3. El camino hacia la independencia
Comienza la revolución.
El hecho de que la disposición colonial a la resistencia estaba aumentando era cada día más claro. Cuando se supo, el 13 de diciembre de 1774, que Gage iba a apostar hombres en Portsmouth, New Hampshire, Paul Revere galopó hacia el norte con las noticias, y el 14 de diciembre los colonos de allí irrumpieron en un fuerte local y se llevaron armas y pólvora. Pero no hubo bajas, y el hecho no supuso realmente la guerra.
A comienzos de 1775, el Parlamento tuvo que considerar las acciones del Primer Congreso Continental y sopesar la reacción americana a las Leyes Coercitivas. No faltaron voces que señalaran la clara lógica de la situación. Hombres como Pitt y Burke subrayaron que era inútil continuar con el uso de la fuerza, que a la larga las colonias no podían ser obligadas a aceptar un gobierno que no querían, que era erróneo tratar de imponérselo.
Todo chocó contra la roca de la intransigencia del rey y de su primer ministro, lord North. Lo único que lord North estaba dispuesto a hacer a modo de compromiso era ofrecer no poner impuestos a toda colonia que entregase dinero voluntariamente en la medida deseada por el Parlamento. (Para las colonias, esto era como si un bandido ofreciese a alguien no atracarlo si le entregaba voluntariamente su cartera). Y aun esto sólo obtuvo del rey un consentimiento a regañadientes.
En verdad, lord North presentó una nueva Ley Coercitiva ante el Parlamento, el 27 de febrero de 1775. De acuerdo con dicha ley, se prohibía a las cuatro colonias de Nueva Inglaterra comerciar con ninguna nación que no fuese Gran Bretaña y las Antillas Británicas. Los habitantes de Nueva Inglaterra tampoco podían comerciar con las otras colonias ni hacer uso de las pesquerías atlánticas, que eran de fundamental importancia para la población.
Era claro que Gran Bretaña respondía a todos los pedidos de moderación con un mayor endurecimiento de sus exigencias, de modo que los colonos de Massachusetts siguieron preparándose para la guerra.
Y el general Gage siguió tratando de despojarlos de los medios para hacerlo. El 26 de febrero de 1775, Gage envió a sus soldados a Salem a recoger unos suministros militares que había allí, pero la ciudad estaba llena de colonos coléricos, y los soldados se volvieron.
Nuevamente, no se disparó ningún tiro, no se dio ningún golpe. Pero sólo era cuestión de tiempo. Hasta en la distante Virginia los hombres esperaban con el aliento contenido las noticias del norte, esperando con cada correo que llegaba recibir la nueva de que había comenzado el fuego.
El 23 de marzo de 1775, Patrick Henry se levantó en la Cámara de los Burgesses para afirmar la necesidad de formar una milicia armada en Virginia. Sostuvo vigorosamente que la guerra estaba por empezar. «El próximo vendaval que venga del Norte traerá a nuestros oídos el resonar de las armas. ¡Nuestros hermanos ya están en el campo de batalla! ¿Por qué esperar aquí, ociosos?
¿Qué es lo que desean los caballeros? ¿Qué quieren?
«¿Son la vida o la paz tan dulces como para ser comparadas al precio de las cadenas o la esclavitud? ¡Impídelo, Señor Todopoderoso! ¡No sé qué elegirán otros, pero en cuanto a mí, dadme la libertad o la muerte!».
Estas palabras resonaron a través de las colonias mientras, durante tres semanas más, la situación estuvo pendiente de un hilo. Después de todo, la perspectiva no era la de una mera rebelión, sino la de una guerra civil del mundo de habla inglesa. Las colonias tenían considerables dimensiones. Su población era ahora de unos dos millones y medio, alrededor de un tercio de la de Gran Bretaña. La mayor ciudad colonial, Filadelfia, con una población de cuarenta mil habitantes, era la segunda ciudad de habla inglesa del mundo. Sólo Londres era mayor.
Entonces ocurrió…
El general Gage decidió aumentar sus esfuerzos para desarmar a los colonos de Massachusetts. El centro de la resistencia colonial era la ciudad de Concord, a treinta kilómetros al noroeste de Boston. Allí los Congresos Provinciales ilegales se reunieron para reclutar gente y organizar la resistencia. Allí se encontraban los dos líderes radicales, Sam Adams y John Hancock. Y allí se había acumulado una gran provisión de pertrechos militares.
Gage decidió enviar 700 soldados británicos a Concord, donde debían apoderarse de los depósitos militares o destruirlos, y arrestar a Adams y Hancock. Pero entre las tropas británicas las medidas de seguridad eran escasas, y había pocas decisiones tomadas por Gage de las que los colonos no obtuvieran pronto información.
Paul Revere y William Dawes (nacido en Boston, en 1745) partieron en la tarde del 18 de abril de 1755, para prevenir a la región rural. Llegaron a Lexington, ciudad situada a diecisiete kilómetros al noroeste de Boston en la ruta a Concord. Ocurrió que Adams y Hancock estaban durmiendo allí. Despertados y alertados a tiempo, partieron a toda prisa.
