9. La dominación federalista

La fijación de los límites.

Una vez organizada la nación, ésta dispuso finalmente del tiempo necesario para examinar sus límites. La Guerra Revolucionaria había terminado y los británicos habían reconocido la independencia americana, pero no habían abandonado el continente norteamericano. Permanecieron en Canadá, a lo largo de toda la frontera septentrional de los Estados Unidos. Y al conceder la independencia americana, los británicos no estaban en modo alguno dispuestos a permitir que los jóvenes Estados Unidos se hiciesen fuertes. Unos Estados Unidos fuertes podían combatir con Gran Bretaña por la posesión de toda la América del Norte, como antaño había hecho Francia.

Por ello, Gran Bretaña prosiguió una política de sordo hostigamiento. Hizo la vida difícil para los americanos de muchas maneras. Por ejemplo, alentó y armó a los indios del Territorio del Noroeste y retuvo puestos fortificados en territorio americano, aunque por el tratado de paz había convenido en entregarlos todos a los americanos. Con esos puestos que aún retenían, los británicos se beneficiaban enormemente de un comercio de pieles que los inermes americanos consideraban suyo con razón.

Los británicos no sólo permanecieron en Fort Miami, sino también en Detroit, a unos pocos kilómetros al norte, y en Fort Michilimackinac, en la unión de los lagos Hurón y Michigan. Más al este, retuvieron puestos en el Estado de Nueva York, inclusive los sitios de Niágara y Oswego, además de otros sobre el río San Lorenzo y el lago Champlain. (Desde estos últimos, estimularon la agitación en Vermont, en los años anteriores a su conversión en Estado).

Gran Bretaña podía esgrimir una justificación para todo esto en el hecho de que los Estados Unidos tampoco cumplían con sus obligaciones, establecidas por el tratado de paz. Bajo los Artículos de la Confederación, los Estados separados se negaban a pagar deudas con Gran Bretaña que habían contraído antes de la guerra, y el Congreso no podía obligarlos a que lo hicieran. Tampoco podía el Congreso asegurar un trato liberal a los «leales», como los Estados Unidos se habían comprometido a hacer en el tratado. La propiedad de los «leales» fue confiscada y éstos mismos maltratados y, en muchos casos, obligados a marchar al exilio.

Pero en ese intercambio de violaciones, la balanza estaba enteramente en contra de los Estados Unidos. Gran Bretaña restringía arbitrariamente el comercio americano y trataba con el mayor desprecio a los barcos y marinos americanos. Los barcos británicos no vacilaban en detener barcos americanos en alta mar y buscar en su tripulación hombres que pudieran ser de origen británico. Esos hombres raptados luego eran obligados a prestar servicios a los británicos, acción llamada «requisa».

En otras palabras, las acciones británicas dañaban la prosperidad americana y humillaban los sentimientos americanos. Por el estímulo a los indios, ponían en peligro vidas americanas.

Y pese a esto, en el decenio de 1790-1799 se produjo un aumento de los sentimientos probritánicos en los Estados Unidos. Entre otras cosas, la Revolución Americana había terminado ya y los viejos veteranos revolucionarios tenían seguro el poder en sus manos. No querían más revoluciones, y los sucesos en Europa habían llevado a Gran Bretaña al gran bastión del conservadurismo contra una tempestad revolucionaria que barría a Francia por entonces.

Además, pese al hostigamiento y las humillaciones infligidas por Gran Bretaña al comercio americano, subsistía lo suficiente de éste como para mantener próspera a América y, tal como estaban las cosas, el mantenimiento de esa prosperidad dependía de la buena voluntad británica.

Por consiguiente, pues, los federalistas, que eran apoyados por los hombres de negocios y los sectores comerciales, eran acentuadamente probritánicos. Sorprendentemente, Nueva Inglaterra, que había sido la más fanáticamente antibritánica antes de la Guerra Revolucionaria y durante ella, ahora dio media vuelta y en las primeras décadas de la independencia americana se hizo cada vez más probritánica, casi hasta el fanatismo.

Hamilton aprovechó el incremento del sentimiento probritánico para instar a efectuar negociaciones para dirimir las diferencias pendientes entre los Estados Unidos y Gran Bretaña. Por supuesto, había que hacerlo cuidadosamente, pues las heridas de la Guerra Revolucionaria en modo alguno se habían cicatrizado completamente. Por ejemplo, el mismo Hamilton no podía emprender las negociaciones (aunque hubiese deseado hacerlo) porque era demasiado notoriamente probritánico y tenía demasiados enemigos. En cambio, persuadió a Washington a que enviase a John Jay, presidente del Tribunal Supremo, a Londres. Jay era tan probritánico como Hamilton, pero esta inclinación era menos conocida.

El 19 de abril de 1794 Jay desembarcó en Londres, y el 19 de noviembre concluyó el «Tratado de Londres» con los británicos. En los Estados Unidos era más conocido como el «Tratado de Jay».

Según los términos del tratado, Gran Bretaña hacía escasas concesiones. La cuestión de la requisa y la ayuda británica a los indios no se mencionaban. Todo lo que los británicos concedían era una promesa de que los puestos septentrionales serían evacuados y que se levantarían algunas de las restricciones al comercio americano. Pero, considerando la debilidad americana y la fuerza británica, aun esas concesiones eran dignas de nota y podían no haber sido otorgadas si no hubiera sido porque Gran Bretaña estaba envuelta en una guerra en el continente europeo y no deseaba entrar en inútiles disputas en América del Norte.

A cambio de eso, los Estados Unidos convenían en aceptar el arbitraje en la cuestión de las deudas de los Estados; y finalmente el gobierno federal tuvo que entregar dos millones y medio de dólares a Gran Bretaña.

Toda la misión de Jay fue desde el comienzo un motivo para la lucha entre partidos. Mientras se negociaba el tratado, los republicanos demócratas proclamaron ruidosamente que los federalistas probritánicos pretendían efectuar una traición. Una vez que se publicaron los términos del tratado, aullaron que era una traición. En Virginia, donde la deuda con Gran Bretaña era grande y parecía que el Estado tendría que hacer sacrificios para pagarla, la indignación alcanzó su punto culminante.

