XV. ¡ARRIBA!

La semana pasada me encontraba en Boston para la inauguración de un nuevo edificio en el Centro Médico de la Universidad de Boston. A fin de cuentas, soy profesor de Bioquímica allí, y debo hacer algo para demostrarlo de vez en cuando.

Di una charla en el almuerzo, y antes me entrevistaron y me dijeron que dicha entrevista aparecería al día siguiente en el USA Today, pero yo no lo vi. (A pesar de la reputación de que poseo un ego monstruoso, por lo general consigo no verme en los periódicos o en la televisión. Me pregunto el porqué. ¿Será porque no tengo un ego monstruoso?).

Alguien me dijo, un par de días después:

—Ayer salió una entrevista suya en el USA Today.

—¿De veras? —exclamé—. No la vi. ¿Era interesante? —Decían que usted no va en avión— fue la respuesta.

¡Gran noticia! Cada vez que me entrevistan aparece esto. Ningún entrevistador, durante un número considerable de años, ha dejado de preguntarme por qué no voy en avión. Naturalmente, la respuesta es que tengo miedo a volar, y no tengo el menor interés en corregir ese temor. Pero ¿por qué? ¿Por qué eso ha de salir siempre en los titulares?

Cuando sugiero que carece de importancia el que no vaya en avión, el entrevistador siempre se siente obligado a reflexionar sobre el hecho curioso de que, en mi imaginación, recorro el Universo de una punta a otra y sin embargo, no vuelo en la vida real.

¿Por qué, pregunto una vez más? También escribo novelas policíacas y nunca he matado a nadie, o escribo cosas fantásticas, sin realizar encantamientos en la vida real.

Me cansa un poco el ser una fuente constante de asombro para todos simplemente porque no voy en avión, y a veces pienso que me hubiera librado de este problema si jamás se hubiera pensado en todo este asunto del volar.

Así que vamos a considerar los orígenes de eso de ascender a los cielos y planteémonos una pregunta: ¿Cómo se llamaba el primer aeronauta? No, la respuesta no es Orville Wright.

La gente siempre ha querido volar. Supongo que lo que les dio esta idea, en primer lugar, fue el hecho de que existían algunos seres vivos que lo hacían. Existen en la actualidad tres grupos de animales que han desarrollado el vuelo verdadero: insectos, aves y murciélagos. (También existe un cuarto grupo: los reptiles voladores del mesozoico, en la actualidad extintos, pero su existencia fue desconocida para los seres humanos hasta el siglo XIX).

Todos los organismos voladores tienen algo en común: alas que baten contra el aire. Sin embargo, cada variedad posee alas de un tipo característico. Los seres humanos han atribuido a cada tipo de alas unos caracteres míticos adecuados, y han conseguido de este modo dejar muy clara la relativa popularidad de las tres. Así, demonios y dragones tienen alas de murciélago; las hadas, diáfanas alas de mariposa, y los ángeles están equipados con grandes alas de pájaro.

Cuando los seres humanos soñaron con volar, recurrieron a cosas mágicas: alfombras que volaban al oír una palabra mágica, caballos de madera que volaban al darle vueltas a una clavija mágica, etcétera. Cuando se pedía cierto realismo, se imaginaba que la criatura voladora poseía alas. El ejemplo más famoso es Pegaso, el caballo alado.

Entre los antiguos nadie pareció percatarse de que todos los organismos que volaban eran pequeños. Los insectos son diminutos, los murciélagos, por lo general, tienen el tamaño de un ratón, e incluso las más grandes aves voladoras son mucho más pequeñas que muchos de los animales que no vuelan (o incluso que aves no voladoras como los avestruces). Si se hubieran percatado de ello, la gente tal vez habría deducido que no había modo razonable de que unas criaturas auténticamente grandes pudiesen volar. No podía haber pitones con alas (dragones), ni caballos alados, ni hombres con alas.

Si la gente ignoraba esta obvia (retrospectivamente) deducción tal vez era porque les parecía que había algo, aparte de la pequeñez, que constituía la clave del volar. Las aves eran las criaturas voladoras por excelencia, y lo que tenían que no poseían las no aves era: plumas.

Y lo que es más: las plumas son fáciles de asociar con el vuelo. Son tan ligeras que se han convertido en imagen de esa cualidad. El cliché es: «Ligero como una pluma». Una pequeña pluma cubierta de pelusa flotará en el aire, elevándose con cada soplo de viento casi como si tratase de volar por sí misma, incluso sin el impulso de una vida interior.

