Las hijas de la Luna
Carente como está de una envoltura de aire que le sirva de escudo, la Luna se encontró expuesta desde los orígenes a un continuo bombardeo de meteoritos y a la acción erosiva de los rayos solares. Según Tom Gold, de la Cornell University, las rocas de la superficie lunar se habrían reducido a polvo por el choque prolongado de las partículas meteóricas. Según Gerard Kuiper, de la Universidad de Chicago, la fuga de los gases del magma lunar habría dado al satélite una consistencia porosa y ligera, como piedra pómez.
La Luna está vieja —asintió Qfwfq—, agujereada, consumida. Al rodar desnuda por el cielo se deteriora y se descarna como un hueso roído. No es la primera vez que esto sucede; recuerdo Lunas aún más viejas y estropeadas que ésta; he visto muchas Lunas nacer y correr por el cielo y morir, una acribillada por el granizo de estrellas fugaces, otra explotando por todos sus cráteres, otra más cubriéndose de gotas de un sudor color topacio que se evaporaba enseguida, luego de nubes verdosas, y reduciéndose a un cascarón reseco y esponjoso.
Lo que ocurre en la Tierra cuando una Luna muere no es fácil de describir; intentaré hacerlo refiriéndome al último caso que recuerdo. Después de una larga evolución, ya entonces se podía decir que la Tierra había llegado al punto en que ahora estamos; o sea, había entrado en esa fase en que se desgastan más aprisa los automóviles que las suelas de los zapatos; seres más o menos humanos fabricaban y vendían y compraban; las ciudades recubrían los continentes de una pigmentación luminosa. Esas ciudades crecían más o menos en los mismos lugares que ahora, aunque la forma de los continentes fuera distinta. Había también una Nueva York en cierto modo semejante a la Nueva York que os es familiar a todos vosotros, pero mucho más nueva, o sea más desbordante de nuevos productos, de nuevos cepillos de dientes, una Nueva York con su Manhattan que se alarga tupida de rascacielos brillantes como cerdas de nailon de un cepillo de dientes nuevo nuevo.
En este mundo en el que todo objeto, a la mínima señal de avería o envejecimiento, al primer desconchón o manchita, era inmediatamente descartado y sustituido por otro nuevo e impecable, sólo había una sola cosa fuera de tono, sólo una sombra: la Luna. Vagaba por el cielo desnuda, carcomida y gris, cada vez más extraña al mundo de aquí abajo, residuo de un modo de ser ya incongruente.
Antiguas expresiones como luna llena media luna último cuarto seguían empleándose, pero sólo eran formas de hablar: ¿cómo se podía llamar «llena» a aquella forma toda grietas y astillas que parecía siempre a punto de derrumbarse en una lluvia de cascotes sobre nuestras cabezas? ¡Por no hablar de cuando era tiempo de luna menguante! Se reducía a una especie de corteza de queso mordisqueada, y desaparecía siempre antes de lo previsto. En luna nueva, siempre nos preguntábamos si ya no volvería a mostrarse (¿esperábamos que desapareciera?), y cuando volvía a despuntar, cada vez más semejante a un peine que está perdiendo las púas, apartábamos la mirada con un escalofrío.
Era una vida deprimente. Caminábamos en medio de la multitud que con los brazos cargados de paquetes entraba y salía de los grandes almacenes abiertos día y noche, recorríamos con la mirada los anuncios luminosos que subiendo por los rascacielos avisaban una y otra vez de los nuevos productos lanzados al mercado, y entonces la veíamos avanzar, en medio de esas luces deslumbrantes, lenta, enferma, y no podíamos liberarnos del pensamiento de que cada cosa nueva, cada producto recién comprado podía desteñirse y echarse a perder, y el entusiasmo disminuía dando vueltas para comprar y por deslomarnos en el trabajo, y ello no dejaba de tener consecuencias en la buena marcha de la industria y el comercio.
