4. Howe contra Washington

La ayuda extranjera.

El 4 de julio de 1776 es celebrado por los americanos como la fecha en que se estableció la independencia de los Estados Unidos, la fecha en la que comienza nuestra historia como nación; y, por esta razón, su aniversario es celebrado triunfalmente todos los años. Pero la verdad es que la Declaración de la Independencia no fundó, ni siquiera en teoría, una nación nueva e independiente. Fundó trece naciones separadas nuevas e independientes, naciones con fronteras inciertas y con mucha hostilidad entre ellas. Durante 1776, diversos Estados adoptaron constituciones escritas, que delineaban su forma de gobierno, eligieron «presidentes», etcétera. Algunos hasta lo hicieron antes de la Declaración de la Independencia, y el primero de ellos fue New Hampshire, el 5 de enero de 1776. La más importante de las constituciones de los Estados fue la de Virginia, adoptada el 29 de junio, cinco días antes de que Hancock firmase la Declaración de la Independencia. Incluía una declaración de derechos que el gobierno del Estado no podía violar, entre ellos la libertad de prensa y de religión, el derecho a un juicio por jurados, el derecho a no ser obligado a testimoniar en contra de sí mismo, etcétera. Este Proyecto de Declaración de Derechos, esbozado por George Mason, influyó en la elaboración por Jefferson de la Declaración de la Independencia y fue el modelo de documentos similares de otras constituciones, en los Estados Unidos y en Francia. La preocupación americana por las libertades civiles como derechos legales proviene de este documento.

Las diversas ex colonias, ahora afanosamente dedicadas a organizarse como naciones, eran celosas de su propia identidad y cada una tenía toda la intención de gobernarse a sí misma sin interferencia de ninguna de las otras ex colonias. Sólo el hecho de que estaban unidas en la guerra contra Gran Bretaña permitía alguna cooperación, aunque a regañadientes.

Y la cooperación era insuficiente. El Congreso Continental no tenía ningún poder para establecer impuestos, ningún poder para aprobar leyes. Sólo podía pedir, con la esperanza de que los Estados independientes optasen por dar.

Los Estados nunca daban bastante. El Ejército Continental estaba constantemente necesitado de alimentos, ropas y municiones, mientras que los británicos, por supuesto, siempre tenían bastante. De hecho, los granjeros americanos preferían vender a los británicos, que pagaban en dinero contante y sonante, y no a los harapientos continentales, que no tenían dinero sino trozos de papel que representaban promesas de un futuro pago en oro, si la rebelión tenía éxito. (En inglés americano aún se usa la expresión: «No vale un continental», con referencia al papel moneda que el Congreso Continental había empezado a emitir ya en junio de 1775).

En estas condiciones, los americanos podían mantener una guerra de guerrillas por largo tiempo, pero no había esperanza de victoria mientras Gran Bretaña se mantuviera firme. Lo que se necesitaba imperiosamente era apoyo extranjero; suministros, dinero y ayuda naval, si era posible, para romper el bloqueo británico.

Sólo había una nación a la que los americanos podían recurrir, que era Francia. Era una decisión difícil, pues durante casi un siglo Francia había sido la enemiga. Apelar a ella ahora contra Gran Bretaña era sumamente desagradable, pero tenía que hacerse. Sólo Francia podía proporcionar ayuda, sólo Francia estaría dispuesta a ayudar y sólo Francia tenía fuerza suficiente para desafiar a Gran Bretaña.

Pero Francia no estaba ansiosa de ayudar. Quería ayudar, no por generosidad, sino por el deseo de debilitar a Gran Bretaña. Francia no había olvidado la pérdida de sus posesiones norteamericanas, menos de veinte años antes, y deseaba hacer algo para perjudicar el dominio inglés, ya que esto le brindaría, quizá, la oportunidad para recuperar lo que había perdido; o, al menos, impedir que Gran Bretaña se hiciese demasiado peligrosamente poderosa.