Jay fue vilipendiado de un extremo al otro de la nación, y cuando Hamilton trató de hablar en público a favor del tratado, fue recibido con una lluvia de piedras. («Si usáis argumentos tan contundentes —dijo con sequedad— me retiraré»).

Pero el Congreso era vigorosamente federalista. El Cuarto Congreso, elegido en 1794 en medio de un creciente disgusto de los americanos por los sucesos en Francia, vio aumentar la representación federalista en el Senado de 17 a 19, contra 13 de los republicanos demócratas. En cuanto a la Cámara de Diputados, que había tenido una mayoría demócrata republicana en el Tercer Congreso, fue reconquistada por los federalistas en el Cuarto, por 54 votos contra 52.

Washington también usó su influencia en favor del tratado. Fue ratificado exactamente por la mayoría de los dos tercios que exigía la Constitución, y Washington lo firmó el 14 de agosto de 1795.

Pero esto no fue todo. Se necesitaba dinero para hacer efectivas diversas partes del tratado. Era la Cámara de Representantes la que tenía el poder de emitir billetes de dinero y, si bien los republicanos demócratas habían perdido la mayoría en la Cámara, seguían siendo fuertes y parecían totalmente decididos a bloquear todas las asignaciones.

Pero el 28 de abril de 1796 Fisher Ames de Massachusetts (nacido en Dedham el 9 de abril de 1758) se levantó en defensa de las asignaciones. Era un federalista que se había convertido al ultraconservadurismo después de la rebelión de Shays. Ahora, en un vigoroso discurso señaló que, sin el tratado, la guerra con Inglaterra y la destrucción de los Estados Unidos eran inevitables. Este discurso hizo ganar votos suficientes como para hacer aprobar las asignaciones.

En conjunto, el tratado resultó ser mucho mejor de lo que parecía. Por un lado, los británicos abandonaron los puestos septentrionales, de modo que finalmente Estados Unidos fue dueño de su propio territorio. Por otro lado, aunque el tratado no lo exigía, los británicos, de hecho, dejaron de armar a los indios, por lo que hubo calma en el Territorio del Noroeste y pudo continuar su colonización. El comercio de pieles pasó a manos americanas y las condiciones del rico comercio marítimo con las Antillas se aliviaron.

Más aún, el tratado impidió que las relaciones con Gran Bretaña empeorasen y, quizá, degenerasen en una guerra abierta, algo que los Estados Unidos no podían permitirse por entonces, pues probablemente no hubiesen sobrevivido. El tratado sólo retrasó lo inevitable, tal vez, pero lo retrasó diecisiete años, y para entonces los Estados Unidos ya eran suficientemente fuertes como para sobrevivir a la crisis.

Una situación algo similar existía en el sudoeste, donde había aún dominios españoles. Aunque más débil que Gran Bretaña como potencia mundial, el Imperio Español en América del Norte, con casi tres siglos de antigüedad, seguía expandiéndose.

Durante la Guerra Revolucionaria había expulsado a los británicos de Florida y la costa del golfo y había recuperado esas regiones, de modo que los Estados Unidos, por el Tratado de París de 1783, fue excluido del golfo de México. Toda la costa septentrional del golfo estaba dominada por España. Lejos, sobre la costa del Pacífico, el Imperio Español también estaba expandiéndose hacia el norte. Mientras Estados Unidos conquistaba su independencia, se fundaban colonias españolas en lo que es hoy California. San Diego fue fundada en 1769, San Francisco en 1776 y Los Angeles en 1781.

La expansión hacia el norte hasta amenazó un territorio que los Estados Unidos consideraban como propio. Por el Tratado de París, el territorio americano se extendía al sur hasta la línea que señala la actual frontera meridional de Georgia, línea que se extiende al oeste hasta el río Mississippi. Pero España había operado muy al norte de esta línea durante la Guerra Revolucionaria. Toda Luisiana, el vasto territorio situado al oeste del Mississippi, era suya y en un momento, en 1781, las fuerzas españolas tomaron un puesto británico en Fort Saint Joseph, inmediatamente al este del extremo meridional del lago Michigan. España, pues, no vaciló en reclamar como suyos esos territorios sudoccidentales que hoy constituyen los Estados de Alabama y Mississippi. Para apoyar esas reclamaciones, los españoles mantuvieron puestos en el sudoeste y, como los británicos en el Norte, alentaron a los indios a resistirse contra la colonización americana de la región.

Lo peor de todo era que España dominaba el curso inferior del río Mississippi, con un firme asentamiento en ambas orillas, pues poseía la gran ciudad de Nueva Orleans. Antes de la Guerra Revolucionaria, Gran Bretaña había tenido el privilegio de usar libremente el Mississippi a través de todos los territorios dominados por España. Estados Unidos sostenía que había heredado este privilegio con la independencia, pero España pensaba de otro modo. No tenía más deseos que Gran Bretaña de ver establecerse unos Estados Unidos poderosos en el continente y, el 26 de junio de 1784, cerró el Mississippi a los comerciantes americanos. Así quedó bloqueado el más importante camino comercial del interior americano.

Pero España, puesto que era más débil que Gran Bretaña, estaba más dispuesta a negociar. Ya en 1786 ofreció renunciar a sus reclamaciones territoriales más extremas si los americanos reconocían el dominio español sobre el Mississippi inferior. John Jay, que llevaba los asuntos exteriores durante la vigencia de los Artículos de la Confederación, estaba dispuesto a aceptar la propuesta a cambio de concesiones comerciales que favoreciesen a los expedidores del noreste. Pero los Estados meridionales se oponían inflexiblemente a toda concesión a España.

España, entonces, intrigó durante varios años para tratar de separar a los colonos sudoccidentales de los Estados Unidos ofreciéndoles concesiones comerciales. Abrigaba la esperanza de establecer en el valle meridional del Mississippi una región teóricamente independiente, pero, en realidad, bajo dominación española.

Un americano que parecía dispuesto a unirse a España en esto era James Wilkinson de Maryland (nacido en el condado de Calvert en 1757). Era un hombre increíblemente rastrero y traidor con una notable capacidad para salirse con la suya. Había combatido en la Guerra Revolucionaria y alcanzado de alguna manera el rango de general de brigada. Luego había intrigado contra Washington y se había visto envuelto en irregularidades financieras. Ahora, habiéndose trasladado al Oeste después de la guerra, aceptó dinero de España.

