3. El problema de la distancia

El movimiento propio

Pero ¿cuál es la razón de las diferencias de magnitud entre las estrellas? La opinión general, en los primeros tiempos, era que todas las estrellas se encontraban a la misma distancia de la Tierra; que todas formaban parte del firmamento (la «esfera celeste»), que era una esfera sólida que encerraba a la Tierra, el Sol, la Luna y los planetas. Nadie sabía a qué distancia de la Tierra estaba el firmamento, pero ello no afectaba para nada al argumento. Lo que se pensaba también era que las estrellas tenían tamaños diferentes, y que las más grandes eran más brillantes que las más pequeñas. (En efecto, «magnitud» viene a ser sinónimo de «tamaño»).

La causa de que los planetas fuesen más brillantes que las estrellas —según creía la gente desde los tiempos más remotos— era que aquellos se hallaban más próximos a la Tierra que el firmamento estrellado. Además, los planetas diferían entre sí en cuanto a brillo, y podría creerse que cuanto más próximo se hallaba un planeta, más brillante era éste.

Los antiguos juzgaban la distancia de los planetas por la velocidad con que éstos se movían entre las estrellas. Cuanto más rápido se movían, más próximos a nosotros tenían que estar. (Así nos lo dicta la experiencia: un avión que se desplace sobre nuestras cabezas y bastante próximo a nosotros parece pasar zumbando a gran velocidad, mientras que otro, a gran altura, parece cruzar el cielo muy lento, aun cuando en realidad pueda estar moviéndose más rápidamente que el primero. Esta reducción de la velocidad aparente con la distancia la observamos tanto en los automóviles como en las personas y en todas las cosas existentes sobre la Tierra, así que ¿por qué no en los planetas del cielo?

Tomando como criterio la velocidad del movimiento, los antiguos pensaban que el sistema planetario estaba dispuesto en la siguiente forma, en orden de distancias crecientes desde la Tierra: Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno.

El Sol es, sin comparación, el más brillante de estos objetos, aun cuando tres de ellos están más próximos, y es también, sin duda alguna, más grande que cualquiera de los restantes. Sólo la Luna rivaliza con él en cuanto a tamaño aparente, pero hay que tener en cuenta que está mucho más próxima que el Sol. Del mismo modo, Venus es más brillante que Mercurio, aunque se encuentra más lejos, y Júpiter es más brillante que Marte, aunque está a mayor distancia. Por consiguiente, Venus ha de ser más grande que Mercurio, y Júpiter más que Marte, y la conclusión es que, en los planetas, las diferencias de magnitud se deben tanto al tamaño como a la distancia.

Sin duda, tan pronto como se comprendió que el centro del sistema planetario estaba en el Sol, y no en la Tierra, se puso de manifiesto que la rapidez del movimiento no constituía una guía segura en lo referente a la distancia, porque le movimiento era alrededor del Sol, y no de la Tierra. Según las ideas modernas, el orden de las distancias a la Tierra es: Luna, Venus, Marte, Mercurio, Sol, Júpiter y Saturno. No obstante, esto no modifica la conclusión, puesto que Júpiter sigue siendo más brillante que Marte.

En el siglo XVII, después de la invención del telescopio, se apreció muy pronto que los planetas brillaban únicamente a causa de la luz solar que recibían y reflejaban; y cuanto más grandes eran, más luz recibían y reflejaban. Al final del siglo XVII ya se habían determinado los tamaños y las distancias de los planetas, y se había confirmado la noción original de que sus magnitudes dependían de estas dos características, distancia y tamaño.

Bueno, y entonces, ¿qué pasa con las estrellas?

Los planetas aumentan de tamaño cuando se los observa con el telescopio, y presentan el aspecto de pequeños círculos, elipses, crecientes, etc. esto no ocurre, sin embargo, con las estrellas. Las estrellas se hacen más brillantes al observarlas con el telescopio, pero continúan apareciendo tan pequeñas que parecen sólo puntos luminosos. De esto podría inferirse que las estrellas están mucho más lejanas de nosotros que los planetas y que son, por consiguiente, objetos tan pequeños que ni siquiera la ampliación proporcionada por el telescopio las hace aparecer suficientemente grandes para que su aspecto sea otro que el de simples puntos.

Si ello es así, no parece probable que las estrellas brillen, como los planetas, gracias a la luz del Sol que se refleje en ellas. Ya que se encuentran a una distancia mucho mayor, las estrellas no captarían suficiente luz solar para llegar a ser visibles. Por consiguiente, han de brillar con luz propia. El único cuerpo celeste del cual sabemos con seguridad que brilla con luz propia es el Sol. ¿Puede ocurrir, entonces, que las estrellas sean otros soles que parecen diminutos puntos de luz a causa de su gran distancia?

En realidad, ya en fecha tan remota como 1440, un erudito alemán, Nicolás de Cusa, había sugerido la idea de que las estrellas eran soles distantes; pero en sus tiempos esto era sólo una conjetura, y él carecía de cualquier prueba.

Claro está que aun cuando las estrellas fuesen otros soles y se hallasen muy lejanas, podría ser que se encontraran todas a la misma distancia y que las diferencias de brillo fuesen resultado únicamente de las diferencias de tamaño.

