1. La cólera creciente
Las consecuencias de la victoria.
En el año de 1763, el Tratado de París puso fin a una larga serie de guerras con los franceses que habían abrumado a los colonos británicos de la costa marítima oriental del continente durante tres cuartos de siglo. Dichas guerras terminaron con una total victoria británica.
Los franceses fueron expulsados del continente. Toda América del Norte, desde la bahía de Hudson hasta el golfo de México y desde el río Mississippi hasta el océano Atlántico, era británico. Al oeste del Mississippi y al sur, América del Norte aún era española, pero España era, desde hacía más de un siglo, una potencia en declive y causó pocos problemas a los británicos y a los colonos. Esto era particularmente así desde que los españoles se habían visto obligados a abandonar Florida, que había sido su bastión durante casi dos siglos, fortaleza desde la que habían hostigado a las colonias sureñas.
Los grandes tramos noroccidentales del continente todavía no habían sido reclamados por nadie, pero una tercera potencia, Rusia, buscaba pieles en lo que es ahora Alaska. Pero no era de ninguna importancia para los colonos del Este, por entonces.
Sin embargo, esa victoria total marcó el comienzo de nuevos problemas para Gran Bretaña. La derrota de sus enemigos inició una cadena de sucesos que condujo a la mayor derrota que Gran Bretaña sufriría en tiempos modernos, y al nacimiento de una nueva nación destinada, en el curso de dos siglos, a convertirse en la más poderosa de la historia. De esta historia se ocupa este libro[1].
El problema básico era que los colonos británicos estaban llegando a la mayoría de edad y obteniendo una confianza en sí mismos que los británicos y su gobierno pasaban por alto y no reconocían.
Las partes habitadas de las trece colonias cubrían una superficie de unos 650.000 kilómetros cuadrados, casi tres veces la superficie de la isla de Gran Bretaña. En 1763, había un millón y cuarto de colonos de origen europeo en esas colonias, a los que se añadía la mano de obra no pagada de más de un cuarto de millón de esclavos negros. La población de Gran Bretaña, a la sazón, no era superior a los siete millones, de modo que la población colonial, también a este respecto, era una parte respetable de los británicos.
Más aún, la sociedad colonial había llegado a ser distintivamente diferente de la británica. La población colonial ya estaba totalmente mezclada y, además de los hombres de ascendencia inglesa, había también cantidades considerables de personas cuya cultura originaria era escocesa, irlandesa, neerlandesa, alemana o escandinava. Las presiones de las fronteras hicieron a la sociedad colonial mucho más igualitaria que la británica, y había un difundido desprecio en las colonias por los títulos británicos y hacia la sumisión británica.
Las trece colonias en 1763.
En grado creciente, los colonos se consideraron como ingleses transplantados, por ascendencia o por adopción, sino como americanos. Y con este nombre me re refiere a ellos en lo sucesivo.
La reciente asociación de británicos y americanos como aliados en la guerra contra Francia tampoco contribuye en nada a acercar a los dos pueblos. La familiaridad llevó al mutuo desprecio de ambas partes.
Los funcionarios británicos consideraban a los americanos como una población ruda e ignorante, indisciplinada, no fiable y bárbara, totalmente dispuesta a negociar con el enemigo en busca de beneficios. Y puesto que los americanos no tenían un ejército profesional entrenado y generalmente luchaban a la manera de las guerrillas, adecuada a los bosques pero no a los cultivados campos de batalla de Europa, eran considerados cobardes por los británicos.
A los americanos, por su parte, los británicos les parecían autoritarios, esnobs y tiránicos.
Cada una de las partes pensaba que había ganado la guerra contra los franceses sin mucha ayuda de la otra y hasta pese al obstáculo decidido de la otra. Para los británicos, la guerra la había ganado el ejército regular en la decisiva batalla de Quebec de 1759. Para los americanos, había sido ganada en interminables batallas contra los indios interminables pequeñas escaramuzas y el sufrimiento de una cantidad de matanzas de mujeres y niños. Había sido una guerra en la que habían conquistado heroicamente Louisburg sólo para que los británicos la devolviesen pusilánimemente. Una guerra en la que los británicos habían sido vergonzosamente derrotados en Fort Duquesne y fueron salvados de su completa aniquilación por los americanos[2].
Hasta 1763, por supuesto, los americanos no podían permitirse libremente presentar quejas contra los británicos. Los franceses eran el enemigo y se necesitaba la potencia de Gran Bretaña. Pero ahora los franceses se habían marchado y los americanos, seguros en su tierra, se sintieron en condiciones de enfrentarse con los británicos, finalmente.
Esto era tanto más cierto cuanto que los americanos preveían un brillante futuro. Eliminada Francia, toda la tierra al oeste, hasta el lejano Mississippi, estaba abierta a la colonización americana, pensaban, y las colonias seguirían creciendo en superficie y población hasta constituir una gran potencia sobre la Tierra. ¿Quién los detendría?
Pero ¡ay!, las nuevas tierras no estaban vacías. Los franceses se habían marchado, pero los indios no.
Tampoco agradaba a los indios el acuerdo de 1763. Los británicos no estaban tan dispuestos como los franceses a recibir a los indios en los fuertes en un pie de igualdad, sino que habían hecho desagradablemente obvio su sentimiento europeo de superioridad. No juzgaban conveniente apaciguar la dignidad india con palabras amables y regalos, sino que en cierto modo esperaban que los indios reconociesen su inferioridad y se colocasen en su lugar.
