2. El camino a la revolución

El segundo asalto.

En julio de 1766, Rockingham, bajo cuyo gobierno fue revocada la Ley de Timbres, fue destituido por Jorge, por razones que no tenían nada que ver con las colonias. Desde entonces, Rockingham y sus seguidores continuaron siendo favorables a la causa americana, pero también permanecieron fuera del poder.

Jorge III, que se había visto obligado a retroceder ensayó la formación de un ministerio que representase una amplia variedad de concepciones, y eligió para que lo encabezase nada menos que a William Pitt. Si éste hubiera sido un hombre más joven o de mejor salud podía haber habido alguna posibilidad de conciliación pero los azares de la historia dieron otro dictamen.

Nunca realmente sano, Pitt, aunque sólo se hallaba a fines de su cincuentena, era un hombre quebrantado. Aceptó un earldom [título nobiliario típicamente ingles de rango similar al de un conde; N. del T.] y se convirtió en el primer Earl de Chatham. Esto lo apartó de la Cámara de los Comunes y lo colocó en la atmósfera más cómoda de la Cámara de los Lores. Se retiró cada vez más de la conducción activa y durante algunos años ni siquiera apareció en el Parlamento. El duque de Grafton, que le sucedió, no tenía ninguna capacidad, y el ministerio que encabezó, por tanto, estuvo realmente dirigido por el hombre más fuerte que había en él. Éste era Charles Townshend, hombre agudo y que podía hablar con elocuencia, particularmente cuando estaba ligeramente bajo los efectos del alcohol. Pero de lo que carecía era de juicio.

Townshend era Chancellor of the Exchequer (cargo similar al norteamericano actual de secretario del Tesoro o al de ministro de Hacienda de otros países), y su deber era hallar el dinero necesario para sustentar al gobierno. Se trataba de una tarea ingrata, sobre todo en ese momento, cuando las colonias tenían plena conciencia de su éxito al haber forzado la revocación de la Ley de Timbres. A Townshend, ni a ningún miembro del gobierno, no se le ocurrió explorar la posibilidad de que las mismas asambleas coloniales pusiesen impuestos a los americanos. Esto habría sido considerado como una intolerable admisión de derrota y habría sentado un precedente que hubiese conducido de modo inevitable a la total pérdida por Gran Bretaña del control sobre las colonias. No, los líderes parlamentarios opinaban que era la misma Gran Bretaña la que debía establecer impuestos en las colonias.

Pero ¿cómo?

El 8 de mayo de 1767, Townshend se bebió una gran cantidad de champán, y luego, lleno de exaltación, pronunció el que más tarde fue llamado «discurso del champán». En él, burbujeó con tanta efervescencia como el champán y ridiculizó a sus opositores, en particular, a Grenville, que estaba abrumado todavía por la vergüenza de haber aprobado la desdichada Ley de Timbres.

Acuciado a responder, Grenville vociferó que las palabras de Townshend eran muy valientes pero no se atrevía a poner impuestos a los americanos.

Acalorado, Townshend rechazó la acusación y juró que pondría impuestos a los americanos, y procedió hacerlo.

Eludió el impuesto directo y volvió al impuesto indirecto sobre las importaciones americanas. Los americanos nunca habían objetado oficialmente el derecho británico a controlar el comercio y pagaban los aranceles regularmente… cuando eran atrapados, cosa que no sucedía a menudo. Townshend pensó, entonces, que solo era cuestión de poner nuevos aranceles sobre nuevas mercancías, elevar los aranceles ya existentes y mejorar la recaudación.

El 29 de junio, hizo aprobar por el Parlamento leyes que ponían aranceles sobre el té, el vidrio, el papel tintes, que entrarían en vigencia el 20 de noviembre de 1767. Se iban a emitir mandatos de asistencia y se darían amplios poderes a los funcionarios de aduanas para que pusiesen fin al contrabando. De este modo, se esperaba recaudar 40.000 libras por año, que podían ser usadas, en parte, para pagar a los gobernadores y jueces de las colonias. Esto tendría el efecto de poner los ejecutivos y las magistraturas coloniales bajo control parlamentario, ya que sería el Parlamento el que les pagaría y ya no las legislaturas coloniales.

Las llamadas «Leyes de Townshend» eran un milagro de torpeza. Su aprobación sin consultar a las colonias, la manera proyectada de recaudación y el propósito anunciado, todo se sumó para exasperar a los americanos Dado el humor reinante en las colonias, esas leyes eran meras incitaciones a nuevos desórdenes y el avispero se agitó nuevamente.

En verdad, el avispero no había dejado de agitarse y no necesitaba de la adicional irritación de los impuestos para que provocaran problemas. La Ley de Timbres había sido anulada, pero la Ley de Acuartelamiento no, y cualquier americano en cualquier momento podía ser obligado a convertirse en anfitrión involuntario de uno o de varios soldados, si el comandante en jefe de las tropas británicas en América juzgaba conveniente ubicarlos allí. El comandante en jefe era Thomas Gage, que no se caracterizaba por su tacto o su capacidad. Había llegado a América en 1755 con Braddock, había conducido la vanguardia en la derrota de Fort Duquesne (véase La Formación de América del Norte) y había conseguido sobrevivir. Prestó servicios, en el curso posterior de la guerra, sin distinguirse particularmente y, en 1763, con el rango de general de división se convirtió en comandante en jefe de todas las fuerzas británicas en América. Fue él quien pidió al Parlamento que aprobase la Ley de Acuartelamiento, que no aumentó su popularidad entre los americanos. El cuartel general de Gage estaba en Nueva York y le irritaba que las autoridades coloniales interfiriesen continuamente en sus esfuerzos para ubicar a sus oficiales y soldados en lugares confortables. Enfurecido, exigió que la Asamblea de Nueva York ordenase la aplicación de la Ley de Acuartelamiento. La Asamblea se negó resuelta mente a hacerlo, y Gage presionó al gobernador de Nueva York para que disolviese el organismo.

