10. La lucha por la paz
El empate presidencial.
La pausa que produjo la muerte de Washington no duró mucho y, en 1800, la nación estaba dispuesta para la batalla. Los federalistas tenían su carta más fuerte en la manera como habían enfrentado a Francia. Como para simbolizar el nuevo prestigio ganado por el gobierno federal, en el mismo verano en que Francia se echó atrás, la sede del gobierno fue transferida a la nueva ciudad de Washington, D. C. John Adams fue el primer presidente que ocupó la Casa del Ejecutivo en esta ciudad. El Congreso se reunió allí por primera vez el 17 de noviembre de 1800.
La afortunada guerra naval no declarada con Francia había, sin embargo, acarreado dificultades. Los esfuerzos dirigidos a construir barcos y ampliar el ejército habían ocasionado, inevitablemente, la elevación de los impuestos. Además, el comercio con Francia había declinado, mientras los británicos, bajo la presión de sus propias necesidades bélicas, continuaban hostigando a los barcos americanos. Los republicanos demócratas, aprovechando estos efectos colaterales indeseables, también utilizaron las Leyes sobre Extranjeros y Sedición para acusar de «tiranía» a los federalistas.
Los republicanos demócratas no tuvieron problema para elegir a sus líderes en 1800. Thomas Jefferson, quien había fundado el partido y lo había conducido desde su nacimiento, era su candidato natural para presidente en 1796 y ahora, nuevamente, en 1800, Para vicepresidente, presentaron a Aaron Burr de Nueva York, un dirigente de la rama norteña del partido.
Aaron Burr había prestado servicios durante la Guerra Revolucionaria, había estado en Quebec con Benedict Arnold y había luchado en la batalla de Monmouth. Después de la guerra, obtuvo éxito como abogado y se convirtió en uno de los más importantes líderes políticos de Nueva York; se oponía en todo punto a Alexander Hamilton. En 1791, derrotó al suegro de Hamilton en una contienda por el escaño senatorial de Nueva York, y en lo sucesivo la querella continuó por todos los medios.
Los federalistas tuvieron muchos más problemas. Podría pensarse que elegirían automáticamente a John Adams para la reelección, pero el acuerdo pacífico de Adams con Francia había ofendido amargamente a los ultrafederalistas. Hamilton hizo todo lo que pudo para tratar clandestinamente de deshacerse de Adams. De algún modo Aaron Burr obtuvo la prueba de lo que Hamilton estaba haciendo y pronto (y regocijadamente) lo hizo público. Hamilton quedó en un aprieto y se volvió a proponer la candidatura de Adams. Para vicepresidente, los federalistas eligieron a Charles C. Pinckney, popular a causa del papel que le cupo en el asunto XYZ.
El 3 de diciembre de 1800, 138 electores se reunieron para votar y Hamilton hizo todo lo posible para que al menos uno de los electores federalistas no votase por Adams, para que Pinckney fuera vicepresidente. Fue peor que inútil; Pinckney perdió un voto (otorgado a John Jay), de modo que el día terminó con 65 votos para Adams y sólo 64 para Pinckney.
Pero eso importaba poco. La mayoría de los electores, 73, eran republicanos demócratas y optaron unánimemente por Jefferson y Burr, 73 votos para cada uno, y el resultado fue un empate para la presidencia, el único en la historia americana. (Es sorprendente que los republicanos demócratas no hubiesen previsto esto).
No fue verdaderamente un empate, por supuesto, pues todos los electores tenían claramente la intención de votar a Jefferson para la presidencia y a Burr para la vicepresidencia. Pero la Constitución no permitía especificar cada puesto. En caso de que ningún candidato obtuviese la mayoría, la elección tenía que ser decidida «inmediatamente» en la Cámara de Representantes, donde cada Estado tenía un voto.
Los republicanos demócratas se hallaron en una posición totalmente horrorosa. Evidentemente, habían ganado la elección, pero querían a Jefferson, no a Burr, como presidente. Burr tampoco se adelantó a decir que no aceptaría la presidencia. Dejó las cosas como estaban (lo cual Jefferson no le perdonaría).
Si hubiera sido la Cámara recientemente elegida la que tenía que decidir, no habría habido ningún problema. Por primera vez, los republicanos demócratas dominaban el Congreso; en efecto, el Séptimo Congreso, que pronto se reuniría, tenía una mayoría demócrata republicana de 18 a 14 en el Senado y de 69 a 36 en la Cámara. Pero era la vieja Cámara del Sexto Congreso, fuertemente federalista, la que tenía que votar, y los federalistas (o al menos algunos de ellos) eran muy capaces de votar por Burr sencillamente para fastidiar a la oposición.
Durante una semana, hubo un punto muerto en la Cámara, mientras los federalistas asumían el papel de aguafiestas. Pero fue roto por Hamilton, quien se halló en la poco envidiable posición de tener que elegir entre dos enemigos. Odiaba a ambos hombres, pero sabía que Jefferson era un estadista, por equivocadas que fueran sus posiciones desde el punto de vista de Hamilton, mientras que Burr era un intrigante sin principios. Hamilton ejerció su influencia para que algunos de los votos federalistas fueran para Jefferson, y el 17 de febrero de 1801, en la trigésimosexta votación, el empate fue roto y Jefferson fue elegido por el voto de diez Estados contra cuatro.
El suceso hizo evidente que el sistema constitucional para elegir al presidente no funcionaba en el sistema de partidos y que, en adelante, cada elección sería echada a perder por la riña constante dentro de cada partido para ajustar los votos de modo a hacer a un candidato presidente y al otro vicepresidente.
Pero la Constitución podía ser enmendada. Lo que se necesitaba era la aprobación por dos tercios por cada cámara del Congreso y por tres cuartos de los Estados. Era un duro obstáculo, que impedía estropear a la ligera la Constitución, pero no imposible de superar. La Ley de Derechos había sido aceptada como las diez primeras enmiendas y, el 8 de enero de 1798, se adoptó una undécima enmienda, por la cual se prohibía al gobierno federal implicarse en el juicio contra un Estado por un ciudadano de otro Estado o nación.
