Llegué al Teatro Dramático directamente del Teatro Municipal de Malmö, logré hacer una mala representación de La gaviota a pesar de contar con espléndidos actores y pedí una excedencia para dedicarme al cine. De pronto tenía éxito, ganaba dinero, la neurosis de mantener familias cedía.

Estaba harto de mi vida bohemia y me casé con Käbi Laretei, pianista de profesión en activo. Nos fuimos a vivir a un espléndido chalet de Djursholm, donde yo tenía la intención de vivir una vida burguesa y bien organizada. Todo fue una nueva y heroica puesta en escena que rápidamente se transformó en una nueva y heroica catástrofe. Dos personas en busca de identidad y seguridad se escriben mutuamente unos papeles que ambos aceptan debido a la gran necesidad de complacerse mutuamente. Las máscaras pronto se agrietan y a la primera tormenta caen al suelo. Ninguno de los dos tiene la paciencia de mirar la cara del otro. Ambos gritan apartando la mirada: «Mírame a mí, mírame», pero nadie ve. Los esfuerzos son inútiles. Las dos soledades son un hecho, el fracaso una realidad no reconocida. La pianista se va de gira, el director dirige y al niño se le pone en manos competentes. Vista desde fuera la imagen representa un matrimonio sólido con cónyuges exitosos. El decorado es de buen gusto y la iluminación está bien dispuesta.

Una tarde me telefoneó el ministro de Educación a la sala de montaje para preguntarme si quería ser jefe del Teatro Dramático. Tuvimos una reunión en la que rápidamente me explicó sus deseos. Quería que yo hiciese del Dramaten, que evidentemente era un teatro brillante, pero cuya organización y administración eran anticuadas, un teatro moderno. Le indiqué que eso iba a costar dinero. El ministro me contestó que si yo hacía el trabajo, él pagaría lo que costase. Ignorante de la extrema relatividad con que los políticos mantienen su palabra, no pedí un compromiso firmado, sino que le aseguré que haría todo lo que pudiese y que habría bastante escándalo. Al ministro aquello le pareció un excelente programa de trabajo y me convertí en el jefe del Dramaten.

Me gusta imaginar que la primera reacción en el seno de la Casa fue relativamente positiva. No la de la directiva, claro, pues con el jefe cesante ya se habían puesto de acuerdo en el sucesor, y tragándose la píldora me recibieron con impenetrable cortesía.

Por razones tácticas el jefe saliente había mantenido en secreto su renuncia todo lo que había podido. Por eso sólo dispuse de seis meses para preparar mi primera temporada. Además tenía comprometida la primavera con una gran puesta en escena para la televisión y el verano con una película.

La organización de que disponía en el teatro no funcionaba. Apenas existía un departamento de dramaturgia. Los seis directores de plantilla se mantenían expectantes. La lectura de piezas, la preparación del repertorio, la firma de contratos y la planificación fue un asunto bastante solitario y extremadamente laborioso.

Una de mis primeras medidas en el puesto fue democratizar la toma de decisiones. Siguiendo el modelo de la orquesta sinfónica de Viena se eligió un comité de representantes de la compañía, compuesto por cinco actores. Ellos, junto con el jefe del teatro, iban a responder del repertorio, contrata de actores, reparto de papeles. Se les mantendría plenamente informados en lo referente a la economía y administración del teatro. En caso de discrepancia se haría una votación en la que todos, incluido el jefe, tendrían un solo voto. Este comité respondía ante la compañía. De esa manera quedaría eliminada toda la política de pasillo, los falsos rumores y las intrigas.

Los actores aceptaron mi propuesta con ciertas reservas. Siempre es más cómodo mantenerse pasivo y lamentarse de que las decisiones han sido tomadas sin tener en cuenta a uno que compartir responsabilidades. Muchos tenían miedo de nuestro comité de actores, temor que se disipó rápidamente. Pronto se demostró que el comité asumía su responsabilidad y participaba con seriedad en la dirección del teatro. Lograron, de una manera asombrosamente objetiva, desprenderse de sus propios intereses y de una visión estrechamente egoísta. Analizaban a los compañeros con equilibrada agudeza e inteligencia. Un jefe lo suficientemente fuerte como para coordinar su trabajo con el comité sacaba una utilidad extraordinaria de su apoyo —o crítica.

El personal de administración era escaso y estaba agobiado de trabajo. La secretaria del jefe del teatro era también jefe de prensa. Los talleres del vestuario se encontraban en estado de ruina. Los escenógrafos de plantilla estaban enfermos o alcoholizados. La comunicación era un concepto desconocido.

En el edificio del teatro había un restaurante, que ocupaba mucho sitio, famoso por su horrible comida y su discutible clientela. Junto con el ministro inspeccionamos los locales. En el cuarto de cortar la carne, el desagüe estaba embozado. Las aguas residuales cubrían el suelo alcanzando una altura de un par de centímetros y por los azulejos de la pared se arrastraban gruesos gusanos grises de repugnante consistencia.

El restaurante abandonó los locales y entramos nosotros.

Todo estaba ajado, sucio, era inmanejable. Una restauración anterior apenas había mejorado la situación. Cuando se acabó el dinero, la Dirección Nacional de la Vivienda había suspendido las obras. De esa manera los tubos de ventilación de los retretes del primer piso desembocaban justo detrás del vestíbulo del segundo piso en lugar de haberlos prolongado hasta el tejado y provisto de ventiladores. El hedor cuando el viento soplaba en determinadas direcciones era compacto.

También en el plano artístico había problemas dolorosos. Uno de los más graves se llamaba Olof Molander. Durante decenios había sido el gran maestro del teatro en incesante competencia con Alf Sjöberg. Ahora tenía más de setenta años. La vejez había exacerbado su inquietud, su perfeccionismo, sus exigencias para con actores y colaboradores. Era un hombre hondamente torturado que torturaba a los demás.