Esto se hizo el 1 de diciembre de 1766, y posteriormente el Parlamento confirmó la decisión. Se eligió entonces una asamblea nueva y más conservadora, que permitió el acuartelamiento. Logrado esto, en Nueva York y en otras partes, aumentó el odio popular hacia los soldados. El término «capote rojo» [«redcoat»] se convirtió en una expresión de insulto y cólera entre los americanos.

Las noticias de las Leyes de Townshend y de los problemas con la Asamblea de Nueva York se difundieron por las colonias. Era claro que, no sólo el gobierno británico no tenía intenciones de actuar mediante las asambleas coloniales, sino que no permitiría más que las asambleas que fuesen de gusto del Parlamento. A ese paso, pronto los americanos no tendrían ninguna autonomía y estarían sujetos a un puro despotismo parlamentario.

La situación venía como anillo al dedo a Samuel Adams, quien inmediatamente empezó a batir tambores para lograr una renovación del boicot que tanto había contribuido a la revocación de la Ley de Timbres. En septiembre de 1767, aún antes de que las Leyes de Townshend entrasen en vigor, se realizaron en Boston reuniones públicas en las que se acordó suspender las importaciones. Adams escribió también a líderes radicales de otras colonias para difundir la consigna; los Hijos de la Libertad empezaron en todas partes a hostigar a los funcionarios de aduanas.

Adams era un brillante agitador y sabía aprovechar al máximo las oportunidades, pero no hubiera podido hacer nada sin la colaboración de la locura británica. Tan extremista era Adams en sus opiniones que la mayoría de los líderes americanos seguramente se habrían vuelto contra él, si hubiesen tenido posibilidad de hacerlo. Los líderes americanos de la época eran tan aristocráticos en sus inclinaciones como los británicos, tan aferrados como éstos a la creencia de que el gobierno debía estar en manos de los hombres de las mejores familias que también tuviesen propiedades, igualmente temerosos de lo que llamamos «democracia» y que ellos habrían considerado como «el gobierno del populacho».

Si los británicos hubiesen aceptado a los líderes americanos como sus iguales, es muy probable que aún habría hoy una relación política entre los Estados Unidos y Gran Bretaña (como entre Canadá y Gran Bretaña). Fue porque Gran Bretaña no se avino a ello y persistió en una línea dura por lo que muchos conservadores americanos se vieron obligados a echarse en brazos de radicales como Adams, Otis y Henry.

Un ejemplo de esto fue John Dickinson, que había tenido una actuación destacada en el Congreso de la Ley de Timbres. Pertenecía a una familia acomodada, era un gran terrateniente, había estudiado derecho en Filadelfia y en Inglaterra y era un hombre conservador totalmente probritánico en sus sentimientos. Sin embargo, no podía estar de acuerdo en que los británicos tenían el derecho de hacer leyes para los americanos sin ninguna consideración por lo que los americanos pudieran decir en la materia.

Después de la promulgación de las Leyes de Townshend, Dickinson tomó la pluma y, a partir del 2 de diciembre, escribió las Cartas de un Granjero. En total, fueron catorce cartas, que aparecieron en muchos periódicos americanos en el invierno de 1767-1768, y luego fueron publicadas en forma de folleto.

En las Cartas, Dickinson protestaba de su lealtad a Gran Bretaña, reconocía el derecho de los británicos a regular el comercio americano, instaba a los americanos a no participar en demostraciones violentas y rechazaba la apelación a la doctrina de los «derechos humanos».

No obstante, Dickinson se manifestó vigorosamente contra las leyes de Townshend y contra la anulación de la asamblea de Nueva York, como un despojo a los americanos de sus derechos como ingleses. (No era de sus «derechos naturales» de lo que se les despojaba, en su opinión, sino de sus derechos específicos con respecto a la ley británica). Lo que Dickinson deseaba, aparentemente, era una autonomía limitada para América, el tipo de relación que un Estado americano tiene con el gobierno central en la actualidad.

Un sistema como el que Dickinson imaginaba oscuramente y como el que posteriormente (pero sólo con grandes dificultades) funcionaría en los Estados Unidos era totalmente sin precedentes por la época. El Parlamento británico no podía concebirlo. Jorge III no quería ningún compromiso y la mayoría parlamentaria estaba firmemente a favor de una política de «mantenimiento de la ley y el orden». A los americanos se debía hacerles comprender quiénes eran los amos.

La primera sangre.

El centro del sentimiento antibritánico radical era Boston. Allí Samuel Adams mantenía en ascenso la histeria. El 11 de febrero de 1768, él y James Otis persuadieron a la Asamblea de Massachusetts a que diera su aprobación a una circular a todas las colonias que ellos prepararon.

