otras celdas y escaleras y cuerpos de guardia y polvorines; o bien toda la fortaleza podría ser muro, un sólido pleno y compacto, con un hombre vivo sepultado en medio. Las imágenes que uno se hace estando encerrado se persiguen y no se excluyen recíprocamente: la celda, la aspillera, los corredores por los que el carcelero viene dos veces al día con la sopa y el pan podrían no ser más que sutiles poros en una roca de consistencia esponjosa.

Se oye el ruido del mar, especialmente en las noches de tempestad: a veces parece como si las olas rompieran aquí contra la pared a la que pego mi oído; a veces parece que excavan desde abajo, bajo los escollos de los cimientos, y que mi celda esté encima de la torre más alta, y que el estruendo suba por la prisión, él también prisionero, como en la trompa de una caracola.

Aguzo el oído: los sonidos describen a mi alrededor formas y espacios variables y desflecados. Por las pisadas de los carceleros intento establecer el retículo de los corredores, las vueltas, los ensanchamientos, las rectas interrumpidas por el arrastrar del fondo de las perolas hasta el umbral de cada celda y por el ruido de los cerrojos: sólo consigo fijar una sucesión de puntos en el tiempo, sin correspondencia en el espacio. De noche los sonidos llegan más claros, pero más inciertos al señalar lugares y distancias: en algún lugar roe un ratón, gime un enfermo, la sirena de un barco anuncia su arribada al puerto de Marsella, y la pala del abate Faria sigue excavando su vía entre estas piedras.

No sé cuántas veces el abate Faria haya intentado la fuga: en cada ocasión trabajó durante meses haciendo palanca bajo las losas de piedra, desmenuzando las junturas de cemento, perforando la roca con rudimentarios punzones; pero en el momento en que el último golpe de pico debería abrirle el paso sobre la escollera, se da cuenta de que ha ido a parar a una celda todavía más interior que aquella de donde había partido. Basta con un pequeño error en los cálculos, un leve desnivel en la inclinación del túnel y se adentra en las entrañas de la fortaleza sin posibilidad de volver a encontrar el camino. Después de cada empresa fracasada, vuelve a corregir los dibujos y las fórmulas con que ha ilustrado las paredes de su celda; vuelve a poner a punto su arsenal de instrumentos de fortuna y vuelve a raspar.

2

En la forma de evadirme también yo he pensado y pienso mucho; es más, he hecho tantas suposiciones sobre la topografía de la fortaleza, sobre el camino más corto y más seguro para alcanzar el bastión externo y arrojarme al mar, que ya no sé distinguir entre mis conjeturas y los datos que se basan en la experiencia. Trabajando a partir de hipótesis, consigo a veces hacerme una imagen de la fortaleza tan persuasiva y minuciosa que podría moverme en ella cómodamente con el pensamiento; mientras que los elementos que obtengo de lo que veo y siento son desordenados, lagunosos y cada vez más contradictorios.

En los primeros tiempos de mi prisión, cuando todavía mis desesperados actos de rebelión no me habían llevado a pudrirme aislado en esta celda, las tareas de la vida carcelaria me llevaron a subir y bajar escalinatas y bastiones, a atravesar zaguanes y poternas del castillo de If; pero de todas las imágenes conservadas en mi memoria, que ahora sigo descomponiendo y recomponiendo en mis conjeturas, ninguna encaja en la otra, ninguna me ayuda a explicar qué forma tiene la fortaleza y en qué punto me hallo. Muchos pensamientos me devanaban los sesos entonces —sobre cómo yo, Edmond Dantès, pobre pero honrado marinero, había podido caer atrapado en los rigores de la justicia y perder de repente la libertad— como para que mi atención pudiera concentrarse en la disposición de los lugares.

El golfo de Marsella y sus islotes me fueron familiares desde mi niñez; y en todos los embarques de mi no larga vida de marinero las partidas y las arribadas tuvieron ese fondo; pero cada vez que se encuentra con la oscura roca de If, la mirada de los navegantes se aparta de ella con un estremecimiento de miedo. Así, cuando me trajeron aquí encadenado en una barca de gendarmes, y en el horizonte se perfiló este escollo y sus murallas, comprendí mi suerte e incliné la cabeza. No vi —o no recuerdo— de qué modo la barca atracó, qué escalones me hicieron subir, qué puerta se cerró a mis espaldas.