El primer astrónomo que realizó un descubrimiento que indicaba que la verdad era otra fue el inglés Edmund Halley. Halley estaba anotando cuidadosamente la posición de las estrellas y, en 1718, anunció que había descubierto que las estrellas Sirius, Procyon y Arcturus habían cambiado de posición con respecto a sus vecinas desde que los antiguos griegos registraran dichas posiciones. E incluso que habían cambiado ligeramente de posición con respecto a las registradas 150 años antes.

Era evidente que las estrellas no estaban fijas en el espacio, como habían creído los astrónomos antiguos. Tenían «movimientos propios». (El movimiento es «propio» porque pertenece a la estrella propiamente dicha, y no al firmamento, que en épocas anteriores había parecido girar y arrastrar consigo a todas las estrellas).

Pero no todas las estrellas poseen movimiento propio o, por lo menos, un movimiento suficientemente grande para poder medirlo. Los primeros movimientos propios que se observaron fueron los de estrellas muy brillantes. Sirius es la estrella más brillante del cielo, Arcturus la cuarta en orden de brillo, y Procyon la octava.

Supongamos que todas las estrellas se moviesen, pero que la rapidez con que lo hicieran dependiese (como ocurre con los planetas) de su proximidad a nosotros. Puesto que las estrellas estaban tan lejanas, todas se moverían lenta, muy lentamente, y sus cambios de posición sólo llegarían a ser apreciables al cabo de años y años. Sin embargo, el cambio llegaría a ser apreciable más pronto en el caso de las estrellas más próximas a nosotros; y en las más próximas de todas, el cambio sería más apreciable que en las demás.

Seguramente, no podía ser pura coincidencia que las primeras estrellas cuyo movimiento propio se había observado fuesen de las más brillantes. De hecho, todas las estrellas brillantes tenían movimiento propio (aunque algunas se movían más rápidamente que otras). Por otra parte, las estrellas débiles u oscuras, que constituían la mayoría de las del cielo, tenían movimientos propios muy pequeños, y en casi todas ellas eran tan ligeros que no era posible medirlos. (Lo cual significaba que se podían usar las estrellas débiles como puntos fijos de referencia para medir el movimiento propio de las estrellas brillantes).

Puesto que las estrellas brillantes tenían movimientos propios apreciables y, por consiguiente, se podía pensar que estaban más próximas que las débiles u oscuras, también podría ser que fuesen brillantes porque estaban cercanas. Podría ocurrir que, en lugar de estar todas las estrellas a la misma distancia y de diferir en magnitud sólo a causa de sus diferencias de tamaño, fuesen todas del mismo tamaño, pero difiriesen en magnitud a causa de las diferencias de distancia.

Advirtamos que ni siquiera los movimientos propios suficientemente grandes para poder ser medidos son muy amplios. (Ni sería de esperar que lo fueran si las estrellas estuviesen a una distancia muchísimo mayor que la de los planetas, como parecía seguro). Los movimientos propios son tan pequeños, que incluso los cambios más grandes de posición de una estrella en el curso de un año son del orden de segundos de arco. Y recordemos que un segundo de arco es 1/60 de un minuto de arco que, a su vez, es 1/60 de un grado.

Para dar una idea de la magnitud que representa un segundo de arco, diremos que el diámetro de la Luna llena es 1.865 segundos de arco, o 1.865”, por término medio. (El diámetro aparente de la luna varía ligeramente, porque ésta no describe un círculo perfecto en su traslación alrededor de la Tierra, y en algunas posiciones está un poco más próxima a nosotros que en otras). Por tanto, un segundo de arco es 1/1.865 del diámetro medio de la Luna llena.

El movimiento propio de Sirius es 1.324” por año, lo que significa que a Sirius le llevará 1.400 años cambiar su posición en el cielo en una magnitud igual al diámetro de la Luna llena. Es un movimiento verdaderamente lento; pero, entre la fecha en que los griegos habían registrado la posición de Sirius y aquella en que Halley la verificó, habían transcurrido 1.700 años, y el cambio era de unos 2.250” o, aproximadamente, unos 5/8 de grado. Es un cambio que se notaría incluso a simple vista, cuanto más con un telescopio.

En la tabla 10 se dan los movimientos propios de las veinte estrellas más brillantes del cielo, expuestos por orden de mayor a menor.

Las estrellas más rápidas

Como se puede ver en la tabla 10, de las estrellas brillantes, la segunda, la tercera y la cuarta por orden de rapidez de movimiento son Arcturus, Sirius y Procyon, respectivamente; y éstas son aquellas cuyos movimientos propios observó en primer lugar Halley. ¿Por qué no observó el de la figura en primer lugar, Alpha Centauri? Porque Alpha Centauri ocupa una posición tan meridional en la esfera celeste que los griegos no habían hecho ninguna observación de su posición, lo que habría permitido a Halley comparar las observaciones modernas.

No obstante, las observaciones posteriores no tardaron en revelar el movimiento de Alpha Centauri, ya que cambiaba de posición tan rápidamente que fue posible descubrir su movimiento en un tiempo muy corto. El movimiento propio de Alpha Centauri es el más grande, con mucho, entre las estrellas brillantes; es 1,7 veces mayor que el de Sirius, que ocupa el segundo lugar. Si el grado de movimiento propio es una indicación de la proximidad de una estrella, parecería que Alpha Centauri puede ser la estrella brillante más próxima a la Tierra. Entonces, si el brillo constituye en sí mismo una indicación de proximidad, y sin ninguna estrella débil u oscura puede estar tan próxima a nosotros como una estrella brillante, pudiera ocurrir que Alpha Centauri sea la más próxima a nosotros de todas las estrellas.