Ahora se preparó otra enmienda en la que se daban cuidadosas instrucciones para la votación presidencial y por las que cada elector debía elegir el presidente y el vicepresidente de manera separada. Fue ratificada y se convirtió en parte de la Constitución como la Enmienda Decimosegunda el 25 de septiembre de 1804. Esto se hizo con antelación a la siguiente elección y nunca volvió a plantearse una situación como la de Jefferson y Burr. (Durante más de sesenta años no se introduciría otra enmienda en la Constitución).
Los federalistas abandonaron sus cargos con la menor delicadeza imaginable. Leyes creando tribunales y funcionarios legales adicionales fueron rápidamente aprobadas por el moribundo Sexto Congreso federalista, sólo cinco días antes del final del mandato de Adams. Aprovechando esta «Ley Judicial», Adams pasó su último día en el poder nombrando a buenos federalistas para los diversos cargos. El resultado de esto fue que, si bien los republicanos demócratas dominaban las ramas ejecutiva y legislativa del gobierno desde 1801, el poder judicial siguió siendo federalista. Por consiguiente, Jefferson iba a verse envuelto en una desventajosa querella contra el poder judicial durante la mayor parte de su gobierno.
Adams tuvo también ocasión de nombrar un presidente del Tribunal Supremo después de perder la elección. Oliver Ellsworth de Connecticut (nacido en Windsor, en 1745), el segundo presidente, había renunciado por razones de salud. Como tercer presidente del Tribunal Supremo, Adams nombró a John Marshall, el 20 de enero de 1801.
Al hacerlo, Adams seguramente era consciente de que Jefferson y Marshall eran tan enconados enemigos como Hamilton y Burr. Pero con ello Adams hizo más, sin saberlo. John Marshall, un firme federalista, siguió siendo presidente del Tribunal Supremo durante treinta y cuatro años y mantuvo viva la doctrina de un gobierno federal fuerte mediante las decisiones que tomó, decisiones que dieron al Tribunal Supremo el poder que tiene hoy.
El 4 de marzo de 1801 Jefferson fue investido del cargo de presidente de una nación de más de 5.300.000 (según el censo de 1800), en una ceremonia que se caracterizó por la mayor simplicidad.
Con su investidura, se puso fin a la dominación federalista y a todos los intentos para convertir a los Estados Unidos en una república aristocrática. Jefferson hizo que todas las leyes represivas del gobierno de Adams fuesen revocadas y dedicó los mayores esfuerzos para imponer la filosofía del gobierno por todo el pueblo. En verdad, la historia de los Estados Unidos como república democrática comienza con Jefferson, por lo que algunos historiadores hablan de la «revolución de 1800». (No obstante, Jefferson fue suficientemente sabio como para abstenerse de todo intento de invertir la política financiera de Hamilton o de tratar de debilitar el gobierno federal. Se había opuesto a esta política, pero comprendió que era beneficiosa).
Se tomó juramento a un nuevo gabinete, por supuesto, y sus figuras principales eran James Madison como secretario de Estado y Albert Gallatin como secretario del Tesoro. Éste era el mismo Gallatin que había desempeñado un papel importante en la rebelión del whisky, y no cabe sorprenderse de que el nuevo gobierno pronto eliminase el impuesto sobre el whisky.
Jefferson era un pacifista convencido. Su mayor deseo era la paz, reducir el ejército y la armada todo lo posible y gobernar con el método más económico que se pudiese lograr. Desgraciadamente, no podía obtener la paz por sí solo. Europa estaba en las primeras etapas de una serie de guerras entre Napoleón Bonaparte de Francia y todo el resto de Europa, conducida por los británicos. Fue un huracán bélico al que los Estados Unidos fueron arrojados casi impotentes, pero del que Jefferson estaba decidido a sacarlos.
Extrañamente, el peligro inmediato de guerra que se presentó con la investidura de Jefferson involucró algo totalmente distinto, mucho menos importante pero mucho más irritante inmediatamente.
La costa mediterránea sudoccidental estaba ocupada a la sazón por varias naciones musulmanas llamadas los «Estados de Berbería». De oeste a este, eran Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli, y causaban serios daños. Sus barcos atacaban el comercio que se efectuaba por el Mediterráneo, y las potencias europeas pagaban lo que equivalía a «dinero por protección» para mantener a salvo sus barcos. Gran Bretaña o Francia fácilmente podían haber limpiado esos nidos de piratas, si lo hubiesen querido. Pero la guerra habría costado más de lo que valía y, además, ambas potencias estaban ocupadas combatiendo una contra otra. Dejaron que las cosas siguieran como estaban.
Una vez que Estados Unidos se hizo independiente, los barcos americanos ya no podían protegerse con la bandera británica. Tenían que pagar, a su vez, el dinero por la «protección». Más aún, los Estados de Berbería, comprendiendo que Estados Unidos estaba más distante y era más débil que Gran Bretaña y Francia, pedían mayores sobornos de los que esperaban de las grandes potencias.
Bajo Washington y Adams, el gobierno americano bufó de cólera, pero pagó entre veinte y treinta mil dólares por año a cada uno de los Estados de Berbería. No era más ni menos que un tributo, pese al hecho de que el pueblo americano, por aquel entonces, proclamaba sonoramente, en otro contexto, que pagaría millones para la defensa pero ni un céntimo como tributo.
Lo peor de todo era que los Estados de Berbería no veían ninguna razón para cumplir los tratados. Cobraron lo que el tráfico produciría y el 14 de mayo de 1801, diez semanas después de la investidura de Jefferson (quizá contando con la ansiedad de éste por mantener la paz), el gobernante de Trípoli repudió el tratado y declaró la guerra a los Estados Unidos.
Con renuencia, Jefferson autorizó la acción contra Trípoli y empezó a reforzar la armada. Actuó lenta y suavemente, siempre con la esperanza de que no se llegaría a combatir en serio, pero en 1803 tuvo que enviar una escuadra de barcos americanos al Mediterráneo bajo el mando del comodoro Edward Preble (nacido en Portland, Maine, en 1761).
El 31 de octubre de 1803 los tripolitanos dieron un golpe. Un barco americano, el Philadelphia, había encallado en el puerto y los tripolitanos, después de capturar y encarcelar a la tripulación, trataron de utilizar el barco.
