Yo había hecho algunas películas medianejas pero había ganado bastante dinero. Estaba en mala forma después de la representación grandiosamente concebida, pero fracasada, con Liv Ullman y conmigo de protagonistas y las «raukas» como escenografía. Uno de los protagonistas había huido, yo me había quedado en el decorado. Hice un montaje bastante bueno de El sueño, me enamoré del enamoramiento de una actriz joven, me horroricé ante la mecánica de la repetición, me retiré a mi isla y escribí, en un largo ataque de melancolía, una película titulada Gritos y susurros
Junté mis ahorros, convencí a las cuatro protagonistas de que invirtieran sus honorarios en la coproducción de la película y conseguí un préstamo de medio millón de coronas del Instituto del Cine. Esto despertó inmediatamente la indignación de muchas gentes de cine que se quejaban de que Bergman les quitase el pan de la boca a sus pobres colegas suecos, él que podía financiar sus películas en el extranjero. Eso no era verdad. Después de una serie de semifracasos no tenía financieros para mi película ni en Suecia ni en el extranjero. Así debía ser, estaba dentro de las normas y del orden. Siempre he apreciado la sincera brutalidad del cine internacional. Uno no necesita dudar nunca de su valor de mercado. El mío era cero. Los periodistas habían empezado a hablar por Segunda vez en mi vida de que mi carrera había terminado. Curiosamente toda aquella indiferencia silenciosa o manifiesta no me influyó.
Rodamos la película en un ambiente de alegre confianza, en una casa solariega venida a menos en las afueras de Mariefred. El parque estaba aceptablemente descuidado y las hermosas habitaciones en un estado tan penoso que pudimos modificarlas como quisimos. Estuvimos viviendo y trabajando en la finca ocho semanas.
Alguna vez lamento haber dejado de hacer cine. Es natural y se me pasa pronto. Lo que más echo en falta es la colaboración con Sven Nykvist. Posiblemente se debe a que ambos estamos totalmente fascinados por la problemática y la magia de la luz. De la luz suave, peligrosa, onírica, viva, muerta, clara, brumosa, cálida, violenta, fría, repentina, oscura, primaveral, vertical, lineal, oblicua, sensual, domeñada, limitadora, serena, venenosa, luminosa. La luz.
Tardamos en terminar Gritos y susurros La sincronización y las pruebas en el laboratorio fueron largas y costosas. Sin esperar los resultados empezamos Secretos de un matrimonio. Fue sobre todo como un juego. En plena filmación me telefoneó mi abogado para explicarme que nos quedaba dinero para un mes. Vendí a la televisión sueca los derechos de antena para los países escandinavos y así pude llevar a puerto nuestra película de seis horas por los pelos.
No fue fácil encontrar un distribuidor norteamericano para Gritos y susurros Mi agente Paul Kohner, un viejo comerciante con experiencia, se esforzó sin resultado. Un conocido distribuidor se volvió a Kohner después de una pase de la película y le gritó: «I will charge you for this damned screening» [Le pasaré cuentas por esta maldita proyección]. Finalmente una pequeña empresa especializada en películas de terror y porno blando se compadeció. En uno de los cines que exhiben películas de calidad en Nueva York quedó un hueco —una película de Visconti no se había terminado a tiempo-. Dos días antes de Navidad se lanzó el estreno mundial de Gritos y susurros.
Ingrid y yo nos habíamos casado en noviembre y vivíamos en una casa, cerca de la Karlaplan, tan hermosa como una pastilla de café con leche. Allí había estado tiempos atrás «Roda Huset», la casa donde Strindberg había vivido con Harriet Bosse. La primera noche me despertó una suave música de piano que subía del suelo. Era Aufschwung de Schumann, una de las composiciones favoritas de Strindberg. ¿Tal vez un cariñoso saludo de bienvenida?
Nos pusimos a preparar nuestra Navidad invadidos de una vaga inquietud por el futuro. Käbi solía decir que a ella no le importaba el dinero, pero que el dinero es bueno para los nervios. Me entristeció un poco que, como era de suponer, se terminasen las actividades de Cinematograph.
La víspera de Nochebuena me telefoneó Paul Kohner. Su voz sonaba un poco extraña y murmuraba: «It is a rave, Ingmar. It is a rave!». Yo no tenía idea de lo que era un «rave». Tardé unos instantes en darme cuenta del éxito total. Diez días después la película se había vendido a la mayoría de los países donde aún quedan cines.
