Antes de que las tinieblas sangrientas de la pubertad cayesen sobre mí llenándome de confusión el cuerpo y los sentidos, tuve ocasión de vivir un amor feliz. Fue durante el verano que pasé solo con mi abuela en «Våroms».
No me acuerdo de los motivos de aquel arreglo, pero sí de mi satisfacción, de la sensación de seguridad y de placer que experimenté. De vez en cuando venían invitados a pasar unos días, lo que aumentaba mi bienestar. Pese a que yo era aún muy niño, tenía aspecto infantil y apenas había llegado al cambio de voz, abuela y Lalla me consideraban «un joven» y me trataban en consecuencia. Fuera de la obligada participación en los quehaceres de la casa (cortar leña, recoger piñas, secar la loza, acarrear agua) no tenía nada que hacer y me movía con toda libertad. Pasaba la mayor parte del tiempo solo y estaba a gusto con mi soledad. La abuela me dejaba en paz con mis ensoñaciones. Seguíamos manteniendo nuestras charlas íntimas de las noches con lectura en voz alta, pero no como obligación. Me dejaban decidir mi vida como nunca antes. Tampoco se tomaba muy en serio lo de la puntualidad. Si llegaba tarde a las comidas, siempre había un bocadillo y un vaso de leche en la despensa.
Lo único inamovible eran las tempranas mañanas. A las siete en punto tocaban diana, tanto los días laborables como los festivos. Las abluciones con agua fría las vigilaba mi abuela en persona. La obligación de llevar las uñas limpias y las orejas lavadas eran atentados contra la libertad que llevaba con paciencia, aunque sin comprenderlos. Creo que la abuela pensaba que la limpieza exterior mantenía y reforzaba la limpieza espiritual.
En mi caso el problema no se había presentado aún. Mis ideas sobre la sexualidad eran difusas, quizá sentía una vaga sensación de culpabilidad. Aún no había hecho presa en mí El Horrible Pecado de Juventud. Era un perfecto inocente en todos los aspectos. Me liberé de la pesada envoltura de mentiras de la que me revestía en la casa rectoral y vivía libre de preocupaciones día a día, sin angustia y sin mala conciencia. El mundo era inteligible y yo dominaba mis sueños y mi realidad. Dios no decía una palabra y Cristo no me atormentaba con su sangre y sus turbias insinuaciones.
No tengo del todo claro en qué momento aparece Märta en este contexto. Ya otros veranos, una familia de Falun que tenía varios hijos había alquilado el piso de arriba del local de la Sociedad de Abstinencia, propiedad de los municipios de Dufnäs y Djurmo, donde se daban clases y se exhibían películas en los meses de invierno. A unos metros de la casa pasaba la vía del tren, en el terreno había una charca. Bajo la cuesta había una serrería pequeña que funcionaba con el agua del arroyo Grimån, justo antes de su desembocadura en el río. Había también un profundísimo embalse rico en sanguijuelas que capturábamos para venderlas a la farmacia más próxima. Todo ello envuelto en un aroma a madera soleada y recién cortada que se apilaba alrededor de los ruinosos talleres.
Mi hermano había encontrado mucho antes chicos de su edad entre los hermanos de Märta. Eran muchachos audaces, agresivos, pendencieros, y se juntaban con los hijos del misionero que vivía en el extremo sur del pueblo. Desafiaban a los gamberros del pueblo a pegarse en una acusada pendiente que estaba llena de helechos. Llegaban allí, cada uno por su lado, se buscaban y se pegaban con palos y piedras. Yo me mantenía al margen de aquellas peleas rituales; tenía bastante con defenderme de mi hermano, que me sacudía siempre que podía.
Un caluroso día, en pleno verano, Lalla me mandó a una cabaña que estaba al otro lado del río, más allá de los páramos. Allí vivía una vieja que se llamaba Liss-Kulla y a la que todos apodaban la Tía. Era una persona mítica que gozaba de fama por sus procedimientos medicinales y por los quesos que nacía. Había estado loca unos años. En lugar de mandarla al manicomio de Sätter, lo que hubiera constituido un deshonor para la familia, la encerraron en una casucha de la finca. A veces se oían sus alaridos en el pueblo. Una mañana temprano se presentó a la puerta de «Våroms». Llevaba en las manos un pañuelo a modo de bandeja y exigió que mi abuela depositara en él cuatro coronas. Si no le daba el dinero iba a amontonar ramas en el camino para que se llenara de víboras y mordiesen a los niños en los pies descalzos. Abuela invitó a Liss-Kulla a pasar a tomar algo y habló con ella amablemente. Además le dio el dinero, por lo que la vieja invocó la bendición de Dios, le sacó la lengua a mi hermano y se alejó trotando.
