IX. LAS PROPIEDADES DEL CAOS

Allá por el año 1967, escribí un libro acerca de la fotosíntesis, y es posible que puedan interrumpirme en este momento para preguntarme qué demonios es la fotosíntesis. Sí es así, tengan fe… Se lo explicaré antes de que se acabe este capítulo.

En aquel tiempo, reconocí el hecho de que esta palabra de cinco sílabas no inspiraba amor y confianza a primera vista, y fue mi intención darle al libro un título dinámico para captar la atención del lector, y hacerle comprar el libro antes de que se percatase de que estaba lleno de bioquímica moderadamente difícil.

No tenía pensado el título exacto, y para tener un titulo de trabajo dejé que mi imaginación se tomase un bien merecido descanso y empleé «Fotosíntesis». Cuando hube terminado seguía sin tener un título exacto en mente, así que decidí dejar que se ocupara de ello el editor, Arthur Rosenthal, de Basic Books.

En 1968 se publicó el libro y recibí un ejemplar previo, y descubrí, con gran perplejidad, que el título de la cubierta del libro era Fotosíntesis. En realidad, lo crean o no, ese título se repetía cuatro veces.

Dije con voz trémula:

—Arthur, ¿cómo esperas vender un libro con el título Fotosíntesis… Fotosíntesis… Fotosíntesis… Fotosíntesis…?

A lo que me respondió:

—¿Pero no te has dado cuenta de que más hay en la cubierta del libro?

—¿El qué? —pregunté, intrigado.

Señaló la parte inferior izquierda de la cubierta donde se leía con claridad: Isaac Asimov.

Como algunos de ustedes saben, el halago siempre funciona conmigo, así que me sonreí y, en realidad, el libro fue razonablemente bien. El editor no perdió dinero, pero les seré franco: no fue un auténtico bestseller

Por lo tanto, se me ocurrió volver a tratar algunos aspectos del tema, en el encantador estilo informal que empleo en estos capítulos, y esta vez he utilizado un título dramático, aunque supongo que eso solo tampoco convertirá este libro en un auténtico bestseller.

Comencemos con el asunto del comer. Los animales, desde los más pequeños gusanos a la ballena más grande, no pueden vivir sin alimentos, y los alimentos; en esencia, son plantas. Todos nosotros, desde trillones de insectos hasta miles de millones de seres humanos, nos tragamos de una forma interminable y sin remordimientos todo el mundo de las plantas, o animales que han comido plantas; o animales que han comido animales que han comido plantas, o…

Investiguemos las cadenas alimenticias de los animales, y en sus extremos siempre encontraremos plantas.

Sin embargo, el mundo vegetal no disminuye. Las plantas continúan creciendo indefinidamente y sin remordimientos a medida que son comidas pero, por lo que podemos ver por la simple observación no científica, ellas mismas no comen. Sin duda requieren agua, y a veces tienen que ser ayudadas abonando cuidadosamente el suelo con algo como excrementos de animales; pero no nos atrevemos a considerar eso «comer».

En los tiempos precientíficos pareció tener sentido el suponer que las plantas eran un orden de objetos, completamente diferente a los animales. Por supuesto, las plantas crecían lo mismo que los animales, y provenían de semillas como algunos animales provenían de huevos, pero esto no parecía otra cosa que similitudes superficiales.

Los animales se movían independientemente, respiraban y comían… Las plantas no hacían ninguna de estas cosas, como tampoco, por ejemplo, lo hacían las rocas. El movimiento independiente, en particular parecía una propiedad esencial de la vida, por lo que mientras todos los animales parecían vivos de una forma evidente, las plantas (como las rocas), no.

Esto es al parecer el punto de vista de la Biblia. Cuando la tierra seca apareció en el tercer día del relato que el Génesis hace de la creación, se describe a Dios diciendo: «Haga brotar la tierra hierba verde, hierba con semilla y árboles que den frutos según su especie y tengan su simiente sobre la tierra». (Génesis, 1, 11.)

No se hace la menor mención de que la vida sea una característica del mundo de las plantas.

No es hasta el quinto día cuando se menciona la vida. Entonces Dios dice: «Pululen las aguas con un pulular de seres vivientes… Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todos los animales vivos que se deslizan…». (Génesis, 1, 20-21.)

