Mi exilio, voluntariamente elegido, empezó en París la primavera de 1976. Por pura casualidad y después de un cierto vagabundeo fui a parar a Munich. Por otra casualidad entré en el Residenztheater, que es el equivalente del Dramaten en Baviera: tres salas, aproximadamente el mismo personal, el mismo presupuesto, el mismo número de montajes. Allí dirigí once piezas, viví una serie de importantes experiencias y cometí bastantes tonterías. El edificio del teatro está empotrado entre la Opera y la Residencia y la fachada da a la Max-Josephplatz. Parece lo que llaman en Baviera un Schnaps-ldee, un delirio alcohólico, que es lo que es en realidad. El edificio fue construido precipitadamente poco después de la guerra y, a diferencia de la espléndida Opera, es de lo más feo que hay, tanto por fuera como por dentro.
El salón, que tiene un aforo de algo más de mil localidades, a lo que más se parece es a un cine de la época nazi. El suelo del patio de butacas es plano, lo que dificulta la visión, las butacas son estrechas, están muy juntas y resultan de una espantosa incomodidad. Si uno es bajo está más cómodo, pero no ve; si se tiene la estatura del sueco normal, se ve mejor pero no se sabe dónde meter las rodillas. La relación entre el escenario y la sala es inexistente: no se sabe bien dónde termina la sala ni dónde comienza el escenario, o al revés Los colores dominantes son gris rata y rojo ladrillo sucio. En el techo brilla una araña espantosa con luz de neón, igual que los apliques de las paredes, que emiten un fuerte zumbido. La maquinaria del teatro es vieja y las autoridades prohíben su utilización por el peligro que ello supone. Los espacios administrativos y los camerinos son estrechos y hostiles.
Sobre todo aquello flota un olor a detergente alemán que lleva a pensar en el despioje o un burdel para soldados.
En Alemania Occidental hay muchos teatros municipales. Lo mejor se concentra en unos pocos: por un lado se paga bien, por otro no se corre el peligro de pasar desapercibido. Los jefes de teatro y los críticos son realmente móviles. Viajan por todas partes para ver lo que se cuece en cada sitio. Las páginas de cultura de los grandes periódicos, a diferencia de las de otros países, se lo toman con el máximo interés y consideran que el teatro no debe relegarse a la sección de vídeo y música pop. Apenas pasa un día sin que haya un informe largo sobre algún acontecimiento teatral o una intervención en el animado debate teatral que reina en el país.
Apenas hay directores de escena o escenógrafos con contrato fijo, lo que entraña grandes ventajas. Los actores tienen contratos de un año y pueden ser despedidos por cualquier razón.
Sólo los que llevan trabajando más de quince años están a salvo del despido libre. La inseguridad es pues total, lo que entraña ventajas e inconvenientes. Las ventajas son evidentes y no necesitan comentario. Los inconvenientes son las intrigas, el abuso de poder, las agresiones, el servilismo, el miedo y el desarraigo. Un jefe de teatro se traslada: se lleva con él a unos veinte o treinta actores de su antiguo puesto de trabajo y pone en la calle a otros veinte o treinta actores. Este sistema es aceptado por todo el mundo, incluso por el sindicato, y no se cuestiona jamás.
El ritmo de trabajo es intenso. En la «sala grande» se producen por lo menos ocho montajes; en la «aneja» cuatro, en la «sala experimental» un número variable. Hay funciones todos los días, se desconoce el descanso semanal y se ensaya seis días por semana, incluso por la noche. El teatro tiene un repertorio, se cambia de programa todos los días, se mantienen en cartel una treintena de representaciones durante años. Una representación exitosa puede llegar a los diez años de vida.
El grado de profesionalidad es de muchos quilates así como el saber, la habilidad, la capacidad de aguantar contratiempos, persecuciones o inseguridad sin quejarse.
El trabajo es, pues, duro, y el período de ensayos rara vez pasa de las ocho o diez semanas. La terapia privada para directores y actores, que se practica en países con un clima teatral más suave y una actitud más entusiasta hacia el amateurismo, carece de soporte económico. La actividad está pues férreamente orientada a obtener resultados; al mismo tiempo no hay un teatro en el mundo tan anárquico y cuestionador como el alemán. Tal vez el polaco.
