XII. VOLVIENDO AL PUNTO DE PARTIDA

Durante el otoño de 1983, me fascinaron las cada vez más populares operaciones de bypass, y por una buena razón. Mi angina de pecho, que había sido de poca importancia y estable durante seis años, de repente se había desencadenado. Me hicieron unas pruebas y, cuando me expusieron cuidadosamente los resultados de dichas pruebas, me percaté de que tenía la más interesante de las alternativas: ninguna.

Iba a necesitar un triple bypass.

Por lo tanto, hablé con mis diversos médicos y parecía haber una pregunta que no me oían plantear. Por lo menos, siempre se lanzaban a darme otras respuestas.

Finalmente, acorralé a mi anestesista.

Le dije:

—Hay una cosa que no comprendo. Si van a insertar una arteria o vena en mi aorta y en mis arterias coronarias, para que la sangre circule alrededor del punto de estrangulamiento, ¿cómo lo harán? A menos que recurran a la cuarta dimensión, deberán cortar en la aorta, por ejemplo, y hacer un agujero redondo en el que puedan acoplar el nuevo vaso.

—Pues sí.

—Y al primer corte —proseguí— la sangre brotará con una fuerza enorme, y me moriré.

—Oh, no —replicó—. ¿No se lo ha explicado nadie? Una vez tengamos su corazón al descubierto, lo pararemos.

Sentí que me ponía ligeramente verde.

—¿Que lo pararán?

—Sí, le daremos una fuerte dosis de ion potasio y lo enfriaremos, y dejará de latir.

—Pero eso me dejará a cinco minutos de la muerte cerebral.

—No, no es así. Será usted conectado a una máquina corazón-pulmón que le mantendrá vivo durante horas, si es necesario.

—Pero ¿y si se avería?

—No puede averiarse. Y aunque se produzca un corte de corriente en todo el Nordeste, nosotros continuaremos con nuestros generadores de emergencia.

Me sentí un poco mejor, y pregunté:

—¿Y cuándo pondrán de nuevo en marcha mi corazón? ¿Y si no funciona?

—Eso no puede suceder —respondió con seguridad—. El corazón no desea otra cosa que funcionar. Tenemos que trabajar mucho para mantenerlo inmóvil. En cuanto dejamos que salga el potasio, comienza a funcionar de nuevo, especialmente si está en tan buena forma como el suyo.

Tenía razón, la operación de triple bypass se realizó el 14 de diciembre de 1983, y el 2 de enero de 1984 celebraré mi 1 000 000º cumpleaños (en la escala binaria)[*], y el 8 de enero de 1984 empiezo otro ensayo. ¿Y de qué iba a hablar sino del corazón y de los vasos sanguíneos?

Aristóteles (384-322 a. de C.) creía que el corazón era la sede de la inteligencia. Esto no resultaba tan irrazonable como hoy parece. A fin de cuentas, es un órgano que constantemente se halla en movimiento y que se acelera cuando se está excitado, se hace más lento en los períodos de calma, es tumultuoso cuando se trata de afectos, etcétera. Cualquiera que observe esto, y luego se percate de que el cerebro, simplemente, se limita a estar allí, sin hacer nada, es probable que deje de lado el cerebro y lo considere, todo lo más, un órgano auxiliar.

Aristóteles creía que era simplemente un agente enfriante para el corazón, el cual, de otro modo, se sobrecalentaría. El enfriamiento se llevaba a cabo mediante un fluido parecido a la saliva, al que los griegos llamaban pituita (que ha dado origen también a la palabra esputar). Existe un pequeño órgano en la base del cerebro al que denominamos glándula pituitaria, que es en extremo importante (tal vez esto dé origen, en su día, a otro ensayo), pero no tiene nada que ver con esputar.

Aristóteles no distinguía entre venas, arterias, nervios y tendones.

No obstante, poco después de la muerte de Aristóteles se produjo un breve período de inteligentes disecciones en Alejandría, Egipto, y las cosas comenzaron a ponerse un poco en orden.

Por ejemplo, las arterias estaban claramente conectadas al corazón. Pero, en los cadáveres las arterias grandes parecían vacías. (Las últimas pulsaciones las habían vaciado de sangre). Praxágoras (340—? a. de C.) hizo la lógica sugerencia, por lo tanto, de que transportaban aire. En realidad, la palabra «arteria» procede de una voz griega que significa conducto de aire.

