IV
PLURALIDAD Y UNIDAD
(Unidad múltiple y unidad única)
PINTURA
1. Observaciones generales
El principio de la forma cerrada presupone ya la concepción de la obra como unidad. Sólo cuando se ha sentido la totalidad de las formas como un todo, se puede concebir ordenado regularmente este todo, sin que importe nada entonces que haya surgido un centro tectónico o que impere una ordenación más libre.
Este sentimiento de unidad se va desarrollando poco a poco. No hay un momento determinado en la historia del arte en que pueda decirse: ya está aquí. También en este aspecto ha de contarse con valores puramente relativos.
Una cabeza es un todo formal, que tanto los florentinos del cuatrocientos como los antiguos neerlandeses sintieron así, como un todo. Pero si se ponen en parangón una cabeza de Rafael con una de Quentin Massys, nos encontramos frente a una visión distinta, y si queremos dar con lo diferente nos encontramos al fin de cuentas con la diferencia de la visión en detalle y la visión en conjunto. No es que se trate de esa lamentable acumulación de detalles que todo maestro tiende a corregir con repetidas enmiendas en el discípulo pintor —comparaciones de tal categoría quedan fuera de este lugar—; pero subsiste el hecho de que esas viejas cabezas, comparadas con las clásicas del siglo XVI, nos entretienen más con el detalle, evidenciando un menor grado de trabazón, mientras en las otras toda forma singular alude al conjunto. No se puede mirar al ojo sin advertir la forma externa de su cuenca, tal como queda entre la nariz, el pómulo y la frente; y a la horizontalidad de los ojos y de la boca responde en seguida la verticalidad de la nariz: hay en la forma una virtud de despertar la visión y obligarla a que abarque de una vez lo múltiple, no pudiendo apenas librarse de esa virtud el espectador más remiso. Merced a ella se sentirá repentinamente animado y como convertido en otro sujeto.
Y la misma diferencia existe entre la composición de un cuadro del siglo XV y uno del XVI. En el primero, lo disperso; en el segundo, lo ceñido; en aquél, ora la pobreza de lo desmembrado, ora el embrollo de lo excesivo; en éste, un conjunto organizado en el cual tiene voz cada parte y es abarcable por sí sola a la par que se ofrece en su relación con el todo como miembro de una forma total.
Haciendo notar estas cosas, que determinan la diferencia entre la época clásica y la época preclásica, descubriremos las bases de nuestro verdadero tema. Sólo que en seguida se deja notar del modo más sensible la carencia de vocablos que marquen bien las diferencias; al mismo tiempo que citamos como signo esencial del quinientos la unidad de composición, hemos de decir que precisamente queremos poner la época de Rafael como una época de multiplicidad frente al arte posterior, cuya tendencia es hacia la unidad. Y esta vez no se trata de un ascenso de una forma pobre o una forma más rica: se trata de dos tipos distintos que representan cada uno por sí un extremo. El siglo XVI no se verá desacreditado por el XVII, pues no es cuestión de diferencia de calidad. Es algo en general nuevo.
Vista en conjunto, no es mejor una cabeza de Rubens que una de Durero o de Massys; pero ha cesado en aquélla la confirmación independiente de cada una de las partes, que en éstas hace aparecer el conjunto formal como una pluralidad (relativa). Los artistas del seiscientos enfocan un motivo cardinal determinado, al que subordinan todo lo demás. Ya no tendrán efectividad en el cuadro los elementos orgánicos singulares, según recíprocamente se condicionan y se armonizan, sino que del conjunto puesto en movimiento se destacan las formas singulares como forzosamente directrices, pero de tal modo, que tampoco estas formas directrices signifiquen para la vista nada que pueda aislar, nada separable.
En los cuadros de historia de múltiples figuras tal vez se vea esta relación con más claridad y seguridad.