En Lexington, se unió a Revere y Dawes un joven médico, Samuel Prescott (nacido en Concord en 1751). Todos se dirigieron a Concord, pero fueron detenidos por una patrulla británica. Revere fue arrestado y llevado de vuelta a Lexington, donde fue puesto en libertad Dawe escapo, pero volvió. Sólo Prescott siguió a Concord cumpliendo con la vital misión de alertar al centro colonial[6]
La alerta fue eficaz. Cuando los 700 británicos llegaron a Lexington, al alba del 19 de abril de 1755 hallaron a un puñado de minutemen, quizá no más de cuarenta, que se enfrentaron con ellos. El comandante John Pitcairn que condujo el avance del contingente inglés grito a los minutemen que se dispersasen.
Los minutemen debían haberlo hecho, y probablemente lo hubiesen hecho, pues eran superados en número casi veinte a uno Pero desde detrás de un muro de piedra llego un balazo. Quién disparó nadie lo sabe hasta hoy pero fue suficiente. Los nerviosos soldados británicos, sin recibir ordenes, dispararon a boca de jarro sobre lo minutemen, mataron a ocho y dejaron a diez más heridos. Los minutemen respondieron al fuego brevemente, y luego huyeron. Los británicos avanzaron, con un solo herido como única baja. En ese momento, la acción debe de haberles parecido meramente como hacer a un lado una mosca, pero fue la primera sangre derramada en batalla en el curso de lo que llego a llamarse «La Guerra de la Revolución Americana» o, más brevemente, «La Guerra Revolucionaria[7]». Sam Adams, al menos, comprendió cabalmente el suceso. Mientras huía de Lexington, se afirma que dijo, exultante: «Éste es un día glorioso para América».
Los británicos llegaron a Concord y destruyeron los depósitos que pudieron hallar (la mayor parte había sido quitada para entonces), pero a su alrededor se estaba reuniendo la milicia de Massachusetts. En North Bridge, en Concord, los británicos se hallaron frente a una multitud de granjeros armados. Hubo una dura pelea y los británicos sufrieron catorce bajas. Ya no se trataba de hacer a un lado una mosca[8].
A mediodía, los británicos ya estaban hartos y se dispusieron a regresar a Boston. Pero entonces llegó lo peor. La milicia encolerizada pululaba por todo el campo; había cuatro mil hombres, según algunas estimaciones. Detrás de cada árbol y cada roca, al parecer, brillaba un fusil y salía disparada una bala. En cambio, raramente se presentaba algún blanco fácil y las desconcertadas tropas británicas se tambaleaban, a medida que un soldado tras otro recibía un impacto. Hubieran muerto todos antes de llegar a Boston, de no haber sido por un fuerte contingente enviado en su socorro.
El viaje a Concord dio como resultado 99 soldados británicos muertos y desaparecidos y 174 heridos, un 40 por 100 del total de la fuerza, mientras que las bajas americanas fueron 93.
Fue una pequeña batalla, con bajas relativamente escasas, para lo que suelen ser las batallas, pero difícilmente habrá habido una batalla más importante en la historia, pues señaló el nacimiento de los Estados Unidos.
Se trataba ya de una guerra abierta, pues se había librado la primera batalla y habían caído las primeras bajas. Los radicales de Massachusetts hicieron todo lo posible en Lexington para demostrar que había sido provocada por los británicos. También explotaron al máximo la imagen de los soldados británicos escapando inútilmente por el camino a Boston bajo el demoledor fuego americano, de modo que la moral de los americanos subió alto.
La retirada de Concord no fue resultado solamente de la ineptitud británica, por supuesto, sino también de una diferencia en las armas que tuvo una influencia importante, y hasta decisiva, en los sucesos.
A fines de la Guerra contra Franceses e Indios, apareció una nueva arma en la frontera de Pensilvania y al sur. Fue llamada el «rifle de Kentucky» y había sido introducida por los neerlandeses de Pensilvania, quienes modificaron una versión europea de ella para hacerla más ligera y más fácil de cargar. Se cargaba con una bala más pequeña que el alma, de modo que se usaba un parche engrasado para mantenerla ajustada. Un cañón rayado «rifled» (esto es, con estrías en espiral en su superficie interna) hacía girar la bala y le imprimía una trayectoria más recta y más precisa que los mosquetes de alma lisa usados por los ejércitos regulares de las potencias europeas.
Este primitivo rifle americano, adecuadamente manejado, podía acertar en un blanco del tamaño de la cabeza de un hombre a 70 metros. Tenía la desventaja de que para cargarlo se necesitaba el triple de tiempo que con el mosquete, por lo que no era apto para las andana das rápidas que se efectuaban en las batallas formales de la época. En cambio, en manos de un guerrillero, seguro detrás de un árbol o una roca, el rifle de Kentucky era un arma mortal. Esto hizo que, si bien los soldados americanos, que carecían de entrenamiento y experiencia, perdieron la mayor parte de las batallas campales que libraron, mantuvieran pese a todo el dominio de las zonas rurales, y raramente los británicos pudieron controlar un territorio mayor que aquel en el cual estaba su ejército.
De Concord a Bunker Hill.
Los radicales de Massachusetts no querían dejar que las cosas se enfriasen. El Congreso Provincial se dispuso inmediatamente a poner sitio a Boston. El 23 de abril había autorizado el reclutamiento de un ejército de 13.000 hombres, que puso bajo el mando de Artemas Ward (nacido en Shrewsbury, Massachusetts, en 1727). Había combatido en la Guerra contra Franceses e Indios y era lo más parecido a un soldado profesional que tenía Massachusetts en ese momento.