Por otro lado, el gobierno francés de Luis XVI (quien había subido al trono en 1774, a la muerte de su abuelo Luis XV) era un monarca absoluto que no sentía ninguna simpatía por el tipo de gobierno representativo al que los británicos y los americanos estaban acostumbrados. En verdad, el gobierno francés se enfrentaba con la bancarrota y la creciente oposición de su propio pueblo y, en vez de enredarse en aventuras extranjeras, habría debido, si hubiese tenido sensatez (que no tenía), efectuar reformas internas profundas y drásticas. También surgía la consideración de que una América independiente podía ser (si se hacía demasiado fuerte) tan peligrosa para los sueños imperiales de Francia como una Gran Bretaña fuerte, mientras que, si América perdía la guerra, una Gran Bretaña enfurecida podía volverse contra Francia.

Por consiguiente, Francia vacilaba.

Un factor que favorecía a los americanos era el hecho de que el ministro de Relaciones Exteriores de Francia, Charles Gravier de Vergennes, odiaba ardientemente a Gran Bretaña y siempre se hallaba dispuesto a arriesgarse un poco ayudando a los americanos en rebelión. Un autor francés de obras de teatro, Pierre Augustin Carón de Beaumarchais, famoso a la sazón por su obra El barbero de Sevilla, era un entusiasta defensor de los americanos[13] e hizo todo lo posible para persuadir a Vergennes a que asumiese ese riesgo. El 10 de junio de 1776, aun antes de firmarse la Declaración de la Independencia, Beaumarchais había persuadido a Vergennes a que concediese un préstamo secreto a los americanos. España, también ansiosa de debilitar el dominio de Gran Bretaña sobre América del Norte, concedió un préstamo igual.

Naturalmente, los americanos querían cada vez más ayuda, una ayuda ilimitada, en verdad, de Francia. Para defender su causa, el Congreso, el 3 de marzo de 1776, cuatro meses antes de la Declaración de la Independencia, había enviado un representante a Francia. Este representante, el primer diplomático americano, era Silas Deane (nacido en Groton, Connecticut, el 24 de diciembre de 1737). Por desgracia, era un hombre incompetente. Su mejor amigo era un espía británico, y Deane nunca lo supo. De todo lo que hacía, pues, era inmediatamente informado el gobierno británico.

Pero pese a todos los apremios de Deane y los impulsos de Vergennes, Francia seguía corriendo los menores riesgos posibles. Se formó un círculo vicioso. Los franceses no ayudarían realmente hasta estar seguros de que los americanos ganarían. Los americanos, por otro lado, difícilmente podían ganar sin ayuda francesa.

Extrañamente, también los británicos necesitaban ayuda extranjera, pero en otro aspecto.

La guerra no era popular en Gran Bretaña. Jorge III se enfrentaba con una gran oposición dentro de la nación, y aunque era suficientemente poderoso para mantener en su cargo a los ministros que favorecía por mucho que careciesen de un fuerte apoyo nacional, no lo era para hacer popular la guerra. Los británicos no acudían en masa a alistarse para ser enviados a cinco mil kilómetros para matar a quienes muchos en Gran Bretaña aún consideraban como otros súbditos británicos. En verdad, había cierta sensación de que si Jorge III derrotaba a los americanos, establecería en América un género de absolutismo que podía ser usado como antecedente para imponerlo también en la isla metropolitana.

Por consiguiente, Jorge III se vio obligado a buscar mercenarios extranjeros para engrosar sus ejércitos. Comenzó a hacerlo inmediatamente después de la batalla de Bunker Hill, y los halló principalmente en los dos pequeños Estados alemanes de Hesse-Cassel y Hesse-Darmstadt. Los gobernantes de estos dos minúsculos países tenían poderes absolutos. Como se hallaban en dificultades financieras, sencillamente enviaron a miles de sus súbditos a prestar servicios con los británicos a cambio de generosos pagos que, claro está, iban a manos de los gobernantes, no de los soldados, aunque éstos recibían una paga regular de los británicos una vez incorporados.

En total, quizá unos 30.000 hessianos (como se los llamaba) prestaron servicios en los ejércitos británicos. Los americanos aprovecharon su presencia en las fuerzas británicas para despertar la indignación en su propio pueblo. Fue una de las quejas contra Jorge III mencionada en la Declaración de la Independencia, por ejemplo. Y, en verdad, aumentó el reclutamiento, pues los americanos se incorporaron para luchar, indignados contra los mercenarios extranjeros.