Entre los cuadros bíblicos uno de los temas más ricos es el Descendimiento, acto que pone en movimiento muchas manos y ofrece fuertes contrastes psicológicos. Tenemos una interpretación clásica del tema en el cuadro de Daniel de Volterra (fig. 123), en Trinita dei Monti (Roma). Siempre ha suscitado admiración en esta obra la autonomía con que cada figura se expresa, y al mismo tiempo la solidaridad que hay entre ellas, de modo que parece recibir cada una su ley del total. Ésta es, precisamente, disposición renacentista. Cuando Rubens, más tarde, como paladín del barroco, trata el mismo asunto en una de sus obras tempranas, lo primero en que se desvía del tipo clásico es en fundir las figuras en una sola masa, de la cual apenas puede destacarse la figura singular. Recurriendo a la ayuda de la dirección lumínica, hace correr de arriba abajo, sesgada, una poderosa corriente a través del cuadro. Con el lienzo blanco que pende de los brazos de la cruz la establece; en su descenso, el cuerpo de Cristo yace en la misma trayectoria, y el movimiento desemboca en el abra de la multitud de personajes que se acercan a recibirle. Ya no existe, como en Daniel de Volterra, la María desmayada como segundo centro de interés desvinculado de la acción principal —está de pie y adherida del todo a la masa que se apiña en torno de la cruz—. Si queremos designar de algún modo la variación que se observa en las demás figuras, con pocas palabras podremos decir que cada una ha sacrificado parte de su independencia en aras de la comunidad. El barroco no cuenta ya fundamentalmente con una pluralidad de partes independientes que se solidarizan armónicamente, sino con una absoluta unidad en la cual ha perdido su derecho particular cada una de las partes. Mas así se acentúa con vigor inaudito el motivo cardinal.
No podrá argüirse que éstas sean diferencias de gusto nacional más bien que diferencias evolutivas. Sin duda que Italia conservó siempre predilección por el detalle claro; pero la diferencia subsistirá aun comparando cualquier artista del seiscientos italiano con otro del quinientos italiano, o comparando en el Norte a Rembrandt con Durero. Aunque la fantasía del Norte, en contraste con Italia, busque más la articulación de los elementos, precisamente un Descendimiento de Durero, comparado con uno de Rembrandt (fig. 124), resulta como la oposición más perfecta y evidente de una composición a base de figuras independientes frente a una composición de figuras no autónomas. Rembrandt reduce la historia al motivo de dos luces: una fuerte, en declivio, arriba a la izquierda, y otra más débil, tendida, abajo a la derecha. Con esto queda indicado todo lo esencial; el cadáver, visible sólo fragmentariamente, es descolgado y ha de depositársele sobre el sudario tendido en el suelo. El «descenso» del Descendimiento ha quedado reducido a su expresión más sumaria.
Están, por consiguiente, en oposición la múltiple unidad del siglo XVI y la unidad única del siglo XVII, o dicho con otras palabras: el articulado sistema de formas del clásico y la fluidez (infinita) del barroco. Y, como se ve por los ejemplos anteriores, intervienen dos elementos conjuntos en esta unidad barroca: la disolución de la función autónoma de las formas particulares y la elaboración de un motivo total dominante. Esto puede efectuarse con valores especialmente plásticos, como en Rubens, o especialmente pictóricos, como en Rembrandt. El ejemplo del Descendimiento es sólo característico como caso singular; la unidad aparece bajo muchas formas. Hay una unidad de color, como de iluminación, y una unidad de la composición figurada, así como de la interpretación formal cuando se trata de cabezas o figuras sueltas.
Lo más interesante es que el esquema decorativo viene a ser una manera de interpretar la naturaleza. No es sólo que los cuadros de Rembrandt estén contruidos según otro sistema que los de Durero; es que las cosas están vistas de otro modo. Multiplicidad y unidad son, por decirlo así, recipientes en los cuales el contenido de la realidad se recoge y toma forma. Esto no hay que interpretarlo en el sentido de que se le encasquete al mundo una fórmula decorativa cualquiera: la materia influye, desde luego. No sólo se ve de otra manera, sino que se ven otras cosas. Pero todas esas llamadas imitaciones del natural adquieren significación artística sólo en cuanto las inspira un instinto decorativo y engendran a su vez valores decorativos. Que existe el concepto de una belleza múltiple y otra única, aparte de todo contenido imitativo, lo demuestra la arquitectura.
