El martes 27 de diciembre de 1983 se apagó Estocolmo precisamente durante el crepúsculo. Estábamos ensayando El Rey Lear en una hermosa sala justo debajo del tejado del Dramaten. Eramos un grupo de unas sesenta personas, actores, comparsas, ayudantes.
El rey loco está en medio de la escena rodeado de todo tipo de gentuza y sostiene que la vida es un teatro para bufones. La luz se apaga. Carcajada general. Descorremos las cortinas, el viento lanza nieve húmeda contra los cristales de las ventanas. La luz del día es como plomo y penetra dudosa en la sala de ensayos. Alguien comunica por el teléfono interno que está a oscuras todo el teatro, toda la manzana, tal vez toda la ciudad.
Propongo esperar un poco, un corte de electricidad en una gran ciudad no puede durar más de unos minutos. Nos sentamos en el suelo y en sillas, charlamos en voz baja. Algunos fumadores empedernidos salen al vestíbulo, pero vuelven pronto. Allí fuera reina una oscuridad egipcia.
Pasan los minutos, va agrisándose la luz sin sombras, el rey está un poco apartado, lleva todavía la amplia capa negra y una corona de flores desordenada, que tal vez haya pertenecido a Ofelia, Ana o Sganarelle, en la cabeza. Sus labios se mueven, la mano marca el compás, tiene los ojos cerrados. Gloucester mira por encima de la venda ensangrentada que le cubre las cuencas vacías de los ojos y asegura con un cierto tartamudeo que es un maestro en el arte de freír sardinas. Algunas de las hermosas comparsas se han sentado en un rincón a escuchar al satírico Albany que anda con espada, botas y un chandal de jogging. A veces se ríen agradecidas en voz baja, porque en la sala reina una atmósfera un tanto apagada pero en absoluto desagradable.
Edgar, que es responsable de la seguridad en el trabajo, explica que el andamio indefectiblemente tiene que tener una barandilla. Se ha quitado las gafas y habla entusiasta con el traspunte que toma nota. El íntegro Kent se ha tumbado cuan largo es, principio de lumbago o alguna cabronada así. La hermosa Cordelia ha encontrado una vela y desaparece en las tinieblas del vestíbulo para orinar y fumarse un cigarrillo, dos imperiosas necesidades que no la abandonan nunca.
Ha pasado media hora, la tormenta de nieve arrecia, ahora la oscuridad es total en los rincones más alejados. En el centro del salón está el director de orquesta con el coro de comparsas, chicos y chicas de gran musicalidad y bellas voces. Están sentados en círculo alrededor de cinco velas encendidas cantando un madrigal.
Callamos para escuchar: las voces se mueven haciendo suaves arabescos, la tormenta retumba. En las calles no hay alumbrado que elimine la incierta, la agonizante luz del día que va desapareciendo cada vez más deprisa. La canción recorre nuestros sentidos, nuestros rostros se difuminan. El tiempo ha cesado de existir, ahora estamos aquí dentro, hundidos en las profundidades de un mundo que existe siempre, que tenemos al alcance de nuestras manos. No necesitamos más que un madrigal, una tormenta de nieve y una ciudad a oscuras para vernos envueltos en un ámbito que es bien conocido, a pesar de que nos lo imaginamos tan inalcanzable. En nuestra profesión jugamos todos los días con el tiempo: lo alargamos, lo acortamos, lo suprimimos. Ocurre de una manera natural, sin que dediquemos un pensamiento al fenómeno. El tiempo es frágil, una construcción superficial, ahora desaparece totalmente.
El rey Lear es un continente. Nosotros preparamos expediciones que con variable habilidad y éxito van explorando minuciosamente unos campos, un río, unas costas, una montaña, bosques. Todos los países del mundo preparan expediciones, a veces nos encontramos en nuestros peregrinajes y comprobamos resignados que lo que ayer era un mar interior se ha transformado hoy en una montaña. Dibujamos nuestros mapas, comentamos y describimos: no CASA NADA. Un intérprete experimentado aclara el cuarto acto. Así tiene que ser: el rey está alegre, la locura es dulce. El mismo intérprete se convierte en un ser gris y sin fuerzas en la erupción volcánica del segundo acto. La pieza comienza disparatada mente: lo mejor es convertir todo en un juego, un juego lleno de risas y humor festivo. Al rey se le ha ocurrido una idea tentadora pero peligrosa, él mismo se ríe. Pero ¿drama itinerante?, ¿peregrinaje dramático?, ¿conversión?, ¿quién tiene el poder y la resistencia física para interpretar tan honda desesperación en la frontera final?