Más aún, los británicos no estaban interesados principalmente en pieles. Eran los colonos de la costa quienes deseaban tierras, querían hacer a un lado a los indios y convertir las soledades en granjas. Y los franceses, cuando se dispusieron a partir, susurraron todo esto al oído de los indios y no tuvieron escrúpulos en estimularlos a resistir, con vagas promesas de ayuda futura.
Un jefe indio llamado Pontiac, que había nacido en lo que es ahora el noroeste de Ohio y había luchado con los franceses, pasó a primer plano. Formó una confederación de las tribus indias que vivían entre los Montes Apalaches y el río Mississippi, y organizó ataques sorpresivos contra varios puestos occidentales avanzados en mayo de 1763, apenas tres meses después de firmarse el Tratado de París e implantarse, en apariencia, la paz.
El plan tuvo éxitos iniciales. Ocho fuertes de la región de los Grandes Lagos fueron tomados y sus guarniciones aniquiladas. Pero Detroit resistió un ataque conducido por el mismo Pontiac.
Fort Pitt (donde está la moderna Pittsburgh) también resistió un asedio indio y acudió en su socorro una compañía de 500 soldados regulares británicos comandados por el coronel Henry Bouquet. El 2 de agosto de 1763, los británicos chocaron con una fuerza india en Bushy Run, a cuarenta kilómetros al este de Fuerte Pitt. Bouquet derrotó a los indios en una lucha de dos días y, aunque también los británicos sufrieron fuertes pérdidas, el combate marcó un giro decisivo. Fuerte Pitt fue socorrido el 10 de agosto y Pontiac se vio obligado a levantar el sitio de Detroit en noviembre.
Poco a poco, la coalición de Pontiac se deshizo. Las tribus lo abandonaron y Pontiac se vio obligado a aceptar la paz, el 24 de julio de 1766. En lo sucesivo, mantuvo la paz con los británicos, pero fue muerto en Cahokia, Illinois, en 1769, por un indio de una tribu enemiga de la suya que había sido sobornado a tal fin por un negociante inglés.
Pero fue una paz de compromiso. Los británicos no deseaban entregarse a guerras interminables contra los indios y a sufrir una constante efusión de sangre y dinero en lugares desérticos situados a cinco mil kilómetros de su hogar. Tampoco tenían muchos deseos de ver crecer sin límite a las irritantes colonias. Por ello, convinieron, por su parte, respetar las tierras de caza de los indios situadas al oeste de los Montes Apalaches.
El 7 de octubre de 1763, una proclama real estableció una frontera occidental a lo largo de las cadenas de los Apalaches más allá de la cual no podían crearse colonias. Fue esto, más que cualquier otra cosa, lo que rompió la coalición de Pontiac y trajo la paz.
Mas para los americanos, la «Línea de la Proclama» era algo abominable. Su efecto era confinarlos a la llanura costera, exactamente donde habían estado confinados antes de 1763 por los franceses. ¿De qué servía (pensaban los americanos) la derrota de los franceses?
Incansablemente, los americanos presionaron contra la Línea de la Proclama y aprendieron a ignorar, y por ende a despreciar, las leyes promulgadas en Gran Bretaña. Los colonos occidentales, los especuladores con tierras, los tramperos que negociaban con pieles, todos aprendieron a ver en el gobierno británico a un enemigo que se ponía de lado de los indios.
En Virginia, la más antigua y populosa de las colonias, el hambre de tierras de los grandes propietarios de plantaciones era particularmente marcada. Habían deseado colonizar el valle del Ohio que fue la causa inmediata de la última guerra con los franceses, y muchos de ellos, pese a sus vínculos con la cultura inglesa, se volvieron cada vez más antibritánicos.
Pero los americanos más prósperos e influyentes eran los comerciantes de las ciudades costeras y particular mente de Nueva Inglaterra, hombres que habían hecho fortuna con el comercio marítimo con las Antillas y con Europa. Si Gran Bretaña hubiese conseguido mantener su lealtad, el descontento podía haberse conservado dentro de ciertos límites. Los americanos más conservadores podían haber mantenido a raya a los granjeros y hombres de la frontera mal organizados.
El fracaso en conseguirlo fue el mayor error táctico de Inglaterra.
Durante cien años, Gran Bretaña había tratado de regular el comercio americano de tal modo que los manufactureros y terratenientes británicos pudiesen beneficiar se con él. (Según las normas de la época, esto parecía racional a los británicos. El territorio en el que vivían los americanos había sido ocupado y colonizado por iniciativa británica. Había sido la armada británica y la fuerza de las armas británicas las que los habían protegido continuamente, primero contra los neerlandeses y los españoles, y luego contra los franceses. Puesto que los americanos existían y prosperaban gracias a la generosidad de Gran Bretaña, ¿por qué no debían ofrecer alguna compensación a cambio?
Era casi como si Gran Bretaña considerase que los americanos habían alquilado su vasto territorio a la madre patria, y esperase de ellos que pagasen gustosamente el alquiler.
Para los americanos, desde luego, las cosas eran diferentes. Las colonias habían sido creadas por hombres que habían llevado a cabo la tarea con muy escasa ayuda del gobierno británico, y en algunos casos porque habían sido expulsados de sus hogares por la persecución religiosa.
También pensaban los americanos que habían defendido sus tierras contra los indios, los neerlandeses, los españoles y los franceses sin mucha ayuda de la madre patria. Sólo en la última guerra Gran Bretaña, viendo amenazados sus intereses en Europa y Asia, se había decidido a intervenir de manera vigorosa, y aun entonces los americanos habían ayudado enormemente.