Ambos tipos se yuxtaponen como valores independientes, y no hay que interpretar la forma posterior como una intensificación gradual de la anterior. El barroco estaba convencido, naturalmente, de haber descubierto la verdad por vez primera y de que el Renacimiento no significaba más que una forma preliminar; pero el historiador ha de juzgar de otro modo. La naturaleza permite que se la interprete de más de un modo. Y por esto pudo acontecer que a fines del siglo XVII fuese desterrada la forma barroca y sustituida otra vez por la clásica, precisamente en nombre de la naturaleza.
2. Los motivos cardinales
En este capítulo se tratará, pues, de la relación entre el todo y las partes. De que el estilo clásico logra su unidad haciendo que las partes se independicen como órganos libres y de que el estilo barroco anula la independencia uniforme de las partes en aras de un motivo total unificado. Allí hay coordinación de acentos; aquí, subordinación.
Todas las categorías precedentes han preparado esta unidad. Lo pictórico es para las formas la liberación de su aislamiento; el principio de lo profundo no es otra cosa que la sustitución de la serie sucesiva de zonas por un solo impulso de profundidad, y el gusto atectónico, la resolución en fluencia de la estructura rígida de las relaciones geométricas. Será inevitable repetir en algunos pasajes cosas ya conocidas; pero será siempre nuevo el punto de vista esencial de la consideración.
No ocurre espontáneamente y desde un principio que funcionen las partes como miembros libres de un organismo. En los Primitivos se obstaculiza la impresión porque las formas parciales aparecen demasiado dispersas o enmarañadas y confusas. Sólo donde obra lo singular como parte necesaria del conjunto puede hablarse de estructura orgánica, y sólo donde lo singular, embutido en el conjunto, sea, sin embargo, percibido como órgano de función autónoma, tiene sentido el concepto de libertad e independencia. Tal es el clásico sistema formal del siglo XVI, y es indiferente, como dijimos, que se entienda por conjunto una sola cabeza o un cuadro de historia de muchas figuras.
El grabado en madera, de Durero (fig. 125), sobre La muerte de María (1510), deja atrás todo lo antiguo por el mero hecho de que las partes forman un sistema en el cual cada una parece condicionada en su lugar por el conjunto, y a la par hace el efecto de ser completamente autónoma. La estampa es un ejemplo excelente de composición tectónica —todo está dispuesto del modo más claro, en contraste geométrico—; pero esta relación de relativa trabazón entre los valores autónomos pide a la vez ser apreciada como algo nuevo. A esto llamamos nosotros el principio de la múltiple unidad.
El barroco hubiera evitado o disimulado el encuentro de verticales y horizontales puras; ya no sacaríamos la impresión de un conjunto articulado: las formas de los detalles, sean del dosel o de la figura de un apóstol, quedarían fundidas en el movimiento total que domina en el cuadro. Si recordamos, como ejemplo, el aguafuerte de Rembrandt del Tránsito de la Virgen (fig. 126), comprenderemos hasta qué punto vio un motivo propicio el barroco en las vaporosas nubes ascendentes. Persiste aún el juego de los contrastes, pero queda más velado. La franca yuxtaposición de las figuras y el claro enfrentarse de las mismas son sustituidos por un íntimo ensamble. Quedarán destruidos los contrastes absolutos. Desaparece lo limitado y aislable. Surgen accesos de una forma a otra, por los que el movimiento se precipita. Pero de esta fluencia barroca dotada de unidad se alza de vez en cuando un motivo, con tan vigoroso acento, que recoge las miradas como la lente los rayos de luz. Son en el dibujo aquellos sitios en que la elocuencia de la forma culmina —análogos a los extremismos de la luz y color de que se hablará luego— los que revelan la diferencia profunda que distingue al barroco del arte clásico. En éste, la entonación uniforme; en aquél, el efecto único cardinal. Estos motivos agudizados no son trozos fragmentables, sino máxima intensificación de un movimiento general.