Cuando llegué a Munich creía que sabía bastante alemán. Craso error.
La primera vez que me topé con el problema fue en la lectura conjunta de El sueño de Strindberg. Allí había cuarenta y cuatro actores magníficos. Me contemplaban esperanzados por no decir benevolentes. Fue un fracaso: empecé a tartamudear, no encontraba las palabras, confundía los artículos, equivocaba la sintaxis, me ruborizaba, sudaba y pensaba que si salía de aquélla sería capaz de cualquier cosa. La frase clave de la pieza, «qué pena dan los hombres», se dice en alemán «Es ist Schade um die Menschen». No se parece ni remotamente al grito suavemente conciliador de Strindberg.
Los primeros años fueron difíciles. Me sentía como un inválido al que le faltaran brazos y piernas y me di cuenta de que la palabra justa, dicha en el momento justo, en ese instante fugaz, había sido mi instrumento más fiel en la dirección de actores. Esa palabra que no rompe el ritmo del trabajo, que no distrae la concentración del actor ni mi propia audición. La palabra ligera, eficaz que surge intuitivamente y es la adecuada. Tuve que admitir con rabia, tristeza e impaciencia, que esa palabra no podía surgir de mi rudimentario alemán.
A lo largo de los años fui aprendiendo a buscar contacto con los actores que, intuitivamente, comprendían lo que yo quería decir. Llegamos a establecer un sistema de señales hecho de sentimientos y roces cuyo resultado fue bastante satisfactorio. El que yo, a pesar de este inconveniente, haya realizado en Munich algunas de mis mejores puestas en escena, se debe más a la sensibilidad, la paciencia y la rapidez de comprensión de los actores alemanes que a la horrorosa jerga en la que me expresaba. A mi edad ya no se aprende a hablar una lengua. Uno va saliendo del paso gracias a lo que le queda y a logros ocasionales.
Hay algo grandioso en el público de teatro de Munich. Es un público fiel, iniciado y que procede de todas las capas sociales. Puede ser extremadamente crítico y no se recata en manifestar su desagrado con silbidos y gritos. Lo más interesante de este público es, sin embargo, que va al teatro independientemente de que la función haya sido puesta por los suelos o por las nubes. No pretendo afirmar que la gente desconfíe de los críticos de los periódicos —seguro que los leen—, sino que se reservan el derecho de decidir por sí mismos si les gusta o no.
La asistencia suele superar el noventa por ciento del aforo y los aplausos son cordiales si el público considera que ha pasado una buena velada. Van abandonando el teatro despacio, casi a la fuerza, se quedan en la acera formando grupos en los que se discuten las impresiones de la tarde. Poco a poco se llenan los bares de la Maximilianstrasse. La noche es cálida, húmeda; la tormenta descarga en algún lugar por las montañas, el tráfico ruge. Y allí estoy yo, inquieto y excitado, respirando olores de comida, gases de tubo de escape de los coches y los pesados aromas que llegan del oscuro parque, escuchando miles de pisadas y un idioma extraño. Pienso: esto es sin ningún género de dudas el extranjero.
De repente echo de menos mi país y mi público, ese que aplaude amablemente cuatro subidas de telón y que después abandona el teatro como si se hubiese declarado un incendio. Al bajar por la Nybroplan se levanta una tormenta de nieve que envuelve el silencioso y sucio palacio de mármol. El viento viene de las tundras del otro lado del mar y unos «punks» harapientos aúllan su soledad en la desierta blancura.
La recepción que me dispensaron en Munich fue grandiosa. Me recibieron con los brazos abiertos. Bergman huye del infierno socialista del Norte y se refugia en el acogedor bienestar de la democracia bávara, envuelto en el cariñoso y enorme abrazo de oso de Franz-Josef Strauss.