El lenguaje de la carta era bastante suave, pero llamaba a una acción común por parte de las colonias en defensa de sus libertades, y los británicos lo consideraron sedicioso. Cuando la Asamblea de Massachusetts se negó a desautorizarla, fue disuelta, el 1 de julio, por Hutchinson, cuya casa había sido incendiada durante los desórdenes de la Ley de Timbres, y que era ahora gobernador de la colonia.

Por entonces, también John Hancock (nacido en Braintree, Massachusetts, el 12 de enero de 1737) estuvo de actualidad. Había heredado una gran fortuna y un próspero negocio de un tío que había muerto en 1764 y era ahora uno de los hombres más ricos de América. Gran parte de la riqueza que había heredado provenía del contrabando, de modo que, naturalmente, estaba en un todo contra la regulación británica del comercio y proporcionaba gran parte del dinero que mantenía la acción de los Hijos de la Libertad.

Esto hacía de Hancock un hombre notorio para los funcionarios de aduanas, y el 10 de junio de 1768 se incautaron de uno de sus barcos con la acusación de que contenía artículos de contrabando. Probablemente era así, pero lo mismo era un acto poco juicioso, pues Hancock apeló a los Hijos de la Libertad y en Boston se montó el espectáculo de un disturbio grave. El barco fue rescatado y los funcionarios de aduanas lograron escapar por un pelo.

Gran Bretaña respondió ordenando que dos regimientos de tropas británicas fuesen de Halifax a Boston. Llegaron el 1 de octubre de 1768, y de inmediato comenzó una guerra fría entre los ciudadanos de Boston y los capotes rojos.

Pero aunque Boston era el sitio donde más intensamente se manifestaba el sentimiento antibritánico, ciertamente no era el único. El espíritu rebelde cundía por todas partes, y si bien los agitadores de Boston contribuían a estimularlo, no era creación suya.

En Virginia, la Casa de Burgesses adoptó resoluciones antibritánicas elaboradas por George Mason (nacido en el condado de Fairfax, Virginia, en 1725), un plantador que fue uno de los grandes pensadores liberales de la época. Las resoluciones fueron presentadas por el amigo y vecino de Mason, George Washington[4], el más distinguido soldado americano, quien de este modo se colocó del lado antibritánico. La Casa de los Burgesses fue inmediatamente disuelta por el gobernador, pero se reunió de manera no oficial y organizó un boicot comercial contra Gran Bretaña.

Y en la ciudad de Nueva York las pasiones eran tan extremas como en Boston.

Era costumbre del sector más radical de la población elevar un «asta de la libertad» en algún lugar conspicuo de la ciudad. Allí los Hijos de la Libertad podían reunirse, perorar, beber y, en general, adquirir notoriedad. La política habitual de los británicos era hacer la vista gorda, y en verdad ésta era la política más juiciosa, ya que, al permitir desahogarse a los radicales, se disminuían las presiones revolucionarias.

Pero de tanto en tanto, algún oficial británico decidía que lo que necesitaba el populacho era una lección. Por ejemplo, soldados británicos habían echado abajo un asta de la libertad en Nueva York en 1766, durante el alboroto producido por la Ley de Acuartelamiento, y esto parecía haber dado algunos resultados. El 19 de enero de 1770, algún comandante local se sintió irritado por otra demostración de este género.

Un destacamento de soldados derribó el Asta de la Libertad de Nueva York, la cortó en pedazos y apiló éstos, frente a la sede de los Hijos de la Libertad, en una deliberada provocación.

Naturalmente, se produjo un alboroto y varios neoyorquinos fueron acuchillados por las bayonetas británicas. Inmediatamente, los heridos fueron convertidos en mártires y, mientras circulaban relatos sobre el derrame de sangre americana por los capotes rojos, los no comprometidos se transformaban en nuevos radicales.

Pero los peores incidentes de este período ocurrieron en Boston, donde el conflicto entre ciudadanos y soldados fue más agudo. Los Hijos de la Libertad hicieron todo lo posible para hostigar a los soldados directamente y, además, amenazar y poner en insegura posición a todo bostoniano que mostrase signos de fraternizar con los capotes rojos.

El resultado fue que los soldados británicos, quienes, a fin de cuentas, no estaban allí voluntariamente y, por cierto, no querían problemas, se hallaron en una posición insostenible. Tenían órdenes estrictas de no disparar sobre los ciudadanos, pero estos ciudadanos no tenían ningún remordimiento en arrojar piedras a los soldados.

El 5 de marzo de 1770, un grupo de ociosos decidió que sería divertido arrojar bolas de nieve a un soldado británico que estaba de centinela. El soldado hizo lo posible para esquivar las bolas de nieve y pidió ayuda. Un destacamento de veinte soldados acudió en su socorro, con las bayonetas caladas, mas para entonces los bostonianos sumaban cientos de personas.

Como los soldados tenían, claramente, orden de no responder, la multitud, en la que se destacaba un negro llamado Crispus Attucks, se hizo más audaz. Después de los insultos y las bolas de nieve, llegaron las piedras y los palos. Uno de los soldados, atormentado más allá de lo tolerable, finalmente disparó. Otros lo siguieron. La muchedumbre huyó rápidamente, dejando detrás tres muertos y dos heridos. Uno de los muertos era Attucks, que, por ello, es llamado a veces la primera baja de la revolución.

