III. Muerte

El riesgo que hemos corrido fue vivir: vivir siempre. La amenaza de continuar pesaba desde el principio sobre cualquiera que por casualidad hubiera comenzado. La corteza que rodea la Tierra es líquida: una gota entre muchas se vuelve densa, crece, poco a poco absorbe las sustancias a su alrededor, es una gota-isla, gelatinosa, que se contrae y se expande, que ocupa más espacio en cada pulsación, es una gota-continente que dilata sus extremos sobre los océanos, hace cuajar los polos, solidifica sus contornos verdes de moco en el ecuador, y que si no se para a tiempo engloba al globo. Será la gota la que viva, sólo ella, para siempre, uniforme y continua en el tiempo y el espacio, una esfera mucilaginosa con la Tierra como almendra, una papilla que contiene el material para las vidas de todos nosotros, porque todos estamos contenidos en esa gota que nunca nos dejará nacer ni morir; así, la vida será suya y de nadie más.

Menos mal que se hace pedazos. Cada fragmento es una cadena de moléculas dispuestas en un determinado orden, y sólo por el hecho de tener un orden, basta con que flote en medio de la sustancia desordenada para que se formen junto a él otras cadenas de moléculas puestas en fila de la misma manera. Cada cadena difunde orden a su alrededor, o sea se repite a sí misma muchas veces, y las copias a su vez se repiten, siempre en esa disposición geométrica. Una solución de cristales vivientes todos iguales cubre la faz de la Tierra, nace y muere a cada momento sin darse cuenta; vive una vida discontinua y perpetua y siempre idéntica a sí misma en un tiempo y un espacio rotos. Cualquier otra forma queda excluida para siempre; también la nuestra.

Hasta el momento en que el material necesario para repetirse no da señales de escasear, y entonces cada cadena de moléculas empieza a formar a su alrededor algo así como una reserva de sustancias, a conservarla en una especie de paquete que tiene dentro todo lo que necesita. Esta célula crece; crece hasta cierto punto; se divide en dos; las dos células se dividen en cuatro, en ocho, en dieciséis; las células multiplicadas, en vez de fluctuar cada una por su cuenta se pegan unas a otras como colonias o bancos o pólipos. El mundo se cubre de un bosque de esponjas: cada esponja multiplica sus propias células en un retículo de llenos y vacíos que dilata sus mallas y se agita con las corrientes del mar. Cada célula vive para sí y todas juntas viven juntas sus vidas. Con el hielo del invierno los tejidos de la esponja se desgarran, pero las células más nuevas siguen allí y vuelven a dividirse, repiten la misma esponja en primavera. Ahora falta poco y el juego se acabó: un número finito de esponjas eternas poseerá el mundo; el mar será bebido por sus poros, discurrirá por sus estrechos pasadizos; ellas vivirán para siempre, y no nosotros que esperamos inútilmente el momento de ser generados por ellas.

Pero en los monstruosos aglomerados de los abismos marítimos, en los viscosos hongos que empiezan a despuntar en la corteza blanda de las tierras emergidas, no todas las células siguen creciendo superpuestas: de vez en cuando se separa un enjambre, fluctúa, vuela, se posa más allá, vuelve a dividirse, repite esa esponja o pólipo u hongo de los que habían partido. Ahora el tiempo se repite en ciclos: las fases se alternan siempre iguales. Los hongos dispersan un poco sus esporas al viento, crecen un poco como perecedero micelio, hasta la maduración de otras esporas que morirán como tales al abrirse. Ha comenzado la gran división en el seno de los seres vivientes; los hongos que no conocen la muerte duran un día y renacen en un día, pero entre la parte que transmite las órdenes de la reproducción y la parte que las cumple se ha abierto una deformidad insalvable.

La lucha ya está entablada entre los que existen y querrían ser eternos y nosotros, que no existimos y querríamos ser, aunque fuera por poco tiempo. Temiendo que un error casual abra la vía a la diversidad, los que existen aumentan sus dispositivos de control: si las órdenes de reproducción resultan del choque de dos mensajes distintos e idénticos, los errores de transmisión son eliminados más fácilmente. Así, la alternancia de las fases se complica: de las ramas del pólipo fijado en el fondo del mar se separan medusas transparentes que flotan en medio del agua; empiezan los amores entre las medusas, efímero juego y lujo de la continuidad a través del cual los pólipos se confirmarán eternos. En las tierras emergidas monstruos vegetales abren abanicos de hojas, extienden alfombras de musgo, arquean ramas en las que brotan flores hermafroditas; así esperan dejar a la muerte sólo una pequeña y oculta parte de sí, pero ya el juego de los mensajes cruzados ha invadido el mundo: será ésa la brecha por la que la muchedumbre de nosotros que no existimos hará su entrada desbordante.