Los animales se caracterizan como móviles y vivos, implicando cada término, aparentemente, el otro. Pero las plantas no son ninguna de las dos cosas.

Dios dijo: «…y a todas las bestias de la Tierra y a todas las aves del cielo, a todo lo que se arrastra sobre la tierra y que tiene alma viviente, le doy toda la hierba verde para comida…». (Génesis 1, 30.) En otras palabras, los animales se mueven y están vivos, y las plantas, que no se mueven, son meramente alimentos que proporciona para ellos la gracia de Dios.

El ser herbívoro es claramente considerado como lo ideal. El ser carnívoro no se menciona en la Biblia hasta después del Diluvio, cuando Dios dice a Noé y a sus hijos: «Todo cuanto vive y se mueve os servirá de alimento, al igual que la hierba verde; os lo entrego todo». (Génesis, 9, 3.)

En general, el pensamiento occidental ha seguido las palabras de la Biblia (como no podía dejar de ser, dado que la Biblia era considerada la palabra inspirada de Dios). El suelo viviente, no alimenticio, fue en cierta forma convertido en plantas no vivientes pero alimenticias, que podían servir como alimento para los animales vivientes. La semilla, al ser sembrada, servia como agente desencadenante de la conversión del suelo en plantas.

La primera persona que comprobó esta teoría del crecimiento de las plantas fue un médico flamenco, Jan Baptista van Helmont (1580-1644). Plantó un sauce joven que pesaba cinco libras en una maceta que contenía 200 libras de tierra. Durante cinco años dejó crecer el sauce, regándolo con regularidad y cubriendo la tierra con cuidado entre los riegos para que no pudiese caer en ella ninguna materia extraña que confundiese los resultados.

Al cabo de cinco años, retiró el ahora mucho más grande sauce de la maceta y, con cuidado, le quitó toda la tierra que estaba adherida a las raíces. El sauce pesaba 169 libras, habiendo ganado, pues, 164 libras. La tierra había perdido como mucho la octava parte de una libra.

Éste fue el primer experimento bioquímico cuantitativo que conocemos, y fue de crucial importancia por ello, por lo menos. Además, mostró de manera concluyente que la tierra no se convertía, todo lo más en un grado muy pequeño, en tejido de la planta.

Helmont razonó que, si el único material que había entrado en el sistema había sido el agua, el sauce, y presumiblemente las plantas en general, se formaban a partir del agua.

El razonamiento parecía a prueba de bombas, especialmente dado que se había conocido bien desde los primeros tiempos el que las plantas no podían crecer si se las privaba de agua.

Y, sin embargo, ese razonamiento era erróneo, porque el agua no era el único material, aparte de la tierra, que había tocado el sauce. El árbol había sido tocado también por el aire, y Helmont hubiera reconocido al instante ese hecho si se le hubiese señalado. Al ser el aire invisible, impalpable y, aparentemente, inmaterial, era fácil no hacerle caso. Helmont tenía también otras razones para hacerlo así.

En la época de Helmont, el aire y las sustancias asociadas estaban empezando a ser estudiadas científicamente por primera vez. En realidad, fue el propio Helmont quien inició el proceso.

Así, los anteriores experimentadores químicos habían observado e informado que se formaban vapores en sus mezclas y que subían en forma de burbujas, pero los habían descartado considerándolos variedades del aire.

Helmont fue el primero en estudiar esos «aires» y en darse cuenta de que, algunas veces, tenían propiedades por completo distintas de las del aire ordinario. Por ejemplo, algunos de esos vapores eran inflamables, mientras que el aire ordinario no lo era. Helmont observó que cuando esos vapores inflamables ardían, se formaban a veces gotitas de agua.

Por supuesto, en la actualidad sabemos que cuando el hidrógeno arde se forma agua, y podemos estar seguros de que fue eso lo que observó Helmont. Este, al no tener la ventaja de nuestra brillante perspicacia llegó a la más bien simple conclusión de que ese vapor inflamable (por tanto, todos los vapores, incluso el mismo aire ordinario) era una forma de agua. Por lo tanto, naturalmente descartó el aire como fuente de la sustancia del sauce. Era el agua lo que constituía la fuente, ya fuese en forma líquida o de vapor.