Samuel Adams estaba listo. El suceso fue llamado «La Matanza de Boston», y se difundieron relatos ficticios sobre él. Se describió a los soldados como habiendo disparado sin provocación a multitudes de ciudadanos pacíficos y respetables, y matado sin ningún remordimiento. La ira de los bostonianos ante esos coloridos cuentos se hizo tan intensa que el gobernador Hutchinson, para impedir un derramamiento de sangre mucho peor, tuvo que ordenar a los regimientos británicos que se retirasen de la ciudad y los colocó en islas, hasta que la situación se enfriase.

Que el incidente no fue realmente una matanza se demuestra por el hecho de que los soldados fuesen llevados a juicio y de que el mismo John Adams (contra cuya lealtad americana no había ninguna sombra de duda) optase por defenderlos. Los defendió tan bien y los hechos reales se hicieron tan evidentes que se absolvió a los soldados de la acusación de asesinato. Dos fueron acusados de homicidio involuntario y recibieron una pena leve, más como concesión a la multitud que a la verdad.

Pero no fueron los gritos y la violencia lo que más persuadió al Parlamento de que estaba fracasando. Fue el boicot. Nuevamente, como en la época de la Ley de Timbres, industriales y expedidores británicos fueron muy perjudicados cuando el comercio americano declinó en un 40 por 100 entre 1767 y 1769. La presión empezó a aumentar otra vez, y se pidió al Parlamento que abandonase su política fiscal.

Townshend no estaba allí para presenciar el fracaso de su política. Había muerto, repentinamente, el 4 de septiembre de 1767, antes de que sus leyes entrasen en vigor. Fue sucedido como Chancellor del Exchequer por Frederick, lord North, quien era y siguió siendo un favorito de Jorge III.

El 31 de enero de 1770, cuando el duque de Grafton renunció, lord North fue elegido como primer ministro por Jorge III y, por fin, el rey tuvo un primer ministro en el que confiaba y de quien podía estar seguro de que sería un fiel reflejo de las opiniones reales. Lord North permanecería en el cargo durante doce años y, entre su incapacidad y la testarudez regia, Gran Bretaña iba a perder Norteamérica.

Sin embargo, las primeras medidas de North fueron conciliatorias. Al mes de la matanza de Boston (y sin ninguna relación con ella), el nuevo gabinete decidió dejar que la Ley de Acuartelamiento expirase sin ser renovada y anuló los impuestos creados por Townshend, con una excepción.

Cautelosamente, lord North mantuvo el impuesto sobre el té. No lo hizo para recaudar rentas, en particular, sino simplemente como un modo de conservar el principio de que el Parlamento británico podía establecer impuestos en las colonias sin su consentimiento. Se esperaba que, desaparecidos la mayor parte de los impuestos, las colonias aceptarían la aparente victoria y olvidarían el principio. Luego, presumiblemente, en algún momento futuro menos agitado, Gran Bretaña podría poner impuestos mayores.

En cierta medida, el plan tuvo éxito. Los conservadores acomodados que había entre los americanos, para quienes era incómodo estar del mismo lado que los Hijos de la Libertad, aceptaron gustosos la acción de lord North como un gesto de paz y conciliación.

No hubo ningún júbilo extendido como después de la revocación de la Ley de Timbres. Ésta había demostrado ser solamente el preludio para un segundo asalto, y aquélla podía ser el preludio para un tercero. Sin embargo, Sam Adam se halló súbitamente solo, a medida que las pasiones se apaciguaban entre sus compatriotas. Se puso fin al boicot, las colonias se calmaron y parecía que la crisis había pasado.

Sam Adams y el té.

Sam Adams tuvo que esperar a que se produjesen nuevos incidentes, y por un momento pareció que tendría que esperar en vano. Transcurrieron dos años en una profunda calma y parecía que los americanos habían ganado victorias inmediatas y se habían avenido a una confortable aquiesciencia a la política británica.

A principios de 1772, por ejemplo, se anunció que el gobernador de Massachusetts y los jueces de esta colonia sería pagados con fondos reales, haciéndolos de este modo independientes de la legislatura colonial, pero esto apenas causó un murmullo fuera de Massachusetts.

Pero luego se produjo un dramático incidente.

Los diversos puertos americanos eran patrullados por pequeñas naves británicas para impedir el contrabando.

Naturalmente, eran impopulares entre los contrabandistas y entre los que eran antibritánicos por cualquier razón. Una de esas naves, el Gaspée, era particularmente eficiente en su labor mientras patrullaba la bahía de Narragansett, en la colonia de Rhode Island, por lo que era particularmente detestada por la población de las ciudades costeras de la región.

Luego, en la noche del 9 de junio de 1772, el Gaspée, mientras perseguía a un contrabandista, encalló desafortunadamente en un banco de arena, sin poder salir de allí.

La noticia se difundió, y muchos habitantes de Rhode Island quedaron pasmados de este golpe de suerte y emprendieron una acción inmediata. Antes de que terminase la noche, se reunió una muchedumbre que abordó el barco, maltrató a los hombres de a bordo, los envió a la costa y luego incendió la nave.

Cuando las noticias llegaron a Gran Bretaña, el gobierno se enfureció. La flota británica protegía a la metrópoli y sus vastos intereses en el exterior, y no se podía permitir ningún atropello contra ningún barco que formase parte de su armada, aunque sólo fuese un pequeño guardacostas.

Se ofreció una recompensa de 500 libras (una suma enorme para aquellos días) para quien identificase a cual quiera de los que habían cometido el atropello, y se anunció que quien fuese capturado sería sometido a juicio en Gran Bretaña.

