8. La organización de la nación

El nuevo gobierno.

El Primer Congreso empezó inmediatamente a organizar el gobierno. Creó cinco departamentos ejecutivos al servicio del presidente. Concernían a los Asuntos Exteriores (que pronto cambió su nombre por el de Departamento de «Estado»), el Tesoro, la Guerra, la Justicia y el Correo.

Washington designó uno por uno a los hombres que iban a encabezar esos departamentos. Nombró a Thomas Jefferson, por ejemplo, primer secretario de Estado. Jefferson no pudo ocupar el cargo hasta el 22 de marzo de 1790, por lo que John Jay, que había llevado los asuntos exteriores bajo los Artículos de la Confederación, actuó hasta entonces como secretario.

Alexander Hamilton fue nombrado secretario, del Tesoro, el 11 de septiembre de 1789, mientras Henry Knox, quien había sido secretario de Guerra según los Artículos de la Confederación, permaneció en el cargo bajo la Constitución.

Edmund Randolph de Virginia encabezó el Departamento de Justicia como primer fiscal general, mientras Samuel Osgood de Massachusetts (nacido en Andover en 1748), que había luchado en Lexington y Concord y había formado parte del Congreso Continental, fue el primer director general de Correos.

La Constitución no decía nada en lo concerniente a los consejeros del presidente, pero Washington (quien, para su gloria y el infinito bien de la nación, no tenía ningún apetito de poder) mantuvo consultas regulares con los jefes de sus departamentos y buscó su consejo. Estos hombres, pues, formaron el primer gabinete, sentando un precedente que todos los presidentes han seguido desde entonces.

El Tribunal Supremo, instituido por la Constitución, fue creado por la acción del Congreso el 24 de septiembre de 1789, y Washington nombró a John Jay primer presidente del Tribunal Supremo. Otros cinco jueces fueron nombrados para integrar este organismo. Eran James Wilson de Pensilvania, William Cushing de Massachusetts (nacido en Scituate en 1732), John Blair de Virginia (nacido en Williamsburg en 1732), John Turtledge de Carolina del Sur (nacido en Charleston en 1739) y Robert Harrison de Maryland. Todos eran juristas respetables y capaces.

Además, se crearon tribunales menores que no eran mencionados por la Constitución, tribunales de circuito [tribunales con dos o más sedes en un mismo distrito] y tribunales de distrito, todos provistos de jueces experimentados, de modo que se creó un poder judicial fuerte inmediatamente, para que correspondiese con las fuertes ramas ejecutiva y legislativa del gobierno.

Considerando todo esto, Estados Unidos fue afortunado en que su gobierno constitucional empezase con un conjunto de hombres sumamente capaces en las tres ramas del gobierno. Podría argüirse que nunca la nación volvería a ver un nivel tan homogéneamente alto de capacidad en el gobierno, pero si es así, tanto mejor.

Si tuvo que haber un «mejor», fue bueno que eso sucediese cuando la frágil y joven nación, en sus comienzos, necesitaba más desesperadamente espíritus sabios y manos resueltas.

Quizá el acto más importante del Primer Congreso fue abordar inmediatamente el asunto de la salvaguardia de las libertades civiles, como habían recomendado Massachusetts y otros cuatro Estados en el curso de la lucha por la ratificación. Los federalistas, que dominaban el Primer Congreso, habían prometido introducir los cambios constitucionales necesarios y eran suficientemente sensatos como para comprender que era mejor cumplir con su promesa.

El 25 de septiembre de 1789, el Congreso, a iniciativa de James Madison, adoptó doce declaraciones destinadas a servir como enmiendas a la Constitución y a tener tanta fuerza en la ley fundamental como la Constitución misma. Diez de ellas fueron rápidamente adoptadas por un Estado tras otro, y el 15 de diciembre de 1791 esta «Declaración de Derechos» se convirtió en parte integrante de la Constitución.

La Primera Enmienda prohibía al Congreso violar la libertad de religión, de expresión y de prensa, así como obstruir el derecho de reunión o de presentar quejas. La Segunda prohibía al Congreso violar el derecho del pueblo a portar armas.

La Tercera Enmienda prohibía el alojamiento de soldados en casas sin el consentimiento de los propietarios (una de las quejas prerrevolucionarias contra Gran Bretaña), y la Cuarta prohibía las búsquedas e incautaciones no razonables (otra de las quejas).

