1. Las constelaciones

El movimiento de la luna

Imaginaos una noche oscura y sin nubes en alguna zona rural en la que no haya alumbrado urbano ni luces de autopistas. En una noche así, veríamos lucir las estrellas con más brillo y en mayor número de lo que es posible actualmente en muchos lugares en condiciones ordinarias.

Veríamos cientos y cientos de ellas, algunas brillantes y otras débiles, formando diversas agrupaciones o figuras. Si las observásemos todas las noches, podríamos empezar a reconocer algunas de esas configuraciones: aquí dos estrellas brillantes próximas entre sí, allá un grupo de siete estrellas que recuerda la forma de un cucharón, en otro lugar tres estrellas de brillo medio dispuestas en línea, con dos más brillantes por encima y otras dos por debajo.

Podríamos notar que tales figuras permanecen siempre iguales, noche tras noche, año tras año. Quizá observaríamos también que estas configuraciones van cambiando de posición cada noche. Un determinado grupo de estrellas puede que se hallara cierto día cerca del horizonte oriental al caer la noche; cada noche, a la misma hora, ese grupo estaría cada vez más alto en el firmamento, hasta a llegar a la máxima altura que le es dado alcanzar y luego ir descendiendo hasta el horizonte occidental.

Llegaría un momento en que ya no sería posible verlo al anochecer, porque se hallaría por debajo del horizonte en el oeste. Pero entonces, si esperáramos el tiempo suficiente, aparecería de nuevo en el horizonte oriental a la hora del crepúsculo vespertino. El tiempo que cualquier grupo de estrellas necesita para su movimiento completo alrededor del firmamento es de 365 días.

Ahora bien, ¿nos molestaríamos en observar las estrellas noche tras noche, hasta que empezásemos a reconocer sus agrupaciones y ver la forma en que se mueven? Es evidente que miraríamos al cielo con gran atención si nos reportara alguna utilidad. Hace muchos años, antes de que existiesen los relojes, los hombres solían estudiar el movimiento de las estrellas mientras éstas desfilaban a través del cielo, para hacerse una idea de si era antes o después de media noche y de cuánto tiempo podía faltar hasta el amanecer.

En el firmamento había otro objeto que, para la gente de la antigüedad, tenía mucha más importancia que las simples estrellas y que, por otro lado, era mucho más fácil de observar: la Luna.

Las estrellas son meros puntos luminosos, mientras que la Luna es una superficie iluminada bastante grande. Las estrellas presentan el mismo aspecto noche tras noche: la Luna cambia de forma. Unas veces es un círculo luminoso completo, otras es sólo un semicírculo o una delgada raja de luz.

Luna sólo hay una, de manera que es mucho más fácil mirarla y estudiarla que tratar de observar cientos y cientos de estrellas. Es mucho más grande y más brillante que cualquier estrella, y sus cambios de forma resultan fascinantes. Cabría asegurar que los hombres ya observaban la Luna nocturna antes de prestar una atención muy detenida a las estrellas.

No hace falta observar la Luna durante mucho tiempo para ver que cambia de forma de un modo regular. Podemos verla muy baja en la parte occidental del firmamento cualquier noche inmediatamente antes de la puesta del sol; es un fino creciente, apenas perceptible. Es más, se está poniendo y desaparece tras el horizonte occidental poco después que el Sol.

La noche siguiente, el creciente es más grueso; aparece más alto en el cielo, y se pone más tarde. Una noche después, el creciente es más grueso todavía. Al cabo de siete noches, es un semicírculo de luz que se encuentra encima de nuestras cabezas a la puesta del Sol y que no se pone hasta media noche. Entonces está en «cuarto creciente».

La Luna continúa creciendo noche tras nocbe, y cada vez se encuentra más lejos del Sol al ocultarse éste. Finalmente, catorce días después de su primera aparición en forma de creciente en el cielo occidental, se presenta como un círculo luminoso completo, «una Luna Llena» y se halla tan lejos del Sol, que aquélla está saliendo por el este cuando este se pone por el oeste.