Así empezó a plantearse el problema de qué hacer con este satélite contraproducente: ya no servía para nada. Al perder peso, iba inclinando su órbita hacia la Tierra; sobre todo, era un peligro. Y cuanto más se acercaba más moderaba su curso; ya no se podía mantener el cálculo de los cuartos; el mismo calendario, el ritmo de los meses se había convertido en un puro convencionalismo; la Luna avanzaba a saltos como si estuviera a punto de caerse.
En esas noches de luna baja las personas de temperamento más inestable se entregaban a hacer cosas raras. No faltaba nunca el sonámbulo que caminaba por las cornisas de un rascacielos con los brazos tendidos hacia la Luna, o el licántropo que se ponía a aullar en medio de Times Square, o el pirómano que le prendía fuego a los depósitos de los muelles. Ya eran fenómenos usuales y ni siquiera congregaban al habitual grupo de curiosos. Pero cuando vi a una muchacha completamente desnuda sentada en un banco de Central Park no pude por menos que detenerme.
Ya antes de verla había tenido la sensación de que algo indefinible iba a suceder. Atravesando Central Park al volante de un coche descubierto, me sentí inundado por una luz que vibraba como los tubos fluorescentes cuando antes de encenderse del todo emiten una serie de deslumbramientos lívidos y parpadeantes. La vista alrededor parecía la de un jardín hundido en un cráter lunar. Junto a un estanque que reflejaba una rodaja de Luna estaba sentada la muchacha desnuda. Frené. De entrada, me pareció reconocerla. Salí del coche y me dirigí a ella, pero me detuve como aturdido. No sabía quién era; sólo sentía que tenía que hacer algo por ella urgentemente.
Alrededor del banco estaban desparramados sobre la hierba sus ropas, medias y zapatos, una pieza por aquí y otra por allá, sus zarcillos y collares y pulseras, su bolso y la bolsa de la compra y su contenido vertido en un círculo de ancho radio, y numerosos paquetes y mercancías, como si regresando de una cuantiosa compra por las tiendas de la ciudad aquella criatura hubiera oído que la llamaban e instantáneamente hubiera dejado caer todo al suelo, hubiera comprendido que debía liberarse de todo objeto o señal que la mantenía unida a la Tierra, y ahora estuviera allí esperando ser asumida en la esfera lunar.
—¿Qué le ocurre? —balbucí—. ¿Puedo ayudarla?
—Help? —preguntó ella con los ojos siempre abiertos hacia arriba—. Nobody can help. Nadie puede hacer nada —y estaba claro que no hablaba de sí sino de la Luna.
La teníamos encima, convexa, casi aplastándonos, como un tejado en ruinas, agujereada como un rallador. En ese momento los animales del zoo empezaron a rugir.
—¿Es el final? —pregunté maquinalmente, y ni siquiera sabía lo que quería decir.
Ella respondió:
—Comienza —o algo semejante (hablaba casi sin abrir los labios).
—¿Qué quiere decir?, ¿que comienza el final o que comienza otra cosa?
Se levantó, caminó por el prado. Tenía largos cabellos cobrizos que le caían por la espalda. Estaba tan indefensa que sentía la necesidad de protegerla de algún modo, de hacerle de escudo, y tendía los brazos hacia ella como para estar preparado para sujetarla si se caía o para alejar de ella cualquier cosa que la pudiera herir. Pero mis manos no se atrevían a rozarla, se detenían siempre a unos centímetros de su piel. Y siguiéndola así entre los arriates me daba cuenta de que sus movimientos eran semejantes a los míos, de que también ella estaba intentando proteger algo frágil, algo que podía caer y acabar hecho pedazos y por ello era necesario llevarlo hacia lugares donde se pudiera posar delicadamente, algo que en cualquier caso ella no podía tocar sino sólo acompañar con gestos: la Luna.
La Luna parecía perdida; abandonado el surco de su órbita, ya no sabía adónde ir; se dejaba llevar como una hoja seca. Ora parecía caer en picado hacia la Tierra, ora atornillarse en una espiral, ora ir a la deriva. Perdía altura, eso era evidente: por un momento parecía que fuera a chocar con el hotel Plaza, en cambio enfiló el pasillo entre dos rascacielos, desapareció de nuestra vista hacia el Hudson. Reapareció poco después en la parte opuesta, despuntando por detrás de una nube, inundando de una luz caliza Harlem y el East River, y como alzada por una ráfaga de viento, rodó hacia el Bronx.
