La época de la infancia en la casa rectoral del Hospital de Sophia: el ritmo diario, los cumpleaños, las solemnidades religiosas, los domingos. Deberes, juegos, libertad, obediencia a las normas y seguridad El largo y oscuro camino al colegio de los inviernos, el juego de los pitos y los paseos en bicicle­ta de las primaveras, las noches de domingo del otoño con lectura en voz alta y chimenea encendida.

Nosotros no nos enteramos de que mi madre vivió un apasionado enamoramiento ni de que mi padre sufrió una profunda depresión. Mi madre estaba dispuesta a romper el matrimonio, mi padre amenazó con suicidarse, luego se reconciliaron y decidieron seguir juntos «por los hijos», como se decía entonces. Nosotros no notamos nada o casi nada.

Una noche de otoño yo estaba entretenido con mi aparato de cine en nuestro cuarto, mi hermana se había quedado dormida en la habitación de nuestra madre y mi hermano estaba fuera haciendo prácticas de tiro. De pronto oí una violenta discusión en el piso de abajo. Mi madre estaba llorando y mi padre hablaba airadamente. Eran sonidos terribles que yo jamás había escuchado. Me deslicé por la escalera y vi a mi padre y mi madre enzarzados en una violenta discusión en el vestíbulo. Mi madre trataba de coger su abrigo que mi padre tenía bien sujeto. Después de unos segundos mi madre soltó el abrigo y corrió hacia la puerta. Mi padre llegó antes, empujó a mi madre a un lado y se puso delante de la puerta. Mi madre entonces se abalanzó contra él y empezaron a pegarse. Mi madre le golpeó en la cara y mi padre la arrojó contra la pared. Ella perdió el equilibrio y cayó al suelo. Yo di un grito. Mi hermana se despertó a causa del tumulto y apareció en la escalera. Empezó a llorar inmediatamente. Mi padre y mi madre dejaron de reñir.

No recuerdo bien lo que pasó después. Mi madre, sentada en el sofá de su habitación, sangrando por la nariz, trataba de calmar a mi hermana. Yo, en el cuarto de los niños, contemplo mi cinematógrafo, caigo patéticamente de rodillas y le ofrezco a Dios las películas y el aparato si mi padre y mi madre vuelven a hacerse amigos. Mi plegaria fue escuchada. El párroco de la iglesia de Hedvig Eleonora, que era el jefe de mi padre, tomó cartas en el asunto. Mis padres se reconciliaron y la incalculablemente rica tía Anna se los llevó a un largo viaje de vacaciones por Italia. Intervino mi abuela y el orden y la engañosa seguridad fueron restablecidos.

Mi abuela vivía casi todo el tiempo en Upsala, pero tenía una bonita casa de veraneo en Dalecarlia. Al quedarse viuda con poco más de treinta años dividió en dos el espléndido piso que tenía en la Trädgärdsgatan y se quedó con cinco habitaciones, cocina y cuarto de servicio. Al nacer yo, vivía en él sola con la señorita Ellen Nilsson, un monumento sin edad, de la región de Smäland, muy religiosa, que cocinaba muy bien y nos mimaba mucho a los niños. Cuando mi abuela murió siguió trabajando con mi madre, amada y temida. A los setenta y cinco años le descubrieron un cáncer de garganta; hizo limpieza de su cuarto, escribió su testamento, cambió el billete de segunda que le había comprado mi madre por uno de tercera, y se fue a casa de su hermana que vivía en Pataholm, donde murió unos meses más tarde. Ellen Nilsson, a quien los niños llamábamos «Lalla», vivió con mi abuela y con la familia de mi abuela más de cincuenta años.

La abuela y Lalla vivían en una temperamental simbiosis llena de conflictos y reconciliaciones, que jamás fue cuestionada. Para mí el enorme —quizá no tan enorme— piso de la silenciosa Trädgärdsgatan significaba ante todo seguridad y magia. Los numerosos relojes medían el tiempo, la luz del sol vagaba sobre la verde inmensidad de las alfombras. El fuego de las estufas olía bien, el tiro de la chimenea bramaba y las portezuelas del hueco de la estufa tintineaban. A veces se oían los cascabeles de un trineo o un carro que pasaba por la calle. Las campanas de la catedral tocaban a misa o a muerto Por la mañana y por la tarde tocaba la campana Gunilla, frágil y lejana.