Al principio reina el orden, un segundo después el mundo se precipita en el caos: una catástrofe vital.
Yo sabía de qué trataba, había experimentado el drama en la piel del alma. Las heridas no habían cicatrizado. ¿Cómo traducir mi experiencia de manera que mi rey lograse hacer estallar la frontera que tan laboriosamente había fortificado para protegerse del desorden y la humillación?
Nuestra actuación tampoco debe estar lastrada de profundos pensamientos. Tiene que ser rápida, extrovertida, comprensible. No tenemos experiencia, ni tradición, sólo mala formación. ¿Puede el placer sustituir a la técnica? ¿O nos vamos a ahogar en la ciénaga de las masas de palabras? Nosotros que sólo tenemos práctica del diálogo directo y fluido de Strindberg. ¿Acaso pueden unos actores y actrices que llevan una vida normal expresar el doble dolor de Gloucester, la ira voluptuosa de Kent, la locura simulada de Edgar, la demoníaca maldad de Regan?
Nuestra expedición cruza el campo, el calor quema y nosotros sudamos. De pronto el sol cae como una piedra al rojo, la oscuridad es impenetrable y nosotros nos damos cuenta de que estamos en un tremedal sobre profundidades insondables. Días y días: esto es un instante de verdad, un punto de apoyo, por fin, ahora podremos actuar con serenidad y método. Desde aquí hasta allí hay dos metros y diecisiete centímetros, lo apuntamos. Mejor que lo volvamos a medir. Ahora son catorce mil metros.
Espectadores, director, actores, críticos. Cada uno ve su Rey Lear, vaga e ilusoriamente comprensible para la intuición y el sentimiento. Cada intento de describir es inútil, pero fascinante. Adelante. Vamos a jugar juntos a aclarar conceptos. Algunos dirigen su nariz hacia el noroeste y profetizan hacia el sol, otros cierran los ojos y hunden la barbilla en el pecho y murmuran hacia el sur. ¿Quién es el que mejor describe el cuarteto para cuerda de Beethoven en si mayor, opus 130, el tercer movimiento, Andante con moto, ma non troppo? ¿Podemos leer, podemos oír? A mí me parece que es bueno, aunque un poco monótono. Pero ¡muy bueno! Macrocosmos, inversión, contrapunto, estructurado, dialéctico, mimético. ¿Más rápido o más lento? Más rápido y más lento. Aunque, en realidad, más estructurado. A mí me emocionó tanto que me eché a llorar, recordé que el cabrón estaba sordo. Describir la música es algo mágico, ya que las vibraciones de las notas conmueven los sentimientos. En cambio se considera posible describir el teatro, ya que dicen que la palabra es comprensible para la inteligencia. ¡Hay que joderse!
Ibsen y sus mentirosos, los terremotos de Strindberg, la rabia de Moliere deslizándose por insidiosos alejandrinos, los continentes de Shakespeare. ¡Joder! Prefiero con mucho los del absurdo, los que están de moda, los inventivos: todo es previsible, fácil de ensayar y cosquillea placenteramente el espíritu, golpecitos ingeniosos, comida rápida para Impacientes.
Ahora te cojo del brazo, mi querida, mi queridísima amiga, y te sacudo delicadamente ¿me oyes?: ahora ya has dicho estas palabras cada día, varias veces al día. Tú deberías saber que precisamente estas palabras apelan a tu experiencia. Se han formado trabajosa o lúdicamente, con vertiginosa rapidez o laboriosamente. Ahora te sacudo el brazo: tú te das cuenta, yo me doy cuenta, yo comprendo, tú comprendes, el instante es triunfante, el día no ha pasado en vano, nuestras inciertas vidas han cobrado por fin un sentido y color. La abúlica prostitución se ha transformado en amor. ¡Joder, lo conseguimos! ¡Cojonudo!