Para evitar la humillación de que los tripolitanos combatiesen con un barco americano, Preble, el 16 de febrero de 1804 envió un destacamento al mando del teniente Stephen Decatur (nacido en Sinnepuxent, Maryland, el 5 de enero de 1779) al puerto de Trípoli. Bajo la hábil conducción de Decatur, los hombres abordaron el barco, lo incendiaron y volvieron sin sufrir pérdidas. Luego la escuadra americana puso a Trípoli bajo un estrecho bloqueo y empezó a bombardearla.
Entre tanto, un aventurero americano, William Eaton (nacido en Woodstock, Connecticut, el 23 de febrero de 1764), con diez soldados de la infantería de marina de los Estados Unidos y algunos árabes reclutados en Egipto, marchó al oeste desde el Nilo y atacó a la ciudad tripolitana de Derna, a unos 800 kilómetros al este de Trípoli. El 27 de abril de 1805, con el apoyo del bombardeo por barcos americanos situados frente a la costa, la tomó.
Trípoli ya tenía suficiente. El 4 de junio de 1805 se firmó un tratado por el que el gobierno americano quedaba libre de la obligación de pagar tributo, aunque admitía pagar un rescate por los marinos americanos capturados. Entonces fue retirada la escuadra naval americana y correspondió al gobernante de Trípoli cumplir con el tratado, lo que sólo hizo, desde luego, cuando quiso. Los otros tres Estados de Berbería siguieron como antes.
No fue realmente una guerra ni una victoria, pero los barcos americanos habían emprendido la acción mientras que las potencias europeas no lo habían hecho, y la llevaron a cabo bien, considerando la lejanía de los Estados Unidos y la renuencia del gobierno. Fue la primera guerra ofensiva librada por los Estados Unidos contra hombres que no eran indios. Fue la primera aventura ultramarina de la nación.
Los infantes de marina no olvidaron su primera brillante hazaña. El himno de los Infantes de Marina comienza así: «Desde las mansiones de Moctezuma hasta las costas de Trípoli…».
La nación se duplica.
La Guerra de Trípoli apenas podía ser considerada como algo más que una molestia secundaria cuando se la comparaba con las elevadas ambiciones del cónsul francés Napoleón Bonaparte. Bonaparte tenía sueños de alcance mundial que no eran realistas. Entre otras cosas, soñaba con renovar el Imperio Francés en América del Norte perdido cuarenta años antes. Así, después de acabar la insignificante guerra contra Estados Unidos mediante la Convención de 1800, se volvió sobre España al día siguiente.
El 1 de octubre de 1800 Bonaparte obligó a la débil España a aceptar el Tratado de San Ildefonso, por el cual España cedía a Francia el territorio aún llamado Luisiana (véase La Formación de América del Norte), es decir, aproximadamente, todo el territorio regado por los tributarios occidentales del río Mississippi, un territorio que tenía más o menos el tamaño de los Estados Unidos de la época. Restablecía la posición de Francia en el continente norteamericano, al menos como posibilidad futura, pues Bonaparte, por el momento, no hizo nada para hacer efectiva la transferencia.
Antes de poder hacer algo en Luisiana, Bonaparte necesitaba la paz en Europa. El 14 de junio de 1800 había obtenido una de sus grandes victorias en la batalla de Marengo sobre Austria, y las potencias europeas se vieron obligadas a aceptar hoscamente la situación. Hasta Gran Bretaña se cansó de la guerra y, finalmente, aceptó el llamado «Tratado de Amiens», el 27 de marzo de 1802, de modo que por último Bonaparte obtuvo la paz… y también la victoria.
Otra cosa que necesitaba era una base segura en las ricas Antillas. Allí, por el comercio, podía construir una sólida estructura financiera mediante la cual poder desarrollar las tierras vírgenes de Luisiana y crear una nueva Francia.
Francia había poseído la parte occidental de la isla de Santo Domingo (la parte que hoy constituye la nación de Haití) desde el siglo XVII, y en 1697 la obtuvo toda de España. Por entonces, su población consistía principalmente en esclavos negros. Poco después de la Revolución Francesa, esos esclavos fueron liberados, pero sólo la libertad de la esclavitud no era suficiente. Los negros querían su independencia y estaban dispuestos a luchar por ella.
Bonaparte, quien juzgó que necesitaba la isla, envió un ejército a Santo Domingo. Los negros lucharon heroicamente, pero no podían resistir a los bien equipados y entrenados franceses.
Así, por un momento, en 1802, Bonaparte debe de haber pensado que había ganado. Tenía la paz en Europa, una isla como base en el Caribe y la vasta Luisiana en el interior americano.
Y entonces todo quedó desbaratado. El victorioso ejército francés cayó víctima de un enemigo al que no podía combatir: la fiebre amarilla. Los soldados franceses murieron en batallones y pronto pareció que ninguno de ellos retornaría a Francia y que Bonaparte no dispondría de la isla finalmente. Además, la Paz de Amiens resultó ser poco sólida. Los británicos, inexorablemente hostiles, lamentaron la paz desde el instante en que se firmó y sólo estaban buscando una excusa para reiniciar la guerra.
Sin una isla y sin paz, Luisiana era inútil para Bonaparte. Una vez reanudada la guerra, los británicos, que poseían una base segura en Canadá, se apoderarían de Luisiana. Si Bonaparte no podía tener Luisiana, deseaba por sobre todo lo demás que al menos tampoco la tuviese Gran Bretaña. ¿Cuál era la alternativa? Al llegar a este punto, debe de haber pensado en los Estados Unidos.
Los Estados Unidos se enteraron del tratado secreto por el cual se transfería la Luisiana a Francia en mayo de 1801, poco después de la investidura de Jefferson. De un extremo a otro, la nación se sintió horrorizada. Tener a una España relativamente débil como dominadora de la desembocadura del Mississippi era bastante malo; pero tener en su lugar a una Francia poderosa y victoriosa era intolerable.
Jefferson, aunque era profrancés y antibritánico, no podía por menos de pensar que si se efectuaba realmente la transferencia de Luisiana, Estados Unidos tendría que formar una alianza con Gran Bretaña contra Francia. Pero, entre tanto, no se hizo nada por hacer efectiva la transferencia, y Jefferson vacilaba.