Así pues, parecía natural suponer que, si un hombre tuviese que volar, no debería proveérsele de alas sino de plumas.

Así, cuando Dédalo en el mito griego, quiso huir de Creta, se fabricó unas alas pegando plumas con cera. Él y su hijo Icaro, equipados con esos conglomerados de plumas en forma de alas, pudieron volar, no gracias a algo siquiera vagamente aerodinámico, sino gracias a las propiedades aeronáuticas de las plumas. Cuando Icaro voló demasiado alto y, por lo tanto, demasiado cerca del Sol, la cera se derritió, las plumas se separaron y él se precipitó al suelo y se mató.

En realidad, sólo las aves vuelan gracias a las plumas, y ningún ser humano o artefacto construido por él ha volado nunca batiendo unas alas, estuviesen éstas provistas o no de plumas. Cuando se logró la propulsión activa a través del aire, fue por unas hélices que giraban o por los tubos de escape de un reactor, método que no emplea ningún organismo que vuele de modo natural.

Sin embargo, no es necesario volar para viajar a través del aire y ser aeronauta. Es decir, no es necesario moverse independientemente del viento. Basta moverse con el viento y aprovechar las corrientes ascendentes para no descender bajo la atracción inexorable de la gravedad; por lo menos, durante algún tiempo. Ese movimiento con el viento se llama «planeo».

Algunas veces, aunque pueden volar perfectamente, de vez en cuando planean durante considerables períodos de tiempo, con las alas extendidas y mantenidas firmes. Cualquiera que observe a un ave que haga esto tendrá la impresión de que planear es más divertido que volar. El vuelo requiere un esfuerzo constante y enérgico, mientras que el planear es reposado.

Algunos animales (tales como las ardillas voladoras, el lemur volador, los falangeros voladores y otros) que no pueden volar, pueden, no obstante planear. Sus «vuelos» son naturalmente, muy limitados cuando los comparamos con los de los voladores auténticos. Los planeadores son más pasivos que activos: se mueven bajo el control del aire y no bajo el de su voluntad.

No obstante, es mucho más sencillo emular el planeo que el vuelo. Cualquier cosa ligera y plana, que presente una gran superficie al aire, puede llegar a deslizarse a través de éste. Si se construye un objeto planeador lo suficientemente ligero y lo bastante grande y se idea una forma de hacerlo maniobrar desde el suelo, aprovechando las corrientes ascendentes, se tiene una cometa, algo que se ha usado como juguete en el Asia oriental desde los tiempos antiguos.

Cuanto mayor es la cometa, cuanto mayor es su área superficial en comparación con su peso total, mayor sería el peso ajeno que llevara. Si se hace una cometa lo suficientemente grande (y, sin embargo, lo bastante fuerte), puede llevar a un ser humano. Esto es así particularmente si se desarrolla la ciencia aerodinámica y si una gran cometa (o «planeador») tiene una forma con la que se incremente su eficacia. En 1891, el aeronauta alemán Otto Lilienthal (1848-1896) construyó el primer planeador capaz de llevar a un ser humano, y navegó por los aires con él. (Por desgracia, cinco años después Lilienthal murió al estrellarse su planeador).

Todos sabemos que los planeadores tienen el aspecto de frágiles aviones sin motores o hélices. En realidad, en 1903, cuando los hermanos Wilbur Wright (1867-1912) y Orville Wright (1871-1948) inventaron el aeroplano, lo hicieron añadiéndole un motor y una hélice a un planeador que habían mejorado de varias formas.

Así pues, ¿podemos decir que Otto Lilienthal fue el primer aeronauta? No, si lo hiciéramos nos equivocaríamos, pues Lilienthal no fue el primero por más de un siglo. Al parecer, existe una tercera manera de viajar provechosamente a través del aire [5]: no se trata de volar, ni de planear, sino de flotar.

Desde los más remotos inicios del pensamiento humano, la gente debió de notar que el humo de una fogata se eleva en el aire y que, cerca de un fuego, los objetos ligeros como fragmentos de ceniza, de hollín, de plumas u hojas se elevan con el humo.

Indudablemente, ni uno entre un millón de aquellos que observaron esto pensó en ello en absoluto. Sin embargo, los filósofos griegos lo hicieron, puesto que su oficio consistía en darle sentido al Universo. Aristóteles, en su resumen de la ciencia de su tiempo, elaboró esto hacia el año 340 a. de J.C.