Muebles antiguos, pesados cortinajes, cuadros tenebrosos. Al final del largo y oscuro vestíbulo había una habitación muy interesante que terna cuatro agujeros perforados en la puerta junto al suelo; estaba empapelada de rojo y había un trono de caoba y felpa con herrajes de bronce y otros adornos. Al trono se accedía subiendo dos escalones revestidos de una mullida alfombra. Al abrir la pesada tapa del sillón la mirada se perdía en un abismo de tinieblas y olores. Había que tener valor para sentarse en el trono de mi abuela.

En el vestíbulo había una alta estufa de hierro que exhalaba un característico olor a carbón quemado y metal caliente. Lalla preparaba la cena en la cocina, una nutritiva sopa de col cuyo aroma se extiende cálido y palpable por todo el piso y se funde en una unión superior con los imprecisos vahos del cuarto secreto.

A una personita que lleva la nariz cerca del suelo las alfombras le huelen mucho al alcanfor que absorben cuando están enrolladas durante el verano. Lalla encera los viejos pisos de parquet todos los viernes con cera y terpentina; es un olor adormecedor. Los nudosos y astillosos suelos de madera huelen a jabón. Los pisos de corcho se abrillantan con una mezcla maloliente de leche descremada y agua. Por lo general la gente anda por el mundo como una sinfonía de olores: polvos, perfumes, jabón de brea, orina, sexo, sudor, brillantina, suciedad y comida. Los hay que huelen simplemente a persona, algunos huelen de manera tranquilizadora, otros amenazadora Emma, la gruesa tía de mi padre, lleva una peluca que fija en el pelado cuero cabelludo con un pegamento especial Toda ella olía a pegamento. Abuela huele a «glicerina y agua de rosas», una especie de agua de colonia que se podía comprar sencillamente en la farmacia. Mi madre huele dulce como la vainilla; cuando se enfada se le humedece el vello del bigote y despide un olor a metal apenas perceptible. Mi favorita en materia de olores es una niñera jovencita llamada Märit, un poco coja, regordeta y pelirroja. No hay nada comparable a estar en su cama con la cabeza en su brazo y con la nariz aplastada contra su áspero camisón.

Un mundo perdido de luces, de aromas, de sonidos. Si estoy inmóvil y a punto de dormirme, puedo andar de habitación en habitación, ver todos los detalles, sé y siento. Un la calma de la casa de mi abuela se abrieron mis sentidos y decidí conservar todo aquello para siempre. ¿Adónde va todo? ¿Ha heredado alguno de mis hijos mis sensaciones? ¿Pueden heredarse sensaciones, experiencias, conocimien­tos?

Los días, las semanas y los meses que pasaba en casa de mi abuela satisfacían probablemente la apremiante necesidad que he sentido toda mi vida de silencio, de regularidad, de orden. Jugaba solo y no echaba de menos la compañía. Abuela se sentaba ante el escritorio del comedor, vestida de negro, con un gran delantal de rayas azules. Leía un libro, llevaba sus cuentas o escribía cartas; la plumilla de acero raspaba levemente el papel. Lalla trabajaba en la cocina, canturreando un poco para sí misma. Yo, inclinado sobre mi teatro de muñecos, levantaba gozoso el telón sobre el oscuro bosque de Caperucita o el iluminado salón de baile de la Cenicienta. Mi juego se adueñaba del espacio escénico, mi imaginación lo poblaba.

Un domingo me levanto con dolor de garganta y no tengo que ir a misa mayor, me quedo solo en el piso. Apenas ha comenzado la primavera y la luz del sol va y viene rápida, acariciando silenciosamente cortinas y cuadros. La enorme mesa del comedor se eleva sobre mi cabeza, yo tengo la espalda apoyada en una de las curvadas patas. Las sillas en torno a la mesa y a lo largo de las paredes están tapizadas de cuero dorado oscurecido y huelen a viejo. Detrás de mí se alza el aparador como un castillo; las botellas y los jarrones de cristal resplandecen con los movimientos de la luz. En la pared de la izquierda hay un cuadro grande que representa unas casas blancas, rojas y amarillas. Parece que surgen de un agua azul: en el agua flotan barcos alargados.

El reloj del comedor, que casi llega hasta el ornamentado techo, habla consigo mismo de una forma huraña y ensimismada, introvertida. Desde donde estoy sentado puedo ver el salón resplandeciente de verde. Paredes verdes, alfombras, muebles, cortinajes; hay también helechos y palmeras en macetas verdes. Puedo divisar la desnuda dama blanca de los brazos cortados. Está un poco inclinada hacia adelante y me mira con una ligera sonrisa. En la panzuda cómoda de patas y herrajes dorados hay un reloj, también dorado, bajo un fanal. Un joven que toca la flauta se apoya contra la esfera del reloj. A su lado hay una joven damisela con un sombrero grande y una falda corta de mucho vuelo. También dorados. Cuando el reloj da las doce, el joven toca la flauta y la chica baila.