Las otras colonias de Nueva Inglaterra rápidamente enviaron contingentes a unirse a las fuerzas de Ward en Cambridge, al otro lado del río desde Boston, de manera que la guerra ahora había arrastrado a toda Nueva Inglaterra. Las noticias de la batalla y sus consecuencias se difundieron por todas las colonias. Una partida de cazadores acampados en las soledades de Ohio oyeron las noticias y pusieron a su campamento un nombre que era un homenaje. Alrededor de él creció la actual ciudad de Lexington de Kentucky.
Pero si las fuerzas coloniales querían tener alguna esperanza de tomar Boston realmente, necesitaban artillería, y no la tenían. Lo que tenían que hacer era tomarla de los ingleses, y el lugar más cercano donde tenían alguna posibilidad de hacerlo era en Fort Ticonderoga, sobre el lago Champlain, escenario de muchos combates durante la Guerra contra Franceses e Indios.
La captura del fuerte fue sugerida por Benedict Arnold (nacido en Norwich, Connecticut, el 14 de enero de 1741). Se había incorporado a la milicia de Massachusetts tan pronto como ésta se formó, y tenía ahora el rango de capitán. Su plan fue aprobado, él fue ascendido al rango de coronel, el 3 de mayo, y se le envió a que emprendiese la aventura.
En esto, como en toda otra cosa, sin embargo, Arnold tuvo la suerte contra él. Demostró ser uno de los mejores soldados de América, pero nada le salía bien. Con respecto a Ticonderoga, por ejemplo, se le adelantó alguien que estaba más cerca de ese lugar.
Fort Ticonderoga estaba unos 270 kilómetros al noroeste de Boston. Al este, del otro lado del lago Champlain, estaba la región de las Montañas Verdes (ahora llamada Vermont, de palabras francesas que significan «montañas verdes»). Allí vivía Ethan Alien (nacido en Lichfield, Connectitcut, el 21 de enero de 1738). Había luchado en la Guerra contra Franceses e Indios y llegado a la región de las Montañas Verdes en 1769. Allí formó un grupo de milicianos que se llamaron a sí mismos los «Muchachos de las Montañas Verdes» y cuyo principal objetivo era vigilar para que la colonia de Nueva York no lograse establecer su dominación sobre esa región.
Cuando le llegaron las noticias concernientes a Lexington y Concord, pensó que sería una buena idea tomar Fort Ticonderoga, que estaba inmediatamente del otro lado del lago. Benedict Arnold se abalanzó al oeste para tratar de ocupar el lugar, pero Allen no lo permitió. Frustrado (como lo estaría en muchas ocasiones) Arnold acompañó a la partida, sin embargo; ochenta y tres hombres cruzaron a remo el lago Champlain el 9 de mayo de 1755. Lograron una sorpresa total. La guarnición inglesa fue incapaz de resistir la repentina invasión de los rústicos y se rindieron el 10 de mayo. Dos días más tarde, Crown Point, a quince kilómetros al norte, también fue tomado.
El 10 de mayo, el mismo día en que fue tomado Fort Ticonderoga, el Segundo Congreso Continental se reunió en Filadelfia, según lo planeado, y se vio obligado a abordar el tema de la guerra en curso, al menos en Nueva Inglaterra.
Nuevamente, fue elegido presidente Peyton Randolph, pero murió casi inmediatamente, y John Hancock fue puesto en su lugar, indicio de la creciente radicalización del organismo. Muchos de los delegados del Primer Congreso Continental estuvieron también en el Segundo, además de otros hombres de prestigio. Benjamin Franklin y George Washington, que no estuvieron en el Primero, asistieron al Segundo.
John Adams fue la principal fuerza radical del Segundo Congreso Continental y trabajó afanosamente para que las colonias que no formaban parte de Nueva Inglaterra hiciesen causa común con Massachusetts. Quería que la milicia de Nueva Inglaterra que estaba asediando a Boston fuese reconocida como un ejército intercolonial, un «ejército continental», para usar el mismo enfoque por el que la reunión era llamada un congreso continental.
Adams sabía que esto no sería aceptado si Massachusetts insistía en comandar el ejército e insinuó claramente que el delegado de Virginia, el coronel Washington, sería aceptable para Massachusetts como comandante en jefe, y que la milicia de Nueva Inglaterra gustosamente prestaría servicios bajo su mando.
Fue un golpe brillante. George Washington había combatido en las primeras batallas de la Guerra contra Franceses e Indios, pero había sido frustrado en su intento de desempeñar un papel más importante por los prejuicios británicos anticoloniales. Y ahora estaba ansioso por demostrar de lo que era capaz. Más aún, era un rico plantador que prestaría sus servicios sin paga, y un hombre enormemente respetado de carácter conservador y conocida integridad. Los hombres que no habrían confiado en los agitadores de Massachusetts confiarían en George Washington.
Así, el Congreso aceptó. El Ejército Continental fue creado el 14 de junio de 1775, y George Washington fue nombrado su comandante en jefe el 15 de junio.