La Quinta Enmienda prohibía llevar a juicio a las personas dos veces por el mismo delito, u obligar a una persona a testificar en contra de sí misma o el encarcelamiento o las confiscaciones sin un adecuado proceso legal.

La Sexta Enmienda aseguraba a los individuos los juicios rápidos; la Séptima Enmienda el juicio por jurados; la Octava Enmienda protegía a la persona contra las fianzas excesivas o los castigos crueles y desusados.

La Novena Enmienda explicaba cuidadosamente que el hecho de que se mencionasen ciertos derechos específicamente no significaba que los derechos no menciona dos fuesen negados específicamente.

La Décima Enmienda protegía especialmente a los Estados, no a los individuos, pues declaraba que todo derecho no concedido específicamente al gobierno federal por la Constitución quedaba reservado para los Estados.

Tan pronto como la Declaración de Derechos fue sometida a los Estados, Carolina del Norte reconsideró su negativa a ratificar la Constitución. Convocó una Convención y, el 21 de noviembre de 1789, se convirtió en el décimo segundo Estado que ratificó la Constitución, por 184 votos a favor y 77 en contra. Sólo el 29 de mayo de 1790 la terca Rhode Island (amenazada con poner barreras arancelarias contra ella) finalmente se unió al resto de la nación y fue el décimo tercer Estado que ratificó la Constitución, y aún entonces por 34 votos a favor y 32 en contra. La formación de la nación, regida por la Constitución, quedó finalmente completada, y ocurrió que sus estadísticas fueron presentadas al público el mismo año. En 1790 se realizó y publicó el primer censo de los Estados Unidos, y se dispuso efectuar en lo sucesivo uno de tales censos cada diez años.

En 1790 la joven nación tenía una población de 3.929.214 habitantes, bastante homogéneamente distribuidos entre los siete Estados al norte de la línea Mason-Dixon y los seis Estados situados al sur de ella. Era una nación rural, pues sólo 1/30 de su población vivía en ciudades. La ciudad más grande, Filadelfia, tenía una población de 42.444 habitantes. Le seguía Nueva York, con 38.131, y en tercer lugar venía Boston, con 18.038.

El número de esclavos negros en la población era un poco menos de 700.000, o sea, el 18 por 100 del total.

De ellos, 300.000 estaban en el Estado de Virginia, de modo que por aquel entonces su población estaba compuesta en un 40 por 100 por esclavos negros. Los Estados al norte de la línea Mason-Dixon tampoco carecían aún de esclavitud. Había 40.000 esclavos negros en los Estados septentrionales, la mitad de ellos en Nueva York. Sólo Massachusetts no tenía esclavos en 1790.

Las nuevas finanzas.

El miembro más capaz y más activo de esa primera administración sumamente activa y capaz era Alexander Hamilton, el secretario del Tesoro. Comprendía que los Estados Unidos no podrían progresar mucho sin la ayuda financiera de las naciones europeas. Para obtener dinero del exterior cuando lo necesitase, la nación tenía que hacerse de crédito; esto es, dejar bien en claro que el dinero tomado en préstamo sería devuelto con intereses.

La mejor manera de lograr esto era hacerse cargo de las deudas que la nación ya tenía. Los Estados Unidos habían acumulado una deuda de casi doce millones de dólares con las naciones europeas (principalmente con Francia y los Países Bajos) en el curso de la Guerra Revolucionaria, y cuarenta millones de dólares con diversas personas y organizaciones del interior mismo de los Estados Unidos.

Hamilton sugirió, en un informe al Congreso el 14 de enero de 1790, que los Estados Unidos aceptasen la plena responsabilidad por toda la deuda, exterior y doméstica, y que emitiesen nuevos bonos como garantía de reintegro, bonos que podían cambiarse por los viejos certificados emitidos por el Congreso Continental en todo su valor original. Los nuevos bonos tenían un interés del 6 por 100.

Hamilton también propuso que los Estados Unidos asumiesen toda la deuda de los Estados individuales. Había dos razones por las cuales estuvo a favor de esta medida. En primer lugar, el crédito de los Estados Unidos no tendría una base suficientemente estable si el gobierno central pagaba sus deudas pero los Estados individuales no. En segundo lugar, el gobierno central se fortalecería si los hombres de negocios de la nación invertían en él, y no en los Estados individuales.