La luz del sol empieza a arder y enciende los prismas de la araña de cristal, borra el cuadro con las casas que surgen del agua, acaricia la blancura de la estatua. Suenan las campanadas, la chica dorada baila, el muchacho toca, la dama desnuda vuelve en ese momento la cabeza hacia mí y me saluda, la Muerte pasa su guadaña sobre el piso de corcho del oscuro vestíbulo, yo la vislumbro, vislumbro su cráneo amarillo con la sonrisa, su desgarbada y tenebrosa figura recortada contra las vidrieras de la puerta de entrada.

Me entran ganas de ver la cara de mi abuela y busco una fotografía. En ella están mi abuelo materno, jefe de tráfico, mi abuela y sus tres hijastros. El abuelo contempla a su joven esposa con orgullo. Lleva la oscura barba bien cuidada, los quevedos de oro, el cuello alto, el traje impecable. Los hijos se han acicalado; son jóvenes de mirada insegura y facciones delicadas. Cojo una lupa y estudio los rasgos de la abuela. La mirada es clara, pero dura, el óvalo facial redondo, la barbilla tozuda y la boca enérgica, pese a la sonrisa cortés de la fotografía. El pelo es espeso y oscuro, lo lleva cuidadosamente rizado. No se puede decir que sea guapa, pero exhala fuerza de voluntad, sensatez y humor.

Los recién casados dan la impresión de tener conciencia de que son gente acomodada: hemos adoptado nuestros papeles y estamos dispuestos a representarlos Los hijos, en cambió, parecen desorientados, oprimidos, rebeldes quizá.

El abuelo construyó una casa de veraneo en Dufnäs, uno de los lugares más hermosos de Dalecarlia, con una vista amplísima sobre el río, los prados, las cabañas y las colinas que se iban tornando azules unas detrás de otras. Como mi abuelo amaba los trenes, los raíles del ferrocarril cruzaban su finca por una ladera situada a unos cien metros de la casa. Así podía, sentado en su veranda, controlar la hora a la que pasaban los ocho trenes, cuatro en cada dirección, dos de ellos de mercancías. También podía ver el puente del tren sobre el río, obra maestra de la técnica, de la que estaba muy orgulloso. Parece que solía tenerme sentado en sus rodillas, pero no me acuerdo de él. De él he heredado los dedos meñiques en ángulo y quizá también el entusiasmo por las locomotoras de vapor.

Mi abuela se quedó pues viuda cuando todavía era joven. Se vistió de negro y le blanqueó el pelo. Los hijos se casaron y se fueron de casa. Se quedó sola con Lalla. Mi madre contaba a veces que mi abuela no quería a nadie excepto a Ernst, el benjamín. Mi madre trató de ganarse su cariño imitándola en todo, pero era más blanda y fracasó.

Mi padre describía a la abuela como una vieja lagarta con ansias de poder. Seguramente no era el único que opinaba eso.

A pesar de ello yo viví lo mejor de mi infancia en casa de mi abuela. Me trataba con áspera ternura e intuitiva comprensión. Habíamos creado, entre otras cosas, un ritual que ella jamás traicionó. Antes de la cena nos sentábamos en su sofá verde. Allí «dialogábamos» durante una hora más o menos. Abuela hablaba del Mundo, de la Vida y también de la Muerte (que ocupaba bastante mis pensamientos). (Quería saber lo que yo pensaba, me escuchaba atentamente, se saltaba mis pequeñas mentiras o las apartaba con amable ironía. Me dejaba hablar como una persona auténtica, com­pletamente real, sin disfraces.

Nuestros «diálogos» están siempre envueltos en atardecer, confianza, noche invernal.

Abuela tenía además una característica encantadora. Le gustaba mucho ir al cine y si la película era tolerada para menores (lo que se anunciaba los lunes junto con la cartelera en la tercera página del periódico Upsala Nya Tidningen) no hacía falta esperar hasta el sábado o el domingo para ir al cine. Sólo una nube empañaba nuestra alegría. Abuela tenía unos chanclos de goma horribles, y no le gustaban las escenas de amor que a mí, por el contrario, me parecían maravillosas. Cuando los protagonistas manifestaban sus sentimientos de­masiado rato y con demasiado afán, los chanclos de mi abuela empezaban a rechinar. Era un ruido espantoso que llenaba todo el cine.