Después, la Luna aparece en el firmamento a la puesta del Sol. Está tan alejada de éste que se halla más allá del horizonte oriental. Sale, desde luego (cada noche más tarde) y, a medida que van pasando noches, se va haciendo más y más delgada. Finalmente, sale de nuevo en forma de media luna («cuarto menguante») al filo de la media noche.

Continúa saliendo cada vez más tarde y haciéndose cada vez más delgada, hasta que otra vez aparece como un fino creciente que sale justo al amanecer, no mucho antes que el Sol. Un par de días más tarde, la fina raja de Luna se deja ver muy baja en el oeste inmediatamente después de la puesta del Sol, y todo el ciclo comienza de nuevo. Se habla de una «Luna nueva» cuando por primera vez aparece ese creciente en el oeste.

La Luna parece realizar un circuito completo en el firmamento, empezando cerca del Sol y retornando de nuevo a él. Mientras lo hace, pasa por todas sus fases: de Luna nueva a cuarto creciente (media Luna), a Luna llena, otra vez a media Luna (cuarto menguante), y a Luna nueva. El tiempo que emplea la Luna en describir su círculo completo en el cielo, de Luna nueva a Luna nueva, es veintinueve días y medio, y a este período de tiempo se lo llama un «mes».

¿Por qué es importante todo esto? Porque la Luna fue el primer calendario que tuvieron los seres humanos (y todavía hoy sigue siendo la base de los calendarios judío y musulmán).

También existen ciertos ciclos de estaciones. Hay estaciones lluviosas y estaciones secas, estaciones cálidas y estaciones frías, épocas en que la caza es muy abundante y otras en que no lo es, unas en que se puede contar con hallar frutos en los árboles y arbustos, y otras en que no.

Estas estaciones se repiten de un modo regular. En los tiempos primitivos, aquellos que eran capaces de averiguar la forma en que se producía esta repetición y sabían cuando había cuándo había que esperar cada cambio, podían prepararse mejor para las nuevas condiciones, y vivir bien y con mayor comodidad.

Esto continuó siendo cierto después de que el hombre aprendiera a explotar la tierra: a sembrar, cultivar y recoger las cosechas. Tenía que saber cuándo era la mejor época para sembrar o plantar y para cuándo podía esperar la recolección. Para ser un buen agricultor había que entender los cambios de las estaciones y ser capaz de preverlos.

Resultaba que cada doce meses (más un pequeño tiempo adicional) las estaciones empezaban a repetirse. Esos doce meses formaban un año. En los tiempos antiguos, los hombres esperaban impacientemente cada Luna nueva y celebraban su aparición con una fiesta religiosa. Contaban las Lunas nuevas para saber exactamente cómo ordenar sus cultivos y sus vidas con arreglo a las estaciones.

A medida que la Luna pasaba por su ciclo de cambios a lo largo del mes, variaba su posición con respecto a las estrellas. Una noche podía estar próxima a un determinado grupo de estrellas, pero la noche siguiente estaría más hacia el este, cerca de otro grupo vecino del primero, la tercera noche aún más desplazada hacia el este, y así sucesivamente.

Incluso aquellas personas que no sintieran inclinación a estudiar las estrellas por puro interés en ellas, considerarían importante hacerlo si ello les proporcionaba una mayor comprensión de los movimientos de la Luna. En esta forma, por el estudio de los movimientos de la Luna, es como puede haber tenido su principio la astronomía. Los primeros astrónomos importantes que dejaron testimonios o registros escritos vivieron en Sumeria, tierra situada en lo que hoy es el sur de Irak, hace unos cuatro o cinco mil años.

A los astrónomos sumerios les pareció útil fijarse en unos veintiocho grupos de estrellas («estaciones de la Luna») a lo largo del recorrido de ésta. La Luna se desplazaba desde un grupo en una noche determinada al grupo inmediato la noche siguiente, etc. Así, con un rápido vistazo a la Luna en el firmamento nocturno, podían saber cuántos días habían transcurrido desde la última Luna nueva y cuántas faltaban hasta la siguiente.