En una fiesta privada dada en mi honor me fotografiaron con «el Grande». Utilizó la foto en la campaña electoral que se estaba realizando hasta tal punto que me vi obligado a pedir que me evitaran tal honor.
Las fiestas de bienvenida se sucedían. La flauta mágica se pasó en el cine más grande a bombo y platillo. La televisión dio Secretos de un matrimonio con debates y comentarios. La hospitalidad y la curiosidad eran demoledoras. Yo me esforcé en corresponder a todas estas amabilidades tratando de ser cortés con todo el mundo. Me di cuenta demasiado tarde de que Baviera es una sociedad totalmente impregnada de política, con fronteras infranqueables entre partidos y fracciones.
En poco tiempo conseguí realizar la proeza de quedar mal con todo el mundo. Irrumpí en el Residenztheater llevando conmigo principios e ideas adquiridos durante una larga vida profesional en un rincón del mundo relativamente resguardado. Cometí la fatal estupidez de aplicar el modelo sueco a la realidad alemana. En consecuencia, dediqué bastante tiempo y energía a democratizar los procesos decisorios del teatro.
Fue una estupidez realmente fatal.
Organicé una serie de reuniones de la compañía y conseguí poner en pie un comité de representantes de los actores compuesto por cinco personas a las que se les confería una función de asesoramiento. Se fue literalmente a la mierda. A propósito de esto, tal vez sea conveniente decir que a diferencia del Dramaten, el Residenztheater no tiene directiva alguna y depende directamente del Ministerio de Cultura bávaro. Lo llevaba un ministro algo pomposo que tocaba el órgano y que era más inaccesible que el emperador de China.
Cuando este organismo consultivo finalmente se formó, en medio de dificultades sin cuento en el seno de la compañía, y estaba a punto de empezar a funcionar, me di cuenta del monstruo que había contribuido a crear. Odios acumulados y podridos durante años saltaron a la superficie, la adulación y el miedo alcanzaron niveles insospechados. Las hostilidades entre las diferentes facciones se manifestaban violentamente. Intrigas y maniobras de un volumen y calidad absolutamente desconocidas en Suecia —ni siquiera en círculos eclesiásticos— se convirtieron en la comidilla del día en la más sucia de las tabernas.
El jefe de nuestro teatro era un hombre de unos setenta años y era de Viena. Era un actor brillante, casado, desgraciadamente, con una actriz hermosa, pero bastante menos brillante, que, en cambio, tenía un ansia feroz de poder, era intrigante y le encantaba actuar. Este jefe del teatro y su Climtemnestra reinaban en el teatro de manera absoluta. Juntos habían logrado triunfar en la dura lucha, llena de humillaciones y grandezas, del teatro alemán.
Este jefe de teatro vivía en la falsa creencia de que dirigía el teatro con sabiduría paternal. El recién creado comité de actores le sacó violentamente de su ilusión. Por razones obvias empezó a verme a mí como el destructor de una amorosa relación paterno filial. Comenzó a considerarme como su más encarnizado enemigo, activamente apoyado por su esposa que interpretaba el papel de Olga en mi puesta en escena de Tres hermanas. A mí ya me había irritado su manera de hablar gutural, que ella probablemente consideraba muy sensual. Le aconsejé seriamente que fuese a un logopeda. No me lo perdonó nunca.
Comenzó el combate entre mi jefe y yo, ante la mirada de una compañía que tomaba partido. Nuestras armas no fueron demasiado limpias. La lucha fue trágica y estaba envenenada por el hecho de que antes nos habíamos admirado y respetado sinceramente.
El resultado de todo ello fue que el teatro se vio sometido a grandes e inútiles pruebas.
En mi afán de hacer las cosas de la mejor manera posible había olvidado un factor decisivo: los actores vivían sin la más mínima seguridad en su trabajo. Su cobardía era comprensible, su coraje inconcebible.
En junio de 1981 fui despedido fulminantemente. Se eliminaron del repertorio mis montajes, se me negó la entrada a los locales. Todo ello se llevó a cabo con acompañamiento de insultos y acusaciones que se servían a la prensa y al Ministerio de Cultura. No pretendo afirmar que me sintiera injustamente tratado. De haber sido yo el jefe seguramente hubiese hecho lo mismo, sólo que mucho antes.
