IV. EL GENERAL VICTORIOSO

Carol Brener, la ingeniosa propietaria de «Murder Ink», una librería especializada en novelas de misterio, me telefoneó el otro día para preguntar si podría enviar a alguien con un ejemplar de mi libro The Robots of Dawn, para que se lo firmase para un cliente especial. Naturalmente, accedí enseguida.

Ese «alguien» llegó, y, más bien ante mi asombro, resultó ser una joven dama de considerable belleza. Al instante me convertí en todo suavidad (como suele ser mi costumbre). La invité a entrar y le firmé el libro.

—No me diga —le dije, exudando encanto— que Carol la ha enviado a mi casa sin prevenirla acerca de mí.

—Oh, me previno —respondió la joven dama con calma—. Me dijo que me relajase, porque en el fondo usted es inofensivo.

…Y ésa es, confío, la actitud apropiada que debe tomarse respecto de este segundo ensayo que estoy escribiendo acerca de la relatividad general. El tema puede parecer formidable pero (con los dedos cruzados) espero que demuestre ser, en el fondo algo inofensivo.

En el capítulo precedente he explicado que la relatividad general se basaba en el supuesto de que la masa gravitatoria era idéntica a la masa inerte, y que, por tanto, se podían considerar los efectos gravitatorios como idénticos a los efectos que se observarían en un sistema en aceleración infinita.

La pregunta es: ¿Cómo puede demostrarse que este punto de vista de la gravitación es más correcto que el de Newton?

Para empezar, existe lo que se ha denominado «las tres pruebas clásicas».

La primera de ellas surgió del hecho que, en la época en que Einstein formuló la teoría de la relatividad general, en 1916, seguía existiendo un enigma con respecto al Sistema Solar. Cada vez que Mercurio giraba alrededor del Sol en su órbita elíptica, pasaba por ese punto en que estaba más cerca del Sol («perihelio»). La posición de este perihelio no era fija en relación con el fondo de estrellas, sino que avanzaba un poco en cada vuelta. Se suponía que lo hacía así a causa de los efectos menores («perturbaciones») de las atracciones gravitatorias de otros planetas. Sin embargo, cuando se tuvieron en cuenta todas esas perturbaciones, se vio que había un ligero avance del perihelio anterior, que ascendía a cuarenta y tres segundos de arco por siglo.

Se trataba de un movimiento muy pequeño (asciende sólo a la anchura aparente de nuestra Luna después de 4337 años), pero se podía descubrir y era preocupante. La mejor explicación que podía darse era que existía un planeta aún no descubierto en la órbita de Mercurio, y esta fuerza gravitatoria que no se tenía en cuenta era la razón de ese avance, de otro modo inexplicable, del perihelio. El único problema era que semejante planeta no podía hallarse. (Véase «The Planet That Wasn’t» en The Planet That Wasn’t, Doubleday, 1976.)

Sin embargo, para Einstein el campo gravitatorio era una forma de energía, y esa energía era equivalente a una masa pequeña, la cual, a su vez, producía un poco más de campo gravitatorio. Por lo tanto, el Sol poseía un poco más de gravitación de la que le habían atribuido las matemáticas newtonianas, y eso, y no otro planeta, era lo que explicaba el avance del perihelio de Mercurio.

Esto constituyó una instantánea e impresionante victoria para la relatividad general, aunque esa victoria demostró tener limitaciones. Todos los cálculos que trataban de la posición del perihelio de Mercurio incluían el supuesto de que el Sol era una esfera perfecta. Dado que el Sol es una bola de gas con un campo gravitatorio muy intenso, esto parecía una suposición razonable.

Sin embargo, el Sol giraba y, como resultado, debería ser un esferoide achatado. Una protuberancia ecuatorial, incluso pequeña, podría producir un efecto que explicaría parte o todo el avance, y esto plantearía dudas acerca de la relatividad general.

