8. La vida entre las estrellas

Las estrellas adecuadas

Hasta ahora, a lo largo de este libro, hemos trazado el cuadro de un vasto universo con numerosas estrellas separadas entre sí por enormes distancias. En toda esta dilatada extensión, ¿hay vida en cualquier otra parte que no sea el único sitio en que sabemos que existe… aquí en la Tierra?

Cabría, claro está, preguntar primero qué entendemos por vida.

La única clase de vida que conocemos es la terrestre. Toda la que hay sobre la Tierra es químicamente muy semejante. Toda ella está basada en moléculas muy grandes, muy complejas, muy delicadas, las principales de las cuales pertenecen a los grupos llamados proteínas y ácidos nucleicos. Estas moléculas son similares en todas las formas de vida, desde la más compleja a la más simple, y en todos los casos están o disueltas en agua, o asociadas muy íntimamente con ella.

¿Es ésta la única clase de vida que puede existir? ¿Podría haber formas de vida basadas en otros tipos de moléculas complejas? Las moléculas complejas de nuestra clase de vida están constituidas por intrincados anillos y cadenas de átomos de carbono, con otras clases de átomos (principalmente hidrógeno, nitrógeno y oxígeno) adheridas o agregadas aquí y allá. ¿Podría haber otras formas de vida que no emplearan para nada los átomos simples, o implicar algún otro líquido que no fuera el agua? ¿Podrían existir algunas formas de vida tan extrañas que desafiasen toda descripción?

Podemos hablar de tales formas de vida extrañas y especular acerca de ellas, pero no tenemos indicio alguno de su existencia. No hemos recibido de ninguna parte del universo la mínima migaja de información que nos dé el menor motivo para creer en la posibilidad de extrañas formas de vida no basadas en las proteínas, los ácidos nucleicos y el agua.

Hasta que tales pruebas aparezcan, no tenemos más opción que confinar nuestro estudio a la vida tal como la conocemos. Tenemos que preguntarnos si en cualquier lugar del universo existe vida similar a la nuestra en su química básica. Desde luego, tampoco tenemos indicios de ello, pero por lo menos sabemos que existe aquí en la Tierra, de modo que en este aspecto no podemos decir que no contamos con nada.

Aun cuando no tengamos indicios directos de la existencia de nuestra clase de vida (llamémosla solamente «vida» para abreviar) en otras partes, podemos considerar la clase de condiciones que necesitaríamos para ella (basándonos en lo que sabemos de nosotros mismos y de nuestro propio mundo) y ver si honradamente podemos esperar que exista vida en cualquier lugar distinto de la Tierra.

Por ejemplo, la vida necesita disponer de un suministro constante de energía para mantener la existencia de esas complicadas moléculas. Sin energía, esas moléculas no se pueden formar, y todas las que ya hay se fraccionarían, de modo que la vida cesaría de existir.

El único lugar que conocemos en que la vida puede tener la seguridad de una copiosa provisión de energía durante un período de miles de millones de años es en la inmediación de una estrella.

Eso significa que hay una gran cantidad de lugares en los que la vida puede tener seguro un suministro de energía. El sistema estelar al que pertenece nuestro Sol, la Galaxia de la Vía Láctea, incluye tal vez 135.000.000.000 de estrellas. En el universo, hasta donde alcanzan nuestros instrumentos más avanzados, puede haber hasta 100.000.000.000 de galaxias más, cada una con sus miles de millones de estrellas.

Supongamos que consideramos sólo nuestra propia Galaxia. Si llegamos a la conclusión de que podría existir vida en cierto número de lugares de ella, sólo necesitaríamos multiplicar ese número por cien mil millones o así, para averiguar cuántos lugares hay en todo el universo observable.

Sin embargo, no todas las estrellas constituyen una buena vecindad para la vida. Una vez que una estrella deja la secuencia principal, sus expansiones, contracciones y posibles explosiones borrarán con toda seguridad cualquier forma de vida que exista en sus inmediaciones. Por consiguiente, hemos de ceñirnos a las estrellas de la secuencia principal. Eso nos deja todavía el 90 por 100 de todas las estrellas de la Galaxia, aproximadamente 122.000.000.000.

Pero ¿qué ocurre con las estrellas de la secuencia principal? ¿Son algunas de ellas más adecuadas para la vida que otras?

Sin duda, algunas de ellas son muy luminosas y otras son más débiles, pero eso en sí no es demasiado inconveniente. Cabría perfectamente imaginar el desarrollo de la vida en un planeta de una estrella enormemente luminosa, siempre que girara alrededor de ella a una distancia muy grande, capaz de atenuar el calor y la luz, de modo que la lejana gigante no brillara más que el manso Sol de nuestro cielo. Análogamente, el desarrollo de la vida en la vecindad de una estrella débil podría producirse muy cerca de ella, captando así el calor y la luz necesarios.

Hay, sin embargo, otros inconvenientes que debemos tener en cuenta. Cuanto más brillante es la estrella, más breve es su duración y menos tiempo hay para que la vida se desarrolle en sus inmediaciones antes de que la estrella salga de la secuencia principal y lo destruya todo.