—¡Está allí! —grité—. Ahora se para.
—No puede pararse —exclamó la muchacha, y corrió desnuda y descalza sobre la hierba.
—¿Adónde vas? No puedes ir así. ¡Detente! ¡Eh, tú! ¿Cómo te llamas?
Gritó un nombre como Daiana o Deanna, que también podía ser una invocación, y desapareció. Monté en el coche para seguirla y me puse a vigilar los paseos de Central Park.
La luz de los faros iluminaba setos pequeñas colinas obeliscos, pero la muchacha Diana no se veía. Ya me había alejado demasiado: debió de quedarse atrás; di la vuelta para rehacer mi camino en sentido contrario. Una voz detrás de mí dijo:
—No, está allí, sigue.
Sentada tras de mí en la capota recogida de mi coche estaba la muchacha desnuda señalando en dirección a la Luna.
Habría querido decirle que se bajara, que no podía cruzar la ciudad con ella tan a la vista en aquel estado, pero no me atreví a distraerla, totalmente entregada como estaba a no perder de vista la mancha luminosa que ora desaparecía ora reaparecía al fondo de la Avenue. Y además —lo cual era más raro—, ningún transeúnte parecía haber reparado en esta aparición femenina erguida en un coche descubierto.
Cruzamos uno de los puentes que unen Manhattan con tierra firme. Ahora corríamos por una calle de varios carriles entre otros coches a los lados, y yo mantenía la mirada delante de mí, temiendo las carcajadas y las burlas que seguramente nuestra vista provocaba en los coches a nuestro alrededor. Pero cuando un coche nos adelantó, por poco no me salí de la calzada por la sorpresa: acurrucada en el techo de la berlina había una muchacha desnuda con los cabellos al viento. Durante un segundo tuve la idea de que mi pasajera había saltado de un coche en marcha a otro, pero me bastó con volver la vista un poco hacia atrás para ver que las rodillas de Diana seguían allí a la altura de mi nariz. Y no era sólo su figura la que nublaba mi vista: expuestas en las poses más extrañas, agarradas a los radiadores, a las portezuelas, a los guardabarros de los coches en marcha, veía por todas partes muchachas en las que sólo el ala dorada u oscura del cabello contrastaba con la claridad rosada o morena de la piel desnuda. En cada coche estaba posada una de esas misteriosas pasajeras, todas echadas hacia delante incitando a los conductores a perseguir a la Luna.
Habían sido llamadas por la Luna en peligro: estaba seguro. ¿Cuántas eran? Nuevos coches ocupados por las muchachas lunares afluían en cada cruce y en cada bocacalle; de todos los barrios de la ciudad convergían en el lugar sobre el que la Luna parecía haberse detenido. Al acabarse la ciudad nos hallamos ante un cementerio de coches.
La carretera se perdía en una zona montañosa con valles y cadenas y colinas y cumbres; pero lo que daba a los lugares esta conformación accidentada no eran los relieves del suelo sino la superposición de objetos arrojados al azar: en aquellos terrenos indeterminados acababa todo lo que la ciudad consumidora expulsaba una vez que ya se había servido velozmente, para enseguida volver a encontrar el placer de manejar cosas nuevas.
Durante muchos años, en torno a un ilimitado cementerio de coches se habían ido elevando montones de frigoríficos desfondados, de números de Life amarillentos, de bombillas fundidas. Sobre este territorio quebrado y oxidado se inclinaba ahora la Luna, y las superficies de chapa abollada se hinchaban como impulsadas por la marea alta. La Luna decrépita y aquella costra terrestre soldada en un conglomerado de chatarra se asemejaban; las montañas de hierro formaban una cadena que se cerraba sobre sí misma como un anfiteatro, cuya forma era precisamente la de un cráter volcánico o la de un mar lunar. La Luna colgaba allí encima y era como si el planeta y el satélite hicieran el uno de espejo del otro.