El Sol y el Zodíaco

Sin embargo, la Luna no es un calendario perfecto. Si contamos doce meses lunares (de Luna nueva a Luna nueva), el resultado que obtenemos es 354 días. El ciclo de las estaciones es más largo. La primavera empieza cada 365 días y 1/4 (por término medio). Si uno sembrase sus semillas en una determinada Luna nueva y cuando hubiesen transcurrido doce meses, las sembrara de nuevo, estaría haciéndolo con once días de adelanto. Cuando esto se hubiera repetido unas cuantas veces, estaría haciendo la siembra en mitad del invierno, y no obtendría cosecha alguna.

Un posible método para corregir esto consiste en esperar hasta que el calendario lunar se atrase un mes con respecto a las estaciones, y añadir entonces un mes adicional, de modo que el calendario lunar concuerde nuevamente con las estaciones. Ello significa que algunos años tendrán doce meses, y otros, trece. En realidad, se llegó a elaborar un sistema en el que los años se agrupaban por ciclos o conjuntos de diecinueve, algunos de los cuales tenían doce meses y otros trece, según una pauta que se repetía cada diecinueve años. Los babilonios y los antiguos griegos tenían un calendario de este tipo; y el calendario religioso judío ha continuado siendo así hasta nuestros días.

Una vez que los primeros astrónomos empezaron a marcar las estaciones de la Luna, se dieron cuenta de que el Sol se movía también con respecto a las estrellas. Noche tras noche, cada estación de la Luna se hallaba a una distancia del Sol ligeramente diferente.

El Sol seguía alrededor del cielo una trayectoria circular (medida por su posición entre las estrellas), trayectoria que difería ligeramente de la de la Luna. Las dos sendas se cruzaban en dos puntos, en lados opuestos del firmamento. Llegó un tiempo en que se dio al camino o trayectoria del Sol el nombre de «eclíptica», porque cuando el Sol y la Luna coincidían simultáneamente en su llegada a uno de los puntos de cruce, la Luna pasaba por delante del Sol y se producía un eclipse.

La Luna, en su movimiento, una vez cada 27 1/3 días, alrededor del cielo con respecto a las estrellas, no completaba un ciclo exacto de sol a sol. Durante todo ese tiempo, mientras la Luna se movía, el Sol se estaba desplazando también, pero mucho más lentamente. La Luna necesitaba sólo un poco más de dos días adicionales para alcanzar al Sol, de modo que el circuito completo de la Luna por el cielo, de sol a sol, era de 29 ½ días.

(Estas pequeñas complicaciones en el movimiento de la Luna hicieron que los astrónomos tuvieran que permanecer siempre atentos, lo cual fue bueno. El intento de resolver todos los detalles del movimiento de la Luna les llevó a pensar en el movimiento del Sol, y de esto a otras cosas. Cuando algo resulta demasiado fácil, la gente tiende a satisfacerse con excesiva facilidad y no se realiza ningún progreso).

La mayor lentitud del movimiento del Sol significa que su giro completo alrededor del firmamento, contra el fondo de las estrellas, le lleva 365 1/4 días. Lo importante en cuanto a esto es que el tiempo que emplea el Sol en realizar un circuito completo en el firmamento es exactamente el que las estaciones tardan en repetirse.

Si uno se guía por la posición que ocupa el Sol entre las estaciones de la Luna, en vez de por la posición de ésta, podrá sembrar y cosechar cada año en las mismas épocas, sin fallo alguno. Asimismo, podrá esperar que cada año la época de lluvias o de la crecida de un río se produzca por las mismas fechas.

