El origen de los pájaros
La aparición de los pájaros es relativamente tardía en la historia de la evolución: posterior a la de todas las demás clases del reino animal. El progenitor de los pájaros —o al menos el primero del que los paleontólogos hayan encontrado restos—, el Archaeopteryx (todavía dotado de algunas características de los reptiles de los que desciende), se remonta al Jurásico, decenas de millones de años después de los primeros mamíferos. Ésta es la única excepción a la sucesiva aparición de grupos animales cada vez más evolucionados en la escala zoológica.
Eran días en que no nos esperábamos más sorpresas —contó Qfwfq—, cómo habrían ido las cosas ya estaba claro. Había lo que había, teníamos que vérnoslas entre nosotros: quién llegaría más lejos, quién se habría quedado donde estaba, quién no lograría sobrevivir. La elección estaba entre un número limitado de posibilidades.
En cambio, una mañana oigo un canto desde fuera que nunca había escuchado. O mejor (puesto que el canto no se sabía aún qué podía ser): oigo un sonido que nadie había hecho nunca. Me asomo. Veo un animal desconocido que cantaba en una rama. Tenía alas garras cola uñas espolones plumas plumones aletas punzones picos dientes buche cuernos cresta barbas y una estrella en la frente. Era un pájaro, ya lo habéis comprendido; yo no; nunca los habíamos visto. Cantó: «Koaxpf… Koaxpf… Koaaaccch…», batió sus alas estriadas de colores cambiantes, alzó el vuelo, volvió a posarse un poco más allá, reanudó su canto.
Ahora bien, estas historias se cuentan mejor con viñetas que con un relato de frases una tras otra. Pero para dibujar la viñeta con el pájaro en la rama y yo asomado y todos los demás con la nariz respingona, debería recordar mejor cómo estaban hechas muchas cosas que he olvidado hace tiempo: primera, lo que yo ahora llamo pájaro; segunda, lo que yo ahora llamo «yo»; tercera, la rama; cuarta, el lugar donde yo estaba asomado; quinta, todos los demás. De estos elementos recuerdo sólo que eran muy distintos a como los representaríamos ahora. Es mejor que vosotros mismos intentéis imaginar la serie de viñetas con todas las figuritas de los personajes en su sitio, en un fondo eficazmente trazado, pero intentando al mismo tiempo no imaginaros las figuritas, y ni siquiera el fondo. Cada figurita tendrá su bocadillo con las palabras que dice, o con los ruidos que hace, pero no es necesario que leáis letra a letra todo lo que esté escrito; basta con que tengáis una idea general conforme a lo que os diré.
Para empezar, podéis leer muchos signos de admiración y signos de interrogación que brotan de nuestras cabezas, y eso quiere decir que estábamos mirando el pájaro maravillados —alegre maravilla, también en nosotros con ganas de cantar, de imitar aquel primer gorjeo, y de saltar al verlo levantar el vuelo—, pero también llenos de zozobra, porque la existencia de los pájaros hacía saltar por los aires el modo de razonar en que habíamos crecido.
En la tira de viñetas que sigue a continuación, se ve al más sabio de todos nosotros, el viejo U(h), que se aparta de los otros y dice: «¡No lo miréis! ¡Es un error!», y extiende las manos como si quisiera tapar los ojos de los presentes. «¡Ahora lo borro!», dice, o piensa, y para representar este deseo suyo podríamos hacerle trazar una línea en diagonal que cruza la viñeta. El pájaro aletea, esquiva la diagonal y se pone a salvo en el rincón opuesto. U(h) se alegra porque con esa diagonal en medio ya no lo ve. El pájaro le da un picotazo a la línea, la rompe, y vuela hacia el viejo U(h). El viejo U(h), para borrarlo, intenta trazarle encima dos rayas cruzadas. En el punto en que las dos líneas se encuentran, el pájaro se posa para poner un huevo. El viejo U(h) se lo quita de debajo, el huevo se cae, el pájaro se va volando. Hay una viñeta toda empapada de yema de huevo.
Contar con viñetas me gusta mucho, pero habría necesitado alternar viñetas de acción con viñetas ideológicas, y explicar por ejemplo esa obstinación de U(h) en no querer admitir la existencia del pájaro. Así pues, imaginaos un cuadradito de esos que están todos escritos, que sirven para informar sintéticamente sobre los precedentes de la acción: Después del fracaso de los pterosaurios, hacía millones y millones de años que se había perdido todo rastro de animales con alas («Aparte los insectos», puede aclarar una nota al pie).