En qué habría terminado esto es difícil saberlo, pero los sucesos de Europa cambiaron las cosas. En el decenio de 1790-1799, la guerra se estaba generalizando y la posición de España empeoró. La conclusión del Tratado de Jay le inspiró el temor de que Gran Bretaña y los Estados Unidos se unieran e hiciesen causa común contra ella. Por ello, pidió negociaciones para dirimir las diferencias.

El ministro americano ante Gran Bretaña, Thomas Pinckney de Carolina del Sur (nacido en Charleston el 23 de octubre de 1750), fue enviado a España para negociar un tratado. Como sureño, no estaba dispuesto a conceder nada de importancia.

El 27 de octubre de 1795 se firmó el Tratado de San Lorenzo (habitualmente llamado el «Tratado de Pinckney»). Entre la firmeza de Pinckney y la nerviosidad de España por el Tratado de Jay, los Estados Unidos obtuvieron todo lo que podían razonablemente pedir. El límite se fijó en el paralelo 31°, de acuerdo con el tratado de 1783 con Gran Bretaña, línea que penetraba a lo largo de sesenta y cinco kilómetros en la costa septentrional del golfo de México. Más aún, los americanos recibieron, al menos temporalmente, el derecho de usar libremente el río Mississippi.

En 1795, pues, la frontera americana era clara a lo largo de casi todos sus bordes. Solamente permanecía en disputa la línea entre Maine y Canadá.

La Revolución Francesa.

Extrañamente, la nación con la que los jóvenes Estados Unidos tuvo mayores problemas durante el segundo gobierno de Washington fue Francia, su aliada en la guerra reciente; una aliada sin la cual no podía haberse logrado la independencia.

Había cálidos sentimientos entre el pueblo americano hacia Francia, por supuesto, pero había muchos que no podían permitir que la pura emoción influyera en el juicio. Después de todo, por idealistas que hubiesen sido individualmente algunos franceses, como Lafayette, el gobierno francés había ayudado a los Estados Unidos por su propio interés, y mucho más por enemistad hacia Gran Bretaña que por amistad hacia los colonos. La retribución que Estados Unidos pudiera ahora dar también debía ser por propio interés.

Sin duda, la alianza con Francia continuó. En noviembre de 1788, Thomas Jefferson, que era ministro ante Francia cuando regían los Artículos de la Confederación (por lo cual no desempeñó ningún papel en la Convención Constitucional), negoció una renovación de la alianza.

Los sectores comerciales y empresariales de Estados Unidos, sectores para los que lo principal era el intercambio, es decir, que dependían de Gran Bretaña, al hallar que su interés era ser probritánicos, eran automáticamente antifranceses. La oposición, principalmente rural, podía más fácilmente mantener los sentimientos antibritánicos del pasado y, por ende, tendía a ser profrancesa.

Esta situación se reflejó en los dos partidos americanos desde el instante mismo de su fundación. Los federalistas, conservadores y orientados hacia los negocios, eran probritánicos y antifranceses. Los demócratas republicanos, liberales y con base en los granjeros, eran antibritánicos y profranceses.

La situación se agudizó y llevó a una crisis por el hecho de que Francia se sumergía en el caos y la revolución. El gobierno de Luis XVI, increíblemente corrupto e ineficaz, también estaba financieramente en bancarrota (gracias, principalmente, a los gastos que supuso su intervención en la Guerra Revolucionaria). El descontento creciente entre todos los sectores de la población llevó a Francia al borde de la violencia.

El 14 de julio de 1789, diez semanas después de la investidura de Washington como primer presidente de los Estados Unidos, una muchedumbre parisina atacó y saqueó la Bastilla, la más famosa prisión de Francia y durante siglos el símbolo del poder despótico del rey de Francia. Jefferson, aún ministro americano ante Francia, pero que pronto asumiría su cargo de secretario de Estado, fue testigo del suceso.

El ataque a la Bastilla (hoy celebrado como el día nacional de Francia) inició lo que recibe el nombre de la Revolución Francesa. El poder del rey y de la aristocracia fue limitado constantemente y se hicieron oír cada vez más voces radicales.

Parecía que los Estados Unidos debían dar la bienvenida a una nueva Francia revolucionaria que proclamaba algunos de los ideales democráticos por los que los americanos habían luchado sólo una década antes. Y, en verdad, Jefferson y los demócratas republicanos simpatizaban con ella. Pero los federalistas, que eran de tendencias aristocráticas, sentían antipatía por la creciente Revolución Francesa y se hicieron más firmemente antifranceses.

La Revolución Francesa pronto fue más radical y sangrienta de lo que había sido la Revolución Americana. Había razones para que así fuese; los revolucionarios franceses se enfrentaban con un gobierno más corrupto e ineficiente, con fuerzas enemigas más inmediatas y amenazantes, y no tenían ninguna tradición o experiencia de un gobierno representativo. A medida que la Revolución Francesa se hizo más extrema, el sentimiento americano, en general, se volcó hacia el bando federal.

Los revolucionarios franceses depusieron a Luis XVI y proclamaron una república, el 21 de septiembre de 1792; luego, ejecutaron a Luis, el 21 de enero de 1793 (muy poco después de la elección de Washington para su segundo mandato). Los izquierdistas franceses, llamados «jacobinos», eran fuertes por entonces y gradualmente asumieron el poder. Para los federalistas, la palabra «jacobino» tenía todo el impacto emocional de la voz «comunista» para los conservadores americanos modernos.

Jefferson y sus partidarios eran acusados de abrigar simpatías jacobinas, y al menos una reforma sensata fue rechazada por insensatos sentimientos antijacobinos. Los revolucionarios franceses idearon un sistema decimal de medidas llamado el «sistema métrico», que es con mucho el mejor y el más lógico que se haya inventado nunca. Los americanos podían haberlo adoptado, como adoptaron el sistema decimal de moneda, y estuvieron a punto de hacerlo, pero el hecho de que hubiese sido concebido por «jacobinos» lo impidió. Después, jamás se aceptó el sistema métrico, aunque se estuvo por hacerlo en varias ocasiones. El resultado es que hoy en día todo el mundo usa el sistema métrico o está por adoptarlo; y solamente los Estados Unidos se aterran a su ilógico e inútil sistema deleznable de medidas.

