7. Tamaño y cambios

Gigantes rojas y enanas blancas

En general, cuanto más caliente es una estrella, más brillante es también. No es sorprendente, por tanto, que tantas de las estrellas más brillantes del firmamento sean más calientes que el Sol, ni que tantas de las estrellas débiles u oscuras que vemos sean más frías que el Sol.

Lo que sí sorprende es que algunas estrellas son frías y, sin embargo, son muy brillantes. Los dos ejemplos principales de esto los constituyen Antares y Betelgeuse. Ambas pertenecen a la clase espectral M y, por lo tanto, poseen una temperatura superficial de sólo 3.000 °C, o similar, y, lo que es más, ninguna de las dos está particularmente cerca de nosotros, a pesar de lo cual figuran entre las estrellas más brillantes del firmamento.

El astrónomo danés Ejnar Hertzsprung pensó en 1905 que una estrella fría ha de tener una superficie poco brillante, pero que si su superficie fuera muy grande, el pequeño brillo de cada parte de ella se uniría o sumaría, contribuyendo a un gran brillo total. En otras palabras, una estrella brillante, fría y de color rojizo, tenía que ser una estrella realmente muy grande para ser brillante.

Hertzsprung publicó esta idea en una revista de fotografía, y los astrónomos no se apercibieron de ella. Posteriormente, en 1914, el astrónomo norteamericano Henry Norris Russel llegó por su cuenta a la misma idea, que fue aceptada y permaneció; generalmente, se atribuye el mérito de ella a los dos astrónomos.

El razonamiento de Hertzsprung-Russell condujo al concepto de las «gigantes rojas» entre las estrellas. Cuando se intentó calcular el tamaño que habrían de tener estas gigantes rojas para ser tan brillantes como eran, a pesar de su baja temperatura superficial, los resultados parecieron casi increíbles. En 1920, sin embargo, el físico germano-norteamericano Albert Abrahan Michelson pudo comprobarlo directamente.

Para ello utilizó un instrumento que había inventado veinte años antes, al que dio el nombre de interferómetro. Era capaz de medir con gran finura la forma en que dos trenes de ondas luminosas, que no fuesen exactamente paralelos, se interferían mutuamente. Cuando tales trenes de ondas luminosas no eran completamente paralelos, las ondas, al mezclarse, unas veces se reforzaban y otras se atenuaban y cancelaban, dando lugar a unas figuras o diagramas con franjas alternantes de luz y de oscuridad. De los detalles de estas figuras o diagramas de interferencia es posible deducir el ángulo exacto al que se encuentran las ondas luminosas.

Este instrumento se puede aplicar a las estrellas. Una estrella es tan pequeña, vista desde la Tierra, que aparece virtualmente como un punto luminoso. Los rayos de luz procedentes de los bordes opuestos de un punto tan diminuto parecen llegarnos de la misma dirección y, por consiguiente, son casi paralelos; casi, pero no del todo. Los rayos de luz proceden de direcciones muy poco diferentes cuando llegan a nosotros desde los lados opuestos de una estrella; convergen sólo un poquitín, pero es lo suficiente para producir un diagrama de interferencia si el interferómetro empleado es suficientemente grande.

Michelson utilizó un interferómetro de veinte pies (6,1 metros), el más grande que había construido hasta entonces. Lo adaptó al nuevo telescopio de 100 pulgadas (2,54 m) que acababa de entrar en uso en el observatorio de Mount Wilson, en California, y que era a la sazón el mayor telescopio del mundo. Y apuntó este instrumento a la estrella Betelgeuse.

Por la naturaleza del diagrama de interferencia, Michelson pudo determinar el diámetro aparente de Betelgeuse. Resultó que tenía 0,045 segundos de arco. Ésta es una anchura muy pequeña, ya que haría falta 41.500 puntitos de luz rojiza exactamente iguales a Betelgeuse, puestos uno al lado de otro, para obtener la anchura de la Luna

Sin embargo, Betelgeuse tiene el mayor diámetro aparente de todas las estrellas. Cualquier estrella que tenga un tamaño real mayor que el de Betelgeuse está tan lejana que su tamaño aparente es menor. Al mismo tiempo, cualquier estrella que esté más cercana que Betelgeuse tiene un tamaño real tan inferior al de ésta que su tamaño aparente nunca llega a igualar al de Betelgeuse.