Medio año después había vuelto a la Casa. El jefe anterior había dimitido. Habían nombrado a otro en una campaña de prensa y política de la peor especie, impensable en una sociedad más abierta que la bávara.
Instructivo y un tanto excitante para los que están al margen, espantoso y humillante para las víctimas.
Otras estupideces cometidas: rechacé todo contacto con la prensa de Munich, cosa que tuve que tragarme hasta la saciedad.
Me negué a mantener contacto con los grandes y pequeños caciques de la crítica. Fue algo bastante estúpido porque el espectáculo bávaro de ensalzamiento y humillación, profundamente ritualizado, exige una cierta colaboración entre víctima y verdugos.
Mi amigo Erland Josephsson ha dicho alguna vez que uno debe cuidarse mucho de conocer a la gente porque, cuando se la conoce, uno empieza a quererla. En todo caso es lo que me pasó a mí. Les cogí cariño a muchos de mis colaboradores Fue doloroso romper las amarras. En realidad esos lazos afectivos retrasaron mi marcha por lo menos dos años. ¡Así es la vida!
Nunca en mi vida he tenido críticas tan malas como en los nueve años que pasé en Munich. Los montajes teatrales, las películas, entrevistas y otras apariciones en público fueron tratadas con tal desprecio y displicente infamia que casi era fascinante. ¡Aunque hubo excepciones!
Algunas explicaciones: mis primeras puestas en escena no fueron realmente muy buenas. Vacilantes y convencionales de una manera lamentable. Ello creó, como es natural, un desconcierto fundamental. Además me negué, por principio, a hacer declaraciones sobre las ideas que alimentaban mis representaciones. Ello aumentó la irritación.
Después, cuando fui mejorando y llegué a hacer cosas realmente buenas, el daño ya era irreparable. Había un descontento generalizado con el escandinavo insoportable que se creía alguien. Así que las invectivas comenzaron a asaetearme los oídos, me abroncaron en el estreno de La señorita Julia, experiencia ésta curiosamente estimulante.
Un director tiene que salir al escenario a hacer reverencias con sus actores al menos el día del estreno. Si no lo hace se señala una discordia. Primero aplauden a los actores y les gritan bravo. Entro yo y se desencadena un abucheo ensordecedor. ¿Qué se hace? Nada. Uno se queda en el escenario haciendo reverencias con una sonrisa de cordero degollado. Al mismo tiempo pienso: ahora, Bergman, estás viviendo algo nuevo. Es agradable, en cualquier caso, que la gente pueda enfurecerse de esta manera. Por nada. Por Hécuba.
El suelo del escenario está cubierto de los mocos del monstruo. Los pobres espectros de Ibsen andan arrastrando los pies por el pegajoso amasijo. Esos mocos del monstruo representan, como todos y cada uno comprenden al instante, la decadencia burguesa. Debajo de una cama de hospital está acurrucado el papá Espectro de Hamlet, en pelotas, por supuesto. Una proyectada representación de El mercader de Venecia termina en la explanada donde se hacía la instrucción del cercano campo de concentración de Dachau. Al público lo llevan allí en autobuses. Después de la función Shylock queda allí solo, vestido con el uniforme del campo, iluminado por potentes reflectores. El holandés de Wagner comienza en un espacioso salón, estilo Biedermeir, en el que las embarcaciones penetran a través de las paredes. El hundimiento del Titanic de Enzesberger se representa con un gigantesco acuario, en el que nada una carpa terrorífica, en el centro del escenario. Conforme se va desarrollando la catástrofe los actores se van descolgando hacia la carpa. En el mismo teatro se representa La señorita Julia como una farsa de cine mudo que dura tres horas. Los actores van maquillados de blanco, gritan todo el tiempo y gesticulan como locos. Y suma y sigue. Todo esto es, al principio, sorprendente. Luego uno comprende que es la hermosa tradición teatral alemana, tenaz y robusta. La libertad total, el cuestionamiento total, aderezados con desesperación profesional.
