7. Hacia la creación de una nación

Después de la guerra.

La nueva nación era enorme para patrones europeos. Su superficie era de 2.200.000 kilómetros cuadrados, o sea cuatro veces la de Francia. Su población aún era pequeña, pero estaba creciendo rápidamente. Al final de la guerra, era de unos 3.000.000, de los cuales 500.000 eran esclavos. Virginia era todavía el Estado más grande, con una población de 450.000 habitantes.

Las cicatrices de la guerra fueron relativamente leves. Las ciudades, en general, no habían sido tocadas, y con excepción de las incursiones lealistas e indias no hubo verdaderas atrocidades. Las bajas americanas quizá fueron 19.000, con unos 4.000 registrados como muertos en acción. No se conocen las bajas británicas, pero se estiman que fueron al menos el doble que las americanas.

La mayor tragedia fue la de los «leales», quienes habían luchado por lo que consideraban su patria y su rey. Si la rebelión americana hubiese sido aplastada, habrían sido héroes; pero, según ocurrieron las cosas, fueron traidores. Lo mejor que podían hacer era abandonar un país que ahora era activamente hostil hacia ellos. El 26 de abril de 1783, 7.000 «leales» abandonaron la ciudad de Nueva York en condición de refugiados, como los llamaríamos hoy. Algunos se marcharon a Gran Bretaña, otros a Canadá. Hubo muchos más, pues las estimaciones sitúan el número total de los refugiados «leales» que abandonaron los Estados Unidos o fueron expulsados en 100.000. Muchos otros miles se quedaron, sufriendo grados diversos de malos tratos, hasta que se calmaron las pasiones de la guerra.

Los británicos también se marcharon. En noviembre, los británicos de Nueva York se replegaron, dispuestos a embarcarse. El 25 de noviembre de 1783, se marcharon de la ciudad de Nueva York y el 4 de diciembre abandonaron Staten Island.

El Congreso disolvió el Ejército Continental el 3 de noviembre, y el 4 de diciembre George Washington se despidió de sus oficiales en Fraunces Tavern, en Nueva York. Luego viajó a donde celebraba sus sesiones el Congreso, en Annapolis, Maryland, y el 23 de diciembre renunció formalmente a su cargo. Durante ocho años y medio había realizado una agotadora labor, y en todo ese tiempo, en medio de derrotas y desastres provocados a veces por la acción militar, a veces por un clima implacable y a veces por la incapacidad del Congreso, se había mantenido firme e inquebrantablemente en su puesto.

El resultado no sólo fue la victoria, sino también una gran admiración hacia Washington de los americanos, a través de toda su historia, y, en verdad, admiración también de todo el mundo.

La acción de Washington, al retirarse en lugar de tratar de usar la popularidad obtenida con una guerra victoriosa para ganar poder político sobre la nación, fue admirada tanto interior como exteriormente. Fue llamado «el Cincinato americano», por el legendario general romano que en el siglo V a. C., fue llamado de su granja y hecho dictador para que condujese el ejército romano contra un enemigo amenazante. Condujo el ejército a la victoria y luego renunció inmediatamente a la dictadura para volver a su arado.

En abril de 1783, el general Knox, el más íntimo amigo de Washington, esbozó un plan para formar una «Sociedad de los Cincinatos», a la que podían pertenecer los oficiales retirados del Ejército Continental. Dos mil ex oficiales se incorporaron a ella y se crearon secciones en todos los Estados. Naturalmente, Washington fue su primer presidente. La sociedad tuvo considerable prestigio en aquellos tempranos años, y en 1790 un puesto militar a orillas del río Ohio fue rebautizado en su honor; desde entonces, ha sido la ciudad de Cincinnati (Ohio).

Pero la Sociedad de los Cincinatos estableció la pertenencia hereditaria a ella, lo cual desencadenó una tempestad de controversias, pues muchos temían que se convirtiese en una aristocracia americana y que hasta apoyaría una monarquía americana. Para oponerse a ella, se crearon varias sociedades democráticas, y una de éstas, que fue conocida como Tammany Hall, fue un poder político en la ciudad de Nueva York durante un siglo y medio.

Por la época en que terminó la guerra, los Estados Unidos eran una nación, en el sentido, por ejemplo, de que había una ciudadanía nacional. Una persona que viviese dentro de sus límites era un americano, y no un virginiano o un carolino o una persona de Massachusetts (aunque pudiese considerarse tal cosa también). Podía viajar libremente de un Estado a otro y no se lo consideraba un extranjero en ninguno de ellos. Asimismo, los Estados Unidos estaban representados por agentes diplomáticos únicos, que hablaban en nombre de todos los Estados.

Sin embargo, el espíritu nacional era muy endeble. El poder económico dentro de la nación pertenecía casi enteramente a los Estados, y lo mismo el poder político. Afortunadamente, en el fuego de la revolución, los Estados habían terminado adoptando posiciones muy similares en muchos aspectos. No había diferencias irreconciliables… todavía.

Cada uno de los trece Estados tenía una constitución escrita, que definía el papel y el poder de cada rama del gobierno. Esto era diferente de la situación de Gran Bretaña, que no tenía ninguna constitución escrita. A los radicales americanos les había sido difícil defender la doctrina de los derechos naturales sin una constitución escrita a la cual apelar, y estaban decididos a no volver a tal situación. Además, los Estados, en los días en que eran colonias, poseían cartas que tenían la fuerza de las constituciones, de modo que estaban habituados a la idea de una guía escrita sobre las reglas básicas de gobierno. (De hecho, Connecticut y Rhode Island siguieron usando sus cartas coloniales como constituciones estatales, simplemente eliminando toda referencia al rey).