Los británicos, por supuesto, tenían buenas razones para sospechar que nadie que cometiese un acto en defensa del derecho a contrabandear sería condenado en un tribunal colonial, pero fue un serio error anunciar que a tales malhechores se los juzgaría en Gran Bretaña.

En primer lugar, no sirvió de nada, pues pese a la recompensa ofrecida no se presentó ni una sola persona.

En cambio, la amenaza de un juicio por traición en Gran Bretaña fue execrada en todas partes. Para cualquier habitante de las colonias, era fácil creer que ningún americano acusado de traición podía recibir un juicio justo en Gran Bretaña. El acusado estaría lejos de su país y estaría rodeado por hombres extraños a él y llenos de prejuicios antiamericanos.

¿Quién podía sentirse seguro? Muchos americanos que eran completamente leales a Gran Bretaña habían, sin embargo, hecho afirmaciones apresuradas en lo peor de la colérica reacción contra la Ley de Timbres y las Leyes de Townshend. Si eran llamados a dar cuenta de ello y enviados a Gran Bretaña para ser juzgados, ¿qué ocurriría? Y a la luz de esto, el pago de los jueces de Massachusetts por las arcas reales empezó a parecer un intento de hacer de los jueces coloniales criaturas del gobierno británico.

El grito contra la «tiranía» británica empezó a tener connotaciones de terror personal.

Sam Adams, desde luego, no se durmió. Halló un espíritu afín a él en un brillante y elocuente médico, Joseph Warren (nacido en Roxbury, Massachusetts, el 30 de mayo de 1741), quien había llamado la atención de los radicales por un encendido y eficaz discurso pronunciado en ocasión del segundo aniversario de la Matanza de Boston.

El 2 de noviembre de 1772, Adams y Warren pusieron a toda marcha su máquina propagandística. Adams hacía tiempo que enviaba cartas a todos los puntos de las colonias, siempre urgiendo a la acción unida, pero ahora él y Warren formaron «comités de correspondencia» para utilizar al por mayor el recurso de las cartas y formar una red de propaganda que ayudase a unir las colonias a favor de la causa radical[5].

En los tres meses siguientes, ochenta de tales comités se formaron en diversas ciudades de Massachusetts, y otras colonias empezaron a hacerlo. En Virginia, por ejemplo, la Cámara de los Burgesses creó oficialmente un comité de correspondencia, el 12 de marzo de 1773. Entre los miembros de este grupo estaba Patrick Henry, desde luego. También estaba Thomas Jefferson (nacido en Shadwell, Virginia, el 13 de abril de 1743) y Richard Henry Lee (nacido en Strattford, Virginia, el 20 de enero de 1732). George Washington, que era antibritánico pero no tan radicalmente, no figuraba entre ellos.

Sam Adams, con una organización multicolonial a su disposición, esperó su próxima oportunidad. Ésta llegó desde una dirección inesperada e involucró al pequeño impuesto sobre las importaciones de té que era un residuo de las Leyes de Townshend.

Ese impuesto sobre el té se había mantenido, y, en general, Sam Adams, pese a todos sus esfuerzos, no había logrado despertar resistencia contra ese pequeño impuesto ni convencer a la gente de que debían luchar por principio, cuando la situación, en conjunto, era próspera y tranquila. Si Gran Bretaña hubiera dejado las cosas donde estaban, todo se habría calmado.

Pero, desgraciadamente, la Compañía de las Indias Orientales estaba en apuros.

La Compañía de las Indias Orientales era una empresa privada formada en 1600 para competir con la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales en el comercio con el Lejano Oriente. En su variada historia, la Compañía de las Indias Orientales llegó al pináculo de su fama cuando creó lo que prácticamente era un imperio propio en la India, a mediados del siglo XVIII.

Pero en 1773, la Compañía de las Indias Orientales tenía problemas financieros por el té. La India era una gran productora de té y la Compañía de las Indias Orientales tenía a su disposición millones de toneladas de té para las que no habría ningún mercado.

En el curso ordinario de las cosas, la Compañía de las Indias Orientales habría tenido que poner el té en su basta en Gran Bretaña y haberlo adjudicado a precios baratísimos a los comerciantes ingleses, que probable mente se las habrían arreglado para venderlo aquí y allá con un beneficio.

El gobierno británico, ansioso de salvar a la Compañía, le concedió el derecho de venderlo a las colonias británicas directamente y sin tener que pagar los impuestos sobre el té. Esto significaba que la Compañía de las Indias Orientales podía vender el té a los americanos a un precio considerablemente mayor del que habría obtenido en subasta, pero, por la supresión de los impuestos, menor del que los americanos podían conseguir en otras partes. El té era una bebida popular en las colonias y la Compañía de las Indias Orientales estaba segura de poder vender lo suficiente como para salir de apuros.

Pero ya no se trataba de un mero impuesto al té. Varios comerciantes en té de las colonias se arruinarían, pues la Compañía de las Indias Orientales usaría sus propios agentes, en un esfuerzo para reducir aún más los costes a expensas de las pérdidas de los intermediarios. Muchos contrabandistas de té también perderían mucho, pues ni siquiera por medio del contrabando podían competir.

Además de eso, hasta para los que no eran directa mente perjudicados, la mera idea de que los americanos podían ser utilizados para suministrar el dinero necesario a fin de sacar de apuros a una compañía británica era humillante. Esta vez podía no ser perjudicial, pero se establecería un peligroso precedente.