Sus montajes rompían todos los límites de fechas. Su arbitrario talante envolvía al teatro en una atmósfera de fiebre que no tenía nada de creativa, sino que era puramente destructiva. Nadie discutía su genialidad pero iba aumentando el número de los que se negaban a trabajar con él. La directiva me confió la misión de comunicarle a Olof Molander que había terminado su trabajo en el Dramaten.

Por carta le había solicitado una cita. El prefirió venir a mi despacho.

Iba vestido con su elegancia habitual, traje bien planchado, camisa blanca impecable, corbata oscura, zapatos lustrados. Se le había roto una uña de su hermosa mano blanca, le molestaba un poco. Posó su gélida mirada clara en un punto situado más allá de mi oreja derecha, la pesada cabeza cesariana un poco de lado, una sonrisa casi imperceptible.

La situación era grotesca. Olof Molander era el hombre que me había enseñado la magia más íntima del teatro. De él había recibido mis primeros estímulos artísticos y los más fuertes. De pronto, la misión de la directiva me parecía imposible. Además se puso a hablar inmediatamente de los planes que tenía para la temporada venidera: Camino de Damasco, las tres partes, en el «sala pequeña», con pocos actores y un banco como único decorado. Mientras hablaba se tocaba con los dedos la uña rota. Sonreía, la mirada fija en la pared. De repente, me vino a la cabeza la idea de que él intuía lo que iba a ocurrir, que estaba interpretando una escena para hacer todo aún más penoso. «Doctor Molander, la directiva me ha encomendado una misión.» Me miró por primera vez y me interrumpió: «La directiva le ha encargado una misión, señor Bergman, ¿usted no tiene opinión?». Contesté que compartía la opinión de la directiva. «¿Y cuál es la opinión de la directiva y la suya, señor Bergman?» La sonrisa se hizo algo más cordial. «Me veo obligado a comunicarle, doctor Molander, que la próxima temporada no va a dirigir ninguna pieza en este teatro.» La sonrisa se apagó, la gran cabeza se volvió hacia la derecha, la blanquísima mano se seguía ocupando de la uña rota. «Ah, ¿no?» Silencio. Pensé: esto es absurdo y estoy cometiendo una terrible equivocación. Este hombre tiene que seguir en el Dramaten aunque nos caigamos a pedazos. Estoy cometiendo un error. Esto no está bien. Es una terrible equivocación. «Su decisión va a causarle una serie de molestias, ¿lo ha pensado ya, señor Bergman?» «Usted también ha sido jefe de teatro. Por lo que he leído en la historia del teatro tomó usted muchas decisiones desagradables.» Asintió y se rió: «La prensa no va a apreciar su renovadora iniciativa, señor Bergman». «No me asusta la prensa. En realidad no soy particularmente miedoso, doctor Molander.» «Ah, ¿no lo es?», me preguntó sereno y sin apartar de mí la mirada. «Le felicito. En ese caso sus películas demuestran una gran imaginación.»

Se levantó rápido: «No tenemos nada más que decirnos, ¿verdad?». Pensé: ¿podríamos empezar desde el principio, olvidar el daño?, no, es demasiado tarde y acabo de cometer mi primera y terrible equivocación como jefe del teatro. Le tendí la mano para despedirme. No la aceptó. «Escribiré a la directiva», dijo, y se fue.

Por tradición, el jefe del Teatro Dramático está mezclado en todas las decisiones, desde las más grandes hasta las microscópicas. Siempre ha sido así y lo sigue siendo, a pesar de la nueva ley de cogestión y un constante huracán de reuniones. El Dramaten es una institución irremediablemente autoritaria y el jefe tiene grandes posibilidades de definir la actividad externa y la interna. A mí me gustaba el poder, me sentaba bien y era estimulante. Mi vida privada, por otra parte, se había convertido en una sofisticada catástrofe, pero evité dedicarme a su contemplación recluyéndome en el teatro desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche. Además durante los cuarenta y dos meses de jefe del teatro puse en escena siete piezas, dirigí dos películas y escribí cuatro guiones.

La laboriosidad general era grande. Produjimos veintidós programas durante la temporada, diecinueve en las salas grande y pequeña, tres en el teatro China, donde presentábamos programas para jóvenes.

Los sueldos de los actores eran bajos, los subí un promedio del cuarenta por ciento, ya que consideraba que un actor era tan útil a la sociedad como un coadjutor o un obispo. Establecí un día libre por semana en el que estaban prohibidos los ensayos o funciones. Los actores, a los que el duro trabajo tenía agotados, recibieron la noticia con júbilo y aprovecharon el día de descanso para engrosar sus ingresos con trabajos extra.

En un principio nuestras medidas fueron recibidas con un desconcertado silencio, pero la resistencia se fue organizando desabridamente, a la manera sueca. Los demás jefes de teatro del país se reunieron en el restaurante Gyllene Uttern para discutir las medidas a tomar. Un teatro en dinámica expansión provoca, por razones obvias, crítica interna. Empezaron a filtrarse chismes a la prensa sensacionalista. Nuestro teatro escolar era criticado porque hacíamos las funciones en el teatro China, nuestro teatro infantil porque las hacíamos en la «sala grande». Se consideraba que hacíamos demasiadas funciones, demasiado pocas, con demasiada frecuencia, con demasiado poca, demasiados clásicos, demasiados autores nuevos. Se nos acusaba de no presentar nuevos dramaturgos suecos. Cuando poníamos piezas de nuevos dramaturgos suecos las hacían pedazos. Esto ha sido moneda corriente en la historia del Teatro Dramático a través de los siglos, es un hecho y no hay nada que hacerle.