Naturalmente, había que hallar el dinero para pagar todas estas deudas, y Hamilton sugirió para tal fin la venta de tierras occidentales, así como el establecimiento de impuestos federales en la forma de impuestos sobre el consumo y aranceles más elevados. Tales impuestos, cuando fueron establecidos por Gran Bretaña, habían provocado la Revolución, pero ahora la situación era diferente. En primer término, era un Congreso americano, no un Parlamento británico, el que los establecía. En segundo término, la idea de Hamilton era que el aumento del comercio exterior y de los préstamos exteriores a que daría origen la obtención de crédito incrementaría tanto la prosperidad que los nuevos impuestos serían fáciles de pagar.

En apariencia, todo esto sonaba bien, pero había objeciones, y bastante razonables. El pago de la deuda externa no podía discutirse, pero el pago, en su totalidad, de la deuda interna tenía su aspecto injusto.

Muchos granjeros, veteranos y pequeños hombres de negocios habían recibido certificados de deuda del Congreso Continental por materiales que el Congreso había comprado pero que nunca había pagado. Los retuvieron mientras pudieron, pero cuando llegaron tiempos difíciles, vendieron los certificados por el dinero en efectivo que necesitaban a personas que tenían dinero disponible. Naturalmente, la compra de esos certificados era muy especulativa, porque podía resultar que el gobierno americano los repudiase y no los pagase nunca.

Por ello, los especuladores pagaban por los certificados mucho menos de su valor nominal. Un hombre en apuros que tenía un trozo de papel que teóricamente valía cien dólares lo vendía por diez dólares en efectivo. Este era dinero que al menos tenía cuando lo necesitaba. El especulador podía perder diez dólares si el gobierno repudiaba la deuda o ganar noventa dólares si la aceptaba.

Ahora Hamilton propuso que el gobierno pagase en su totalidad las viejas deudas, y los especuladores se regocijaron. Todos los granjeros y otras personas en dificultades que se habían visto obligados a vender sus certificados fueron perjudicados. Eran ellos quienes habían tratado con el gobierno y esperado el pago, y ahora era a otros a quienes se pagaba. Parecía injusto, y muchos de los líderes del gobierno hicieron oír sus voces en defensa de los pobres. Sugirieron que el pago total debía hacerse a los que recibieron primero los certificados; que se pagase menos a los especuladores.

Hamilton se opuso a esto. Tenía simpatías por la clase mercantil acomodada, a la que consideraba formada por miembros capaces y valiosos de la sociedad. Si un hombre pobre carecía de fe suficiente en el gobierno para retener sus certificados, ¿no era falta suya? Y para el gobierno, discriminar entre unos poseedores y otros sería un mal negocio y perjudicaría su crédito.

El problema dividió al Partido Federalista. Thomas Jefferson y James Madison pensaban que la espina dorsal de la nación la constituían los granjeros, no los hombres de negocios, y anhelaban impedir la concentración de la riqueza y el poder en unos pocos. Mientras que Hamilton (respaldado por Washington, quien admiraba mucho al joven hombre) deseaba ver a los Estados Unidos gobernados por la «mejor gente», Jefferson y Madison tenían ideas democráticas y querían que los Estados Unidos estuviesen gobernados por todos.

Jefferson y Madison también se opusieron al deseo de Hamilton de poner aranceles altos. Al elevar los precios de los artículos manufacturados extranjeros, Hamilton esperaba obligar a Estados Unidos a apelar a los artículos manufacturados domésticos. Esto fortalecería la industria americana a expensas de los granjeros, quienes tendrían que pagar precios más altos por productos manufacturados inferiores. Hamilton pensaba que esto sería beneficioso a largo plazo, cuando los Estados Unidos se convirtiesen en una nación industrial, pero Jefferson y Madison querían que Estados Unidos siguiese siendo una nación de pequeños granjeros independientes, pensando que sólo así podían mantenerse las virtudes cívicas y evitar la corrupción de las grandes ciudades y de los malos gobiernos.

En tiempos modernos, diríamos que Hamilton y Washington eran conservadores, y Jefferson y Madison liberales.

Unos y otros tuvieron adeptos. Los seguidores de Hamilton y Washington, que estaban a favor de un gobierno central fuerte que tuviese el control de las finanzas de la nación, aún se llamaban a sí mismos federalistas. Los partidarios de Jefferson y Madison, quienes ahora pensaban que el péndulo se inclinaba demasiado en dirección de la centralización y deseaban una república más democrática, llegaron a llamarse a sí mismos «republicanos demócratas». Este fue el comienzo del sistema de partidos en Estados Unidos.