Para tener 0,045" de diámetro, por diminuto que sea este ángulo, Betelgeuse ha de tener un diámetro real verdaderamente enorme, pues la distancia a que está es inmensa. En efecto, resulta que el diámetro de Betelgeuse es, como mínimo, 800 veces mayor que el del Sol.

El resultado dado por el interferómetro demostró que el razonamiento de Hertzsprung y Russel era correcto y que había realmente gigantes rojas, sin que Betelgeuse, con ser tan grande, sea la más grande de todas. En la tabla 31 se dan los diámetros de algunas de las estrellas gigantes.

Las grandes gigantes rojas resultan ser objetos verdaderamente impresionantes. Supongamos a Betelgeuse colocada en el lugar de nuestro Sol. No podríamos verla desde la Tierra, porque no habría Tierra. El lugar teórico de la Tierra estaría dentro de Betelgeuse. El diámetro de ésta es tan grande que, si se sustituyera al Sol por ella, incluiría las órbitas de Mercurio, Venus, la Tierra, Marte y Júpiter.

Epsilon Aurigae B llegaría aún más lejos. Se tragaría también la órbita de Saturno, y su superficie estaría aproximadamente en la órbita de Urano. Es más, esta supergigante, Epsilon Aurigae B, forma parte de un sistema binario cuya otra estrella, Epsilon Aurigae A, es considerablemente menor, pero todavía bastante grande para tragarse la órbita de Marte. ¡Qué espectáculo deben de ser esas dos estrellas desde un lugar no demasiado cercano!

Otra forma de destacar el tamaño de las gigantes rojas sería imaginar una esfera hueca del tamaño de Beta Pegasi, que es una gigante de tamaño sólo moderado. Sin embargo, sería bastante grande para alojar a 1.300.000 objetos del tamaño de nuestro Sol. Una esfera hueca del tamaño de Betelgeuse podría alojar aproximadamente a 43.000.000 de objetos del tamaño del Sol, y una del tamaño de Epsilon Aurigae podría contener a ocho mil millones (8.000.000.000) de soles.

Sin embargo, y a pesar de todo esto, tal vez las gigantes rojas no sean tan impresionantes como lo parecen si juzgamos sólo por su tamaño. Tienen mayor masa que el Sol, pero no mucha más. Betelgeuse podría ocupar 43.000.000 de veces el espacio que ocupa el Sol, pero la masa de la gigante roja es sólo 20 veces mayor que la de éste; contiene sólo 20 veces más materia.

Si la masa de Betelgeuse (no tan inmensa, al fin y al cabo) está repartida en el gigantesco volumen que esta estrella ocupa, esa masa ha de estar muy, muy rarificada.

La densidad media del Sol es 1,41 gramos por centímetro cuadrado, pero la de Betelgeuse es una diezmillonésima de éste. Si el Sol tuviera sólo una densidad igual a la de Betelgeuse, su masa no excedería de 1/30 de la de la Tierra, y sería sólo 2,7 veces mayor que la de la Luna.

Epsilon Aurigae B sería todavía menos densa. Las gigantes rojas son acumulaciones de gas muy rarificadas, que se extienden hasta vastísimas distancias y se calientan hasta emitir un fulgor rojizo; pero, juzgando con criterios terráqueos, son casi el vacío. La densidad media de Epsilon Aurigae B es sólo una milésima de la que tiene la atmósfera terrestre, y en sus regiones exteriores la densidad es incluso menor. (Como todos los objetos, las gigantes rojas se hacen más densas al acercarnos a su centro, y en el núcleo pueden llegar a ser verdaderamente muy densas. Esto ha de ser así en todas las estrellas, ya que sólo en un núcleo muy denso se puede iniciar la conflagración nuclear que produce su energía).