Nadie sabe exactamente cuánto tiempo ha de transcurrir para que se desarrollen formas complicadas de vida. La Tierra asumió su forma actual hace unos 4.600 millones de años. Tres mil millones de años después (hace 1.600 millones de años), la vida era todavía primitiva, unicelular y tal vez no demasiado común. Es de suponer, pues, que sólo hallaríamos útiles aquellas estrellas que permanecieran en la secuencia principal por lo menos tres mil millones de años. Eso elimina a cualquier estrella de las clases espectrales 0, B y A. También se eliminan las estrellas más luminosas, de la clase espectral F.

Vamos a empezar por el otro extremo. Supongamos que la Tierra estuviese en órbita alrededor de una estrella de la clase M, tal como Alpha Centauri C. Su órbita habría de estar a una distancia de sólo un millón de kilómetros o así, a fin de conseguir energía suficiente para la vida. Sin embargo, de moverse en esa órbita, ciertos efectos gravitatorios resultarían perjudiciales para esa misma vida.

La atracción gravitatoria se reduce con la distancia, según una fórmula bien conocida. Ello significa que el lado de la Tierra situado frente al Sol experimenta la atracción de éste con más fuerza que el lado alejado de él. Esta diferencia entre las dos fuerzas de atracción tiende a estirar muy ligeramente la Tierra en la dirección del Sol, y produce lo que se conoce como «efecto de marea».

El efecto de marea no es muy grande en el caso del sistema Sol-Tierra. La anchura o diámetro total de la Tierra es sólo el 0,008 por 100 de la distancia que la separa del Sol, y la atracción gravitatoria de éste no disminuye mucho en una distancia tan pequeña.

El efecto de marea aumenta en forma muy rápida a medida que decrece la distancia entre dos cuerpos. Incluso un cuerpo pequeño, pero próximo, puede producir unos efectos de marea mayores que los debidos a un cuerpo grande pero lejano.

La Luna es mucho más pequeña que el Sol, y tiene sólo 1/27.000.000 de la masa de éste. Sin embargo, está separada de la Tierra por sólo 1/400 de la distancia a que se encuentra el Sol. Esa diferencia de distancia de 400 veces compensa sobradamente la diferencia de masas de 27.000.000 veces, y el efecto de marea que la Luna ejerce sobre la Tierra es dos veces mayor que el producido por el Sol sobre nuestro planeta.

Un planeta como la Tierra tendría que orbitar alrededor de una estrella de la clase M a una distancia no muy superior a la existente entre la Tierra y la Luna para poder conseguir la energía suficiente, y la estrella de la clase M sería mucho más masiva que la Luna. Por lo tanto, la Tierra, en órbita alrededor de una estrella de la clase M, sufriría un efecto de marea mucho mayor que el que ahora experimenta por la acción del Sol y de la Luna.

El efecto de marea retarda la rotación de un planeta; si ese efecto es grande, le obligará muy pronto a orbitar alrededor de su sol presentándole siempre la misma cara, y manteniendo la opuesta siempre oculta a él. Uno de los lados se calentaría demasiado para permitir la vida; el otro, en cambio, estaría demasiado frío.

Por consiguiente, podemos eliminar, de nuestro censo de lugares cuya vecindad es adecuada para la vida, a todas las estrellas de la clase espectral M.

Así pues, sólo nos quedan estrellas adecuadas en las clases espectrales G y K, además de algunas de la clase espectral F, más oscura.

Este resultado no es demasiado malo. En conjunto, significa que aproximadamente 1 de cada 4 estrellas de la secuencia principal pertenece a las clases espectrales adecuadas; es decir, unas 30.000.000.000 en nuestra Galaxia.

Los planetas habitables

De nada sirve disponer de una estrella adecuada como fuente de energía si no hay ningún planeta orbitando alrededor de ella para recibir esa energía. ¿Son muchas las estrellas que poseen planetas, o es nuestro Sol una excepción muy poco corriente?

El astrónomo inglés James Hopwood Jeans pensaba que, efectivamente, el Sol era bastante excepcional. Este científico sugirió en 1917 que para que naciera un sistema planetario hacía falta que dos estrellas pasaran muy próximas una a otra. La atracción gravitatoria entre ellas arrancaría materia de ambas, y esta sustancia estelar llegaría en su momento a enfriarse para formar planetas.

Si ello fuera así, los sistemas planetarios serían, efectivamente, muy raros. Las estrellas están tan alejadas entre sí y se mueven tan lentamente en comparación con las distancias que las separan, que casi nunca se producen acercamientos próximos a la colisión. Si la teoría de Jeans fuese correcta, muy bien pudiera ser que los únicos sistemas planetarios de la Galaxia fuesen el de nuestro Sol y el de la estrella que estuvo a punto de colisionar con él.

Sin embargo, la teoría de Jeans adolecía de importantes deficiencias. Jeans la elaboró antes de que Eddington hubiese mostrado las elevadísimas temperaturas que existen en el interior de una estrella. Una vez que se aceptaron los cálculos de Eddington pudo verse que la materia supercaliente sacada del interior de una estrella no haría más que expandirse para formar un gas muy rarificado. Nunca podría formar un planeta al enfriarse.