No sé exactamente cómo fueron aquellos años, creo que fueron divertidos de una manera enloquecida, horribles y divertidos a la vez. Recuerdo que solía angustiarme hasta el punto de sentirme mal físicamente, pero al mismo tiempo esperaba con ardiente curiosidad lo que me podía deparar cada nuevo día. Me acuerdo que subía a mi puesto de mando, por la estrecha escalera de madera que lleva al despacho de la secretaria y del jefe, con una sensación mezcla de pánico y alegría. Aprendí que todo era cuestión de vida o muerte, pero no particularmente importante, que el entenderse y malentenderse iban de la mano como hermanos siameses, que en las actividades de los hombres lo que predominan son los fracasos, que la falta de autoconfianza es lo más peligroso que existe, que el desánimo ataca hasta al más fuerte y que las quejas diarias penetran como un ronroneo de seguridad a través del techo y las paredes: nos lamentamos y reñimos y gritamos, pero nos reímos.

Desde un punto de vista estrictamente profesional mis años como jefe del Dramaten fueron años perdidos. No me desarrollé, no tenía tiempo para pensar y me agarraba a soluciones ya bien probadas. Cuando llegaba a los ensayos a las diez y media tenía la cabeza llena de los problemas del teatro discutidos por la mañana. Después del ensayo me esperaban conversaciones y reuniones que se prolongaban hasta bien entrada la noche.

Creo que el único montaje que me satisfizo fue el de Hedda Gabler de Ibsen. Todo lo demás fueron obras de urgencia, hechas con prisa, a retazos. En realidad el motivo de haberme ocupado de Hedda fue que Gertrud Fridh, una de las muchas mujeres geniales del teatro sueco, no tenía un buen papel para el otoño. Con cierta aversión cogí la pieza. Durante el trabajo, se fue revelando, tras la máscara del magistral constructor de piezas un tanto artificial, el verdadero rostro del autor. Me di cuenta de que Ibsen vivía profundamente enmarañado en sus muebles, sus explicaciones, sus escenas brillantes pero meticulosamente preparadas, sus réplicas justo cuando está cayendo el telón, sus arias y dúos. Detrás de todos esos cachivaches que tanto dificultaban la visión había una obsesión de entregarse al público más profunda que la de Strindberg.

A finales de la primera temporada empezaron los contratiempos. Nuestro estreno mundial de Tres cuchillos de Wei de Harry Martinson, preparada para un difuso festival de Estocolmo, fue un soberano fracaso. Unos días después se estrenó mi comedia cinematográfica A propósito de esas mujeres. Fue un desastre convincente y bien merecido.

Fue un verano caluroso, ni mi esposa ni yo habíamos tenido tiempo de buscar una casa para las vacaciones. Nos quedamos en Djursholm, paralizados por el opresivo calor de bochorno y nuestro propio desaliento.

Escribí en mi esporádico diario: «La vida tiene exactamente el valor que uno le atribuye». Obviamente una formulación banal. Para mí ese pensamiento era tan infinitamente novedoso que no pude llevarlo a la práctica.

Mi asistente de siempre, al que llamaban Tim, pasó un verano difícil. Había sido bailarín en el ballet del Teatro Municipal de Malmö. Debido a su escasa estatura nunca consiguió bailar, a pesar de su calidad, los grandes papeles. Al cumplir los cuarenta y dos años se jubiló. Lo contraté como colaborador. Mi éxito internacional había complicado mi vida cotidiana. Alguien tenía que atender el teléfono y contestar las cartas, alguien tenía que ocuparse de los pagos y la contabilidad, alguien tenía que llevar la organización de base, alguien tenía que asumir la molestia de ser mi mano derecha.

Era una persona muy pulcra de frente alta, cabello teñido, nariz fina y unos infantiles ojos azules desorbitados bajo largas pestañas. La boca era una raya pálida, carente de amargura. Era afable, ocurrente y jovial. Le apasionaba el teatro, pero le asqueaba la mediocridad.

Vivía feliz con un amigo que estaba casado y tenía varios hijos. La esposa, mujer inteligente, permitía y animaba la relación. Para mí Tim se hizo imprescindible, nuestra amistad fue relativamente poco complicada. La tragedia se abatió sobre él de una manera repentina e inesperada. Su amigo se enamoró de otro. Tim se vio expulsado de la acogedora comunidad familiar y de la vida en común. Se precipitó de bruces en una ciénaga de alcoholismo, drogas y sexualidad de lo más brutal. Ternura e intimidad se convirtieron en libertinaje, prostitución y abuso descarado. El trabajador correcto, puntual, cumplidor del deber, empezó a descuidar su trabajo y a dejarse ver en público con extrañas compañías que lo maltrataban.

A veces desaparecía varios días, a veces llamaba por teléfono con la excusa de que tenía gripe intestinal, siempre gripe intestinal. Logré que fuese a un psiquiatra —no sirvió de nada. Los desorbitados ojos enrojecieron y fueron perdiendo el brillo, la delicada boca fue adquiriendo un rictus de amargura, el maquillaje se hizo más descuidado, el tinte del pelo se iba decolorando y la ropa impregnada de humo de tabaco y perfume hedía. «Entre maricones no hay fidelidad porque no podemos tener hijos; ¿no crees que hubiese podido ser una buena madre? Uno se ve obligado a vivir con la nariz tan metida en la mierda que se ahoga. No es precisamente ternura ni intimidad, ¿o qué crees tú? No creo en la salvación, no, la boca llena y un chorrito en el culo, ése es mi evangelio. Quizá sea mejor para nosotros no vivir una relación de tipo físico. Sólo crearía celos y enemistad pero en todo caso es una pena que nunca quieras probar ni lo más mínimo. En todo caso, yo soy el más rico de los dos porque soy mujer y hombre. Además, joder, soy mucho más listo que tú.»