Herófilo (320—? a. de C.), un estudiante de Praxágoras, observó que las arterias latían y que las venas no lo hacían. Al parecer, creyó que las arterias llevaban sangre, pero conservó el nombre que les había dado su maestro.

El discípulo de Herófilo, Erasistrato (304-250 a. de C.), creyó que venas, arterias y nervios eran tubos huecos que transportaban algún fluido u otro a las diversas partes del cuerpo; que se dividían y subdividían hasta hacerse demasiado pequeños para poder verse. En todo esto se hallaba notablemente cerca, puesto que incluso los nervios transportan un impulso eléctrico, que puede considerarse como una sutil clase de fluido.

Todos estaban de acuerdo en que las venas transportaban sangre. («Vena» procede de la idéntica palabra latina. La voz griega es phleb, y por ello a la inflamación de las venas se le denomina flebitis).

Algunos creían que las arterias contenían una mezcla de sangre y aire, o de sangre y algún «espíritu vital», y si pensamos que las arterias transportaban sangre oxigenada, como así es en efecto, descubrimos que los antiguos griegos no hacían conjeturas descabelladas.

Sin embargo, seguían existiendo cosas confusas, y pasaron siglos antes de que los médicos comprendieran con claridad que los nervios y tendones no tenían nada que ver con el corazón y no eran vasos sanguíneos de ningún tipo. Tampoco veían con claridad la diferencia entre venas y arterias.

Galeno, el más famoso de los médicos antiguos, un griego de la época romana (130-200), creía que las arterias tenían su origen en el corazón y llegaban hasta los diversos tejidos. Pensaba que las venas se originaban en el hígado, iban de allí al corazón desde donde, de nuevo, se dirigían a los diferentes tejidos. (En realidad, una suposición razonable. El hígado es un órgano grande que está lleno de vasos sanguíneos y mientras las arteria laten cuando el corazón lo hace, las venas siguen inmóviles al igual que el hígado).

Galeno creía que la sangre fluía desde el corazón a través de las arterias y venas por igual, y que era consumida por los tejidos. Continuamente se fabricaba sangre nueva, pensaba él, en el hígado (suponía que a partir de los alimentos), tan deprisa como era consumida por los tejidos. La sangre se consumía en los tejidos igual que lo haría la madera en una chimenea. El aire que respiramos alimentaba el proceso, y el aire que exhalamos era análogo al humo de una hoguera.

Sin embargo, aquí había una trampa. El corazón no es simplemente una bomba. En realidad son dos bombas, dado que está dividido en dos cámaras principales: el ventrículo izquierdo y el ventrículo derecho. («Ventrículo» procede de la voz latina para designar «pequeña bolsa»).

Cada ventrículo de paredes gruesas tiene una antecámara de paredes más delgadas, llamada «aurícula izquierda» y «aurícula derecha», respectivamente, por lo que, en conjunto, el corazón posee cuatro cámaras.

Existe un paso claro entre cada aurícula y cada ventrículo, pero no hay ninguno entre las dos series de aurículas-ventrículos. El ventrículo izquierdo (muy musculoso) conduce a la mayor arteria del cuerpo, la aorta (nombre de origen incierto), mientras que el ventrículo derecho (menos musculoso) conduce a la arteria pulmonar. Cada ventrículo posee asimismo sus propias venas.

Podría parecer que cada ventrículo envía sangre y que no existe una conexión obvia entre las dos corrientes sanguíneas. Sin embargo, Galeno no pudo ver por qué debería haber dos corrientes sanguíneas, y decidió que aquello carecía de sentido. Debía haber una conexión, y si no era obvia, tendría que estar oculta.

La pared entre ambos ventrículos es gruesa y musculosa y, según todas las apariencias, está por completo intacta. Sin embargo, razonó Galeno, debían existir pequeños agujeros, agujeros demasiado diminutos para verlos, a través de los cuales la sangre era enviada y recibida de uno a otro ventrículo, permitiendo así que existiera una sola corriente sanguínea.

Durante unos catorce siglos, los médicos creyeron fielmente en los poros interventriculares, aunque nadie los había visto, y aunque, en realidad, no existen. Pero no se rían demasiado. Aquello tenía sentido en el sistema de Galeno, y aunque se demostró que era erróneo, el sistema correcto, cuando se descubrió, también dependía de unos pasos invisibles.