El caso inverso al de las gigantes rojas surgió en conexión con Sirius B. Se sabía que ésta era una estrella muy poco brillante, con una magnitud de 10 y una luminosidad de sólo 1/130 de la de nuestro Sol. Se daba por supuesto que tenía que ser al mismo tiempo pequeña y fría para emitir tan sólo 1/130 de la luz de nuestro Sol.

Sin embargo, en 1915, el astrónomo norteamericano Walter Sydney Adams consiguió obtener el espectro de Sirius B, y halló que esta estrella estaba tan caliente como Sirius A y, por consiguiente, considerablemente más caliente que nuestro Sol.

Sin embargo, si Sirius B estaba tan caliente, su superficie debía resplandecer fieramente con una luz blanquísima, y la única forma en que se podía explicar su débil brillo era suponiendo que tenía muy poca superficie.

Sirius B tenía que tener tan poca superficie que sería una estrella enana, mucho más pequeña de lo que nadie, hasta entonces, concebía que podía ser una estrella. A causa de su altísima temperatura, a la que debía su luz blanca, se la llamó una «enana blanca». Para explicar su débil brillo, su diámetro tenía que de sólo 30.000 kilómetros, de manera que tenía aproximadamente el volumen de un planeta medio, con un tamaño aproximadamente 13 veces mayor que el de la Tierra. Sirius B tiene sólo 1/100 del volumen del planeta grande, Júpiter.

Sin embargo, en el volumen relativamente pequeño de Sirius B hay comprimida tanta masa como en el Sol… cosa que deducimos de la intensidad de su atracción gravitatoria sobre Sirius A. Si las gigantes rojas tienen densidades muy bajas, las enanas blancas las tienen altísimas. La densidad media de Sirius B es unas 90.000 veces mayor que la del Sol, o 6.000 veces superior a la del platino.

Esto habría parecido ridículo sólo un par de décadas antes, pero en 1915 ya se había descubierto que los átomos estaban formados por «partículas subatómicas» aún menores, estando concentrada casi toda la masa en un minúsculo «núcleo atómico» situado en el centro del átomo. En las enanas blancas, pues, la materia no existía en forma de átomos ordinarios, sino como una caótica mezcla de partículas subatómicas comprimidas hasta estar mucho más juntas de lo que están en los átomos, tal como nosotros las conocemos.

Hay enanas blancas más pequeñas y densas que Sirius B, y en años recientes los astrónomos han descubierto nuevos tipos de estrellas que son mucho más pequeñas aún que las enanas blancas, y, correspondientemente, más densas. Éstas son las «estrellas de neutrones», en las que las partículas subatómicas están prácticamente en contacto unas con otras, y en las que la masa de una estrella como nuestro propio Sol estaría comprimida en un diminuto cuerpo de sólo una docena de kilómetros de diámetro.

La secuencia principal

Sin embargo, tanto las gigantes como las enanas son estrellas poco usuales, y bastante raras (en el sentido de escasas o poco abundantes). Las diversas enanas pueden ser aproximadamente el 8 por 100 de las estrellas, y las diversas gigantes el 1 por 100, sobre poco más o menos. Las demás estrellas (90 por 100 o más) son bastante similares al Sol. Algunas son un poco más grandes, más brillantes y menos densas que él, y otras más pequeñas, oscuras y densas, pero, sorprendentemente, no son más brillantes o más débiles; no son ni enormes gigantes ni diminutas enanas.

Estas estrellas semejantes al Sol se pueden ordenar en función de sus temperaturas, desde muy calientes a bastante frías, en la forma determinada por su clase espectral. Sus restantes propiedades forman entonces también una serie o secuencia; es decir, cambian en forma suave y sin sorpresas al ir avanzando desde las calientes a las frías. Descendiendo en esta serie, las estrellas se van haciendo regularmente menos masivas, más oscuras, más frías y más densas.