Los comités de correspondencia de Sam Adams empezaron a trabajar de inmediato y no hallaron dificultad alguna para levantar una tormenta de indignación contra el nuevo estado de cosas. Se hicieron planes para hacer el boicot al té y hasta para impedir el desembarco de los cargamentos de té.

La Compañía de las Indias Orientales, ignorante de los disturbios, embarcó medio millón de libras de té para Philadelfia, Nueva York, Charleston y Boston. Pero no se vendió ni una libra. En Charleston, el té fue descargado, almacenado en sótanos húmedos y nunca fue comprado o utilizado. En Filadelfia y Nueva York ni siquiera se llegó a eso. No se permitió a los barcos descargar, y se vieron obligados a volver a Gran Bretaña con el té todavía en sus bodegas.

Pero en Boston, como era de predecir, la situación fue peor. Allí los barcos que transportaban el té no pudieron descargar, pero se negaron a marcharse. Permanecieron en el puerto, en parte porque dos hijos y un sobrino del gobernador Hutchinson habían sido nombrados agentes de la Compañía de las Indias Orientales y esperaban hacer una buena cantidad de dinero, si podían desembarcar y vender el té.

Los barcos permanecieron en el puerto de Boston durante tres semanas, mientras el gobernador Hutchinson trataba de lograr que la colonia pagase el arancel y aceptase el cargamento. Luego, Sam Adams inició la acción directa.

El 16 de diciembre de 1773, un grupo de Hijos de la Libertad disfrazados con ropas mohawks abordaron los buques y arrojaron 342 cajas de té al agua. Ninguna otra cosa a bordo de los barcos fue dañada. Esto fue llamado la «Reunión de Té de Boston». Boston asediada.

Finalmente, Sam Adams logró su propósito. Durante una década, en todo momento de vigilia, había tratado, de todos los modos que pudo, de provocar al gobierno británico para que hiciese algo que le enemistase con suficientes americanos como para hacer inevitable el conflicto. Hasta entonces, los británicos nunca llegaron a atravesar la línea de la que no hay retorno, pero esta vez lo hicieron.

La destrucción de las cajas de té inspiraron al rey y sus adeptos una rabia ciega. Para ellos era el colmo. Les parecía que la colonia de Massachusetts, y la ciudad de Boston en particular, era el centro de todos los problemas de la década pasada (y, en gran medida, tenían razón en pensar así).

Sin duda, deben de haber pensado, era tiempo de tomar medidas firmes contra la contumaz ciudad, aplastarla y dar así una buena lección. Una vez que Boston fuera acobardada y se le hiciese comprender quién era el amo, no habría problemas con el resto de las colonias. Al menos, así razonaba el partido del rey.

El 7 de marzo de 1774, pues, el Parlamento se reunió para considerar la situación colonial. Fue guiado por el colerizado rey Jorge, y aprobó una tras otra una serie de leyes destinadas a refrenar u obligar a Boston a observar mejor conducta. William Pitt y Edmund Burke se opusieron a esas «Leyes Coercitivas», pero la apisonadora parlamentaria pasó sobre ellos.

La primera de las Leyes Coercitivas fue el «Proyecto de Ley del Puerto de Boston», aprobado el 31 de marzo y que debía entrar en vigor el 1 de junio de 1774. Equivalía nada menos que a cerrar el puerto de Boston hasta que se pagase a la Compañía de las Indias Orientales el té que había sido destruido. No podían llegar ni partir barcos a menos que llevasen suministros militares para los británicos o alimentos y combustibles vitales, en cargamentos que debían ser autorizados por los funcionarios de aduanas. Para toda otra cosa, había que usar el puerto de Salem. Esto estaba, obviamente, dirigido a destruir la prosperidad de Boston, que dependía casi totalmente del comercio marítimo y, literalmente, obligar a la ciudad a someterse por hambre.

La «Ley del Gobierno de Massachusetts», que debía entrar en vigencia el 1 de agosto de 1774, prácticamente despojaba a Massachusetts de toda autonomía. Todos los funcionarios que antes eran elegidos ahora debían ser nombrados por el gobernador, quien a su vez era designado por el rey. Ni siquiera podían efectuarse reuniones en la ciudad sin autorización del gobernador. Más aún, el gobernador ya no sería Thomas Hutchinson, quien, aunque conservador, era americano y civil.

En cambio, gobernaría Massachusetts el general Gage, un militar británico; el 13 de mayo de 1774, trasladó su cuartel general de Nueva York a Boston. Los dos regimientos de Massachusetts fueron aumentados a cinco, mientras se instaló en el puerto de Boston una escuadra de barcos británicos. El 20 de mayo, fue anulada la carta de Massachusetts, con lo que quedó claro que las Leyes Coercitivas habían reducido a Massachusetts a la condición de un territorio bajo ocupación militar.

Y, para desalentar la resistencia, una «Ley de Administración de Justicia» dispuso que los juicios por traición se realizasen en Gran Bretaña, cuando se juzgase inseguro efectuarlos en Massachusetts.

Seguramente, ni en sus más desenfrenadas fantasías Sam Adams podía haber pedido más. Las Leyes Coercitivas hicieron en un momento lo que él no había podido conseguir en diez años. Convirtieron a Massachusetts en el héroe y mártir colectivo de todas las colonias.