Los monarcas que rodeaban a Francia fueron hostiles a los revolucionarios desde el comienzo, pues pensaban, con toda razón, que si la ineficiencia despótica era destruida en Francia, sus propios tronos estaban en peligro. Cuando Luis XVI fue ejecutado, pensaron que sus propias personas estaban en peligro. Gran Bretaña, aunque no era una monarquía absoluta, también era hostil, en parte por vieja enemistad y en parte por disgusto ante las tácticas revolucionarias francesas.

Los revolucionarios franceses, exasperados por la interferencia extranjera y en busca de un modo de unir a los franceses contra un enemigo común, declararon la guerra a Gran Bretaña, España y Holanda, el 1 de febrero de 1793. Esto inició una guerra de veintidós años, durante la cual Francia ganó enormes victorias, obtuvo enorme poder, y luego sufrió enormes derrotas y perdió todo. También creó la situación que hizo posible el Tratado de Jay y el Tratado de Pinckney.

Puesto que durante toda esta guerra Gran Bretaña luchó contra el poder francés del lado de la estabilidad conservadora, los federalistas se hicieron cada vez más probritánicos, y los demócratas republicanos, que no deseaban una Francia demasiado fuerte, se hicieron más tibiamente profranceses.

El comienzo de la guerra planteó a Estados Unidos un dilema. Según los términos de la alianza con Francia, podía parecer que los Estados Unidos debían acudir en ayuda de su vieja amiga. Ciertamente, Francia esperaba que lo hiciera. Por otro lado, Estados Unidos no estaba en condiciones de ir con ligereza a la guerra.

Los partidos se alinearon como se esperaba. Hamilton y los federalistas insistían en que el tratado con Francia había sido hecho con Luis XVI y había muerto con este monarca. Jefferson y los demócratas republicanos sostenían que el tratado había sido hecho con el pueblo francés y tenía más validez que nunca ahora que el pueblo dominaba en la nación.

Washington vacilaba, y luego halló una salida magistral. Sin aceptar ni negar la validez del tratado, sencillamente señaló que éste exigía a Estados Unidos acudir en ayuda de Francia si ésta era atacada. Puesto que era Francia la que había declarado la guerra, Francia era la atacante, no la atacada, y Estados Unidos quedaba libre de la obligación de ir en su ayuda. Por ello, el 22 de abril de 1793 proclamó la neutralidad en el conflicto europeo. A fin de endulzar esto un poco para Francia, también aprovechó la oportunidad para reconocer la República Francesa.

Pero antes de que los Estados Unidos proclamasen su neutralidad, la nueva República Francesa había enviado un ministro a los Estados Unidos, quien cruzó el océano con la firme creencia de que hallaría un aliado entusiasta. El ministro era Edmond Charles Genét. Puesto que los revolucionarios franceses habían abolido todos los títulos y decretado que había que dirigirse a todo el mundo, sin excepción, como «ciudadano», comúnmente es llamado en los libros de historia el «Ciudadano Genét».

Genét llegó a Charleston, Carolina del Sur, el 8 de abril, y, con la tranquila suposición de que Estados Unidos era un aliado, procedió a poner en servicio barcos en calidad de corsarios, para que atacasen barcos ingleses en beneficio de Francia. En esto, tuvo la cooperación del gobernador de Carolina del Sur. También trató de organizar expediciones terrestres contra el territorio británico del norte y el territorio español del sur. Nada menos que George Rogers Clark fue encargado de conducir una expedición contra Nueva Orleáns.

Al viajar de Charleston a Filadelfia, a través de territorio demócrata republicano, Genét fue saludado en todas partes con enorme entusiasmo. Las reuniones a las que asistió y los discursos grandilocuentes que oyó adulando a la Revolución Francesa lo convencieron de que el país estaba con él, y no se sintió perturbado por la Proclamación de Neutralidad (que se produjo dos semanas después de su llegada) ni por la fría recepción que le brindó Washington el 18 de mayo.

Genét fue informado de que sus actividades violaban la neutralidad americana y prometió comportarse bien, pero no hizo tal cosa. Siguió estimulando a los americanos a efectuar acciones bélicas y, en verdad, cuando recibió una nueva advertencia, amenazó con apelar al pueblo americano pasando por encima de Washington.

En esto, fue demasiado lejos. Los demócratas republicanos apoyaban a Francia y estaban en contra de la neutralidad, pero ni siquiera ellos estaban dispuestos a apoyar a un diplomático extranjero contra su propio gobierno. En verdad, los excesos de Genét estaban inclinando la nación hacia el federalismo, y Jefferson reconoció el hecho de que estaba perjudicando la causa demócrata republicana. El mismo sugirió que Genét fuese expulsado. El 23 de agosto, Washington pidió a Francia que llamase de vuelta a Genét.

Francia estaba muy dispuesta a llamar a su ministro, pues por entonces su gobierno se había desplazado mucho más a la izquierda y los jefes del partido al que pertenecía Genét estaban siendo guillotinados. En verdad, el sucesor de Genét llegó con una orden de arresto de su predecesor.

Genét pidió asilo y Washington se lo concedió. Genét se estableció en Nueva York, se casó con la hija del gobernador George Clinton y se convirtió en ciudadano americano. Se convirtió en un granjero americano durante los cuarenta y un años restantes de su vida, con lo que vivió lo suficiente para ver a Francia gobernada nuevamente por reyes.

El asunto Genét benefició a los Estados Unidos, ya que puso fin de modo efectivo a la alianza con Francia y le dio la oportunidad de mantener su neutralidad durante casi veinte años. También dio a Washington, a quien se había ofendido, el empujón final hacia los federalistas y sus opiniones probritánicas. Hasta entonces, había mantenido a Hamilton y Jefferson en su gabinete pese a su intenso enfrentamiento, pero ahora estaba dispuesto a dejar que Jefferson se marchase. Éste renunció como secretario de Estado el 31 de diciembre de 1793 y pasó abiertamente a la oposición.

Hamilton y Adams.