Dado que esta secuencia o serie incluye a la inmensa mayoría de las estrellas, recibe el nombre de «secuencia principal».

En la tabla 32 se dan algunas de las propiedades de las estrellas de la secuencia principal. Viendo la tabla, podría parecer que las estrellas de la clase G, a la que pertenecen el Sol y Alpha Centauri A, son bastante más pequeñas que el promedio. Las estrellas más grandes de la secuencia principal tienen una masa 32 veces más grande y un diámetro unas 15 veces mayor que el Sol, mientras que éste, a su vez, tiene una masa sólo unas 4 veces mayor que las estrellas más pequeñas de la secuencia principal, y un diámetro unas 2,5 más grande.

Esto sería así si las diversas clases espectrales contuvieran el mismo número de estrellas cada una. Sin embargo no es esto lo que ocurre. Como en todos los grupos de cuerpos astronómicos, los de pequeño tamaño son más numerosos que los grandes. En la tabla 33 se da el porcentaje de las estrellas de la secuencia principal que existe en cada una de las clases espectrales, junto con el número total de cada clase que existe en nuestra Galaxia. (Nuestra Galaxia contiene un total aproximado de 135.000.000.000 de estrellas, de las cuales 122.000.000.000 pertenecen a la secuencia principal, 12.000.000.000 son enanas y 1.000.000.000 son gigantes).

Como se ve en la tabla 33, alrededor de un 87 por 100 de las estrellas están en la clase K y en la M y son, por consiguiente, claramente más pequeñas, frías y oscuras que nuestro Sol. Sólo aproximadamente un 4,1 por 100 de las estrellas son claramente más calientes, grandes y brillantes que el Sol. Desde este punto de vista, el Sol y Alpha Centauri A tienen un tamaño bastante superior a la media.

Supongamos que a continuación consideramos algunas de las estrellas familiares del cielo, como las de la tabla 34, y que comparamos sus diámetros con el del Sol.

Como puede verse, Alpha Centauri C es muy pequeña para una estrella de la secuencia principal. Tiene sólo unas 0,22 veces la masa del Sol, y unas 0,25 veces su diámetro. Sin embargo, no es la más pequeña de las estrellas conocidas, y en la tabla 34 figura una estrella que nos consta es más pequeña que Alpha Centauri C. Se trata de la Luyten 726-8 B.

Es interesante comparar estas pequeñas estrellas, no con el Sol, sino con Júpiter, el planeta más grande del sistema solar. Podemos ver esta comparación en la tabla 35.

Como se ve, aunque Alpha Centauri C, Luyten 726-8 B y Ross 614 B tienen masas considerablemente mayores que las de Júpiter, son también bastante más densas y, por consiguiente, de tamaño no mucho mayor.

Las enanas rojas están cerca del límite inferior de tamaño y de brillo para una estrella. Un cuerpo celeste no puede ser mucho más pequeño que Ross 614 B sin que llegue a ser incapaz de emitir luz. Del mismo modo, Júpiter se encuentra cerca del límite superior de tamaño para un planeta. Un cuerpo celeste no puede ser mucho más grande que Júpiter sin llegar a ser capaz de emitir luz. Existe en algún punto una región fronteriza entre planeta y estrella, y esa región se halla en masas comprendidas entre la de Júpiter y la de Ross 614 B.

La energía nuclear

¿Qué es lo que hace que una estrella se mantenga brillando permanentemente?

Esta cuestión no preocupó a los astrónomos hasta la década de 1840. Hasta entonces, se suponía que las estrellas, y entre ellas el Sol, brillaban simplemente porque tenían esa propiedad. Las estrellas brillaban del mismo modo que el oro es amarillo. La amarillez del oro no disminuye con el tiempo: no se agota. Lo mismo parecía ocurrir con el brillo de las estrellas.

El cambio en este modo de pensar sobrevino en la década de 1840, cuando varios científicos, entre ellos el alemán Ludwig Ferdinand von Helmholtz, elaboraron la «ley de la conservación de la energía». Según esta ley, la energía no podía crearse ni destruirse; solamente se podía transformar.