Helmont observó que el agua líquida tenía un volumen definido, mientras que en los vapores no era así. Los vapores se expandían para llenar los espacios, interpenetrándolo todo. Parecían carecer de orden, ser sustancias que se hallaban en completo desorden.

Los griegos creían que el Universo comenzó como una especie de sustancia que se hallaba en total desorden. El término griego para esta sustancia original y desordenada fue «caos». Helmont llamó a los vapores con dicho término, empleando su pronunciación flamenca, que, al deletrearlo fonéticamente, produjo la voz de «gas». Hasta hoy, llamamos al aire un gas, y aplicamos esa palabra a cualquier vapor o sustancia parecida al aire.

Helmont estudió las propiedades del caos: es decir, las propiedades de los gases. Produjo un gas quemando madera que no era inflamable, y que tendía a disolverse en el agua (algo que Helmont interpretaría, naturalmente, como que se convertía en agua). Lo llamó «gas silvestre» («gas de madera») y es el gas que conocemos hoy como anhídrido carbónico. Es una lástima que Helmont no tuviese manera de conocer la importancia de ese descubrimiento en relación con su investigación del problema del crecimiento de las plantas.

El estudio de los gases dio otro paso adelante cuando un botánico inglés, Stephen Hales (1677-1761), aprendió a reunirlos con razonable eficiencia.

En vez de, simplemente, dejarlos escapar en el aire, y verse obligado a estudiarlos al vuelo, por así decirlo, produjo sus gases en una vasija de reacción con un largo cuello que se curvaba hacia abajo y hacia arriba de nuevo. Este largo cuello podía insertarse en una cubeta de agua, y la abertura del cuello podía cubrirse con un vaso picudo invertido, también lleno de agua.

Cuando se formaba un gas particular como resultado de los cambios químicos que tenían lugar en la vasija de reacción, burbujeaba hacia la superficie de los materiales en reacción, llenaba el espacio de aire de encima, se expandía a través del curvado y largo cuello hasta el vaso picudo invertido. El gas recogido en el vaso picudo se quedaba allí, y las propiedades de un caos particular podían estudiarse a placer.

Hales preparó y estudió de esta forma cierto número de gases, incluyendo aquellos que ahora llamamos hidrógeno, bióxido de azufre, metano, monóxido de carbono y anhídrido carbónico. Sin embargo, no sacó suficiente jugo de todo ello, puesto que siguió pensando que se trataba de variedades del aire ordinario.

Asimismo, resultaba imposible trabajar con dichos gases, sin llegar finalmente, a la conclusión de que el aire no era una sustancia simple, sino una mezcla de diferentes gases.

Un químico escocés, Joseph Black (1728-1799), se interesó por el anhídrido carbónico y descubrió, en 1756, que si se ponía en contacto con la sustancia sólida común llamada cal (óxido cálcico) se convertía en piedra caliza (carbonato cálcico).

Entonces observó un hecho crucial. No tenía que emplear anhídrido carbónico laboriosamente preparado para este propósito. Tan sólo tenía que poner la cal en contacto con el aire ordinario. La piedra caliza se formaría de modo espontáneo, aunque mucho más despacio que si emplease anhídrido carbónico. La conclusión de Black fue que el aire contenía anhídrido carbónico en pequeñas cantidades, y en esto estuvo del todo en lo cierto.

En 1772, otro químico escocés, Daniel Rutherford (1749-1819), un estudiante de Black, dejó arder unas velas en un contenedor de aire cerrado. Pasado un tiempo, la vela ya no ardía, y lo que es más, ninguna otra sustancia se quemaba en aquel aire. Tampoco podía vivir allí un ratón.

En aquella época ya se sabía que una vela que ardía producía anhídrido carbónico, por lo que resultó fácil sacar la conclusión de que todo el aire normal que permitía arder había sido reemplazado por el anhídrido carbónico, que se sabía que no dejaba arder.

Por otra parte, se sabía también que el anhídrido carbónico era absorbido por ciertos productos químicos (como la cal). El aíre en que la vela había ardido se pasó a través de esos productos químicos y, realmente, sacó anhídrido carbónico. Sin embargo, la mayor parte del aire permaneció intacto, y lo que quedó, aunque no era anhídrido carbónico, tampoco permitía la combustión. Lo que Rutherford había aislado era el gas que en la actualidad conocemos como nitrógeno.