En realidad parece que, cuando una nube de polvo y gas se condensa para constituir un sol, es muy corriente que esa nube se subdivida en varias nubes secundarias y termine constituyendo una binaria o un sistema multiestelar aún más complicado. De las estrellas próximas a nosotros, casi la mitad son sistemas multiestelares, y no existe ninguna razón para suponer que nuestra propia vecindad sea inusual en este aspecto.

¿Es posible, entonces, que en la formación de las estrellas la nube de polvo y gas produjese algunas nubes secundarias tan pequeñas que formasen cuerpos de tamaño insuficiente para que en su centro se produjese la ignición nuclear… es decir, planetas?

El astrónomo alemán Carl Friedrich von Weizsäcker elaboró en 1944 una teoría que describía la forma en que se contraía una nube de polvo y gas. Cerca del centro, la materia se condensaba para producir una estrella, pero en las regiones periféricas el polvo y el gas cuyo movimiento sufría algún retardo empezaban a girar en forma de torbellinos o remolinos y, en esta forma, generaban planetas. Si esta teoría es correcta, entonces toda estrella, al formarse, debe ir acompañada de planetas.

¿Existe alguna forma en que se pueda comprobar esta teoría? ¿Podemos ver realmente si las estrellas tienen planetas o no? ¿Podemos ver los planetas?

Desgraciadamente, los planetas no brillan, a no ser con luz reflejada, y ésta es demasiado débil para poder ser vista a distancias estelares, especialmente si tenemos en cuenta que la luz mucho más brillante de las estrellas, alrededor de las cuales orbitan, la enmascararía por completo.

Sin embargo, algunos planetas podrían ser detectados por sus efectos gravitatorios.

Un planeta y la estrella alrededor de la cual gira se mueven alrededor de un centro de gravedad común. Si ese centro de gravedad está suficientemente alejado del centro de la estrella, ésta, vista desde la Tierra, parece bambolearse u oscilar atrás y adelante, y esto sería indicio seguro de la existencia de un planeta acompañante, aun cuando no se pudiera ver.

En 1844, por ejemplo, Bessel notó que tanto Sirius como Procyon tenían estas oscilaciones, y dedujo la existencia de un «compañero oscuro» para cada una de ellas, una especie de planeta de gran masa. En ambos casos resultó, sin embargo, que el compañero era una enana blanca, bastante débil para que se la pudiera ver, pero suficientemente brillante para que con el tiempo se la llegara a detectar.

Para que el centro de gravedad esté a una distancia considerable del centro de la estrella, el planeta asociado con ella ha de tener una masa que sea una fracción respetable de la de aquélla, y ha de orbitar a una distancia considerable de la misma. Sirius B, por ejemplo, tiene una masa de aproximadamente la cuarta parte de la de Sirius A, y se encuentra a 3.000 millones de kilómetros de ella.

Júpiter, por otra parte, tiene sólo 1/1.000 de la masa del Sol y está sólo a 780 millones de kilómetros de él. El bamboleo u oscilación del Sol es muy pequeño y, si se lo observase desde la distancia de Sirius, no sería perceptible en absoluto. Y si no fuese posible detectar desde la distancia de Sirius la presencia de Júpiter, es evidente que la de la Tierra, mucho más pequeña que este planeta y considerablemente más próxima al Sol, no podría serlo tampoco.

Si hemos de detectar a un planeta por su centro gravitatorio sobre la estrella alrededor de la cual orbita, el planeta ha de tener una masa mucho mayor que la de Júpiter, o estar a una distancia de su estrella bastante mayor que la que separa a Júpiter del Sol, u orbitar alrededor de una estrella con masa considerablemente inferior a la del Sol… o las tres cosas. Además, la estrella ha de hallarse bastante próxima a nosotros, porque si no el movimiento de bamboleo u oscilación no sería bastante grande para poder percibirlo.

Estas condiciones son bastante estrictas. Son pocas las estrellas que las reunirían; sólo las próximas y pequeñas. ¿Y si no tienen planetas muy grandes, sino sólo pequeños?

A pesar de todo, los astrónomos observaron. El astrónomo holandés-norteamericano Peter Van de Kamp informó que 61 Cygni A (a 11,2 años-luz de nosotros) tenía una minúscula oscilación. Decidió que había en órbita alrededor de 61 Cygni A un cuerpo oscuro de masa ocho veces superior a la de Júpiter, el cual describía una órbita cada 4,8 años. Parecía que ésta era la forma más sencilla de explicar la oscilación.

Posteriormente, en 1960, se informó que un planeta con una masa diez veces mayor que la de Júpiter giraba alrededor de Lalande 21185 (cuya distancia a nosotros es 8,1 años-luz) con un período orbital de diez años. En 1963 se comunicó que había un cuerpo de tamaño más reducido (sólo 1,5 veces la masa de Júpiter) orbitando alrededor de la estrella de Barnard (alejada de nosotros por una distancia de 5,9 años-luz). En realidad, los estudios continuados sobre la oscilación de la estrella de Barnard indicaron que podría haber dos planetas girando alrededor de ella, uno con la masa de Júpiter y otro con la de Saturno.