Trasladamos Cinematograph a unos locales más amplios. Instalamos una hermosa sala de proyección con un equipo perfecto, nuestra oficina se convirtió en un agradable punto de encuentro y centro de una actividad en serena expansión. Me instalé en el papel de productor y llevé a cabo proyectos con otros directores.
No creo que fuese un productor especialmente bueno porque me esforzaba en no ser dominante. De esa manera no era sincero, daba demasiados ánimos y exigía muy poco. Tuve numerosas ocasiones de admirar el genio de productor de Lorens Marmstedt: su firmeza, desconsideración, franqueza y moral de lucha. Pero también su tacto, comprensión y sensibilidad. Si hubiésemos tenido un solo productor con la capacidad de Lorens, nuestros directores de más talento no hubiesen quedado abandonados: Jan Troell, Vilgot Sjöman, Kay Pollak, Roy Andersson, Maj Zetterling, Marianne Ahrne, Kjell Grede, Bo Widerberg. Largos períodos estériles de incertidumbre e inseguridad, de orgullo sobrecompensado y proyectos rechazados. De pronto un puñado de millones, silencio, indiferencia y un lanzamiento tímido. Cuando el fracaso o la bien intencionada desgracia es un hecho, una sonrisa grisácea: ¿qué es lo que habíamos dicho?
Un matrimonio excelente, buenos amigos, una empresa que funcionaba bien, bien situada. En torno a mis salientes orejas soplaban suaves vientos, la vida me sabía mejor que nunca. Secretos de un matrimonio fue un éxito; La flauta mágica, otro.
Para rozarme al menos por una vez con las celebridades me fui con Ingrid a Hollywood. Oficialmente estaba invitado a dar un seminario en la Escuela de Cine de Los Angeles. Me vino de perillas. Hacia fuera era una razón inatacable; para mí, en secreto, un placer inusual, casi prohibido.
Todo salió mucho mejor de lo que esperábamos: el cielo de un amarillento venenoso de Los Angeles; la comida oficial con directores y actores; la indescriptible cena en el palacio de Dino De Laurentis con vistas sobre la ciudad y el océano Pacífico; su esposa, Silvana Mangano, la perfecta belleza de los años cincuenta, transformada en un esqueleto andante con una calavera bien maquillada y ojos inquietos, heridos; la hermosa hija de quince años inseparablemente pegada al padre; la mala comida; la amabilidad bien engrasada, indiferente.
Otra cena, otra noche: mi agente Paul Kohner, veterano de Hollywood, había invitado a algunos ancianos directores a su mesa: William Wyler, Billy Wilder, William Wellman. El ambiente fue cálido y cordial, casi jovial. Hablamos de la directa y soberana dramaturgia del cine norteamericano. William Wellman contó cómo él, a principios de los años veinte, aprendió el oficio dirigiendo cortos de dos actos. Se trataba sobre todo de establecer la situación rápidamente: la escena representa una calle polvorienta fuera de un «saloon». En la escalera hay un perrito. El héroe sale por la puerta, acaricia al perro, monta a caballo y se va. El malo sale por la puerta, le da una patada al perro, monta a caballo y se va. El drama puede empezar. El espectador ha distribuido en un minuto sus simpatías y antipatías.
A principios de aquel año había leído el libro de Arthur Janov El grito primal, un panfleto muy discutible que yo admiraba. Allí se lanzaba la idea de una terapia psiquiátrica con pacientes activos y terapeutas relativamente pasivos. Las teorías eran nuevas y audaces. La presentación, clara y arrebatadora. Me estimuló en grado sumo y me puse a construir una película para la televisión en cuatro episodios de acuerdo con las directrices de Janov. Como tenía la clínica en Los Angeles le pedí a Paul Kohner que preparase un encuentro. Arthur Janov vino al despacho de Kohner con su hermosa amiga. Era delgado, casi frágil, con pelo rizado canoso y un atractivo rostro judío. Establecimos contacto instantáneamente. Ambos sentíamos curiosidad y confianza; saltándonos las convenciones, tratamos de acercarnos rápidamente a las cosas importantes.
Hace muchos años recibí la visita en los Estudios de Råsunda de Jerome Robbins y su compañera, una hermosísima oriental. La vivencia fue la misma: el contacto evidente, el roce ligero pero ardiente. La nostalgia de la despedida. Las vehementes promesas de un pronto reencuentro.