En 1967, el físico estadounidense Robert Henry Dicke realizó unas cuidadosas mediciones del tamaño del disco solar e informó de un leve achatamiento que era suficiente para ser el responsable de tres de los cuarenta y tres segundos de arco de avance por siglo. Esto supuso grandes titulares científicos como un posible golpe a la relatividad general de Einstein.

No obstante, desde entonces se han dado a conocer valores más pequeños del achatamiento solar y el asunto sigue aún sometido a discusión. Mi opinión es que, al final, se demostrará que el Sol es sólo insignificantemente achatado, pero por el momento el avance del perihelio de Mercurio no se considera una buena prueba para la relatividad general de Einstein.

Pero ¿qué hay de las otras dos pruebas clásicas?

Una de ellas implicaba el asunto de la curvatura de un campo gravitatorio, algo que ya he mencionado en el capítulo 3. Si esto realmente tenía lugar en la cantidad predicha por la relatividad general, sería algo mucho más impresionante que el asunto del perihelio de Mercurio. A fin de cuentas, el movimiento del perihelio de Mercurio se conocía, y se puede imaginar que las matemáticas einsteinianas podían haber sido realizadas para adecuarse a ello. Por otra parte, nadie había pensado jamás en poner a prueba la curva gravitatoria de la luz porque, ante todo, nadie había soñado que pudiese existir un fenómeno así. Si se predijera un fenómeno tan improbable y luego resultara existir, eso constituiría un triunfo increíble para la teoría.

¿Cómo probarlo? Sí una estrella estuviese situada muy cerca de la posición del Sol en el firmamento, su luz, al pasar rozando el Sol, se curvaría de tal forma que la estrella parecería estar situada un poco más lejos de la posición del Sol de lo que realmente estuviese. La relatividad general mostró que una estrella cuya luz simplemente rozase el borde solar estaría desplazada en 1,75 segundos de arco, es decir, una milésima de la anchura aparente del Sol. Esto no es mucho, pero es medible, salvo porque esas estrellas que se encuentran tan cercanas a la posición aparente del Sol en el firmamento normalmente no son visibles.

Durante un eclipse total de Sol, no obstante, si lo serían, y estaba previsto un eclipse así para el 29 de mayo de 1919. Cuando se produjese, el oscurecido Sol estaría situado en medio de un grupo de brillantes estrellas. El astrónomo británico Arthur Stanley Eddington, que había conseguido una copia del ensayo de Einstein acerca de la relatividad general, por medio de los neutrales Países Bajos durante los oscuros días de la Primera Guerra Mundial, quedó impresionado por la misma y organizó una expedición para realizar las mediciones necesarias de las posiciones de aquellas estrellas unas respecto a otras. Estas mediciones podrían compararse luego con las posiciones conocidas de las mismas estrellas en los momentos en que el Sol estaba muy alejado en el firmamento.

Se realizaron las mediciones y, ante la creciente excitación de los astrónomos, estrella tras estrella mostraron el desplazamiento pronosticado. La relatividad general quedó demostrada de una manera que fue increíblemente dramática, y el resultado llenó las primeras páginas de los periódicos. De una sola tacada, Einstein se convirtió en lo que ya sería durante el resto de su vida: el científico más famoso del mundo.

Y, sin embargo, aunque se supone (en la mitología popular de la ciencia) que el eclipse de 1919 dejó zanjado el asunto, y aunque yo también lo he considerado siempre de este modo, en realidad no estableció la relatividad general.

Las mediciones resultaron necesariamente poco claras, las comparaciones entre estas mediciones y las posiciones en otros momentos del año fueron difíciles de fijar con precisión, y apareció una incertidumbre adicional debida al hecho de que, en las diferentes épocas del año, se emplearon distintos telescopios en diferentes condiciones climáticas, y, en conjunto, como apoyo de la relatividad general, los datos eran poco consistentes. Ciertamente no servían para distinguir la variedad de Einstein de las otras variedades en competencia que al final se ofrecieron.

Y lo que es más, mediciones posteriores en sucesivos eclipses no parecieron mejorar la situación.