Para un bárbaro del Norte que ha mamado la fidelidad al texto con la leche materna, esto es terrible, pero divertido.
El público se enfurece y se regocija, los críticos se enfurecen y se regocijan. A uno se le calienta la cabeza, el suelo vacila bajo los pies: ¿qué es lo que veo?, ¿qué es lo que oigo?, ¿soy yo el que… o?
Poco a poco me voy decidiendo: ahora de lo que se trata es de tomar partido, coño, todos lo hacen y a la gente le sienta bien, aunque al día siguiente se retracten y sostengan lo contrario. Bien: la mayor parte de lo que cae sobre mí desde los escenarios alemanes no es la libertad total sino la neurosis total.
¿Qué pueden hacer si no esos pobres diablos para sorprender al público y, sobre todo, a la crítica? Se le encomienda a un joven director la importante misión de poner en escena El cántaro roto. Ha visto siete montajes diferentes de la pieza. Sabe que su público ha visto veintiuno y que los críticos han bostezado en cincuenta y ocho. Si uno quiere distinguirse, hay que ser audaz.
Eso no es libertad.
En medio de ese caos florecen grandiosas experiencias teatrales, interpretaciones geniales y decisivos aciertos sensacionales.
La gente va al teatro, se lamenta. O se alegra. O se lamenta y se alegra. La prensa lo sigue todo. Incesantemente estallan las crisis de teatro locales, los escándalos se suceden, los críticos ultrajan y son ultrajados, todo es, en pocas palabras, un tumulto infernal. Montones de crisis, pero no una crisis de verdad.
En los desiertos de Africa se levanta un viento cálido, cruza Italia, trepa sobre los Alpes dejando allí toda su humedad, corre como metal fundido sobre las mesetas y se abalanza sobre Munich. Por la mañana puede caer aguanieve con una temperatura de dos grados bajo cero; al mediodía, cuando sales de la oscuridad del teatro, hace más de veinte grados y el aire vibra con un calor transparente y corrosivo. La cordillera de los Alpes en el horizonte queda de pronto tan cerca que parece que se puede tocar con la mano. La gente y los animales se vuelven un poco locos, pero desgraciadamente no de una manera simpática.
Aumentan los accidentes de tráfico, en los hospitales se aplazan las operaciones de cierta envergadura y la curva de suicidios apunta hacia arriba, los perros mansos muerden y los gatos echan rayos. En el teatro los ensayos adquieren una carga emocional más intensa que de ordinario. La ciudad se electriza, yo no puedo pegar ojo y me siento exasperado.
El viento se llama foehn y se le teme con razón. Los periódicos de la tarde publican la noticia en grandes titulares y los habitantes de Munich beben cerveza de trigo con una jugosa raja de limón en el fondo de la jarra.
Durante el invierno de 1944, en un ataque aéreo, fue arrasado el centro de la ciudad con sus iglesias, sus barrios antiguos y su magnífica Opera. Inmediatamente después de la guerra se decidió reconstruir todo de manera que quedara absolutamente igual que antes de la catástrofe. Volvió a levantarse la Opera, reconstruida amorosamente hasta en sus más mínimos detalles. Sigue habiendo en ella doscientas localidades desde las que no se ve nada, sólo se oye.
En este extraño edificio, un día palpitantemente blanco, en que soplaba el alucinante viento foehn, se celebró el ensayo general de Fidelio bajo la dirección de Karl Böhm. Yo estaba sentado en la primera fila, detrás de la tarima del director, un poco esquinado, y pude seguir al viejo maestro en sus más mínimos gestos y reacciones. Recuerdo vagamente que la puesta en escena era horrible y que la escenografía era «a la moda» hasta rozar los límites tolerados, pero esto no viene al caso. Karl Böhm dirigía a sus tan mimados virtuosos bávaros con imperceptibles movimientos de manos. Para mí fue un misterio cómo podían distinguir sus gestos el coro y los solistas. Estaba sentado, un poco encogido, no levantó los brazos en ningún momento, ni se incorporó, ni pasó una sola hoja de la partitura.