El sistema de partidos rápidamente adquirió un tinte local, gracias al plan de Hamilton de hacer que el gobierno federal se hiciese cargo de las deudas de los Estados individuales. El problema era que algunos Estados tenían deudas enormes, que habían hecho muy pocos intentos de pagar, mientras que otros ya habían pagado gran parte de sus deudas.

Naturalmente, los Estados con grandes deudas estaban encantados de librarse de ellas y cargarlas al gobierno federal, mientras que los Estados con pocas deudas consideraban que eran castigados por su ahorro y estabilidad, al pedírseles que contribuyesen a pagar la deuda de los Estados derrochadores.

Ocurría que los Estados de Nueva Inglaterra tenían las mayores deudas y una economía comercial que se habría beneficiado con el programa financiero de Hamilton. Los Estados sureños tenían las deudas menores y habrían sido los más dañados por el programa de Hamilton. Por consiguiente, Nueva Inglaterra se hizo firmemente federalista, y los Estados sureños fuertemente republicanos demócratas. Los Estados intermedios nadaron entre dos aguas.

Los Estados sureños lograron obtener los votos necesarios para derrotar, por un estrecho margen de 31 a 29, el proyecto de ley de asunción de las deudas de los Estados por el gobierno federal.

Hamilton, que era un hombre de recursos, apeló a algo que sabía que el Sur deseaba, algo que se les podía dar a cambio de que cediesen en la cuestión de las deudas de los Estados. Concernía a la cuestión de la capital de los Estados Unidos.

Durante la Guerra Revolucionaria, Filadelfia había sido la capital, en el sentido de que había sido el lugar donde se reunía el Congreso Continental. Allí se había firmado la Declaración de la Independencia; allí se había reunido la Convención Constitucional. Y, a fin de cuentas, era la ciudad más grande y más progresista de la nación.

Fue en Nueva York, la segunda ciudad en tamaño, donde Washington había recibido su investidura, y durante un tiempo fue la capital. Filadelfia y Nueva York, desde luego, eran ciudades norteñas.

Pero presentaba desventajas hacer capital de los Estados Unidos a Filadelfia, o Nueva York, o en verdad a cualquier gran ciudad. En primer lugar, tales ciudades tenían grandes poblaciones, que podían volverse ingobernables cuando estaban descontentas. Así, en 1783, un motín de soldados no pagados, en Filadelfia, había obligado al Congreso a largarse apresuradamente y reunirse, temporalmente, en Princeton, Nueva Jersey, y, en 1785, en Nueva York. Por otro lado, las diversas ciudades estaban bajo la jurisdicción de uno u otro Estado, y el gobierno federal no podía estar seguro de que un Estado particular lo defendiese apropiadamente, sobre todo si tal Estado se hallaba descontento por la acción del Congreso.

Era necesario construir una nueva ciudad, no asociada a ningún Estado, y entregada principalmente a la maquinaria del gobierno. Pero la cuestión principal era dónde estaría situada tal ciudad.

Un lugar razonable podía ser a lo largo del río Potomac, el límite entre Maryland y Virginia. Era una ubicación central, aproximadamente a mitad de camino sobre la franja costera de los Estados Unidos. Y puesto que estaba al sur de la línea Mason-Dixon, los estados meridionales preferían esa situación. En particular, Virginia deseaba que se la situase allí, y Virginia era el centro mismo de la creciente oposición republicana democrática.

En junio de 1790, Hamilton se reunión con Madison y ofreció obtener el apoyo del Norte para crear una capital sobre el Potomac, a cambio del apoyo del Sur a que el gobierno federal se hiciera cargo de la deuda de los Estados. El compromiso fue aprobado. Un número suficiente de votos sureños admitieron la asunción de la deuda por el gobierno federal como para permitir la aceptación del programa de Hamilton, y la capital de los Estados Unidos fue establecida sobre el río Potomac, donde se encuentra todavía. La capital iba a trasladarse a Filadelfia hasta que la nueva estuviese lista.

Se fijó un emplazamiento de forma cuadrada, con diez millas de cada lado (el tamaño máximo permitido por la Constitución), a horcajadas del río Potomac, con los dos tercios septentrionales en Maryland y el tercio meridional en Virginia. Los dos Estados cedieron la tierra al gobierno federal, para que ningún Estado tuviese autoridad sobre la capital federal.