Si existen planetas grandes alrededor de alguna estrella determinada, parece razonable suponer que también podrían existir planetas pequeños, cuyo reducido tamaño impediría su detección por sus efectos gravitatorios.

Si los planetas se pueden detectar sólo en unas condiciones en rígidas y estrictas (estrellas pequeñas y próximas, con planetas grandes que orbiten a gran distancia de ellas) y, sin embargo, se los ha detectado en un buen número de estrellas, esto parece respaldar la teoría de Weizsäcker. Actualmente, la mayoría de los astrónomos están dispuestos a aceptar que los planetas son el acompañamiento natural de las estrellas. Y tampoco es necesario que tales planetas orbiten exclusivamente alrededor de estrellas sencillas, puesto que el primer planeta detectado en un sistema distinto del nuestro se hallaba en órbita alrededor de 61 Cygni A, que forma parte de un sistema binario cuyo otro miembro es 61 Cygni B. En consecuencia, el planeta recibió el nombre de 61 Cygni C.

Por todo ello, si hay en nuestra Galaxia 30.000.000.000 de estrellas adecuadas para la vida, podríamos suponer que también hay 30.000.000.000 de sistemas planetarios adecuados para la vida.

Vida y civilización

Aun si concedemos que haya planetas en órbita alrededor de todas las estrellas adecuadas, ¿son todos esos planetas adecuados para la vida?

Seguramente no. En nuestro propio sistema solar hay numerosos cuerpos planetarios, pero la mayoría de ellos están desprovistos de todo lo que llamamos vida. Algunos están demasiado alejados del Sol y demasiado fríos. Otros, por el contrario, están excesivamente próximos y demasiado calientes. Algunos son demasiado pequeños para retener una atmósfera y un océano, sin los cuales no se puede desarrollar la vida. Otros son tan grandes que tienen una atmósfera de hidrógeno, enormes gravedades, intenso calor interno, y son hostiles a la vida por otros conceptos.

Un planeta, para poder sustentar vida, ha de hallarse justamente a la distancia adecuada de su estrella. Ha de tener una órbita razonablemente circular y un eje con una inclinación sólo moderada, para así evitar unas estaciones climáticas extremadas. No ha de girar demasiado lentamente, o tendrá temperaturas diurnas y nocturnas extremadas… Y así sucesivamente.

Puesto que el único sistema planetario que conocemos en forma detallada es el nuestro, es difícil calcular cuáles son las probabilidades de que haya en órbita alrededor de una estrella un planeta de condiciones exactamente adecuadas. Nuestro propio sistema planetario tiene sólo uno, la Tierra; pero ¿hemos sido anormalmente afortunados y en general no hay ninguno más, o anormalmente desafortunados y generalmente hay varios?

En 1963, el astrónomo norteamericano Stephen H. Dole, haciendo las mejores estimaciones que le eran posibles tomando como base de partida los datos relativos a nuestro propio sistema solar, pensaba que tal vez una de cada 450 estrellas adecuadas tendría un planeta capaz de sustentar vida. Sugería que podría haber 645.000.000 de planetas habitables sólo en nuestra Galaxia.

Sin embargo, un planeta puede ser habitable sin estar habitado; puede ser adecuado para la vida, pero puede que ésta no se haya desarrollado en él. ¿Qué probabilidades hay de que se forme vida en un planeta habitable? ¿Se trata de un raro accidente, tan raro acaso que sólo se haya formado en la Tierra, y no en ningún otro lugar?

Los científicos creen que cuando la Tierra, o cualquier planeta similar a ella, se formó, era rica en sustancias constituidas por átomos comunes y ligeros. Habría hidrógeno, como tal y en combinaciones con carbono, nitrógeno u oxígeno. La combinación de hidrógeno y carbono es el metano, la de hidrógeno y nitrógeno es el amoníaco, y la de hidrógeno y oxígeno es el agua.

Casualmente, las moléculas importantes de los tejidos vivientes están constituidas en su mayor parte por hidrógeno, carbono, nitrógeno y oxígeno. ¿Es posible, entonces, que las moléculas sencillas compuestas por estos elementos en la Tierra recién formada fuesen haciéndose gradualmente más complejas hasta que, finalmente, adquirieran las propiedades de la vida?

Para que esto ocurriese, las moléculas sencillas habrían tenido que ganar o adquirir energía, pero eso no es nada improbable. En las edades iniciales, había en la Tierra energía de sobra por doquier: energía procedente de la radiación solar, de los rayos, del calor interno del mismo planeta, de la radiactividad de su corteza, etc.

En 1952, el químico norteamericano Stanley Lloyd Miller realizó experimentos con un recipiente cerrado que contenía agua, amoníaco, metano e hidrógeno, y que él esterilizó cuidadosamente para asegurarse de que no se incluía en él ninguna forma de vida que pudiera originar cambios químicos.