Esta monstruosa ópera, machacona y malograda, se convirtió de pronto en una vivencia eufórica, pura como el agua de un manantial. Me di cuenta de que estaba oyendo Fidelio por primera vez, de que, para decirlo con sencillez, nunca había comprendido aquello. Sensaciones básicas decisivas, conmoción interior, euforia, agradecimiento, una serie de inesperadas reacciones se desencadenó dentro de mí.
Todo tiene una apariencia muy sencilla: las notas en su sitio, ningún truco espectacular, ninguna variación sorprendente en los movimientos. La interpretación era lo que los alemanes llaman irónicamente «werktreu», fiel a la obra. Y sin embargo el milagro se produce.
Hace muchos años vi una película de dibujos animados de Walt Disney. Trataba de un pingüino que ansiaba ir a los mares del Sur. Al cabo del tiempo se puso en camino y recaló en una isla llena de palmeras en medio de un mar cálido y azul. En una palmera había clavado fotos de la Antártida. Echaba en falta su casa y estaba ocupadísimo, trabajando frenéticamente en la construcción de un barco en el que poder regresar.
Yo soy como ese pingüino. Cuando trabajaba en el Re sidenztheater, pensaba a menudo en el Dramaten y tenía ganas de estar en casa, de recuperar mi idioma, los amigos, los compañeros de trabajo y la sensación de formar parte de algo. Ahora que estoy en casa echo en falta los desafíos, los follones, las batallas sangrientas y los artistas suicidas.
A mi edad lo imposible constituye un estímulo. Comprendo muy bien al personaje de Ibsen, el constructor Solness, cuando se pone a trepar por la torre de la iglesia, a pesar de que sufre de vértigo. Los psicoanalistas dicen muy delicadamente que la pasión por lo imposible tiene que ver la declinante potencia sexual. ¿Qué otra cosa iba a decir psicoanalista?
El caso es que yo creo que a mí me mueven otros motivos. El fracaso puede tener un sabor fresco y acre, los contratiempos suscitan agresiones y despiertan la creatividad adormilada. El estar agarrado a la pared noroeste del Everest puede ser algo lleno de placer. Antes de que me silencien las razones biológicas me gustaría que me contradijesen y me cuestionasen. No sólo yo, eso lo hago cada día. Quiero ser molesto, incordiador y difícil de encasillar.
Lo imposible es demasiado atractivo, yo no tengo nada que perder. Tampoco tengo nada que ganar excepto una benevolente aprobación en algunos periódicos. Una aprobación que los lectores habrán olvidado en diez minutos y yo en diez días.
La verdad de nuestra interpretación está por lo demás muy ligada al paso del tiempo. Nuestros montajes teatrales han desaparecido en un misericordioso crepúsculo, pero hay todavía algunos instantes de grandeza o miseria iluminados por una suave luz. Las películas, por el contrario, siguen vivas y dan testimonio de la cruel inconstancia de la verdad artística. Unas cuantas «raukas» se yerguen sobre las cantos rodados de las modas.
En un momento de clarividencia furiosa me doy cuenta de que mi teatro es de los años cincuenta y mis maestros de los años veinte. Esa conciencia me pone vigilante e impaciente. Tengo que separar los conceptos rutinarios de las experiencias importantes, destruir viejas soluciones sin sustituirlas necesariamente por otras nuevas.
Eurípides, el constructor de piezas, en su vejez fue desterrado a Macedonia. Escribe Las bacantes. Levanta furioso bloque sobre bloque: contradicciones chocan con contradicciones, adoración con blasfemia, cotidianidad con ritual. Se ha cansado de moralizar, se da cuenta de que el juego con los dioses ha llegado definitivamente a su fin. Los comentadores han hablado de la fatiga del anciano escritor. Es al contrario. Las pesadas esculturas de Eurípides representan a los hombres, los dioses y el mundo en un movimiento implacable y absurdo bajo un cielo vacío.
Las bacantes dan testimonio del coraje de romper los moldes.