Debe decirse que los hessianos eran buenos soldados, y no cometieron particulares atrocidades; tampoco fueron maltratados cuando se los tomó prisioneros. En verdad, muchos de ellos permanecieron en el país, una vez terminada la guerra, y se convirtieron en ciudadanos americanos.

La lucha por Nueva York.

El general Washington, en Nueva York, tenía poco tiempo para discutir cuestiones como la ayuda extranjera a la independencia. Esperaba al ejército británico que, estaba seguro, debía llegar.

Y llegó. Tres meses después de la evacuación de Boston, Howe llevó su ejército a las cercanías de Nueva York, donde podía esperar que hubiera un menor sentimiento antibritánico entre la población que en Boston.

El 2 de julio de 1776, mientras el Congreso aprobaba la Declaración de la Independencia, Howe desembarcó 10.000 hombres en Staten Island sin hallar oposición alguna. El hermano de Howe, el almirante Richard Howe, llegó diez días más tarde con un fuerte contingente de barcos. Además, el 1 de agosto llegaron refuerzos de Charleston (donde habían atacado la ciudad sin ningún éxito) bajo el mando de Henry Clinton y Charles Cornwallis.

En agosto, pues, Howe tenía bajo su mando a 32.000 soldados entrenados, entre ellos 9.000 hessianos. Washington sólo tenía 18.000 hombres, en su mayoría soldados mal preparados y por un período breve. (Los americanos, no acostumbrados a largas campañas y muy preocupados por sus granjas y familias, sólo se alistaban por unos pocos meses. Para el momento en que se les había enseñado los rudimentos del entrenamiento, su plazo ya expiraba. El cambio era terrorífico, y Washington nunca tuvo, en realidad, tantos hombres como parecía tener en el papel).

Washington comprendió que Nueva York debía ser entregada si Howe se apoderaba de las alturas de Brooklyn, inmediatamente al otro lado del río East. Por ello, colocó un tercio de sus tropas del otro lado del río para tratar de rechazar a los británicos.

Entre el 22 y el 25 de agosto, Howe desembarcó 20.000 hombres en los estrechos de lo que hoy llamamos el barrio de Brooklyn. (La batalla que se libraría es llamada comúnmente la «batalla de Long Island», y hablando estrictamente se produjo en Long Island. Pero se libró en la parte más occidental de la isla, donde está ahora Brooklyn. Sería más claro para oídos modernos si la llamásemos la «batalla de Brooklyn).

Con poco tino, los americanos colocaron fuerzas al sur de las fortificaciones de las alturas de Brooklyn, con lo cual invitaron a una lucha en campo abierto que no tenían ninguna posibilidad de ganar. Los británicos los atacaron el 27 de agosto. Se combatió duramente en las colinas boscosas de Flatbush, cuando un contingente británico que había sido enviado al Este llegó para aplastar a la retaguardia de las fuerzas americanas, que se vieron obligadas a retirarse a las alturas de Brooklyn. Ambas partes perdieron unos 400 hombres entre muertos y heridos, pero los británicos tomaron 1.200 prisioneros y sólo la mitad de las tropas americanas lograron volver a la seguridad de las alturas.

El paso siguiente, de ordinario, habría sido que Howe atacase las alturas. Una victoria aplastante probablemente habría destruido la moral de las fuerzas de Washington y hecho un daño terrible a la causa americana.

Pero surgió el fantasma de Bunker Hill. Howe no podía decidirse a enviar a sus hombres laderas arriba frente al fuego americano. Otra vez no. En cambio, se preparó para poner sitio a las alturas y rendir por hambre a los americanos.

Pero Washington pensó que ya había obtenido todo lo que podía en Brooklyn. Sus hombres habían luchado contra un enemigo que los superaba numéricamente de la mejor manera posible y era inútil pedirles más sacrificios. Que Howe no atacase las alturas ya era una especie de victoria en sí mismo. Demostraba que ahora los británicos respetaban a los americanos, lo que no ocurría antes de Bunker Hill, y eso era suficiente.

Por supuesto, la pérdida de las alturas de Brooklyn significaba que no podía retenerse Nueva York, más por un momento Howe se abstuvo de atacar la isla de Manhattan, pues esperaba aun entonces, dos meses después de la Declaración de la Independencia, un acuerdo pacífico.