Sometió luego esta mezcla a descargas eléctricas, como forma de aportación de energía. Tras una semana de este tratamiento, descubrió que la mezcla había adquirido un color rozado. Analizándola, halló moléculas más complicadas que aquellas con las que había empezado. Dos de ellas eran glicina y alanina, que son moléculas sencillas del tipo de las que constituyen las proteínas.

Durante veinte años se llevaron a cabo otros experimentos de esta clase, introduciendo variaciones en los materiales de partida y en las fuentes y formas de la energía aplicada. Invariablemente, se formaban moléculas más complicadas, a veces idénticas a las que existen en el tejido viviente, otras veces relacionadas con ellas (aunque, desde luego, todavía no se ha formado ninguna que sea tan compleja como las sustancias químicas más complicadas de la vida: ni proteínas ni ácidos nucleicos reales). Pero todos los cambios parecen producirse en la dirección de la vida, tal como la conocemos.

Esto se hizo con pequeños volúmenes de mezcla y durante períodos de tiempo muy cortos. ¿Qué no se podría hacer con todo un océano y durante un período de un millón de años?

Pero ¿es justo suponer que lo que ocurre en el laboratorio es indicativo de lo que ocurriría necesariamente en la naturaleza? Tal vez los científicos, sin pretenderlo, guíen u originen los acontecimientos y elijan la naturaleza de los experimentos de modo que se obtengan los resultados que esperan.

No podemos retroceder en el tiempo para ver qué ocurrió realmente en la Tierra cuando ésta era joven, pero de vez en cuando tropiezan con la Tierra pequeños objetos procedentes del espacio exterior. Mientras cruzan la atmósfera a gran velocidad, la fricción los caldea hasta el punto de fusión; pero, si son suficientemente grandes, algunos de ellos sobreviven hasta llegar a la superficie terrestre en forma de meteoritos. Estos meteoritos son tan viejos como la Tierra, y para nosotros representan una especie de máquina del tiempo. Su química podría representar cómo era la Tierra antes de originarse la vida.

La mayor parte de los meteoritos están formados por rocas o por metales, y no contienen las clases de elementos a partir de los cuales podría haberse desarrollado la vida. Hay, sin embargo, un cierto tipo de meteoritos bastante raro, los condritos carbonosos, que contienen tales elementos ligeros.

En años recientes han caído dos de estos meteoritos. En 1950 lo hizo uno cerca de Murray, Kentucky; en 1969 cayó otro cerca de Murchison, Australia. Ambos fueron recogidos y estudiados por los científicos antes de que pudieran contaminarse con materiales del suelo terrestre. Resultó que los dos contenían átomos de carbono en combinaciones con el hidrógeno y otros átomos ocasionales que se parecían a la clase de ordenaciones halladas en las moléculas que se encuentran en los tejidos vivos. La misma clase de cambios que habían tenido lugar en el laboratorio, se habían producido también en esos meteoritos.

Tenemos, además, las nubes de polvo y gas que se pueden encontrar en el espacio exterior, entre las estrellas. Estas nubes emiten ondas de radio (semejantes a las de la luz, pero con longitudes de onda mucho más largas) y, juzgando por las longitudes de onda que recibimos, es posible averiguar la naturaleza de las moléculas existentes en tales nubes. En la década de 1970 se han detectado más de una docena de moléculas diferentes, la mayor parte de las cuales contienen átomos de carbono en combinación con hidrógeno, nitrógeno u oxígeno.

Podría parecer, pues, que hay en las moléculas simples una fuerte tendencia a hacerse más complicadas, incluso en condiciones desfavorables. Esto puede ocurrir en las nubes de polvo y gas del espacio y en los meteoritos, de modo que seguramente puede ocurrir también en la superficie de un planeta tal como la Tierra. Un detalle bastante interesante: todos los cambios que se han observado son en la dirección de nuestra clase de vida, y no de alguna otra forma cuya química sea básicamente diferente.

Parece razonable, por tanto, llegar a la conclusión de que en todos los planetas habitables llegará a formarse vida, y de que ésta será siempre del tipo de la nuestra. Según los cálculos de Dole, sólo en nuestra Galaxia debería haber 645.000.000 de planetas portadores de vida.

Pero ¿cuántos de estos planetas sustentadores de vida están ocupados por una especie de criatura viviente dotada de inteligencia bastante para construir una civilización?

No tenemos forma de saberlo. Todo lo que podemos decir es que nuestro propio planeta tiene 4.600.000.000 de años, según las mejores estimaciones, y que en él ha habido una civilización desde hace diez mil años como máximo, si contamos desde los tiempos en que algunos pueblos empezaron a construir ciudades primitivas. Ello significa que, en estos momentos, ha habido una civilización sobre la Tierra sólo durante 1/500.000 de la historia de ésta.

No sabemos si esto es típico. Las civilizaciones pueden aparecer más pronto en algunos planetas, más tarde en otros. Pueden durar millones de años, o pueden destruirse en sólo unos milenios. Pero supongamos que a este respecto adoptamos el término medio y que decidimos que existe una civilización en un planeta de cada medio millón de los que sustentan vida.