No todos los problemas del segundo gobierno de Washington se relacionaban con la política externa. Hubo también problemas internos que, por un momento, llegaron a un nivel en que se los pudo calificar de «rebelión».

Hamilton, en su esfuerzo para dar estabilidad financiera a los Estados Unidos, hizo aprobar ciertos impuestos al consumo por el Congreso en 1791, y uno de ellos afectaba al whisky y otras bebidas destiladas. Era un impuesto directo, como la mal afamada Ley de Timbres de un cuarto de siglo antes, y halló un poco la misma reacción.

En Pensilvania occidental la oposición fue particularmente intensa. Los granjeros de allí tenían dificultades para transportar cereales por caminos primitivos a través de extensas soledades. Comúnmente convertían el excedente de cereales en whisky, que era más fácil de transportar, podía conservarse indefinidamente y era muy solicitado. El impuesto sobre el whisky reducía mucho sus ganancias y hubo agitadas reuniones en Pittsburgh en 1792, en las que se lanzaron invectivas contra el impuesto al whisky en términos muy semejantes a los utilizados contra la Ley de Timbres.

Un dirigente de los protestadores era Albert Gallatin (nacido en Ginebra, Suiza, el 29 de enero de 1761), quien había llegado a América en 1780 y, después de una breve estancia en Boston, se había establecido en las soledades de Pensilvania. Era miembro de una comisión que amenazaba con usar todas las medidas legales para impedir la recaudación. Y así lo hicieron. También usaron métodos ilegales. Los agentes fiscales fueron alquitranados y emplumados, y recibieron otros rudos tratos.

En 1794, cuando las leyes concernientes a la recaudación del impuesto fueron reforzadas, la resistencia también aumentó, y en julio Pensilvania occidental parecía en rebelión abierta. (Estas acciones han sido llamadas la «rebelión del whisky»).

El gobernador de Pensilvania, un demócrata republicano, no hizo nada y Hamilton urgió a Washington a usar el poder federal directo. El 7 de agosto de 1794 llamó a 13.000 soldados de Virginia, Maryland, Pensilvania y Nueva Jersey. Bajo el mando de Hamilton (que siempre soñaba con la gloria militar) y el mismo Washington acompañándole (en parte para mantener una vigilancia paternal sobre su protegido), el ejército marchó hacia la región desafecta y toda resistencia se derritió ante ellos. No hubo ninguna batalla. En noviembre todo había terminado. Dos cabecillas fueron capturados, enjuiciados por traición y condenados, pero pronto Washington los perdonó.

La importancia del incidente residía en que el gobierno federal había demostrado que podía emprender una acción directa para sofocar la rebelión. No tuvo que actuar a través de los diversos Estados. Este adicional fortalecimiento del gobierno federal convenía a Hamilton, aunque exacerbó aún más la oposición de la comunidad de los granjeros contra el Partido Federalista.

Pero a medida que el segundo mandato de Washington se acercaba a su fin, pareció estar cada vez menos por encima de las luchas partidistas que dividían al país.

Para entonces, Hamilton se había convertido en una persona tan controvertida y era tan claramente el objeto del rencor demócrata republicano que finalmente renunció como secretario del Tesoro, el 31 de enero de 1795. Fue el primero en ocupar ese cargo y, en opinión de muchos, también el más grande. Pero siguió siendo gran amigo y consejero de Washington, y fue más que nunca el poder detrás del trono, pues ahora podía actuar más tranquilamente.

Una renuncia más desdichada fue la de Edmund Randolph, quien había sido nombrado secretario de Estado en reemplazo de Jefferson. Randolph era tan profrancés como Jefferson y se descubrieron elementos de juicio que parecían indicar que Randolph recibía sobornos de Francia. Enfrentado por Washington con los elementos de juicio, Randolph renunció ante los ataques y se retiró a la vida privada. Fue reemplazado por Timothy Pickering de Massachusetts (nacido en Salem el 17 de julio de 1745), que era un ultrafederalista y un inflexible partidario de Hamilton.

Todos los ojos estaban puestos en el presidente ahora. ¿Qué decidiría con respecto a 1796? ¿Se ofrecería para ocupar la presidencia nuevamente?

Washington estaba decidido a no hacerlo en ninguna circunstancia. Tenía sesenta y cuatro años y estaba ansioso de librarse de la responsabilidad en la que había actuado casi continuamente durante veinte años. Más aún, en los últimos años de su presidencia se había visto cada vez más vilipendiado por autores y oradores demócratas republicanos a medida que él se inclinaba por el bando federalista, y hallaba esto difícil de soportar.

De modo que planeó retirarse y lo anunció en una especie de Alocución de Despedida a la nación. Fue preparada en gran medida por Hamilton, quien la redactó de manera que diera el prestigio de Washington a la doctrina federalista. El 19 de septiembre de 1796 fue publicada en los periódicos.

En esa alocución, Washington anunciaba que no aceptaría un tercer mandato y denunciaba el desarrollo de los partidos políticos y del espíritu partidista que invadía en forma creciente la política americana. (¡Ay!, su denuncia no sirvió de nada).

Luego pasaba a defender su política de neutralidad, el punto por el que había sido criticado más frecuentemente. Advirtió a la nación que debía evitar verse envuelta innecesariamente en querellas extranjeras. Subrayó que los Estados Unidos debían atender a su propio interés al tratar con el resto del mundo y, por tanto, que «nuestra verdadera política es evitar alianzas permanentes con ninguna parte del mundo exterior».

Después de todo, Estados Unidos era una nación débil a la sazón, y si bien la alianza con una nación podía beneficiar a sus intereses en un momento determinado, en otro momento podían ser mejor servidos por la alianza con otra nación. Por ello, Washington decía que «podemos confiar con seguridad en alianzas temporales para situaciones extraordinarias».

Este consejo juicioso fue deformado en años posteriores para presentar a Washington como si hubiese aconsejado a los Estados Unidos ponerse en contra de todas las alianzas exteriores. Esto condujo a la nación a un aislamiento que sería útil en el siglo XIX, pero muy perjudicial en el siglo XX.

Así, Washington se retiró y, por primera vez en su historia, Estados Unidos estuvo frente a una lucha por la presidencia, a medida que 1796 se acercaba a su fin.