Rubens ofrece los ejemplos más típicos de movimiento con unidad en los cuadros de más carácter, como cuadros de figuras propiamente dichos. Dondequiera encontramos la transformación del estilo múltiple y diferenciador en otro que funde las diferencias e imprime movimiento con la anulación de los valores sueltos y autónomos. Su Asunción (fig. 127) es un ejemplar barroco no sólo porque está corregido el tema de Tiziano —la figura capital como vertical opuesta a la forma horizontal que ofrecen los apóstoles— mediante un movimiento diagonal, sino porque es ya imposible aislar los detalles. La luz y el círculo angélico que llena el centro en la Assunta de Tiziano repercuten en Rubens todavía, sólo que en él no tienen sentido estético sino en relación con el conjunto. Aunque es muy poco loable que los copistas transporten a sus lienzos, con fines comerciales, la figura central de Tiziano prescindiendo del resto de la composición, el hecho prueba que existe esa posibilidad, en tanto que nadie pensaría en hacer eso con la de Rubens. En el cuadro de Tiziano los motivos de los apóstoles se mantienen en equilibrio a derecha e izquierda: el que mira hacia lo alto y el que levanta los brazos; en Rubens no se acusa más que uno de los lados; el contenido del otro es casi indiferente, atenuación que hace más intenso, naturalmente, el énfasis parcial del lado derecho.
Un segundo caso: La Conducción de la Cruz, de Rubens (fig. 71), que ya hemos comparado antes con El pasmo, de Rafael. Ejemplo de transformación de la planimetría en lo dotado de profundidad desde luego; pero ejemplo también de transformación de la pluralidad articulada en unidad desarticulada. Allá, tres motivos igualmente acentuados —el sayón, Cristo y Simón, las mujeres—; acá, lo mismo materialmente, pero imbricados los motivos, inmerso en una sola corriente dinámica el primer término y el fondo, sin censura. Cooperan con las figuras el árbol y la montaña, y la dirección de la luz remata el efecto. Todo es uno. Pero en la corriente se acusa la onda acá y allá con mayor intensidad. En el sitio en que el sayón hercúleo mete el hombro bajo la cruz, hay concentrada tanta fuerza, que puede creerse amenazado el equilibrio del cuadro —efecto que establece no el hombre como motivo aislado, sino el complejo total de forma y luz—, evidenciando esos típicos nudos de energía propios del nuevo estilo.
Para imprimir movimiento dotado de unidad no es necesario, naturalmente, que el arte disponga de los medios plásticos que se observan en estas composiciones de Rubens. No se necesita de la corriente humana en agitación; se puede conseguir la unidad con la dirección de la luz nada más.
El siglo XVI supo ya distinguir luces principales y luces secundarias, pero —nos remitimos al efecto de una estampa en blanco y negro como la de La muerte de María, de Durero— siempre resulta una trama uniforme la que forman las luces adheridas a las formas plásticas. Los cuadros del siglo XVII, por el contrario, recogen su luz en un punto, o la reúnen al menos en un par de sitios de máxima calidad, que establecen una configuración fácilmente inteligible. Pero con esto no queda dicho todo. La luz máxima o las luces máximas del barroco surgen de la unificación general del movimiento lumínico. Las partes iluminadas y las oscuras fluyen en común corriente, y cuando la luz alcanza un último grado de intensidad puede decirse que surge del gran movimiento conjunto. La concentración en puntos aislados es sólo un fenómeno derivado de la tendencia primaria a la unidad, frente a la cual la luminosidad de los clásicos resultará múltiple y aisladora.