¿Y la tercera de las pruebas clásicas?

Ya mencioné en el capitulo 3 que la luz que sube contra la atracción de la gravedad debería perder energía, según la relatividad general, dado que la luz sin duda lo haría si se elevase contra una aceleración hacia arriba de la fuente. La pérdida de energía significaba que cualquier línea espectral que se hallase en una longitud de onda dada en ausencia de un campo gravitatorio importante se desviaría hacia el rojo si la luz que lo contuviese se moviese contra la atracción gravitatoria. Esto era el «desplazamiento hacia el rojo gravitacional» o «el desplazamiento hacia el rojo de Einstein».

Sin embargo, un desplazamiento hacia el rojo de este tipo era asimismo muy pequeño y haría falta un campo gravitatorio enormemente intenso para producir uno que pudiera medirse de manera inconfundible.

En la época en que Einstein presentó su teoría de la relatividad general, el campo gravitatorio más intenso que podía estudiarse fácilmente parecía ser el del Sol, y éste, por intenso que fuese, era demasiado débil para resultar útil como prueba del desplazamiento hacia el rojo de Einstein.

Pese a todo, sólo unos meses antes del ensayo de Einstein, el astrónomo estadounidense Walter Sydney Adams había presentado pruebas de que el oscuro compañero de Sirio («Sirio B») era en realidad una estrella con la masa del Sol, pero con el volumen de un pequeño planeta. (Véase El sol brilla luminoso, publicado en esta misma colección). Esto resultó un poco difícil de creer al principio, y durante algún tiempo no se hizo caso de la «enana blanca».

Sin embargo, fue Eddington quien vio, con toda claridad, que si Sirio B era muy pequeño tenía que ser asimismo muy denso, y que poseería un campo gravitatorio enormemente intenso. Su luz, por lo tanto, mostraría un desplazamiento hacia el rojo de Einstein claramente perceptible si la relatividad general fuera correcta.

Adams continuó estudiando el espectro de Sirio B con detalle, y en 1925 informó que el desplazamiento hacia el rojo de Einstein se encontraba allí, y bastante cerca de lo pronosticado por la relatividad general.

Una vez más aquello fue considerado como un triunfo, pero, de nuevo, pasado el período de euforia, pareció que el resultado no era del todo claro. La medida del desplazamiento no era muy exacta por cierto número de razones (por ejemplo, el movimiento de Sirio B a través del espacio introducía un desplazamiento de la línea espectral que no estaba relacionado con la relatividad general, y que introducía una enojosa incertidumbre). Como resultado de todo ello, la prueba ciertamente no podía emplearse para distinguir la relatividad general de Einstein de otras teorías que competían con ella, y el estudio de la luz procedente de otras enanas blancas tampoco mejoró las cosas.

Todavía en 1960, es decir, cuarenta y cuatro años después de que se introdujera la relatividad general y cinco años después de la muerte de Einstein, la teoría aún descansaba sobre las tres pruebas clásicas que eran, simplemente, inadecuadas para esta tarea. Y lo que es más, parecía como si no existiese ninguna otra comprobación que pudiera siquiera empezar a dejar zanjado el asunto.

Daba la impresión de que los astrónomos tendrían, simplemente, que vivir sin tener una descripción adecuada del Universo en conjunto, y discutir eternamente acerca de las diferentes posibilidades de la relatividad general, como los escolásticos al debatir el número de ángeles que podrían bailar encima de la cabeza de un alfiler.

La única cosa que se podía afirmar, de un modo constructivo, era que la versión de Einstein era la más sencilla de explicar matemáticamente y, por tanto, también la más elegante. Pero eso tampoco era una prueba segura de la verdad.

Luego, a partir de 1960, todo cambió.

El físico alemán Rudolf Ludwig Móssbauer recibió su doctorado en 1958, a la edad de veintinueve años, y el mismo año anunció lo que habría de llamarse «el efecto Móssbauer», por el que recibió el premio Nobel de Física en 1961.