Por ello, cuando los británicos trataron de controlar la industria y el comercio americanos de modo tal que el dinero fuese a parar a los bolsillos de los comerciantes y terratenientes británicos, los americanos pensaron que esto era injusto.
Los comerciantes americanos respondieron efectuando un comercio ilegal con otros países, o realizando el comercio sin pagar derechos de aduana o hurtando de otros modos a Gran Bretaña el dinero que trataba de recaudar. Los americanos no consideraban que violaban la ley, sino que ignoraban restricciones injustas y tiránicas.
Fue a causa de las restricciones al comercio y el contrabando por lo que los comerciantes de Nueva Inglaterra y las ciudades marítimas se volvieron cada vez más antibritánicas.
El nuevo rey.
Retrospectivamente, vemos que los británicos podían haber manejado las cosas más sabiamente. Si se hubiese permitido a los americanos autogobernarse en cierta medida y si se hubiera permitido que los americanos más influyentes compartiesen los beneficios, por su propio acuerdo los americanos habrían entregado a los británicos más dinero del que Gran Bretaña podía obtener mediante la coerción.
A las circunstancias que contribuyeron al fracaso británico en comprender esto se agregó el hecho de que subiese al trono un nuevo rey, un rey que, por desgracia, no estaba precisamente a la altura de los tiempos.
El 25 de octubre de 1760, el rey británico, Jorge II, murió después de un reinado de treinta y tres años durante los cuales los dominios británicos de ultramar aumentaron mucho. En verdad, sólo a partir de este reinado podemos hablar verdaderamente del «Imperio Británico».
Su hijo Federico, que hubiera sido el heredero al trono, había muerto en 1751. Fue el hijo de Federico, quien tenía veintidós años en el momento de la muerte de su abuelo, quien sucedió a éste con el nombre de Jorge III.
El nuevo rey no era muy brillante. No aprendió a leer hasta los once años y, más tarde, se volvió loco. Nunca tuvo realmente confianza en sí mismo y, como sucede a veces, convirtió esto en obstinación. Nunca pudo admitir que estaba equivocado, de modo que persistía en su modo de actuar hasta mucho después de que fuese claro para todo el mundo que lo que hacía producía el efecto contrario de los resultados que buscaba.
Jorge III no era un tirano. Era un hombre moral, que amaba a su familia y llevaba una vida en un todo respetable, con su esposa y sus hijos. Hasta era amable en ciertos aspectos y, ciertamente, como ser humano era mucho mejor que los dos Jorges anteriores.
Pero vivía en una época en que, en otras partes de Europa, los reyes eran absolutos. Por ejemplo, el rey Luis XV de Francia, que gobernaba ya desde hacía casi medio siglo cuando Jorge III subió al trono, hacía lo que quería. No tenía ningún parlamento que le pusiese obstáculos, ningún primer ministro que gobernase el país sin control, ni elecciones que decidiesen sobre la política, ni partidos que riñesen unos con otros ni político con libertad de atacar al rey.
Era humillante para Jorge que sólo él, de todos los monarcas europeos, fuese controlado y acosado por los caballeros terratenientes que dominaban el Parlamento. Su bisabuelo, Jorge I y su abuelo, Jorge II, no se habían preocupado por ello. Habían sido alemanes de nacimiento y habían gobernado la tierra alemana de Hannover. Les interesaba mucho más Hannover que Gran Bretaña y se sentían muy gustosos de dejar que el primer ministro gobernase como quisiese. Los Primeros Jorges, en efecto, apenas hablaban inglés.
Pero Jorge III pensaba de otro modo. Aunque aún gobernaba Hannover, había nacido y se había criado en Inglaterra. Hablaba inglés y se sentía inglés, y tenía un intenso deseo de gobernar a Gran Bretaña.
Durante su adolescencia, cuando era heredero al trono su madre viuda (a quien adoraba) constantemente lo urgía a que asumiese los deberes y los poderes que antaño pertenecían a la corona. «¡Sé un rey!», decía a su hijo con lo cual quería significar un rey a la manera de los monarcas absolutos de otras partes de Europa.
Jorge trató de ser un rey. No podía abolir los poderes del Parlamento y convertirse en un monarca absoluto. Si hubiese intentado hacerlo, seguramente habría sido derrocado de inmediato por una nación que desde hacía largo tiempo había puesto límites estrictos a los poderes regios. Lo que hizo, pues, fue tratar de gobernar mediante el Parlamento, eligiendo a políticos que estuviesen a su lado y actuasen en su nombre. De este modo, hizo todo lo posible para poner al Parlamento bajo su control.
Le disgustaba William Pitt, por ejemplo. Pitt (el ministro que había asumido la dirección de la política británica en los oscuros días en que los franceses parecían a punto de obtener la victoria, y había conducido a Gran Bretaña a la recuperación y el triunfo) era la encarnación misma de todo lo que Jorge III detestaba. Pitt era un político poderoso y resuelto que se comportaba como si él fuese el rey.
Después de un año de haber subido al trono, Jorge halló medios para obligar a renunciar a Pitt, en octubre de 1761. Pudo hacerlo sin problemas, desde luego, porque para entonces la victoria británica era segura. Desplazado Pitt, el Tratado de París de 1763 lanzó un destello de gloria sobre Jorge III. Estaba en el trono a la sazón y recibió el mérito de la victoria, aunque ésta se hallaba asegurada ya antes de que él subiese al trono.