Había tomado prisionero al general John Sullivan (nacido en Somersworth, New Hampshire, el 17 de febrero de 1740) durante la batalla de Brooklyn y lo utilizó como emisario. Sullivan marchó a Filadelfia con un mensaje de Howe proponiendo una conferencia de paz.

El Congreso aceptó. Tres firmantes de la Declaración de la Independencia, Benjamin Franklin, John Adams y Edward Rutledge (nacido en Charleston, Carolina del Sur, el 23 de noviembre de 1749) convinieron en arriesgarse a ir a Staten Island y ponerse en manos de un general británico para quien ellos sólo podían ser traidores. El 6 de septiembre se reunieron con Howe, que fue sumamente cortés. Pero no se llegó a nada. Howe explicó que no podía haber discusiones hasta que los americanos no admitiesen revocar la Declaración de la Independencia. Era demasiado tarde para esto. No se podía renunciar a la independencia. Howe, defraudado, hizo preparativos para la ocupación de Nueva York. El 15 de septiembre envió sus tropas a través del río East hasta Kip’s Bay, sobre la costa oriental de Manhattan, muy al norte de la ciudad, que por entonces sólo ocupaba la punta meridional de la isla. Esperaba atrapar al ejército americano al sur y obligarlo a rendirse.

Pero no tuvo éxito. Aunque Washington no tenía fuerzas suficientes para ganar victorias y aunque no era un gran general, sí era un hombre astuto y cauto, y esto a veces es casi tan bueno como ser grande. Previo la acción británica, hizo evacuar la ciudad y se retiró a la parte norte de la isla, donde fortificó las alturas de Harlem.

Howe lo persiguió, pero, nuevamente, después de una escaramuza indecisa, optó por no llevar un asalto directo.

Otra vez surgió el recuerdo de Bunker Hill.

Durante un mes, Washington permaneció en las alturas de Harlem, tratando de adivinar cuál sería el siguiente paso británico, y durante un mes Howe permaneció en Nueva York tratando de llegar a una decisión.

Fue en ese intervalo cuando se produjo un incidente, poco importante en sí mismo, que ha logrado un lugar sacrosanto en el folklore americano. Concernía a Nathan Hale (nacido en Coventry, Connecticut, el 6 de junio de 1755), un maestro de escuela que había luchado en el asedio de Boston y había alcanzado el grado de capitán. Ahora se ofreció voluntariamente para actuar como espía detrás de las líneas británicas. Fue descubierto, capturado y condenado a la horca el 22 de septiembre de 1776.

Hale era graduado de Yale y quizá en el Catón de Joseph Addison (publicado sesenta años antes), acerca de un patriota romano que murió luchando tenazmente por las libertades de su ciudad, Addison le hace decir: «¡Lástima que sólo podamos morir una vez para salvar a nuestra patria!». En el patíbulo, sus últimas palabras fueron: «Lo único que lamento es tener solamente una vida que perder por mi país».

Otra cosa estaba ocurriendo mientras Howe esperaba, irresoluto, en Nueva York, algo mucho menos dramático, pero de decisiva importancia.

El Congreso decidió reforzar su representación en Francia y envió a Arthur Lee (nacido en Strattford, Virginia, el 21 de diciembre de 1740) y a Benjamin Franklin para que se unieran a Silas Deane. Lee era tan incompetente como Deane, y los dos se pelearon e intrigaron uno contra el otro, haciendo más daño que bien a la causa americana. Pero Franklin compensó esta situación, pues era ideal para el puesto. Era renombrado en Europa como científico y como inventor del pararrayos. Era conocido por sus escritos y admirado por su aguda filosofía. Se convirtió en el fervor de la aristocracia francesa y, adulándola con todas sus fuerzas por si eso servía de algo, despertó simpatías en toda Francia por la causa americana.

La retirada a través de Nueva Jersey.

Las dilaciones de Howe arruinaron toda la estrategia británica. Si hubiese actuado rápidamente después de ocupar Nueva York, si hubiese atacado con la decisión y energía de un gran general, o al menos de un general audaz, fácilmente podía haber aplastado al pequeño ejército de jóvenes granjeros de Washington, y luego haber efectuado un avance aguas arriba del río Hudson hasta Albany.