Ha de ser un tema realmente barroco el que la luz mane de un solo punto en una habitación cerrada. El Taller de pintor, de Ostade, que ya consideramos (fig. 28), ofrece un ejemplo bien evidente. Si bien es verdad que el carácter barroco no depende sólo del asunto; de una situación análoga saca Durero, en su San Jerónimo, consecuencias muy distintas. Pero no queremos detenernos en tales casos especiales, sino apoyar nuestro análisis en una estampa de carácter lumínico menos extremado. Consideremos, pues, el aguafuerte de Rembrandt (fig. 128) sobre el tema del magisterio de Cristo.
El hecho óptico más sensacional aquí es que una gran masa de intensa luz se acumula a los pies de Cristo, en el poyo donde está subido. Esta claridad dominante se halla en relación inmediata con las demás; no se la puede separar como cosa aislada —cosa posible en Durero—, ni coincide con una forma plástica; al revés: la luz rebasa la forma y es ella la que con las cosas juega. Todo lo tectónico pierde así su valor óptico, y las figuras se separan y vuelven a unirse en la escena del modo más extraordinario, como si no fuesen ellas, sino la luz, lo único real en el cuadro. Un movimiento diagonal de luz parte del primer término a la izquierda, pasa por el centro y se pierde en el fondo a través del arco de entrada; pero ¿qué significa este dato frente al temblor inasible de sombra y luz en el espacio todo, ese ritmo lumínico con el cual, como nadie, imprime Rembrandt una forzosa unidad vital a sus obras?
Naturalmente, intervienen aquí en la unificación otros factores; pasaremos por alto lo que se sale del asunto. Una razón esencial de por qué la historia queda expresada con tan significativo vigor está en que el estilo pone tanto lo distinto como lo confuso al servicio del acrecentamiento del efecto, en que no se expresa con igual claridad, haciendo surgir en algunos sitios formas elocuentes de fondo cuyas formas son mudas o poco expresivas. Sobre esto volveremos después.
Análogo espectáculo ofrece la evolución del color. En lugar del colorido «abigarrado» de los Primitivos, con su yuxtaposición de colores sin relación sistemática, aparece en el siglo XVI la selección y la unidad, es decir, una armonía en la que, por contrastes puros, se complementan los colores. El sistema se destaca con claridad. Cada color tiene su papel dentro del conjunto. Se percibe que viene a ser como columna indispensable que sostiene la fábrica y mantiene la cohesión. El principio puede estar cultivado más o menos consecuentemente; pero, de todos modos, la época clásica se distingue muy netamente, como época del colorido fundamentalmente múltiple, de la siguiente, cuyo propósito se encamina hacia la fusión tónica. Siempre que estando en un museo pasamos de la sala de los cincocentistas a la de los pintores barrocos, nos sorprende ver cómo desaparece la yuxtaposición clara y abierta, y los colores parecen reposar en un lecho común, en el que se sumen a veces hasta dar la impresión casi de total monocromía, pero en el que, hasta cuando se destaca vigorosamente, quedan enraizados de un modo misterioso. Ya en el siglo XVI se pueden llamar maestros de la tonalidad algunos pintores y adjudicar en general un porte tónico a las escuelas; pero esto no impide que aun en este aspecto el siglo pictórico aporte una intensificación que debiera quedar determinada en un vocablo especial y propio.