Sin embargo, no hubo la menor posibilidad de efectuar progresos, en el asunto del corazón y los vasos sanguíneos, hasta que la anatomía humana se estableció como una firme disciplina médica. Esto resultó difícil puesto que muchas personas consideraban la disección de los cadáveres (no estoy hablando de la vivisección de cuerpos vivos) algo blasfemo. Los egipcios, judíos y, finalmente, los cristianos, se horrorizaban ante tal práctica, y la anatomía desapareció a partir del año 200 a. de C. y quedó restringida a los animales durante un millar de años.

Las primeras grandes escuelas modernas de medicina en Europa se fundaron en la Italia renacentista, y fueron las que dirigieron el mundo occidental durante tres siglos. En la Universidad de Bolonia, Mondino de Luzzi (1275-1326) fue el primero en llevar a cabo disecciones sistemáticas. En 1316 publicó el primer libro de la historia dedicado enteramente a la anatomía. Por desgracia, tenía ayudantes para realizar las disecciones, mientras él daba las conferencias (sin mirar) siguiendo los principios galénicos. Por lo tanto, cometió egregios errores, pero durante dos siglos y medio su libro fue el mejor de que se disponía.

(Diré de paso, que el aumento del interés por el arte naturalista en la Italia del Renacimiento convirtió la anatomía en una necesidad artística, lo mismo que le ocurriera a la geometría proyectiva. De este modo, el arte contribuyó a la medicina y a las matemáticas, mientras cada una de éstas, a su vez, también contribuyó al arte. En la historia existen en todas partes conexiones entre lo intelectual y la tecnología. Leonardo da Vinci (1452-1519) diseccionó treinta cadáveres en el transcurso de su vida).

Finalmente, apareció el primer gran anatomista moderno, un flamenco llamado Andreas Vesalio (1514-1564). Estudió en las facultades médicas italianas y quedó fascinado por la anatomía. Consiguió causar sensación, por ejemplo, al mostrar que el hombre y las mujeres poseen igual número de costillas, veinticuatro cada uno, distribuidas en doce pares.

A fin de cuentas, la Biblia explicaba que Eva fue creada de una costilla sacada de Adán, de lo que se dedujo que tenía que faltar una, no sólo a Adán, sino a todos los hombres. Todo el mundo «sabía» eso sin tener que mirarlo, hasta que Vesalio lo miró, y lo que fue peor, las contó.

Como resultado de sus investigaciones, Vesalio escribió uno de los mayores clásicos en la historia científica, la obra Acerca de la estructura del cuerpo humano. Se publicó en 1543, cuando él tenía veintinueve años, y fue el mismo año en que Copérnico publicó el libro en el que explicaba que la Tierra giraba en torno del Sol, y no al revés. Constituyó un doble éxito para la ciencia griega.

El libro de Vesalio fue el primero relativamente exacto acerca de anatomía, y se imprimió. Esto significó que pudo tener ilustraciones que se podían reproducir con exactitud un gran número de veces, y Vesalio consiguió un artista de primera clase para que las hiciese, un tal Jan Stephen van Calcar (1499-1550), discípulo de Ticiano (1477-1576). Las ilustraciones eran naturalistas, y las de los músculos en particular nunca se habían hecho mejor.

Otros anatomistas, más ancianos y conservadores, combatieron con fuerza el libro, simplemente porque no podían apartarse de Galeno. Veinte años después, consiguieron que Vesalio fuese acusado de herejía, de destrozar cadáveres y de efectuar disecciones. Se vio obligado a realizar una peregrinación a Tierra Santa como penitencia, y murió en el transcurso de una tormenta.

No obstante ni siquiera Vesalio abandonó a Galeno. Estaba a favor de Galeno y en contra de Aristóteles, en lo de preferir el cerebro al corazón como sede de la inteligencia; y desde entonces nadie ha tenido la menor duda al respecto.

Además, en sus investigaciones anatómicas, Vesalio no encontró el modo de explicar la naturaleza de bomba doble del corazón, excepto de la misma forma en que lo hiciera Galeno. Por lo tanto, aceptó los poros invisibles en la pared interventricular del corazón, aunque se supone que al final de su vida empezó a tener dudas al respecto.

A pesar de los problemas de Vesalio con los poderes establecidos de su tiempo, revolucionó la anatomía. Después de él, los anatomistas diseccionaron con cuidado y estudiaron con detalle todo cuanto veían.