En ese caso, habría unas 1.300 civilizaciones sólo en nuestra Galaxia (y, desde luego, más de mil billones si se tienen en cuenta las demás galaxias).

Estas civilizaciones pueden hallarse en diversas etapas de adelanto. Si suponemos que nosotros representamos el término medio también es este aspecto, puede haber en nuestra Galaxia 650 civilizaciones que estén más adelantadas que la nuestra.

La localización de la vida de otros mundos

Naturalmente, estamos más interesados en los planetas portadores de vida que en los muertos, y más interesados aún en aquellos planetas portadores de vida en que existan civilizaciones avanzadas. Si tales civilizaciones existen, ¿podemos decir dónde?

Hasta ahora no podemos.

Las civilizaciones podrían venir en viaje de exploración y llegar hasta nosotros, pero hasta ahora no lo han hecho. Desde luego, son frecuentes las noticias acerca de «objetos volantes no identificados», y los entusiastas creen que esto representa esa exploración. Si ello es así, sin embargo, no ha producido ningún resultado, y si se exceptúan los informes de «testigos presenciales», plagados de errores, engaños y confusión, no existe indicio o prueba de ninguna clase. Erich von Däniken, en su libro El carro de los dioses (Chariot of the Gods), sostiene que tales equipos de exploración visitaron la Tierra en tiempos prehistóricos; estos escritos han logrado una gran popularidad entre la gente sencilla e ingenua, pero las cosas que sugieren no se pueden tomar en serio.

Si las civilizaciones superiores se quedan en sus planetas, o se limitan a explorar su propio e inmediato sistema planetario, todavía hay la posibilidad de que emitan señales de alguna especie que pudiéramos captar. Precisamente por eso, los astrónomos han explorado el cielo de vez en cuando para ver si había alguna clase de radiación acompañada de algún conjunto de signos regulares sospechoso, como si estuviera siendo emitida con la intención deliberada de despertar interés. Hasta ahora no se ha detectado ninguna radiación de este tipo, si bien los esfuerzos humanos han sido hasta hoy de poca entidad.

Supongamos que decidimos realizar un reconocimiento del espacio, intenso y mantenido durante largo tiempo, para intentar captar cualquier clase de señales que pudiera existir en él. ¿Existen algunos lugares en los que debiéramos concentrar nuestra atención?

Podemos adelantar bastante por el método de la eliminación. Por ejemplo, cuanto más lejana está la fuente de la radiación, más débil será ésta cuando llegue a nosotros. Desde una fuente muy distante, una civilización tendría que estar emitiendo radiación con unas intensidades impracticablemente elevadas para que pudiera llegar a nosotros en forma identificable.

Por otra parte, cuanto más lejana estuviese una fuente viviente de señales, más largo sería el tiempo que éstas tardarían de llegar nosotros. Una señal procedente de la gran galaxia más próxima a la nuestra, la galaxia de Andrómeda, tardaría 2,3 millones de años en llegar a nosotros. Y, desde luego, cualquier respuesta que enviásemos necesitaría otros 2,3 millones de años para volver allá. Incluso un mensaje desde el centro de nuestra propia galaxia, necesitaría 30.000 años para alcanzarnos.

Parece, pues, que las consideraciones prácticas de energía y tiempo indican que tendríamos que concentrarnos en las estrellas de nuestra inmediata vecindad.

En un radio de unos 16 parsecs (52 años-luz) de nuestro sistema hay tal vez unas 2.400 estrellas. De éstas, una cuarta parte, o sea 600, deberían ser de la clase espectral adecuada para poseer, posiblemente, un planeta habitable. Según los cálculos de Dole, una de cada 450 de estas estrellas debería poseer efectivamente un planeta habitable, de modo que tenemos motivo para esperar que exista un planeta habitable y portador de vida a menos de 16 parsecs de nosotros. (Tal vez haya incluso dos o tres, si tenemos suerte…; pero tal vez no haya ninguno, si no la tenemos).

Naturalmente, las probabilidades de que exista una civilización tan próxima podrían ser extremadamente pequeñas si nos atenemos a la suposición de que sólo uno de cada medio millón de planetas portadores de vida habría llegado a dar origen a algún tipo de sociedad civilizada. Esa suposición, sin embargo, podría ser equivocada. Tal vez las civilizaciones sean tan inevitables como la misma vida, y dondequiera que haya posibilidad de que exista un planeta portador de vida, deberían buscarse las señales de una civilización.

Bien, entonces, ¿en cuáles de las estrellas comprendidas en el límite de los 16 parsecs deberíamos concentrarnos? Usualmente, la decisión consiste en elegir estrellas que, como el Sol, sean sencillas y no formen parte de sistemas multiestelares, que estén tan próximas como sea posible a la clase espectral del Sol, y que se hallen lo más cercanas a nosotros que sea posible.