Ahora que, pasados los años, he dejado de devanarme los sesos sobre la cadena de infamias y fatalidades que provocó mi detención, he comprendido algo: que la única manera de escapar de la condición de preso es comprender cómo está hecha la prisión.

Si no siento el deseo de imitar a Faria es porque me basta con saber que alguien está buscando una vía de escape para convencerme de que tal vía existe; o, al menos, que se puede plantear el problema de buscarla. Así, el ruido de Faria excavando se ha convertido en un complemento necesario a la concentración de mis pensamientos. Siento que Faria no es sólo alguien que intenta su propia fuga sino que es parte de mi proyecto; y no porque espere una vía de salvación abierta por él —ya se ha equivocado tantas veces que he perdido toda confianza en su intuición—, sino porque las únicas informaciones de que dispongo sobre el lugar en que me encuentro me son dadas por la sucesión de sus errores.

3

Los muros y los cielos rasos están horadados en todas las direcciones por el pico del abate, pero sus itinerarios siguen envolviéndose sobre sí mismos como en un ovillo, y mi celda sigue siendo cruzada por él siguiendo cada vez una línea distinta. Hace tiempo que perdió el sentido de la orientación: Faria ya no reconoce los puntos cardinales, es más, ni siquiera el cenit y el nadir. A veces siento rascar en el techo; cae una lluvia de cascotes; se abre una brecha, de ella sobresale la cabeza de Faria boca abajo. Boca abajo para mí, no para él; sale de su túnel, camina cabeza abajo sin que nada se descomponga en su persona, ni su blanco cabello, ni su barba verde de moho, ni los jirones de tela de saco que cubren sus espaldas macilentas. Recorre como una mosca el techo y las paredes, se detiene, clava el pico en un punto, se abre un paso, desaparece.

A veces, apenas desaparece a través de una pared, vuelve a aparecer por la pared de enfrente: aún no ha retirado de aquí el talón cuando ya asoma por allí su barba. Reaparece más cansado, esquelético, envejecido, como si hubieran pasado años desde la última vez que le vi.

En cambio, otras veces, apenas se ha metido en el túnel y le escucho un grito aspirado como el que se prepara para un fragoroso estornudo: en los meandros de la fortaleza hace frío y hay humedad, pero el estornudo no llega: yo espero: espero durante una semana, durante un mes, durante un año, Faria ya no vuelve; me convenzo de que está muerto. De repente, la pared de enfrente tiembla como si hubiera un terremoto; del hueco asoma Faria terminando su estornudo.

Cada vez intercambiamos menos palabras, o continuamos conversaciones que no recuerdo haber nunca comenzado. He comprendido que a Faria le resulta difícil distinguir una celda de otra entre las muchas que atraviesa en sus recorridos equivocados. Cada celda contiene un jergón, una jarra, un cubo, un hombre en pie que mira el cielo a través de una estrecha aspillera. Cuando Faria sale por debajo, el preso se da la vuelta: siempre tiene la misma cara, la misma voz, los mismos pensamientos. Su nombre es el mismo: Edmond Dantès. La fortaleza no tiene puntos privilegiados: repite siempre en el espacio y en el tiempo la misma combinación de figuras.

4

Intento imaginar con Faria como protagonista cada una de mis hipótesis de fuga. No es que tienda a identificarme con él: Faria es un personaje necesario para que yo pueda representar en mi mente la evasión a una luz objetiva, como no podría hacer viviéndola: quiero decir, soñándola en primera persona. Ya no sé si el que oigo excavar como un topo es el verdadero Faria que abre brechas en los muros de la verdadera fortaleza de If o es la hipótesis de un Faria que se las tiene que ver con una fortaleza hipotética. De todos modos, el resultado es el mismo: gana la fortaleza, como si, en las partidas entre Faria y la fortaleza, yo llevase tan lejos mi imparcialidad apostando por la fortaleza contra él… no, ahora exagero: la partida no se juega sólo en mi mente, sino entre dos contendientes reales, independientemente de mí; mi esfuerzo tiende a verla con distancia —miento, en una representación sin angustia.

Si consigo observar la fortaleza y al abate desde un punto de vista perfectamente equidistante, conseguiré identificar no sólo los errores particulares que Faria comete una y otra vez, sino el error de método en que sigue incurriendo y que yo, gracias a mi correcto planteamiento, sabré evitar.

