Tío Carl, sentado en el sofá verde de mi abuela, recibía una regañina. Era un hombre alto, con tendencia a la obe­sidad, tenía la frente amplia —fruncida de preocupación en ese instante—, la coronilla calva con manchas morrones, con unos cuantos rizos colgándole en la nuca. Tenía las orejas peludas y rojas. Su redonda barriga se le vencía sobre los muslos; las gafas, empañadas por la humedad, velaban su tierna mirada violeta. Tenía las blandas y gordas manos apretadas entre las rodillas.

Mi abuela, menuda y tiesa, estaba sentada en la butaca al lado del velador del salón. Llevaba un dedal en el dedo índice de la mano derecha y, de vez en cuando, subrayaba alguno palabra golpeando con él la brillante superficie de la mesa. Como de costumbre iba vestida de negro, con un cuello blanco y un broche de camafeo. El delantal de diario era de rayas blancas y azules; su abundante pelo blanco brillaba bajo un rayo de sol; era un frío día de invierno, el fuego chisporroteaba en la estufa y las ventanas estaban cubiertas de dibujos florales de la escarcha. El reloj del fanal dio doce rápidas campanadas y la pastora empezó a bailar para su pastor. Un trineo cruzó bajo la bóveda de la entrada: fragor de cascabeles, estrépito de los patines al raspar los guijarros, eco producido por los pesados cascos.

Yo estaba sentado en el suelo de una habitación contigua. Tío Carl y yo acabábamos de poner los raíles del tren que me había regalado la incalculablemente rica tía Anna por Navidad. Abuela se había presentado de pronto en la puerta llamando a tío Carl en un tono frío y cortante. El se levantó suspirando, se puso la chaqueta y se estiró el chaleco. Fueron a sentarse al salón. Mi abuela había cerrado la puerta, pero se entreabrió. Yo pude ver todo lo que pasaba como en uní escenario.

Abuela hablaba y tío Carl hacía pucheros con sus gruesos labios de un rojo azulado. La gran cabeza se le iba hundiendo entre los hombros. En realidad tío Carl era sólo medio tío mío porque era el hijastro mayor de mi abuela y no mucho más joven que ella.

Abuela era su tutora porque él era débil mental, «le faltaba un tornillo», y no podía arreglárselas solo. A veces ingresaba en el manicomio, pero por lo general vivía a pensión en casa de dos señoras de edad madura que lo colmaban de atenciones.

Era cariñoso y mimoso como un perro, pero esta vez las cosas habían llegado demasiado lejos: una mañana había salido corriendo de su cuarto sin pantalones, sin calzoncillos, y había abrazado apasionadamente a tía Beda en medio de un chaparrón de besos húmedos y de palabras indecentes. Tía Beda no se asustó lo más mínimo sino que tranquilamente le dio a tío Carl un pellizco en el sitio adecuado, justo allí donde le había recomendado el médico. Y después había telefoneado a la abuela.

Tío Carl estaba arrepentido y a punto de llorar. El era un hombre de bien que todos los domingos iba a la iglesia con tía Ester y tía Beda. Vestido con su pulcro traje oscuro, con sus tiernos ojos y su hermosa voz de barítono, casi parecía uno de los predicadores. Ayudaba en la iglesia a lo que hubiese que hacer, era una especie de sacristán sin sueldo que siempre resultaba bien recibido en las reuniones de señoras para tomar café o hacer labor porque leía gustoso en voz alta mientras ellas se dedicaban a sus trabajos manuales.

En realidad tío Carl era inventor. Bombardeaba al Registro Nacional de la Propiedad Industrial con planos y descripciones, pero con escaso éxito. De un centenar de solicitudes le habían aprobado dos una máquina para pelar todas las patatas iguales y un cepillo automático para limpiar la taza del retrete.

Tío Carl era muy desconfiado. Lo que más le preocupaba era que alguien le robase sus nuevas ideas. Por esa razón las llevaba siempre envueltas en un hule entre los pantalones y el calzoncillo. El hule no era en absoluto superfluo. Y es que tío Carl era un urinómano. A veces ocurría, sobre todo si había mucha gente, que no podía contener su secreta pasión: enroscaba el pie derecho en la pata de la silla, se levantaba un poco y dejaba que el chorro tibio que producía le empapase el pantalón y el calzoncillo.