El efecto Móssbauer implica la emisión de rayos gamma por ciertos átomos radiactivos. Los rayos gamma consisten en fotones de energía, y su misión induce un retroceso en el átomo que realiza la emisión. El retroceso hace disminuir un poco la energía del fotón del rayo gamma. Normalmente, la cantidad de retroceso varia de un átomo a otro por varias razones, y el resultado es que cuando los fotones se emiten en cantidad por una colección de átomos, son aptos para tener una amplia extensión de contenido energético.

Sin embargo, hay condiciones en las que los átomos, cuando existen en un cristal algo grande y ordenado, emitirán fotones de rayos gamma experimentando el retroceso todo el cristal como una unidad. Dado que el cristal tiene una masa enorme en comparación con un solo átomo, el retroceso que sufre es insignificantemente pequeño. Todos los fotones se emiten con toda la energía, por lo que el rayo posee una extensión de energía de prácticamente cero. Esto es el efecto Móssbauer.

Los fotones de rayos gamma de exactamente el contenido de energía emitido por un cristal en estas condiciones serán absorbidos con fuerza por otro cristal del mismo tipo. Si el contenido energético es incluso muy ligeramente distinto en una u otra dirección, la absorción por un cristal similar quedará en extremo reducida.

Pues bien, supongamos entonces que un cristal está emitiendo fotones de rayos gamma en el sótano de un edificio, y una corriente de fotones se dispara hacia arriba, hacia un cristal absorbente que está en el tejado, 20 metros más arriba. Según la relatividad general, los fotones que suben contra la atracción de la gravedad de la Tierra perderían energía. La cantidad de energía que perderían sería en extremo pequeña, pero suficiente para impedir que el cristal del tejado la absorbiera.

El 6 de marzo de 1960, dos físicos estadounidenses, Robert Vivian Pound y Glen Rebka, Jr., informaron de que habían llevado a cabo este experimento y descubierto que los fotones no eran absorbidos. Y lo que es más, luego movieron hacia abajo el cristal receptor muy despacio, para que su movimiento incrementase muy levemente la energía de colisión con los fotones que entraban. Midieron la proporción de movimiento descendente que originaría el suficiente incremento de energía para producirse la pérdida de relatividad general y para permitir que los fotones fuesen absorbidos con fuerza. De esta manera determinaron exactamente cuanta energía perdían los rayos gamma al ascender contra la atracción gravitatoria de la Tierra, y descubrieron que el resultado coincidía con la predicción de Einstein hasta el 1 por 100. Ésta fue la primera demostración real e indiscutible de que la relatividad general era correcta, y fue la primera demostración llevada a cabo por completo en un laboratorio. Hasta entonces, las tres pruebas clásicas habían sido siempre de tipo astronómico y habían requerido mediciones con algunas inexactitudes que habían sido casi imposibles de reducir. En el laboratorio, todo podía ser perfectamente controlado, y la precisión era mucho más elevada. De forma también asombrosa, el efecto Móssbauer no requería una enana blanca, ni siquiera el Sol. El comparativamente débil campo gravitatorio de la Tierra era suficiente, y en una diferencia de altura no mayor que la distancia entre el sótano y el tejado de un edificio de seis pisos.

Sin embargo, aunque podría considerarse que el efecto Móssbauer había asentado por fin la relatividad general, y dejado atrás definitivamente la gravedad newtoniana, las demás variedades de relatividad general (que, en realidad, habían sido introducidas a partir de 1960), no quedaban eliminadas por este experimento.

El 14 de setiembre de 1959, se recibió un eco de radar, por primera vez, desde un objeto externo al sistema Tierra-Luna: desde el planeta Venus.