Bajo su mando hubo cuatro generales, uno de los cuales era Artemas Ward. Otro era Israel Putnam de Connecticut (nacido en Danvers, Massachusetts, en 1718), quien, en un arranque patriótico, acudió a tomar parte en el sitio de Boston en el mismo momento en que se enteró de los sucesos de Lexington y Concord, aunque estaba cerca de los sesenta años. Los otros eran Philip Schuyler de Nueva York (nacido en Albany en 1733), un rico terrateniente tan respetado y conservador como Washington, y Charles Lee de Virginia, un oficial nacido en Gran Bretaña. Los cuatro generales habían actuado en la Guerra contra Franceses e Indios, pero ninguno de los cuatro había demostrado tener mucho talento militar.
Pero, apenas formado, el Ejército Continental se vio ante un momento decisivo en Boston. Los británicos no tenían ninguna intención de ceder y desembarcaron más tropas en Boston el 28 de mayo.
El 12 de junio el general Gage se sintió suficientemente confiado en la fuerza de sus tropas como para poner oficialmente a Boston bajo la ley marcial y declarar rebelde o traidor a todo americano que portase armas o prestase ayuda a otro que las portase. Pero, como gesto conciliador, ofreció el perdón a todo rebelde o traidor que depusiese las armas, con excepción de Sam Adams y John Hancock.
La respuesta americana fue hacer preparativos para ocupar y fortificar el terreno elevado de Charlestown, inmediatamente al norte del río Charles e inmediatamente al otro lado del río desde Boston. Como Boston, Charlestown estaba situada por entonces en una península unida a tierra firme por una estrecha franja de tierra. Había dos colinas en Charlestown, Bunker Hill y Breed’s Hill, y cualquiera de ellas ofrecía una posición dominante para colocar la artillería que, se esperaba, llegase de Ticonderoga. En un principio, se pensó en fortificar Bunker Hill solamente, pero Breed’s Hill estaba más cerca de Boston y el plan fue ampliado para incluirla.
En el alba del 17 de junio de 1775, 1.600 americanos estuvieron en Breed’s Hill. Gage podía haber cercado la península de Charlestown colocando hombres en la franja terrestre, y luego haber bombardeado la colina desde los barcos del puerto. Si lo hubiese hecho, los americanos no habría podido resistir por mucho tiempo. Pero Gage probablemente estaba todavía irritado por la vergüenza de la retirada de Concord. Pensaba que los americanos necesitaban una lección y que se debía demostrar claramente su total inferioridad frente a los soldados regulares británicos.
Por ello, ordenó tomar por asalto las fortificaciones de la colina de Charlestown y, para tal fin, envió 2.400 hombres a través del río Charles, durante el mediodía del 17 de junio. Las tropas estaban al mando de William Howe, quien había llegado con el grupo más reciente de refuerzos.
Para los británicos, era una mala situación militar. Tenían que trepar por una colina expuestos al fuego de un enemigo protegido detrás de murallas en la cima[9]. La única razón posible de que un jefe británico ordenase tal asalto era la idea de que la milicia americana flaquearía a la vista de soldados regulares británicos marchando hacia ellos y simplemente huirían.
Howe, pues, ordenó a un contingente de sus hombres que subiese por la colina en un perfecto orden cerrado, llevando pesadas mochilas y con sus uniformes escarlatas brillando al sol. Detrás de sus defensas esperaban los americanos, en perfecta posición, excepto por el hecho de que prácticamente no tenían pólvora.
Su comandante, el coronel William Prescott (nacido en Groton, Massachusetts, en 1726), no permitió que esa preciosa pólvora se desperdiciara. Toda bala debía dar en el blanco, lo cual significaba que sus hombres debían permitir a los británicos acercarse mucho, por atemorizadora que fuese su cercanía para muchachos granjeros no entrenados.
«No disparéis —ordenó— hasta que veáis el blanco de sus ojos».
El contingente británico subió por la colina, tanto más confiado cuanto que la falta de disparos parecía indicar temor por parte de los americanos. En el momento apropiado, éstos, que se habían abstenido de hacer fuego hasta que los soldados estuvieron casi sobre ellos, lanzaron una andanada en la que casi toda bala dio en el blanco. La línea británica se derrumbo, y los sobrevivientes descendieron tambaleándose por la colina, dejando el terreno frente al reducto americano rojo de sangre y uniformes.
Por segunda vez, Howe envió un contingente por la colina que hallo la misma suerte que el primero. Ya no quedaba más remedio que continuar el mismo juego estúpido, pues marcharse habría sido un golpe tremendo para el prestigio británico.
Así, Howe envió un tercer contingente, y dice mucho de la disciplina británica el hecho de que los soldados se movieran. Lo que mantuvo con vida a los soldados del contingente fue que los americanos habían agotado sus municiones. El tercer contingente de tropas británicas llego a la cima de las colinas, calo sus bayonetas y cargó. Los americanos, que tampoco tenían bayonetas, no tuvieron más opción que marcharse. Lo más rápidamente que pudieron, abandonaron Charlestown.
Los británicos retuvieron el terreno, por lo que proclamaron su victoria, pero estaban demasiado maltrechos para tratar de perseguir a los americanos más allá de Charlestown. Sus perdidas habían sido enormes, 1.054 soldados muertos o heridos, entre ellos 89 oficiales. Uno de los oficiales muertos era el comandante Pitcairn, quien había conducido la vanguardia del ataque en el que se derramó sangre por primera vez, en Lexington. Las bajas americanas fueron de solo 450, pero uno de ellos era Joseph Warren, quien había elaborado las Resoluciones de Suffolk el año anterior.