Existen cinco sustancias básicas que forman el Universo: tierra, agua, aire, fuego y éter. Estas están dispuestas en capas concéntricas. La tierra se halla en el centro, es una esfera sólida. Alrededor se encuentra una capa de agua (no suficiente para formar una capa completa, y por ello aparecen expuestos los continentes). En torno de la tierra y del agua hay una capa de aire, y a su alrededor una capa de fuego (normalmente invisible, pero que puede verse alguna vez como el destello de un relámpago). En el auténtico exterior se halla el éter, que compone los cuerpos celestes.

Cada sustancia tenía su lugar y, cuando por alguna razón salía de éste, se apresuraba a regresar. De este modo, cualquier objeto sólido suspendido en el aire caía hacia la tierra en cuanto se le soltaba. Por otra parte, el agua o el aire atrapados bajo tierra tenderán a elevarse si se les suelta. En particular, un fuego, una vez iniciado se esforzará por alcanzar su lugar por encima del aire. Ésta es la razón de que las llamas se eleven. El humo, que contiene muchas partículas ardientes, también se desplaza hacia arriba a través del aire, y con tanta fuerza que puede llevar consigo partículas ligeras no flamígeras por lo menos durante algún tiempo.

Esta era una explicación muy razonable, dados los conocimientos de la época, y el asunto ya no se puso más en tela de juicio.

Naturalmente, existían problemas en esta explicación. Una piedra soltada en la superficie de una charca se hunde en el agua y, al final, reposa en el fondo de tierra, como cabría esperar según la teoría de Aristóteles. Sin embargo, la madera, que al igual que una piedra es sólida y, por tanto, se pensaría que es una forma de tierra, si se suelta en la superficie de una charca se quedaría allí, flotando indefinidamente en el agua.

Una explicación aristotélica podría ser que la madera contiene una mezcla de partículas de aire que imparten suficiente movimiento ascendente natural para hacerla flotar, y esto tampoco es un mal intento de explicación.

El matemático griego Arquímedes (287-212 a. de J.C.), no obstante, elaboró el principio de la flotabilidad. Esta explicaba la flotación comparando las densidades de los objetos sólidos con el agua. Un sólido que fuera menos denso que el agua flotaría en ella. La flotación fue, de este modo, tratada en términos cuantitativos, y no meramente cualitativos. Midiendo la densidad no sólo se podía predecir que una sustancia flotaría, sino también exactamente hasta dónde se hundiría en el agua antes de empezar a flotar. También explicaba por qué un objeto que no flotaba reducía, sin embargo, su peso cuando se le sumergía en agua, y exactamente en cuánto se reduciría su peso.

En resumen, la explicación de Arquímedes era mucho más satisfactoria que la de Aristóteles.

De esto se dedujo que el principio de flotabilidad podría aplicarse también al aire. Algo menos denso que el aire se elevaría en éste, exactamente igual que algo menos denso que el agua ascendería si se sumergiese en agua. Sin embargo, esta analogía no se le ocurrió a nadie hasta dieciocho siglos después de la época de Arquímedes, simplemente porque nadie pensó en el aire de ninguna manera análoga al agua. En realidad, el aire no era reconocido como sustancia.

El punto decisivo se presentó en 1643, cuando el físico italiano Evangelista Torricelli (1608-1647) demostró que la atmósfera (y, por lo tanto, cualquier muestra de aire) poseía un peso mensurable. En realidad, podía aguantar una columna de mercurio de 76 centímetros de altura (una columna así constituyó el primer barómetro). De esta forma, se reconoció finalmente el aire como materia, una materia muy atenuada, pero materia al fin y al cabo.

A partir del descubrimiento de Torricelli, se podía razonar que, si un volumen dado de cualquier sustancia pesaba menos que el mismo volumen de aire, esa sustancia sería menos densa que el aire y se elevaría.

Luego, en 1648, el matemático francés Blaise Pascal (1623-1662) persuadió a su cuñado para que subiera a una montaña local con dos barómetros y demostrase que el peso de la atmósfera se reducía con la altura. En realidad, el peso bajó de tal manera, que resultó evidente que la densidad del aire decrecía con la altitud.

Esto significaba que una sustancia menos densa que el aire se elevaría hasta alcanzar una altura en la que su densidad fuera igual a la del aire más sutil. Entonces no se elevaría más.

Hasta aquí todo bien, pero no había ninguna sustancia conocida que fuera menos densa que el aire. Incluso el menos denso de los líquidos y sólidos ordinarios que conocían los seres humanos de aquella época era centenares de veces más denso que el aire.