Pero el desarrollo de la ciudad se produjo enteramente en el sector de Maryland y, en 1847, la parte de Virginia fue devuelta a este Estado. La capital federal está ahora incluida enteramente en el lado de Maryland del Potomac; tres lados del cuadrado dan al río, con una superficie de sesenta y nueve millas cuadradas. La región es el «Distrito de Columbia», en homenaje a Colón, por supuesto, descubridor de América, y también porque Columbia se había convertido en un sinónimo poético de los Estados Unidos. La ciudad que creció dentro de ella recibió su nombre, inevitablemente, en honor a George Washington.

La planificación de la ciudad fue asignada a Pierre Charles L’Enfant (nacido en París en 1754), un ingeniero que había prestado servicios durante la Guerra Revolucionaria. Concibió un plan de amplias calles que irradiarían desde la parte de la ciudad en la que iban a estar situados la Casa del Ejecutivo y el edificio del Congreso. (Este último luego fue llamado el «Capitolio», a imitación de un edificio similar de la antigua Roma). Entre la Casa del Ejecutivo y el Capitolio iba a haber una ancha avenida.

El plan de L’Enfant era demasiado para lo que podían permitirse los Estados Unidos, por lo que fue despedido. Entonces la ciudad capital empezó a crecer al azar y desmañadamente. Sólo en 1901 los planes de L’Enfant fueron sacados de la oscuridad e impuestos sobre la ciudad aún en crecimiento.

El éxito de Hamilton al lograr que el gobierno federal se hiciese responsable de todas las deudas de los Estados en su valor nominal lo llevaron a una mayor extensión del poder federal sobre la economía. Urgió a la creación de un «Banco de los Estados Unidos», un banco que sirviese al gobierno federal, que controlase y regulase a los diversos bancos estatales y, en particular, controlase el papel moneda de la nación.

Jefferson y sus adeptos se oponían a la creación de tal banco, arguyendo que la Constitución no daba al gobierno federal el poder para ello. Hamilton argumentaba que, si bien la Constitución no mencionaba específicamente a tal banco, todo el tono de ella implicaba dicho banco. ¿Cómo podía el gobierno recaudar impuestos y regular eficientemente el comercio sin tal banco?

Así comenzó la disputa entre los «construccionistas estrictos», que se ajustaban estrechamente a la Constitución y no iban ni un milímetro más allá de sus estipulaciones claramente expresadas, y los «construccionistas vagos», quienes deseaban extraer todo género de implicaciones de lo que en ella se decía. Esta discusión ha proseguido en los Estados Unidos desde entonces; habitualmente, los que están en el poder son construccionistas vagos y los de la oposición construccionistas estrictos.

En general, los construccionistas vagos prevalecieron una y otra vez, el gobierno federal se hizo cada vez más fuerte con los años y es ahora más fuerte que nunca.

En 1791, Hamilton, el construccionista vago, prevaleció sobre Jefferson, el construccionista estricto, y se votó la creación del Banco de los Estados Unidos. Comenzó a operar el 12 de diciembre de 1791.

El Banco de los Estados Unidos tuvo que crear un nuevo sistema de acuñación. Por consejo de Gouverneur Morris, las libras, chelines y peniques británicos fueron abandonados a favor de la mucho más sensata acuñación decimal que usamos hoy. La unidad básica, el «dólar», recibió su nombre y su valor del peso español, llamado dólar por los americanos.

El Banco controló la cantidad de papel moneda en circulación, con lo cual impidió la caída del valor del papel moneda. Esto, en general, favoreció a las clases comerciales, que eran comúnmente acreedoras y no aceptaban papel moneda barato como pago de sus deudas. En cambio, perjudicó a las clases rurales, que generalmente eran deudoras.

La victoria inicial de Hamilton y los federalistas durante los primeros años del gobierno federal parece, en conjunto, haber sido beneficiosa. Los Estados Unidos tuvieron una base financiera sólida y se estableció el principio de un gobierno federal fuerte. Si alguno de estos desarrollos hubiese fracasado, es dudoso que los Estados Unidos hubiesen podido resistir las vicisitudes futuras.

Los nuevos Estados.

Otro precedente de la mayor importancia para la existencia futura de los Estados Unidos se estableció en 1791. Se trataba de la cuestión de la admisión de nuevos Estados.

Sin duda, la Ordenanza del Noroeste había considerado la admisión futura de nuevos Estados sobre una base de igualdad con los viejos Estados, pero concernía a un territorio limitado, la región situada al norte del río Ohio, y obedecía a los Artículos de la Confederación. ¿Cómo sería bajo la nueva Constitución?