Participó en esa lucha un nuevo Estado constituido con la región occidental de Carolina del Norte. Esa región había sido reclamada por Carolina del Norte antes de la Revolución y, en fecha tan tardía como 1783, fue organizada como el condado más occidental de Carolina del Norte, con capital en Nashville (así llamada en homenaje a Francis Nash, un general de Carolina del Norte que había muerto en acción durante la Guerra Revolucionaria).

Después de la guerra, cuando Carolina del Norte puso en práctica su promesa de ceder sus tierras occidentales al gobierno central, los colonos de la región trataron de apresurar las cosas formando un Estado al que llamaron «Franklin» (por Benjamin Franklin). John Sevier (nacido en New Market, Virginia, en 1745) se desempeñó como su gobernador, pero el Estado no fue reconocido y en 1788 se disolvió.

Pero, a medida que la población crecía, no podía posponerse la creación de un Estado. El 21 de enero de 1796 se adoptó una constitución estatal, John Sevier fue nuevamente elegido gobernador y, el 1 de junio de 1796, la región ingresó a la Unión como el décimo sexto Estado, con el nombre de Tennessee, nombre de origen indio pero de significado desconocido.

El 7 de diciembre de 1796, pues, 138 electores de dieciséis Estados se dispusieron a elegir presidente y vicepresidente.

El candidato federalista lógico era Hamilton. Sin duda, Hamilton no era nativo, un requisito constitucional para ocupar la presidencia, pero una cláusula especial permitía una excepción en el caso de aquéllos que eran ciudadanos en el momento de la adopción de la Constitución, aunque hubiesen nacido en el extranjero. (Se supone que se introdujo esta excepción pensando específicamente en Hamilton).

Sin embargo, Hamilton había estado en primera fila de la batalla y si bien tal vez era el hombre más brillante de América, también era el más odiado. Había sido acusado de irregularidades financieras y de mantener relaciones con mujeres, y algo de las calumnias cundió. No era posible tratar de que se lo eligiese, para no hablar de gobernar el país.

A falta de él, estaba John Adams. Éste era bajo, rechonchón, vano, frío, sin tacto y antipático, pero no había duda de que era inteligente, capaz, rígidamente honesto y merecía el reconocimiento de su país. Había sido una figura descollante en la lucha contra la Ley de Timbres, por la independencia y en las negociaciones del tratado de paz. Había sido el primer ministro de Estados Unidos ante Gran Bretaña (una posición difícil, considerando la situación) y había pasado ocho años en el ingrato cargo de la vicepresidencia, que para Adams era de una irritante impotencia.

Pero a Hamilton le disgustaba Adams, de quien pensaba que no era suficientemente federalista ni un admirador suficientemente intenso de Hamilton. Éste deseaba seguir siendo la potencia detrás del trono e inició una campaña para persuadir a todos los electores que votasen por Adams a que votasen también por Thomas Pinckney (quien había hecho aprobar el Tratado de Pinckney y, por ende, era popular en regiones que eran demócratas republicanas).

La razón ostensible de Hamilton para hacer eso era impedir que Jefferson ocupase el segundo lugar y, así, se convirtiese en vicepresidente. Pero la razón real, se piensa, era la esperanza de que la impopularidad personal de Adams diese como resultado que algunos electores votasen por Pinckney y, al último momento, decidiesen no votar por Adams. Esto habría hecho de Pinckney el nuevo presidente, cosa preferible para Hamilton.

Desgraciadamente para Hamilton, su acción tuvo un efecto bumerang. Algunas de sus dudosas intenciones fueron reveladas a Adams, y los electores que favorecían a éste dieron su segundo voto a Jefferson, en algunos casos para fastidiar a Hamilton. El resultado fue que, de los votos emitidos, 71 eran para Adams, 68 para Jefferson y 59 para Pinckney.

Adams se convirtió en el segundo presidente de los Estados Unidos y Thomas Jefferson en el segundo vicepresidente.

Esta elección reveló un serio fallo en el sistema constitucional para elegir a los hombres que debían ocupar los dos cargos. Los creadores de la Constitución habían pensado en electores que elegían a sus hombres por razones elevadas, idealistas, de modo que el mejor hombre se convirtiera en presidente y el segundo mejor en vicepresidente.

En cambio, los electores votaron por consideraciones partidistas. Esto hacía muy probable, de hecho casi inevitable, que el hombre con la segunda cantidad mayor de votos fuese del partido opuesto al del hombre que recibiera la mayor votación, como en ese caso había ocurrido.

Desde el punto de vista federalista, era afortunado que el vicepresidente tuviese escaso poder. Además, los federalistas también triunfaron en el Congreso, gracias al permanente disgusto nacional por los excesos de la Revolución Francesa. En el Quinto Congreso, que se reunió en 1797, hubo una ganancia de un escaño en el Senado para los federalistas, quienes ahora llevaron la oposición por 20 votos contra 12, y en la Cámara de Diputados, donde había 58 votos contra 48.

El peor aspecto de la elección, para los federalistas, era que la disputa entre Hamilton y Adams continuaba y prácticamente desgarraba al partido por la mitad. Adams, quien carecía de la tortuosidad del político de éxito, conservó en sus puestos a los miembros del gabinete de Washington. Entre ellos, estaba Pickering, como secretario de Estado, aunque Pickering estaba totalmente del lado de Hamilton y no pensaba en absoluto traicionar a su jefe. Aunque Adams sabía que ciertos miembros del gabinete conspiraban con Hamilton, su fría integridad lo obligaba a mantenerlos mientras pensase que realizaban bien sus tareas.

Crisis con Francia.

Cuando Adams recibió la investidura, el 4 de marzo de 1797 (y Washington se convirtió en el primer expresidente de la nación), el país se enfrentó con una situación más seria que las querellas partidistas internas.

Francia estaba furiosa por el Tratado de Jay, que parecía mantener a los Estados Unidos comercialmente atado a Gran Bretaña, y por lo que parecía ser una ingratitud de los americanos hacia la ayuda francesa brindada quince años antes.