Para Helmholtz, esto suscitaba la cuestión de la luz solar. La luz es una forma de energía, y el Sol ha estado irradiando luz en todas direcciones y en cantidades enormes durante incontables millones de años. Esta energía tenía que venir de alguna parte; no podía crearse de la nada.

En 1854, Helmholtz decidió que la única fuente posible de esta energía era la contracción gravitacional. El Sol se estaba contrayendo lentamente; todas sus partes estaban cayendo lentamente hacia el centro. La energía cinética de esta caída se convertía en luz y se irradiaba al exterior en todas direcciones.

Esto significaría que en el pasado el Sol era mucho más voluminoso que en la actualidad. De hecho, para suministrar la cantidad de energía que el Sol ha irradiado en los últimos 25 millones de años tendría que haber tenido al principio un diámetro de 300.000.000 de kilómetros, y haberse contraído en ese período de tiempo hasta su diámetro actual de 1.400.000 de kilómetros.

Parecía entonces, según el razonamiento de Helmholtz, que el Sol tenía que haber sido hace unos 25 millones de años lo que nosotros llamaríamos ahora una gigante roja, y que su volumen se extendía entonces hasta la órbita de la Tierra. Ello, a su vez, significaba que la Tierra no podría haber existido antes de aquel tiempo, y que sólo podía tener 25 millones de años.

Los geólogos, que estudiaban la corteza terrestre y estaban seguros de que su edad era muy superior a 25 millones de años, discreparon. Tampoco les parecía bien a los biólogos, que estudiaban la evolución y estaban seguros de que habían sido necesarios más de 25 millones de años para que se desarrollase la vida actual.

La única forma de salir del dilema estaba en encontrar una nueva fuente de energía, que fuese mayor que ninguna conocida en los tiempos de Helmholtz, de la cual pudiera estar alimentándose el Sol (y otras estrellas).

Esto fue lo que ocurrió. En la década de 1890 se descubrió la radiactividad, lo cual llevó a la constatación de que el átomo tiene una estructura. En el mismo centro del átomo se encuentra un diminuto «núcleo atómico» cuyo diámetro es sólo una cienmilésima del de aquél, a pesar de lo cual ahí se halla concentrada casi toda la masa del átomo. Alrededor del núcleo, en la región exterior del átomo, existen una o más partículas ligeras, llamadas electrones, que contienen como máximo 1/1.800 de la masa atómica.

Cuando los electrones se desplazan de un átomo a otro, se producen los cambios químicos, y el resultado de tales cambios es que se absorbe o se libera energía química. La energía de los seres vivientes, incluida la que desarrollamos en nuestros propios cuerpos, es esta clase de energía química. La luz y el calor de un fuego de leña, la forma en que la gasolina al quemarse impulsa a un automóvil, o la fragmentación de una roca mediante una explosión de dinamita, son otros tantos ejemplos de conversión de energía química en otras clases de energía.

El núcleo atómico está formado por otras partículas aún menores, los protones y los neutrones. Al igual que los electrones, estas partículas nucleares pueden desplazarse, separarse, combinarse, etc. el resultado es que se absorbe o se libera energía nuclear en cantidades generalmente mucho más grandes —para un peso dado de sustancia— que en el caso de la energía química.

Una bomba nuclear es un ejemplo de la conversión de energía nuclear en otras formas.

Una vez que se comprendió que existía la energía nuclear, se pudo ver rápidamente que ésta tenía que ser el origen de la luz solar. Pero ¿qué era lo que ocurría en el interior del sol para desatar la energía nuclear?

Puesto que el Sol está formado principalmente por hidrógeno, la fuente ha de hallarse en reacciones en las que intervenga el núcleo de este elemento. No hay en el Sol ninguna otra cosa que pueda justificar toda la energía que ha emitido, no sólo en unos cuantos millones de años, sino en miles de millones. Existen indicios que prueban que el Sol ha venido brillando durante unos cinco mil millones de años prácticamente en la misma forma en que lo hace actualmente.