Tim murió una mañana de domingo mientras, en chandal y con un delantal con figuras del pato Donald, estaba preparándose el desayuno. Cayó y allí quedó tumbado, probablemente muerto en unos segundos. Una muerte buena para un hombrecito valiente que tenía mucho más miedo a la compasiva Muerte que a la bestialidad de la vida.

Alf Sjöberg había seleccionado para el coro de Alcestes jóvenes actrices de buena estatura, entre ellas la prometedora Margaretha Byström, recién salida de la escuela de teatro. Otro director la solicitó para un gran papel. Sin consultar a Sjöberg, autoritariamente, la cambié de obra. El comité de actores lo aprobó y clavamos el reparto en el tablón de anuncios. Unas horas después un rugido traspasó las puertas dobles y los muros de un metro de grosor, bien aislados, del despacho del jefe. Se oyó otro estrépito y un grito. Alf Sjöberg entró, blanco de ira, y me exigió que le devolviese inmediatamente a Margaretha Byström. Le expliqué que era imposible, que, por fin, ella iba a tener una oportunidad y que además yo no me plegaba a imposiciones de ese tipo. Sjöberg me dijo que, por fin, iba a poder partirme la boca. Me protegí detrás de la mesa de reuniones y dije algo sobre sus malditos modales de gañán. El furioso director me contestó que yo había estado poniéndole obstáculos desde el día en que llegué y que ésta era la gota que colmaba el vaso. Me acerqué a él y le conminé a que me pegase en el acto si creía que ese tipo de argumento iba a servir para algo. Logré articular una atemorizada sonrisa. A Sjöberg le temblaba la cara y el cuerpo. Respirábamos profundamente. Dijo que me iba a dar una somanta que no iba a olvidar en mi vida. En ese mismo instante nos dimos cuenta ambos de la enloquecida comicidad de la situación, pero estábamos lejos de reírnos.

Sjöberg se sentó en la silla más próxima y se preguntó cómo dos personas relativamente bien educadas podían com­portarse de una manera tan estúpida. Le prometí devolverle a Margaretha Byström si el comité de actores autorizaba el cambio. Hizo un gesto de rechazo despectivo y abandonó el despacho. En nuestro encuentro siguiente no hablamos del asunto. Más tarde tuvimos violentas confrontaciones de opi­nión, tanto artísticas como humanas, pero siempre nos en­frentamos educadamente y sin rencor.

La primera visita al Teatro Dramático la hice en 1930. Daban la pieza de hadas de Geijerstam Nicolás grande y Nicolás pequeño. El director era Alf Sjöberg, un joven de veintisiete años. Era su segunda puesta en escena. La recuerdo con todo detalle, la iluminación, las imágenes, el amanecer sobre los duendecillos vestidos con traje regional, la barca en el río, la vieja iglesia con san Pedro de portero, la sección de la casa. Yo estaba sentado en el segundo piso en un lateral, segunda fila, junto a una puerta. A veces, en esa hora silen­ciosa que hay en el teatro entre el ensayo y la función, me siento en ese sitio, el mío, me permito la nostalgia y siento con cada latido del corazón que estos locales imprácticos y anticuados son mi verdadero hogar. Este gran espacio que descansa en el silencio y la penumbra es —pensé escribir después de muchas dudas— el principio y el fin y casi todo lo que hay entre medio. El verlo así en palabras resulta grotesco y exagerado, pero no puedo encontrar una formu­lación más precisa, así es que lo dejo así: el principio y el fin y casi todo lo que hay entre medio.

Alf Sjöberg contó una vez que nunca necesitaba regla ni cinta métrica cuando dibujaba la superficie del escenario para hacer el boceto de la escenografía. La mano conocía la escala exacta.

El permaneció en la Casa desde su debut como joven actor apasionado (su profesora Maria Schildknecht dijo: «Era un actor joven muy talentoso, pero tan jodidamente perezoso que se hizo director»). Trabajó en la Casa hasta su muerte, fue de director invitado a otros teatros dos o tres veces, pero permaneció en la Casa, de la que fue su príncipe y su prisionero. No creo haber encontrado nunca a una persona con contradicciones tan violentas en su ser. Su rostro mos­traba una máscara de marioneta donde todo estaba controlado por la voluntad y un encanto despiadado. Detrás de este aspecto, adoptado con tal determinación, luchaban o se ar­monizaban la inseguridad social, el conocimiento y el engaño de sí mismo, la pasión intelectual, el valor y la cobardía, el humor negro y la seriedad mortal, la suavidad y la brutalidad, la impaciencia y la infinita paciencia. Como todos los direc­tores él también representaba el papel de director. Como además era un actor de talento la interpretación era convin­cente: visionario y práctico.

Por mi parte no me propuse competir nunca con Sjöberg. En teatro era superior a mí, yo aceptaba el hecho sin amar­gura. Para mí sus versiones de Shakespeare eran completas. Yo no tenía nada que añadir, él sabía más que yo, veía con más profundidad y daba forma a lo que había visto.

Su generosidad era recibida a menudo con críticas cicateras y mediocres. Yo no podía ni imaginar que a él le dolieran aquellas grisáceas quejas.

Probablemente fue nuestra provinciana revolución cultu­ral lo que más profundamente le afectó. A diferencia de mí, Sjöberg era un hombre políticamente comprometido y ha­blaba apasionadamente del teatro como arma. Cuando el movimiento llegó al Dramaten quiso subir a las barricadas junto con los jóvenes. Su amargura fue grande cuando tuvo que leer que había que pegar fuego al Dramaten y que lo mejor que se podía hacer con Sjöberg y Bergman era colgarlos del reloj de Tornberg delante del teatro.