La monocromía tonal es sólo una forma de transición; muy pronto se aprende a usar a un tiempo del tono y del colorido y se sube la intensidad de algunos colores hasta conseguir un efecto análogo al de las luces máximas, constituyendo partes de colorido más fuerte que transforman fundamentalmente toda la fisonomía de los cuadros del XVII. En vez del color repartido regularmente tenemos ahora la nota suelta del color, un acorde cromático de dos notas —puede ser también triple o cuádruple el acorde—, que domina absolutamente el cuadro. Éste se afina entonces, como suele decirse, a un tono determinado. A esto se une una negación parcial del colorido. Así como el dibujo renuncia a ser uniformemente claro, así también favorece la concentración del efecto cromático el hacer surgir los colores puros de la sordina del medio color o de superficies apagadas. No irrumpen como algo insólito y aislado: su aparición viene preparada cuidadosamente. Los coloristas del siglo XVII han tratado de muchas maneras este proceso del color; pero la diferencia con el sistema clásico de composición cromática consiste siempre en que éste se compone en cierto modo de zonas conclusas, mientras que en el XVII el color va, viene y torna, unas veces más intenso, otras más débil, siendo preciso para concebir el todo la idea de un general movimiento dotado de unidad. En este sentido dice el prólogo del gran catálogo de pinturas de Berlín que la índole de la descripción cromática ha pretendido ajustarse al ritmo de la evolución: «De la especificación cromática extendida hasta el detalle se pasó gradualmente a una versión de la impresión colorista que se atenía al conjunto».
Pero también es algo consecuente dentro del hecho de la unidad barroca el que un color pueda manifestarse con énfasis singular. El sistema clásico no conoce la posibilidad de volcar en la escena un solo rojo, como hace Rembrandt en la Susana del Museo de Berlín. No falta por completo la réplica del verde, pero llega ésta desde el fondo apagadamente. Ya no se mira tanto a la coordinación y al equilibrio: el color ha de obrar por sí solo. En el dibujo tenemos el paralelo; también fue el barroco el que supo hacer sitio para el encanto de la forma aislada… un árbol, una torre, una figura humana.
Y con esto volvemos de la consideración particular a la consideración general. La teoría de los acentos variables, tal como la hemos desarrollado aquí, no sería concebible sin que presentase el arte también en la parte del contenido la misma diferencia de tipos. Caracteriza la múltiple unidad del siglo XVI el estar sentida en el cuadro cada cosa como valor objetivo relativamente idéntico. La narración distingue ciertamente la figura principal de las accesorias; se ve —al contrario que en las narraciones de los Primitivos— muy claramente y desde cualquier distancia dónde está el núcleo del suceso, pero lo conseguido así son precisamente productos de esa unidad condicionada que al barroco le parecía multiplicidad. Todas las figuras secundarias siguen teniendo, pues, existencia propia. El espectador no olvidará el todo por la parte, pero la parte puede ser vista por sí misma. En el dibujo de Dirk Vellert (fig. 129), Saúl niño ante el Sumo Sacerdote (1524), se demuestra muy bien esto. El autor no fue uno de los espíritus directores del siglo XVI, pero tampoco se incluye entre los rezagados. Al revés, lo articulado y rearticulado de la composición es de puro estilo clásico. Pero a tantas figuras, tantos centros de atención. Desde luego se realza el motivo principal, pero sin privar a los personajes secundarios de vida propia, cada uno en el lugar que ocupa. También está tratado lo arquitectónico de una manera que recaba para sí interés. Sigue siendo arte ciático, e imposible de confundir con la multiplicidad dispersa de los Primitivos; todo está en relación clara con el conjunto; pero ¡de qué distinto modo hubiera compuesto la escena un maestro del siglo XVII, acentuándola en el sentido de lo por modo inmediato impresionante! No hablamos de diferencias de calidad, pero cabe añadir que la interpretación del motivo principal carece, para el gusto moderno, del carácter de suceso real.
El siglo XVI, aun en los casos de absoluta unidad, ofrece la situación con amplitud; el siglo XVII, en cambio, reducida a lo momentáneo. Mas sólo de esta manera es como llega a adquirir verbo cabalmente la representación histórica. En el retrato podemos observar lo mismo. Para Holbein tiene tanto valor el traje como el individuo. La situación psíquica no es intemporal; pero tampoco puede interpretarse en el sentido de que fije un momento de la libre fluencia vital.