En 1938, el físico germano-norteamericano Hans Albrecht Bethe aplicó los conocimientos que sobre los núcleos atómicos se habían acumulado en los cuarenta años precedentes para demostrar que la energía procede de la formación o «fusión» de cuatro núcleos de hidrógeno para formar un núcleo de helio.

Para mantener al Sol brillando como lo hace actualmente, es preciso que unos 590 millones de toneladas métricas de hidrógeno se conviertan en 585,8 millones de toneladas métricas de helio ¡cada segundo! (Los 4,2 millones de toneladas métricas que faltan se convierten en radiación solar). A vista de esto, puede parecer que el Sol está perdiendo peso con una rapidez alarmante, pero en realidad hay en él una cantidad total de hidrógeno tan grande, que esta pérdida puede proseguir al ritmo actual durante miles de millones de años, sin que por eso se altere de modo importante la situación.

La evolución estelar

Actualmente, los astrónomos han resuelto ya lo que creen que deben ser los cambios progresivos que experimenta una estrella: los detalles de la «evolución estelar».

Las estrellas, antes de nacer, son gigantescas y voluminosas conglomeraciones de polvo rarificado y de gas, principalmente hidrógeno. Lentamente, el polvo y el gas forman una nebulosa, que gira y se condensa bajo la atracción de su propia gravedad. La nebulosa se va haciendo más pequeña y más densa, y en su centro se hace más densa todavía.

A medida que se condensa la nebulosa, su centro se hace no sólo cada vez más denso, sino progresivamente más caliente, al convertirse en calor la energía de la caída de la materia hacia el interior (como Helmholtz había sugerido). Los núcleos de hidrógeno chocan entre sí a velocidades cada vez mayores, y con energía también creciente.

Si la nebulosa inicial es pequeña, podría terminar formando un cuerpo compacto de masa no superior a la del planeta Júpiter. En tal caso, el centro puede ser muy denso y tener una temperatura elevada, pero ni su densidad ni su temperatura son suficientes para hacer que los átomos de hidrógeno sufran la fusión que los convierta en helio. Para que tal fusión se produzca, han de alcanzarse temperaturas de millones de grados. Para objetos celestes del tamaño de Júpiter o menores, nunca llega a haber probabilidad alguna de «ignición nuclear» en el centro, y el cuerpo no llega a brillar con luz propia. Por muy elevada que llegue a ser la temperatura en el centro, la superficie permanece oscura y fría.

Si la nebulosa tiene el tamaño suficiente para terminar siendo un cuerpo compacto de masa por lo menos 40 veces mayor que la de Júpiter, la densidad y la temperatura en su centro alcanzan el punto de ignición. En tal caso se libera energía suficiente para calentar el resto del cuerpo, de modo que el objeto empieza a brillar con luz propia, y entonces es ya una estrella.

Las estrellas cuya masa es sólo varias docenas o incluso un par de centenas de veces mayor que la de Júpiter, son todavía tan pequeñas que, aun cuando sean suficientemente grandes para llegar al punto de ignición nuclear, sus temperaturas alcanzan sólo el valor necesario para que su superficie suba hasta 3.000° C, y llegan sólo a ponerse al rojo. Alpha Centauri C, cuya masa es 230 veces mayor que la de Júpiter, es un ejemplo de esto.

Una nebulosa más grande se condensaría formando un cuerpo de mayor masa y, por consiguiente, podría alcanzar mayores densidades y temperaturas en su centro, producir una fusión nuclear más rápida, y alcanzar temperaturas más elevadas.