Pero ¡alto ahí! No está probado que cualquier estrella débil u oscura haya de estar más lejana que cualquier estrella brillante.

Una vez que los astrónomos se percataron de la existencia de los movimientos propios, empezaron a comparar las posiciones de todas las estrellas con las registradas por los griegos, y también a comparar las posiciones ocupadas de un año a otro por estrellas débiles (que los griegos no habían podido ver o que, si las vieron, no se molestaron en señalarlas exactamente). Hallaron que, efectivamente, casi todas las estrellas oscuras carecían de movimiento propio apreciable pero que algunas estrellas oscuras, incluso algunas muy débiles, tenían un movimiento propio considerable.

El primer astrónomo que hizo un intento general de medir los movimientos propios fue un italiano, Giuseppe Piazzi. No sólo puso de manifiesto que las estrellas brillantes tenían generalmente movimientos propios detectables, sino que en 1814 comunicó que la estrella débil 61 Cygni, que era sólo de quinta magnitud, tenía un rápido movimiento propio, que era casi una vez y media superior al de Alpha Centauri.

Y en 1916 Edward Emerson Barnard observó el movimiento propio, aún más rápido, de una estrella más débil que 61 Cygni, una estrella que, efectivamente, era de novena magnitud, y demasiado oscura para poder ser vista sin la ayuda del telescopio. Sin embargo, a pesar de su pequeña magnitud, su movimiento propio era casi doble del de 61 Cygni y casi triple que el de Alpha Centauri. Aunque muchos habían observado anteriormente esta estrella, fue Barnard el primero que indicó su movimiento propio y, por consiguiente, se la conoce, en su honor, por la «estrella de Barnard».

Tan rápido es el movimiento de la estrella de Barnard que algunas veces se la llama la «estrella fugitiva de Barnard» o la «flecha de Barnard». Su movimiento propio es tal que tardará 181 años en cambiar de posición el equivalente de un diámetro de la Luna; un movimiento muy lento si lo juzgamos con los criterios terrestres, pero realmente muy rápido si se aplican los estelares.

Entre las estrellas brillantes, sólo Alpha Centauri tiene un movimiento propio superior a 3” por año. Sin embargo, si incluimos también las estrellas débiles u oscuras, hallamos un buen número que superan esta marca. En la tabla 11 se da una lista de las estrellas cuyo movimiento propio es superior a 3” por año.

De las veintiuna estrellas relacionadas en la tabla 11, sólo una, Alpha Centauri, es de primera magnitud. Otras cinco son estrellas débiles, de cuarta y de quinta magnitud, que poseen nombres según los sistemas de Bayer o de Flamsteed. Son, por orden decreciente de brillo: Phi Eridani, Omicron Eridani, Epsilon Indi, 61 Cygni y Mu Cassiopeiae. Las quince restantes son estrellas tan oscuras que sólo el telescopio las revela, y reciben sus nombres del primer astrónomo que registró su movimiento propio (o de algún otro hecho interesante relacionado con ellas), o de su número de inclusión en algún catálogo, o de alguna otra circunstancia.

Seis décadas después del descubrimiento de su movimiento propio, la estrella de Barnard sigue siendo la de movimiento más rápido que se conoce. No parece probable que ningún objeto de movimiento más rápido haya conseguido escapar a la atención de los astrónomos en todo este tiempo, pero cosas más raras han ocurrido y, si queda por hallar algo más rápido, todavía, podría ser algo realmente muy excitante, como veremos más adelante.

Si juzgamos únicamente por el movimiento propio, debemos convenir que la estrella de Barnard está más cerca de nosotros que Alpha Centauri; pero, en ese caso, ¿por qué habría de ser tan débil la estrella de Barnard, y tan brillante Alpha Centauri, es decir, la más lejana? Alpha Centauri, aunque más alejada si juzgamos por el movimiento propio, es 10.000 veces más brillante que la estrella de Barnard. La conclusión más fácil es que la estrella de Barnard, aunque muy próxima, es una estrella muy pequeña y oscura, cuyo débil centelleo apenas se puede captar con el telescopio, a pesar de estar tan cercana.

De ahí podemos ver que el mero brillo no constituye un criterio de distancia. Por término medio, las estrellas más brillantes están más próximas a nosotros que las oscuras, pero una determinada estrella oscura puede ser débil a causa principalmente de su pequeño tamaño, aunque podría estar más cerca que cualquier estrella brillante.

Además, tampoco podemos juzgar únicamente por el movimiento propio. Después de todo, no nos consta realmente que todas las estrellas se estén moviendo a la misma velocidad real. Sea cual fuere su verdadera velocidad, las estrellas muy distantes parecerán moverse más lentamente que aquellas que estén muy próximas. Por otra parte, si dos estrellas están aproximadamente a la misma distancia, la diferencia del movimiento propio puede ser resultado de diferencias en el movimiento real y no de diferencias de distancia.