Las fuerzas británicas de Canadá, que ya habían derrotado a un contingente americano el invierno anterior, podían haber avanzado hacia el sur para unirse con Howe y aislar a Nueva Inglaterra del resto de las colonias. Muy probablemente, esto habría obligado a los americanos a llegar a algún género de compromiso que habría excluido la independencia.

En verdad, las fuerzas británicas ya estaban avanzando hacia el sur desde Canadá. Sir Huy Carleton, que había defendido con éxito Quebec el invierno anterior, estaba reuniendo barcos para llevar a sus hombres al sur del lago Champlain. Frente a él estaba Benedict Arnold, que aún se aferraba a su plan de conquista del Canadá. Pero entre el 11 y el 13 de octubre, la flota de Carleton aplastó a los barcos apresuradamente reunidos y tripulados por hombres reclutados al azar, y luego bajó por el lago hasta Crown Point, en su extremo meridional.

Pero Carleton no recibió ninguna noticia de Howe que le hiciese pensar que podía esperar cooperación de él. No deseaba tener que pasar un penoso invierno en Adirondack sin la esperanza de una unión de las fuerzas. Por ello, el 3 de noviembre se retiró a Canadá y Gran Bretaña perdió una oportunidad.

Sólo el 12 de octubre, Howe se decidió a moverse, pero sus objetivos eran limitados. Envió su ejército aguas arriba del río East y lo hizo desembarcar en Pell’s Point, en el norte de Bronx. Su plan era pasar al Hudson y aislar a Washington en el norte de Manhattan.

Este intento de derrotar a Washington mediante maniobras solamente fracasó, pues Washington le llevaba mucha ventaja. Dejando un contingente en Fort Washington, en el extremo septentrional de Manhattan, llevó su ejército a Westchester y marchó hacia White Plains. Howe lo siguió y en White Plains se dio una pequeña batalla el 28 de octubre en la que los británicos expulsaron a Washington de una colina estratégica, pero en la que perdieron 300 hombres y los americanos 200.

Howe se detuvo nuevamente ante la imposibilidad de soportar las pérdidas, y esperó la llegada de refuerzos. Washington de inmediato se deslizó a North Castle, a ocho kilómetros al norte, donde el 1 de noviembre se atrincheró en una posición aún más fuerte.

Howe decidió no perseguir al escurridizo Washington y, después de otro día de dilación, se volvió contra la fuerza americana que estaba en Fort Washington. Éste y Fort Lee, inmediatamente del otro lado del río, sobre la costa de Nueva Jersey, estaban bajo el mando de Nathaniel Greene (nacido en Potowomut, Rhode Island, el 7 de agosto de 1742). Washington había aconsejado la evacuación de ambos puestos mientras era tiempo, pero Greene, con poco tino, pensó que podía resistir a los británicos.

El 16 de noviembre, Howe envió 13.000 hombres (principalmente hessianos, bajo el mando de un comandante hessiano) contra Fort Washington y lo obligó a rendirse. El 19 de noviembre sacó provecho de esta victoria enviando tropas bajo el mando de Cornwallis a través del Hudson.

Fort Lee también fue tomado, pero al menos aquí no hubo rendición. Greene consiguió sacar del fuerte a sus hombres, pero se vio obligado a abandonar valiosos suministros.

La pérdida de Fort Washington y Fort Lee fue un duro golpe para Washington, pero temía que todavía habría algo peor. El cruce del Hudson significaba que Howe podía avanzar sobre Filadelfia. A ciento cuarenta kilómetros al sudoeste de Nueva York, Filadelfia era la mayor ciudad americana y la sede del Congreso, por lo que en cierto modo podía ser considerada como la capital de los Estados Unidos. Washington pensaba que no se podía ceder Filadelfia sin luchar, costase lo que costase.

Por ello, Washington dejó 7.000 hombres en North Castle al mando de Charles Lee y él se llevó 5.000 más al norte, a Peekskill. Allí, durante la noche del 10 de noviembre, atravesó el Hudson y se lanzó al sur para cubrir la ruta a Filadelfia. Washington unió sus fuerzas con las del derrotado Greene en Hackensack, Nueva Jersey, poco después de la pérdida de los fuertes.

Cornwallis avanzó sobre ellos, y lo único que podían hacer era retirarse. Washington envió mensajes urgentes a Charles Lee, en North Castle para que cruzara el Hudson con sus hombres y se le uniera. Si se iba a librar una batalla con los británicos, Washington necesitaría todos los hombres que pudiese obtener.