Era en las colonias americanas donde Jorge III podía tener más éxito en su ambición de «ser un rey». En las colonias, no había parlamento alguno que le disputase el control. Allí, al menos, podía gobernar a su gusto, nombrando y destituyendo a funcionarios, estableciendo la política y ajustando los tornillos a los transgresores. Había legislaturas coloniales, sin duda, pero en conjunto tenían escaso poder contra el rey.
Jorge III no ejerció su poder en las colonias de mala manera, pues no era un hombre malo. La queja americana era sencillamente que lo pudiera ejercer, para bien o para mal, sin consultar a los mismos americanos.
Los choques empezaron casi tan pronto como Jorge III subió al trono, y concernían al problema del contrabando. Éste era siempre un mal para los británicos, pero durante la Guerra contra Franceses e Indios, pareció absolutamente insoportable. Al menos parte del comercio ilegal americano se realizaba con el enemigo, con lo que apoyaba a los franceses y contribuía a la muerte de soldados británicos (y de soldados americanos también).
Los británicos se sintieron totalmente justificados en hacer esfuerzos especiales para poner fin al contrabando y aplicar las leyes que el Parlamento había aprobado regulando el tráfico y el comercio americanos. Esto había sido decidido por Pitt en 1760, por la época en que Jorge III subió al trono, y en este caso Jorge III estuvo de acuerdo con Pitt.
Pero poner en práctica las leyes sobre el comercio a un gran territorio escasamente poblado y situado a cinco mil kilómetros de distancia, donde la población, en general, no estaba dispuesta a admitir que se aplicaran, era más fácil de planear que de lograr. La búsqueda de artículos de contrabando y probar, una vez hallados, que habían entrado de contrabando eran cosas casi imposibles sin la cooperación de la gente del lugar.
Por esta razón, el gobierno británico decidió promulgar «mandatos de asistencia». Éstas eran órdenes de búsqueda generalizada. Un funcionario de aduanas, provisto de un mandato de asistencia, tenía derecho de entrar en cualquier lugar en busca de artículos. No era necesario especificar el lugar particular o la naturaleza de los artículos buscados.
Tales mandatos de asistencia no eran algo nuevo. Habían sido expedidos ya en 1751. Pero en 1761, cuando salieron los nuevos mandatos, los americanos ya no temían a los franceses ni dependían de la ayuda militar británica. Eran más conscientes de sus derechos y más dispuestos a hacerlos valer.
No estaba en discusión lo bueno o lo malo del contrabando (¿quién podía defender honestamente el comercio con el enemigo?). La cuestión era si tales mandatos de asistencia eran legales. Esas órdenes de búsqueda generalizadas eran ilegales en Gran Bretaña, donde un axioma de la ley era que «la casa de un hombre es su castillo». Por humilde o desvencijada que fuese la casa de un hombre, en ella no podían entrar el rey ni sus representantes sin un proceso judicial en regla concerniente a una casa específica y para un fin específico.
¿Por qué, pues, en las colonias la casa de un hombre no era su castillo?
En Massachusetts, particularmente, donde el contrabando era desenfrenado, se levantó una enorme oposición y se puso en tela de juicio la legalidad de los mandatos.
Contra los mandatos se levantó James Otis (nacido en West Barnstable, Massachusetts, el 5 de febrero de 1725), hijo de uno de los más respetados jueces de la colonia. Su argumento, expuesto con la mayor elocuencia, era que los derechos poseídos por los ingleses, como consecuencia del «derecho natural», no podían ser violados por decretos del rey ni por edictos del Parlamento. Había una «constitución» básica que, aunque no estuviese escrita, encarnaba esos derechos naturales, y «un decreto contra la constitución es vacío», decía.
Otis sostenía, en efecto, que el gobierno británico, al promulgar mandatos de asistencia, era subversivo, y los americanos, al negarse a obedecer a esa ley particular, defendían los principios básicos del derecho. (Predicaba lo que hoy llamamos «desobediencia civil»).
Los británicos no se inmutaron por ese argumento y prosiguieron su política de expedir mandatos de asistencia. Mas para muchos americanos, Otis había encendido un faro que iba a guiarlos en adelante y a justificarlos en su rebelión contra la ley británica en nombre de una ley superior.
Un suceso similar tuvo lugar en Virginia un poco más tarde.
En Virginia, era costumbre desde 1662 pagar a los clérigos en tabaco. El dinero en efectivo era escaso, y el tabaco era una mercancía valiosa.
El problema era que el valor del tabaco fluctuaba.
Aunque su precio era generalmente de dos peniques la libra, hubo una serie de años malos en los que la cosecha de tabaco fue escasa por la sequía y el precio subió a seis peniques la libra. Esto significaba que, si el clero recibía su asignación habitual de tabaco (17.000 libras el año), su salario se triplicaba.
La legislatura de Virginia, la Casa de los Burgesses, que estaba dominada por los plantadores de tabaco, abandonó el pago en tabaco, en 1755, y estableció en cambio un pago en dinero a una tasa de dos peniques la libra.
El clero, por supuesto, se opuso, y llevó el caso ante el gobierno británico. El 10 de agosto de 1759, cuando Jorge II todavía era rey, el gobierno británico anuló la ley de Virginia y restableció el pago en tabaco.
Los virginianos ignoraron el fallo británico y, final mente, un clérigo llevó el caso ante los tribunales de Virginia a fines de 1763. Fue llamado el «caso Parsons».