Los ecos de radar se producen por un rayo de microondas (ondas de radio de muy alta frecuencia), que viajan a la velocidad de la luz, una cifra que conocemos con considerable precisión. Un rayo de microondas puede viajar rápidamente hasta Venus, chocar contra su superficie y reflejarse, y a continuación regresar a la Tierra en de 2 1/4 a 25 minutos, según donde se encuentren la Tierra y Venus en sus respectivas órbitas. A partir del tiempo realmente consumido por el eco al regresar, puede determinarse la distancia de Venus en un momento dado con una precisión mayor que la que cualquier otro método anterior había hecho posible. La órbita de Venus, por lo tanto, puede calcularse con gran exactitud.

Esto invirtió la situación. Se hizo posible predecir cuánto tiempo tardaría exactamente un rayo de microondas en chocar con Venus y regresar cuando el planeta se encontrase en cualquier posición concreta de su órbita en relación con nosotros mismos. Hasta las menores diferencias de la predicha extensión de tiempo podían determinarse sin ninguna seria incertidumbre.

La importancia de esto radica en que Venus, con intervalos de 584 días, estará casi exactamente en el lado opuesto al Sol desde nuestra posición, de manera que la luz que se dirija de Venus a la Tierra debe rozar el borde del Sol durante su camino.

Según la relatividad general, esa luz seguiría una trayectoria curvada y la posición aparente de Venus se desplazaría alejándose ligeramente del Sol. Pero Venus no puede observarse cuando se encuentra tan cerca del Sol, y aunque pudiese hacerse, el ligero desplazamiento de su posición sería casi imposible de medir con seguridad.

Sin embargo, debido a que la luz sigue una trayectoria levemente curvada al rozar la superficie del Sol, tarda más en llegar a nosotros que si hubiese seguido la habitual línea recta. No podemos medir el tiempo que tarda la luz de Venus en llegar hasta nosotros, pero podemos enviar un rayo de microondas a Venus y aguardar el eco. El rayo pasará cerca del Sol cuando se desplace en cada dirección, y podemos medir el tiempo que se tarda en recibir el eco.

Si sabemos cuán cerca el rayo de microondas se aproxima al Sol, conoceremos, por la matemática de la relatividad general exactamente cuánto debería tardar. La tardanza real y la teórica pueden compararse con mayor exactitud de lo que podemos medir el desplazamiento de las estrellas en un eclipse total.

Luego, también nuestras sondas planetarias emiten pulsaciones de microondas y éstas pueden descubrirse. Cuando se sabe con exactitud la distancia de la sonda en cualquier momento, el tiempo que tardan las pulsaciones en viajar hasta la Tierra puede medirse y compararse con el teórico, cuando las pulsaciones no se mueven en absoluto cerca del Sol, y luego de nuevo cuando deben pasar rozando el Sol. Estas mediciones, realizadas a partir de 1968 han demostrado coincidir con las formulaciones de Einstein de la relatividad general en un porcentaje de 0,1.

Por lo tanto, parece que ahora no hay duda de que no sólo la relatividad general es correcta, sino de que la formulación de Einstein es el general victorioso. Las teorías que competían con ella están desapareciendo.

Existen también en la actualidad demostraciones astronómicas de la validez de la relatividad general, demostraciones que implican objetos cuya existencia no se conocía en el momento en que Einstein presento por primera vez su teoría.

En 1963, el astrónomo holandés-estadounidense Maarten Schmidt consiguió demostrar que ciertas «estrellas» que eran fuertes emisores de ondas de radio no eran estrellas de nuestra propia galaxia, sino objetos situados a mil millones o más de años luz de distancia. Esto pudo demostrarse por el enorme desplazamiento hacia el rojo de sus líneas espectrales, que mostraron que retrocedían respecto de nosotros a unas velocidades elevadas sin precedente. Esto (presumiblemente) sólo podía ser debido a que se encontraban sumamente alejadas de nosotros.

El asunto provocó una considerable controversia acerca de qué podrían ser esos objetos («quasares»), pero esa controversia carece de toda importancia en relación con lo que nos interesa ahora. Lo que sí importa es que los quasares emiten fuertes rayos de ondas de radio. Gracias a los elaborados radiotelescopios construidos desde que se reconocieron por primera vez los quasares como lo que son, las fuentes de radio dentro de los quasares pueden localizarse con una exactitud mucho mayor de la que es posible para localizar un objeto simplemente emisor de luz.