La mayoría de las constituciones mostraban los efectos de la desconfianza americana hacia un poder ejecutivo fuerte, nacida de la lucha contra el rey y sus gobernadores de poderes estrictamente limitados. (La legislatura nacional, el Congreso, no tenía ningún poder ejecutivo). Sólo en Massachusetts y en Nueva York había gobernadores elegidos por el voto popular.

Para impedir que la legislatura se hiciese demasiado fuerte, había elecciones frecuentes, por lo común anuales, y a veces hasta semestrales. En general, había dos cámaras en las legislaturas, por influencia de Gran Bretaña, donde había una Cámara de los Lores y una Cámara de los Comunes.

La preocupación de los americanos por sus «derechos» en la década anterior a la Revolución, llevó a poner esos derechos específicamente por escrito, de acuerdo con el precedente establecido por George Mason en Virginia; de modo que estas constituciones generalmente contenían una «Ley de Derechos».

Uno de los principales derechos así garantizados era la libertad religiosa. En un Estado tras otro, el apoyo del gobierno a una religión particular «establecida» llegó a su fin. La Iglesia anglicana, que había sido la religión oficial en todos los Estados meridionales, perdió ese carácter y se convirtió en la Iglesia episcopaliana. Al final de la guerra, sólo Massachusetts y Connecticut tenían una iglesia oficial (la congregacionalista); Massachusetts, el último Estado que se resistió, no le quitó tal carácter hasta 1833.

Una seguridad adicional para las libertades de las personas fue el hecho de que las constituciones estatales habitualmente contenían disposiciones para su propia enmienda, de modo que si condiciones diferentes u opiniones diferentes hacían represiva o irrelevante la constitución tal como había sido escrita, podía ser adaptada apropiadamente mediante alguna forma de votación.

La nueva nación no sólo eliminó la monarquía; también avanzó hacia la democracia eliminando la aristocracia por título o por posesión de tierras. Las tradiciones británicas sobre el «vínculo» y la «primogenitura», por las cuales las propiedades territoriales no podían ser vendidas y debían ser heredadas en su totalidad por el hijo mayor, fueron abolidas. Esto desalentó la formación de grandes patrimonios, y la riqueza y el poder heredados concomitantes.

Más aún, había mucha tierra disponible, de modo que ni para un hombre pobre era difícil obtener una granja. Los patrimonios de los «leales» fueron confiscados, lo mismo que las propiedades de la Corona. También había disponible tierra barata. Los Estados que habían convenido en renunciar a sus pretensiones occidentales durante la Guerra Revolucionaria ahora, uno tras otro, cedieron sus posesiones en el oeste al gobierno nacional. (El último Estado que lo hizo fue Georgia, en 1802). Algunos especuladores con tierras hicieron grandes fortunas, pero los Estados Unidos, en conjunto, se convirtieron en una nación de pequeños granjeros propietarios de su tierra.

La tendencia general hacia la «libertad» se manifestó de muchas maneras. Los códigos penales se suavizaron. Los castigos se hicieron, en general, menos severos y los encarcelados fueron tratados más humanitariamente.

También floreció el movimiento contra la esclavitud. Cuatro días antes de la batalla de Lexington, se fundó en Pensilvania la primera sociedad abolicionista, dedicada a poner fin a la esclavitud. En los Estados septentrionales, el sentimiento contrario a la esclavitud ganó terreno en todas partes. Al final de la Guerra Revolucionaria, estaba claro que, en los Estados situados al norte de Maryland, la institución de la esclavitud estaba desapareciendo. El límite este-oeste entre Pensilvania y Maryland había sido determinado, entre 1763 y 1767, por dos matemáticos ingleses, Jeremiah Mason y Charles Dixon, de modo que fue esta «línea Mason-Dixon» la que estaba destinada a ser el límite entre los Estados en los cuales la esclavitud seguiría existiendo y aquéllos en los que tendría fin. Sin embargo, el carácter mortal de esta división no se hizo evidente durante una generación más.

Casi el único rasgo antidemocrático de las constituciones estatales era que había requisitos de propiedad para participar en el gobierno. Solamente los hombres cuyas propiedades superasen determinado valor podían ocupar cargos oficiales. (En Carolina del Sur, el gobernador tenía que poseer un patrimonio de al menos diez mil libras). También había requisitos de propiedad para votar, aunque eran generalmente menores que antes de la guerra.

El resultado de esto era que el control de los gobiernos de los Estados estaba en manos de los acomodados, los grandes terratenientes o los hombres de negocios prósperos.

Era seguro que esto traería problemas. Al terminar la guerra, cuando desapareció toda la excitación de la victoria, se produjo una depresión. El comercio se estancó, en parte porque las naciones europeas, habiendo contribuido a la independencia americana para debilitar a Gran Bretaña, no estaban en absoluto interesadas en seguir fortaleciendo a Estados Unidos. Gran Bretaña, con la que los Estados Unidos llevaban la mayor parte del comercio, fue suficientemente vengativa como para tomarse la molestia de arruinar ese comercio.

El Congreso no tenía ninguna autoridad para regular el comercio, de modo que los trece Estados tomaban sus propias medidas, dando origen a la anarquía. Las potencias extranjeras consideraban inútil tratar de hacer acuerdos comerciales con el Congreso. Gran Bretaña decía burlonamente que habría tenido que firmar trece tratados distintos con los «Estados Desunidos».

Quienes más sufrieron la depresión fueron los granjeros. Estaban agobiados por las deudas y tuvieron que entregar su tierra y su ganado en pago por esas deudas a los hombres de negocios. Puesto que la legislatura estaba bajo el dominio de los pudientes, que eran acreedores, era inútil que los granjeros pidiesen ayuda al Estado.

La situación era peor en Massachusetts, donde los sectores comerciales exigían el pago de las deudas en metálico y se negaban a admitir papel moneda para tal fin.