El mar se ha cubierto de una fluctuación de huevos; una ola los alza, los mezcla con oleadas de semen. Todo ser nadador que sale de un huevo fecundado repite no uno sino dos seres que estaban nadando allí antes que él; ya no será ni el uno ni el otro de esos dos sino otro más, un tercero; es decir, los dos primeros por primera vez morirán, y el tercero, por primera vez ha nacido.

En la invisible extensión de las células-programa donde todas las combinaciones se forman o se deshacen en el interior de la especie, todavía discurre la continuidad originaria; pero entre una combinación y otra el intervalo está ocupado por individuos mortales y sexuados y diferentes.

Los peligros de vida sin muerte han sido evitados —dicen— para siempre. No porque del fango de los pantanos hirvientes no pueda emerger nuevamente el primer grumo de la vida indivisa sino porque ahora alrededor estamos nosotros —sobre todo aquellos de nosotros que funcionan como microorganismos y como bacterias—, listos para lanzársele encima y devorarlo. No porque las cadenas de los virus no sigan repitiéndose con su exacto orden cristalino, sino porque esto sólo puede ocurrir en el interior de nuestros cuerpos y tejidos, de nosotros, los animales y vegetales más complejos; es decir, el mundo de los eternos está englobado en el mundo de los perecederos, y su inmunidad a la muerte sirve para garantizarnos nuestra condición mortal. Todavía seguimos nadando en las profundidades de corales y anémonas marinas; todavía caminamos abriéndonos paso entre helechos y musgos bajo las ramas del bosque originario, pero la reproducción sexuada ya ha entrado de alguna manera en el ciclo de las especies, incluidas las más antiguas; el encantamiento se ha roto, los eternos han muerto, ya nadie parece dispuesto a renunciar al sexo, aunque sea a la poca parte de sexo que le toca, para recuperar una vida que se repite interminablemente a sí misma.

Los vencedores —por ahora— somos nosotros, los discontinuos. El pantano-bosque derrotado todavía está a nuestro alrededor; apenas nos hemos abierto paso a golpe de machete en la espesura de las raíces de mangle; finalmente, se abre un resquicio de cielo libre sobre nuestras cabezas; alzamos los ojos protegiéndolos del sol; sobre nosotros se extiende otro tejado, el cascarón de palabras que continuamente segregamos. Recién salidos de la continuidad de la materia primordial, estamos unidos en un tejido conjuntivo que llena la separación entre nuestras discontinuidades, entre nuestras muertes y nacimientos, un conjunto de signos, sonidos articulados, ideogramas, morfemas, números, perforaciones de fichas, magnetizaciones de cintas, tatuajes, un sistema de comunicación que comprende relaciones sociales, parentescos, instituciones, mercancías, carteles publicitarios, bombas de napalm, es decir todo lo que es lenguaje en sentido lato. El peligro aún no ha pasado. Estamos alerta en el bosque que pierde sus hojas. Como un duplicado de la corteza terrestre, el casquete se está solidificando sobre nuestras cabezas: será una envoltura enemiga, una prisión, si no encontramos el punto exacto por donde romperla, impidiéndole la repetición perpetua de sí misma.

El techo que nos cubre es todo de engranajes de hierro que sobresalen; es como el vientre de un coche bajo el cual me he arrastrado para reparar una avería, pero no puedo salir de allí, porque mientras estoy vuelto de espaldas allí abajo, el coche se dilata, se extiende hasta cubrir todo el mundo. No hay tiempo que perder; debo comprender el mecanismo, encontrar el punto en el que podamos meter las manos para detener este proceso incontrolado, poner en marcha los mandos que regulan el paso a la fase sucesiva: la de las máquinas que se autorreproducen a través de mensajes cruzados masculinos y femeninos, obligando a nuevos coches a nacer y a los viejos coches a morir.

Hasta cierto punto todo tiende a cerrarse por encima de mí, incluida esta página en que mi historia está buscando un final que no la dé por concluida, una red de palabras en las que un yo escrito y una Priscila escrita al encontrarse se multipliquen en otras palabras y otros pensamientos, pongan en marcha la reacción en cadena por la que las cosas hechas o usadas por los hombres, es decir, las partes de su lenguaje, adquieran también la palabra, las máquinas hablen, se intercambien las palabras de las que están construidas, los mensajes que las hacen moverse. El circuito de la información vital que discurre desde los ácidos nucleicos hasta la escritura se prolonga en las cintas perforadas de los autómatas hijos de otros autómatas: generaciones de máquinas tal vez mejores que nosotros seguirán viviendo y hablando vidas y palabras que también han sido nuestras; y traducidas a instrucciones electrónicas, la palabra yo y la palabra Priscila volverán a encontrarse.