Un frío día de invierno intentó ahogarse en el río Gradan, cerca de Bäsna. Unos hombres que iban en el transbordador la vieron y la sacaron. Más tarde se apaciguó y recuperó el juicio, pero no hablaba mucho. Se retiró a una cabaña y allí cuidaba a los animales que iban a pastar en el verano. En el invierno tejía lienzos y preparaba medicinas a base de hierbas que se consideraban mejores que las pócimas del médico de la provincia.
Era pues un día de mucho calor. Me bañé en las negras aguas del lago Svartsjön, donde los nenúfares surgen de las profundidades en lo alto de enmarañados tallos. El agua estaba siempre helada y se decía que el lago no tenía fondo y que se comunicaba con el río por un canal inexplorado y subterráneo. Un muchacho que se había hundido en el lago fue encontrado meses después flotando en la desembocadura del río Solbacken. Tenía el estómago lleno de anguilas; le asomaban por la boca y por el ano.
Cogí el camino del pantano. Estaba prohibido, pero conocía bien las sendas; olía a agrio y el agua fangosa hacía burbujas entre los dedos de los pies. Una pequeña nube de moscas y tábanos me acompañaba.
La cabaña estaba en la linde del bosque al pie del cerro. Al sur ondulaban los pastizales. Al norte se alzaba el bosque hacia la montaña. Estaba entre otras cabañas, cobertizos y graneros que formaban el caserío utilizado en verano, todo bien conservado y pintado de rojo, retejado recientemente y con macizos de flores bien cuidados. La familia de Liss-Kulla era de campesinos acomodados y ahora que la Tía había recuperado la cordura no había nada que empañase su honor.
La vieja era alta, llevaba el canoso cabello con raya al medio. Tenía los ojos azul oscuro. La cara era enérgica, la boca larga, nariz grande, frente ancha y orejas salientes. Llevaba los brazos y las piernas al aire y estaba en el corral serrando leña. Märta sostenía el otro extremo de la sierra.
Me enteré de que Märta se había ido a vivir a la cabaña para ayudar a Liss-Kulla con los animales y otros quehaceres por un pequeño salario.
Me dieron un refresco de grosellas negras y un bocadillo que comí sentado a la mesa frente a la ventana. Liss-Kulla y Märta estaban de pie junto al fogón tomando café como solían hacer los campesinos de la zona, echándolo al platillo y bebiéndolo de él. El pequeño cuartito estaba muy caliente, olía a leche ácida; por todas partes zumbaban las moscas. Los pegajosos cazamoscas estaban ennegrecidos por una especie de amasijo apaciblemente móvil.
Liss-Kulla me preguntó por el estado de salud de la señorita Nilsson y de la señora Ackerblom. Contesté que se encontraban bien. Empaquetaron el enorme queso en mi mochila, les di la mano, me incliné y di las gracias por la grata acogida. Luego me despedí. Por alguna razón Märta me acompañó un trozo del camino.
Aunque éramos de la misma edad, Märta me sacaba media cabeza. Era ancha y huesuda, tenía el pelo lacio, casi blanco del sol y del agua, y lo llevaba muy corto. Su boca era fina y ancha, cuando se reía me parecía que le llegaba hasta las orejas dejando ver sus fuertes y blancos dientes. Tenía los ojos azul claro, las cejas rubias como el pelo, la nariz larga y recta con un pequeño botón en la punta. Era ancha de espaldas, no tenía caderas, los brazos y las piernas largos y muy morenos, cubiertos de vello dorado. Olía a establo y a la misma acritud que la ciénaga. El vestido, que alguna vez debía de haber sido azul, estaba desteñido y roto. Bajo los brazos y entre los omoplatos estaba oscuro de sudor.
Fue un flechazo, como el de Romeo y Julieta. La diferencia en que a nosotros nunca se nos ocurrió tocarnos. Aún menos besarnos.
Con la excusa de tener ocupaciones que reclamaban mucho tiempo desaparecía de «Våroms» muy temprano por las mañanas y no volvía hasta el anochecer. Así pasaron varios días. Finalmente la abuela me preguntó sin ambages y confesé. Sabiamente me dio permiso ilimitado desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche. Me dijo también que Märta podía venir a «Våroms» siempre que quisiera, gentileza que aprovechamos raras veces porque los hermanos menores de Märta se dieron cuenta enseguida de nuestra pasión. Una tarde que nos atrevimos a bajar al río a pescar y estábamos sentados juntos, aunque sin tocarnos, apareció una caterva de pilletes detrás de unos arbustos cantando:
«El novio y la novia
se quieren casar La
Polla y el Coño se
ponen a follar».