Era mucho más práctico vincular el calendario a los movimientos del Sol que a los de la Luna. En lugar de hacer que cada mes tuviera 29 ó 30 días para coincidir con la llegada de cada Luna nueva, se le podía dar 30 ó 31 días, de modo que doce de ellos coincidieran con la llegada de cada Luna nueva, exactamente con la repetición de las estaciones.

A pesar de ello, tal «calendario solar» no fue aceptado rápidamente por los antiguos. El calendario «lunar», o basado en la Luna, había llegado a adquirir un carácter tan tradicional que la gente no quería abandonarlo. Los antiguos egipcios fueron los primeros que adoptaron un calendario solar. En el año 46 a. C., Julio César impuso a los romanos el calendario egipcio.

Mientras tanto, incluso las naciones que se aferraban a un calendario lunar se dieron cuenta de la importancia que tenía el estudio del movimiento del Sol y se elaboró un sistema de «estaciones solares». La eclíptica se dividió en doce secciones, cada una de las cuales era la distancia en la que el Sol se desplazaba en un mes.

Supongamos que en la época de la siembra en primavera se encuentra en la estación solar 1. Al mes siguiente pasará a la estación solar 2, a la 3 un mes más tarde, y así sucesivamente. Cuando vuelva a la estación solar 1, será de nuevo tiempo de sembrar.

(En realidad no es posible ver en que estación se encuentra el Sol, porque su reverbero enmascara completamente las estrellas situadas en su proximidad. Sin embargo, se pueden ver las estaciones solares próximas a ella inmediatamente después del ocaso y antes del orto o amanecer, y en esta forma se puede saber en qué estación se encuentra el Sol una vez aprendidas todas de memoria).

Cada estación contiene una configuración o agrupamiento de estrellas diferente, y si uno conoce cada una de estas doce configuraciones, dispone de un calendario de las estaciones.

Cada estación solar va asociada a la agrupación o configuración de estrellas correspondiente, a la que se ha dado una denominación llamativa, basada en un objeto que pueda verse en ella. Así es más fácil recordarla y reconocerla. En cierto momento, se dio a estas agrupaciones o configuraciones de estrellas el nombre de «constelaciones», derivado de palabras latinas que significan «estrellas tomadas en conjunto».

Diríamos, pues, que el Sol, al desplazarse a lo largo de la eclíptica y trazar su círculo alrededor del firmamento, cruza las doce constelaciones, llevándole un mes el paso por cada una de ellas.

Los nombres de las diversas constelaciones se han derivado algunas veces de animales conocidos. En un lugar de la eclíptica, por ejemplo, hay un grupo de estrellas curvado como una S, bastante parecido al cuerpo de un escorpión. En uno de sus extremos, las estrellas parecen formar una curva pronunciada como la cola de este animal, y en el otro extremo, dos curvas de estrellas semejan unas pinzas. Naturalmente, esa constelación recibe el nombre de «Escorpión».

Como es lógico, cada uno de los países que han estudiado esta constelación en forma de escorpión la conocía por el nombre del animal en su propia lengua. Hoy, sin embargo, los astrónomos de todos los países usan la palabra latina. La palabra latina que designa al escorpión es scorpius, de manera que así es como llamamos a la constelación. Podemos decir, por ejemplo, que «el Sol está en Scorpius», y todo el mundo sabrá lo que queremos decir.

En otra parte de la eclíptica hay un grupo de estrellas en forma de V, que recordaba la cabeza de un toro con dos largos cuernos. A esa constelación se la llamó el «Toro». La palabra latina que significa toro es taurus, y ése es el nombre de esta constelación.

Puesto que muchas de las constelaciones que hay a lo largo de la eclíptica llevaban nombres de animales, los griegos llamaron al conjunto de las doce zodiakos, que en griego significa «círculo de animales». Nosotros lo llamamos «Zodíaco».

El Zodíaco fue concebido en su forma actual alrededor del año 450 a. C. por un astrónomo griego llamado Enópides. En la tabla 1 tenemos la lista de las doce constelaciones del Zodíaco.