Las nebulosas en condensación, una vez que se han condensado lo suficiente para la ignición, entran en la secuencia principal. La posición exacta en que penetren en ella depende de la masa del cuerpo en concentración. Un cuerpo celeste pequeño, tal como Alpha Centauri C, se convierte en una estrella de la clase M. Otros cuerpos crecientemente mayores entran en la clase K, como Alpha Centauri B, o en la clase C, como Alpha Centauri A o nuestro Sol. Otras masas aún mayores entran como clase A, B o incluso O. Una vez que una estrella está en la secuencia principal, permanece en ella y produce energía a un ritmo bastante constante, hasta que su provisión de hidrógeno empieza a escasear. Cuando esto ocurre, las cosas empiezan a cambiar. El centro de la estrella se ha ido calentando cada vez más a medida que ésta se ha ido haciendo vieja y, si la estrella es suficientemente grande, sus temperaturas centrales alcanzan el punto en que pueden tener lugar otras clases de reacciones nucleares, distintas de la fusión del hidrógeno en helio.

Las otras clases de reacciones nucleares no generan tanta energía como la fusión de hidrógeno, y la estrella empieza a cambiar radicalmente de aspecto. Para empezar, inicia una expansión y, al hacerlo, su superficie se enfría y va cambiando hacia el color rojo. En otras palabras, la estrella se expande hasta convertirse en una gigante roja. Cuanto más masiva haya sido la estrella en un principio, más grande será la gigante roja en que se convierta.

Después de la fase de gigante roja, la estrella se contrae de nuevo para pasar a ser una enana blanca, o una estrella todavía más compacta. Antes de esta contracción, o mientras dura, una estrella especialmente grande puede estallar en forma muy violenta, lanzando al espacio la mayor parte de su masa.

Una vez que una estrella empieza a agotar su provisión de hidrógeno y comienza su expansión, ha salido de la «secuencia principal». En comparación con el tiempo de permanencia en dicha secuencia, el que transcurre a enana blanca (con explosión o sin ella) es muy corto. Análogamente, el tiempo que necesita una nebulosa para condensarse hasta el punto en que, como estrella, entra en la secuencia principal, es bastante breve.

La mayor parte de la vida de una estrella es la que pasa en la secuencia principal. Ésa es la razón por la que aproximadamente el 90 por 100 de las estrellas existentes han alcanzado ya la secuencia principal y no la han abandonado todavía.

Pero ¿cuánto tiempo permanece una estrella en la secuencia principal?

Naturalmente, esto depende del tamaño de la estrella, pero tal vez no en la forma que uno pudiera esperar. Una estrella grande tiene una provisión de hidrógeno mayor que la de una estrella pequeña, de modo que uno diría que una estrella grande tiene probabilidades de arder durante más tiempo y permanecer en la secuencia principal más que una estrella pequeña… pero la cosa no es así. La verdad es que ocurre lo contrario.

Veamos. Cuanto más grande es una estrella, más caliente habrá de estar en su centro para mantenerla expandida contra la atracción de su propia gravedad. Y cuanto más caliente haya de estar, más rápidamente habrá de producirse la fusión del hidrógeno, y más rápido será el ritmo al que este elemento desaparezca. El ritmo al que ha de desaparecer el hidrógeno aumenta mucho más rápidamente que la masa. Si una estrella tiene una masa doble que la de otra, la estrella grande consume su hidrógeno a un ritmo muy superior al doble del de la otra, de manera que, en realidad, la estrella grande consume su combustible antes que la pequeña.

Por lo tanto, cuanto más grande sea una estrella, más corta será su vida en la secuencia principal. En la tabla 36 se da una estimación de la vida en la secuencia principal para estrellas de las diferentes clases espectrales.

En la tabla 37 se da una estimación de la vida en la secuencia principal para ciertas estrellas concretas.

Como puede verse en las tablas 36 y 37, la vida de las estrellas muy masivas es realmente breve. Ésa es una de las razones por las que hay tan pocas estrellas de gran masa en la secuencia principal: su rápida desaparición. Las diversas gigantes rojas y enanas blancas son probablemente en su mayoría restos moribundos de estrellas de masa considerablemente superior a la del Sol. Las estrellas bastante más oscuras que el Sol todavía no han tenido tiempo de morir en el transcurso de la existencia del universo (que puede tener una edad de unos 25.000 millones de años).