Rechazado el papel moneda, con elevados impuestos (proporcionalmente mayores para lo pobres) y con un numero cada vez mayor de granjeros expulsados de sus tierras, primero hubo quejas, luego reuniones y por último disturbios. La acción más amenazadora se produjo cuando, en agosto de 1786, un granjero en la miseria, Daniel Shays (nacido en Hopkinton, Massachusetts, en 1747), que había luchado en Bunker Hill y en Saratoga, asumió el mando de un grupo.

Los granjeros de Shays impidieron la reunión del tribunal de Springfield y, en general, hicieron mucho ruido pero poco daño real. Pero los comerciantes de la parte oriental del Estado estaban muy alarmados y sus ideas acerca de la rebelión sufrieron un repentino cambio. Se reclutó un ejército bajo el mando del general Lincoln, que no tuvo ningún problema para aplastar a los mal organizados rebeldes. En febrero de 1787, la «Rebelión de Shays» había terminado.

Afortunadamente, no hubo ningún baño de sangre. Los líderes salieron del Estado (Shays vivió en el Estado de Nueva York por treinta y ocho años más después de la rebelión) y el gobierno estatal de Massachusetts tuvo el tino de tomar medidas para aliviar la situación de los granjeros tanto con respecto a los impuestos como a las deudas. Además, en general, los negocios empezaron a mejorar.

La Confederación se esfuma.

En los años inmediatamente posteriores a la Guerra Revolucionaria, se hizo cada vez más claro para muchos que gran parte de la confusión reinante en el país (y había inquietud en casi todos los Estados y motines en varios, no sólo en Massachusetts) provenía del carácter de la unión establecida por los Artículos de la Confederación.

Estaba formada por trece gobiernos con poder y un gobierno central sin poder. El Congreso no podía regular el comercio, de manera que los Estados individuales ponían barreras arancelarias que obstruían el comercio interno y elevaban innecesariamente los precios en todas partes. No había ninguna política exterior coherente que se pudiera adoptar, ninguna política unificada en lo concerniente a los indios. No había ningún modo de que el Congreso pudiese emprender la acción para impedir la rebelión dentro de un Estado o hacerle frente una vez iniciada.

Parecía claro que, mediante los Artículos de la Confederación, los Estados Unidos no podían abrigar la esperanza de ganar respeto en el exterior o seguridad y prosperidad en el interior. Lo que se necesitaba era invertir la situación: crear un gobierno central con suficiente poder para permitir a la nación actuar como una unidad, un gobierno central con poder para crear impuestos, establecer regulaciones e imponer sus decisiones. En tales condiciones, los Estados quedarían con los poderes que el gobierno central no necesitase. Una situación en la que regiones menores se unen a una región mayor que posee la mayor parte del poder recibe el nombre de «federalismo». Lo que se necesitaba no era una unión, sino una «unión federal».

Al menos eso fue lo que empezó a creer cada vez más gente. El argumento más fuerte contra tal unión federal era que el gobierno central se volvería opresivo. Un Estado cuyos intereses no concordasen con los de la mayoría podía verse obligado, contra su voluntad, a entrar en vereda. En todos los Estados había personas que temían tal posibilidad.

Esos temores de una represión futura tenían que hacer frente al hecho del caos presente. ¿Qué había de hacerse, por ejemplo, con el río Potomac y la bahía de Chesapeake, cuyas aguas eran compartidas por Virginia y Maryland? ¿Debían el río y la bahía ser por siempre objeto de una pugna entre los dos Estados?

Esto era un motivo de preocupación para James Madison de Virginia (nacido en Port Conway, Virginia, el 16 de marzo de 1751). Había sido miembro de la convención que había redactado la constitución de Virginia y su declaración de derechos. Había sido particularmente activo en el establecimiento de la libertad religiosa en el Estado. Fue miembro del Congreso en los últimos años de la guerra y le inquietaba particularmente su falta de poder, por lo que intentó (sin éxito) aumentarlo. Después de la guerra formó parte de la legislatura de Virginia, pero no cesó de abogar por un gobierno central más fuerte.

En 1785, propuso que Virginia y Maryland abordasen el problema del río Potomac. Maryland sugirió que quizá debía invitarse también a Pensilvania y Delaware, y de inmediato Madison aceptó la propuesta y la amplió. ¿Por qué no extender la invitación a todos los Estados y discutir los asuntos comerciales de la nación?

Madison logró interesar a Washington en la cuestión, y el prestigio de Washington era enorme. La legislatura de Virginia lanzó un llamado, el 21 de enero de 1786, para efectuar tal convención.

El llamado fue un fracaso, pues cuando la convención se reunió en Annapolis, Maryland, el 11 de septiembre de 1786, sólo estaban presentes doce delegados. Estos eran de cinco Estados: Virginia, Nueva Jersey, Delaware, Pensilvania y Nueva York. Maryland, en cuyo territorio se reunió la «Convención de Annapolis» no se molestó en elegir delegados; tampoco lo hicieron Connecticut, Carolina del Sur y Georgia. Los Estados restantes eligieron delegados, pero éstos no llegaron.

John Dickinson, antaño de Pensilvania pero ahora de Delaware, quien había elaborado el primer esbozo de los Artículos de la Confederación, fue elegido presidente de la Convención, pero era claro que era poco lo que ésta podía hacer. Al menos por el momento.

Pero estaba presente James Madison y, más importante aún, también estaba Alexander Hamilton de Nueva York.

Hamilton nació en la isla de Nevis, en las Antillas Británicas, el 11 de enero de 1755. Después de una infancia difícil y en la que vivió en la pobreza, llegó a la ciudad de Nueva York en 1772. Estudió en el King’s College (ahora Columbia) y luego abrazó la causa radical. Combatió en la Guerra Revolucionaria y se ganó la alta estima de Washington, de quien fue ayuda de campo con el rango de teniente coronel.