El de los volátiles se consideraba un capítulo ya cerrado. ¿No se había dicho y repetido que todo lo que podía nacer de los reptiles había nacido? A lo largo de millones de años no había forma de ser viviente que no hubiera tenido oportunidad de nacer, de poblar la Tierra, y luego —en noventa y nueve casos de cien— de decaer y desaparecer. En eso todos estábamos de acuerdo: las especies que quedaban eran las únicas merecedoras, destinadas a dar vida a progenies cada vez más seleccionadas y adaptadas al ambiente. Durante mucho tiempo nos había atormentado la duda de quién era un monstruo y quién no lo era, pero hacía tiempo que podía decirse que estaba resuelta: no-monstruos somos los que existimos y monstruos son todos aquellos que podían ser y en cambio no son, porque la sucesión de las causas y los efectos nos había favorecido claramente a nosotros, a los no-monstruos, en lugar de a ellos.
Pero si ahora se volvía a empezar con los animales extraños, si los reptiles, anticuados como eran, volvían a sacar miembros y tegumentos cuya necesidad nunca se había sentido, si, en suma, una criatura imposible por definición como un pájaro en cambio era posible (y además podía ser un hermoso pájaro como éste, agradable a la vista cuando se situaba en las hojas de helecho, y al oído cuando emitía sus gorjeos), entonces la barrera entre monstruos y no-monstruos saltaba por los aires y todo volvía a ser posible.
El pájaro voló lejos. (En la viñeta se ve una sombra negra contra las nubes del cielo: no porque el pájaro sea negro sino porque los pájaros lejanos se representan así). Y yo lo seguí. (Se me ve de espaldas, adentrándome en un ilimitado paisaje de montañas y bosques). El viejo U(h) grita detrás de mí:
—¡Vuelve, Qfwfq!
Atravesé comarcas desconocidas. Más de una vez me creí perdido (en la viñeta basta representarlo una vez), pero escuchaba un «Koaxpf…» y al levantar la vista veía al pájaro posado en una planta, como si me esperase.
Siguiéndolo así, llegué a un punto en el que los arbustos me impedían ver. Me abrí paso: a mis pies vi el vacío. La Tierra acababa allí; yo me mantenía en equilibrio en el borde. (La espiral que se alza de mi cabeza representa el vértigo). Abajo no se veía nada; alguna nube. Y en aquel vacío el pájaro se alejaba volando, y de vez en cuando torcía el cuello hacia mí como invitándome a seguirlo. ¿Seguirlo adónde, si más allá no había nada?
Y he aquí que de la blanca lejanía afloró una sombra, como un horizonte de niebla, que poco a poco se iba dibujando con contornos cada vez más precisos. Era un continente que se adelantaba en el vacío: se vislumbraban sus orillas, sus valles, sus alturas, y el pájaro ya las estaba sobrevolando. Pero ¿qué pájaro? Ya no estaba solo, todo el cielo allá arriba era un batir de alas de todos los colores y todas las formas.
Asomándome por el borde de nuestra Tierra, veía acercarse el continente a la deriva.
—¡Nos va a caer encima! —grité, y en ese momento tembló el suelo. (Un «¡bang!» en letras grandes). Después de haberse tocado, los dos mundos volvieron a alejarse, de rebote, y luego a unirse, a separarse de nuevo. En uno de esos choques me encontré arrancado de allí, mientras el abismo vacío volvía a abrirse y a separarme de mi mundo.
Miré a mi alrededor: no reconocía nada. Árboles, cristales, animales, hierbas, todo era distinto. No sólo pájaros poblaban las ramas sino peces (es una forma de decir) con patas de araña o (digamos) gusanos con plumas. No es que yo ahora quiera describiros cómo eran las formas de la vida allí; imagináoslas como os venga en gana, más raras o menos raras, poco importa. Lo que importa es que alrededor de mí se desplegaban todas las formas que el mundo habría podido adoptar en sus transformaciones y en cambio no había adoptado por algún motivo ocasional o por una incompatibilidad de fondo, las formas descartadas, irrecuperables, perdidas.
(Para que la idea quede clara sería necesario que esta tira de viñetas se dibujara en negativo: con figuras no distintas de las otras pero en blanco y negro; o bien cabeza abajo —admitiendo que se pueda decidir en cualquiera de estas figuras qué es el arriba y qué es el abajo).
La desazón me helaba los huesos (en el dibujo, gotas de sudor frío que brotan de mi figura) al ver aquellas imágenes siempre de algún modo familiares y siempre de algún modo trastocadas en sus proporciones o en sus combinaciones (mi figura pequeñísima en blanco, superpuesta a sombras negras que ocupan toda la viñeta), pero no me impedía explorar ávidamente en derredor. Se habría dicho que mi mirada, en lugar de evitar a esos monstruos, los buscase, como para convencerse de que no eran monstruos en el fondo y de que en un determinado punto el horror daría paso a una sensación no desagradable (representada en el dibujo por rayos luminosos que cruzan el fondo negro): la belleza que también existía allí, si se sabía reconocer.