Es posible que algún científico valeroso se atreva a inves­tigar los perjuicios que le causó a nuestra vida cultural, directa e indirectamente, el movimiento de los años sesenta. Es posible pero apenas probable. Los revolucionarios frustrados se mantienen todavía en sus mesas de las redacciones de los periódicos y hablan amargamente de la «renovación que no pudo ser». No se dan cuenta (¡y cómo iban a poder hacerlo!) que su aporte fue una puñalada mortal a una evolución que nunca debe separarse de sus raíces. En otros países, donde pueden florecer varios pensamientos a la vez, la tradición y la educación no fueron liquidadas. Fue únicamente en China y en Suecia donde despreciaron y humillaron a sus artistas y a sus maestros.

A mí me echaron de la Escuela Nacional de Arte Dra­mático ante los ojos de mi hijo. Cuando yo sostenía que los jóvenes actores tenían primero que aprender la técnica teatral para que su mensaje revolucionario alcanzase al público, los alumnos agitaban el librito rojo de Mao Ze Dong y me silbaban, complacientemente animados por el entonces rector Niklas Brunius.

Los jóvenes se agruparon rápida y hábilmente, se apode­raron de los medios de comunicación y nos dejaron a los viejos y ya gastados en un cruel aislamiento. A mí personal­mente no me dificultaron mi trabajo. Mi público estaba en otros países, me daba de comer y me mantenía de buen humor. Despreciaba el fanatismo que recordaba de mi infan­cia: el mismo poso emocional, sólo eran diferentes las ban­deras. En lugar de aire puro nos dieron deformación, secta­rismo, ansiosa complacencia y abuso de poder. El modelo es siempre el mismo: las ideas se burocratizan y se corrompen. A veces va muy deprisa, a veces tarda cien años. En el sesenta y ocho fue a una velocidad vertiginosa. Los daños producidos en breve tiempo fueron sorprendentes y de difícil repara­ción.

Durante los últimos años Alf Sjöberg hizo varios grandes montajes. Tradujo e hizo una puesta en escena de La Anun­ciación a María de Claudel, una función imperecedera. El Galileo de Brecht, construido con bloques masivos. Finalmen­te La escuela de las mujeres, juguetona, concentrada, negra, desprovista de todo sentimentalismo.

Teníamos nuestros despachos en el mismo pasillo en el segundo piso, nos solíamos cruzar deprisa, yendo o viniendo de los ensayos. A veces nos sentábamos en unas sillas a ha­blar, chismorreando o protestando. Rara vez íbamos a nues­tros despachos, ni nos veíamos en la vida privada, nos sentábamos en las sillas. A veces varias horas, se convirtió en un ritual.

Hoy, cuando voy deprisa a mi despacho por el pasillo sin ventanas, infestado de humo, somnolientamente alumbrado, pienso: ¡a lo mejor nos encontramos!

En Örebro habían construido un nuevo teatro. El Dramaten fue invitado a celebrar la solemne inauguración. Había­mos elegido una comedia inédita de Hjalmar Bergman, el famoso y problemático hijo de la ciudad. La pieza, titulada La amante de Su Merced, se movía con gracia, pero con escasa originalidad, entre los personajes de El testamento de Su Merced, además de la deliciosa amante que aparece de repen­te. Le pedí a «Su Merced» por excelencia, Olof Sandborg, que volviera a ponerse el uniforme y la nariz. Le divirtió la idea.

Poco antes de iniciar los ensayos Olof Sandborg cayó enfermo y se vio obligado a renunciar al papel. Le pedí a Holger Löwenadler que lo sustituyese. Asumió la responsa­bilidad sin mayor entusiasmo sabiendo que Sandborg era el Incomparable y que nuestros imaginativos críticos se dedi­carían a hacer comparaciones despectivas. Unos días antes de ir a Örebro el director Per Axel Branner tuvo un ataque de lumbago y debió guardar cama. Yo estaba muy resfriado desde hacía unas semanas, pero me consideraba obligado a asistir a la festividad para pronunciar un discurso y entregar unos regalos.

El nuevo teatro resultó ser un horroroso monstruo de cemento y sólido desprecio por el arte escénico. A esto hay que añadir que Örebro tenía uno de los teatros más hermosos del país que la indiferencia sueca por la tradición cultural había dejado caer en ruinas.

La víspera del estreno ensayamos y ajustamos la ilumi­nación. Anders Henrikson, que interpretaba el papel de Wickberg, se puso repentinamente muy enfermo con graves ataques de vértigo y pérdida de memoria. Se negó a que llamásemos a un médico y decidió actuar ya que de otra manera la fiesta se iba a pique. La mañana del estreno yo tenía cuarenta grados de fiebre y vomitaba sin parar. Tiré la toalla y le pedí a nuestro director administrativo que se hiciese cargo del barco.

Dio comienzo la solemne inauguración. Lars Forssell ha­bía escrito un prólogo magistral que leyó Bibi Andersson, vestida con el traje de la protagonista de la pieza de Hjalmar Bergman Sagan, una de sus brillantes creaciones. Acababa de empezar cuando cayó muerto un hombre que estaba en la segunda fila. Lo sacaron de la sala y volvió a empezar el prólogo en un ambiente cada vez más enrarecido. Anders Henrikson se encontraba peor pero insistía en que había que hacer la función. Fue una macabra representación en la que el apuntador fue el protagonista. La crítica fue demoledora y a Anders Henrikson lo pusieron por los suelos como premio a su coraje.

La gente de teatro es supersticiosa, lo que es comprensible Nuestro arte es irracional, en cierta medida inexplicable y está incesantemente expuesto al juego de las casualidades. Nos preguntamos (evidentemente en broma) si Hjalmar Bergman se habría interpuesto en nuestro empeño. Probablemente no había querido que representásemos su pieza y había tratado de impedírnoslo.