A fines de 1802, cuando Bonaparte comprendió cada vez más claramente que no podía retener Luisiana, decidió poner en un aprieto a Jefferson. España había permitido el comercio por el río Mississippi desde el Tratado de Pinckney de 1795. Ahora, como resultado de una secreta presión francesa, España violó el tratado y cerró el Mississippi al comercio americano, el 16 de octubre de 1802.
Esto suponía la guerra a las negociaciones, pues Estados Unidos no podían tolerar un Mississippi cerrado. Jefferson, el apóstol de la paz, optó por la negociación. Tal vez los Estados Unidos podían comprar la desembocadura del Misisippí, algo que era más seguro y, a largo plazo, menos costoso (aunque menos «glorioso») que luchar por ella.
El ministro americano en Francia, a la sazón, era Livingston, quien había estado con Jefferson en la comisión que redactó la Declaración de la Independencia, un cuarto de siglo antes. Jefferson envió a su paisano virginiano James Monroe (nacido en el condado de Westmoreland el 28 de abril de 1758) a Francia, con instrucciones para Livingston de que ofreciese dos millones de dólares por Nueva Orleáns y la desembocadura del Mississippi, y se preparase a subir la oferta hasta diez millones.
Sin duda, Livingston y Monroe esperaban considerables dificultades en la negociación de la compra de la desembocadura del Mississippi. Frente a ellos estaba nada menos que el astuto y consumado diplomático Talleyrand, quien era ministro de Asuntos Exteriores bajo Napoleón, como lo había sido bajo el Directorio, y como lo sería también después de Napoleón.
Lo que los americanos no comprendieron fue que Bonaparte estaba irritado por su moderación. ¿Sólo la desembocadura del Mississippi? Talleyrand dejó esto de lado y, sonriendo afablemente, preguntó qué darían los americanos por toda Luisiana.
Los negociadores americanos deben de haberse quedado sin habla por un momento. No tenían ninguna autorización para negociar la compra de toda Luisiana. Sin embargo, cuando pasó el vértigo, comprendieron que, con autorización o sin ella, no podían desperdiciar la oportunidad absolutamente magnífica que se les presentaba. Regatearon un poco y luego, finalmente, accedieron a pagar un precio de quince millones de dólares por un territorio de unos 2.150.000 kilómetros cuadrados, o sea a tres céntimos el acre. La adquisición de Luisiana doblaría la superficie de los Estados Unidos de golpe, y proporcionaría un territorio que podía ser dividido entre todos o parte de los trece Estados.
El acuerdo se firmó el 30 de abril de 1803, justo a tiempo, pues a las dos semanas estalló nuevamente la guerra entre Gran Bretaña y Francia. Si el territorio aún hubiese sido francés una vez iniciada la guerra, Gran Bretaña podía haberse sentido tentada a ocuparlo. Tal como sucedió, Gran Bretaña, prefiriendo que lo tuviese Estados Unidos a arriesgarse a una guerra con Francia y España en aquellas soledades, en realidad facilitó la transferencia. Banqueros británicos prestaron a Estados Unidos el dinero con el cual pagar a Napoleón. (En verdad, la fortuna parecía sonreír a Estados Unidos en 1803).
Por supuesto, la «compra de Luisiana» planteó un problema a Jefferson. Como construccionista estricto, no creía que el gobierno federal tuviese poder constitucional para comprar territorio de esta manera. Los federalistas, como construccionistas vagos, creían que el gobierno federal tenía tal poder.
En esta ocasión, como era de esperar, los principios resultaron vapuleados. Jefferson decidió que, pese a las consideraciones constitucionales, no podía desaprovechar la oportunidad y aceptó Luisiana. Los federalistas, decidiendo que odiaban a Jefferson más de lo que amaban a sus propias ideas, pronto se opusieron a la compra. Pero fue aprobada por el Congreso demócrata republicano a pesar de su oposición, y el 20 de diciembre de 1803 el territorio de Luisiana fue entregado legalmente por Francia a Estados Unidos.
Jefferson, que quizá fue el hombre de mente más científica de todos nuestros presidentes, dispuso inmediatamente la exploración del nuevo territorio. En realidad, había planeado algo semejante aún antes de que se pensase siquiera en comprar el territorio. A tal fin, había estado preparando a Meriwether Lewis de Virginia (nacido cerca de Charlottesville, el 18 de agosto de 1774), quien tenía mucha experiencia de las regiones solitarias.
Jefferson nombró a Lewis su secretario privado en 1801 y lo estimuló a que adquiriese conocimientos en aquellos temas necesarios para la exploración.
Al parecer, Lewis no quería asumir solo la responsabilidad por la expedición y sugirió que se nombrase jefe conjunto de la misma a un paisano virginiano, William Clark (nacido en el condado de Carolina el 1 de agosto del770). Clark era un hermano menor de George Rogers Clark y había combatido en la batalla de los Arboles Caídos.
Unos cuarenta hombres fueron elegidos para acompañarlos, todos jóvenes. Clark, quien tenía treinta y tres años cuando se inició la expedición, era el mayor de todos. La partida se dirigió a Saint Louis (fundada por los franceses en 1764, antes de que los hombres del lugar se enterasen de que el territorio había sido cedido a España el año anterior), y allí permanecieron durante el invierno. Más tarde, el 4 de mayo de 1804, se dirigieron al oeste desde el río Mississippi, al territorio prácticamente desconocido que ahora forma parte de los Estados Unidos. En tres botes, remontaron el río Missouri.
En lo que es ahora el oeste de Montana, hallaron que el río Missouri se divide en tres corrientes a las que llamaron río Jefferson, río Madison y río Gallatin en honor a los tres jefes del gobierno. El río Jefferson era el más occidental, y lo siguieron hasta su fuente.
Hablando en términos estrictos, ese punto era el fin de Luisiana, pero más allá estaba una región inexplorada llamada el «territorio de Oregón» que no tenía propietario. En verdad, era la última parte de las costas de los continentes americanos que aún no había sido asignada. Al norte estaban los rusos, en Alaska; al sur, los españoles, en California; pero ni unos ni otros habían hecho efectivas sus vagas reclamaciones sobre el territorio.