Faria procede de esta manera: encuentra una dificultad, estudia una solución, experimenta la solución, se topa con una nueva dificultad, proyecta una nueva solución, y así sucesivamente. Para él, una vez eliminados todos los posibles errores e imprevisiones, la evasión no puede fallar: todo consiste en proyectar y ejecutar la evasión perfecta.

Yo parto del presupuesto contrario: existe una fortaleza perfecta de la que no es posible evadirse; sólo si en el proyecto o construcción de la fortaleza se cometió un error o un descuido, la evasión es posible. Mientras Faria sigue desmontando la fortaleza sondeando sus puntos débiles, yo sigo volviéndola a montar imaginando barreras cada vez más insuperables.

Las imágenes que de la fortaleza nos hacemos Faria y yo son cada vez más distintas. Faria, partiendo de una figura simple, la va complicando al extremo para comprender en ella cada uno de los imprevistos que encuentra en su camino; yo, partiendo del desorden de estos datos, veo en cada obstáculo aislado el indicio de un sistema de obstáculos, desarrollo cada segmento en una figura regular, sueldo estas figuras como caras de un sólido, poliedro o hiperpoliedro, inscribo estos poliedros en esferas o en hiperesferas, y así cuanto más cierro la forma de la fortaleza más la simplifico, definiéndola en una relación numérica o en una fórmula algebraica.

Pero para pensar una fortaleza así necesito que el abate Faria no deje de luchar contra corrimientos de tierra, pernos de acero, desagües de cloaca, garitas de centinelas, saltos en el vacío, entrantes de los muros maestros, porque la única manera de reforzar la fortaleza pensada es poner continuamente a prueba la verdadera.

5

Así pues: cada celda parece separada del exterior sólo por el espesor de una muralla, pero Faria, al excavar, descubre que en medio siempre hay otra celda, y entre ésta y el exterior otra más. La imagen que le queda es ésta: una fortaleza que crece a nuestro alrededor y en la que cuanto más tiempo estemos encerrados más nos alejaremos del afuera. El abate excava, excava, pero los muros aumentan de espesor, se multiplican las torres albarranas y las barbacanas. A lo mejor se consigue avanzar más rápido de cuanto se expande la fortaleza; en cierto momento, Faria se encontrará fuera sin darse cuenta. Sería necesario invertir la relación entre las velocidades para que la fortaleza, al contraerse, expulsara al abate como una bala de cañón.

Pero si la fortaleza crece con la velocidad del tiempo, para escapar hay que ir todavía más rápido, remontar el tiempo. El momento en que me encontraría fuera sería el mismo momento en que entré aquí: por fin me asomo al mar. ¿Y qué veo? Una barca llena de gendarmes está atracando en If; en medio está Edmond Dantès encadenado.

He vuelto a imaginarme a mí mismo como protagonista de la evasión, y enseguida me he jugado no sólo mi futuro sino mi pasado, mis recuerdos. Todo lo que no está claro en la relación entre un preso inocente y su prisión sigue proyectando sombra sobre las imágenes y sobre las decisiones. Si la prisión está rodeada por mi afuera, ese afuera me volvería a llevar adentro cada vez que lograra alcanzarlo: el afuera no es más que el pasado, es inútil intentar huir de él.

Debo pensar la prisión o como un lugar que está sólo dentro de sí mismo, sin un afuera —esto es, renunciar a salir de ella—, o debo pensarla no como mi prisión sino como un lugar sin relación conmigo ni en el interior ni en el exterior; es decir, estudiar un recorrido del adentro al afuera que prescinda del valor que «adentro» y «afuera» han adquirido en mis emociones; que valga también si en lugar de «afuera» digo «adentro» y viceversa.

6

Si fuera está el pasado, quizá el futuro se concentre en el punto más interior de la isla de If, es decir, el camino de salida es un camino hacia el adentro. En los dibujos con que el abate Faria cubre los muros, se alternan dos mapas de bordes quebrados, constelados de flechas y señales: uno debería ser el plano de If, el otro de una isla del archipiélago toscano donde está oculto un tesoro: Montecristo.

Es precisamente para buscar ese tesoro por lo que el abate Faria quiere evadirse. Para triunfar en su intento debe trazar una línea que en el mapa de la isla de If lo lleve del interior al exterior y en el mapa de la isla de Montecristo lo lleve del exterior a ese punto más interior de todos los demás puntos que es la gruta del tesoro.