Invirtiendo el razonamiento, las estrellas brillantes normales que llenan nuestro cielo y que son las que primero acuden a nuestra mente cuando pensamos en las estrellas, no pueden ser muy viejas. Si lo fueran, habrían salido ya de la secuencia principal y serían gigantes rojas o enanas blancas. En los tiempos de los dinosaurios, Spica, Sirius, Rigel, Regulus, Vega y otras estrellas semejantes, no estaban en el cielo. Todavía no se habían formado. Y dentro de unos cuantos millones de años habrán desaparecido.

Sirius A, cuando se formó, orbitaría probablemente alrededor de Sirius B, que se formó al mismo tiempo y que, probablemente, tendría una casa mucho mayor que la de Sirius A ya desde el principio. Hace millones de años, Sirius B llegó al final de su permanencia en la secuencia principal, explotó, despidió al espacio la mayor parte de su materia, y lo que quedó, ahora con menos masa que Sirius A, se contrajo hasta convertirse en una enana blanca.

Nuestro Sol es una estrella que tiene una esperanza de vida intermedia, ya que es una estrella de masa y luminosidad también intermedias. Su tiempo de vida en la secuencia principal es de alrededor de 12.000 millones de años. Ahora lleva brillando unos 5.000 millones de años, de modo que todavía se encuentra en el final de su juventud o el comienzo de su madurez…, aunque, como irá calentándose lentamente cada vez más, la vejez no será tan cómoda como lo fue la juventud.

Alpha Centauri A tiene un tiempo de vida en la secuencia principal igual al del Sol, pero no podemos saber con seguridad qué parte de esa vida ha transcurrido ya. Nuestro conocimiento de la edad del Sol lo hemos deducido en gran parte de datos concernientes a la Tierra, la luna y los meteoritos. Si Alpha Centauri A (acerca de la cual no poseemos datos similares) nació antes que el Sol dejará la secuencia principal y se expandirá para convertirse en una gigante roja no muy grande mientras nuestro Sol continúe brillando como de costumbre. Si Alpha Centauri A nació después que nuestro Sol, entonces seremos nosotros los que nos vayamos primero.

Una cosa de la que podemos estar seguros es de que la expansión a gigante roja y la contracción a enana se realizarán en el caso del Sol, en el de Alpha Centauri, y en el de cualesquiera otras estrellas de masa media o pequeña, sin explosión catastrófica. Las grandes explosiones son características de las estrellas grandes, de mucha masa y vida breve.

Si no podemos tener seguridad alguna en cuanto a si el Sol y Alpha Centauri A se formaron al mismo tiempo o no y, en caso negativo, sobre cuál de las dos se formó primero, por lo menos podemos estar razonablemente seguros de que Alpha Centauri A, Alpha Centauri B y Alpha Centauri C se formaron todas al mismo tiempo a partir de una nebulosa que giraba en torbellino y que se desgarró en tres partes desiguales antes de completar su condensación.

Es posible que Alpha Centauri A, habiendo nacido del fragmento de mayor masa, se condensara un poco más rápidamente que las otras dos, y Alpha Centauri C un poco más lentamente que sus dos hermanas. La diferencia en el ritmo de condensación, sin embargo, fue probablemente pequeña en relación con su vida total, y bien podríamos decir que los tres miembros del sistema de Alpha Centauri tienen aproximadamente la misma edad.

Sin embargo, no disfrutarán todos los mismos tiempos de vida en la secuencia principal. Cuando Alpha Centauri A deje la secuencia principal, Alpha Centauri B habrá vivido sólo 2/5 de su vida, y Alpha Centauri C solamente 1/12 de la suya. Cien mil millones de años después que el Sol y Alpha Centauri A sean enanas blancas, enfriándose muy lentamente hasta convertirse en enanas negras, Alpha Centauri C seguirá todavía luciendo con su pálido tono rojizo, muy parecido al de ahora, y todavía con miles de millones de años de vida por delante.