Por ejemplo, puede ocurrir que la estrella de Barnard se mueva diez veces más rápidamente que Alpha Centauri. En tal caso, la estrella de Barnard tendrá un movimiento propio mayor que Alpha Centauri, aun cuando la primera pueda ser en cierto grado la más lejana de las dos.

Otra consideración es que mucho depende de la dirección del movimiento de la estrella. Después de todo, el movimiento propio que nosotros vemos representa sólo aquella parte del movimiento real que se produce en ángulo recto a nosotros. Supongamos que dos estrellas se están moviendo a la misma velocidad, pero que una de ellas lo hace directamente hacia nosotros, o alejándose de nosotros, mientras que la otra se mueve completamente perpendicular a nuestra línea visual. La estrella que se acerca o se aleja directamente no cambiará su posición con respecto a la de otras estrellas, sea cual fuere la velocidad a que se esté desplazando. Parecerá no tener movimiento propio alguno. La estrella que se mueve en ángulo recto con nuestra línea de visión exhibirá un movimiento propio, tal vez grande incluso, aun cuando no se esté desplazando a mayor velocidad que la estrella que no exhibe movimiento propio alguno. Si una estrella se estuviera moviendo en dirección oblicua, sólo aquella componente de su trayectoria que fuera perpendicular a nuestra línea de visión daría origen a un movimiento propio.

Podría ocurrir entonces que la estrella de Barnard se estuviera moviendo en forma bastante lenta, pero en una dirección completamente perpendicular a nuestra línea de visión, mientras que Alpha Centauri se moviera rápidamente, pero en una dirección general de acercamiento o de alejamiento de nosotros. En ese caso, Alpha Centauri podría aparecer con un movimiento propio menor, aun cuando estuviese más próxima a nosotros que la estrella de Barnard.

En realidad, ni el brillo, ni el movimiento propio, ni ambos en combinación, nos pueden decir a qué distancia se encuentra una estrella…, ni siquiera si una estrella dada está más cerca o más lejos que la otra. Todo lo que podemos decir es que, en promedio, las estrellas brillantes están más próximas a nosotros que las oscuras, y que, en promedio, las estrellas de movimiento propio rápido están más cercanas que las de movimiento propio lento.

Necesitamos algo mejor que esto.

Paralaje

Para determinar la distancia de algo a lo que no podemos llegar podemos hacer uso de lo que se conoce como «paralaje», palabra derivada de vocablos griegos que significan «cambio de posición». Este sistema no es nada moderno, puesto que ya los antiguos griegos lo conocían.

Podemos ver en qué consiste si levantamos un dedo frente a nuestros ojos con el brazo estirado. Si cerramos un ojo, veremos el dedo superpuesto a algún objeto del fondo. Si mantenemos el dedo inmóvil y cerramos el otro ojo, veremos que la posición aparente del dedo con respecto al fondo cambia.

Si ahora acercamos el dedo a la cara, veremos que el cambio de posición aparente del dedo que se produce al cerrar alternativamente un ojo y el otro se hace mayor. Midiendo el valor de este cambio de posición, es posible determinar la distancia que separa al dedo del ojo.

Usando los dos ojos alternativamente, no se pueden medir distancias muy grandes; como máximo, unos cuantos pies. Para los objetos demasiado alejados, el cambio de posición es tan pequeño que no es posible medirlo exactamente. Pero el cambio depende, no sólo de la distancia, sino también de la separación de los dos puntos desde los que se mira el objeto. Los ojos están separados sólo unos centímetros, y eso no constituye una línea de base muy buena.

Supongamos que plantamos dos estacas o jalones a dos metros de distancia entre sí. Si mirásemos un objeto, primero desde un jalón y luego desde el otro, aumentaríamos el valor de la paralaje para una distancia dada, y un objeto podría estar mucho más alejado antes de que la paralaje llegase a ser demasiado pequeña para medirla.

Nuestra línea de base podría ser mayor que la de dos metros…, muchísimo mayor.

Supongamos que se observa la Luna a una hora determinada a través de un telescopio situado en cierta posición sobre la superficie de la Tierra. Entonces se ve la Luna en cierta posición concreta sobre el fondo del firmamento estrellado. Si a la misma hora se la observa con un telescopio instalado en otro observatorio, parecerá encontrarse en una posición un tanto diferente. Conociendo el valor exacto del cambio de posición, en fracciones de grado, y la distancia exacta entre los dos telescopios, es posible calcular la distancia de la Luna por medio de la rama de las matemáticas conocida como trigonometría.

En el caso de la Luna, la paralaje, aunque no sea muy grande, es todavía suficiente para medir, no sólo con un telescopio, sino incluso a simple vista. Quiere decirse que incluso los astrónomos antiguos pudieron medirla y hacerse una idea bastante buena de la distancia a la que está la Luna. Como es lógico, los astrónomos modernos han conseguido utilizar esta técnica con mayor precisión, y el resultado es que la distancia media de la Tierra a la Luna es de 384.000 kilómetros.

Juzgando por criterios terrestres, es una gran distancia (veinticinco veces la distancia de vuelo de Nueva York a Melbourne, Australia), pero es muy pequeña si la comparamos con las distancias de otros cuerpos celestes. Ningún otro cuerpo celeste que no sea la Luna tiene una paralaje suficientemente grande para poder medirla sin telescopio. (El telescopio amplifica o agranda los cambios muy pequeños de posición, y hace posible la medición de los mismos).