En contra del clérigo y en defensa de la ley aprobada por la Casa de los Burgesses, actuó Patrick Henry (nacido en el condado de Hanover, Virginia, el 29 de mayo de 1736), hijo de un inmigrante escocés. Había tenido poca instrucción y no pudo abrirse camino como tendero o como granjero. Sólo cuando ensayó la abogacía encontró su vocación, pues demostró ser un notable orador.
En su discurso contra el pleito del clérigo, pronunciado el 1 de diciembre de 1763, Henry no se ocupó de si la ley aprobada por la Casa de los Burgesses era juiciosa o absurda, humanitaria o cruel. La cuestión era si el gobierno británico podía, a su voluntad, anular una ley aprobada por la Casa de los Burgesses. Henry arguyo que no podía; que, nuevamente, el «derecho natural» había sido violado por esa arbitraria acción británica y que, por tanto, tal acción carecía de validez.
El jurado se sintió suficientemente conmovido por la elocuencia de Henry como para otorgar al clérigo solamente un penique por daños y perjuicios.
La noción de «derecho natural» era atractiva para los intelectuales de la época.
Cien años antes, el gran científico ingles Isaac Newton había hallado las leyes del movimiento y de la gravitación universal, y había mostrado cómo el funcionamiento del Universo podía expresarse en esas leyes, que podían ser enunciadas sencillamente e interpretadas con claridad.
Así surgió el entusiasmo de la llamada «Edad de la Razón», en la que muchos pensaron, con exceso de optimismo, que todo en el Universo podía ser reducido a leyes tan generales, tan poderosas y tan sencillamente formuladas como las de Newton. Algunos pensaron que leyes semejantes gobernaban la sociedad, leyes tan naturales e inevitables como las del movimiento y esencialmente inviolables por los gobiernos.
El más explícito y elocuente de los que creían en este «derecho natural» de la sociedad era un autor suizo francés llamado Jean Jacques Rousseau, que ejerció una extraordinaria influencia en su época sobre los intelectuales de Europa y América. En 1762, publico su libro El contrato social, en el que sostenía que los gobiernos se instituían con el consentimiento de los gobernados para alcanzar ciertos fines deseables más eficientemente que lo que sería posible sin gobierno. Cuando un gobierno se mostraba por alguna razón incapaz de lograr esos fines deseables o no deseaba hacerlo, rompía el contrato. Entonces, era derecho de los gobernados reorganizar o reemplazar el gobierno.
Era este tipo de ideas lo que tenían en la mente hombres como Otis y Henry, pero el rey británico y su Parlamento, totalmente ajenos a las ideas de Rousseau, siguieron su camino.
La Ley de Timbres (The Stamp Act).
Como para hacer frente a las crecientes muestras de cólera en las colonias, el gobierno británico apostó soldados británicos permanentemente en las colonias.
Antes de la Guerra contra Franceses e Indios, cuando las colonias eran amenazadas por indios, neerlandeses, españoles y franceses, los soldados británicos habían estado en otras partes. Pero ahora que todo peligro había pasado, el Parlamento votó, después del Tratado de París, la instalación permanente de una fuerza de 10.000 soldados regulares británicos en las colonias.
Eso era claramente más de lo necesario; y más de lo que los generales británicos de América pedían. Además, los soldados británicos no fueron ubicados en puestos fronterizos, donde, podía argüirse, se los necesitaba contra los levantamientos indios o las incursiones españolas. ¡En absoluto! Se los apostó en las ciudades más grande y confortables.
Los americanos podían argüir, y lo hicieron, con considerable justificación, que los soldados eran apostados en América para dar empleo a aquellos oficiales del ejército que, de lo contrario, tenían que retirarse con la mitad de la paga al terminar la guerra; y que se los ubicaba allí para ser usados contra los americanos descontentos, y no contra otros enemigos de Gran Bretaña.
El gobierno británico fue sordo a esas quejas. Tenía problemas que, para él, eran mucho más importantes, problemas financieros.
En abril de 1763, George Grenville fue nombrado primer ministro y se halló frente a un problema insoluble. La deuda nacional británica ascendía a 136 millones de libras, como resultado de la guerra contra Francia. Era una cifra enorme para esos tiempos, y los gastos cotidianos del gobierno también habían aumentado.
Era absolutamente necesario poner nuevos impuestos, medida que nunca es popular. Los esfuerzos de Grenville para establecer uno u otro impuesto fueron anulados por un Parlamento hostil (respaldado por un público británico igualmente hostil).
Finalmente, se le ocurrió al desesperado Grenville que, en cambio, se podían crear impuestos en las colonias. Después de todo, la deuda nacional había sido originada por una guerra librada, en gran medida, en interés de las colonias; había sido de su umbral de donde había sido eliminada la amenaza francesa. Y los americanos habían florecido y prosperado durante la guerra, en gran parte gracias al contrabando, que les había brindado beneficios a expensas de los británicos.
¿Por qué, pues, los americanos no habrían de sufragar ahora una parte justa del coste de la guerra? En 1764, Grenville hizo que el Parlamento aprobase una «Ley del Azúcar», que elevaba los aranceles aduaneros sobre el azúcar, el vino, el café y los textiles. Eran «impuestos indirectos» pagados por los importadores, que luego pasaban el gasto al consumidor. Pero pese a todo lo que pudieran hacer los británicos, esos impuestos indirectos se recaudaron con dificultad, y el contrabando siguió creando un abismo grande entre el dinero que se debía recibir y el que realmente se recibía.