Después de la guerra, se hizo abogado, interesado en cuestiones financieras, y demostró ser un prolífico escritor en el campo de la política. Se relacionó con una rica e influyente familia de Nueva York al casarse con la hija del general Schuyler, y esto le permitió entrar en la legislatura de Nueva York, en enero de 1787, y luego ser designado delegado a la Convención de Annapolis.

Hamilton era firme partidario de un gobierno central fuerte, y sabía desde el comienzo que una convención destinada a abordar problemas comerciales solamente no lograría nada si se dejaban como estaban los Artículos de la Confederación.

Por ello, trató de persuadir a los otros delegados de que allí no había nada que hacer. Les propuso suspender las sesiones y convocar a otra reunión para más adelante. Los otros delegados aceptaron y Hamilton se ofreció para redactar la resolución que contuviese esa convocatoria.

Tal como la redactó Hamilton, la convocatoria era para una convención que se reuniría en Filadelfia (la capital de la nación) en mayo de 1787, para considerar todas las cuestiones relacionadas con el establecimiento de un gobierno central eficaz. La Convención de Annapolis, que había sido convocada para abordar un problema específico de carácter limitado, no tenía ningún derecho legal a hacer tal convocatoria para un propósito tan vasto, pero Hamilton la presentó de todos modos. Confiaba en que la creciente insatisfacción por el gobierno débil haría que se pasase por alto la ilegalidad del llamado e instase a designar delegados para tal fin, una vez lanzado. Tenía razón.

Aunque la Convención de Annapolis sólo celebró sesiones durante cuatro días, esto fue suficiente. Logró dar el impulso para otra convención mucho más importante; una convención, en efecto, que iba a crear los Estados Unidos en la forma en que existen hoy.

Sin embargo, no puede otorgarse a esa convención todo el mérito de hacer de los Estados Unidos lo que es ahora. Aunque los americanos interesados en un gobierno central fuerte, como Madison y Hamilton, hacían lo posible por sentar las bases de lo que se llamaría la «Convención Constitucional», el Congreso moribundo, bajo los chirriantes e inútiles Artículos de la Confederación, se preparaba para emprender la acción en un asunto importante. Y lo hizo con tal sabiduría que sentó un precedente, nunca violado desde entonces, que hizo posible el crecimiento pacífico de los Estados Unidos.

Se trataba de las tierras occidentales cedidas por los trece Estados y ahora en manos del Congreso. ¿Qué haría el Congreso con ellas? El 23 de abril de 1784 Jefferson había sugerido el otorgamiento a las tierras occidentales de gobiernos temporales distintos de los de los Estados y que, más adelante, cuando la población hubiese crecido lo suficiente, se formasen nuevos Estados en esas tierras. Hasta hizo un diseño en forma de tablero de Estados para los territorios occidentales y les dio nombres extravagantes. El Congreso recibió la sugestión con simpatía, pero no emprendió ninguna acción concreta.

Pero luego, en 1787, al Congreso se le presentó una ocasión de obtener dinero de las tierras occidentales. Un grupo de especuladores en tierras organizó la «Compañía de Ohio» y quiso comprar la mayor cantidad de tierra posible para luego parcelarla y venderla a colonos. El Congreso estaba dispuesto a vender (era una manera de obtener dinero sin tener que recurrir a los tacaños Estados), pero la Compañía de Ohio quería cierta seguridad para la inversión de su dinero. Quería algún escrito similar a las cartas que los reyes británicos solían conceder a las colonias.

Por ello, el Congreso decidió establecer una base legal para gobernar las tierras occidentales a fin de satisfacer a la Compañía de Ohio. La parte particularmente implicada era la situada al norte del río Ohio, que constituía el sector noroccidental de los Estados Unidos de entonces. Lo que se elaboró, pues, y luego se aprobó, el 13 de julio de 1787, fue la «Ordenanza del Noroeste», que seguía las líneas de la idea de Jefferson.

Un signo de la completa decadencia del gobierno central es que esa acción absolutamente vital se llevase a cabo con sólo dieciocho miembros del Congreso presentes.

La Ordenanza del Noroeste fue elaborada principalmente por dos delegados de Massachusetts: Nathan Deane (nacido en Ipswich, Massachusetts, en 1752) y Rufus King (nacido en Scarboro, Maine, el 24 de marzo de 1755).

Para empezar, la Ordenanza del Noroeste estipulaba que un gobernador y otros funcionarios serían nombrados por el Congreso para que gobernasen el «Territorio del Noroeste» situado al norte del río Ohio y al sur de los Grandes Lagos, al este del río Misisippí y al oeste de Pensilvania. Cuando hubiese suficientes colonos, se crearía una legislatura de dos cámaras.

Segundo, cuando la población llegase a cierto nivel, se formarían nuevos Estados en el territorio; no menos de tres y no más de cinco. (Finalmente, se formaron cinco Estados: Ohio, Indiana, Illinois, Michigan y Wisconsin).

Tercero, se decidió que los nuevos Estados serían iguales a los antiguos en todo aspecto, y éste es el punto fundamental de la Ordenanza y que merece inscribirse en letras doradas. Si los trece Estados originales hubiesen considerado apropiado establecer una dominación colonial sobre las tierras occidentales y formar Estados de poderes subordinados que hubiesen sido títeres en manos de los «Estados superiores», por así decir, la historia de los Estados Unidos, indudablemente, habría estado señalada por la rebelión y la desintegración.

En cambio, se decidió que un Estado era un Estado, independientemente de su ubicación, de la extensión de su historia o del relato de sus hazañas pasadas. Estados Unidos ha adherido siempre a este principio desde entonces. Las partes no colonizadas de su territorio en expansión fueron organizadas primero como «territorios» y luego como Estados; y una vez que un Estado se formaba, era un Estado en pleno.

Cuarto, las libertades civiles ganadas por la población de los trece Estados como resultado de la Guerra Revolucionaria fueron transferidas al territorio. Estas libertades no eran sólo la recompensa de quienes habían luchado por ellas, sino de todo el que formase parte de la nación.