Massachusetts, y particularmente Boston, y muy particularmente Sam Adams, nunca habían sido muy populares en el resto de las colonias. Había cierto fariseísmo y una tendencia a la intolerancia en la religión de Massachusetts, una calculadora y ávida inescrupulosidad en los negociantes y comerciantes de Massachusetts y una violencia en la política de esta colonia que irritaba a los que dirigían la opinión pública en las otras colonias.

Indudablemente, muchos americanos influyentes pensaban que Boston era más responsable que los británicos de los conflictos de la década anterior y que si los bostonianos abandonasen su actitud provocativa y dejasen de crear problemas, las cosas irían mejor con los británicos.

Pero las Leyes Coercitivas cambiaron todo eso. La respuesta a la Reunión de Té de Boston fue tan desmesurada que, en un abrir y cerrar de ojos, Boston pasó de ser una ciudad pendenciera y alborotadora a ser una mártir postrada. Las que los británicos llamaban Leyes Coercitivas en América fueron llamadas en todas partes las «Leyes Intolerables».

Y el gobierno británico, como en una deliberada locura, pasó a llevar a cabo otros actos que sólo podían estar destinados a encolerizar aún más a las otras colonias, aparte de Massachusetts. El 2 de junio de 1774 se revivió la Ley de Acuartelamiento, no sólo para Massachusetts, lo cual ya habría sido bastante malo, sino también para todas las colonias.

Además, en una acción que no tenía nada que ver con las Leyes Coercitivas, el 22 de junio los británicos eligieron ese momento para reorganizar el gobierno de Quebec, la provincia canadiense capturada quince años antes por los británicos, pero aún ocupada principalmente por católicos franceses. El Parlamento británico puso a Quebec bajo un gobierno centralizado. Los franceses de Quebec estaban habituados a este tipo de gobierno distante y despótico, pero los colonos británicos lo consideraron como un precedente peligroso para ellos. Se concedió plena tolerancia a la religión católica y hasta se le reconocieron sus comunes privilegios sobre otras religiones, algo que los protestantes americanos hallaron detestable.

Finalmente, y esto fue lo peor de todo, los límites de la provincia fueron extendidos al sur del río Ohio. Ésta había sido la situación de los días del dominio francés, y la Guerra contra Franceses e Indios, librada sangrientamente de 1754 a 1763, se había desencadenado para expulsar a los franceses de esa región. Ahora los británicos la devolvían a los franceses.

Esto era tanto más grave cuanto que algunas de las colonias reclamaban el territorio para ellas, por los términos de sus viejas cartas. Así, partes de ese territorio eran reclamadas por Massachusetts y Connectitcut.

El gobierno británico podía ignorar las reclamaciones de Nueva Inglaterra ahora que Massachusetts estaba siendo aplastada, pero también Virginia tenía sus reclamaciones sobre el territorio. Había sido su interés por el territorio lo que había desatado la Guerra contra Franceses e Indios (véase La Formación de América del Norte) y no estaba dispuesta a abandonar sus pretensiones. La Ley de Quebec disgustó a la poderosa colonia de Virginia más que todo lo que el gobierno británico hizo a Massachusetts.

Sam Adams, mientras tanto, estaba trabajando tan afanosamente como el Parlamento. Azuzó a la opinión pública de Massachusetts con tanta eficacia que el general Gage sólo controlaba el terreno que pisaban sus soldados. Fuera de Boston, Massachusetts era prácticamente una colonia en rebelión, que se autogobernaba en desafío al Parlamento.

El comité de correspondencia de Adams escribió interminablemente a todos los puntos de las otras colonias, llamando a la acción unida y a realizar demostraciones abiertas de apoyo a Massachusetts.

Tales demostraciones se produjeron. Aportes de alimentos y dinero empezaron a llegar a Boston de todas partes, y Boston se volvió tanto más intransigente cuanto que se sentía a la cabeza de una coalición colonial.

En verdad, tan claramente estaban las colonias unidas contra las Leyes Coercitivas que pareció natural convocar a una reunión de delegados de todas las colonias, como en los días de la Ley de Timbres. La primera medida en esa dirección la tomó Virginia.

El 24 de mayo de 1774, cuando llegó la noticia de que el Proyecto de Ley del Puerto de Boston se había convertido en ley, la Cámara de Burgesses de Virginia, bajo el liderazgo de Patrick Henry, denunció inmediatamente la ley, diciendo que ponía a Massachusetts bajo una «invasión hostil». Designaron el 1 de junio, el día en que entraría en vigor la Ley del Puerto de Boston, como día de plegaria.

El gobernador de Virginia, que era John Murray, cuarto Earl de Dunmore, inmediatamente disolvió la Cámara de los Burgesses, puso fin a sus reuniones y mandó a sus miembros a su casa. Pero antes de marcharse, sus miembros radicales instruyeron a sus comisiones de congresos para que sondeasen a las otras colonias en lo concerniente a una posible reunión de delegados de todas las colonias.

Sam Adams se adhirió a esta idea inmediatamente, por supuesto, y se convocó a tal reunión. Para destacar el hecho de que estaban representadas colonias de todo el continente norteamericano, se lo llamó espectacularmente un «congreso continental». Habitualmente es conocido en la historia como el «Primer Congreso Continental».

Doce de las trece colonias (Georgia era la excepción) enviaron delegados, y cincuenta y seis hombres se reunieron en Filadelfia el 5 de septiembre de 1774. Peyton Randolph de Virginia (nacido alrededor de 1721) fue elegido presidente del Congreso (y desde entonces los términos «presidente» y «congreso» han formado parte de la política americana).