Por ello, Francia inició un plan de hostigamiento de los barcos americanos, y, en diciembre de 1796, cuando Charles Cotesworth Pinckney, de Carolina del Sur (nacido en Charleston en septiembre de 1746, un hermano mayor de Thomas Pinckney y delegado en la Convención Constitucional) fue enviado a Francia como ministro, el gobierno francés se negó a recibirlo. Se vio obligado a trasladarse a los Países Bajos. Francia, al parecer, había roto las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos el 15 de noviembre.

Esto era algo muy cercano a la guerra, y algunos de los ultrafederalistas estaban dispuestos a considerarlo así. Pero Adams no quería arriesgarse a una guerra antes de haber hecho algún esfuerzo por evitarla. Envió a Europa a dos hombres más, para que se unieran con Pinckney. Uno de ellos era John Marshall, el federalista de Virginia, quien era particularmente valioso para el partido porque era un enemigo a muerte de Thomas Jefferson. El otro era Gerry de Massachusetts, un ardiente demócrata republicano. (Esto creó el precedente de que, en los asuntos exteriores, no se debe ignorar totalmente al partido de la oposición). Los tres hombres recibieron instrucciones de suavizar las relaciones con Francia. El gobierno francés admitió negociar con ellos; llegaron a París el 4 de octubre de 1797.

Por entonces, el «reinado del terror» que había caracterizado al período más radical de la Revolución Francesa había terminado, y Francia era gobernada por un suave pero muy corrupto «Directorio» de cinco hombres. Su ministro de Asuntos Exteriores era el brillante Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, quien tenía, entre sus defectos, un desmedido amor por el dinero y una total disposición a aceptar sobornos.

Tres agentes de Talleyrand se reunieron con los delegados americanos y pronto quedó claro que lo que se necesitaba era dinero. Si los americanos querían la paz, tendrían que pagar por ella.

Los delegados americanos no tenían ninguna autoridad para ofrecer dinero, pero cuando trataban de negociar racionalmente, siempre se llegaba a la cuestión del soborno. Finalmente, uno de los agentes franceses lo dijo sin rodeos y pidió una respuesta.

Pinckney, exasperado, le dio una: «No, no, ni un céntimo». (Más tarde surgió la leyenda de que había dicho: «Millones para la defensa, pero ni un céntimo como tributo». Pero éste es el tipo de frase que los hombres de relaciones públicas inventan después de los hechos).

Eso puso fin a la cuestión. Pinckney y Marshall volvieron a su país. Gerry, el demócrata republicano, se quedó un poco más, con la esperanza injustificada de que Francia decidiera ser razonable. Luego, también se marchó.

La estúpida (no puede usarse otra palabra) acción de Francia fue un regalo del cielo para los federalistas. Adams ordenó la publicación de los detalles de la cuestión (sustituyendo los nombres de los tres agentes de Talleyrand por X, Y y Z, por lo que ha sido llamada desde entonces el «asunto XYZ») y los Estados Unidos vibraron de indignación.

Por primera y única vez en su historia, Adams fue, por breve tiempo, un ídolo popular. La canción «Hail, Columbia» fue escrita por entonces, obra de Joseph Hopkinson de Pensilvania (nacido en 1770). En ella, se elogiaba a Washington por su nombre y a Adams llamándolo «el jefe que ahora manda». Fue cantada en todas partes con delirantes aplausos y los demócratas republicanos fueron reducidos a silencio. Ni siquiera Jefferson pudo decir nada.

En la ola de patriotismo que resultó de ello, los federalistas llegaron al pináculo de su poder. En las elecciones de mitad del mandato para el Sexto Congreso, los federalistas ganaron seis escaños más en la Cámara de Representantes, reduciendo los escaños demócratas republicanos de 64 a 42. Aunque perdieron un escaño en el Senado, su mayoría siguió siendo cómoda, de 19 a 13.

Los ultrafederalistas, percibiendo el ánimo de la nación, pidieron, exultantes, la guerra. El miembro del gobierno que se destacó en esta demanda fue Timothy Pickering, el secretario de Estado.

Pero Adams se resistió a ir demasiado lejos. Si tenía que haber guerra, que Francia la declarase. La política americana se limitaría a hacer preparativos para la guerra y a defender el país, si era atacado, pero no se haría una formal declaración de guerra.

Se dieron los primeros pasos, en efecto, y se gastaron millones en la defensa. En 1797, se construyeron los primeros barcos de guerra dignos de nota de la armada americana. El United States fue botado en Filadelfia, el Constellation en Baltimore y el Constitution en Boston. Un Ministerio de Marina independiente fue creado el 30 de abril de 1798, y también un cuerpo de infantería de marina. El ejército fue reforzado, y Washington fue llamado nuevamente del retiro para que lo comandase.

Era Hamilton quien realmente quería encabezar el ejército, pero esto Adams no lo permitió en ninguna circunstancia. Pero Washington no quiso asumir el mando a menos que se hiciese a Hamilton su segundo jefe, y Adams tuvo que aceptarlo, lo cual significó que la querella entre Hamilton y Adams se hizo aún más enconada.

Se produjo una guerra naval no declarada entre las dos naciones, en la que durante un año, aproximadamente, barcos franceses y americanos lucharon, cuando se encontraban en alta mar. Cada parte capturó unos 100 barcos del contrario, y la batalla más notable se dio el 9 de febrero de 1799, cuando el Constellation capturó la fragata francesa L’Insurgente. En general, el curso de los sucesos fue favorable a los americanos.

En 1799, el Directorio francés fue derrocado por un general de treinta años asombrosamente capaz, Napoleón Bonaparte. Ahora gobernó la nación con el título de «cónsul», y tenía grandiosos planes en los que una inútil guerra con Estados Unidos no tenía cabida alguna. Por ello, cuando Adams intentó reanudar las negociaciones (para horror de los ultrafederalistas) Bonaparte aceptó de buena gana.

El 30 de septiembre de 1800 se firmó el Tratado de Mortfontaine (habitualmente llamado la «Convención de 1800»). Francia convino en recibir un ministro americano y en tratarlo con dignidad. Más aún, se puso fin formalmente a la alianza de 1788, y los Estados Unidos entraron en el nuevo siglo totalmente desembarazados de toda alianza extranjera.