Según la Constitución, el gobierno federal siguió recibiendo títulos de propiedad sobre tierras occidentales situadas fuera de los límites de los trece Estados originales. Carolina del Norte cedió todos sus títulos occidentales en 1790, después de ratificar la Constitución, y sólo Georgia continuó manteniendo sus pretensiones a tierras ubicadas más allá del Mississippi. (Georgia finalmente cedió en 1802). Pero la primera prueba no se produjo en relación con esas tierras occidentales, sino con los tramos de las Montañas Verdes de Nueva Inglaterra, un territorio que estaba al oeste de New Hampshire y al este y el norte de Nueva York. La parte septentrional de este territorio había sido francesa antes del Tratado de París de 1763, lo cual se refleja aún en el nombre con que es conocida la región, «Vermont», forma distorsionada de la expresión francesa para designar las «Montañas Verdes». Después de 1763, el territorio fue reclamado por Nueva York y por New Hampshire, y esta disputa perduró durante la Guerra Revolucionaria y después de ella. Fue para rechazar tanto a Nueva York como a New Hampshire por lo que los habitantes de Vermont se organizaron en los «Muchachos de las Montañas Verdes» bajo el mando de Ethan Allen. Los Muchachos de las Montañas Verdes combatieron en Ticonderoga y en Bennington, como ya expusimos antes.

En el curso de la Guerra Revolucionaria, Vermont declaró su independencia de los británicos y se organizó como Estado. El 8 de julio de 1777 adoptó una constitución estatal que fue la primera en admitir el sufragio de todos los hombres, sin establecer ningún requisito sobre propiedades. Fue también la primera constitución estatal que prohibió absolutamente la esclavitud.

Pero fue un Estado sólo para sí mismo. El Congreso no lo reconoció oficialmente, y Nueva York y New Hampshire siguieron manteniendo sus pretensiones sobre el territorio, aunque no adoptaron ninguna medida. De hecho, si no de derecho, Vermont fue una república independiente y siguió siéndolo durante todo el período de los Artículos de la Confederación.

Excluyendo los intentos por poner fin a esa situación por la fuerza, cosa que nadie quería hacer, la cuestión debía ser regularizada. En 1790, Nueva York y New Hampshire renunciaron a sus pretensiones. En enero de 1791, Vermont adoptó formalmente la Constitución de los Estados Unidos y, el 4 de marzo, fue aceptado en la Unión como el decimocuarto Estado. Obtuvo todos los derechos de los otros trece Estados y no fue en modo alguno castigado por no haber sido uno de los Estados cuyos delegados habían firmado la Declaración de la Independencia.

Al año siguiente le tocó el turno al territorio situado al oeste de Virginia. Durante muchos años, Virginia lo consideró como parte de su territorio y en una época lo había organizado como el condado de Kentucky (del nombre del río Kentucky, que a su vez provenía de una palabra india que quizá significaba «tierra de prados»). Después de la Guerra Revolucionaria, los colonos afluyeron a él y Virginia lo cedió al gobierno federal. Entró en la Unión con el nombre de Kentucky el 1 de junio de 1792, como el decimoquinto Estado. Su constitución estatal permitía la esclavitud.

Después de la entrada de Kentucky en la Unión, el Congreso decretó que, a partir del 1 de mayo de 1795, la bandera americana consistiría en quince franjas y quince estrellas, como símbolo de la aceptación de los nuevos Estados en un pie de igualdad con los viejos. Pronto se vio que la adición de una nueva franja por cada Estado era farragosa, y no se volvió a cambiar la bandera durante un cuarto de siglo, aunque a la sazón cinco Estados más fueron admitidos en la Unión.

Sólo en 1818 se le ocurrió al Congreso dejar las trece franjas originales y aumentó únicamente el número de estrellas. Desde entonces, las estrellas han aumentado con el número de Estados, y la actual bandera americana tiene cincuenta estrellas.

La igualdad de poderes de los nuevos Estados se puso de manifiesto inmediatamente, pues tuvieron la oportunidad de elegir electores para presidente en 1792, cuando el mandato de George Washington se acercaba a su fin. En conjunto, su presidencia tuvo éxitos notables. Los Estados Unidos se habían consolidado y la Constitución funcionaba bien.