Todos los motores de nuestros coches se habían parado; no hay nada que atemorice más a los coches que sus propios cementerios. Diana se bajó y todas las demás Dianas la imitaron. Pero su ímpetu parecía haber disminuido: daban pasos inseguros, como si al encontrarse entre aquellas ruinas de hierros retorcidos y cortantes se sintieran presas de repente por la consciencia de estar desnudas; muchas cruzaban los brazos tapándose el pecho como en un estremecimiento de frío. Mientras tanto, se dispersaban escalando la montaña de objetos muertos: superaron la cresta, bajaron al anfiteatro, formaron un gran círculo allí en medio. Entonces, todas a la vez levantaron los brazos.
La Luna sufrió un sobresalto, como si este gesto hubiera actuado sobre ella, y por un instante pareció recuperar fuerzas y elevarse. Las muchachas en círculo estaban con los brazos alzados, sus rostros y sus pechos dirigidos hacia la Luna. ¿Era esto lo que la Luna les había pedido? ¿Las necesitaba para sostenerse en el cielo? No tuve tiempo de preguntármelo. En ese momento entró en escena la grúa.
La grúa había sido proyectada y construida por las autoridades, decididas a limpiar el cielo de aquella molestia antiestética. Era un bulldozer del que se alzaba una especie de pinza de cangrejo; se adelantó sobre sus orugas, bajo y robusto, precisamente como un cangrejo; y cuando se encontró en el punto designado para la operación pareció aún más plano, para adherirse al terreno con toda su superficie. El cabrestante giró rápido; levantó su brazo en el cielo; nunca se había pensado que se pudiera construir una grúa con un brazo tan largo. La pinza dentada se abrió; ahora, más que una pinza de cangrejo se parecía a la boca de un tiburón. La Luna estaba justo allí; ondeó como si quisiera escapar, pero aquella grúa parecía imantada: se vio a la Luna acabar justamente en su boca como aspirada. Las mandíbulas se cerraron con un seco ¡crac! Durante un momento nos pareció que había terminado hecha migas como un merengue; en cambio, se quedó entre las dos valvas de la pinza, a medias dentro a medias fuera. Había adoptado una forma oblonga, como una especie de gran cigarro puro sujeto entre los dientes. Cayó una lluvia color ceniza.
Ahora la grúa se esforzaba por sacar a la Luna de su órbita y bajarla. El cabrestante se había puesto a girar en sentido contrario, ahora con gran fatiga. Diana y sus compañeras se habían quedado inmóviles con los brazos levantados, como si esperaran derrotar la agresión enemiga oponiéndole la fuerza de su círculo. Cuando las cenizas de la disgregación lunar llovieron sobre sus rostros y sus pechos, sólo entonces las vimos dispersarse. Diana lanzó un agudo grito de lamento.
En ese momento la Luna prisionera perdió el poco brillo que le quedaba y se convirtió en una roca negra e informe. Se habría precipitado sobre la Tierra de golpe si no hubiera estado agarrada por los dientes de la pinza. Abajo los de la empresa habían preparado una red de acero fijándola en el terreno con largos clavos alrededor del lugar donde la grúa estaba depositando lentamente su cargamento.
Una vez en el suelo, la Luna era un peñasco agujereado y arenoso, tan opaco que parecía increíble que hubiera un día iluminado el cielo con su reflejo esplendente. La grúa abrió las valvas de la pinza, retrocedió sobre sus orugas y casi volcó aligerada de improviso. Los de la empresa habían sido rápidos con la red: envolvieron la Luna apretándola entre la red y el suelo. La Luna intentó liberarse de su camisa de fuerza: una sacudida como si se tratara de un terremoto derrumbó aludes de latas vacías de las montañas de desperdicios. Luego volvió la calma. El cielo ya libre era regado por los chorros de luz de los reflectores. Pero ya la oscuridad palidecía.