Adams manejó toda la cuestión notablemente bien, sin un fallo, en verdad, pero al hacerlo dividió el Partido Federalista. Los ultrafederalistas se mostraron tan abiertamente en rebelión que Adams tuvo que despedir a Pickering como secretario de Estado y nombrar a John Marshall en su lugar.

Adams no fue tan juicioso en asuntos internos. La oleada de resentimiento contra Francia se endureció hasta constituir un áspero movimiento federalista contra los extranjeros y los disidentes. Los inmigrantes estaban afluyendo a los Estados Unidos y llevaban consigo sus costumbres europeas. Muchos de ellos, particularmente los de origen francés, dieron su apoyo a la causa demócrata republicana.

Los conservadores americanos (como casi siempre desde entonces), pues, recelaron de los «agitadores extranjeros» y los ultrafederalistas vieron en ello la oportunidad para hacer permanente su dominación del país y convertirlo en una república aristocrática, como una especie de Gran Bretaña sin rey.

En el verano de 1798, aprovechando el aumento de los sentimientos antifranceses, el Congreso dominado por los federalistas aprobó una serie de leyes. Una de ellas, aprobada el 18 de junio, aumentaba el requisito de residencia para la naturalización de cinco años (como se había establecido en 1795) a catorce años. Otra ley daba al presidente el derecho de expulsar a extranjeros del país, si los consideraba peligrosos o sospechaba en ellos una inclinación a la traición. Estas dos leyes equivalían a un permiso general al presidente para expulsar a su voluntad a cualquier extranjero durante un período de catorce años después de su llegada. Los «agitadores extranjeros» tendrían que estarse quietos.

Pero ¿qué ocurriría con los que ya eran ciudadanos o habían nacido en los Estados Unidos pero causaban problemas? El 14 de julio de 1798 se aprobó una ley contra la sedición nativa. Se imponían severas penas contra cualquiera, extranjero o ciudadano, que conspirase para oponerse a la ejecución de las leyes, u hostigase a cualquier funcionario federal que tratase de aplicar la ley o que se reuniese en multitudes con el fin de provocar disturbios. Más aún, se imponían penas también por «cualquier escrito falso, escandaloso o malicioso» con la intención de dañar la reputación del presidente, del Congreso o del gobierno federal en general.

Algo podía decirse a favor de estas «Leyes sobre Extranjeros y Sedición», como fueron llamadas. El gobierno federal aún era joven e inexperto, y existía un verdadero peligro de que pudiese ser despedazado si no había límites por parte de los partidistas políticos. Y éstos no se ponían límites. Era un período de elocuencia calumniosa y de una violencia fácil de provocar.

Aunque era claro que esas leyes violaban la libertad de expresión y de prensa establecida por la Primera Enmienda a la Constitución, habrían despertado menos resentimiento si se las hubiese puesto en práctica de una manera no partidista. Pero los federalistas, juzgando erróneamente el temperamento del país, procedieron a hacer de las leyes un arma política. Cientos de extranjeros fueron expulsados, pero todos ellos simpatizaban con los republicanos demócratas. Setenta individuos fueron puestos en prisión de acuerdo con la Ley de Sedición, todos ellos republicanos demócratas.

Los republicanos demócratas, bajo líderes como Jefferson y Madison, cuyo prestigio los ponía por encima de todo reproche, reaccionaron violentamente y hallaron fácil comparar la situación de ese momento con la que había imperado bajo Jorge III. El resultado fue que, si bien los federalistas parecían más poderosos que nunca al poner en vigor esas leyes, estaban perdiendo terreno entre el pueblo.

La oposición demócrata republicana fue tan lejos que las legislaturas estatales de Kentucky y Virginia aprobaron resoluciones, a fines de 1798, en las que se denunciaba a las Leyes sobre Extranjeros y Sedición en términos que hacían recordar a los de James Otis y Patrick Henry de treinta años antes.

Las Resoluciones de Kentucky (redactadas por Jefferson) y las Resoluciones de Virginia (redactadas por Madison) afirmaban que las Leyes sobre Extranjeros y Sedición eran inconstitucionales, y que el gobierno federal, al ponerlas en práctica, estaba empeñado en una actividad ilegal.

Ambos conjuntos de resoluciones, particularmente las aprobadas en Kentucky, adoptaban la posición de que, cuando el gobierno federal emprendía acciones ilegales e inconstitucionales, correspondía a los gobiernos estatales intervenir y, presumiblemente, prohibir la ejecución de esas leyes dentro de sus límites.

Ni Kentucky ni Virginia, en realidad, trataron de hacerlo, y ambos Estados proclamaron su completa lealtad a la Unión, pero esta teoría según la cual los Estados eran soberanos y tenían derecho a juzgar las acciones del gobierno federal, siguió siendo una firme creencia de muchos. Esta idea de «derechos de los Estados» iba a surgir una y otra vez en la historia de la nación.

La doctrina de los derechos de los Estados, por la cual cada Estado era, en definitiva, el amo en su territorio, ciertamente hubiera destruido a la Unión si realmente se la hubiera aplicado, y no sólo proclamado, y llegaría el tiempo en que esto estuvo a punto de ocurrir.

Mas por el momento las crecientes pasiones fueron acalladas por la noticia de que George Washington había muerto.

El 12 de diciembre de 1799 cogió una laringitis después de exponerse a caballo, de manera poco juiciosa, a la acción de un día frío y nevoso. Si se le hubiera dejado tranquilo, con calor y reposo, indudablemente se habría recuperado. Pero los médicos se metieron con él y, siguiendo la práctica médica de la época, le aplicaron cuatro sangrías intensas y lograron matarlo. Murió el 14 de diciembre.

Henry Lee de Virginia (nacido en el condado de Prince William el 21 de enero de 1756), quien había sido un jefe de caballería durante la Guerra Revolucionaria y por ende era llamado «Harry de la Caballería Ligera», y que ahora era congresista después de haberse desempeñado como gobernador de su Estado, escribió un elogio de Washington. Fue leído en una sesión del Congreso del 19 de diciembre, y en él aparece un pasaje en el que se declara que Washington fue «el primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en los corazones de sus compatriotas». Esta frase ha estado asociada a Washington desde entonces. También se lo llama comúnmente el «Padre de este país», expresión que Henry Knox fue el primero en aplicarle, en 1787.