Sin embargo, la elección de 1792 planteó una crisis a la nación. ¿Quién sucedería a Washington? ¿Podía sucederse a sí mismo y ser elegido por un segundo plazo? La Constitución no decía absolutamente nada acerca de si un presidente podía servir por un mandato, por dos o por tantos como pudiera antes de morirse.

Idealmente, en una democracia, debe turnarse en el gobierno tanta gente como sea posible. Si se establecía el precedente de que los presidentes podían ser reelegidos, la posibilidad de una consolidación del poder quizá facilitaría a un presidente el convertirse en un dictador de por vida, y las reelecciones cada cuatro años serían una mera formalidad.

Ciertamente, Jefferson y quienes estaban de acuerdo con sus ideas tenían esto presente y habrían deseado poner el límite de un mandato que permitiera apartar a Washington, sobre todo considerando que sus ideas eran cada vez más favorables a Hamilton.

Pero la querella entre Jefferson y Hamilton, y la hostilidad entre los republicanos demócratas y los federalistas, se habían hecho tan profundas que no parecía haber ninguna posibilidad de que coincidiesen en alguien que no fuera Washington o de efectuar una elección sin éste que no fuese tan enconada como para herir, quizá fatalmente, a la nación.

A toda costa, no debía haber lucha de partidos en 1792, lo cual significaba que Washington debía seguir siendo presidente, puesto que era la única persona que admitían todas las partes. Más tarde, después de cuatro años más, quizá la nación fuese suficientemente fuerte para soportar una riña electoral.

Washington, quien había tratado firmemente de mantenerse por encima de la política partidista (aunque sus simpatías se dirigían hacia Hamilton), comprendió la situación y aceptó con renuencia a ofrecerse nuevamente para la presidencia.

Los electores se reunieron en Filadelfia el 5 de diciembre de 1792, y todos votaron por Washington, quien obtuvo 132 votos y fue, por segunda vez, elegido unánimemente presidente de los Estados Unidos.

Setenta y siete de los electores votaron por John Adams, además de Washington. Puesto que sacó el mayor número de votos después de Washington, fue elegido vicepresidente otra vez. Pero los electores republicanos demócratas votaron por George Clinton de Nueva York como su candidato número dos.

Clinton (nacido en Little Britain, Nueva York, el 26 de julio de 1739) era un declarado antifederalista y, como gobernador de Nueva York, se había opuesto con todas sus fuerzas a la ratificación de la Constitución. Junto con Robert Livingston (quien había formado parte de la comisión que había redactado la Declaración de la Independencia) y Aaron Burr de Nueva York (nacido en Newark, Nueva Jersey, el 6 de febrero de 1756), Clinton había ayudado a organizar el Partido Demócrata Republicano a Jefferson y Madison. Jefferson no simpatizaba totalmente con estos norteños, pero era importante que el partido estuviese representado en el Norte para que tuviese algún poder.

Clinton sólo obtuvo 50 votos (Jefferson 5 y Burr 1), lo cual demuestra que el Partido Federalista aún dominaba en la nación. También mantuvo el control del Senado, pues el Tercer Congreso fue federalista por 17 votos a 13, mientras que en el Segundo la relación había sido de 16 a 13. Pero el control de la Cámara, que había sido federalista por 37 votos a 33 en las elecciones de 1790, pasó al Partido Demócrata Republicano en 1792, por 57 a 48 votos.

Los indios.

El primer mandato de Washington fue una época de paz exterior para los Estados Unidos, pero no hubo paz en la frontera occidental. Más allá de los Alleghenies, aún estaban los indios.

Incorporados ahora al territorio americano, los indios, sin embargo, no eran ciudadanos americanos y los hombres de la frontera sentían hacia ellos una profunda hostilidad. Los indios tenían tierras que poblaban escasamente y dejaban casi todo tal como había sido siempre, mientras que los colonizadores americanos querían tierras que pudiesen dividir en granjas y en las que pudiesen fundar ciudades donde vivieran millones de hombres.

El gobierno americano abrazaba principios idealistas por los cuales los indios no debían ser molestados y hostigados, sino que se los debía estimular a civilizarse, esto es, a convertirse en granjeros. Su derecho a sus tierras y su libertad era reconocido en la Ordenanza del Noroeste y en una temprana declaración del Primer Congreso. Pero el gobierno, en esta cuestión, era débil, mientras que los fronterizos estaban en el lugar y eran resueltos.