En el Primer Congreso Continental hubo muchos hombres distinguidos. Algunos eran radicales, como John Adams y Sam Adams de Massachusetts, y Patrick Henry, Thomas Jefferson y Richard Henry Lee de Virginia.

Pero también había conservadores, como Joseph Galloway de Pensilvania (nacido en West River, Maryland, alrededor de 1731) y James Duane de Nueva York (nacido en 1733).

Inmediatamente se produjo una división entre los radicales y los conservadores. Patrick Henry quería que cada colonia contase con un número de votos proporcional a su población. Esto habría dado un peso preponderante a las colonias de Massachusetts y Virginia, ambas populosas y radicales. Pero las colonias menores insistieron en que sólo hubiese un voto por colonia, independientemente de la población. Para evitar la disolución del Congreso, los radicales cedieron.

Luego se planteó la cuestión de qué hacer frente a las Leyes Coercitivas. Galloway de Pensilvania instó a adoptar una acción moderada y propició una actitud conciliadora hacia Gran Bretaña. Sugirió que se crease una especie de parlamento americano y que las leyes referidas a las colonias tuviesen que ser aprobadas por ambos parlamentos, el americano y el británico.

Mientras tanto, en el condado de Suffolk, Massachusetts (que incluía la ciudad de Boston), Joseph Warren estaba en acción. Preparó lo que llamó las «Resoluciones de Suffolk». Éstas declaraban inconstitucionales las Leyes Coercitivas, de modo que los ciudadanos de Massachusetts no estaban obligados a obedecerlas. Aconsejó al pueblo de Massachusetts formar su propio gobierno, recaudar sus propios impuestos y también armarse, formando una «milicia» civil. Finalmente, las colonias debían establecer nuevamente un boicot a todo comercio con Gran Bretaña.

Las Resoluciones de Suffolk fueron aprobadas en una reunión de radicales de Massachusetts y luego fueron confiadas a Paul Revere (nacido en Boston el 1 de enero de 1735), un habilidoso platero que había tomado parte en la Reunión de Té de Boston y estaba de todo corazón con la causa radical.

Hincando las espuelas, Revere llevó una copia de las Resoluciones a través de los quinientos kilómetros que separaban Boston de Filadelfia. Los delegados de Massachusetts rápidamente empezaron a presionar al Congreso para que las aprobase.

El Primer Congreso Continental suscribió las Resoluciones de Suffolk el 17 de septiembre de 1774, y luego, el 28 de septiembre, rechazó el Plan de Galloway por el estrecho margen de 6 a 5 votos. Galloway señaló con malhumor que, en su opinión, esa votación equivalía a una declaración de guerra a Gran Bretaña.

Finalmente, el Congreso terminó redactando una petición que fue enviada al rey Jorge el 26 de octubre. Se envió otra petición al pueblo de Gran Bretaña. Al Parlamento no se le envió nada, para mostrar que las colonias pensaban que el rey había sido extraviado por malos consejeros y respondería favorablemente si se llegaba a él pasando por encima del Parlamento.

La petición denunciaba todos los males infligidos a las colonias desde 1763 y se declaraba a favor de que se considerase a todos los colonos como poseedores de los diversos derechos naturales de los ingleses. Por otro lado, el Congreso no negó el derecho del Parlamento a regular el comercio americano. El Congreso también empezó a organizar un boicot de los productos ingleses, como manera de dar fuerza a su petición. Luego, el 26 de octubre, suspendió sus sesiones, pero no de modo permanente. Un «Segundo Congreso Continental» se reuniría el 10 de mayo de 1775, si para entonces las quejas americanas no habían sido es cuchadas. En general, la opinión de Galloway de que las actas del Primer Congreso Continental equivalían a una declaración de guerra a Gran Bretaña era correcta, al menos en Massachusetts. El general Gage así lo interpretó, mas para entonces ya esperaba lo peor desde hacía algún tiempo. El 1 de septiembre de 1774, ya antes de que se convocase el Primer Congreso Continental, hizo todo lo posible por confiscar las provisiones de pólvora que los americanos pudiesen almacenar para usarla más adelante. Envió soldados a Cambridge y Charleston, dos ciudades situadas inmediatamente del otro lado del río desde Boston, y se apoderó de pólvora y cañones. Colonos armados acudieron a Cambridge, pero nadie realmente se atrevió a disparar sobre los soldados británicos.

En aquellos días, Boston estaba situada en una península conectada con la tierra firme sólo por una estrecha franja. (Desde entonces, los ríos de ambos lados han sido parcialmente rellenados, y lo que es ahora el «centro de Boston» está unido con las partes exteriores de la ciudad por una ancha franja de tierra). El general Gage se puso a fortificar esa franja estrecha, y era claro que se preparaba para un asedio.

En cuanto a los colonos, organizaron un gobierno propio encabezado por John Hancock y, de acuerdo con las Resoluciones de Suffolk, empezaron a formar una milicia. Grupos especiales de la milicia iban a mantenerse listos para la acción en cualquier minuto en que pudieran ser llamados, por lo que se los llamó los «minutemen» («hombres del minuto»).

A fines de 1774, ambas partes estaban claramente listas para la guerra abierta. Sólo se necesitaba una chispa —unos pocos disparos— para iniciarla.