Uno de ellos fue Girolamo Fabrici (1537-1619), conocido usualmente como Fabricius ab Aquapendente. En 1574, estudió las venas de las piernas y observó que tenían pequeñas válvulas en toda su longitud. Otros anatomistas de su época informaron acerca de ellas y se produjeron fuertes discusiones acerca de la prioridad.

Sin embargo, Fabrici llevó a cabo el estudio más cuidadoso y total, y permitió a uno de sus estudiantes publicar ilustraciones de esas válvulas en 1585, y por ello generalmente se ha atribuido a Fabrici ese descubrimiento.

No obstante, Fabrici no interpretó correctamente su función. Seguía esclavo de la noción galénica de los poros interventriculares que permitían que una sola corriente sanguínea se moviera centrífugamente desde el corazón hasta los tejidos, donde se consumía.

Quedaba claro que las válvulas impedían que la sangre fluyese hacia abajo en las venas. La acción muscular, al andar y al realizar otros movimientos, oprimía las venas de las piernas y otras venas de la parte baja del cuerpo, y obligaba a la sangre a ir hacia arriba porque era la única dirección en la que podía circular. Si trataba de ir hacia abajo, en la dirección de la atracción gravitacional, las válvulas se lo impedían.

Esto significaba que la sangre de las venas y, posiblemente, en todas las venas, podía moverse sólo en dirección al corazón.

Pero Fabrici no podía aceptarlo, a pesar del hecho de que (ahora lo sabemos) sencillamente era así. Dio por supuesto que las válvulas tan sólo retardaban e igualaban el flujo sanguíneo que iba hacia abajo, para que todas las partes del cuerpo recibiesen su ración. Con esto, Fabrici salvaba la teoría galénica de la acción del corazón, pero perdió la inmortalidad.

¿Nadie puso en tela de juicio los poros galénicos?

Algunos lo hicieron, ciertamente, pero el primero no fue un europeo, sino un estudioso árabe, Ibn al-Nafis (1210-1288), nacido cerca de Damasco.

En 1242 escribió un libro que trataba de cirugía, y en el mismo negaba específicamente la existencia de los poros de Galeno. Afirmó que la pared interventricular era gruesa y sólida, y que no había modo de que la sangre la atravesase.

Y, sin embargo, la sangre tenía que ir de un lado de la pared al otro de alguna forma. Una bomba doble no tenía sentido.

Al-Nafis sugirió que la sangre del ventrículo derecho era bombeada en la arteria pulmonar que la llevaba a los pulmones. Allí, en los pulmones, se dividía en vasos cada vez más pequeños dentro de los cuales la sangre tomaba aire de los pulmones. Esos vasos eran luego reunidos en otros cada vez más grandes, hasta que se vaciaban en las venas pulmonares que llevaba la sangre, junto con su mezcla de aire, a la aurícula derecha, y de ahí hasta el ventrículo izquierdo y a la aorta.

De este modo, al-Nafis descubrió la «circulación menor» de la sangre, y la descripción era muy interesante. La sangre (creada tal vez en el hígado, como Galeno creía) se vertía en la aurícula derecha y en el ventrículo derecho, luego viajaba hasta la aurícula izquierda y el ventrículo izquierdo a través de los pulmones. A continuación, aireada, iba hasta los tejidos en general.

De este modo, se eliminaban los poros galénicos y se explicaba la razón de la bomba doble. Era una manera de asegurar que la sangre cogía aire antes de dirigirse a todos los tejidos.

Pero había dos trampas en las teorías de al-Nafis. En primer lugar, no existían signos de vasos sanguíneos continuos en los pulmones. La arteria pulmonar se dividía y subdividía hasta desaparecer, mientras las venas pulmonares se formaban, aparentemente, de la nada. Era justo suponer que la subdivisión final se hacía demasiado pequeña para verla, y que las arterias y venas más pequeñas se conectaban de esta manera. Sin embargo, en este caso, unos vasos invisibles sustituían a unos poros invisibles. ¿Constituía esto realmente un progreso?

La segunda trampa es que el libro de al-Nafis no se conoció en Occidente hasta 1924 (!) y, por lo tanto, no tuvo la menor influencia en el desarrollo de la moderna teoría médica.

Europa tardó más de trescientos años en captar la inspiración de al-Nafis, y el que lo hizo fue un médico español llamado Miguel Servet (1511-1553).