Hasta finales del siglo XVII, tras la invención del telescopio, no fue posible medir la paralaje de Marte, que está mucho más distante que la Luna y tiene, por tanto, una paralaje mucho más pequeña. Una vez que se consiguió esto, se pudo determinar su distancia, así como las distancias entre otros cuerpos celestes.

Por ejemplo, hoy se sabe que la distancia desde la Tierra al Sol es 150.000.000 de kilómetros, lo que representa 390 veces la distancia de la Tierra a la Luna.

El planeta más lejano que se conocía antes de 1781 era Saturno, y su distancia media al Sol es 1.425.000.000 de kilómetros. El planeta más lejano que se conoce actualmente es Plutón, y su distancia media al Sol es 5.900.000.000 de kilómetros.

Supongamos que tomamos como anchura del sistema solar el diámetro o eje de la órbita de Plutón. Ello supone 11.800.000.000 de kilómetros.

No es fácil visualizar o concebir estas distancias de miles de millones de kilómetros, pero es que el kilómetro es una unidad de medida hecha a la conveniencia de las distancias terráqueas. Para medir distancias en el sistema solar sería más fácil adoptar como unidad de medida la distancia de la Tierra al Sol. De hecho, la distancia de la Tierra al Sol se llama «unidad astronómica» (U.A.).

Puesto que la distancia de Saturno al Sol es, por término medio, 9,83 veces mayor que la de la Tierra al Sol, decimos que Saturno está a 9,83 U.A. del Sol. En la misma forma, la órbita de Plutón tiene un diámetro de 79 U.A.

Podría parecer, sin embargo, que la utilidad de la paralaje está limitada al sistema solar. Si los observatorios se sitúan a la mayor distancia posible entre sí sobre la superficie de la Tierra, la paralaje de la Luna es de unos 2°. La paralaje de Marte, sin embargo, es de sólo unos 30” como máximo, es decir, 1/40 de la lunar. La paralaje de Marte, aunque demasiado pequeña para poder ser medida a simple vista, se puede medir fácilmente con ayuda del telescopio, y a partir de ella se pueden calcular todas las demás distancias dentro del sistema solar.

Pero ¿qué ocurre con las estrellas? Incluso las más próximas han de hallarse a una distancia tan superior a la de Marte que, aun desde los observatorios más separados en la superficie terrestre, su paralaje ha de ser tan diminuta que ningún telescopio de los que hemos construido o que tengamos probabilidades de construir en un futuro previsible podría medirla.

¿Estamos seguros de ello? ¿Podemos verdaderamente ser tan pesimistas si, para empezar no sabemos a qué distancia están las estrellas? ¿Existe algún método que nos permita, al menos, hacernos alguna idea de esa distancia sin usar la paralaje?

La primera persona que intentó hacerlo en una forma lógica fue Halley, el astrónomo que había sido el primero en descubrir el movimiento propio de las estrellas. Habiendo comprendido que éstas se movían independientemente, y que podrían ser soles distantes, se preguntó: Supongamos que Sirius fuese realmente tan brillante como el Sol, ¿a qué distancia ha de estar para aparecer como una chispa de luz no más intensa que la que vemos?

El brillo de un objeto como el Sol decrece con la distancia según una fórmula que era bien conocida incluso en los tiempos de Halley, de modo que el problema se pudo resolver fácilmente. Halley decidió que Sirius tendría que estar a unos 19.000.000.000.000 de kilómetros de distancia. Esta distancia es enorme, miles de veces mayor que las distancias internas del sistema solar. Según los cálculos de Halley, la distancia de Sirius sería más de 21.000 veces mayor que la de Saturno, el planeta más lejano que se conocía en su tiempo. Y sería 1.600 veces mayor que el ancho de la órbita de Plutón. La distancia de Sirius, según el cálculo de Halley, es tan grande que no sirve de mucho emplear unidades astronómicas para expresarla. De acuerdo con su cálculo, Sirius se halla a unas 204.000 U.A.

¿Hay alguna unidad más razonable que pudiéramos aplicar? Actualmente, los astrónomos usan para estos fines la velocidad de la luz. La primera determinación razonable de la velocidad de la luz se obtuvo en 1676, gracias a los trabajos de un astrónomo danés, Olaus Roemer. Su medición original no fue muy exacta, pero se ha mejorado grandemente en los tres siglos transcurridos desde entonces; hoy sabemos que un rayo de luz en el vacío, recorre 299.792,4562 kilómetros en un segundo. Nos aproximaremos suficientemente si decimos que la velocidad de la luz es de unos 300.000 kilómetros por segundo. La velocidad de la luz es mucho mayor que cualquiera de las velocidades que conocemos. Pensamos que un avión se está moviendo rápidamente si va a 3.000 kilómetros por hora, o un cohete, si va a 60.000 kilómetros por hora, o la Tierra, porque en su viaje alrededor del Sol se desplaza a razón de 107.000 kilómetros por hora… pero incluso la Tierra se mueve a sólo 1/100.000 de la velocidad de la luz.

Lo cierto es que ningún objeto material puede viajar a una velocidad superior a la de la luz. La luz viaja a la velocidad límite de nuestro universo. Por lo tanto, si usamos la velocidad de la luz como unidad para medir grandes distancias, estaremos haciendo prácticamente lo más que podemos.