Esta curiosidad me había alejado de la costa y adentrado entre colinas espinosas como enormes erizos de mar. Ya estaba perdido en el corazón del continente ignoto. (La figurita que me representa ahora es minúscula). Los pájaros que hasta hace poco eran para mí la aparición más extraña se estaban transformando ya en presencias más familiares. Eran muchos, hasta el punto de formar a mi alrededor algo parecido a una cúpula, levantando y bajando sus alas todos a la vez (viñeta llena de pájaros; mi silueta apenas se entrevé). Otros estaban posados en el suelo, apoyados en los arbustos, y a medida que yo avanzaba se desplazaban. ¿Era su prisionero? Me di la vuelta para huir, pero estaba rodeado por paredes de pájaros que no me dejaban ninguna salida, salvo en una dirección; me estaban empujando adonde ellos querían, todos sus movimientos llevaban a un punto. ¿Qué había allí, al final? No conseguía vislumbrar nada más que una especie de enorme huevo tumbado a lo largo, que se abría lentamente, como una concha.
De repente se abrió. Sonreí. Mis ojos se llenaron de lágrimas de emoción. (Estoy representado yo solo, de perfil; lo que veo está fuera de la viñeta). Ante mí tenía una criatura de una belleza nunca vista. Una belleza distinta, sin posibilidad de comparación con todas las formas en que nosotros reconocíamos la belleza (en la viñeta sigue situada de manera que sólo yo la tengo de frente, nunca el lector), y sin embargo nuestra, todo lo que era más nuestro en nuestro mundo (en la viñeta se podría recurrir a una representación simbólica: una mano femenina, o un pie, o un pecho, que despuntan en un gran manto de plumas), de tal modo que sin ella a nuestro mundo siempre le habría faltado algo. Sentía que había llegado al punto en el que todo convergía (un ojo, se podría dibujar, un ojo de largas pestañas irradiadas que se transforman en un torbellino) y en el que estaba a punto de ser deglutido (o una boca, el entreabrirse de dos labios finamente dibujados, tan altos como yo, y yo que vuelo aspirado hacia la lengua que se asoma desde la oscuridad).
A mi alrededor, pájaros: estruendo de picos, aleteos que bracean, garras extendidas, y el grito: «Koaxpf… Koaxpf… Koaaaccch…».
—¿Quién eres? —pregunté.
Una nota explica: Qfwfq ante la bella Org-Onir-Ornit-Or, y hace que mi pregunta sea inútil: al bocadillo que la contiene se superpone otro, también salido de mi boca, con las palabras: «¡Te amo!», afirmación igualmente superflua, enseguida apremiada por otro bocadillo con la pregunta: «¿Estás presa?», a la que no espero respuesta, y en un cuarto bocadillo que se abre camino encima de los otros, añado: «Te salvaré. Esta noche huiremos juntos».
La tira que sigue está dedicada por entero a los preparativos de la fuga, al sueño de los pájaros y de los monstruos, en una noche aclarada por un ignoto firmamento. Un cuadradito oscuro, y mi voz: «¿Me sigues?». La voz de Or respondió: «Sí».
Aquí podéis imaginaros una serie de tiras de aventuras: Qfwfq y Or en fuga cruzan el Continente de los Pájaros. Alarmas, persecuciones, peligros: lo que queráis. Para contarlo debería describir de alguna manera cómo era Or: y no puedo hacerlo. Imaginaos una figura que en cierto modo domina la mía, pero que en cierto modo yo oculto y protejo.
Llegamos al borde del abismo. Amanecía. El sol se alzaba, pálido, descubriendo en la lejanía nuestro continente. ¿Cómo llegar a él? Me volví hacia Or: Or abrió sus alas. (No os habíais dado cuenta, en las viñetas precedentes, de que las tenía: dos alas anchas como velas). Me agarré a sus plumas. Or voló.
En las viñetas siguientes se ve a Or volando entre las nubes, con mi cabeza que se asoma en su seno. Luego, un triángulo de triangulillos negros en el cielo: es una bandada de pájaros que nos sigue. Todavía estamos en medio del vacío, nuestro continente se acerca, pero la bandada es más veloz. Son pájaros rapaces de picos curvos, ojos de fuego. Si Or se da prisa en llegar a tierra estaremos entre los nuestros antes de que las rapaces nos asalten. Ánimo, Or, unos pocos golpes de ala más: en la próxima tira estamos a salvo.