Ocasionalmente, las ondas de luz (y de radio) que salen de un quasar determinado rozan la superficie del Sol en su camino hacia nosotros. Las ondas de luz se pierden en el fuerte brillo del Sol, pero las ondas de radio pueden descubrirse con facilidad, con Sol o sin él, por lo que no hay necesidad de aguardar a que se produzca un eclipse que sólo tiene lugar cuando el Sol se encuentra en la posición correcta para nuestros propósitos. Y aún más: la fuente de ondas de radio se ha registrado con tanta exactitud, que el leve desplazamiento inducido por la relatividad general puede determinarse con mucha mayor exactitud que el famoso desplazamiento en la posición de la estrella durante el eclipse de 1919.

El desplazamiento de la posición en las ondas de radio del quasar, medido una gran cantidad de veces durante los últimos quince años, ha demostrado encontrarse menos de un 1 por 100 dentro de lo que dan las previsiones de la relatividad general de Einstein, y las mediciones llevadas a cabo durante el eclipse de 1919, por poco fiables e inseguras que fuesen, han quedado vindicadas.

Los quasares se hallan implicados en otro fenómeno que apoya la relatividad general, un fenómeno particularmente impresionante.

Supongamos que existe un objeto emisor de luz que está lejos, y entre éste y nosotros se halla un pequeño objeto con un poderoso campo gravitatorio. El objeto emisor de luz que está lejos enviaría ondas de luz que pasarían rozando los invisibles objetos cercanos por todos lados. En todos los lados la luz se desplazaría hacia afuera por el efecto de la relatividad general, y el resultado sería exactamente como si la luz pasase a través de una lente de cristal ordinaria. El objeto distante quedaría ampliado y parecería mayor de lo que realmente fuese. Esto constituiría una «lente gravitatoria» y su existencia fue ya predicha por el propio Einstein.

El problema con el concepto era que no se conocía que existiese ningún caso de ello en el firmamento. Por ejemplo, no había ninguna gran estrella luminosa que tuviese una pequeña enana blanca exactamente entre sí misma y nosotros. Pero aunque existiese, ¿cómo podríamos decir que la estrella estaba un poco más agrandada de lo que normalmente estaría si la enana blanca no se encontrase allí? No podríamos apartar la enana blanca y observar la estrella encogerse para recuperar su tamaño normal.

Pero consideremos los quasares. Los quasares están mucho más alejados que las galaxias ordinarias, y las galaxias ordinarias existen en un número de miles de millones. Hay una razonable posibilidad de que pudiera existir una pequeña galaxia entre nosotros y uno de los centenares de quasares ahora conocidos. Y lo que es más, la fuente de radio dentro de un quasar (que es lo que observamos con mayor exactitud), y la galaxia intermedia serían objetos irregulares, de modo que el efecto sería similar al de la luz que atravesase una lente bastante defectuosa. En vez de simplemente agrandarse el quasar se descompondría en dos o más imágenes separadas.

En 1979, un equipo de astrónomos estadounidenses, D. Walsh, R. F. Carswell y R. J. Weymann, estaban observando el quasar 0957 + 561, que presentaba dos fuentes de radio separadas unos 6 segundos de arco. Parecían dos quasares igualmente brillantes e igualmente distantes de nosotros. Y lo que es más, sus espectros parecían idénticos. Los astrónomos sugirieron que lo que observaban era en realidad un solo quasar que estaba dividido en dos por un efecto de lente gravitatoria.

La proximidad del quasar se examinó muy de cerca en busca de cualquier señal de galaxias entre nosotros y aquél, y, en 1980, se demostró que había un cúmulo de débiles galaxias a más o menos una tercera parte de la distancia de los quasares y exactamente delante de ellos. Las condiciones parecían ser las adecuadas para la producción de una lente gravitatoria, y desde entonces se han descubierto otros casos posibles…, un tanto más para la relatividad general.