Tan rápida es la luz, que va de aquí a la Luna en aproximadamente 1,25 segundos, al Sol en 8,3 minutos, y atraviesa toda la anchura del sistema solar en once horas.

Pero imaginemos a la luz viajando a su enorme velocidad durante todo un año. ¿Qué distancia recorrerá? La respuesta es 9.460.600.000.000 kilómetros. A esta distancia se la llama, por consiguiente, un «año-luz». Sirius, según los cálculos de Halley, estaría por tanto a dos años-luz.

Esa cifra dependería, como es natural, de si realmente Sirius es tan brillante como el Sol, conforme supuso Halley. Si fuera menos brillante que el Sol, tendría que estar a menos de dos años-luz para presentar el brillo con que se nos aparece; y si fuera más brillante que el Sol, tendría que estar más lejos.

Aun contando con el hecho de que Sirius puede no ser tan brillante como el Sol, y que Halley no tuviera, de entrada, una noción muy exacta de la distancia del Sol a la Tierra, de modo que sus cálculos pudieran estar bastante errados, parece lícito suponer que aun las estrellas más cercanas se hallan a distancias de años-luz. En tal caso, la paralaje de las estrellas, vistas desde diferentes observatorios en la superficie de la Tierra, podría tal vez no exceder de 1/10.000 de segundo de arco, un valor tan pequeño que su medición es absolutamente imposible.

Por otra parte, la Tierra se desplaza alrededor del Sol siguiendo una órbita cuya anchura total es de 300.000.000 de kilómetros, es decir, más de 23.000 veces el diámetro de la Tierra. Con una línea de base tan enormemente ampliada, la paralaje de un objeto situado a una distancia determinada se alargaría también en la misma proporción.

Ni siquiera esto hizo que el problema fuese sencillo. La paralaje ampliada no sería superior a un segundo de arco, o un valor similar, en el mejor de los casos, para objetos situados a distancias de años-luz. Este cambio podría verse enmascarado por el mayor desplazamiento de posición debido al movimiento propio, o por algunos otros minúsculos cambios de posición de las estrellas, debidos a razones que no tengan nada que ver con la paralaje.

Más de un siglo había transcurrido desde la estimación realizada por Halley e, incluso al comienzo de la década de 1830, los astrónomos seguían siendo incapaces de medir la paralaje de ninguna estrella (o «paralaje estelar», como también se la llamaba).

Estrellas dobles

Un importante intento de determinar la distancia de las estrellas más próximas terminó en fracaso, pero produjo importantes resultados en conexión con la noción de las «estrellas dobles».

Cualquiera que mire a las estrellas a simple vista las ve como chispas individuales de luz, que no están distribuidas uniformemente por todo el cielo. Algunas estrellas resultan estar bastante cercanas entre sí, y cuando ello ocurre, generalmente atraen la atención. Las Pléyades son un caso de seis o siete estrellas bastante débiles, situadas bastante cercanas entre sí. Otro caso es el de Mizar y Alcor.

Mizar y Alcor eran el ejemplo más patente de estrella doble conocido por los antiguos, que sólo podían utilizar su vista, sin ayuda alguna. Un punto interesante residía en la diferencia de luminosidad de las dos estrellas. La magnitud de Mizar (2,2) hace que ésta sea cinco veces más brillante que Alcor, cuya magnitud es 4,0.

El brillo de Mizar tiende a oscurecer o enmascarar a Alcor, y hace que sea difícil de ver a esta última. Es más, algunos pueblos antiguos usaban las dos estrellas como prueba de agudeza visual, porque hacía falta una vista muy buena para distinguir a la estrella más débil dentro del resplandor de la más brillante.

Desde el momento en que los astrónomos empezaron a usar el telescopio, era prácticamente imposible que Mizar y Alcor siguieran siendo el ejemplo más notable de estrellas dobles. Puesto que el telescopio revela muchas más estrellas de las que se pueden ver a simple vista, esas estrellas han de estar, en promedio, más próximas entre sí, y ha de haber muchos más casos de estrellas dobles. Efectivamente, parecía inevitable que el telescopio revelara pares de estrellas débiles tan cercanas entre sí que hubieran parecido una sola de contemplarlas a simple vista.

Al mismo tiempo se vio también que estrellas brillantes y bien conocidas, que se veían como chispas de luz individuales, resultaban ser dos o más estrellas muy poco espaciadas al observarlas con el telescopio.

El primero de estos casos fue descubierto en 1650 por el astrónomo italiano Giovanni Battista Riccioli. Observando a Mizar en su telescopio, descubrió que estaba formada por dos estrellas separadas solamente unos cuantos segundos de arco. (En este momento, están separadas 14,3”). Ningún ojo humano, sin la ayuda del telescopio, habría podido distinguir dos estrellas tan juntas. Mizar no es solamente una «estrella doble visual» gracias a su proximidad a Alcor; es también una «estrella doble telescópica», la primera que se descubrió.

Se hallaron otros ejemplos de este tipo, y para 1784 se habían preparado catálogos conteniendo ochenta y nueve ejemplos de estas estrellas dobles telescópicas. En esta lista estaba incluida Alpha Centauri, descubierta como doble estrella por Lacaille en la década de 1750, con las dos estrellas distanciadas menos de 22”.