Otros también lo habían reclamado. El capitán Cook, el explorador británico, había navegado a lo largo de la costa en 1778. Barcos americanos también habían estado en esas aguas. El navegante americano Robert Gray (nacido en Tiverton, Rhode Island, en 1755), fue el primero en llevar la bandera americana alrededor del mundo, completando la circunnavegación de éste en 1790 y por segunda vez en 1793. En el curso de su segunda circunnavegación, en el barco Columbia, se internó en un río de la costa de Oregón y lo llamó el río Columbia, por su barco. Ahora Lewis y Clark entraron en el territorio de Oregón. Cruzaron la Divisoria Continental de aguas, más allá de la cual los ríos ya no fluyen al Atlántico sino al océano Pacífico. Llegaron a la cabecera del río Columbia y descendieron por él hasta el océano, al que llegaron el 15 de noviembre de 1805. Fue basándose en las exploraciones de Grey y de Lewis y Clark por lo que Estados Unidos iba a reclamar el territorio de Oregón cuarenta años más tarde.
Lewis y Clark iniciaron su viaje de retorno el 23 de marzo de 1806 y estuvieron de vuelta en Saint Louis el 23 de septiembre. Fueron los primeros en hacer el viaje terrestre de ida y vuelta al océano Pacífico a través del continente norteamericano.
De acuerdo con instrucciones de Jefferson, Lewis y Clark llevaron extensos diarios, haciendo mapas y descripciones del territorio y elaborando prácticamente una enciclopedia del conocimiento de un territorio que por entonces era casi desconocido, excepto para los indios que vivían en él.
Otro explorador del territorio de Luisiana fue Zebulon Montgomery Pike (nacido en Lamberton, Nueva Jersey, el 5 de enero de 1779, la primera persona mencionada en este libro que nació después de que los Estados Unidos declarasen su independencia). Con instrucciones de explorar la cabecera del río Mississippi, Pike se dirigió al norte desde Saint Louis, el 9 de agosto de 1805. Viajó por lo que es ahora Minnesota y allí, en febrero de 1806, halló comerciantes británicos. Les dijo muy firmemente que estaban operando en territorio estadounidense y que serían responsables de sus acciones ante la ley americana.
En julio de 1806, Pike fue enviado nuevamente a explorar, esta vez las partes sudoccidentales del territorio de Luisiana. Penetró en Colorado, donde, el 15 de noviembre, avistó la montaña hoy llamada el Pico de Pike. Pike trató de escalarla, pero la falta de adecuadas ropas de abrigo le obligó a desistir.
Siguió hacia el oeste, ignorando las advertencias españolas de que estaba violando su territorio, y finalmente fue capturado por los españoles en lo que es ahora Nuevo México. Su papeles fueron confiscados y sólo fue liberado el 1 de julio de 1807.
Jueces y traidores.
El gobierno de Jefferson funcionó interiormente a las mil maravillas. Gallatin, secretario del Tesoro, impuso una rigurosa economía en los gastos del gobierno, incluido el presupuesto militar. Pese a la guerra de Trípoli y la compra de Luisiana, los impuestos fueron reducidos y la deuda nacional disminuyó de 83 a 57 millones de dólares.
Se aprobaron leyes sobre tierras que permitieron al gobierno vender tierra barata a los colonos y darles también ayuda financiera. Los colonos afluyeron al oeste, y Cleveland (fundada en 1796) creció rápidamente. El Estado de Ohio fue formado con la parte más oriental del viejo territorio del Noroeste, y entró en la Unión el 1 de marzo de 1803 como el decimoséptimo Estado.
Pero Jefferson, pese a los éxitos de su gobierno, se vio continuamente frustrado por la dominación federalista del poder judicial, algo de lo que Adams se aseguró en los últimos días de su mandato. El gobierno de Jefferson abordó este problema desde todos los ángulos.
Entre otras cosas, Madison, en su cargo de secretario de Estado, se negó a permitir que ocupasen sus cargos los nuevos jueces de paz nombrados por Adams para el Distrito de Columbia. Uno de ellos, William Marbury, entabló juicio, y el caso de «Marbury contra Madison» fue llevado ante el Tribunal Supremo, ahora presidido por el archienemigo de Jefferson, el federalista John Marshall.
El tribunal de Marshall despachó el caso el 24 de febrero de 1803, pero, al hacerlo, declaró que el Congreso no podía aprobar ni el presidente aplicar una ley que violase la Constitución de los Estados Unidos. Más aún, Marshall negó que el presidente o el Congreso pudiesen juzgar la constitucionalidad de una ley, y sostuvo que esto concernía exclusivamente al Tribunal Supremo. Para dar fuerza a su afirmación, el Tribunal Supremo de Marshall señaló que una de las secciones de la Ley Judicial era inconstitucional.
Fue la primera vez que el Tribunal Supremo declaraba inconstitucional una ley federal, y no iba a volver a ocurrir por más de medio siglo, pero se había sentado el precedente.
Se dio otro paso en 1810, cuando surgieron cuestiones sobre las medidas tomadas por la legislatura de Georgia para oponerse a algunos turbios negocios con tierras realizados por ex miembros de esa legislatura. La cuestión llegó al Tribunal Supremo en un caso conocido como «Fletcher contra Peck», y John Marshall adopto una decisión que, en parte, declaraba inconstitucional y por ende nula una ley del Estado de Georgia. Así, extendió el poder del Tribunal Supremo sobre los Estados, tanto como sobre el gobierno federal. De este modo, el Tribunal Supremo asumió su forma actual.
Puesto que los jueces eran designados de por vida y pocos renunciaban, Jefferson no vio otro modo de acabar con la dominación federalista del poder judicial que mediante la recusación. Todo funcionario (incluido el presidente) podía ser recusado (es decir, acusado) por acciones que lo inhabilitasen para el cargo. Podía ser juzgado por el Senado y, si era condenado, eliminado del cargo en estricto acuerdo con la Constitución.
Jefferson, pues, dirigió el procedimiento de recusación contra un juez de New Hampshire que era extremadamente federalista y cuyas acciones en los juicios eran tan extrañas que revelaban falta de cordura. El juez fue enjuiciado, condenado el 12 de marzo de 1804 y eliminado del cargo.