La estrella sencilla y de la misma clase espectral del Sol que se encuentra más cercana es Zeta Tucanae. Está a una distancia de 7,1 parsecs (23,3 años luz) de nosotros. Hay tres estrellas sencillas más próximas al Sol que Zeta Tucanae, pero son mucho más pequeñas y frías que el Sol (aunque no demasiado pequeñas o frías para tener un planeta habitable). Figuran incluidas en la tabla 38, en la que también se han incluido, con fines de comparación, Alpha Centauri A y Alpha Centauri B.

Por lo común, cuando se habla de la detección de señales procedentes de otros planetas no se menciona el sistema de Alpha Centauri. Sin embargo, obsérvese que Alpha Centauri A se parece a nuestro Sol tanto como Zeta Tucanae, si no más, y que está a sólo un quinto de la distancia de ésta. Es más, Alpha Centauri B se parece mucho a Epsilon Eridani, y está separada de nosotros por sólo dos quintos de la distancia de esta estrella.

¿Por qué no investigar el sistema de Alpha Centauri como un posible hogar de vida y civilización? (Naturalmente, eliminamos de toda consideración a Alpha Centauri C.)

La única objeción a ello es que Alpha Centauri A y Alpha Centauri B forman un sistema binario y, en este aspecto, difieren drásticamente del Sol.

Es posible, sin embargo, que la objeción no sea justa. Los sistemas binarios pueden tener también sistemas planetarios. La binaria 61 Cygni tiene por lo menos un planeta en órbita alrededor de 61 Cygni A, y pudiera ocurrir que cada una de las dos estrellas tenga un sistema planetario. También podría ser así en el sistema Alpha Centauri.

Cabría argumentar, desde luego, que la presencia de una segunda estrella podría hacer excesivamente extremadas las condiciones en un planeta, producir una órbita demasiado excéntrica, introducir extremos perjudiciales de temperatura.

No tiene por qué ser forzosamente así. Si se introdujese a Alpha Centauri B en nuestro sistema solar y se la obligase a orbitar alrededor del Sol, en lugar de hacerlo alrededor de Alpha Centauri A, es claro que los planetas que giran en la órbita de Júpiter y en las más alejadas experimentarían grandes perturbaciones debidas a la nueva estrella y al campo gravitatorio de la misma. Sin embargo, los planetas de la región más interior del sistema solar, incluida la Tierra, se hallarían demasiado próximos al Sol para que Alpha Centauri B pudiese perturbarlos mucho.

Dole argumenta que Alpha Centauri A y Alpha Centauri B podrían ambas tener un sistema planetario interior equivalente al nuestro hasta aproximadamente la órbita de Júpiter y que, en cada caso, estos sistemas no experimentarían perturbaciones demasiado graves como consecuencia de la estrella compañera. Cada una de las estrellas podría entonces tener un planeta habitable y portador de vida orbitando a su alrededor. (También podría haber planetas a una distancia relativamente grande, que orbitasen alrededor del centro de gravedad de las dos estrellas, en forma bastante parecida a como lo hace Alpha Centauri C. Sin embargo, lo probable es que éstos estuviesen demasiado lejanos para ser habitables).

Dole calcula cuáles son las probabilidades de que cada una de varias de las estrellas más próximas pueda tener un planeta habitable. Encuentra en la vecindad próxima al Sol seis estrellas que, según su análisis, tienen aproximadamente una posibilidad entre 20 (una probabilidad de 0,05) de poseer un planeta habitable. Estas estrellas se presentan en la tabla 39.

De estas seis estrellas con mayores probabilidades, Alpha Centauri A y Alpha Centauri B son con mucho las más próximas, pero no es ésta su única ventaja. Las otras cuatro se encuentran en diferentes direcciones, y el desplazamiento desde cualquiera de ellas a cualquiera de las otras implicaría un viaje con una duración de años-luz. Sin embargo, Alpha Centauri A y Alpha Centauri B forman parte del mismo sistema. El viaje a una de ellas significa estar a una distancia planetaria de la otra. Es el único caso, de todas las estrellas incluidas en la tabla 39, en que es posible investigar dos estrellas en un solo viaje, por decirlo así.

Por consiguiente, hemos de preguntarnos cuáles son las probabilidades de que Alpha Centauri A o Alpha Centauri B tengan un planeta habitable. Dole estima que estas probabilidades son del orden de 0,107, es decir, superiores al 10 por 100.

Así pues, de las estrellas más cercanas con probabilidades de poseer planetas habitables, el sistema de Alpha Centauri no es sólo el más próximo, con mucha diferencia, sino también el que tiene mayores probabilidades. Lo cual quiere decir que si vamos a investigar las estrellas en busca de habitabilidad, vida y civilización, deberíamos poner al sistema Alpha Centauri a la cabeza de la lista.

En ninguna de las observaciones del sistema Alpha Centauri existe desde luego prueba alguna de que en él se estén originando señales sospechosas de ningún tipo; pero esto es algo que no nos debe sorprender.

Aun cuando exista una civilización, puede no estar enviando señales, o puede estar transmitiéndolas de una naturaleza tal que nosotros no las reconozcamos. También puede ocurrir que, aun cuando no exista en él una civilización, el sistema Alpha Centauri posea sin embargo un planeta habitable, portador de un tipo de vida incapaz de construir una civilización. Incluso eso sería enormemente interesante.