Los británicos quedaron muy desalentados por esa «victoria» demasiado costosa y parecían haber caído en el letargo. Después de tomar las colinas de Charlestown, debían haber ocupado las alturas de Dorchester, inmediatamente más allá de la franja de tierra que unía a Boston con tierra firme. Si lo hubiesen hecho, no habría quedado ningún lugar desde el cual la artillería americana pudiese dominar el puerto de Boston.
Antes de la batalla de Bunker Hill, esa había sido la intención de Gage. Pero después de la batalla, Gage, aturdido, no hizo nada. Estaba apabullado, y lo único que se podía hacer era relevarlo del mando. Fue enviado de vuelta a Gran Bretaña el 10 de octubre de 1775, y William Howe fue puesto al frente de las fuerzas británicas en las colonias.
Esto también fue un error. Howe se mostraría, de manera creciente, incapaz de actuar de forma decisiva contra los americanos. Una explicación de esto es que nunca se sintió a gusto en una guerra que consideraba insensata e injusta, pero otra es que nunca se recupero de la horrible conmoción que le produjo la sangría de Breed’s Hill.
Dos semanas después de la batalla, George Washington llego a Cambridge y asumió el mando de un ejercito que se consideraba vencedor de la batalla de Bunker Hill. No eran los británicos, sino su falta de pólvora, lo que les había derrotado. Quienes habían sido destrozados no eran ellos, sino los británicos.
Boston liberada.
Fuera de Nueva Inglaterra, aun había una vaga esperanza de que se pudiese detener la guerra, que en verdad se estaba ahondando. El Segundo Congreso Continental aun no sonaba con la independencia y cundía la fría convicción de que los británicos finalmente triunfarían y los líderes coloniales serían ahorcados por traición. Por ello, se hizo un ultimo esfuerzo para lograr la paz. Dickinson de Pensilvania redacto una «Petición de Paz» que el Congreso firmo el 8 de julio de 1775 y la envió al rey Jorge. Reafirmaba la lealtad de las colonias y le pedía algunas concesiones que pusiesen fin a las hostilidades.
Pero esa petición no tenía ninguna probabilidad de ser escuchada. El 23 de agosto el Parlamento proclamo oficialmente que se había producido una rebelión general, y el 1 de septiembre, cuando se presento la petición al rey Jorge, éste la rechazó arguyendo que no aceptaba comunicaciones de rebeldes. Estaba claro que los británicos iban a someter a las colonias por la fuerza y no admitirían compromisos.
De todos modos, en Nueva Inglaterra no había sentimientos a favor de la paz. La euforia que siguió a la batalla de Bunker Hill era tal que las colonias de Nueva Inglaterra empezaron a pensar en acciones ofensivas. Se rumoreaba que los británicos iban a reclutar canadienses para combatir con los americanos, y se pensó que un audaz ataque contra Montreal y Quebec no sólo pondría fin a eso, sino que arrastraría a los franceses a la lucha contra su vieja enemiga, Gran Bretaña, con la esperanza de recuperar el Canadá.
La expedición fue puesta en un comienzo bajo el mando de Schuyler, pero su mala salud lo excluyó temporalmente y se puso en su lugar a otro neoyorquino, Richard Montgomery (nacido en Irlanda en 1736), quien había prestado servicios en el ejército británico. Montgomery condujo a su pequeño contingente hacia el norte mientras empeoraba el tiempo de otoño, y, cuando se aproximó a Montreal, el comandante británico, sir Guy Carleton, efectuó una retirada estratégica a Quebec. Montgomery tomó la ciudad indefensa el 13 de noviembre de 1775.
Mientras tanto, Benedict Arnold, que había sido defraudado al no obtener el mando de la expedición contra Fort Ticonderoga, estaba ansioso de tomar parte en esa nueva aventura. Con el permiso de Washington, reclutó 1.100 hombres y marchó hacia el norte, a través de Maine, hasta Quebec. Allí esperó a que Montgomery descendiese por el río desde Montreal para unirse a él. En el momento del encuentro, se había producido un considerable desgaste de hombres, y juntos tenían bajo su mando menos de mil hombres. Quebec estaba defendido por un número de hombres que duplicaba esa cantidad.
El 31 de diciembre de 1775, aventuraron un asalto en medio de una tormenta de nieve que terminó en el fracaso. La mitad de los hombres fueron muertos, heridos o tomados prisioneros. Montgomery fue muerto y Arnold herido. Arnold y los pocos cientos de hombres que quedaban permanecieron cerca de Quebec, pero no tenían esperanzas, y después de perder en otra escaramuza se retiraron, en junio.
El fracaso fue deprimente para los americanos y se convirtió en una excelente arma de propaganda en manos de los británicos. Los colonos habían proclamado que ellos sólo luchaban en defensa de sus derechos, pero ahora podía replicarse que los americanos habían atacado a una provincia pacífica sin provocación alguna.
El conflicto se agudizó aún más. Georgia se incorporó al Segundo Congreso Continental en septiembre de 1775, de modo que por primera vez estuvieron representadas las trece colonias[10].
Frente a una Gran Bretaña intransigente, el Congreso, ahora aumentado, tomó con renuencia medidas adicionales dirigidas a una expansión de la guerra. El 13 de octubre de 1775, autorizó la formación de una armada. Sus barcos no podían ser buques de guerra desde el principio, por supuesto, pero podían armarse y llevar a cabo incursiones contra las naves británicas.