El arte clásico desconoce el concepto de lo momentáneo, de lo agudizado, de lo cortante en el sentido más general; tiene un carácter moroso y amplio. Y aunque arranca desde luego del conjunto, no cuenta con la impresión del primer momento. La interpretación varía en ambos sentidos para el barroco.
3. Consideración por materias
Las palabras no permiten aclarar con facilidad cómo en un conjunto concreto —por ejemplo, una cabeza— puede ser la interpretación unas veces múltiple y otras simple. Después de todo, las formas siguen siendo iguales a sí mismas y la conexión está conseguida ya en el tipo clásico de un modo simple. Pero, sin embargo, cualquier comparación hará ver que en Holbein (fig. 130), por ejemplo, están las formas yuxtapuestas como valores independientes y relativamente coordinados, mientras en Frans Hals o en Velázquez (fig. 131) ciertos grupos de formas toman la dirección, el conjunto queda sometido a un motivo expresivo o dinámico determinado, y en esta coordinación no puede presentar ya lo fragmentario una existencia propia al modo antiguo. No se trata sólo del modo de ver pictóricamente vinculador, como opuesto a la confinación lineal de cada uno de los trozos: allá se encastillan las formas, en cierto modo, unas frente a otras y son llevadas al máximo de efecto autónomo por la acentuación de los contrastes inmanentes, mientras que aquí, con la atenuación de los valores tectónicos, también han perdido en independencia y significado propio las formas parciales. Pero tampoco queda dicho todo con esto. El acento significativo de cada parte dentro del todo pide ser apreciado, sea con los medios que sea; el vigor que corresponde a la forma de una mejilla, por ejemplo, comparada con la nariz, la boca o los ojos. Junto a un tipo de coordinación relativamente pura hay infinitas modalidades de subordinación.
Si se representa uno el atavío de una cabeza, su tocado y peinado, se comprenderá mejor dónde adquieren valor decorativo los conceptos de multiplicidad y de unidad. Hubiéramos podido hablar de esto en el capítulo anterior. La relación con la tectónica y atectónica es algo inmediato. El clásico siglo XVI fue el primero en presentar con las gorras y los sombreros planos, que acentúan la forma ancha de la frente, el contraste presentido con la longitud de la cara; y a todo lo que es horizontal en la cabeza se le procura un marco de contraste con la simple caída de los cabellos. La vestimenta del siglo XVII no tolera este sistema. Pero, por mucho que cambie la moda, se puede ir determinando en cada variante del barroco el impulso persistente hacia el movimiento dotado de unidad. No sólo en cuanto a las direcciones, sino también al manejar los planos, se ha reparado menos en la separación y el contraste que en la relación y la unidad.
Esto se verá más claro todavía en la representación del cuerpo entero. En éste se trata de formas ensambladas en articulaciones, movibles a voluntad, y por esto encuentran ancho campo las posibilidades de efectos de contracción o laxitud. La Bella tendida de Tiziano (fig. 132), que incorpora el tipo de Giorgione, es un compendio de belleza renacentista. Toda ella es un conjunto de miembros claramente confinados y dispuestos en una armonía donde cada tono, como tal, responde con su resonancia perfecta y claramente. Cada miembro alcanza su expresión pura y cada trozo entre las articulaciones es una forma que obra como cerrada en sí. ¿Quién osaría hablar aquí de progresos en la verdad anatómica? Todo contenido material y naturalista retrocede ante la idea de una belleza determinada que preside la concepción. Si son propias en alguna ocasión las comparaciones musicales, lo serán ante semejante armonía de formas bellas.