Un químico inglés, Joseph Priestley (1733-1804), también estudió los gases, en particular, el gas que se formaba al fermentar cereales (vivía al lado de una fábrica de cerveza), y descubrió que se trataba de anhídrido carbónico. Estudió sus propiedades, sobre todo la manera en que se disolvía en el agua, y descubrió que una solución de anhídrido carbónico producía lo que consideró (pero yo no) una bebida agradable y ácida.

(Cuando yo era joven, esa agua carbonatada se llamaba seltz y se podía comprar a un centavo el vaso. En la actualidad se la llama «Perrier» y se puede comprar, según creo, a un dólar el vaso. En mi juventud me negué a invertir un centavo en esa ácida bebida, y hoy me niego por partida doble a invertir un dólar).

Priestley fue el primero en hacer pasar gases a través de mercurio en vez de a través de agua, y así pudo recoger algunos gases que se hubiesen disuelto al instante en agua, empleando el método de Hales. De este modo, Priestley aisló y estudió gases como el cloruro de hidrógeno y el amoníaco.

Su descubrimiento más importante tuvo lugar en 1774. Cuando el mercurio se calienta mucho en el aire, se forma en su superficie un polvo rojizo. Esto es el resultado de combinarse el mercurio (con cierta dificultad) con una porción del aire. Si el polvo rojizo se recoge y se calienta de nuevo, la combinación mercurio-aire se rompe y el componente del aire es liberado como gas.

Priestley descubrió que este componente del aire ayudaba con facilidad a la combustión. Una astilla ardiendo en rescoldo entraba en fase de llama activa si se colocaba en un vaso picudo que contuviera este gas. Los ratones encerrados en un recipiente con este gas se comportaban de una forma desacostumbradamente vivaracha y, cuando Priestley respiró un poco del gas, le hizo sentirse «alegre y a gusto». Se trata del gas que en la actualidad llamamos «oxígeno».

Fue el químico francés Antoine Laurent Lavoisier (1743-1794), según la opinión general el mayor químico de todos los tiempos, quien dio sentido a todo esto. Sus cuidadosos experimentos le mostraron, hacia 1775, que el aire consistía en una mezcla de dos gases, nitrógeno y oxígeno, en una proporción aproximada de 4 a 1 por volumen. (Sabemos ahora que hay un número de constituyentes menores en el aire seco, que forman más o menos el 1% del total, con un porcentaje del 0,03 de anhídrido carbónico incluido).

Lavoisier demostró que la combustión es el resultado de la combinación química de sustancias con el oxígeno del aire. Por ejemplo, al quemar carbón, que es casi carbón puro, es su combinación con el oxígeno lo que forma anhídrido carbónico. Cuando el hidrógeno arde, se combina con el oxígeno para formar agua, que consiste así en una combinación química de esos dos gases.

Lavoisier sugirió correctamente que los alimentos que comemos y el aire que respirarnos se combinan uno con otro de modo que la respiración es una forma de combustión lenta. Esto significa que los seres humanos inhalamos aire que es, comparativamente, rico en oxígeno, pero exhalamos aire que, comparativamente, ha agotado ese gas y se ha enriquecido en anhídrido carbónico. Unos cuidadosos análisis químicos de aire exhalado demostraron que esto es cierto.

Existía entonces una explicación satisfactoria para el hecho de que una vela que ardía en un contenedor cerrado, con el tiempo se apagara, de que un ratón vivo en una cámara de este tipo al final se muriese, y de que el aire que quedaba en estas cámaras no permitiera la combustión de ninguna vela más ni la respiración de ningún otro ratón.

Lo que ocurría era que tanto el arder como la respiración consumían gradualmente el contenido de oxígeno del aire y lo reemplazaba por anhídrido carbónico, dejando intacto el nitrógeno. El aire compuesto por una mezcla de nitrógeno y anhídrido carbónico no permitía la combustión ni la respiración.

Esto planteo un interesante problema. Todo animal vivo respira ininterrumpidamente, inhala aire que tiene un 21% de oxigeno, y constantemente también expira aire que sólo tiene un 16% de oxígeno. Sin duda llegaría un momento en que el contenido de oxígeno de la atmósfera de la Tierra, en conjunto, se agotaría hasta el punto de que la vida resultaría imposible.