Abuela, tía Ester y tía Beda conocían su debilidad y podían, con un seco y firme «¡Carl!», detener la satisfacción de su necesidad, pero la señorita Agda había oído una vez para espanto suyo una crepitación en el fogón encendido. Tío Carl, al verse sorprendido, gritó: «Bueno, aquí me tenéis friendo buñuelos».

Yo lo admiraba y creía a pies juntillas a tía Signe, quien sostenía que Carl era el más inteligente de los cuatro hermanos, pero que Albert, por envidia, le había pegado con un martillo en la cabeza y de esa manera le había producido al pobre chico la debilidad mental que lo acompañaría toda la vida.

Lo admiraba porque construía inventos para mi linter­na mágica y mi cinematógrafo. Modificó el soporte de las imágenes y el objetivo, montó un espejo cóncavo e hizo experimentos con tres cristales que se movían independien­temente, pintados por él. De esa forma conseguía decorados móviles para las figuras. Les crecía la nariz, flotaban en el aire, surgían fantasmas de sepulcros iluminados por la luna, se hundían barcos; una madre que estaba ahogándose sostenía a su hijo sobre la cabeza hasta que las olas se tragaban a los dos.

Tío Carl compraba trozos de película a cinco céntimos el metro y los metía en soda caliente para borrar la emulsión. Cuando se secaba pintaba con tinta china imágenes animadas directamente sobre la película. A veces dibujaba estructuras no figurativas que se transformaban, explotaban, se hinchaban y se reducían.

En el cuarto, profusamente amueblado, se sentaba ante su mesa de trabajo con la película sobre un cristal opaco iluminado por debajo. Se ponía las gafas en la frente y se colocaba una lupa en el ojo derecho. Fumaba una pipa corra y combada; tenía delante, en la mesa, una fila de pipas iguales, limpias y rellenas de antemano. Yo miraba fijamente las pequeñas figuras que iban surgiendo en cada cuadro, rápidamente y sin vacilaciones. Mientras trabajaba, tío Carl hablaba, aspiraba su pipa, hablaba, gemía, otra bocanada:

«Aquí, Teddy, el perro de lanas del circo, da una voltereta hacia adelante, le sale bien, eso lo sabe hacer muy bien. Ahora el cruel director del circo obliga al pobre perro a dar una voltereta hacia atrás y eso no le sale. Se da de cabeza contra la pista y ve soles y estrellas, vamos a ponerles otro color a las estrellas, son rojas. Ahora le sale un chichón en la cabeza que también es rojo. Me parece que tía Ester y tía Beda no están en casa, vete al comedor, abre el cajoncito de la izquierda del aparador y verás un paquete de bombones que tienen escondido porque Ma dice que yo no puedo comer dulces. Coge cuatro bombones, pero ándate con ojo, no te vayan a pescar».

Llevo a cabo la misión encomendada y me gano un bombón. Los otros desaparecen tras sus gruesos labios: la saliva de la gula le reluce en las comisuras. Se reclina en la silla y con los ojos entrecerrados mira el gris anochecer invernal. «Voy a enseñarte una cosa», dice de pronto, «pero no le vayas con el cuento a Ma.» Se levanta y se acerca a la mesa que está bajo la lámpara del techo. Enciende y la luz amarilla cae sobre el dibujo oriental del tapete. Se sienta y me invita a que me siente frente a él. Empieza a vendarse la muñeca izquierda con un jirón del tapete, al principio con cuidado, luego con violencia, la retuerce y la dobla. Por fin, la mano y la muñeca se desprenden a la altura del puño almidonado y unas gotas de un líquido turbio se extienden por el tapete.

«Tengo dos trajes, todos los viernes me ordenan que vaya a casa de tu abuela a cambiarme de muda y de traje. Así estamos desde hace veintinueve años. Ma me trata como si fuese todavía un niño. Es injusto, Dios la va a castigar. Dios castiga a los que abusan del poder. ¿Ves?, ¡hay fuego en la casa de enfrente!»

El sol invernal ha abierto una ranura en las aceradas nubes de nieve y arde en la calle, en Gamla Ågatan, justo sobre los cristales de la casa de enfrente. Los reflejos reproducen cuadrados de un amarillo oscuro sobre los dibujos del empapelado, la ardiente luz ilumina la parte derecha del rostro) de tío Carl. Entre los dos, sobre la mesa, está la mano desprendida.