Pero ¿qué cabe decir de ninguna sustancia en absoluto? ¿Qué pasa con la nada?

Cuando Torricelli construyó su barómetro, había un espacio por encima de la parte superior de la columna de mercurio que no contenía más que trazas de vapor de mercurio. Constituyó el primer vacío creado por seres humanos, y un vacío es, ciertamente, menos denso que el aire.

Y lo que es más, en 1650, un físico alemán, Otto von Guericke (1602-1686), inventó una bomba de aire que, por primera vez, podía (con arduos esfuerzos) producir un volumen considerable de vacío.

Así pues, hacia 1670 un físico italiano, Francesco de Lana (1631-1687), se convirtió en el primero en sugerir la construcción de algo que flotase en el aire. Señaló que si se vaciara una delgada esfera de cobre, en ese caso el peso total del cobre alcanzaría un promedio superior al volumen de la esfera (sin aire dentro que añadir al peso) y sería menor que el de un volumen igual de aire. Semejante esfera vaciada se elevaría. Si la esfera se fabricase lo suficientemente grande, y si gran parte de ella se uniese a alguna clase de barquilla ligera, el conjunto se elevaría en el aire llevando a un hombre.

En realidad, el proyecto no era práctico. Si una esfera de cobre fuera lo suficientemente delgada para alzarse tras ser vaciada el cobre sería demasiado delgado para resistir la presión del aire a la que se vería expuesto. Se derrumbaría si se la vaciase. Si la esfera fuese lo bastante gruesa para soportar la presión del aire, sería demasiado gruesa para tener como promedio menos de la densidad del aire en cualesquiera circunstancias prácticas. Sin embargo, De Lana fue el primero en prever la creación de un «globo».

No obstante, la noción de De Lana de emplear un vacío para la flotabilidad, no constituyó el final. En los años 1620, el químico flamenco Jan Baptista van Helmont fue el primero en reconocer que existían diferentes gases (también fue el primero en emplear esta palabra), y que el aire no era único. En particular, fue el primero en estudiar lo que ahora llamamos anhídrido carbónico (véase capítulo IX).

Era posible que existiese un gas que fuese menos denso que el aire y que, por lo tanto, flotase en el aire, pero en ese caso no se trataría del anhídrido carbónico, puesto que éste es 1,5 veces más denso que el aire. Sin embargo, no hubo nadie hasta los años 1760 que midiese las densidades de gases concretos, por lo que hasta entonces nadie pudo especular de modo razonable con globos llenos de gas.

En 1766, el químico inglés Henry Cavendish (1731-1810) consiguió un gas por medio de la acción de ácidos sobre metales. Descubrió que era muy inflamable y, por lo tanto, lo llamó «gas de fuego». Midió su densidad y vio que era sólo 0,07 veces la del aire. Esto constituyó un récord de la baja densidad de las sustancias normales en las condiciones de la superficie de la Tierra que ha perdurado hasta hoy.

En 1784, Cavendish descubrió que el hidrógeno, al arder, formaba agua, por lo que el químico francés Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794) lo llamó «hidrógeno» (de las voces griegas que significan «productor de agua»).

Supongamos ahora que tenemos un volumen de aire que pese 1 kilogramo. Ese mismo volumen de vacío pesaría 0 kilogramos, y si podemos imaginarnos colgando pesos en ese volumen de vacío, podríamos colgar 1 kilogramo para que pesase igual que el mismo volumen de aire (y eso elevaría la densidad media del sistema hasta la del aire). Así se evitaría que el vacío ascendiera.

Si en vez de esto tomásemos el mismo volumen de hidrógeno, que tendría un peso de 0,07 kilogramos deberíamos tener un peso de 0,93 kilogramos en él para que su peso fuera igual al del mismo volumen de aire y evitar que ascendiera. En otras palabras, el hidrógeno tendría un sorprendente 93% de la flotabilidad del vacío, y es muchísimo más fácil llenar un contenedor con hidrógeno que tener que vaciarlo.

Y lo que es más, el hidrógeno, en condiciones normales, tendría el mismo número de moléculas por unidad de volumen que el aire. Aunque las moléculas de hidrógeno son más ligeras que las de aire, las moléculas de hidrógeno se mueven más deprisa y, al final, el momento de las moléculas (y por lo tanto la presión) es el mismo en ambos casos.