Entre una isla de la que no se puede salir y una isla en la que no se puede entrar tiene que haber una relación: por ello, en los jeroglíficos de Faria los dos mapas se superponen hasta identificarse.

Pero ahora es difícil comprender si Faria está excavando en este momento para lanzarse al mar abierto o para penetrar en la gruta llena de oro. Mirándolo bien, en uno u otro caso, tiende al mismo punto de arribada: el lugar de la multiplicidad de las cosas posibles. A veces me represento esta multiplicidad concentrada en una esplendente celda subterránea, a veces la veo como una explosión que se irradia. El tesoro de Montecristo y la fuga de If son dos fases de un mismo proceso, quizá sucesivas, quizá periódicas, como un latido.

La búsqueda del centro de If-Montecristo no lleva a resultados más seguros que la marcha hacia su inalcanzable circunferencia: en cualquier punto en que me encuentre, la hiperesfera se ensancha a mi alrededor en todas direcciones; su centro está en todos los lugares en que yo estoy; profundizar más quiere decir descender hacia mí mismo. Excavas excavas y no haces más que volver a recorrer el mismo camino.

7

Una vez entrado en posesión del tesoro, Faria pretende liberar al emperador de la isla de Elba, darle los medios para volver a ponerse a la cabeza de su ejército… El plan de la fuga-búsqueda en la isla de If-Montecristo no es, por lo tanto, completo si no incluye también la búsqueda-fuga de Napoleón de la isla donde está desterrado. Faria excava; vuelve a penetrar una vez más en la celda de Edmond Dantès; ve al preso de espaldas que mira como siempre el cielo por la aspillera; al oír el pico el preso se vuelve: es Napoleón Bonaparte. Faria y Dantès-Napoleón excavan juntos un túnel en la fortaleza. El mapa de If-Montecristo-Elba está diseñado de manera que al hacerlo girar un determinado número de grados se obtiene el mapa de Santa Elena: la fuga se invierte en un exilio sin retorno.

Los confusos motivos por los que tanto Faria como Edmond Dantès han sido apresados, por distintas vías, tienen que ver con la suerte de la causa bonapartista. La hipotética figura geométrica que se llama If-Montecristo coincide en algunos de sus puntos con otra figura que se llama Elba-Santa Elena. En ella hay puntos del pasado y del futuro en los que la historia napoleónica interviene en nuestra historia de pobres galeotes, y otros puntos en los que Faria y yo habríamos podido influir en una eventual revancha del Imperio.

Estas intersecciones complican aún más el cálculo de las previsiones; en ellas hay puntos en los que la línea que uno de nosotros está siguiendo se bifurca, se ramifica, se abre en abanico; cada rama puede encontrar ramas que parten de otras líneas. En un trazado anguloso pasa Faria excavando, y por pocos segundos no se topa con los carros y cañones del Ejército imperial que reconquista Francia.

Marchamos en la oscuridad; sólo el volverse sobre sí mismos de nuestros itinerarios nos advierte de que algo ha cambiado en los itinerarios ajenos. Llámese Waterloo el punto en que el recorrido del ejército de Wellington podría cruzarse con el recorrido de Napoleón; si las dos líneas se encuentran, los segmentos más allá de ese punto se quedan fuera; en el mapa en el que Faria excava su túnel, la proyección del ángulo en Waterloo le obliga a volver sobre sus pasos.

8

Las intersecciones entre las varias líneas hipotéticas definen una serie de planos que se disponen como las páginas de un manuscrito en el escritorio de un novelista. Llamemos Alejandro Dumas al escritor que debe entregar lo más rápidamente posible a su editor una novela en doce tomos titulada El conde de Montecristo. Su trabajo procede de este modo: dos ayudantes (Auguste Maquet y P. A. Fiorentino) desarrollan una a una las distintas alternativas que parten de cada punto, y proporcionan a Dumas la trama de todas la variantes de una desmesurada hipernovela; Dumas elige, descarta, recorta, pega, corta; si una solución tiene preferencia por fundados motivos pero excluye un episodio que le sería cómodo inserir, trata de juntar los troncones de proveniencia disparatada, los une con soldaduras aproximadas, se las ingenia para establecer una aparente continuidad entre segmentos de futuro que divergen. El resultado final será la novela El conde de Montecristo, lista para entregar a la imprenta.