De hecho, en un aspecto el Congreso fue más allá de lo que habían hecho la mayoría de los Estados, pues la Ordenanza prohibía la esclavitud en el Territorio del Noroeste. Sin duda dos Estados (Massachusetts y New Hampshire, el más septentrional) ya habían puesto fin a la esclavitud dentro de sus límites, pero eran Estados y podían hacer lo que quisieran. Pero en este caso el Congreso actuó para abolir la esclavitud de antemano, arrogándose poderes que supuestamente pertenecían a los Estados.

En un período posterior de la historia americana, cuando el problema de la esclavitud se hizo mucho más serio, indudablemente no se habría permitido esa acción. Pero en esta ocasión fue llevada a cabo, y también sentó un precedente. Mostró que el gobierno central (no meramente algunos Estados particularmente) podía considerar que «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» proclamados como derechos naturales en la Declaración de la Independencia podían ser concedidas a todas las personas, y no sólo a las de origen europeo.

La convención constitucional.

Era imposible predecir por entonces que la Ordenanza del Noroeste tendría tanta importancia. Parecía muy probable, en cambio, que fuese un acto carente de sentido de un gobierno cada vez más carente de sentido, y que los Estados Unidos de América estuviesen a punto de quedar fragmentados en un conjunto anárquico de gobiernos independientes, a menos que se hiciese algo rápidamente.

Pero la nación respondió al desafío. Mientras se aprobaba la Ordenanza del Noroeste, la labor de Madison y Hamilton en la Convención de Annapolis estaba dando sus frutos. Una nueva Convención Constitucional se reunió en Filadelfia con el objetivo de crear un gobierno más eficiente.

Once de los trece Estados completaron el nombramiento de delegados a la Convención durante la primavera de 1787. El décimo segundo Estado, New Hampshire, designó delegados después de que la Convención iniciase sus sesiones, el 25 de mayo de 1787. Pero el décimo tercero, la pequeña Rhode Island, permaneció tercamente apartado. Consciente de su pequeño tamaño, no quería saber nada de una Convención que, pensaba, terminaría estableciendo el principio federal, despojando a los Estados de sus derechos particulares. Suponía que los Estados grandes y populosos dominarían y que Rhode Island sería entonces una diminuta e ignorada mancha de tierra.

Un total de cincuenta y cinco hombres de doce Estados participaron en las deliberaciones, que duraron casi cuatro meses. Eran, en su mayor parte, hombres acaudalados y de posición, de ideas conservadoras. Había acomodados comerciantes y abogados de los Estados septentrionales y propietarios de plantaciones con esclavos de los Estados meridionales.

George Washington fue elegido presidente y, dado que su reputación era casi la de un semidiós por entonces, esto sirvió para dar a la Convención una atmósfera de importancia que no habría tenido de otro modo. Pero Washington no participó en los tumultuosos debates, sino que, sabiamente, consideró que su papel debía ser el de una influencia moderadora que estaba por encima de los partidismos. Benjamin Franklin estuvo presente como parte de la delegación de Pensilvania. Tenía a la sazón ochenta y un años (el delegado más viejo, por quince años) y estaba llevando a cabo el último de sus muchos servicios a su país. Apenas le quedaban tres años de vida.

Alexander Hamilton, por supuesto, representó a Nueva York y, aunque abogaba por un gobierno central fuerte, sorprendentemente tuvo escasa participación en las sesiones. James Madison de Virginia, en cambio, fue el que más duramente trabajó. Entre otras cosas, mantuvo un detallado diario de las sesiones, que se realizaban en secreto. Sólo gracias a este diario, no publicado hasta 1840, tenemos un conocimiento detallado de lo que sucedió en la Convención. Otro delegado de Virginia era George Mason, quien había hecho contribuciones a la constitución estatal liberal de Virginia.

Estaba también Gouverneur Morris de Pensilvania (nacido en la ciudad de Nueva York el 31 de enero de 1752), otro partidario de un gobierno central fuerte. Había trabajado en la constitución del Estado de Nueva York, defendiendo la libertad religiosa y la abolición de la esclavitud. Tuvo éxito en lo primero, pero fracasó en lo segundo. Había estado en el Congreso Continental, donde había apoyado vigorosamente a Washington. En 1779 fue derrotado en la reelección al Congreso y dejo Nueva York para establecerse en Philadelfia.

Durante el período de los Artículos de la Confederación, Morris trabajó con Robert Morris (con quien no tenía ningún parentesco) en las finanzas de la joven república. Fue Gouverneur Morris quien primero sugirió una acuñación decimal, que más tarde fue aceptada por la convención Constitucional, Morris hablaba con mayor frecuencia que cualquier otro delegado, atacando a la democracia, pues desconfiaba del pueblo y pensaba que era más seguro dejar las riendas del gobierno en manos de hombres ricos y de buena familia. Fue Gouveneur Morris, más que cualquier otro delegado, e responsable de la redacción de la Constitución tal como fue finalmente y es justo afirmar que la fraseología clara y simple del documento contribuyó a hacer de él lo que ha llegado a ser: el esquema escrito de gobierno de mayor éxito en la historia del mundo.

El colega pensilvano de Morris, James Wilson (nacido en Escocia el 14 de septiembre de 1742), había emigrado a América en 1765, cuando arreciaba la controversia sobre la Ley de Timbres, y pronto pasó al bando americano. Había sido uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia y, si bien favorecía una autoridad central fuerte, también se preocupaba por los derechos individuales. Entre los que recelaban de un gobierno central demasiado fuerte se contaban Roger Sherman de Connecticut (nacido en Newton Massachusetts, el 19 de abril de 1721) y Elbridge Gerry de Massachusetts (nacido en Marblehead, Massachusetts, el 17 de julio de 1744). Ambos fueron firmantes de la Declaración de la Independencia.