Luego Jefferson dirigió el procedimiento de recusación contra un blanco mucho más importante: Samuel Chase de Maryland (nacido en el condado de Somerset el 17 de abril de 1741). Chase fue uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia y juez adjunto del Tribunal Supremo, nombrado por Washington en 1796. Era un federalista que, cuando presidía juicios, lo hacía de una manera muy partidista, pero no psicótica. Fue recusado y llevado a juicio ante el Senado en febrero de 1805. Pese a toda la presión del gobierno, fue absuelto el 1 de marzo y Jefferson renunció a la ofensiva. Se dispuso a soportar el poder judicial, ya que no podía hacer otra cosa.
Las victorias que los federalistas podían lograr eran deplorablemente insuficientes para los ultrafederalistas de Nueva Inglaterra, ahora bajo el liderato de Timothy Pickering, que había sido secretario de Estado bajo Washington y bajo Adams. Se había convertido en senador por Massachusetts, uno de los sólo nueve senadores federalistas que quedaron en el Congreso después de las elecciones de mitad del mandato de 1802 (menos de la mitad de los veinte que había habido seis años antes).
Pickering era nativo de Salem, condado de Essex, y puesto que algunos otros líderes del ultrafederalismo también provenían de este condado, ese sector del partido luego fue llamado el «Essex Junto». («Junto» es una deformación de una palabra española [«junta»] que significa «concejo» y se ha llegado a usarla para designar a una fracción o camarilla). Pickering y sus adeptos veían en el gobierno centrado en los granjeros de Jefferson la destrucción de la prosperidad comercial de Nueva Inglaterra. La compra de Luisiana fue el colmo, para ellos, pues cada nuevo Estado occidental aumentaba la mayoría demócrata republicana, y con el territorio de Luisiana podía hacerse muchos Estados de granjeros, y no comerciales.
Pickering no veía salida alguna, excepto la formación de una nación separada. Los Estados comerciales pondrían fin a su anterior aceptación de la Constitución y reasumirían su soberanía. En otras palabras, se «separarían» de la Unión. Para Pickering, la nueva nación incluiría los cinco Estados de Nueva Inglaterra, más Nueva York y Nueva Jersey. El Junto de Essex hasta se hallaba dispuesto a aceptar ayuda británica para la creación de esta «Confederación Norteña». (Cabe preguntarse qué habría dicho Sam Adams —un inquebrantable demócrata republicano—, pero, mientras el Junto hacía sus planes. Sam Adams, a los 81 años, moría el 2 de octubre de 1803).
Hamilton fue abordado al respecto. ¿Pondría a Nueva York de parte de ellos?
Hamilton rechazó toda posibilidad semejante en los términos más enérgicos. Había aprobado la compra de Luisiana cuando otros federalistas lo habían condenado, y no estaba dispuesto a romper la Unión sólo porque no marchaba a su gusto. Pero Burr estaba a favor de todo aquello contra lo cual estaba Hamilton, y Burr era un hombre inescrupuloso que no se detenía ante nada. El Junto de Essex abordó a Burr.
Burr no iba a presentarse como candidato a vicepresidente en 1804, pues, después de dejarse usar por los federalistas en la elección empatada de 1800, había sido prácticamente expulsado del partido por el encolerizado Jefferson. Burr, entonces, decidió presentarse a candidato para gobernador de Nueva York, y deseaba hacer otro pacto con los federalistas. Si ellos lo apoyaban, él pondría a Nueva York en la Confederación Norteña.
En la primavera de 1804 se realizó la elección para la gobernación de Nueva York y Burr fue derrotado. Burr pensaba que la razón de su derrota no era difícil de hallar. Hamilton había hecho una dura campaña electoral en contra de él, por lo cual se obtuvo el apoyo federalista que esperaba.
Era el colmo para Burr. Hamilton le había impedido ser presidente, y ahora le impedía ser gobernador.
En junio, Burr halló un motivo de ofensa en algo que Hamilton había dicho de él, y desafió a su enemigo a un duelo. No había nada que obligase a Hamilton a aceptar el desafío. Desaprobaba los duelos, y sólo tres años antes su hijo mayor había muerto en un duelo. Sabía que Burr era un hombre amargado y un buen tirador. Sin embargo, Hamilton no tuvo coraje para aparecer como cobarde y perder su rango de «caballero».
Aceptó el desafío y, el 11 de julio de 1804, el duelo se llevó a cabo en Weekhawken, sobre la costa de Nueva Jersey del río Hudson. Burr (quien aún era vicepresidente de los Estados Unidos) apuntó cuidadosamente y disparó a Hamilton debajo del pecho. Un poco más de un día después, Hamilton moría a la edad de cuarenta y nueve años.
Pero también se hundieron los planes para una Confederación Norteña. En su ceguera, Burr había arruinado totalmente su carrera política, había hecho de Hamilton un mártir y un héroe y había sumido al Junto de Essex en una amarga impotencia.
El resultado se hizo deslumbrantemente obvio cuando llegó la época para la elección presidencial de 1804. Por primera vez, los candidatos fueron elegidos por corrillos del Congreso, esto es, por reuniones de miembros del Congreso pertenecientes a determinado partido político. Jefferson fue reelegido candidato por los republicanos demócratas, por supuesto. En lugar de Aaron Burr, eligieron a George Clinton, durante largo tiempo gobernador de Nueva York, para la vicepresidencia.
En cuanto a los federalistas, eligieron a Charles Pinckney (el candidato a vicepresidente de 1800) para la presidencia, y a Rufus King de Nueva York, uno de los autores de la Ordenanza del Noroeste, para la vicepresidencia. Había sido miembro de la Convención Constitucional y, más recientemente, ministro ante Gran Bretaña.
El tema principal de la campaña fue la compra de Luisiana, y los federalistas no podían haber hecho nada peor que oponerse a ella. La adquisición de un vasto territorio halagaba tanto el orgullo americano que casi todos los electores elegidos eran republicanos demócratas.
El resultado fue un aplastante triunfo de los republicanos demócratas el 5 de diciembre de 1804. En esta primera elección en la que los electores votaban por un presidente y un vicepresidente de manera separada, Jefferson y Clinton obtuvieron 162 votos electorales contra 14 para Pinckney y King. Sólo en Connecticut y Delaware tuvieron mayoría los federalistas.
El Noveno Congreso, elegido en esta misma elección, era más republicano demócrata que nunca. La supremacía republicana demócrata fue ahora de 27 a 7 en el Senado y de 116 a 25 en la Cámara. Los federalistas habían menguado hasta quedar reducidos a la impotencia.