Grenville también aprobó leyes prohibiendo a las colonias emitir papel moneda. El papel moneda valía menos, en general, que su valor nominal en oro. Por ello, era conveniente para los deudores pagar sus deudas en papel moneda. Puesto que los americanos eran en gran medida deudores de los británicos, el papel moneda redundaba en ventaja para las colonias y en desventaja para los comerciantes británicos.
Pero lo que se necesitaba realmente era algo más: un «impuesto directo». Tenía que hacerse pagar al consumidor individual alguna suma en ocasiones específicas y en condiciones tales que el pago fuese inevitable.
Surgió la excitante idea de hacer ilegales todos los papeles oficiales que no llevasen un timbre especial y luego cobrar dinero por este timbre; así, ese dinero iría a manos del gobierno británico. Los timbres podían ser emitidos con diversos valores, desde medio penique hasta diez libras, y toda transacción oficial exigiría un timbre a un precio proporcionado al caso.
Todo el que acudiera a los tribunales tendría que llenar innumerables papeles y en cada uno poner un timbre de valor de tres chelines. Todo el que obtuviese un diploma tendría que pagar dos libras para colocarlo en él o de lo contrario no obtendría el diploma. Diversas licencias necesitarían timbres, como las notas de venta, los periódicos, los anuncios, los juegos de cartas, los almanaques y los dados.
Debía ser un impuesto lucrativo, pues no habría manera de evitarlo, ya que las transacciones serían simplemente ilegales sin un timbre. Si además de eso se imponían severas multas por las violaciones, se calculaba que el impuesto podía rendir 150.000 libras al año.
El Parlamento pareció satisfecho con la idea. La «Ley de Timbres» [«Stamp Act»] fue aprobada el 22 de marzo de 1765 e iba a entrar en vigor el 1 de noviembre de ese año. Luego, el 15 de mayo de 1765, el Parlamento aprobó la «Ley de Acuartelamiento». Esta ley establecía que los soldados británicos podían ser alojados en casas privadas, si era necesario.
La excusa para esto era que no había suficientes cuarteles en las colonias para alojar adecuadamente a los soldados. Pero era muy obvio que los soldados alojados en una casa contra la voluntad de los dueños de casa podían ser huéspedes incómodos, y que si se seleccionaban cuidadosamente a las casas de familia, la obligación de alojar soldados podía ser usada como un modo de castigar a los individuos que incurrían en el disgusto del gobierno. Aunque no tenía ninguna relación con la Ley de Timbres, los americanos tenían la certeza de que la Ley de Acuartelamiento había sido aprobada como un modo de sofocar las protestas contra los timbres colocando soldados en casa de los protestadores más eminentes.
Si la Ley de Acuartelamiento pretendía mantener en calma a los americanos en lo concerniente a la Ley de Timbres, no tuvo tal efecto. De hecho, es difícil imaginar que se pudiese concebir un impuesto más odioso para los americanos.
En primer lugar, la Ley de Timbres era el primer impuesto directo que establecía en las colonias el gobierno británico. Era la primera vez que los americanos tenían que extraer de su bolsillo personal un dinero que iba directamente a manos del rey británico. El hecho de que el impuesto afectase a su bolsillo ya era bastante malo; y que fuese una novedad era mucho peor.
Además, afectaba de manera específica a grupos que eran particularmente articulados e influyentes: abogados que ahora tenían que poner timbres en todos los papeles legales y editores de periódicos que también necesitaban timbres para sus productos. (Por entonces había veinticinco periódicos en las colonias, que eran muy leídos).
Más aún, la Ley de Timbres era universal pues afectaba a todas las colonias por igual, con lo que los británicos no podían beneficiarse poniendo a un sector contra otro. Y llegaba en un período postbélico de depresión económica. Todo se sumaba para hacer la Ley de Timbres completamente inaceptable para los americanos.
En primer lugar, los americanos no admitían la justicia del impuesto. Los británicos habían tenido enormes gastos en una guerra (sostenían) que se había librado principalmente al servicio de los intereses británicos en Europa y Asia. En la parte de la guerra que se libró en el continente americano, los americanos habían contribuido con hombres y dinero de manera totalmente desproporcionada con respecto a su población.
Además, aunque el impuesto fuese justo, no era aceptable en principio porque se había establecido sin su consentimiento, y esto iba contra el «derecho natural» y los derechos de los americanos como súbditos libres de la corona.
James Otis halló una frase afortunada que tuvo gran difusión en las colonias y fue un grito de combate para todos los que, de manera creciente, se resistieron contra el gobierno británico en la década siguiente. Decía Otis: «El impuesto sin representación es tiranía».
En otras palabras, un Parlamento americano podía promulgar una ley como la de Timbres y dar los ingresos a Gran Bretaña; ésta sería una acción legal. O delegados americanos podían sentarse en el Parlamento británico y oponerse a la Ley de Timbres, la cual podía ser aprobada pese a su oposición, y ésta también sería una acción legal. Pero aprobar tal ley sin dar a ningún americano ni siquiera la posibilidad de discutirla o tratar de volver al Parlamento contra ella, no era legal, sino el ejercicio de la tiranía.
Los británicos no eran de esta opinión. Por aquel entonces, sólo la gente que poseía cierta cantidad de propiedad podía votar representantes al Parlamento. La mayoría de la población británica no tenía voto y no estaba representada, pese a lo cual el Parlamento podía ponerle impuestos, y de hecho lo hacía.