Casi inmediatamente, los partidarios de la idea federal empezaron a obtener victorias. Se decidió desde el comienzo, por ejemplo, que se elaboraría una nueva constitución y que no serían usados como base los Artículos de la Confederación. También se decidió conducir los debates en secreto para no despertar las pasiones populares (las cuales, se daba por descontado, serían antifederalistas), que harían imposibles los compromisos, y fue esto lo que hizo tan importante el diario de Madison. Finalmente, se decidió que todo lo que se elaborase en la Convención sería votado por convenciones elegidas por votación popular, no por las legislaturas estatales, que, con seguridad, por su misma naturaleza, serían antifederalistas.

El 29 de mayo de 1787, cuatro días después de que la Convención abriese sus sesiones, Edmund Randolph de Virginia (nacido en Williamsburg, Virginia, el 10 de agosto de 1753) presentó un vasto plan para la reorganización del gobierno, el llamado «plan de Virginia».

El plan de Randolph estaba destinado a tener peso, pues los antecedentes de Randolph eran irrecusables. En 1775, el padre de Randolph, un funcionario real, abandonó las colonias rebeldes y se marchó a Gran Bretaña con la mayor parte de su familia. Pero el joven Edmund se quedó, optando por su país antes que por su familia. Contribuyó a elaborar la constitución de Virginia y, en 1786, fue elegido gobernador del Estado. Como gobernador del más viejo y más grande de los Estados, su voz tenía que ser escuchada.

Randolph propuso formar un Congreso de dos cámaras. La inferior iba a ser elegida por voto popular, con un número de diputados de cada Estado proporcional a la población. La cámara superior (superior porque el mandato de sus miembros era más largo) sería elegida por la inferior entre candidatos propuestos por las legislaturas estatales. El ejecutivo iba a ser elegido por las dos cámaras conjuntamente. Y todo ello iba a constituir un gobierno federal que dominaría a los Estados individuales.

Había otras cosas más, pero el punto claro del plan de Virginia era que la cámara inferior iba a ser dominante, pues tanto la cámara superior como el ejecutivo, en último análisis, serían elegidos por la cámara inferior. Y puesto que ésta iba a representar a los Estados en proporción a la población, los Estados mayores, en efecto, dominarían la nación.

La Convención pasó a discutir los detalles: si la elección popular era segura, si habría un solo ejecutivo o una comisión, etc.

Pero los pequeños Estados, irritados por el plan que daba la supremacía a los Estados grandes, presentaron un plan propio. Era el «plan de Nueva Jersey», presentado el 15 de junio por William Paterson de Nueva Jersey (nacido en Irlanda en 1745 y llevado a Nueva Jersey de niño).

El punto esencial del plan de Nueva Jersey era que cada Estado iba a tener un voto en la legislatura, cualquiera que fuese el número de delegados presentes. De este modo, ningún Estado podía tener más poder que cualquier otro, cualquiera que fuese su tamaño.

El plan de Nueva Jersey era irrealizable, evidentemente. Equivalía a conservar los Artículos de la Confederación, enmendándolos a fin de dar al Congreso unos pocos poderes adicionales. Los Estados mayores estaban seguros de que esto era una ridícula pérdida de tiempo y rechazaron de plano el plan de Nueva Jersey, pero esto no persuadió a los Estados pequeños a que aceptasen el plan de Virginia.

La Convención habría quedado dividida, y con ello la nación, de no haber sido por el «Compromiso de Connecticut» elaborado por Roger Sherman, que hizo la sugerencia lógica de incorporar características de ambos planes a la legislatura. La cámara inferior sería elegida por voto popular en proporción a la población. La cámara superior no sería elegida por voto popular, sino mediante designación por las legislaturas estatales; y en la cámara superior cada Estado tendría un solo voto[15].

Puesto que ambas cámaras intervendrían en la legislación, se conservarían los intereses de los Estados grandes y de los pequeños. Los Estados grandes tendrían voz preponderante en la cámara inferior, pero los pequeños Estados tendrían un voto igual en la superior. El compromiso fue aceptado el 16 de julio.

Con él también fue aceptado otro compromiso sobre una disputa entre los Estados en los que la esclavitud era común, los situados al sur de la línea Mason-Dixon, y aquéllos en los que la esclavitud era desaprobada cada vez más, los situados al norte de la línea.

La cuestión era si contar a los esclavos como parte de la población al calcular el número de diputados de la cámara baja y en el establecimiento de impuestos. Los Estados sureños querían que se contara a los esclavos negros como personas en el cálculo del tamaño de la diputación Estatal, ya que esto habría aumentado su poder; y no querían contarlos como personas en la fijación de impuestos, ya que esto disminuiría sus impuestos. Querían todas las ventajas.

Los Estados norteños también querían todas las ventajas, pero a la inversa. Querían que los esclavos negros no contasen como personas para calcular el tamaño de la diputación, pero contarlos como tales para fines fiscales.

Ambas partes llegaron finalmente a un compromiso, contando cada esclavo como tres quintos de una persona tanto para el número de diputados como para el establecimiento de impuestos.

En el mes final de la Convención se elaboraron otros detalles. Los diputados de la cámara inferior, o Cámara de Representantes, tendrían un mandato de dos años; los de la cámara superior, o Senado, un mandato de seis años que sería alterno, de modo que un tercio del Senado fuese elegido cada dos años. Habría un solo ejecutivo, o presidente, con un mandato de cuatro años. También se creó un Tribunal Supremo con miembros vitalicios, etc.