Me abalancé sobre ellos y repartí golpes a diestro y siniestro, pero también me llevé lo mío. Märta no vino en mi ayuda. Probablemente quería saber hasta qué punto podía arreglármelas solo.
Ella no hablaba, era yo el que lo hacía. Nunca nos tocábamos, pero nos sentábamos, nos tumbábamos o estábamos simplemente de pie muy cerca uno de otro, nos chupábamos nuestras postillas y nos rascábamos nuestras picaduras de mosquito, nos bañábamos hiciera el tiempo que hiciera, pero con timidez y sin contemplar nuestra desnudez. Por mi parte ayudaba todo lo que podía en las labores del campo aunque las vacas me daban un poco de miedo. Además el perro gris me vigilaba celosamente y mordisqueaba mis piernas. A veces Märta recibía una regañina. La Tía era muy puntillosa con las obligaciones; en una ocasión le dio una bofetada y Märta se echó a llorar desesperadamente, yo no sabía qué hacer para consolarla.
Ella se estaba callada y yo hablaba. Le contaba que mi padre no era mi padre de verdad, que yo era hijo de un famoso actor que se llamaba Anders de Wahl. El pastor Bergman me odiaba y me perseguía constantemente, cosa comprensible. Mi madre amaba todavía a Anders de Wahl y asistía a todos sus estrenos. Yo lo había visto una vez fuera del teatro, él me había mirado con los ojos llenos de lágrimas y me había dado un beso en la frente diciendo con su hermosa voz: «Dios te bendiga, hijo mío». «¡Märta, tú puedes oírlo cuando lee Las campanas de Año Nuevo en la radio! Anders de Wahl es mi padre y yo, cuando termine la escuela, seré actor del Teatro Dramático.»
He arrastrado la vieja bicicleta de la abuela por el puente del ferrocarril, avanzamos haciendo eses por los senderos y los caminos serpenteantes al pie del bosque. Märta es quien pedalea; yo voy en la parrilla, agarrado a los muelles del sillín con los dedos entumecidos. Asistimos a un servicio religioso de carácter misionero en Lännheden. Märta es creyente y canta con voz potente las esperanzadas canciones. Yo soy incapaz de dominar mi desagrado, odio a Dios y a Jesucristo, sobre todo a Jesucristo que me repugna con su tono, su babosa comunión y su sangre. Dios no existe, nadie puede demostrar que exista. ¡Y si existe es un dios claramente desagradable, mezquino, rencoroso y arbitrario, eso es lo que es Dios! ¡Ahí queda eso! No hay más que leer el Antiguo Testamento, donde se muestra en todo su esplendor. Y que digan que éste es el dios del amor que ama a los hombres… ¡El mundo no es más que una mierda, como dice Strindberg!
Sobre la loma brilla la luna llena, muy blanca. La niebla que ha subido de la laguna está inmóvil. El silencio sería total si yo no hablase tanto, no tengo más remedio que contarle a Märta que temo a la Muerte. Un viejo pastor de la parroquia se murió de repente. El día del entierro yacía en el ataúd abierto mientras los asistentes bebían vino y mordisqueaban galletas en la habitación de al lado. Hacía calor. Las moscas zumbaban alrededor del cadáver. Tenía la cara cubierta por un paño blanco porque la enfermedad le había corroído la mandíbula inferior y el labio superior. Entre los pesados aromas de las flores se percibe un hedor dulzón. De pronto, el maldito cura se incorpora y, sentado en la caja, se arranca el paño manchado y muestra un rostro putrefacto, cae a continuación hacia un lado, el ataúd vuelca y todo acaba por los suelos. Se ve entonces que la esposa del pastor le ha puesto una sortija de oro en el pito y un dedal en el ano. «Es la pura verdad, Märta, yo estaba presente y si no me crees, pregúntaselo a mi hermano que también estaba, aunque él se desmayó, claro está. No, no, la Muerte es algo terrible, no se sabe lo que pasa después. Eso que dice Jesús de que en la casa de mi padre hay muchas moradas yo no me lo creo. Además, declino el ofrecimiento. El día en que me vea libre de las moradas de mi propio padre no pienso meterme en las de alguien que, seguramente, será peor. La Muerte es un espanto inexplicable, no porque haga daño sino porque está llena de pesadillas horribles de las que no se puede despertar.»