Se ha hecho costumbre denominar a las dos estrellas de una doble telescópica con las letras «A» y «B», reservando la A para la más brillante de las dos. Así, la estrella que conocemos como Alpha Centauri es, en realidad, Alpha Centauri A y Alpha Centauri B.

Por entonces, sin embargo, el descubrimiento de los movimientos propios puso de manifiesto que las estrellas se hallaban a diferentes distancias. Por esa razón, estaba claro que la proximidad contra el fondo del firmamento no significaba necesariamente proximidad real. Los astrónomos decidieron que lo que parecían ser estrellas dobles eran en realidad estrellas sencillas que estaban muy separadas pero que, casualmente, se hallaban en la misma dirección al mirarlas desde la Tierra. Y se suponía que la más débil u oscura de las dos era la más lejana.

De ser así, una estrella doble ofrecía un medio bastante conveniente para la medición de la paralaje estelar. La más oscura de la pareja tenía que hallarse tan lejos que su paralaje tendría que ser demasiado pequeña para ser descubierta, incluso empleando el gran desplazamiento de la Tierra alrededor del Sol. Por consiguiente, se podría considerar que su posición era fija, y se la podría tomar como referencia inmóvil para la otra estrella, que era más brillante y, por lo tanto, más próxima, y que, por consiguiente, podría exhibir una pequeña paralaje.

En tal caso, ¿por qué no observar una estrella doble mes tras mes, midiendo la pequeña distancia entre las dos estrellas y anotando la forma en que pudieran cambiar muy ligeramente? Si la estrella más brillante exhibía paralaje, la distancia cambiaría en forma muy definida en el transcurso de un año. No habría miedo de pasarlo por alto.

En la década de 1780, el astrónomo germano-inglés William Herschel emprendió esta tarea. Exploró el cielo en busca de estrellas dobles útiles a este fin, y consiguió un éxito realmente inesperado. Empezó a parecerle que había demasiadas.

Si se distribuyese en forma aleatoria sobre todo el firmamento el número de estrellas existentes hasta una determinada magnitud de brillo, habría cierta probabilidad de que una pareja particular de estrellas estuviesen muy próximas entre sí; una probabilidad menor de que estuviesen todavía más próximas, y así sucesivamente. La forma de calcular estas cosas era bien conocida, y resultó que el número de estrellas dobles era mucho mayor de lo que se podía atribuir al puro azar.

Podría ser, pues, que las estrellas no estuviesen distribuidas en forma aleatoria, después de todo; que algunas veces estuvieran juntas por alguna razón concreta. Herschel estudió un número considerable de estrellas dobles, y halló que la distancia entre ellas solía ser cambiante, pero no en la forma que uno pudiera esperar al observar la paralaje. En lugar de ello, parecía que la estrella más oscura se movía en una forma tal que parecía estarse desplazando en una órbita alrededor de la más brillante…de un modo muy parecido al de un planeta que se desplaza alrededor de su sol.

Para 1802, Herschel estaba convencido de que había muchas estrellas dobles reales, y no sólo estrellas que parecían próximas por encontrarse en la misma dirección desde la Tierra. Estas estrellas dobles reales se llaman usualmente «estrellas binarias», nombre derivado de una palabra latina que significa «en pares».

Tales binarias no son raras en modo alguno. Hoy se conocen por millares. De cada centenar de estrellas razonablemente brillantes tomadas al azar, es probable que cinco o seis resulten ser binarias al observarlas telescópicamente. En algunos casos, las estrellas pueden parecer sencillas aun vistas con el telescopio, pero hay otras formas en que se puede demostrar que son dobles.

Entre las estrellas de primera magnitud, Sirius, Capella, Procyon, Alpha Crucis, Castor, Spica y Antares son binarias. Lo que es más importante para nosotros en este libro es que Alpha Centauri no es simplemente una estrella doble: es también una binaria.

Aunque el descubrimiento de las estrellas binarias realizado por Herschel tuvo una importancia astronómica de primer orden, no resolvió el problema de la distancia de las estrellas. No obstante, ofreció un método más para juzgar qué estrellas podrían estar más próximas que otras.

Supóngase, por ejemplo, que todas las binarias estuvieran formadas por parejas separadas por la misma distancia en kilómetros. En tal caso, cuanto más lejana de nosotros se encuentre una binaria, menos separada aparece la pareja. (Se trata del mismo truco de perspectiva que hace que los raíles del tren parezcan acercarse entre sí cuando los seguimos con la vista hasta cierta distancia).

Esto, desde luego, no es una medida cierta de la distancia, porque no tenemos ninguna garantía de que las binarias estén siempre formadas por parejas de estrellas separadas por una distancia fija. Algunas binarias pueden parecer separadas por un espacio bastante grande porque en realidad la pareja esté más separada de lo normal; o podrían aparecer bastante juntas porque la distancia entre las estrellas sea realmente inferior a la media.

Aun así, el grado de separación puede decirnos algo. En la tabla 12 se muestra la distancia entre las estrellas emparejadas de ciertas binarias. (Las cifras dadas en la tabla pueden ser un poquito engañosas. Como las estrellas emparejadas se mueven una alrededor de la otra, algunas veces pueden estar más próximas que en otros momentos. La cifra exacta depende del tiempo en que se haga la medición; sin embargo, las cifras de la tabla 12 nos dan la idea general).