El método para elegir al presidente exigió otro compromiso. Algunos abogaban por la elección popular, para que hubiera un presidente fuerte, independiente del Congreso. Otros, desconfiando del pueblo y recelando de un ejecutivo fuerte, querían que fuese nombrado por el Congreso. Finalmente se decidió que votaría el pueblo, pero sólo para elegir electores. Estos electores luego elegirían al presidente. De esta manera, la influencia del pueblo tendría peso, pero el voto final reposaría en el juicio sobrio de los electores, quienes, se suponía, serían más sabios que la población en general[16].

Finalmente, el 17 de septiembre, la Constitución fue terminada, la misma Constitución, esencialmente, que la vigente hoy en los Estados Unidos.

Algunos delegados se retiraron en el curso de las sesiones, y tres que estaban presentes el día en que la Convención aprobó la Constitución se negaron a firmar.

Estos fueron Mason y Randolph de Virginia, y Gerry de Massachusetts. Los treinta y nueve delegados restantes firmaron, entre otros Roger Sherman, Alexander Hamilton, William Paterson, Benjamin Franklin, Robert Morris, James Wilson, Gouverneur Morris, John Dickinson, James Madison y, por supuesto, George Washington.

La adopción de la Constitución.

Pero la Constitución no tenía vigencia, según sus propias disposiciones, hasta que no fuese aprobada por convenciones elegidas para tal fin al menos en nueve Estados. Inmediatamente, la población empezó a alinearse en pro o en contra del nuevo documento. Quienes apoyaban el sistema federal propuesto en la Constitución fueron llamados «federalistas». Los que se oponían eran «antifederalistas».

En cierta medida era una disputa entre los jóvenes y los hombres de edad. Los viejos veteranos que durante años habían luchado contra la tiranía ejecutiva de Gran Bretaña no deseaban establecer en el país una posible tiranía ejecutiva. Tampoco los atraía la certeza de impuestos dobles, pues ahora el gobierno federal pondría impuestos, tanto como el Estado correspondiente. Más aún, los viejos líderes de la nación habían terminado por dominar sus Estados particulares como resultado de la Revolución y no deseaban ceder el poder a un gobierno central.

Por otro lado, los jóvenes que habían llegado a la conciencia política desde la Revolución y durante ella no habían pasado por la larga y difícil lucha con Gran Bretaña en las décadas anteriores, y sólo conocían la victoria. Deseaban la fortaleza de un gobierno federal.

La mejor defensa de la Constitución fue una serie de setenta y siete artículos escritos para un periódico de Nueva York. Éstos exponían con gran fuerza los argumentos a favor de un gobierno central vigoroso. Fueron publicados durante un período de siete meses, a partir del 27 de octubre de 1787 y llevaban la firma «Publius». Sus autores verdaderos fueron James Madison, Alexander Hamilton y John Jay.

Mientras se estaban publicando los ensayos de «Publius» (pronto recopilados en forma de libro bajo el título de El Federalista), los federalistas ganaban las primeras batallas. Delaware, con una población de menos de 60.000 habitantes, era el más pequeño de los Estados a este respecto y comprendía que no podía aspirar a ninguna forma de gobierno central en la que pudiera tener mayor poder que un voto, como los otros Estados, en la cámara superior. Por ello, reunió una convención especial que votó unánimemente, el 7 de diciembre de 1787, la aceptación de la Constitución. Fue el primer Estado en hacerlo.

Pensilvania convocó también una convención ratificadora. Los federalistas de la convención, bien organizados y actuando con rapidez, forzaron una votación antes de que los antifederalistas pudiesen reunir sus fuerzas. El 12 de diciembre Pensilvania adoptó la Constitución por 46 votos a favor y 23 en contra.

Nueva Jersey, otro pequeño Estado, cuyo «plan de Nueva Jersey» había al menos asegurado votos iguales en la cámara superior para los pequeños Estados, reunió una convención ratificadora que aceptó unánimemente la Constitución el 27 de diciembre. Le siguieron Georgia, el 2 de enero de 1788, con una votación unánime, y Connecticut, el 9 de enero, con una votación de 128 a favor y 40 en contra.

En el lapso de cinco semanas, pues, cinco Estados ratificaron la Constitución. Esto significaba que sólo cuatro Estados más tenían que ratificarla para que, en cierto modo la lucha por la Constitución estuviera ganada más que a medias.

Sin embargo, de los cinco Estados que habían aceptado la Constitución, cuatro eran pequeños en cuanto a población y era de esperar que la aceptasen. Sólo un gran Estado, Pensilvania, había aceptado ya la Constitución, y ello en gran medida gracias a una rápida treta por parte de los federalistas.

Pero en enero los antifederalistas se habían organizado y terminó el tiempo de las victorias fáciles por la Constitución.

La primera lucha verdadera se produjo en Massachusetts, donde los antifederalistas tenían mayoría entre los elegidos para la convención ratificadora. Ésta se reunió el 9 de enero, y siguieron cuatro semanas de forcejeos políticos en los que los federalistas trataron de ganar votos prometiendo concesiones en lo relacionado con el futuro gobierno central. Por ejemplo, tuvieron que prometer apoyar a John Hancock como candidato a vicepresidente por la nueva Constitución.

Pero finalmente no se pudo hacer nada. Sencillamente, la Constitución no pudo ser aprobada por la convención de Massachusetts, demasiado imbuida todavía del espíritu de la lucha contra Jorge III. Si bien la Constitución ofrecía un esquema de gobierno, no limitaba suficientemente las facultades del gobierno para infringir las libertades civiles. Cuando se produjo finalmente la votación, el 6 de febrero de 1788, Massachusetts aceptó la Constitución por estrecho margen, 187 a 168 votos, pero sólo con la recomendación de que se añadiese a la Constitución una lista de derechos que el gobierno federal no podía violar. Estaba claro que si no se hacía esto, Massachusetts estaba dispuesta al menos a provocar muchos problemas.

Maryland le siguió, el 28 de abril, por una votación de 63 a 11, también con una recomendación de que se agregase una «Ley de Derechos» a la Constitución. Carolina del Sur la ratificó el 23 de mayo, con una votación de 149 contra 73.