Pero Charles Lee valoraba poco a Washington y mucho a sí mismo. Su intención era obtener algún éxito notable que, contrastado con las continuas retiradas de Washington, le ganase el cargo de comandante en jefe. Por ello, pasó fríamente por alto las órdenes de Washington. Sólo el 2 de diciembre, cuando se convenció de que no iba a suceder nada en North Castle y que toda la lucha sería en Nueva Jersey, cruzó el Hudson con sus hombres.

Para entonces, Washington y Greene habían sido rechazados a New Brunswick y aún estaban retirándose rápidamente. Lograron llegar al río Raritan y atravesarlo, mientras los lentos británicos perdían la oportunidad de apoderarse ellos de un puente fundamental y atrapar a los americanos. (En verdad, Howe usó parte de su ejército en una acción totalmente secundaria, pues la envió a capturar Newport, en Rhode Island. El ejército cumplió con esta misión el 8 de diciembre, pero fue un esfuerzo desperdiciado, pues el objetivo de Howe debía ser la destrucción del ejército de Washington. Debía haber postergado toda otra cosa).

Washington y Greene llegaron a Trenton, Nueva Jersey, el 11 de diciembre, y cruzaron el río Delaware para entrar en Pensilvania, justo delante de los ingleses. Cornwallis, tomando una decisión digna de Howe, optó por suspender la persecución esta vez. Colocó a sus hombres en Trenton y algunas de las ciudades circundantes y se dispuso a esperar el invierno.

Charles Lee aún estaba perdiendo el tiempo en Nueva Jersey, pero el 13 de diciembre fue capturado por una patrulla británica y puesto fuera de acción. Era lo mejor que podía haber sucedido para la causa americana. Sullivan, que había sido tomado prisionero en Brooklyn, fue cambiado por otro y ahora tomó el mando en reemplazo de Lee. Llevó a los soldados a Pensilvania, el 20 de diciembre, y se unió a las fuerzas de Washington.

El medio año transcurrido desde que Howe había llegado a Nueva York había sido un período de prueba para los americanos. Después de todos los éxitos americanos en Nueva Inglaterra, Washington había perdido Nueva York, había sido expulsado de un punto tras otro y había tenido que escabullirse por Nueva Jersey. Ahora la misma Filadelfia estaba en peligro, tan claramente en peligro, en efecto, que el Congreso Continental salió apresuradamente de Filadelfia y se instaló en Baltimore, poniendo todos los poderes en manos de Washington.

Thomas Paine, quien prestaba servicios en el ejército bajo las órdenes de Nathaniel Greene, publicó una serie de folletos llamados La Crisis Americana, en los que trataba de levantar el ánimo caído de los americanos, instando a sus compatriotas a ver las cosas más allá de los días oscuros.

El primer número fue publicado el 23 de diciembre de 1776, y empezaba diciendo:

«Estos son los tiempos que ponen a prueba el alma de los hombres. El soldado de verano y el patriota de tiempos tranquilos se abstendrán en esta crisis de prestar servicios a su país; pero el que puede resistir ahora merece el amor y el agradecimiento de hombres y mujeres, La tiranía, como el infierno, no es fácil de vencer; pero tenemos este consuelo: que cuanto más duro es el conflicto, tanto más glorioso es el triunfo. Lo que nos cuesta poco, lo estimamos también en poco: es sólo lo que nos cuesta lo que da a cada cosa su valor. El Cielo sabe cómo poner un justo precio a sus bienes; y sería extraño, en verdad, que un artículo tan celestial como la Libertad no fuese altamente valorado».

Contraataque a través del río Delaware.