Varias veces he tenido vivencias de ese tipo. Durante los últimos años Strindberg me ha hecho objeto de su disgusto. Estaba ensayando La danza de la muerte: la policía vino a detenerme. Iba a hacer otra vez La danza de la muerte: Anders Ek cayó gravemente enfermo. Ensayaba El sueño en Munich y el Abogado se volvió loco. Trabajábamos con La señorita Julia y Julia enloqueció. Planeaba hacerla en Estocolmo y la Julia elegida quedó embarazada. Al iniciar los preparativos de El sueño el escenógrafo agarró una depresión, la Hija de Indra quedó embarazada y a mí me atacó una misteriosa infección difícil de dominar que finalmente puso en peligro todo el proyecto. Tantos desastres no pueden ser una casualidad. Por algún motivo Strindberg no quería saber nada de mí. La idea me entristeció porque yo lo adoro.

Una noche, sin embargo, me telefoneó y nos citamos en Karlavägen. Yo estaba lleno de excitación y de respeto, pero me acordé de la correcta pronunciación de su nombre: «Ogust». Fue amable, casi cordial, había visto El sueño en la «sala pequeña» pero no hizo una sola alusión a mi cariñosa parodia de la gruta de Fingal.

A la mañana siguiente me di cuenta de que cuando uno se ocupa de Strindberg tiene que contar con períodos de períodos de desgracia pero que por esta vez ya se había aclarado el aclarado el malentendido.

Todo esto lo cuento como una historia divertida, aunque claro está que, en lo más hondo de mi ánimo infantil, no considero en absoluto que sea una historia divertida. Fantas­mas, demonios y otros seres sin nombre o sin patria, me han rodeado desde mi infancia.

Cuando tenía diez años me quedé encerrado en el depósito de cadáveres del Hospital de Sophia. Uno de los conser­jes se llamaba Algot. Era grande, llevaba rapado su pelo rubio blanquecino, tenía una cabeza redonda, cejas blancas y ojos azules penetrantes, estrechos. Sus manos eran gruesas y azulgranas. Algot transportaba cadáveres y me hablaba con fruición de la muerte y los muertos, de la agonía y la muerte aparente.

El depósito de cadáveres se componía de dos espacios: una capilla donde los familiares se despedían por última vez de sus seres queridos, y una habitación interior donde se arre­glaban los cadáveres después de la autopsia.

Un soleado día de principios de primavera Algot me llevó al cuarto interior y levantó la sábana que cubría un cadáver recién llegado. Era una joven de largo pelo negro, boca carnosa y barbilla redonda. La estuve mirando un buen rato mientras Algot estaba ocupado en otras cosas. De repente oí un estrépito. La puerta se había cerrado y yo me había quedado solo con los muertos, la hermosa joven y cinco o seis cadáveres más que estaban colocados en estanterías que cubrían las paredes, apenas tapados por sábanas con manchas amarillas. Golpeé la puerta y llamé a Algot, fue inútil. Estaba solo con los muertos o los aparentemente muertos, alguno podía levantarse de repente en cualquier momento y agarrar­me. El sol entraba por los cristales blanquecinos, la calma se cernía sobre mi cabeza, una campana protectora que llegaba hasta el cielo. El corazón retumbaba en mis oídos, respiraba con dificultad y me sentía helado por dentro y por fuera.

Me senté en un taburete en la capilla y cerré los ojos. Era horrible, tenía que controlar lo que podía ocurrir justo a mi espalda o donde no miraba. El silencio quedó roto por un sordo gruñido. Yo sabía lo que era. Algot me había contado que los muertos se tiraban sonoros pedos, el sonido no daba miedo directamente. Pasaron algunas figuras por fuera de la capilla, oí sus voces, se vislumbraban a través de los cristales de las ventanas. Para sorpresa mía no grité, sino que me quedé en silencio, inmóvil. Las figuras desaparecieron y las voces se acallaron.

Se apoderó de mí un violento deseo que me quemaba y cosquilleaba. Me levanté y el impulso me llevó hacia la habitación donde estaban los muertos. La joven a la que acababan de hacerle el tratamiento yacía sobre una mesa de madera en medio del cuarto. Retiré la sábana y quedó al aire Estaba completamente desnuda excepto un esparadrapo que iba de la garganta al pubis. Levanté la mano y le toqué el hombro. Había oído hablar del frío de los muertos pero la piel de la chica no estaba fría, estaba caliente. Llevé la mano hasta su pecho, pequeño y fofo, coronado por un pezón negro, levantado. En el vientre crecía un vello oscuro, no respiraba, no, no respiraba, ¿se le había abierto la boca? Veía los blancos dientes bajo la redondez de los labios. Me moví para poder ver su sexo que quería tocar pero no me atrevía a hacerlo.

Ahora notaba que ella me contemplaba por debajo de sus párpados semicerrados. Todo se hizo confuso, el tiempo se detuvo y la fuerte luz se hizo más intensa. Algot me había contado la historia de un colega que le gastó una broma a una joven enfermera. Colocó una mano amputada debajo de las sábanas de la cama de ella. Al no acudir a la reunión de la mañana fueron a buscarla a su cuarto. Allí estaba desnuda, mordisqueando la mano, y con el dedo gordo, que había separado de la mano, metido en el coño. Yo me iba a volver loco de la misma manera. Me lancé contra la puerta que se abrió sin dificultad. La joven me dejó escapar.

Ya en La hora del lobo traté de contar este episodio pero fracasé y lo corté todo. Se repite en el prólogo de Personay cobra su forma final en Gritos y susurros, donde la muerta no puede morir sino que se ve obligada a inquietar a los vivos.

Fantasmas, diablos y demonios, buenos, malos o simple­mente fastidiosos. Me han soplado en la cara, empujado, clavado agujas, tirado del jerséi. Me han hablado, a gritos o en susurros, voces claras, no particularmente comprensibles pero imposibles de ignorar.