En cuanto a Aaron Burr, no pudo hacer nada más que sumergirse en las sombras de la conspiración. Execrado por el asesinato de Hamilton, con órdenes de arresto emitidas por Nueva York y Nueva Jersey, su carrera política estaba terminada. Se marchó al oeste, donde se encontró con su amigo el general James Wilkinson.
Wilkinson, que había recibido dinero de España durante todo el decenio de 1790-1799, en 1805, con la increíble suerte que nunca mereció, había sido nombrado gobernador de todo el territorio de Luisiana, excepto el extremo meridional. Una docena de años antes, había intrigado para separar las regiones del golfo con ayuda de España. Ahora sus planes eran más grandiosos. Soñaba con crear un imperio que no sólo incluiría la parte sudoccidental de los Estados Unidos, sino también territorios españoles, imperio del que él sería el gobernante con Nueva Orleáns como capital. ¿Por qué no? Bonaparte, que había empezado siendo un pobre oficial corso, se había convertido en dictador de Francia, en el hombre más poderoso de Europa y, el 2 de diciembre de 1804 (tres días antes de la reelección de Jefferson), en emperador de Francia, como Napoleón I. ¡Qué ejemplo para otros!
Burr, quien ya había mostrado su disposición a desmembrar los Estados Unidos, adhirió el vago complot de Wilkinson. Burr tenía una personalidad atractiva y el suave carácter convincente de un estafador. En el oeste conoció a muchas personas a las que deslumbró con sus planes, y en 1806 empezó a reclutar hombres para invadir los dominios españoles. Sólo esperaba que sus aliados de Nueva Orleáns declarasen independiente Luisiana.
Hasta dónde habría llegado la cuestión, en qué medida habría tenido éxito, son cosas que nunca sabremos. John Wilkinson, después de decidir que el complot no triunfaría finalmente, o después de decidir que Burr le estaba robando toda la gloria, o ambas cosas, optó por salir de apuros a expensas de Burr. Nunca vacilante en la traición, Wilkinson escribió una carta a Jefferson en la que la revelaba la conspiración, echaba toda la culpa sobre Burr y se presentaba a sí mismo como un patriota. Cuando Burr se enteró de esto, huyó hacia la Florida española, mientras Wilkinson aparecía una vez más como un dechado de virtudes.
Jefferson, que no necesitaba de mucho estímulo para tratar de aplastar a Burr, inmediatamente lo hizo perseguir. Burr fue arrestado en lo que es ahora Alabama el 19 de febrero de 1807. Se le inició un juicio por traición el 30 de marzo en Richmond, Virginia.
El juez que presidía el Tribunal de Circuito de La Unión ante el cual fue juzgado Burr no era sino John Marshall. Marshall no sentía ninguna simpatía por la conspiración, la traición o por Aaron Burr, pero su odio a Jefferson era predominante. Burr se convirtió en objeto de un duelo entre el presidente y el presidente del Tribunal Supremo; el primero movió cielo y tierra para obtener la condena; el segundo, para obtener la absolución.
El presidente del Tribunal Supremo ganó, por el momento, adoptando una actitud construccionista estricta. Adhería a la definición estricta de traición, la cual, decía la Constitución, consistía en «hacer la guerra contra los Estados Unidos o adherir a sus enemigos».
Burr realmente no había hecho la guerra ni adherido a enemigos. Había sido detenido antes de que lo hiciera y era imposible probar que realmente pretendía hacerlo. Por consiguiente, después de un juicio que duró un mes, Burr fue absuelto, el 1 de septiembre de 1807, y Marshall tuvo la torva satisfacción de frustrar a su enemigo, el presidente.
Burr se marchó a Europa, donde permaneció algún tiempo, y aunque vivió treinta años más, pues murió a los ochenta años en Nueva York, llevó una vida penosa y oscura. A fin de cuentas, fue bien castigado.
Atrapado entre los gigantes.
Pero mientras Jefferson combatía con jueces y traidores, el verdadero peligro estaba más allá de las fronteras.
La guerra entre Gran Bretaña y Napoleón fue, en algunos aspectos, un don del Cielo para el comercio americano. Los Estados Unidos eran el mayor poder marítimo neutral y sus barcos transportaban artículos en cantidades propias de tiempos de guerra y con beneficios propios de tiempos de guerra. Por un tiempo, esta prosperidad de tiempo de guerra proporcionó a Estados Unidos más barcos y más comercio per cápita que cualquier otra nación del mundo, y el comercio floreció hasta con la lejana China.
Pero era una prosperidad peligrosa y frágil, pues en gran parte se mantenía en desafío a los británicos, que dominaban los mares.
Francia, incapaz de usar sus propios barcos frente al enemigo británico, dependía de la flota americana para obtener lo que necesitaba del mundo fuera de Europa. Los barcos americanos llevaban productos de las colonias francesas o españolas a Francia o a su aliada España, y esos barcos podían ser confiscados por los británicos por llevar «contrabando», es decir, materiales necesarios para la capacidad bélica de Napoleón.
Lo que hacían los barcos americanos era llevar los cargamentos de las colonias a los Estados Unidos, pues los británicos no prohibían a Estados Unidos, que era neutral, importar artículos. Hecho esto, y después de cumplir con ciertas formalidades, el cargamento se volvía americano. Luego, los barcos iban a Francia o España. Ahora eran barcos neutrales americanos que llevaban un cargamento americano y, por ende, inmunes a su captura por los británicos. Era una ficción transparente, pero en 1800 Gran Bretaña había aceptado este principio del «viaje quebrado».
Pero a medida que la guerra en Europa se hizo más enconada, hubo cada vez menos propensión por ambas partes a ser meticulosos con respecto a los derechos de los neutrales. En 1805, Gran Bretaña aplastó a la armada francesa en la batalla de Gibraltar y su dominio del mar se hizo absoluto. Pero Francia ganó la batalla de Austerlitz sobre Rusia y Austria, y Napoleón se hizo más poderoso que nunca.