Esto habría sucedido en un tiempo menor que el que abarca la historia conocida de la civilización, por lo que únicamente podemos llegar a la conclusión de que algo reemplaza el oxígeno con tanta rapidez como se consume. ¿Pero de qué se trata?

El primer indicio de una respuesta al problema llegó de Priestley, incluso antes de que descubriese el oxígeno.

Priestley había introducido un ratón en un recipiente de aire cerrado y, con el tiempo, el ratón murió. El aire como estaba entonces no permitía que viviera en él ningún animal más, y Priestley se preguntó si mataría también las plantas. Si era así, ello demostraría que las plantas eran asimismo una forma de vida, lo cual constituiría una conclusión interesante pero antibíblica. (Este antibiblicismo no hubiera preocupado a Priestley, que era Unitario y, por lo tanto, radical en religión, y también un radical social, digamos de paso).

En 1771, Priestley colocó un ramito de menta en un vaso de agua, y lo metió en un contenedor de aire en que había vivido y muerto un ratón. La planta no murió. Creció durante meses y pareció medrar. Y lo que es más, pasado este tiempo pudo colocarse un ratón en el aire encerrado y vivió durante una temporada bastante larga, y una vela metida en el recipiente continuó ardiendo durante un tiempo.

En resumen, la planta pareció haber revitalizado el aire que el animal había consumido.

En términos modernos, podríamos decir que, mientras los animales consumen oxígeno, las plantas lo producen. La combinación de ambos procesos deja inmutable el porcentaje total de oxígeno en la atmósfera.

De este modo, las plantas llevan a cabo el doble servicio de proporcionar a la vida animal su inagotable suministro de oxígeno, así como de alimentos, por lo que, aunque los animales (incluyéndole a usted y a mí) respiran y comen constantemente, siempre existe más oxigeno y alimentos para respirar y para comer.

Una vez Lavoisier explicó la combustión y colocó los modernos cimientos de la Química, el asunto de la actividad de las plantas suscitó un particular interés.

Un botánico holandés, Jan Ingenhousz (1730-1799), se enteró del experimento de Priestley y decidió profundizar más en este asunto. En 1779 realizó numerosos experimentos ideados para estudiar la manera en que las plantas revitalizaban el aire consumido, y descubrió que las plantas producían su oxígeno sólo en presencia de la luz. Esto lo hacían durante el día, pero no durante la noche.

Un botánico suizo, Jean Senebier (1742-1809), confirmó en 1782 los descubrimientos de Ingenhousz y fue más lejos. Mostró que era necesario algo más para que las plantas produjeran oxígeno: debían también estar expuestas al anhídrido carbónico.

Era el momento adecuado para repetir el experimento de Helmont de un siglo y medio antes, a la luz de los nuevos conocimientos. Esto fue realizado por otro botánico suizo, Nicolas Théodore de Saussure (1767-1845). Dejó que las plantas creciesen en un contenedor cerrado con una atmósfera que contenía anhídrido carbónico, y midió cuidadosamente cuánto anhídrido carbónico consumía la planta y cuánto peso de tejido se ganaba. La ganancia en peso de tejido fue considerablemente mayor que el peso del anhídrido carbónico consumido, y De Saussure mostró de una forma del todo convincente que la única posible fuente del peso restante era el agua: Helmont había tenido en parte razón.

Para entonces se conocía lo suficiente para dejar claro que las plantas estaban vivas igual que los animales, y para hacerse una idea de cómo se equilibraban mutuamente las dos grandes ramas de la vida.

Los alimentos, ya sean de tejido vegetal o animal, son ricos en átomos de hidrógeno y carbono, C y H. (La teoría atómica se estableció en 1803 y fue adoptada con bastante rapidez por los químicos). Cuando el alimento se combinaba con oxígeno, formaba anhídrido carbónico (C02) y agua (H20).

La combinación de sustancias que contienen átomos de hidrógeno y carbono con átomos de oxígeno liberan por lo general, energía. La energía química de las sustancias de carbono-hidrógeno se convierte en el cuerpo en energía cinética, como cuando los músculos se contraen, o en energía eléctrica, como cuando los nervios dirigen los impulsos, etcétera. Por lo tanto, podríamos escribir:

alimento + oxígeno = anhídrido carbónico + agua + energía cinética (etc).