Hace veinte años me operaron, fue una intervención insignificante pero tuvieron que anestesiarme. Debido a un error me pusieron un anestésico demasiado fuerte. Desapa­recieron seis horas de mi vida. No recuerdo sueño alguno, el tiempo dejó de existir: seis horas, seis microsegundos o la eternidad.

La operación salió bien: durante toda mi vida consciente me había debatido en una relación con Dios dolorosa y sin alegría. Fe o falta de fe, culpa, castigo, gracia y condena eran realidades irrefutables. Mis oraciones hedían a angustia, sú­plica, maldición, agradecimiento, consuelo, aburrimiento y desesperación: Dios hablaba, Dios se callaba, no me arrojes de delante de ti.

Las horas que hizo desaparecer la operación me propor­cionaron un dato tranquilizador: tú naces sin un fin, vives sin un sentido, el vivir es su propio sentido. Al morir te apagas. De ser, te transformas en un no-ser. No tiene por qué haber necesariamente un dios entre nuestros átomos cada vez más caprichosos.

Este conocimiento me ha proporcionado una cierta segu­ridad que ha alejado decididamente la angustia y el tumulto. En cambio, yo nunca he negado mi segunda (o primera) vida, mi vida espiritual.

Al regresar de Örebro tenía cuarenta y un grados de fiebre y estaba casi inconsciente. Llamaron a un médico que diag­nosticó una pulmonía doble. Me atiborraron de antibióticos, me metí en la cama y me puse a leer teatro.

Poco a poco, me empecé a levantar pero no estaba to­talmente restablecido sino que me veía asaltado incesantemente por ataques de fiebre que duraban unos días. Finalmente me metieron en el Hospital de Sophia para hacerme un chequeo. Mi habitación daba al parque, con vistas a la amarilla casa rectoral de la colina y a la capilla mortuoria, donde entraban y salían personas enlutadas, con ataúdes o sin ellos. Había vuelto al punto de partida.

Me acercaba al Dramaten con toda la frecuencia que me lo permitía mi salud, para acabar con los rumores de mi inminente muerte. Por lo demás iba empeorando. Me atacaban repentinos trastornos del equilibrio. Me veía obligado a permanecer completamente inmóvil mirando fijamente un punto de la habitación. Si movía la cabeza se derrumbaban paredes y muebles sobre mí y vomitaba. Parecía un anciano, caminaba colocando cuidadosamente un pie delante del otro, me agarraba a los quicios de las puertas y hablaba lentamente.

Un día cedieron las molestias, me sentí casi normal. Ingrid von Rosen, una amiga querida, me metió en su coche y me llevó a Smådalarö. Era un día de abril soleado y ventoso con manchas de nieve en las laderas del norte y calor al abrigo del viento. Nos sentamos en la escalera de la casa de verano junto al viejo roble, comimos unos bocadillos y bebimos cerveza. Ingrid y yo nos conocíamos desde hacía siete años. No teníamos mucho que decirnos, pero nos gustaba estar juntos.

Seguía las costumbres del hospital: me levantaba tempra­no, desayunaba, trataba de dar un paseo por el parque, telefoneaba al teatro para ventilar las últimas catástrofes, leía la prensa y me sentaba ante el escritorio para probar si a pesar de todo podía producir algo creativo.

Tuve que esperar un mes o más antes de que las imágenes, con infinita reluctancia, se desprendiesen de mi conciencia y se dejasen captar en palabras vacilantes y frases desmañadas. Tenía un contrato con Svensk Filmindustri para hacer una película que iba a empezar a rodarse en junio, un buen mamotreto titulado Los caníbales. Me di cuenta ya a finales de marzo que el proyecto era irreal y propuse por ello una película corta con dos mujeres. Cuando el director de la empresa me preguntó cortésmente de qué iba a tratar, le contesté, saliéndome por la tangente, que iba a tratar de dos mujeres jóvenes que están sentadas en una playa con unos sombreros grandes, enfrascadas en la comparación mutua de sus manos. La cara del jefe no dejó traslucir sorpresa alguna y dijo entusiasmado que era una idea brillante. A finales de abril me senté pues ante el escritorio en mi habitación de enfermo desde donde observé la llegada de la primavera en torno a la casa rectoral y el depósito de cadáveres.

Las dos mujeres seguían comparándose las manos. Un día descubrí que una era muda como yo. La otra era locuaz, diligente y solícita como yo. No tenía siquiera fuerzas para escribir en la forma tradicional de guión. Las escenas iban naciendo dentro de mí con un esfuerzo absurdo. Me era casi imposible formular palabras y frases. La comunicación entre la maquinaria de la imaginación y el engranaje de la materialización estaba interrumpida o gravemente dañada. Sabía lo que quería decir pero no podía decirlo.

El trabajo iba avanzando día a día a velocidad de caracol, interrumpido por ataques de fiebre, trastornos del equilibrio y el cansancio de la desesperación. Empezaba a tener prisa. Había que contratar a los actores. En ese punto sabía lo que quería. Algún día por semana cenaba en casa de mi amigo y médico, Sture Helander. Es un entusiasta fotógrafo aficio­nado. En Lofoten estaban rodando una versión de Pan, la novela de Hamsun, bajo el prometedor título Breve es el verano. Helander y su esposa habían ido al rodaje porque eran íntimos amigos de Bibi Andersson. El doctor hizo muchas fotografías. Como a mí me encanta ver fotografías me enseñó su cosecha, sobre todo su mujer y las montañas, pero también dos fotos que captaron particularmente mi interés: Bibi Andersson sentada junto a una pared de madera roja oscura. A su lado, también sentada, había una actriz a la que se parecía y no se parecía. La reconocí, había formado parte de una delegación noruega que había visitado el Dramaten hacía un año. Se la consideraba una gran promesa, había interpre­tado ya a Julia y Margareta y se llamaba Liv Ullman.