Los diagramas que Faria y yo trazamos en las paredes de la prisión se asemejan a los que Dumas traza en sus pliegos para establecer el orden de las variantes seleccionadas. Un mazo de pliegos puede ya pasar a la imprenta: contiene la Marsella de mi juventud; al recorrer las líneas de apretada escritura puedo abrirme paso a través de los muelles del puerto, remontar la Rue de la Canebière en el sol de la mañana, llegar al barrio de los Catalanes colgado en la colina, volver a ver a Mercedes… Otro mazo de papeles espera los últimos retoques: Dumas todavía está poniendo a punto los capítulos de la prisión en el castillo de If; Faria y yo nos debatimos allí dentro, manchados de tinta, entre enmarañadas correcciones… A los lados del escritorio se amontonan las propuestas de continuación de la historia que los dos ayudantes van compilando metódicamente. En una de ellas, Dantès huye de la cárcel, encuentra el tesoro de Faria, se convierte en el conde de Montecristo de térreo rostro impenetrable, dedica su implacable voluntad y sus ilimitadas riquezas a la venganza; y el maquiavélico Villefort, el avaricioso Danglars, el torvo Caderousse pagan el precio de sus fechorías, tal como durante tantos años entre estos muros había previsto en mis rabiosas fantasías, en mis ansias de revancha.

Al lado de éste, otros esbozos de futuro están dispuestos en la mesa. Faria abre una brecha en la pared, penetra en el estudio de Alejandro Dumas, lanza una mirada imparcial y exenta de pasión sobre la extensión de pasados y presentes y futuros —como no podría hacerlo yo, que trataría de reconocerme con ternura en el joven Dantès recién ascendido a capitán, con piedad por el Dantès galeote, con delirios de grandeza por el conde de Montecristo que hace su entrada majestuosa en los más altos salones de París; yo que, con desazón, en lugar de ellos volvería a encontrar a otros tantos extraños—, toma un folio aquí un folio allá, mueve como un simio sus largos brazos peludos, busca el capítulo de la evasión, la página sin la cual todas las posibles continuaciones de la novela fuera de la fortaleza resultan imposibles. La fortaleza concéntrica If-Montecristo-escritorio de Dumas nos contiene a los prisioneros, al tesoro y a la hipernovela Montecristo con sus variantes y combinaciones de variantes de miles de millones de miles de millones, pero siempre en número finito. A Faria le gusta una página entre tantas y no desespera de encontrarla; a mí me interesa ver crecer el cúmulo de folios descartados, de las soluciones que no hay que tener en cuenta, que ya forman una serie de pilas, un muro…

Disponiendo una tras otra todas las continuaciones que permiten alargar la historia, por probables o improbables que sean, se obtiene la línea en zigzag del Montecristo de Dumas; mientras que uniendo las circunstancias que impiden continuar la historia se diseña la espiral de una novela en negativo, de un Montecristo de signo menos. Una espiral puede girar sobre sí misma hacia el adentro o hacia el afuera: si se atornilla en el interior de sí misma, la historia se cierra sin desarrollo posible; si se desarrolla en espiras que se ensanchan en cada giro podría incluir un segmento del Montecristo de signo más, acabando por coincidir con la novela que Dumas dará a la imprenta, o, a lo mejor, para superarla en la riqueza de las ocasiones afortunadas. La diferencia decisiva entre los dos libros —capaz de permitir definir al uno como verdadero y al otro como falso aunque idénticos— estará toda en el método. Para proyectar un libro —o una evasión— lo primero es saber excluir.

9

Así seguimos ajustando cuentas con la fortaleza; Faria sondeando los puntos débiles de la muralla y topándose con nuevas resistencias; yo reflexionando sobre sus intentos fallidos para imaginar nuevos trazados de murallas que añadir al plano de mi fortaleza-imaginación.

Si con el pensamiento consigo construir una fortaleza de la que sea imposible escapar, esa fortaleza pensada o será igual a la verdadera —y en ese caso es seguro que de aquí no escaparemos nunca, pero al menos habremos alcanzado la tranquilidad de quien sabe que está aquí porque no podría estar en otro lugar— o será una fortaleza de la cual la fuga todavía es más imposible que de aquí —y entonces es señal de que aquí existe una posibilidad de fuga: bastará con identificar el punto en que la fortaleza pensada no coincida con la verdadera para encontrarla.