Poco a poco, las tierras de los indios fueron compradas a éstos, con o sin alguna acción militar. Se firmaban tratados con los indios después de cada adquisición, todo muy juramentado y registrado, y regularmente violado por los americanos en la siguiente ofensiva para obtener nuevas tierras.

Los indios, como siempre, ganaron en muy pocas ocasiones, pero estas pocas ocasiones figuran en lugar destacado en los libros de historia y a menudo reciben el nombre de «matanzas». En general, no se menciona el lento pero constante retroceso de los indios.

Por ejemplo, se pensaba que el Territorio del Noroeste debía ser fortificado en lugares estratégicos para reforzar la posición americana contra los británicos del Canadá. Hacerlo significaba construir fortificaciones en territorio indio, a lo que los indios se oponían, pensando (probablemente con razón) que sólo serían una cuña. Los británicos, desde sus puestos canadienses (para no hablar de algunos que aún tenían en territorio realmente americano), alentaban y armaban a los indios para debilitar a los americanos en el noroeste.

Como resultado de ello, empezó la primera de las guerras contra los indios que libraría Estados Unidos como nación, a diferencia de las guerras anteriores, libradas por los británicos y los colonos. Estados Unidos seguiría librando guerras contra los indios exactamente durante un siglo, guerras que terminarían con el completo sojuzgamiento (y, en gran medida, el exterminio) de los indios en todo el territorio americano.

En octubre de 1790, los indios miami, en lo que es ahora el estado de Indiana, derrotaron a una unidad del ejército americano; inmediatamente se hizo toda clase de esfuerzos para invertir la situación. Se pensaba que una derrota no vengada animaría a los indios a desmandarse.

Por ello, al año siguiente, la tarea de restablecer el prestigio americano fue confiada a Arthur Saint Clair (nacido en Escocia, en 1736), quien era gobernador del Territorio del Noroeste. Avanzó con 2.000 hombres, dirigiéndose hacia el norte desde lo que es ahora Cincinnati, hacia el lugar de la derrota anterior. Se hallaba aún a sesenta y cinco kilómetros de su objetivo, el 4 de noviembre de 1791, cuando fue atacado sorpresivamente por una banda de indios y sus fuerzas fueron diezmadas. Retrocedió después de que casi la mitad de sus hombres quedasen muertos o heridos.

Washington, quien había sufrido un ataque indio por sorpresa en ocasión de la derrota de Braddock, al comienzo de la Guerra contra Franceses e Indios, había advertido a Saint Clair de tal posibilidad y estaba furioso. Era absolutamente necesario compensar esas derrotas, y para ello se dirigió al Loco Anthony Wayne, quien tan eficazmente había tomado por asalto Stony Point trece años antes.

Wayne preparó un nuevo ejército y, en la primavera de 1794, se trasladó al norte a través de lo que es ahora Ohio occidental, siguiendo el camino del desafortunado avance de Saint Clair. Wayne mantuvo su ejército vigoroso e intacto, y en el Ohio noroccidental construyó Fort Defiance. Éste sólo estaba a sesenta kilómetros al sudoeste de Fort Miami, que, a su vez, se hallaba a dieciséis kilómetros al sudoeste del extremo sudoccidental del lago Erie. Fort Miami, aunque se hallaba en territorio americano, estaba en manos de los británicos y servía como base de suministros a los indios.

Las fuerzas indias, en cuya tierra estaba ahora Wayne, rechazaron las ofertas de acuerdo y se retiraron hacia el fuerte británico, parapetándose tras una red de árboles caídos. El 20 de agosto de 1794 Wayne ordenó el ataque. Audazmente, las tropas americanas lanzaron sus caballos saltando por encima de los árboles y, una vez que pasaron las barricadas, se arrojaron sobre los indios, que huyeron y se dispersaron inmediatamente. Esta «batalla de los Arboles Caídos», librada cerca de donde está ahora la ciudad de Toledo, Ohio, no duró más de cuarenta minutos, pero fue suficiente. El ánimo de los indios quedó quebrantado por un tiempo.

Wayne remató esta victoria reuniendo a representantes de las castigadas tribus de la región de Ohio para celebrar una conferencia de paz en su fortaleza de Fort Greenville, a ciento cuarenta kilómetros al norte de Cincinnati. Por el Tratado de Greenville, firmado el 3 de agosto de 1795, los indios cedieron a los Estados Unidos grandes extensiones de tierra, inclusive los lugares donde hoy se alzan Detroit y Chicago.