Esto significa que mientras el vacío, cuando se usa por su efecto de flotabilidad, debe estar contenido en un metal lo suficientemente grueso para resistir la presión del aire, lo cual añade al sistema un peso prohibitivo, la situación es del todo diferente con el hidrógeno. La presión del hidrógeno dentro del contenedor equilibraría la presión del aire exterior, de modo que el contenedor mismo sería tan fino y ligero como fuese posible, mientras fuese razonablemente hermético y no permitiese que el hidrógeno se difundiese hacia afuera, o que el aire se difundiese hacia dentro.

Cabria pensar, pues, que en cuanto Cavendish hubo descubierto la baja densidad del hidrógeno él, o posiblemente alguna otra persona, habría pensado en su efecto de flotabilidad y se habría dedicado a confeccionar un globo. Pero no fue así.

Por clara que pueda ser la visión retrospectiva, la previsión puede ser notablemente baja incluso para un científico de primera clase como Cavendish.

En realidad, el hidrógeno acabó no teniendo nada que ver con la invención del globo.

Esto nos hace retroceder a la cuestión anterior del humo que asciende. ¿Por qué asciende el humo, cuando está compuesto por partículas que, individualmente, son más densas que el aire y contiene gases, como el anhídrido carbónico, que también son más densos que el aire?

La clave de la respuesta llegó en 1676, cuando un físico francés, Edmé Mariotte (1620-1684), observó que el aire se expande cuando se calienta. Si una cantidad dada de aire se expande, su cantidad fija de masa se extiende en un volumen más grande, lo cual es otra forma de decir que su densidad disminuye. En otras palabras, el aire caliente es menos denso que el aire frío, y posee un efecto flotabilidad. Cuanto más cálido sea el aire, mayor será el efecto de flotabilidad. Esto se hizo patente en 1699 mediante los estudios acerca de los gases realizados por un físico francés, Guillaume Amontons (1663-1705).

Una fogata ordinaria de madera calienta el aire a su alrededor a una temperatura de hasta 700ºC, y la densidad del aire a dicha temperatura es de sólo la mitad de la del aire ordinario. Este aire caliente posee la mitad del efecto de flotabilidad del hidrógeno (o del vacío, pongamos por caso). La columna de aire caliente se eleva vigorosamente y lleva consigo otros gases y los materiales ligeros que constituyen el humo.

Existen ventajas del aire caliente sobre el hidrógeno que compensan el que aquél no tenga tanta flotabilidad. El aire caliente se obtiene con facilidad, todo lo que se necesita es fuego. Por otra parte, el hidrógeno es comparativamente difícil de reunir en cantidad. Además, el aire caliente no es inflamable, mientras que el hidrógeno es en realidad explosivo. Por otro lado, la flotabilidad del hidrógeno es permanente, mientras que el aire caliente pierde flotabilidad con rapidez al enfriarse, por lo que no simplemente se ha de tener fuego al principio, sino que hay que mantenerlo mientras se desee permanecer en el aire.

Uno podría suponer que, tan pronto como se conoció la baja densidad y por lo tanto, la flotabilidad del aire calentado, alguien pensaría en un globo y trataría de construirlo, pero esto es visión retrospectiva. Pasó un siglo antes de que esta idea se le ocurriera a alguien.

Los hermanos Joseph Michel Montgolfier (1740-1810) y Jacques Étienne Montgolfier (1745-1799) fueron dos de los dieciséis hijos de un acaudalado fabricante de papel. Uno de sus antepasados (según la tradición familiar) había aprendido la técnica de la fabricación del papel en una prisión de Damasco en la época de las cruzadas, y la había traído de Oriente.

Los hermanos habían observado cómo se elevaban objetos en el aire caliente producido por los fuegos, y el hermano mayor había estado leyendo cosas acerca de los nuevos descubrimientos de los gases y, de alguna forma, tuvo la idea del globo lleno de aire caliente.

Primero lo intentaron en casa. En noviembre de 1782, quemaron papel debajo de una bolsa de seda con una abertura en la parte inferior. El aire del interior de la bolsa se calentó y ésta se elevó hasta el techo. Repitieron el experimento al aire libre, y la bolsa subió hasta una altura de 20 metros (es decir, la altura de una casa de seis pisos). Lo intentaron con bolsas cada vez más grandes y, finalmente, decidieron hacer una demostración pública.