El alba encontró el cementerio de coches con una chatarra de más: esa Luna naufragada allí en medio casi no se distinguía de los demás objetos allí amontonados; tenía el mismo color, el mismo aire maldito, el mismo aspecto de una cosa que no se consigue imaginar cómo pudo ser cuando era nueva. Alrededor, en el cráter de los detritus terrestres, retumbó el eco de un murmullo: la luz del alba descubría un hormigueo de vida que se iba despertando. Entre las carcasas desventradas de los camiones, entre las ruedas retorcidas, las chapas acartonadas, avanzaban unos seres barbudos.
En medio de las cosas desechadas por la ciudad vivía una población de personas también desechadas, puestas al margen, o bien personas que se habían excluido voluntariamente, o que se habían cansado de correr por la ciudad vendiendo y comprando cosas nuevas destinadas enseguida a envejecer: personas que habían decidido que sólo las cosas desechadas eran la verdadera riqueza del mundo. Alrededor de la Luna, por toda la superficie del anfiteatro estaban erguidas o sentadas estas figuras esmirriadas, de rostro enmarcado por barbas y pelos en desorden. En medio de esta muchedumbre harapienta o vestida de forma extravagante, se hallaban Diana desnuda y todas las muchachas de la noche anterior. Se adelantaron, empezaron a soltar los hilos de acero de la red de los clavos hundidos en el terreno.
Enseguida, como un aerostato liberado de sus anclajes, la Luna se alzó sobre las cabezas de las muchachas, sobre la tribuna de los harapientos y se quedó suspendida, retenida por la red de acero cuyos hilos Diana y sus compañeras maniobraban ora tirando de ellos, ora aflojándolos, y cuando todas juntas tomaron carrerilla sujetando los extremos de los hilos, la Luna las siguió.
En cuanto la Luna se movió, de los valles de chatarra se alzó algo parecido a una ola: las viejas carrocerías aplastadas como acordeones se ponían en marcha, se disponían chirriando en cortejo, y una corriente de botes de lata desfondados rodaba con rumor de trueno, no se sabe si arrastrados o arrastrando todo lo demás. Siguiendo a esa Luna salvada de ser tirada como basura, todas las cosas y todos los hombres ya resignados a ser arrojados en un rincón reanudaban su camino, marchaban como un enjambre hacia los barrios más opulentos de la ciudad.
Esa mañana la ciudad celebraba el Día de Acción de Gracias del Consumidor. Todos los años, en un día de noviembre, se celebraba esa fiesta, instituida para dar la posibilidad a los clientes de las tiendas para manifestar su gratitud a la Producción que no se cansaba de satisfacer cada uno de sus deseos. El mayor almacén de la ciudad organizaba cada año un desfile: un enorme globo, en forma de muñeco de colores chillones, desfilaba por la calle principal, sostenido por cintas que muchachas llenas de lentejuelas sostenían marchando tras una banda de música. Así también esa mañana el desfile corría por la Fifth Avenue: la majorette lanzaba al aire su maza, los bombos retumbaban y el muñeco gigante hecho de globos que representaba al Cliente Satisfecho volaba entre los rascacielos conducido dócilmente por las girls con quepis y galones y hombreras con cintas, montadas en brillantes motocicletas.
Al mismo tiempo, otro desfile estaba atravesando Manhattan. La Luna descortezada y enmohecida también navegaba entre los rascacielos tirada por las muchachas desnudas, y detrás avanzaba una fila de coches destrozados, de esqueletos de camiones, en medio de una multitud silenciosa que crecía poco a poco. Al desfile que desde las primeras horas de la mañana seguía a la Luna se habían ido añadiendo miles de personas de todos los colores, familias enteras con hijos de todas las edades, especialmente ahora que el desfile pasaba por los más atestados barrios negros y puertorriqueños alrededor de Harlem.
El desfile lunar giró en zigzag por la Uptown, tomó por Broadway, bajó rápido y silencioso convergiendo con el otro que arrastraba por la Fifth Avenue su gigante de globos.