En respuesta, los británicos anunciaron, el 23 de diciembre, que todos los puertos americanos estarían cerrados al comercio desde el 1 de marzo de 1776. Las colonias, en efecto, fueron sometidas a un bloqueo.
A fines de 1775, pues, la guerra era abierta, y sin embargo los portavoces de las colonias, en general, proclamaban su lealtad a Gran Bretaña. Sólo Sam Adams y unos pocos ultraradicales como él osaban hablar de «independencia».
Pero esto cambió gracias a la labor de Thomas Paine, quien, después de Sam Adams, tiene derecho a ser considerado el apóstol de la independencia americana.
Thomas Paine nació en Inglaterra, el 29 de enero de 1739. Era hijo de un cuáquero y fue durante toda su vida un hombre muy humanitario, que no sólo simpatizaba con los necesitados y esclavizados, sino hasta con el oprimido sexo femenino. En noviembre de 1774, llevando una recomendación de Benjamin Franklin, llegó a Pensilvania.
Una vez allí, publicó el Pennsylvania Magazine y pronto llegó a la conclusión de que la independencia era necesaria para las colonias. En primer lugar, era la única manera en que las colonias podían crear una república y liberarse de la tiranía del gobierno de un solo hombre y del despilfarro de una aristocracia hereditaria. Además, razonaba, sólo declarando que luchaban por su independencia podían obtener ayuda extranjera.
Paine se hizo con muchos amigos influyentes en las colonias, entre ellos el doctor Benjamin Rush (nacido cerca de Filadelfia, en 1745). Rush también era de una familia cuáquera y un hombre humanitario interesado por las mismas causas que movían a Paine. Rush alentó a Paine a publicar sus ideas en un folleto, que salió el 10 de enero de 1776. Llevaba el título de Sentido común y pasaba revista a todas las razones a favor de la independencia. Paine no vaciló en dejar de lado toda reverencia irracional y en echar toda la culpa de la política represiva británica sobre el mismo Jorge III.
El Sentido común resultó ser un best-seller. Su estilo sencillo, directo y muy dramático le ganó una enorme popularidad. Más que cualquier otro factor, produjo un necesario cambio en el pensamiento popular y convirtió la independencia en algo exigido por una cantidad suficiente de americanos como para hacerla posible políticamente. Entre otras cosas, ganó a George Washington para su causa.
Por supuesto, la cuestión era si la independencia sería posible militarmente. Esto dependía casi totalmente de George Washington, quien estaba esperando lo único que permitiría avanzar: los cañones de Ticonderoga.
Había puesto la responsabilidad de llevar esos cañones sobre los hombres de Henry Knox (nacido en Boston el 25 de julio de 1750). Knox era librero de profesión y había aprendido mucho sobre el aspecto técnico de la artillería en los libros con que comerciaba. Había estado presente en la matanza de Boston, se había incorporado a la milicia, cuando ésta se formó, estaba ahora en el Ejército Continental y llegó a ser uno de los más íntimos amigos de Washington.
Era lo más cercano a un experto en artillería que había en el ejército, por lo que Washington lo envió a Ticonderoga a por esos cañones. La distancia era de 270 kilómetros en línea recta, pero de 500 kilómetros por caminos transitables.
Mientras esperaba, Washington recibió el nuevo año de 1776 desplegando una nueva bandera sobre su cuartel general. Llevaba las trece franjas rojas y blancas que hoy nos son familiares, una por cada colonia. Pero en la parte superior izquierda aún estaba la Unión Jack (la bandera del Reino Unido), formada por las cruces de San Jorge y San Andrés, los santos patronos de Inglaterra y Escocia, respectivamente, y el conocido símbolo de Gran Bretaña.
En el invierno (y ayudado, más que obstaculizado, por la nieve) Knox arrastró esos cañones. El 24 de enero de 1776, cincuenta y cinco piezas de artillería, con un peso medio por pieza de más de una tonelada, lograron entrar en las líneas americanas.
El 4 de marzo, Washington colocó esas piezas de artillería en las alturas de Dorchester, que Howe había dejado, imprudentemente, sin ocupar. Desde esa ventajosa posición, los americanos podían bombardear cualquier punto de Boston y casi cualquier barco que estuviese en el puerto.
Howe se percató del peligro y, no habiendo sido capaz de prevenirlo, planeó ahora un asalto contra la artillería. Fue retrasado por fuertes lluvias y, cuando el tiempo se despejó, los americanos parecían demasiado bien atrincherados y Howe había tenido tiempo de acordarse de Bunker Hill.
Decidió que Boston se había vuelto demasiado peligrosa para permanecer en ella y, el 17 de marzo, evacuó la ciudad, llevando a todos los soldados a los barcos del puerto. Luego zarpó para Halifax, en Nueva Escocia, el 26 de marzo.
En poco menos de un año desde los días de Lexington y Concord, los británicos habían perdido Nueva Inglaterra, y de manera permanente. Después de la partida de Howe, los británicos nunca volvieron, y desde ese día hasta hoy Massachusetts nunca oyó el paso de un ejército hostil.
La evacuación de Boston fue justamente considerada una gran victoria para los americanos, pero en definitiva constituyó una medida juiciosa por parte de los británicos.