Pero aún queda por contar la más impresionante e importante demostración de la relatividad general.

Einstein predijo la existencia de ondas gravitatorias análogas a las ondas de luz. Masas en aceleración emitirían ondas de gravedad, lo mismo que los campos electromagnéticos oscilantes emiten ondas de luz y radiación similar. De este modo, cualquier planeta que gire alrededor de nuestro Sol está continuamente cambiando de dirección mientras gira, y por lo tanto acelerándose de forma continua. Estaría emitiendo ondas gravitatorias, perdiendo energía en consecuencia, aproximándose al Sol y, finalmente, precipitándose en el mismo. Esto, por ejemplo, le está sucediendo a la Tierra, pero la pérdida de energía es tan pequeña que no hay esperanzas de poder descubrir el efecto.

Lo que se necesita son campos gravitatorios más intensos y aceleraciones más extremas. Pero hasta 1974 no se conoció nada que se aproximase a lo necesario.

En aquel año, los astrónomos estadounidenses Russell A. Hulse y Joseph H. Taylor, Jr. descubrieron un púlsar que ahora se llama PSR 1913 + 16. Emitía pulsaciones de ondas radio con intervalos de 0,05902999527 segundos, o simplemente unas 17 pulsaciones por minuto. Esos intervalos se hacen levemente más grandes y levemente más pequeños de una forma regular en un Período de 7,752 horas.

La deducción es que se acerca y se aleja de nosotros de forma alternativa, y el mejor modo de explicarlo consiste en suponer que gira en torno de algo. Por el tamaño de su órbita y por el hecho de que el objeto en torno al que gira no puede verse, los astrónomos concluyeron que habían captado un doble púlsar.

Esto en sí mismo no carece de precedentes. Otros pulsares dobles han sido localizados. Sin embargo, lo que es insólito es que los dos pulsares de este sistema se encuentren tan juntos. Zumban uno en torno del otro a velocidades de unos 320 kilómetros por segundo. Esto, combinado con la pequeñez de la órbita y la intensidad de sus campos gravitatorios, significaba que los efectos de relatividad general debían ser enormes.

Por ejemplo, el punto de la mayor aproximación mutua de los pulsares («periastro») se movería hacia adelante, exactamente como lo hace el perihelio de Mercurio, pero en una proporción superior a un millón y medio de veces. Y con bastante seguridad el avance se ha observado en un apropiado índice de 4,226 grados por año.

Y lo que es más importante, el púlsar binario emitiría raudales de ondas gravitatorias en cantidad suficiente para acortar el período de revolución de modo perceptible.

El acortamiento sería sólo de una diezmillonésima de segundo por período orbital. Sin embargo, esto se acumula a medida que aumenta el número de órbitas en las que es observado, y en la actualidad ya no hay duda de que los pulsares del sistema están acortando sus órbitas y aproximándose uno a otro, y de que en menos de diez mil años deberían estrellarse uno contra otro.

Y esto también es una clara evidencia en favor de las ondas gravitatorias predichas por la teoría de la relatividad general de Einstein.

Y ésa es la historia. Todas las mediciones apropiadas que se han llevado a cabo en los dos tercios de siglo han apoyado a Einstein. Ninguna medición ha conseguido arrojar ninguna duda seria sobre él.

Lamento que Einstein no viviera lo suficiente para ver por lo menos algunas de las victorias que han tenido lugar desde 1950, pero eso, realmente, no importa. Siempre estuvo absolutamente seguro de que su teoría era correcta. Existe la anécdota de que, después del eclipse de 1919, se le preguntó qué hubiera pensando si las mediciones del desplazamiento de la estrella no le hubieran apoyado. Se dice que respondió que lo hubiera sentido por Dios, por haber cometido el error de construir un Universo sobre unos principios equivocados.