Leíamos en voz alta, nos contábamos historias inventadas, las historias de fantasmas y otros horrores se encontraban entre nuestras preferidas; también dibujábamos monigotes que eran como una especie de tebeos. Uno de los dos em­pezaba dibujando algo. El otro continuaba con el dibujo si­guiente tratando de desarrollar la historia. A veces dibujá­bamos varios días seguidos, llegábamos a tener cuarenta o cincuenta dibujos. Entre un cuadro y otro escribíamos textos explicativos.

Los hábitos y las rutinas de la vida en casa de mi abuela eran espartanos. Nos levantábamos cuando se encendían las estufas. Eran las siete. Friegas en un baño de latón lleno de agua helada, desayuno a base de gachas de avena y un bocadillo de pan galleta. Oraciones de la mañana Después a la calle hiciera el tiempo que hiciera. Paseo estudiando las carteleras de los cines: el Skandia, el Fyris, el Röda Kvarn, el Slotts, el Edda. Cena a las cinco en punto. Sacábamos los viejos juguetes de cuando el tío Ernst era niño. Lectura en voz alta. Las oraciones de la noche. La campana Gunilla da las campanadas de las horas. A las nueve es de noche.

Estar tumbado en el puf escuchando el silencio. Ver la luz de la farola de la calle proyectar luces y sombras en el techo.

Cuando la tormenta de nieve se desencadena sobre la llanura de Upsala la farola se mueve, las sombras se retuercen; en la chimenea se oyen ruidos y silbidos.

Los domingos cenábamos a las cuatro. Venía tía Lotten que vivía en una residencia para misioneras ancianas y había sido compañera de mi abuela en el instituto, donde fueron unas de las primeras chicas del país que hicieron el bachillerato. Tía Lotten había ido de misionera a China donde perdió su belleza, sus dientes y un ojo.

Abuela sabe que a mí tía Lotten me parece repugnante, pero considera que debo endurecerme. Por eso me coloca al lado de tía Lotten en las cenas dominicales. Yo puedo verle la nariz peluda en cuyos orificios hay siempre un moco amarilloso verdoso. Además huele a orines secos La dentadura repiquetea cuando habla, acerca mucho la cara al plato y sorbe al comer. De su barriga sube a veces un gruñido sordo.

Esta aborrecible persona posee un tesoro. Después de la cena y del café, desempaqueta un teatro de sombras chinescas de una caja de madera amarilla. Se tiende una sábana sobre la puerta que hay entre el salón y el comedor, se apaga la luz y tía Lotten hace su función de teatro (tuvo que haber sido muy hábil: manipulaba varias figuras al mismo tiempo y hacía todos los papeles; de repente la pantalla se teñía de rojo o de azul, surgía un demonio del rojo o se perfilaba una tenue luna en el azul, de pronto todo era verde y en las profundidades del mar se movían peces extraños).

Los tíos venían a veces de visita con sus horribles esposas. Los hombres eran gordos, con barba, y hablaban muy alto. Las mujeres llevaban grandes sombreros y hedían a sudorosa obsequiosidad. Yo hacía todo lo posible por pasar inadvertido. Tenía que aguantar que me cogieran en brazos, me abrazaran, me besaran, me machacaran y me pellizcaran. También te hacían objeto de indiscretas intimidades: «¿Se ha librado el chico de la faldita roja esta semana?, porque la semana pasada hubo demasiado pis en los pantalones. Abre la boca que quiero ver si se te mueve algún diente, ahí, ahí está el bribón, ¿lo sacamos?, mira que te ganas diez céntimos. A mí me parece que el chico se está poniendo bizco, mira mi dedo, claro que sí, uno de los ojos no lo sigue, habrá que ponerle un parche negro como si fuera un pirata. Cierra la boca, Putte, bostezas demasiado, debes de tener pólipos, los que bostezan parecen tontos, la abuela tendrá que ocuparse de que te operen, es malo para la salud andar por ahí con la boca abierta».

Se movían con brusquedad, lanzaban miradas inseguras. Las esposas fumaban. Al lado de mi abuela sudaban de desasosiego, sus voces eran agudas y apresuradas. Tenían la cura pintada. No se parecían a mi madre aunque también eran madres.

Tío Carl, sin embargo, era diferente.