No fue así, nunca es así. El embarazo campesino, bergmaniano; la timidez ante sentimientos impredecibles: es mejor apartarse, callar, abstenerse. La vida ya es lo suficientemente peligrosa tal como es. Doy las gracias y me retiro discretamente por el foro, la curiosidad se transforma en angustia. Prefiero con mucho la cotidiana grisura. Se puede ver y se puede dirigir.
Cara a cara… al desnudo iba a ser una película sobre sueños y realidad. Los sueños debían convertirse en realidad palpable. La realidad debía diluirse y convertirse en sueño. Unas pocas veces he conseguido moverme entre sueño y realidad sin esfuerzo: Persona, Noche de circo, El silencio, Gritos y susurros. Esta vez fue más difícil. El empeño exigía una inspiración que me falló. Las secuencias oníricas resultaron sintéticas, la realidad difusa.
Hay alguna que otra escena sólida y Liv Ullman luchó como un león. Gracias a su fuerza y a su talento la película se tiene en pie. Pero ni siquiera ella pudo salvar la culminación, el grito primal que no fue más que el fruto de una lectura entusiasta pero mal digerida. El agotamiento artístico me hacía muecas a través del tenue entramado.
Empezaba a oscurecer sin que yo viese la oscuridad.
La televisión italiana quería hacer una película sobre la vida de Jesús. Apoyan el proyecto financieros sólidos. Una delegación de cinco personas llegó a Suecia y me encargó la obra. Contesté con una extensa sinopsis sobre las cuarenta y ocho últimas horas en la vida del Redentor. Cada episodio trataba de uno de los protagonistas del drama: Pilatos y su mujer; Pedro, el negador; María, la madre de Jesús; María Magdalena; el soldado que hizo la corona de espinas; Simón de Cirene, que llevó la cruz; Judas, el traidor. Todos tenían su episodio en el que el encuentro con el drama de la Pasión aniquilaba irrevocablemente su realidad y transformaba sus vidas. Les comuniqué que quería filmar en Faro. Las murallas de Visby serían el muro de Jerusalén. El mar al pie de las «raukas» sería el lago de Genesaret. En la pedregosa colina de Langhammar quería erigir la cruz.
Los italianos leyeron, reflexionaron y se retiraron lívidos. Pagaron generosamente y confiaron la misión a Franco Zeffirelli; fue la vida y muerte de Jesús en un hermoso libro de imágenes, una verdadera biblia pauperum.
Oscurecía pero yo no veía la oscuridad.
Mi vida era agradable y por fin estaba liberada de conflictos desgarradores. Estaba aprendiendo a manejar mis demonios. Pude también realizar uno de los sueños de mi niñez. A la casa restaurada junto a la ciénaga de Dämba, en Fårö, pertenecía un granero semiderruido. Lo reconstruimos y lo utilizamos como estudio primitivo en Secretos de un matrimonio. Después de terminado el rodaje lo transformamos en un cine y construimos una ingeniosa sala de montaje sobre el henil.
Cuando terminamos de montar La flauta mágica, invitamos a algunos de los colaboradores, algunos habitantes de la isla y unos cuantos niños al estreno. Era agosto y había luna llena, la niebla cubría la ciénaga de Dämba. Las viejas casas y el molino brillaban en la luz baja y fría. El propio fantasma de la casa, El Juez Justiciero, suspiraba en el macizo de lilos. En el descanso encendimos bengalas y brindamos con champagne y refresco de manzana por el Dragón, por el guante roto del Orador, por Papagena que acababa de tener una hija y por el feliz final de un viaje que había durado una vida con La flauta mágica en el equipaje.
Cuando uno empieza a envejecer decae la necesidad de diversión. Agradezco esos días bondadosos en los que no pasa nada y esas noches con poco insomnio. Mi cine de Fårö me proporciona un placer inextinguible. Gracias a la generosa deferencia de la filmoteca tengo la posibilidad de conseguir prestadas películas viejas de su inagotable almacén. La butaca es cómoda, la habitación acogedora, se hace la oscuridad y las primeras imágenes se dibujan en la pantalla blanca. Todo está en calma. El proyector susurra suavemente en la sala de máquinas bien insonorizada. Las sombras se mueven, vuelven sus rostros hacia mí, quieren que me preocupe de sus destinos.
Han pasado sesenta años pero la excitación sigue siendo la misma.