A fines de mayo de 1788, pues, ocho Estados habían ratificado la Constitución, mientras Virginia estaba enzarzada en una lucha homérica entre el pro y el contra. Si ella, el Estado más grande, ratificaba la Constitución, con lo que sería el noveno en hacerlo, cosa bastante apropiada, la cuestión estaba terminada.

El más enérgico combatiente a favor de la Constitución en Virginia, por supuesto, era Madison. El gobernador Randolph también la apoyaba. Se había negado a firmar la Constitución por resentimiento, porque su plan no había sido aceptado en la forma en que lo había presentado. Pero después de reflexionar se convenció de que la Constitución era bastante buena de todos modos, y anunció su conversión.

Contra la Constitución estaba George Mason, quien tampoco la había firmado, porque hería sus vigorosas opiniones liberales la falta de una Ley de Derechos en el documento y por no poner en entredicho la esclavitud. Patrick Henry y Richard Henry Lee, viejos luchadores de los días prerrevolucionarios, también se oponían firmemente a la Constitución.

Pero mientras Virginia discutía, New Hampshire actuaba. Había vacilado durante toda la primavera, pero ahora la urgencia de adelantarse a Virginia y ser el noveno Estado agitó los sentimientos lo suficiente como para efectuar la ratificación por 57 votos contra 47, el 21 de junio.

Desde el punto de vista legal, pues, la Constitución de los Estados Unidos se convirtió en la ley básica del país el 21 de junio de 1788, cinco años después del final de la Guerra Revolucionaria y casi doce años después de la Declaración de la Independencia.

Pero, en realidad, toda unión en la que no estuviese Virginia se hallaba condenada al fracaso, de modo que el voto de Virginia todavía era decisivo. Poco a poco, Madison fue respondiendo a todas las objeciones con fría lógica. Lo apoyaba con eficacia John Marshall (nacido en Virginia el 24 de septiembre de 1755), quien había combatido en el Ejército Continental durante la guerra y había estado junto a Washington en Valley Forge.

Los antifederalistas hicieron un último intento de condicionar la aceptación de la Constitución a la adopción de una Ley de Derechos, en vez de recomendar solamente que se adoptase tal ley. Pero el mismo Washington puso toda su abrumadora influencia del lado de la Constitución y el intento de aceptación condicional fue derrotado. El 25 de junio, cuatro días demasiado tarde para ser el noveno Estado en ratificarla, Virginia aceptó la Constitución por 89 votos contra 79, y se convirtió en el décimo Estado de la Unión.

En Nueva York, donde la lucha había sido particularmente sucia, Hamilton y Jay finalmente lograron dificultosamente obtener la ratificación el 26 de julio de 1788, por una votación de 30 contra 27. Nueva York se convirtió en el undécimo Estado que aceptó la Constitución.

Sólo quedaban dos Estados, Carolina del Norte y Rhode Island, y la nación decidió no esperarlos y proceder a la formación de un nuevo gobierno. El Congreso, que aún actuaba bajo los Artículos de la Confederación, echó a rodar el balón el 13 de septiembre de 1788 llamando a elecciones para formar un nuevo Congreso[17], que actuase según la Constitución.

También dispuso la elección del primer presidente de los Estados Unidos según la Constitución, fijando su mandato de cuatro años a partir del 4 de marzo de 1789. Luego el viejo Congreso sencillamente se disolvió, pues nunca volvió a reunirse después del 21 de octubre de 1788, de modo que por cinco meses los Estados Unidos estuvieron sin un gobierno central.

Varios Estados votaron electores, cuyo número era igual a la suma de senadores y representantes de cada Estado. Puesto que cada Estado tenía dos senadores y al menos un representante, el número mínimo de electores de cada Estado era tres (el caso de Delaware, por ejemplo). Virginia, con dos senadores y diez representantes, tenía doce electores, el mayor número de todos los Estados.

Sólo diez Estados votaron realmente electores. Carolina del Norte y Rhode Island aún no habían ratificado la Constitución, y Nueva York no se molestó en elegirlos. Fueron elegidos un total de sesenta y nueve electores, que se reunieron el 4 de febrero de 1789. De acuerdo con la Constitución, cada uno debía votar por dos hombres. El que obtuviera más votos sería presidente, y el segundo vicepresidente.

Cada uno de los sesenta y nueve electores puso a George Washington como uno de los dos hombres por los que votaban. Así, Washington fue elegido unánimemente primer presidente de los Estados Unidos. Treinta y cuatro de los electores votaron también por John Adams. Puesto que ningún otro fue mencionado tantas veces, John Adams se convirtió en el primer vicepresidente de los Estados Unidos.

Mientras tanto, se efectuaron también las elecciones para las cámaras del Congreso, y se suponía que el 4 de marzo éste se reuniría en Nueva York, que era por entonces la capital de la nación. El presidente y el vicepresidente debían recibir su investidura en esa ocasión.

Pero no pudo ser así. El país era demasiado grande; y los viajes demasiado lentos. Por primera y por última vez en su historia, el Congreso y la presidencia de los Estados Unidos no inauguraron su mandato en el tiempo legal.

Sólo el 6 de abril de 1789 llegaron suficientes congresistas a Nueva York para que el Primer Congreso iniciase sus trabajos. Y transcurrió aún más tiempo desde que el resultado de la votación electoral fue comunicada oficialmente a Washington y Adams, y éstos hicieron sus majestuosos viajes desde sus respectivas casas hasta Nueva York. Sólo el 21 de abril John Adams juró como vicepresidente y sólo el 30 de abril George Washington recibió su investidura como presidente.

Luego, finalmente, los Estados Unidos empezaron a actuar como una verdadera nación, bajo el sistema de gobierno que aún posee, casi dos siglos después.