Con las plantas se produce en sentido inverso:

luz + anhídrido carbónico + agua = alimento + oxígeno

Lo que esto quiere decir es que plantas y animales, al actuar juntos, mantienen los alimentos y el oxígeno, por un lado, y el anhídrido carbónico y el agua por el otro, en equilibrio, de modo que, en conjunto, las cuatro cosas permanecen en cantidad constante, sin aumentar ni disminuir.

El único cambio irreversible es la conversión de energía luminosa en energía cinética, etc. Así ha sido desde que existe la vida y puede continuar de este modo sobre la Tierra mientras el Sol continúe irradiando luz, aproximadamente de la forma actual. Esto fue reconocido y declarado por primera vez en 1845 por el físico alemán Julius Robert von Mayer (1814-1878).

¿Cómo llegó a desarrollarse este equilibrio en dos sentidos? Podemos especular sobre el tema.

En un principio, fue la luz ultravioleta del Sol la que, con probabilidad, suministró la energía para formar moléculas relativamente grandes a partir de las más pequeñas de las aguas sin vida del mar primitivo. (La conversión de pequeñas moléculas en otras grandes, por lo general, implica una entrada de energía; lo contrario normalmente también implica una salida de energía).

Cuando por fin se formaron moléculas lo suficientemente grandes y complejas para poseer las propiedades de la vida, éstas pudieron emplear (como alimento) moléculas de moléculas intermedias (lo suficientemente complejas para producir energía al descomponerse, pero no lo suficientemente complejas para ser vivas y capaces de contraatacar).

La energía del Sol, que actúa sobre una base de todo o nada, se formaba, sin embargo, sólo en la forma de moléculas intermedias, y éstas podían mantener por si solas bastante vida.

Por lo tanto, correspondió a los sistemas vivos el constituir membranas por si mismas (convirtiéndose en células), que podrían permitir que pasasen pequeñas moléculas hacia adentro. Si los sistemas vivos poseyeran mecanismos que usaran la energía solar para la formación de moléculas esas pequeñas moléculas formarían otras más grandes antes de que tuviesen una oportunidad de salir de nuevo, y las grandes, una vez formadas, tampoco podrían salir.

De esa manera, esas células (los prototipos de las plantas) vivirían en un microambiente rico en alimentos y florecerían en un grado mucho mayor que las formas de vida precelulares que carecían de capacidad para dirigir la fabricación de alimentos a través del empleo de la energía solar.

Por otra parte, las células que carecen de capacidad para usar la energía solar para constituir alimentos pueden aún crecer si desarrollan medios de hurtar el contenido alimenticio de células que sí pueden hacerlo. Estos rateros fueron los prototipos de los animales.

Pero ¿son esos rateros unos parásitos y nada más?

Tal vez no. Si las plantas existiesen solas concentrarían todas las pequeñas moléculas disponibles en sus propios tejidos y después el crecimiento y el desarrollo serían lentos. Los animales sirven para descomponer una razonable proporción del complejo contenido de las células vegetales y permitir así el crecimiento continuado de la planta, su desarrollo y la evolución en una proporción mayor de lo que sería posible de otro modo.

Las moléculas alimenticias son mucho más grandes y más complejas que las moléculas de anhídrido carbónico y agua. Las dos últimas poseen moléculas compuestas por tres átomos cada una, mientras que las moléculas características de los alimentos están compuestas por entre una docena y un millón de átomos.

La formación de moléculas grandes a partir de otras más pequeñas es denominada «síntesis» por los químicos, según las palabras griegas que significan «unir». Mientras que de una forma característica los animales descomponen las moléculas alimenticias combinándolas con oxígeno para formar anhídrido carbónico y agua, las plantas, de una forma también característica, sintetizan esas moléculas a partir del anhídrido carbónico y el agua.

Las plantas tienen que emplear la energía de la luz. Por lo tanto, esa clase particular de síntesis se denomina «fotosíntesis», y el prefijo «foto» procede de la palabra griega que significa «luz». ¿No les había dicho que les explicaría esa palabra?

Pero hay unas cuantas cosas más que puedo explicar también al respecto, pero eso será en el capitulo siguiente.