Nos pusimos a buscar a ambas señoras, que después del rodaje se habían marchado de vacaciones con sus respectivos maridos a Yugoslavia.

Al terminar la temporada del Dramaten logré acabar el guión y me encontré con mis actrices a quienes el trabajo que les esperaba las tenía tan divertidas como horrorizadas.

En la conferencia de prensa tuve fuertes trastornos del equilibrio. Cuando los fotógrafos me pidieron que me foto­grafiase con las actrices junto a algún abedul debí negarme. No podía moverme. La foto representa a tres personas algo angustiadas, las tres mirando hacia la izquierda. Cuando Kjell Grede vio la foto dijo: «La vieja diva saca a pasear a sus galgos».

Se fijó la fecha de inicio de la filmación y se decidió que los exteriores se rodarían en Fårö. La elección fue fácil. Fårö era desde hacía muchos años mi amor secreto. En realidad, esto es sorprendente. Me crié en Dalecarlia. El río, las colinas, los bosques y los prados es el paisaje que llevo grabado en lo más profundo de mi conciencia. Sin embargo, fue Fårö.

Así fue como ocurrió: en 1960 iba a hacer una película titulada Como en un espejo. Trataba de cuatro personas en una isla. En la primera imagen surgen de un agitado mar crepuscular. Yo quería, sin haber estado allí, que se rodase en las islas Orcadas. El productor, desesperado ante los gastos que se le avecinaban, puso un helicóptero a mi disposición para que inspeccionase rápidamente la costa sueca. Vi la costa y volví aún más decidido a rodar en las islas Oreadas. Una administración al borde de la desesperación mencionó Fårö. Fårö era una isla muy parecida a las Orcadas. Pero más ba­rata. Más práctica. Más accesible.

Para terminar de una vez con las discusiones nos fuimos un tormentoso día de abril a Gotland para ver rápidamente Fårö y decidirnos definitivamente por las islas Orcadas. Un taxi desvencijado nos esperaba en Visby y nos llevó por entre lluvia y viento al muelle del transbordador. Tras una travesía movida llegamos a Fårö. Recorrimos la isla, envueltos en chirridos, por carreteras estrechas y resbaladizas que bordea­ban la costa. En el guión había un buque naufragado encallado en tierra. Doblamos las rocas de un promontorio y allí estaba el buque, un cúter ruso para la pesca de salmón, exactamente como lo había descrito. La vieja casa tenía que estar en un pequeño jardín de manzanos viejos. Encontramos el jardín, la casa podíamos construirla. Tenía que haber una playa pedregosa, y encontramos una playa pedregosa vuelta hacia la eternidad.

El taxi nos llevó finalmente a las «raukas», las singulares formaciones rocosas del norte de la isla. Allí estuvimos in­clinados contra la tempestad, con los ojos clavados hasta las lágrimas en esos misteriosos ídolos que levantaban sus pesadas frentes hacia las olas y el horizonte que iba oscu­reciéndose.

En realidad no sé qué pasó. Si uno quisiera ponerse solemne se podría decir que había encontrado mi paisaje, mi verdadera casa. Si se quiere ser divertido se puede hablar de flechazo.

Le dije a Sven Nykvist que quería vivir en la isla el resto de mi vida, que quería edificar una casa exactamente donde estaba el decorado de la película. Sven me propuso que mirase unos kilómetros al sur. Allí está la casa hoy. Se construyó entre 1966 y 1967.

Mi ligazón con Fårö tiene varias causas; primero fueron las señales de mi intuición: éste es tu paisaje, Bergman. Responde a tus ideas más profundas en lo tocante a formas, proporciones, colores, horizontes, sonidos, silencios, luz y reflejos. Aquí hay seguridad. No pregunten por qué, las explicaciones son desmañadas racionalizaciones hechas a posteriori. Por ejemplo, en tu profesión buscas simplifica­ción, proporción, tensión, respiración. El paisaje de Fårö te proporciona todo esto en gran medida.

Otras razones: tengo que tener un contrapeso para el teatro. En la playa puedo ponerme furioso y rugir. Lo más que puede ocurrir es que levante el vuelo una gaviota. En el escenario eso es una catástrofe.

Razones sentimentales: pensaba apartarme del mundo, leer los libros que no he leído, meditar, purificar mi alma. Pocos meses después ya estaba involucrado sin remedio en los problemas de los habitantes de la isla, lo que dio como resultado Documentos sobre Fårö.

Más razones sentimentales: durante el rodaje de Personanos alcanzó la pasión a Liv y a mí. Una grandiosa equivo­cación me llevó a construir la casa pensando en una vida en común en la isla. Olvidé preguntarle a Liv su opinión. Me enteré después por su libro Transformaciones. Su testimonio es, creo, en líneas generales, amorosamente correcto. Se quedó unos años. Luchamos contra nuestros demonios lo mejor que pudimos. Entonces le propusieron el papel de Kristina en Los emigrantes. La llevó lejos. Al marcharse, los dos sabía­mos. La soledad libremente elegida es tolerable. Me atrinche­ré y establecí un programa de vida minucioso: me levantaba temprano, paseaba, trabajaba, leía. A las cinco venía una vecina, me hacía la cena, fregaba y se marchaba. A las siete volvía a quedarme solo.

Había motivos para desmontar la maquinaria y repasarla Estaba descontento de mis últimas películas y de mis montajes teatrales, pero a posteriori. Estaba descontento después de haberlo hecho. Durante el trabajo me protegía y protegía mis actividades de una autocrítica destructiva. No podía juzgar los errores y las debilidades hasta después de ter­minar.