Pero qué va: la bandada nos ha rodeado. Or vuela entre las rapaces (un triangulito blanco inscrito en otro triángulo lleno de triangulitos negros). Estamos sobrevolando mi pueblo: bastaría con que Or plegase sus alas y se dejase caer y seríamos libres. Pero Or seguía volando alto, junto a los pájaros. Yo grité:
—¡Or, baja! —ella entreabrió su manto y me dejó precipitar. («¡Slaff!»). La bandada, con Or en medio, se da la vuelta en el cielo, vuelve atrás, se empequeñece en el horizonte. Volví a encontrarme caído en tierra, solo.
(Nota: Durante la ausencia de Qfwfq, muchas cosas habían cambiado). Desde que se había descubierto la existencia de los pájaros, las ideas que regulaban nuestro mundo estaban en crisis. Lo que antes todos creían comprender, el modo sencillo y regular por el que las cosas eran como eran, ya no era válido; o sea: ésta no era más que una de las innumerables posibilidades; nadie excluía que las cosas pudieran ser de otras maneras completamente distintas. Se habría dicho que ahora cada cual se avergonzaba de ser como se esperaba que fuera, y se esforzaba en ostentar un aspecto irregular, imprevisto: un aspecto un poco de pájaro, o si no precisamente de pájaro, capaz de no quedar mal ante lo extraño de los pájaros. Ya no reconocía a mis vecinos. No es que hubieran cambiado mucho: pero quien tenía alguna particularidad inexplicable, mientras antes trataba de ocultarla, ahora hacía alarde de ella. Y todos tenían el aire de quien espera de un momento a otro algo: no la sucesión concreta de causas y efectos, como en otros tiempos, sino lo inesperado.
Yo no entendía nada. Los demás me consideraban alguien anclado en las viejas ideas, de los tiempos anteriores a los pájaros; no comprendían que a mí sus veleidades pajariles sólo me hacían reír: había visto muchas cosas, había visitado el mundo de las cosas que habrían podido ser y no podía quitármelo de la cabeza. Y había conocido la belleza prisionera en el corazón de aquel mundo, la belleza perdida para mí y para todos nosotros, y me había enamorado de ella.
Pasaba los días en lo alto de un monte, escudriñando el cielo por si acaso un pájaro lo cruzaba en vuelo. Y en la cima de otro monte allí cerca, estaba el viejo U(h), también él mirando el cielo. El viejo U(h) siempre había sido considerado el más sabio de todos nosotros, pero su actitud hacia los pájaros había cambiado. Creía que los pájaros eran no ya el error sino la verdad, la única verdad del mundo. Se había dedicado a interpretar el vuelo de los pájaros tratando de leer en él el futuro.
—¿No has visto nada? —me gritaba desde su monte.
—Nada a la vista —decía yo.
—¡Ahí va uno! —gritábamos a veces, o él o yo.
—¿De dónde venía? No me dio tiempo a ver en qué parte del cielo apareció. Dime: ¿de dónde? —preguntaba él, jadeante. De la procedencia del vuelo, U(h) extraía sus auspicios.
O bien era yo el que preguntaba:
—¿Hacia dónde volaba? No lo he visto. ¿Desapareció por aquí o por allá? —porque yo esperaba que los pájaros me enseñaran el camino para llegar a Or.
Es inútil que cuente detalladamente la astucia con la que conseguí volver al Continente de los Pájaros. Las viñetas lo habrían contado con uno de esos trucos que quedan bien sólo con dibujarlos. (El cuadradito está vacío. Llego yo. Unto de cola el ángulo superior derecho. Me siento en el ángulo inferior izquierdo. Entra un pájaro, volando, por la izquierda. Al salir del cuadradito su cola se queda pegada. Sigue volando y se lleva detrás todo el cuadradito pegado en la cola, conmigo sentado en el fondo que me dejo transportar. Así llego al País de los Pájaros. Si ésta no os gusta podéis imaginaros otra historia. Lo importante es hacerme llegar allí).
Llegué y sentí que me aferraban brazos y piernas. Estaba rodeado de pájaros, uno se había posado en mi cabeza, otro me picoteaba el cuello.
—¡Qfwfq, estás detenido! ¡Por fin te hemos agarrado!
Me encerraron en una celda.
—¿Me mataréis? —pregunté al pájaro carcelero.
—Mañana te llevaremos ante el juez y lo sabrás —dijo posado en los barrotes.
—¿Quién me juzgará?
—La Reina de los Pájaros.