En ausencia de señales, es posible que nunca seamos capaces de observar si hay o no un planeta habitable en el sistema Alpha Centauri, a menos que vayamos directamente allí. ¿Podemos realizar tal visita?

El sistema Alpha Centauri se halla a una distancia de 4,40 años-luz. Ello significa que un rayo de luz necesitaría 4,40 años para cruzar el vacío entre nosotros y Alpha Centauri, y luego otros 4,40 años para volver a nosotros. Los científicos están actualmente completamente convencidos de que ningún objeto material puede viajar a velocidad superior a la de la luz, de modo que los astronautas que realizasen el viaje de ida y vuelta habrían de permanecer ausentes como mínimo 8,80 años, hiciesen lo que hiciesen.

(Algunos científicos han especulado con la posibilidad de que existan partículas cuya velocidad sea siempre superior a la de la luz. Si ello es así, tal vez fuese posible utilizarlas para realizar entre las estrellas viajes mucho más rápidos y cortos de lo que resultarían en cualquier otra forma. La realidad, sin embargo, es que estas partículas super rápidas no han sido detectadas todavía, y hay algunos científicos que afirman que no pueden existir).

Naturalmente, las naves no despegan instantáneamente a la velocidad de la luz. Ni, yendo a la velocidad de la luz, podrían parar instantáneamente en el sistema Alpha Centauri. Tampoco querrían dar la vuelta instantánea e inmediatamente tan pronto como llegasen a Alpha Centauri, y emprender el viaje de regreso. En lugar de ello, habría un período de aceleración a velocidades cada vez más grandes, hasta alcanzar algún valor máximo, y luego un período de deceleración a velocidades cada vez menores, hasta llegar a Alpha Centauri. Vendría después un período de exploración, tras el cual se realizaría el viaje de retorno siguiendo un proceso similar de aceleración y desaceleración.

Un viaje de este tipo no es probable que exija menos de veinte años en total, desde el punto de vista de los que queden esperando en la Tierra.

Aun cuando un viaje de veinte años se considere aceptable, los períodos de aceleración y desaceleración consumirían mucha energía, y es dudoso (si se prescinde de algún gran y revolucionario adelanto en la tecnología) que una nave espacial pueda llevar una fuente de energía suficientemente grande para proporcionar la que sería necesaria.

Supongamos, en lugar de ello, que se utiliza la aceleración para desarrollar cierta velocidad razonable, y que luego se deja que la nave prosiga todo el resto del viaje aprovechando ese empuje inicial. Para ello no es necesaria energía alguna, aunque, desde luego, será preciso consumir cierta cantidad para el funcionamiento de los equipos que hagan posible la vida a bordo de la nave.

Algunos de los cohetes que los seres humanos han lanzado al espacio en los últimos veinte años han viajado a velocidades de hasta 18 kilómetros por segundo. Supongamos que podemos construir una nave que alcance una velocidad diez veces superior a ésta —es decir, 180 kilómetros por segundo— y que luego pueda continuar avanzando sin más energía motriz en la dirección del sistema Alpha Centauri. ¿Cuánto tiempo tardaría la nave en llegar a las inmediaciones de ese sistema?

¡Necesitaría 7.400 años! Y, desde luego, tras un período de exploración, su vuelta a la Tierra exigiría otros 7.400 años.

Si la nave hubiera partido en la época del patriarca bíblico Abraham, ahora estaría sólo a poco más de la mitad de camino hacia Alpha Centauri.

Por consiguiente, no sería fácil llegar a este sistema; y, evidentemente, llegar a cualquiera de las otras estrellas sería aún más difícil. En realidad, si no se producen grandes e inesperados avances en la tecnología, es muy posible que los hombres de la Tierra nunca consigan ir a Alpha Centauri ni a ninguna de las demás estrellas.

Por otra parte, si alguna vez se establecen colonias espaciales, cada una de las cuales lleve decenas de miles de seres humanos, esas colonias espaciales podrán ser equipadas con algún avanzado sistema de propulsión espacial, en cuyo caso podrían emprender el viaje a las estrellas. A los colonos de a bordo no les importará el tiempo que tal viaje pueda exigir, puesto que llevarán consigo su propio hogar… pero en ese caso es muy probable que nunca puedan volver a la Tierra.

Sin embargo… es difícil penetrar en el futuro. Tal vez llegue un tiempo en que se pueda llegar fácilmente a las estrellas por algún método no previsto ahora mismo. Y, si ello es así, es muy natural predecir que las primeras estrellas que se exploren serán las del sistema Alpha Centauri.

Incluso puede ocurrir que si Alpha Centauri A o Alpha Centauri B poseen un planeta habitable en el que no existan formas inteligentes de vida nativa, los seres humanos colonicen tal planeta. Entonces, el sistema de Alpha Centauri será el primer lugar en que los seres humanos se construyan una nueva vida bajo un sol extraño.