Era la época de la reforma protestante, y toda Europa se hallaba convulsionada con las discusiones teológicas. Servet desarrolló unas ideas radicales que incluso hoy se describirían como unitarias. Las expuso sin el menor cuidado, con lo que enfureció tanto a los católicos como a los protestantes, dado que ambos estaban comprometidos con la divinidad de Jesús. En 1536, Servet conoció a Juan Calvino en París. Juan Calvino era uno de los más destacados de los primeros protestantes, un firme y terco doctrinario. Cuando Servet envió a Calvino un ejemplar que contenía sus puntos de vista, Calvino quedó horrorizado e interrumpió la correspondencia, pero no se olvidó del asunto.

En 1553, Servet publicó anónimamente sus ideas teológicas, pero Calvino conocía aquellos puntos de vista y reconoció al autor. Lo comunicó a las autoridades francesas, que arrestaron a Servet. Este consiguió escaparse tres días después y se dirigió a Italia.

Sin darse cuenta, pasó cerca de Ginebra, que entonces se hallaba bajo el estricto control del sombrío y amargado Calvino, quien había fundado una de las más notables teocracias de la Europa moderna. Servet no era súbdito ni residente de Ginebra y no había cometido ningún delito en esa ciudad, por el que pudiese ser retenido legalmente. No obstante, Calvino insistió en que se le condenara a muerte, por lo que Servet proclamando hasta el fin su doctrina unitaria fue quemado en la hoguera.

Calvino no quedó satisfecho quemando el cuerpo de Servet. Le pareció necesario quemar también su mente. Persiguió todos los ejemplares que pudo del libro de Servet y los quemó también. No fue hasta 1694, un siglo y medio después de la muerte de Servet, cuando se descubrieron algunos ejemplares que permanecieron sin quemar, y los eruditos europeos tuvieron la posibilidad de leer sus puntos de vista unitarios.

Eso hicieron y, tal vez ante su asombro, descubrieron que también había descrito en el libro la circulación menor (exactamente como había hecho al-Nafis, si Europa lo hubiera conocido).

Servet perdió el crédito del descubrimiento, excepto retrospectivamente, pues en 1559 un anatomista italiano, Realdo Colombo (1516-1559), había publicado un libro que describía la circulación menor exactamente como habían hecho al-Nafis y Servet, y esta obra sobrevivió. Por lo general, se atribuye a Colombo el mérito del descubrimiento, pero su trabajo fue más detallado y cuidadoso que el de los otros dos y, dadas las circunstancias, fue la obra de Colombo la que influyó en los avances posteriores, por lo que tiene bien merecida su fama.

Luego apareció el médico inglés William Harvey (1578-1657).

Era hijo de un comerciante acomodado, y el mayor de nueve hijos. Recibió su graduación en Cambridge en 1597, y luego se fue a Italia a estudiar medicina. Fabrici fue uno de sus maestros.

Harvey regresó a Inglaterra y tuvo un gran éxito profesional, pues fue médico de la Corte tanto del rey Jacobo I como de Carlos I.

Harvey era un experimentador. Para él, el corazón era un músculo que sin cesar se contraía y expulsaba sangre, y debía investigarse sobre esta base y no otra.

Mediante la disección, estudió las válvulas entre las dos aurículas y los dos ventrículos de forma cuidadosa, y observó que eran de una sola dirección. La sangre podía viajar desde la aurícula izquierda al ventrículo izquierdo y desde la aurícula derecha al ventrículo derecho, pero no a la inversa.

Y lo que es más, naturalmente Harvey conocía las válvulas venosas, según le había enseñado el viejo maestro Fabrici. Con el concepto de las válvulas de una dirección muy claro en su mente, evitó el error de Fabrici. En las venas, la sangre iba sólo en una dirección hacia el corazón. Incluso experimentó ligando venas en el transcurso de sus experimentos con animales. De una forma inevitable, la sangre llenaba y abultaba la vena en el lado alejado del corazón, mientras trataba de fluir hacia éste y no podía hacerlo. La situación era precisamente inversa cuando ligaba una arteria, que al instante se llenaba de sangre y abultaba en el lado hacia el corazón.

En 1615, para Harvey el asunto estaba claro. Finalmente conocía las diferencias fisiológicas entre arterias y venas. La sangre salía del corazón a través de las arterias, y luego regresaba al mismo gracias a las venas. La circulación menor de la que había hablado Colombo era sólo la menor. Desde el ventrículo izquierdo, la sangre era bombeada a la aorta y luego se dirigía a los tejidos corporales en general, regresando por las venas a la aurícula derecha y al ventrículo derecho, desde donde era bombeada a los pulmones para volver a la aurícula y ventrículo derechos.