A la mañana siguiente me llevaron al salón del trono. Pero aquel enorme huevo —concha que se entreabría yo lo había visto ya. Me sobresalté.
—¡Entonces no eres prisionera de los pájaros! —exclamé.
Un picotazo me golpeó el cuello.
—Inclínate ante la reina Org-Onir-Ornit-Or.
Or hizo una señal. Todos los pájaros se detuvieron. (En el dibujo se ve una sutil mano con anillos que se alza de un trofeo de plumas).
—Cásate conmigo y te salvarás —dijo Or.
Se celebró la boda. Tampoco puedo contar nada de esto: todo lo que me quedó en la memoria es un desplumamiento de imágenes cambiantes. Tal vez pagaba mi felicidad con mi renuncia a comprender lo que estaba viviendo.
Le pregunté a Or.
—Me gustaría comprender.
—¿Qué?
—Todo, todo esto —señalé a mi alrededor.
—Comprenderás cuando hayas olvidado lo que comprendías antes.
Vino la noche. La concha-huevo servía de trono y de tálamo nupcial.
—¿Has olvidado?
—Sí. ¿Qué? No sé qué, no recuerdo nada.
(Bocadillo con el pensamiento de Qfwfq: No, todavía recuerdo, estoy a punto de olvidarlo todo, pero me esfuerzo en recordar).
—Ven.
Nos acostamos juntos.
(Bocadillo con el pensamiento de Qfwfq: Olvido… Es bello olvidar… No, quiero recordar… Quiero olvidar y recordar al mismo tiempo… Un segundo más y siento que habré olvidado… Espera… ¡Oh! Un relámpago con el escrito «¡Flash!» o «¡Eureka!» en letras mayúsculas).
Por una fracción de segundo entre la pérdida de todo lo que sabía antes y la adquisición de todo lo que habría sabido después, logré abrazar en un solo pensamiento el mundo de las cosas como eran y el de las cosas como habrían podido ser, y me di cuenta de que un único sistema lo abarcaba todo. El mundo de los pájaros, de los monstruos, de la belleza de Or era el mismo que el mundo en el que yo había vivido siempre y que ninguno de nosotros había comprendido a fondo.
—¡Or! ¡He comprendido! ¡Tú! ¡Qué hermoso! ¡Viva! —exclamé y me levanté en la cama.
Mi esposa lanzó un grito.
—Ahora te lo explico —dije, exultante—. Ahora se lo explico todo a todos.
—¡Calla! —gritó Or—. ¡Debes callar!
—El mundo es uno y lo que hay no se explica sin… —proclamaba. Or estaba encima de mí, intentaba sofocarme (en el dibujo: un pecho que me aplasta):
—¡Calla! ¡Calla!
Cientos de picos y garras laceraban el dosel del tálamo nupcial. Los pájaros se lanzaban sobre mí, pero más allá de sus alas reconocía mi paisaje natal que se iba fundiendo con el continente extraño.
—¡No hay diferencia! ¡Monstruos y no-monstruos siempre han estado cerca! Lo que no ha sido sigue siendo… —y hablaba no sólo a los pájaros y a los monstruos sino también a los que conocía desde siempre y que acudían de todas partes.
—¡Qfwfq! ¡Me has perdido! ¡Pájaros! ¡Haced vuestro trabajo! —y la reina me rechazó.
Demasiado tarde me di cuenta de que los picos de los pájaros intentaban separar los dos mundos que mi revelación había reunido.
—No, Or, espera, no te vayas, sigamos los dos juntos, Or, ¿dónde estás? —pero estaba rodando en el vacío entre pedazos de papel y plumas.
(Los pájaros desgarran a picotazos y arañazos la página del tebeo. Se van volando cada uno con un jirón de papel impreso en el pico. La página que hay debajo también está dibujada con viñetas; representa el mundo como era antes de la aparición de los pájaros y sus sucesivos previsibles desarrollos. Estoy en medio de los demás, con aire extraviado. En el cielo seguía habiendo pájaros, pero nadie les hacía caso).
De lo que había comprendido entonces, he olvidado todo. Lo que os he contado es todo lo que puedo reconstruir ayudándome de conjeturas en los pasajes borrosos. Que los pájaros puedan volverme a llevar un día con la reina Or nunca dejé de esperarlo. Pero ¿los que se han quedado con nosotros serán los verdaderos pájaros? Más los observo y menos me recuerdan lo que quisiera recordar. (La última tira de viñetas es toda de fotografías: un pájaro, ese mismo pájaro en primer plano, la cabeza del pájaro aumentada, un detalle de la cabeza, el ojo…).