Cuando 1776 se acercaba a su fin, la situación no era tan mala como podría parecer. Gracias a la lentitud de Howe y a su estilo de lucha en un todo carente de imaginación, y gracias a las hábiles retiradas de Washington, el ejército americano permanecía en pie y su moral no había sido destruida por ninguna derrota catastrófica. En verdad, en los combates que se habían producido, los americanos se habían desempeñado dignamente, y había sido el predominio británico en número y suministros el causante de las derrotas americanas, más que falta de espíritu en ellos. (Aunque debe admitirse que los americanos no habrían podido salir bien parados sin la ayuda que les proporcionó la incompetencia de Howe). Y ahora Howe, inerte como de costumbre, se retiró a cuarteles de invierno. Llevó la mayor parte del ejército a Nueva York, pero dejó guarniciones a lo largo del Delaware, particularmente en Trenton, para vigilar a Washington. Howe se dispuso a descansar durante el invierno, seguro de que los americanos de la parte occidental del río Delaware harían lo mismo. Washington estaba decidido a que los americanos no hiciesen lo mismo. Era necesario que el ejército americano se demostrase a sí mismo que seguía existiendo y poseía espíritu ofensivo pese a su larga retirada. Así, planeó atacar a su vez.

Para tal fin, eligió la noche de la Navidad. En Trenton, había 1.400 hessianos que seguramente estarían durmiendo la mona después de la celebración de la Noche Buena. Sería posible cogerlos por sorpresa.

A las 7 de la tarde del 25 de diciembre, pues, Washington, con 2.400 hombres, atravesó el peligroso río Delaware obstruido por los hielos, en un punto situado a trece kilómetros al norte de Trenton[14]. Se suponía que otras dos partidas más pequeñas cruzarían más al sur, pero no lo hicieron.

En la orilla oriental a las 3 de la madrugada del 26, el ejército de Washington se dividió en dos columnas, una bajo el mando de Greene y la otra bajo el de Sullivan. Ambas se dirigieron apresuradamente hacia Trenton por diferentes caminos.

Mientras ocurría esto, el comandante hessiano de Trenton, beatíficamente ignorante de que sucediese nada peligroso, pasaba la noche bebiendo y jugando a las cartas. Se cuenta que un espía leal quiso informar del inminente ataque americano, pero no se le permitió la entrada. Entonces envió una nota, que el comandante se metió en un bolsillo y olvidó. (Puesto que historias casi idénticas se cuentan de otros ataques por sorpresa en la historia, este relato puede no ser verdadero).

A las 8 de la mañana las columnas americanas se reunieron en Trenton y atacaron con la artillería de Knox retumbando incesantemente. Los hessianos, que se levantaban tambaleando de la cama, no tenían posibilidad alguna. Su comandante fue muerto, junto con otros treinta, y fueron capturados más de 900 hessianos. Las fuerzas americanas sufrieron solamente cinco bajas en total. Washington condujo su ejército de vuelta a la orilla occidental del río, pero, como los británicos no reaccionaron inmediatamente, cruzó nuevamente el Delaware y, el 30 de diciembre de 1776, ocupó Trenton.

No fue propiamente una batalla, pero significó que Washington y su ejército estaban bien vivos. Todos los patriotas americanos se regocijaron ante las noticias y los reclutas afluyeron en cantidad al ejército de Washington.

Howe se percató del golpe que se había asestado al prestigio británico y comprendió que podía ser restablecido si se podía atrapar al ejército de Washington en Trenton. Por ello, el 1 de enero de 1777 se lanzó a una insólita actividad y envió a Cornwallis con 7.000 soldados para que se dirigiera apresuradamente hacia el sur y cogiera la presa. El 2 de enero Cornwallis llegó donde estaba el ejército de Washington y acampó al este de Trenton. Pero ya era tarde, y Cornwallis pensó que tendría tiempo suficiente al día siguiente para realizar la tarea, «para cazar al viejo zorro», como él decía.

El viejo zorro no era tan fácil de cazar. Dejó los hombres necesarios para hacer los ruidos que cabría esperar de un campamento ocupado y el resto del ejército se escabulló antes del alba. Cuando Cornwallis se despertó, Washington estaba cerca de Princeton.

En Princeton Washington derrotó a una fuerza británica y luego marchó al norte hasta Morristown, Nueva Jersey, adonde llegó el 7 de enero. Allí, finalmente, instaló sus cuarteles de invierno. Pensó que había hecho bastante. Los ingleses también. Cornwallis instaló sus cuarteles de invierno en New Brunswick, a treinta kilómetros al sur de Morristown.

Un resultado del éxito de Washington fue que el 4 de marzo de 1777 el Congreso retornó a Filadelfia, desde Baltimore. Su preocupación aún consistía principalmente en obtener ayuda extranjera. Aunque a gran escala ésta tendría que esperar un éxito más sólido que el obtenido por Washington en Trenton, los voluntarios individuales empezaron a llegar a América.