En Madison Square un desfile se cruzó con el otro: o sea se fundió en un solo cortejo. El Cliente Satisfecho, quizá por un choque con la puntiaguda superficie de la Luna, desapareció, se transformó en un trapo de caucho. En las motocicletas ahora estaban las Dianas que tiraban de la Luna con cintas multicolores; o sea, como su número se había duplicado, hay que creer que las motociclistas habían tirado sus uniformes y quepis. Una transformación semejante habían experimentado también las motocicletas y los coches del séquito: ya no se sabía cuáles eran los viejos y cuáles los nuevos: las ruedas torcidas, los guardabarros oxidados se mezclaban con los cromados brillantes como espejos, con los barnizados de esmalte.
Y al paso del desfile los escaparates se recubrían de telarañas y de moho, los ascensores de los rascacielos se ponían a chirriar y a gemir, los carteles publicitarios amarilleaban, las hueveras de los frigoríficos se llenaban de pollitos como incubadoras, los televisores transmitían el remolinear de tempestades atmosféricas. La ciudad se había consumido a sí misma de golpe: era una ciudad para tirar a la basura que seguía a la Luna en su último viaje.
Al son de la banda que tamborileaba en bidones de gasolina vacíos, el desfile llegó al puente de Brooklyn. Diana levantó el bastón de majorette, sus compañeras hicieron ondear las cintas en el aire. La Luna tomó un último impulso, superó los curvados pretiles del puente, se desequilibró hacia el mar, cayó en el agua como un ladrillo y se hundió levantando hasta la superficie una miríada de burbujas.
Mientras tanto, las muchachas, en lugar de soltar las cintas se habían quedado agarradas a ellas, y la Luna las había levantado haciéndolas volar desde el puente, más allá de los pretiles: describieron en el aire trayectorias de saltadoras de trampolín y desaparecieron entre las olas.
Nosotros seguíamos asomados al puente de Brooklyn y en los muelles de las orillas, atónitos, divididos entre el impulso de zambullirnos tras ellas y la esperanza de verlas reaparecer como las otras veces.
No tuvimos que esperar mucho. El mar comenzó a vibrar con ondas que se ensanchaban en círculo. En el centro de este círculo apareció una isla, creció como una montaña, como un hemisferio, como un globo posado en el agua, mejor: levantado sobre el agua, no: como una nueva Luna que sube en el cielo. Hablo de una Luna aunque no se asemejara a una Luna más que la que habíamos visto hundirse poco antes; sin embargo, esta nueva Luna tenía un modo completamente distinto de ser distinta. Salía del mar levantando una cola de algas verdes y brillantes; surtidores de agua le brotaban de fuentes encajadas entre los prados que le daban un brillo de esmeralda; una vegetación vaporosa la recubría, pero más que de plantas parecía hecha de plumas de pavo real parpadeantes y cambiantes.
Éste fue el paisaje que apenas conseguimos vislumbrar, porque el disco que lo contenía se alejaba velozmente en el cielo, y los detalles más menudos se perdían en una general impresión de frescor y lozanía. Era el anochecer, el contraste de los colores se iba aplanando en un vibrante claroscuro; los prados y los bosques lunares ya no eran más que relieves en la lisa superficie del disco resplandeciente. Pero tuvimos tiempo de ver hamacas colgando de las ramas, agitadas por el viento, y allí tumbadas vi a las muchachas que nos habían llevado hasta allí, reconocí a Diana, por fin tranquila, que se daba aire con un abanico de plumas y quizá me mandaba una señal de despedida.
—¡Ahí están!, ¡ahí está! —grité; todos gritamos, y la felicidad de haberlas vuelto a encontrar ya vibraba del desgarro de haberlas ya perdido, porque la Luna, al subir en el cielo oscuro, no nos enviaba más que el reflejo del Sol sobre sus lagos y sobre sus prados.
La furia se apoderó de nosotros: nos echamos a galopar por el continente, por las sabanas y los bosques que habían recubierto la Tierra y sepultado ciudades y calles, y borrado todo signo de lo que había sido; y barritábamos alzando al cielo nuestras probóscides, nuestras garras largas y afiladas, sacudiendo el largo pelo de nuestras grupas con la angustia violenta que se apodera de todos nosotros, los jóvenes mamuts, cuando comprendemos que ahora es cuando la vida comienza y, sin embargo, está claro que no tendremos lo que deseamos.