Para los americanos, ésta era una falsa analogía. El individuo sin propiedad en Gran Bretaña, aunque careciese de voto, podía fácilmente hacer sentir su presencia. Podía gritar, hacer demostraciones y motines, y si una ley era impopular, la agitación a que daba lugar podía hacer reflexionar al Parlamento sobre todo después dela experiencia, en el siglo anterior, con el rey Carlos I, que fue ejecutado, y el rey Jacobo II, que fue exiliado.
En cambio, ¿quién, en el Parlamento, se preocuparía en lo más mínimo por protestas y motines que tuviese; lugar en tierras situadas a cinco mil kilómetros de distancia, del otro lado de un océano?
Y, en verdad, cuando el Parlamento aprobó la Ley de Timbres, no vio ningún motivo para preocuparse por una agitación tan lejana. Correspondía a los americanos hallar maneras de obligarlo a preocuparse.
¡Resistencia!
La cólera popular en las colonias aumentó constantemente en los meses siguientes a la aprobación de la Ley de Timbres.
En Virginia, Patrick Henry, que acababa de ser elegido miembro de la Casa de Burgesses (principalmente por la fama que había obtenido en el caso Parsons), se levantó el 29 de mayo de 1765 para oponerse a la Ley de Timbres y apoyar ciertas resoluciones en defensa del derecho de Virginia a elaborar leyes para ella.
Henry no vaciló en señalar lo que les había sucedido a los gobernantes del pasado que habían pasado por alto los derechos del pueblo y habían encontrado la muerte a manos de quienes no habían hallado reparación legal.
Dijo solemnemente: «César tuvo su Bruto, Carlos I su Cromwell y Jorge III…».
Sonaba como si estuviera amenazando al rey con asesinarlo o ejecutarlo, y algunos de los burgesses conmocionados y horrorizados gritaron: «¡Traición! ¡Traición!».
Pero Henry terminó su frase de manera muy diferente, diciendo: «… puede beneficiarse con su ejemplo».
Dicho de otro modo, de las lecciones de la historia Jorge III podía aprender a no ser un tirano, en cuyo caso podía gobernar con el amor de su pueblo. Henry terminó irónicamente: «Si esto es traición, sacad el mayor provecho de ello», y salió de la sala.
La Casa de los Burgesses no aprobó las resoluciones, pero se publicaron en los periódicos para que todos las viesen.
Ya antes de que la Ley de Timbres entrara en vigencia, los discursos fueron traducidos a la acción. Hubo tumultos en las grandes ciudades; los funcionarios del gobierno fueron colgados en efigie; y todo el que pareciese dispuesto a asumir la tarea de agente de timbres fue amenazado, y en algunos casos recibió una paliza. Antes de que llegase la ocasión de usar legalmente los timbres, todos los agentes americanos renunciaron aterrorizados y se destruyeron grandes cantidades de timbres.
En el otoño de 1765, casi mil comerciantes de Boston, Nueva York y Filadelfia se unieron y organizaron el boicot de productos británicos para castigar aún más a los británicos, hasta reduciendo los derechos de aduana. Los tribunales anunciaron planes para cerrar antes que usar los timbres en documentos legales. Se convirtió en una cuestión de patriotismo el consumir bebidas alcohólicas domésticas, vestidos domésticos y objetos manufacturados domésticos de todo género, aunque no fuesen tan buenos como los que se podía importar.
El furor de América no dejó de tener efecto sobre el Parlamento. Ya desde el comienzo, un quinto de los representantes habían votado contra la Ley de Timbres. Muchos se oponían sinceramente a la política de poner impuestos en las colonias sin su consentimiento y otros hablaban a favor de los americanos como una manera de dejar sentada su oposición al rey.
William Pitt, hostigado por la gota, ya que, en general, tenía mala salud, apoyó vigorosamente la causa americana. Lo mismo Edmund Burke, que iba a convertirse en un parlamentario particularmente renombrado.
Isaac Barré adquirió notoriedad a este respecto, al menos en las colonias americanas. Había nacido en Dublín, Irlanda, y era de ascendencia francesa, pero había luchado lealmente del lado británico contra Francia y había sido herido en la campaña de Quebec.
Al defender a los americanos en el Parlamento, se refirió a ellos, emotivamente, como «hijos de la libertad», y los americanos no lo olvidaron. Una ciudad del noreste de Pensilvania, fundada en 1769, fue llamada Wilkes Barre en su honor y en el de John Wilkes, otro parlamentario opositor a Jorge III. Barre, de Vermont, que fue fundada justamente por aquel entonces, también fue así llamada en su honor.
La furiosa oposición a la Ley de Timbres alentó la aparición de puntos de vista aún más radicales entre los americanos. En Massachusetts, dos hombres, Samuel Adams y John Adams (eran primos segundos), se destacaron.
John Adams, el más joven de los dos (nacido en Quincy, Massachusetts, el 30 de octubre de 1735), era un brillante abogado, de características poco amables y sin ninguna capacidad para hacerse popular. Aunque era un hombre de estricta integridad y rara inteligencia, su vanidad era su rasgo más notable. Escribió eruditos y eficaces artículos contra la Ley de Timbres, pero Sam Adams siguió otro camino.