Un día llueve, llueve todo el día, como el agua de una regadera y a rachas. La Tía ha ido a visitar a un vecino que sufre del estómago. Estamos solos en la pequeña y cálida habitación. La luz es suave, la lluvia hace rayas en las pequeñas ventanas y el viento sopla en la buhardilla. «Después de esta lluvia vas a ver cómo viene el otoño en serio», dice Märta. Me doy cuenta de repente de que los días están contados, de que la inmensidad tiene un final, de que la separación es inminente. Märta se inclina sobre la mesa, su aliento huele a leche dulce: «Hay un mercancías que sale de Borlänge a las siete y cuarto», dice. «Lo oigo cuando sale. Entonces pensaré en ti. Tú lo oyes y lo ves cuando pasa por "Våroms". Piensa entonces en mí.»
Tiende su mano, ancha y morena, con las uñas sucias y mordidas. Pongo la mía encima y me la encierra en la suya. Guardo silencio al fin porque una insuperable tristeza me ha hecho enmudecer.
Llegó el otoño y tuvimos que ponernos zapatos y calcetines. Ayudamos a recoger los nabos, maduraron las manzanas, empezaron las heladas y todo se hizo como de cristal en el espacio y en el suelo. La charca que estaba fuera del local de la Sociedad de Abstinencia se cubrió de una película de hielo y la madre de Märta empezó a hacer las maletas. La luz del sol calentaba a mediodía, al atardecer hacía un frío crudo. Los campos ya estaban cosechados y los trillos atronaban en las eras. A veces echábamos una mano, pero en cuanto podíamos desaparecíamos. Un día nos fuimos a pescar lucios en el barco de los Berglund. Pescamos uno grande que me mordió en el dedo. Cuando Lalla abrió el lucio para limpiarlo encontró una alianza en la tripa. Con ayuda de una lupa mi abuela vio que, en el interior del anillo, estaba grabado el nombre de Karin. Mi padre había perdido su alianza hacía unos años allá por Gimmen. Pero no tenía por qué ser la misma.
Una cruda mañana, mi abuela nos manda a la tienda que hay a mitad de camino entre Dufnäs y Djurmo. Nos lleva en el carro el hijo de Berglund que va por allí a vender un caballo viejo. Nosotros nos sentamos en la parte de atrás y el trayecto se hace lentamente y a trompicones a causa de los baches que la lluvia ha hecho en el camino. Vamos contando los coches que nos pasan o que vienen de frente. Tres en dos horas. En la tienda cargamos las mochilas y emprendemos el regreso a pie. Al llegar al viejo muelle del transbordador nos sentamos en un negro tronco que ha llegado flotando hasta la orilla y nos tomamos una botella de zumo de manzana y unos bocadillos. Hablo con Märta de la Esencia del Amor. Le explico que no creo en el amor eterno, que el amor de los hombres es egoísmo, como ha dicho Strindberg en El pelícano. Afirmo que el amor entre hombre y mujer es sobre todo lujuria. Le hablo de una señora, hermosa pero gorda, que hace el amor con mi padre en la sacristía todos los jueves por la tarde después de comulgar.
El zumo de manzana se ha terminado. Märta tira la botella al río. Yo hablo de las trágicas parejas amorosas de la literatura y hago alardes un poco cautelosos de mis muchas lecturas. De súbito siento angustia, casi me da vueltas la cabeza y pregunto avergonzado si opina que hablo demasiado. «No, qué va», dice moviendo gravemente la cabeza. Me callo un buen rato pensando en farolear un poco con una historia divertida acerca de mis propias experiencias eróticas, pero me siento cada vez peor y me pregunto si el zumo de manzana no estaría envenenado. Tengo que tumbarme en el césped al borde del camino. Empieza a caer una fina lluvia helada, El tajo al otro lado del río se difumina en la neblina.
Una noche llegó la nieve. El río se puso todavía más negro, desapareció el verdor y los tonos amarillos. Se calmó el viento, todo quedó en silencio, un silencio sobrenatural. Aunque ya oscurecía pronto, lo blanco deslumbraba porque venía de abajo y daba justo donde el ojo no tiene protección. Ibamos por la vía del ferrocarril hasta el local de la Sociedad de Abstinencia. La serrería gris se acurrucaba bajo su tejado agrietado, abandonada bajo el peso de la blancura. La presa producía un rumor sordo; junto a las compuertas cerradas había una delgada capa de hielo.
No podíamos hablar; tampoco nos atrevíamos a mirarnos, el dolor era demasiado intenso. Nos dimos la mano y nos dijimos adiós y hasta el próximo verano, quizá.
Y entonces se dio la vuelta rápidamente y echó a correr hacia la casa. Volví a «Våroms» por la vía del ferrocarril pensando: «Si pasa un tren ahora, no me importa nada que me arrolle».