El Sol y la Luna no eran los únicos cuerpos celestes cuyas trayectorias pasaban por las constelaciones del Zodíaco. Había también cinco objetos brillantes, semejantes a estrellas, que se desplazaban de una a otra constelación siguiendo trayectorias o sendas más complicadas que las del Sol y la Luna. Los astrónomos de cada país dieron a estos brillantes cuerpos de aspecto estelar los nombres de diversos dioses o diosas a los que adoraban. Actualmente, los nombres oficiales de estos cuerpos, utilizados por los astrónomos de todo el mundo, son los de dioses y diosas romanos. Estos cinco cuerpos son: Venus, Marte, Júpiter y Saturno.

Puesto que el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Júpiter y Saturno se desplazaban todos con respecto a las estrellas y todos ellos seguían trayectorias que daban la vuelta alrededor del firmamento, los griegos los denominaron planetas, de una palabra de su idioma que significa «errantes». Las demás estrellas, que no se desplazaban, sino que permanecían siempre en su sitio, fueron conocidas como «estrellas fijas».

Los antiguos astrónomos estaban interesados principalmente en el movimiento de los planetas. Puesto que la posición se podía utilizar para predecir los cambios de las estaciones, surgió la noción de que se podría emplear la posición del conjunto de todos los planetas para predecir toda clase de cosas acerca del futuro de las naciones, de los reyes e incluso de la gente común. Esto dio origen al estudio de la «astrología», que todavía hoy goza de gran popularidad, aún cuando los astrónomos modernos la consideran carente de sentido.

Para los astrólogos, los planetas y el Zodíaco eran suficientes.

Sin embargo, una vez que uno empieza a estudiar las cosas, no se detiene fácilmente. Fuera del Zodíaco existen interesantes agrupaciones o configuraciones, y alrededor del año 275 a. C. un astrónomo griego llamado Aratus se dedicó a describir diversas constelaciones no zodiacales y a dar nombre a las mismas.

Su trabajo fue mejorado alrededor del 135 d. C. por un astrónomo griego que vivía en Egipto. Su nombre era Claudius Ptolemaeus, pero en la actualidad se le conoce usualmente por Tolomeo. Relacionó no só1o las doce constelaciones del Zodíaco, sino también otras treinta y seis situadas fuera de éste.

Tolomeo incluyó en cada constelación sólo aquellas estrellas que parecían formar el dibujo del animal, persona objeto cuyo nombre le atribuía. No incluyó en su lista las estrellas que quedaban entre tales dibujos o figuras.

Los astrónomos modernos no podían consentir este estado de cosas. Una vez que se inventó el telescopio, se descubrió un enorme número de estrellas cuyo brillo era demasiado pequeño para poder verlas a simple vista. Entre las constelaciones, tal como habían sido dibujadas en los tiempos antiguos, había grandes cantidades de estrellas.

En la a actualidad, los astrónomos no hacen caso de los dibujos antiguos. Tomando como base las antiguas constelaciones, dividen el cielo en áreas o secciones desiguales, limitadas por líneas rectas. Cada una de estas secciones contiene las estrellas de una de las constelaciones de Tolomeo (a excepción de algunos casos en que se ha dividido una constelación grande, o en que se han agregado aquí o allá otras nuevas de pequeño tamaño). Las constelaciones cubren ahora todo el cielo, y no hay ninguna estrella que no se halle incluida en una constelación u otra.

Los astrónomos dividen ahora el cielo en ochenta y ocho constelaciones, las cuales aparecen relacionadas en la tabla 2. Las ochenta y ocho constelaciones tienen formas desiguales y diferentes tamaños. El resultado final habría sido más pulcro si se hubiera podido dividir el cielo en tramos o secciones uniformes e iguales, pero ya es imposible abandonar las constelaciones que los astrónomos han venido empleando a lo largo de siglos. Por otra parte, no resultaría conveniente fraccionar configuraciones estelares más prominentes o cuyos tamaños son diversos.