Al morir la abuela, mi madre quedó como tutora. Carl se trasladó a Estocolmo donde alquiló dos habitaciones pequeñas en casa de una señora mayor que pertenecía a una secta protestante y que vivía en la Ringvägen, cerca de la Götgatan.

Las costumbres no cambiaron: todos los viernes venía a la casa rectoral, se mudaba, se ponía un traje impoluto y recién planchado y comía con nosotros. Su aspecto era el mismo, el cuerpo igual de pesado y gordo, la cara igual de sonrosada y los ojos color violeta igual de tiernos tras las gruesas gafas. Siguió acosando infatigablemente a la Dirección Nacional de Patentes Industriales con sus inventos. Los domingos cantaba salmos en la iglesia de la misión. Mi madre administraba su economía y le daba la paga semanal. El la llamaba «Hermana Karin» y alguna vez ironizó sobre sus torpes intentos de imitar a la abuela. Decía entonces: «Estás tratando de ser como Madrastra. No te empeñes, eres demasiado buena. Mammchen era dura como el pedernal toda ella».

Un viernes se presentó la patrona de tío Carl. Ella y mi madre sostuvieron una larga conversación a solas. La patrona lloraba de tal manera que se la oía a través de varias paredes. Al cabo de unas horas se despidió, con la cara enrojecida por el llanto. Mi madre se fue a la cocina a ver a Lalla, se dejó caer en una silla y se echó a reír a carcajadas diciendo: «Tío Carl se ha echado novia. Una chica treinta años más joven que él». Unas semanas más tarde los prometidos vinieron de visita.

Querían hablar de la ceremonia de boda con mi padre porque iba a ser sencilla, naturalmente. Pero en la iglesia. Tío Carl llevaba una amplia camisa sport, sin corbata, una ame­ricana a cuadros y unos pantalones de franela muy bien planchados y sin una mancha. Había cambiado sus antiguas gafas por unas modernas con montura de carey, y las botas por unos modernos mocasines. Habló poco, pero serenamente y con seriedad. No se le escapó ni una palabra que denotara confusión o chifladura.

Había conseguido empleo como sacristán en la iglesia de Sophia. Había dejado lo de los inventos: «Eso no eran más que ilusiones, hermanita».

La novia tenía poco más de treinta años, era delgada y bajita, con hombros huesudos y largas piernas delgadas. Tenía los dientes blancos y anchos, el pelo color miel, recogido en moño, la nariz larga y bien formada, la boca estrecha y la barbilla redonda. Los ojos oscuros, pero muy brillantes. Mi­raba a su novio con una ternura posesiva, mientras su fuerte mano descansaba como sin darse cuenta en la rodilla de él. Era profesora de gimnasia.

La tutela de por vida tenía que terminar: «Las ideas de mi madrastra acerca de mi estado de salud mental eran ilusiones suyas. Era una mujer ansiosa de poder, necesitaba alguien a quien dominar. Mi hermanita nunca podrá llegar a ser como mi madrastra, por mucho que se empeñe. Es una ilusión».

La novia contemplaba a la familia con sus oscuros y brillantes ojos y guardaba silencio.

El compromiso se rompió unos meses más tarde. Tío Carl volvió a sus habitaciones de la Ringvägen y dejó el empleo de sacristán en la iglesia de Sophia. Le confesó a mi madre que tenía que terminar sus inventos La novia había intentado impedírselo, se habían enfadado, empezaron a gritar y llegaron a las manos. Carl acabó con arañazos en las mejillas: «Yo creía que podía dejar lo de los inventos. Era una ilusión»; Mi madre volvió a ser tutora, tío Carl volvió a venir a la casa rectoral todos los viernes a cambiarse de traje y de ropa interior y a cenar con nosotros. Aumentaron sus ansias de hacerse pis encima.

Tenía otra inclinación más peligrosa. Cuando iba a la Biblioteca Real o a la Municipal, donde le gustaba pasar los días, acostumbraba a tomar un atajo a través del túnel del ferrocarril del barrio Sur. No en vano era hijo de un ingeniero «le tráfico que había construido el ferrocarril entre Krylbo e Insjön, así que amaba los trenes. Cuando pasaban con estruendo a su lado, se pegaba al muro de roca y gozaba del fragor, de la vibración de la tierra, borracho de polvo y de humo.

Un día de primavera lo encontraron destrozado entre las vías. En los pantalones llevaba una funda de hule que contenía los datos de una construcción para simplificar el cambio de bombillas en la iluminación de las calles.