En otras palabras; la sangre está, constantemente, volviendo al punto de partida. «Circula».

Harvey hizo algunos cálculos sencillos que podría haber hecho Galeno, si la idea de la medición relacionada con la biología hubiera sido algo claro para los griegos. Harvey mostró que, en una hora, el corazón bombeaba una cantidad de sangre que era tres veces el peso de un hombre. Parecía inconcebible que la sangre se formase y consumiese en esa proporción, por lo que la noción de la circulación de la sangre pareció una necesidad tanto biológica como experimental.

Harvey, que no era polemista, comenzó a dar conferencias acerca de la circulación de la sangre en 1616, pero no vertió sus conocimientos en un libro hasta 1628. Era un ejemplar de 72 páginas, miserablemente impreso en los Países Bajos, con un papel delgado y barato, y lleno de erratas tipográficas. Sin embargo, los experimentos en él descritos estaban claros, eran concisos y elegantes, y las conclusiones resultaban incontrovertibles. El libro, llamado Acerca de los movimientos del corazón y de la sangre, se convirtió en uno de los grandes clásicos científicos.

Inevitablemente, el libro de Harvey al principio fue atacado, pero él vivió lo suficiente para ver que la circulación de la sangre era aceptada de modo general por la medicina europea. Fue su libro el que terminó de una vez para siempre con la fisiología galénica.

Y, sin embargo, también aquí había una trampa. La sangre salía del corazón a través de las arterias y volvía por las venas, pero no había conexiones visibles entre ambas. Se tenía que dar por supuesto que existían unas conexiones invisibles: unos tubitos demasiado pequeños para poder verse, como los poros galénicos invisibles en el músculo interventricular.

Mientras dependamos de la invisibilidad, no podemos estar seguros.

Ah, pero, ahora había una diferencia. Durante la última década de la vida de Harvey, los fisiólogos estaban comenzando a emplear microscopios, muy imperfectos, pero que podían ampliar los objetos que, de ordinario, eran demasiado pequeños para ser vistos, haciéndolos visibles con cierto detalle.

El primero en aparecer por un tiempo en este campo fue el fisiólogo italiano Marcello Malpighi (1628-1694), que había aprendido medicina en la Universidad de Bolonia y que con el tiempo, aunque a desgana, acabó convirtiéndose en el médico privado del papa Inocencio XII.

Malpighi comenzó su trabajo con el microscopio en los años 1650, cuando investigaba los pulmones de las ranas. Empezó por ver pequeños vasos sanguíneos parecidos a cabellos, que no podía percibir sin el microscopio. Al observar las membranas de las alas de los murciélagos al microscopio, en 1661, pudo ver realmente pequeñas arterias y venas conectadas con estos vasos parecidos a cabellos. Los llamó capilares, de las palabras latinas que significan «parecido a cabello».

El descubrimiento, que completó e hizo perfecto el concepto de la circulación de la sangre, se efectuó, por desgracia, cuatro años después de la muerte de Harvey. Pero estoy seguro de que Harvey confiaba en que los capilares existían y que llegarían a descubrirse.

Un último punto. Cuando el ventrículo izquierdo del corazón bombea su sangre en la gran aorta, aparecen casi inmediatamente tres arterias pequeñas, que llevan la sangre más recientemente oxigenada al —¿dónde si no?— mismo músculo cardiaco. El corazón se sirve el primero y con la mayor abundancia. ¿Y por qué no? Se lo merece.

Esos vasos son las «arterias coronarias» (porque rodean el corazón como una corona). Incluso más que las arterias ordinarias, las coronarias tienen tendencia a obstruirse con el colesterol, si uno come y vive de forma alocada.

La obstrucción, por lo general tiene lugar donde las arterias se separan de la aorta, y las pruebas mostraron que mis coronarias (en orden de tamaño decreciente) se hallaban obstruidas en un 85%, un 70% y un 100%.

Me hicieron un bypass en la coronaria más grande con una arteria cercana (afortunadamente en perfecto estado). En las dos más pequeñas me lo hicieron con una vena sacada de mi pierna izquierda.

Estoy asustado y no completamente curado, pero mi corazón está consiguiendo toda la sangre que necesita; me estoy reponiendo con rapidez y, con mucho lo más importante, aún puedo escribir estos capítulos.