Nueva Inglaterra era la parte más densamente poblada y más rabiosamente radical de las colonias, y todo intento de tomarla por la acción militar directa habría sido costoso y difícil. Había estrategias mejores. Por ejemplo, Nueva Inglaterra podía ser aislada de las otras colonias y luego ser sometida por hambre. En las colonias que no formaban parte de Nueva Inglaterra los sentimientos de rebelión eran mucho más débiles y éstos, posiblemente, podían ser sofocados, para luego golpear a gusto a Nueva Inglaterra.
Los americanos probritánicos eran llamados «leales» por los británicos y por sí mismos, y se los encontraba principalmente (aunque no exclusivamente) entre las clases propietarias. Según algunos cálculos, un tercio de la población americana era leal, mientras que otro tercio era indiferente a las cuestiones políticas y solamente trataba de vivir lo mejor posible. Sólo el tercio restante lo constituían los «rebeldes» activamente empeñados en el conflicto con Gran Bretaña. En realidad, en las colonias medias, los leales eran mayoría.
Para sí mismos, por supuesto, los rebeldes eran «patriotas», mientras que los leales eran «tories», nombre dado al partido británico que defendía los poderes y las prerrogativas del Rey.
La Guerra Revolucionaria, pues, fue tanto una guerra civil como una guerra de liberación nacional. Hasta en Nueva Inglaterra había leales, y miles de ellos fueron llevados de Boston cuando la evacuación británica. Temían por sus vidas si permanecían en la ciudad, y tal temor probablemente era justificado.
Los leales fueron muy útiles para los británicos durante toda la guerra. Muchos de ellos servían como agentes de espionaje entre los americanos. Otros, hasta unos 30.000, servían en las filas británicas. Su ayuda podía haber sido decisiva, pero los británicos siempre vacilaron en utilizar sus servicios a fondo. Si los británicos hubiesen aplastado las rebeliones con la importante ayuda de los leales, éstos, una vez hechos con el dominio de las colonias, podían haber pedido, como recompensa, esas mismas concesiones que los británicos negaban a los americanos en armas contra ellos.
La declaración de la Independencia.
La evacuación británica de Boston no hizo pensar a Washington erróneamente que la guerra había terminado. No hacía falta mucha penetración para percatarse de que los británicos, derrotados en un punto, harían intentos en otro, y de que el punto débil de las colonias era la región media, entre la radical Nueva Inglaterra y la radical Virginia. Por ello, Washington condujo la parte principal de su ejército al sudoeste y llegó a Nueva York el 13 de abril de 1776, con 9.000 hombres.
Mientras tanto, entre el Sentido común de Paine y la excitación de la evacuación británica de Boston, el sentimiento favorable a la independencia llegó a récords de altura y los delegados del Segundo Congreso Continental podían sentirlo en cada mensaje.
Extrañamente, fue Carolina del Norte la que estuvo en el primer plano de la lucha. Ya el 31 de mayo de 1775, poco después de los sucesos de Lexington y Concord, los habitantes del condado de Mecklenburg, cerca de lo que era entonces la frontera occidental del Estado, elaboraron las «Resoluciones de Mecklenburg», en la que todas las leyes británicas eran declaradas nulas y vacías, e inútiles todos los despachos británicos. Las resoluciones declaraban la intención de los firmantes de lograr el autogobierno, pero no se hacía uso en realidad de la palabra «independencia». Sin embargo, el suceso dio origen a la leyenda de una «Declaración de la Independencia de Mecklenburg».
Un año más tarde, el Congreso Provincial de Carolina del Norte, el 12 de abril de 1776, instruyó oficialmente a sus delegados al Congreso Continental para que abogasen por la independencia. Fue la primera colonia que lo hizo de manera formal. Virginia la siguió, el 15 de mayo, y se dio por sentado que harían lo mismo las cuatro colonias de Nueva Inglaterra. Pero lo que se necesitaba para obtener la independencia era unanimidad. Sin ella, no se la alcanzaría. (Un delegado del Congreso dijo nerviosamente: «Debemos permanecer unidos». Benjamin Franklin respondió secamente: «Sí, o con toda seguridad nos colgarán separadamente»[11]..
El 7 de junio de 1776, Richard Henry Lee de Virginia puso la cuestión a prueba. Se levantó y propuso que se aprobase una resolución en el sentido de que las colonias «son, y por derecho deben ser, Estados libres e independientes»[12].
La resolución era todavía demasiado difícil de abordar, y el Congreso postergó la votación designando a varios de sus miembros para que preparasen una formal Declaración de Independencia. Los designados para esto fueron Jefferson, Franklin y John Adams, junto con Robert Livingston de Nueva York (nacido en la ciudad de Nueva York el 27 de noviembre de 1746) y Roger Sherman de Connecticut (nacido en Newton, Massachusetts, el 19 de abril de 1721).