Existe todavía otro método para juzgar la proximidad de algunas estrellas binarias en comparación con otras. Es necesario cierto tiempo para que una estrella describa su giro alrededor de la compañera. Si las estrellas binarias fuesen todas del mismo tamaño, podríamos decir que cuanto más separadas estuvieran las componentes de una pareja, más tiempo tardaría en describir su órbita una alrededor de otra. Por una parte, tendrían que describir un círculo más grande, y por otra, girarían más lentamente, porque la atracción gravitatoria entre las estrellas se debilitan con la distancia, y es la fuerza de esta atracción la que impone la velocidad con que un objeto se desplaza en su órbita.

Supongamos que una pareja binaria que parece bastante separada emplea un tiempo largo en completar el círculo orbital. En tal caso, se hallan realmente muy separadas.

Si una pareja binaria que parece muy separada emplea un tiempo corto en completar el círculo orbital, entonces no se hallan realmente muy separadas, sino que simplemente parecen estarlo porque están próximas a nosotros. En la tabla 13 damos el período orbital (el tiempo que tardan las estrellas en completar su órbita, cada una alrededor de la otra), correspondiente a algunas de las estrellas de la tabla 12.

Eta Cassiopeiae tiene una separación aparente muy similar a la de Alpha Centauri, como se puede ver en la tabla 12. Sin embargo, la pareja de Eta Cassiopeiae tiene un período orbital cinco veces más grande que el de Alpha Centauri, como se puede ver en la tabla 13. Basándonos en esto, podemos argumentar que las dos estrellas de Eta Cassiopeiae están, en realidad, mucho más separadas que las de Alpha Centauri. Luego podríamos pasar a deducir que la separación de las dos estrellas de Alpha Centauri parece ser tan grande como la de las de Eta Cassiopeiae sólo porque Alpha Centauri está mucho más cerca de nosotros.

Otro ejemplo: Gamma Virginis y 70 Ophiuchi tienen separaciones menores que las de Alpha Centauri y Sirius y, sin embargo, sus períodos son mayores. Por consiguiente, Gamma Virginis y 70 Ophiuchi podrían estar más alejadas de nosotros que Alpha Centauri y Sirius.

Tampoco esta cuestión del período orbital es completamente convincente. Dos estrellas pueden estar muy separadas y, sin embargo, tener un período corto porque sean estrellas grandes y de mucha masa. Las estrellas de gran masa poseen campos gravitatorios muy fuertes, que pueden impulsar a los objetos celestes en sus órbitas a velocidades inusitadamente altas.

Sin embargo, aunque cada indicio nos ofrece alguna información con cierta incertidumbre, cuantos más de estos indicios se acumulan, más se reducirá dicha incertidumbre. Alpha Centauri y Sirius son ambas estrellas brillantes, las dos tienen movimientos propios grandes, las dos tienen separaciones bastante amplias entre sus parejas de estrellas componentes y, sin embargo, ambas tienen períodos orbitales bastante cortos.

Agregando todos estos indicios, podemos tener una seguridad razonable de que Alpha Centauri y Sirius tienen que estar entre las estrellas más próximas a nosotros… a pesar de lo cual, nada que no sea la obtención efectiva de su paralaje podrá demostrarlo. Sin embargo, antes de pasar a esa cuestión, vamos a echar otro vistazo a las binarias.

En algunos casos, el hecho de que una estrella sea binaria no afecta mucho a nuestra idea de la intensidad de la más brillante de sus componentes. Si una de las estrellas de la pareja es mucho más oscura que la otra, la más brillante de las dos estará aportando prácticamente todo el brillo, y su magnitud individual es aproximadamente igual a la magnitud combinada de las dos.

Consideremos el caso de Sirius, por ejemplo. La estrella más oscura de la pareja, Sirius B, tiene una magnitud de 8,4 y es demasiado débil para que sea posible verla a simple vista. Su existencia apenas altera el brillo de la estrella que vemos. Es la compañera más luminosa, Sirius A, la que cuenta a este respecto. Sin ninguna aportación de su compañera oscura, ella es por sí sola la estrella más brillante del firmamento. Procyon es otra estrella en la que la más brillante de la pareja, Procyon A, aporta prácticamente todo el brillo de las dos, ya que su compañera, Procyon B, tiene una magnitud de 10,8.

También es posible, sin embargo, que las dos estrellas de una binaria tengan brillos aproximadamente iguales. En ese caso, la estrella, tal como la vemos, es considerablemente más brillante de lo que sería cada miembro de la pareja por separado.

Alpha Crucis, por ejemplo, tiene una magnitud de 0,90, lo que la hace ser una destacada estrella de primera magnitud. De sus dos componentes, sin embargo, la más brillante, Alpha Crucis A, con una magnitud de 1,4, es una estrella de primera magnitud próxima al límite, mientras que Alpha Crucis B, con una magnitud de 1,9, es una estrella de segunda magnitud.

Alpha Centauri queda incluida dentro de la segunda clase. Sus componentes tienen brillos comparables. Aunque Alpha Centauri, tomando las dos estrellas conjuntamente, tiene una magnitud de – 0,27, la más brillante de la pareja, Alpha Centauri A tiene una magnitud de 0,4, mientras que Alpha Centauri B tiene una magnitud de 1,6.