Sólo Gran Bretaña obstruía el camino de Napoleón hacia la práctica dominación del mundo; y sólo su armada protegía a Gran Bretaña de una invasión napoleónica. Gran Bretaña no tenía un ejército para desafiar a Francia por tierra; y Francia carecía de una armada capaz de desafiar a Gran Bretaña por mar. Ambas usaron armas económicas. Gran Bretaña bloqueó Francia y Napoleón trató de impedir que las potencias europeas comerciasen con Gran Bretaña.
La flota americana quedó atrapada y aplastada entre los dos gigantes. Los británicos, desde 1805, ya no permitieron la ficción del viaje quebrado. Barcos de guerra británicos y corsarios franceses empezaron a apoderarse de buques americanos, y la prosperidad comercial americana llegó a su fin.
Como Gran Bretaña dominaba los mares y era capaz de hacer más daño a la flota americana que Francia, aumentó la cólera contra la primera. Además, estaba el problema de la requisa, con respecto a la cual también aumentó la ira.
Gran Bretaña necesitaba marineros, pues sus barcos eran su defensa y sin ellos sería destruida. Pero la estructura de clases británica era tal que sus jefes trataban a los marineros como a perros. Tan miserable era el trato dado a los marineros a bordo, tan miserables los alimentos que les daban y la frecuencia con que eran azotados por infracciones menores, que ningún hombre cuerdo se alistaba voluntariamente para el servicio. El modo como los británicos obtenían marineros, pues, era capturando a los hombres fuertes de bajo status social y llevándolos a bordo de los barcos por la fuerza, si era necesario. Tales «patrullas de enganche» que proporcionaban los marineros que Gran Bretaña necesitaba formaban parte del modo británico de vida.
Naturalmente, una vez que un británico se hallaba a bordo de un barco, no habría estado en su sano juicio si no hubiese hecho todo lo posible por desertar. Pese a las más duras medidas y la más estricta vigilancia, muchos lo hacían. La deserción era más eficaz cuando los marineros podían llegar a los Estados Unidos, donde no había ninguna barrera lingüística, donde podían obtener fácilmente documentos de nacionalidad fraguados y donde podían trabajar por salarios superiores y mejor trato. En resumen, los británicos tal vez perdían 2.500 hombres al año, hombres que iban a parar a barcos americanos.
Gran Bretaña no podía permitirse esa pérdida. Como nunca se le ocurrió que podía evitar la pérdida mediante un mejor trato, apelaba a la fuerza. No reconocía el derecho a los súbditos británicos a convertirse en ciudadanos americanos y se sentía compelida, por las exigencias de la guerra, a detener barcos americanos en alta mar en busca de desertores. De este modo, los británicos localizaban a muchos desertores, y también se llevaban a muchos ciudadanos americanos, y hasta a algunos americanos nativos.
Tales acciones eran tan humillantes para los americanos que despertaron un odio creciente hacia Gran Bretaña. El Partido Federalista, que antaño se había beneficiado con la indignación americana contra Francia, ahora siguió menguando ante la tormenta antibritánica. En la elección de medio plazo para el Décimo Congreso, la representación federalista se redujo a 6 en el Senado y a 24 en la Cámara, una pérdida de un escaño en cada uno.
Jefferson, que aún era un hombre de paz, trató de negociar con Gran Bretaña, pero los británicos, que todavía consideraban su guerra con Napoleón como lo más importante, no hicieron ninguna concesión sustancial.
Sin duda, la situación se estaba haciendo cada vez más crítica para los británicos. En 1807, Napoleón, después de ganar otras batallas, dominaba toda Europa al oeste de Rusia y estaba a punto de hacer también una alianza con Rusia. El emperador francés movilizó a todo el continente europeo en una guerra económica contra Gran Bretaña, y los británicos, en medio de su furia y su desesperación, golpeaban cada vez más duramente en el único campo donde poseían la supremacía, el mar.
El 22 de junio de 1807, el barco americano Chesapeake abandonó Norfolk para dirigirse a puertos africanos. No esperaba tener problemas y sus cubiertas estaban tan abarrotadas de productos que a la tripulación le era difícil llegar hasta los cañones.
No muy lejos de las aguas americanas fue detenido por un poderoso buque de guerra británico, el Leopard, el cual exigió que el Chesapeake se sometiese a la requisa, pues se tenían informes de que había cuatro desertores británicos a bordo. El Chesapeake se negó y el Leopard abrió el fuego. El Chesapeake, incapaz de usar adecuadamente sus cañones y superado en poder de fuego aunque hubiese podido hacerlo, se rindió después de media hora, con tres muertos y dieciocho heridos. Un contingente de abordaje británico examinó el barco y se llevó cuatro hombres que, según los británicos, eran desertores.
Los Estados Unidos estallaron de furia y una fiebre bélica se apoderó de la nación. Si Jefferson hubiese declarado la guerra, habría tenido el apoyo popular, pero sabía que Estados Unidos no estaba preparado para la guerra. Su propia política de economía había reducido la armada americana prácticamente a la nada y los barcos británicos asolarían a su antojo la expuesta línea costera americana.
Jefferson sólo podía inclinarse ante lo inevitable. Por el momento, los dos gigantes europeos, Gran Bretaña y Francia, practicaban la guerra abierta contra cualquier barco que comerciase con el enemigo, y Jefferson, viendo a los Estados Unidos atrapados entre los gigantes, renunció a comprometerse.
El 22 de diciembre de 1807 hizo aprobar una «Ley de Prohibición». Según los términos de esta ley, los barcos americanos debían abstenerse de todo comercio con el exterior. La idea más bien desesperada que inspiraba esta medida era que Gran Bretaña y Francia padecerían por la ausencia del comercio americano y harían concesiones.
Pero no tuvo ningún éxito. Bajo el bloqueo británico, el comercio ultramarino de Francia era tan reducido que la pérdida de barcos americanos era una cuestión secundaria para ella. En cuanto a los británicos, como Francia entró en guerra con su vieja aliada, España, en 1808, esto significó que Gran Bretaña podía disponer de los puertos y barcos de la América Hispánica. Esto compensaba con creces la pérdida de los Estados Unidos y, en verdad, los barcos mercantes británicos se beneficiaron con la desaparición de la flota americana.
El daño que provocó la Prohibición fue para las regiones comerciales de los mismos Estados Unidos. El comercio de Nueva Inglaterra y Nueva York quedó destruido, y la región se sumió en una profunda depresión.