Uno de ellos, con mucho el más importante, fue Marie Joseph de Motier, marqués de Lafayette. Nacido el 6 de septiembre de 1757, sólo tenía diecinueve años cuando, en diciembre de 1776, decidió ir a América para alistarse en su ejército. Era rico, había hecho un feliz matrimonio y tenía todas las oportunidades de llevar la vida dorada de un cortesano francés. Pero no lo deseaba. Era un joven idealista, rebosante de ideas de gloria militar y con las ideas teóricas sobre la libertad de los intelectuales franceses.

Logró de los representantes americanos en París que le concediesen el rango de general de división y se marchó, aunque su suegro y rey, Luis XVI, desaprobaba la idea. Los americanos tampoco se regocijaron de su llegada, pensando que sería un francés refinado que exigiría un trato especial y despreciaría a los rústicos que lo rodeaban.

Muy por el contrario. Lafayette tenía intención de utilizar solamente sus propios recursos. El barco en que llegó era suyo. No quería paga ni pidió mando alguno. Sólo quería prestar servicios. Más aún, conoció a Washington y ambos simpatizaron instantáneamente. Trabaron una amistad de toda la vida, casi tan estrecha como entre un padre y un hijo (Washington tenía veinticinco años más que Lafayette).

La mera presencia de Lafayette hizo maravillas sobre la moral de los hombres. De alguna manera representaba el interés de Francia por la nueva nación, y el aire modesto y los leales servicios de Lafayette dieron una buena imagen de Francia. Ningún otro extranjero ha sido tan reverenciado en los corazones y la leyenda americanos como Lafayette.

También llegaron otros notables voluntarios extranjeros. Entre ellos estaba Johann Kalb, un alemán de origen campesino (nacido el 29 de junio de 1721), que insistía en hacerse llamar barón de Kalb. Era un guerrero con muchos años de experiencia y moriría en acción, luchando por la causa americana.

También estaba un soldado prusiano, Frederick William von Steuben (nacido el 17 de septiembre de 1750), quien se había distinguido luchando bajo el mando de Federico II de Prusia. Fue a América, en parte, porque tenía dificultades financieras (una situación crónica en él). El francés pagó su parte.

Un voluntario polaco, Tadeusz Kosciusko (nacido el 4 de febrero de 1746) fue uno de los primeros en llegar. Ayudó a fortificar Filadelfia, mientras el ejército de Washington se retiraba a través de Nueva Jersey y cuando parecía que Filadelfia iba a ser atacada pronto.

Otro voluntario polaco fue Casimir Pulaski (nacido el 4 de marzo de 1747), quien había combatido contra Rusia en defensa de su patria con coraje y tenacidad. Pero Polonia fue derrotada, y Pulaski se marchó a América para librar otra batalla por la libertad. Como De Kalb, Pulaski moriría en acción.

En el nuevo año, aparecieron nuevas pruebas de un renovado optimismo cuando, el 14 de junio de 1777, el Congreso resolvió adoptar una bandera nacional con trece franjas rojas y blancas alternantes, al igual que en 1 la bandera del Ejército Continental. Pero en la unión (el rectángulo de la parte superior izquierda), iba a haber, en lugar de la Unión Jack, trece estrellas, una por cada Estado. No se especificó cómo debían estar dispuestas las trece estrellas, pero luego se adoptó un modelo circular.

Esa fue la primera bandera nacional, que iba a ser conservada desde entonces con cambios secundarios en lo concerniente al número de franjas y de estrellas. Desde entonces, el 14 de junio ha sido celebrado, de modo no oficial, como el «Día de la Bandera».

Hay una leyenda cara a los corazones de los escolares y sus maestros según la cual cierta Betsy Ross (nacida en Filadelfia en 1752) hizo la primera bandera y hasta determinó las estrellas como de cinco puntas, mostrando cuan fácilmente podía hacerse una estrella de cinco puntas, plegando adecuadamente la tela y luego haciendo un solo corte. Pero esta historia fue contada por primera vez en 1870, un siglo después del presunto suceso, y no hay ningún indicio contemporáneo de que haya ocurrido.