El 5 de junio de 1783, en la plaza del mercado de su ciudad natal, los hermanos emplearon una gran bolsa de lino, de 10,5 metros de diámetro, y la llenaron con aire caliente. Habían invitado a todos los de la ciudad a presenciar el experimento, y la multitud vio cómo el globo se elevaba 2 kilómetros en el aire y permanecía en el mismo por espacio de diez minutos, durante los cuales descendió con lentitud a medida que el aire contenido se enfriaba. Recorrió 2,5 kilómetros durante su descenso. Fue una demostración electrizante y creó una auténtica sensación.

La noticia viajó hasta París, y allí un físico francés, Jacques Alexandre César Charles (1746-1823), se enteró de ello. Al instante pensó en el hidrógeno.

El 27 de agosto de 1783, preparó una demostración propia en París. Empleó 225 kilogramos de ácido y 450 kilogramos de bolitas de hierro para producir el hidrógeno. El gas brotó y entró por la abertura de la bolsa que había encima, desplazando la mayor parte del aire. Cuando se soltó el globo, se elevó 1 kilómetro en el aire. El hidrógeno fue saliendo lentamente de la bolsa, pero mientras perdía altura viajó 25 kilómetros en 45 minutos antes de alcanzar el suelo.

Cuando lo hizo, los campesinos de los alrededores, que no sabían nada acerca de globos, y que sólo podían suponer que se trataba de un vehículo que volaba a través del aire (hoy lo llamaríamos un ovni) transportando invasores de algún otro mundo, lo atacaron valientemente con guadañas y horcas y lo destruyeron.

Esos globos eran simples bolsas. No obstante, quedó claro que se podían colgar pesos en los globos, que harían más lenta su ascensión y limitarían su altura, pero que, de todos modos, no destruirían el efecto de flotabilidad. Los Montgolfier, que ya tenían esto en mente, planearon la demostración más sensacional ante la Corte francesa en Versalles.

El 19 de setiembre de 1783, emplearon un globo de un tamaño récord, pues tenía un diámetro de 13 metros. Bajo el mismo había una cesta de mimbre en donde se había colocado un gallo, un pato y una oveja. La cestilla también contenía un brasero de metal donde se alojaba el combustible. Este se encendió y el globo se llenó de aire caliente. Lo soltaron y se elevó en el aire ante los ojos de una multitud de 300 000 personas (entre las que se incluían el rey y la reina de Francia y Benjamín Franklin). El globo, con su carga de animales, recorrió tres kilómetros antes de caer una vez consumido el combustible y enfriado su contenido de aire. La primera persona presente cuando el globo aterrizó fue un joven físico francés, Jean Francois Pilátre de Rozier (1756-1785).

Los animales no sufrieron el menor daño, y fueron los primeros seres vivos transportados por el aire gracias a un mecanismo realizado por el hombre.

Pero si lo había hecho una oveja, ¿por qué no también un hombre? Este era claramente el siguiente paso. El rey Luis XVI, que había quedado fascinado por la demostración, se mostró inquieto acerca de los vuelos tripulados. Parecía algo demasiado peligroso, y sugirió que se podía pedir a los criminales condenados que se presentasen voluntarios para ello, con la promesa del perdón si sobrevivían.

Sin embarco, Pilátre de Rozier pidió este honor. Él y un noble francés, Francois Laurent, marqués de Arlandes, discutieron su caso con la reina Maria Antonieta, la convencieron y ella convenció al rey.

El 20 de noviembre de 1783, Pilátre de Rozier y el marqués de Arlandes subieron a una cesta de mimbre y ascendieron en un globo lleno de aire caliente. Fueron transportados 8 kilómetros en 23 minutos, y aterrizaron sanos y salvos.

Ellos fueron los primeros aeronautas, 120 años antes de los hermanos Wright y 108 años antes de Lilienthal.

Pilátre de Rozier fue otra vez el primero en realizar algo notable un año y medio después.

El 7 de enero de 1785, se cruzó el canal de la Mancha por primera vez en globo. A bordo iban un francés Jean Pierre Francois Blanchard (1750-1809), que fue el inventor del paracaídas, y un norteamericano, John Jeffries (1744-1819).

El 15 de junio de 1785, Pilátre de Rozier y otro francés, Jules Romain, trataron de repetir la proeza en sentido contrario. Sin embargo, el fuego empleado para calentar el aire del globo prendió en el tejido del globo, incendiándolo, y los dos aeronautas murieron tras caer desde 1500 metros de altura.

Así que el primer aeronauta, como una especie de Icaro real, murió en el primer desastre aeronáutico.