La vida de Samuel Adams (nacido en Boston el 27 de septiembre de 1722) había sido un fracaso. Fracasó en la abogacía, en los negocios y en todo lo que intentó, hasta que halló la labor de su vida el año de la Ley de Timbres. Descubrió a la sazón que era un agitador, y muy eficiente como tal. Entró en la política e hizo de ella toda su vida, colocándose siempre del lado de la acción radical. Fue el primer americano que se declaró abiertamente por la independencia. No deseaba que Gran Bretaña enmendase sus actitudes; quería que se marchase totalmente, y a este fin dirigió sus esfuerzos.
Sam Adams no solamente organizó tumultos contra la Ley de Timbres, sino que también fundó la organización llamada «Hijos de la Libertad», nombre que se inspiraba en la frase de Barré.
Los Hijos de la Libertad han sido idealizados en la leyenda americana, pero en realidad su conducta estaba muy cerca de la que hoy llamaríamos propia de tropas de asalto. Amenazaron a todo el que comprase timbres o comerciase con Inglaterra, y a veces cumplieron sus amenazas hasta el punto de destrozar negocios y untar con alquitrán y pegar plumas a algunas personas. Hostigaron a los coleccionistas de sellos y a funcionarios públicos, hasta el punto de que ni siquiera el gobernador estaba seguro. La casa del principal magistrado de la colonia fue saqueada, mientras que la de Thomas Hutchinson, un miembro del consejo del gobernador, fue incendiada porque se creía (erróneamente) que había aprobado la Ley de Timbres.
Tampoco James Otis permaneció ocioso. Pensó que era un caso apropiado para la cooperación colonial. El 8 de junio envió cartas a todas las colonias proponiendo efectuar una reunión en Nueva York para emprender una acción común contra la Ley de Timbres.
La respuesta fue entusiasta, y del 7 al 25 de octubre de 1765 se reunión en la ciudad de Nueva York el «Congreso de la Ley de Timbres». Nueve colonias estuvieron representadas por delegados, y las cuatro restantes estuvieron ausentes por falta de oportunidad para designar delegado, no por falta de simpatía. Una figura destacada entre los delegados fue John Dickinson de Pensilvania (nacido en Talbot, Maryland, el 8 de noviembre de 1732). Fue él quien redactó una declaración, aprobada por el Congreso, para ser presentada al rey y al Parlamento, negando el derecho a establecer ningún impuesto sin el consentimiento de las legislaturas coloniales.
Cuando llegó el 1 de noviembre y entró en vigencia la Ley de Timbres, ya estaba claro que éste era un completo fracaso. Tampoco en los meses siguientes hubo una mejora. Los inútiles esfuerzos dirigidos a poner en práctica la ley costaron mucho más dinero que el recaudado, de modo que el resultado fueron gastos, no ingresos.
Además, también los comerciantes británicos estaban empezando a padecer el hosco boicot americano, y en enero de 1766, ellos mismos pidieron al Parlamento la anulación de la Ley de Timbres. Los opositores parlamentarios eran cada vez más firmes en su oposición, y Pitt, en particular, pronunciaba discursos tremendamente efectivos contra ella y en apoyo del punto de vista americano.
El ministerio de Grenville había terminado en el desorden, en octubre de 1765, y el nuevo primer ministro, Charles Watson-Wentworth, segundo marqués de Rockingham, estaba más dispuesto a apoyar la revocación de la ley.
Benjamin Franklin[3] estaba en Londres a la sazón. Había llegado a Gran Bretaña en diciembre de 1764, con la esperanza de persuadir al gobierno británico de que arrancara Pensilvania de la garra reaccionaria de la familia Penn, que por entonces la poseía como una especie de patrimonio de familia, y a que la convirtiese en una colonia de la corona, sometida al gobierno británico. Llegó a tiempo para hablar contra la Ley de Timbres, pero, cuando fue aprobada por el Parlamento, pensó que era la ley, por injusta que fuese, y por ende debía ser obedecida.
Por un tiempo, esto lo hizo sumamente impopular en las colonias. Fue prácticamente la única vez en su vida que estimó erróneamente el sentimiento popular de América, quizá porque estaba a cinco mil kilómetros de distancia. Cambiando rápidamente de posición, empezó a presionar para que se revocase la Ley de Timbres.
El 13 de febrero de 1766, fue interrogado sobre el tema por una comisión parlamentaria y habló elocuentemente a favor de la revocación, justamente por la época en que llegaba la declaración del Congreso de la Ley de Timbres. Detalló las grandes contribuciones hechas por los americanos en la guerra reciente y advirtió del peligro de una rebelión abierta si el Parlamento persistía en su actitud. Cuando las acciones de Franklin fueron conocidas en las colonias, recuperó el favor de los americanos.
El Parlamento se inclinó ante lo inevitable y revocó la Ley de Timbres. Jorge III firmó la revocación el 18 de marzo de 1766.
Cuando la noticia llegó a América, hubo una explosión de alegría y se dieron todas las expresiones posibles de lealtad y gratitud al gobierno británico. Dos meses más tarde, se celebró delirantemente el cumpleaños de Jorge III y se le erigieron estatuas.
Podía parecer que todo estaba bien nuevamente, pero lo que pocos americanos observaron fue que, si bien el Parlamento había revocado la Ley de Timbres, no había renunciado al derecho de establecer impuestos en las colonias sin el consentimiento de éstas. De hecho, el mismo día en que se aprobó la revocación mantuvo específicamente ese derecho.
Todo lo que el Parlamento había hecho era admitir que la Ley de Timbres era una manera equivocada de actuar. Ahora buscaría otros modos.