Fue Thomas Jefferson quien hizo lo principal de la tarea de preparar la Declaración, y obviamente fue influido por Rousseau y la doctrina del derecho natural. Escribió que las colonias debían asumir «la posición separada e igual a la que las Leyes de la Naturaleza y el Dios de la Naturaleza les daban derecho». También decía: «Sostenemos que son evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales, que están dotados por su creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos el de la Vida, el de la Libertad y el de la búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos, cuyos poderes derivan justamente del consentimiento de los gobernados. Que cuando cualquier forma de gobierno se vuelve destructora de estos fines, es derecho del pueblo alterarla o aboliría e instituir un nuevo gobierno que se funde en tales principios y organice sus poderes de la forma en que se considera más probable el logro de la Seguridad y la Felicidad». Jefferson luego hizo una larga lista de los males infligidos a las colonias por Gran Bretaña, atribuyéndolos todos, clara y específicamente, a Jorge III; no mencionaba al Parlamento. Esto era necesario, desde luego. Ningún americano sentía lealtad mística alguna hacia un cuerpo legislativo, sino sólo al rey; y era del rey de quien debían ser apartados los sentimientos americanos. Uno de los males registrados por Jefferson fue quitado por insistencia de aquellos que no lo consideraban un mal. Jefferson acusaba al rey de impedir que Virginia tratase de regular el comercio de esclavos africanos. Los delegados de Carolina del Sur se negaron a permitir toda mención acusatoria de la esclavitud, y ese punto fue suprimido.
El 28 de junio de 1776 se presentó al Congreso la Declaración de Independencia. Fue difícil hacerla aceptar. Algunos, como Galloway, estaban horrorizados. «La independencia —decía— significa la ruina. Si Inglaterra la niega, nos arruinará; si la otorga, nos arruinaremos nosotros mismos». Galloway era absolutamente leal a Gran Bretaña, quizá el hombre leal más importante de las colonias. Más tarde, se unió al ejército de Howe y finalmente abandonó América, en 1778. Vivió los últimos quince años de su vida en Gran Bretaña.
Algunos delegados que no eran «leales» y que estaban ardientemente a favor de los derechos americanos y de su autogobierno, sin embargo, pensaban que buscar la independencia efectiva era poco juicioso, que no era un objetivo práctico. El más destacado de ellos era Dickinson.
Pero una colonia tras otra fue ganada para una votación a favor de la Declaración. El voto de Carolina del Sur fue conseguido eliminando la referencia a la esclavitud. Dickinson y otro delegado de Pensilvania fueron persuadidos a que se abstuvieran, para que los delegados restantes pudiesen dar el voto de Pensilvania a favor. Había dos delegados de Delaware que estaban en posiciones opuestas en la cuestión, pero en el último minuto apareció un tercer delegado que se levantó de su lecho de enfermo, Caesar Rodney (nacido cerca de Dover, Delaware, en 1728), y dio su decisivo voto por la independencia. Sólo Nueva York no votó, pues sus delegados habían recibido instrucciones de no participar en el debate. Así, aunque la votación fue unánime, sólo fue de 12 a O, y la moción por la independencia fue aprobada el 2 de julio de 1776.
John Adams previo que en el futuro indefinido los americanos celebrarían el 2 de julio como el «Día de la Independencia». Tenía razón en esencia, pero se equivocó en cuanto a la fecha. Dos días más tarde, el 4 de julio de 1776, la Declaración de la Independencia fue firmada por John Hancock, presidente del Congreso Continental, y es este día el que hoy se conmemora.
La Declaración de la Independencia fue leída públicamente por primera vez en Filadelfia, el 8 de julio. El 9 de julio fue leída en Nueva York al general Washington y sus tropas, y la Legislatura de Nueva York, presumiblemente avergonzada de su intento de eludir el problema, votó la aceptación de la Declaración, con lo que se llegó a la totalidad de los 13 votos.
El 19 de julio el Congreso votó la redacción de la Declaración de la Independencia en una hermosa copia sobre pergamino (copia que aún existe como valioso legado de la historia americana) que firmaron todos los delegados. En el curso del verano y el otoño de 1776, cincuenta y cinco firmas se añadieron a la de John Hancock. Esa acción de firmar estableció realmente la línea demarcatoria, pues todo el que ponía su firma en el documento dejaba una prueba escrita de que era un traidor (si los británicos ganaban). Consciente de esto, John Hancock firmó con letra clara y firme, «para que el rey Jorge pueda leerla sin sus gafas», lo que convirtió su nombre en un término del slang americano para «firma». Cuando Charles Carroll de Maryland (nacido en Annapolis el 19 de septiembre de 1737) puso su firma, alguien comentó que la mano le temblaba. Carroll, para demostrar que no era por temor, añadió el nombre de su finca, para que pudiese ser identificado más fácilmente.
Aparece como «Charles Carroll de Carrollton» en el documento. Entre los firmantes también estaban Samuel Adams, John Adams, Richard Henry Lee, Thomas Jefferson, Benjamin Rush y Benjamin Franklin.
Todos los firmantes son los «Padres Fundadores» de la nación, y por esta razón son semideificados, aunque algunos de ellos son totalmente oscuros y sólo se los conoce por ese acto. El primero de ellos que murió fue Button Gwinnet de Georgia (nacido en Inglaterra en 1735). Murió en 1777, y su firma (valiosa porque era un firmante de la Declaración de la Independencia) es tan rara que su valor es muy elevado entre los coleccionistas de cosas semejantes.
De los cincuenta y seis firmantes, treinta y nueve era de ascendencia inglesa, y todos tenían al menos un progenitor que descendía de antepasados de algún lugar de las Islas Británicas. Treinta de ellos eran episcopalistas (Iglesia de Inglaterra) y doce eran congregacionalistas. Había tres unitarios (entre ellos Thomas Jefferson y John Adams). Benjamin Franklin, quien se negó a identificarse con ninguna secta, se llamó a sí mismo un «deísta». Charles Carroll de Carrollton fue el único católico romano que había entre los firmantes.