El barroco pone la vista en otro blanco. No busca la belleza articulada, en él las articulaciones están sentidas más sordamente y la intuición pide el espectáculo del movimiento. No es necesaria la vibración patética del cuerpo propia de los italianos, que arrebató al joven Rubens; el mismo Velázquez, que nada quiere con el barroco italiano, tiene ese movimiento. ¡Cuán diferente es el sentimiento fundamental en su Venus tendida (fig. 133), comparando ésta con la de Tiziano! Un cuerpo de más fina contextura aún; pero el efecto no se atiene a la forma diferenciada yuxtapuesta, sino que, abarcando el conjunto, le somete a un motivo ductor, renunciando a la acentuación uniforme de los miembros como partes autónomas. La situación puede expresarse de otra manera: el acento se ha concentrado en algunos sitios; la forma ha sido llevada a puntos singulares…, cualquiera de las expresiones dice lo mismo. Pero queda invariable la premisa de que el sistema del cuerpo ha sido sentido de antemano de otra manera, esto es, menos «sistemáticamente». Para la belleza del estilo clásico es de rigor la uniforme y clara visualidad de todas las partes; el barroco puede renunciar a esto, como lo demuestra el ejemplar de Velázquez.
Éstas no son diferencias de clima ni de nación. Como Tiziano, representaron el cuerpo Rafael y Durero; Velázquez va en compañía de Rembrandt y de Rubens. Aun allí donde Rembrandt sólo claro quiere ser, como, por ejemplo, en el aguafuerte del Muchacho sentado, que tanto se atiene a lo articulado en el desnudo, ya no puede servirse de la peculiar acentuación del siglo XVI. Estos ejemplos pueden reflejar también algún destello aclaratorio sobre el modo de tratar las cabezas.
Pero si se considera el conjunto del cuadro, este hecho simple bastará para reconocer como propiedad fundamental del arte clásico el posible aislamiento de la figura singular, como consecuencia natural del dibujo clásico. Una figura como ésta puede ser recortada; no quedará tan favorecida como con su antiguo medio, pero tampoco se la destruye. Por el contrario, la figura barroca está íntimamente unida en su existencia a los demás motivos del cuadro. Ya la solitaria cabeza de retrato queda ligada indisolublemente al movimiento del fondo, aunque sólo sea al simple movimiento del claroscuro. Esto se puede decir mejor de una composición como la de la Venus, de Velázquez. Mientras la Bella de Tiziano posee un ritmo en sí misma, el fenómeno no se completa en la figura de Velázquez sino contando con los demás elementos del cuadro. Cuanto más necesaria sea esta integración, más perfecta será la unidad de la obra barroca.
Para el cuadro de varias figuras, los grupos de retratos holandeses ofrecen, desde luego, series evolutivas llenas de enseñanzas. Los cuadros de arcabuceros del siglo XVI, construidos tectónicamente, son totalidades de valores coordinados. Aunque la figura del capitán se acuse con mayor prestancia, el conjunto resultará, no obstante, una yuxtaposición de figuras con igual acento. El contraste extremo de esta manera lo constituye la versión que nos ofrece Rembrandt en el tema de su Ronda nocturna. Encontramos aquí algunas figuras, y hasta grupos de figuras, que se perciben apenas; pero, en cambio, los motivos que se aprecian claramente resaltan con tanta mayor energía como motivos ductores. Lo mismo ocurre en los retratos de los Regidores, donde el número de figuras es menor. Es de un efecto imborrable cómo Rembrandt joven, en su Anatomía (fig. 134), de 1632, deshace la coordinación del esquema antiguo y somete a una luz y a un movimiento toda la reunión; y este procedimiento lo entenderá cualquiera como típico del nuevo estilo. Pero dentro de esto hay la sorpresa de que Rembrandt no se detuvo en semejante solución. Los síndicos de los paños (fig. 135), de 1661, son muy distintos. El Rembrandt posterior parece renegar del Rembrandt joven. Tema: cinco señores y un criado. De los señores, tanto valor tiene uno de ellos como cualquiera de los demás. No quedan restos de la concentración algo convulsa de la Anatomía, sino un alineamiento indolente de miembros iguales. No hay luz acumulada artificialmente, sino claridad y oscuridad distribuidas libremente por toda la superficie. ¿Es esto un retroceso hacia la manera arcaica? De ningún modo. Aquí está la unidad en la coordinación de movimiento absolutamente imperiosa del conjunto. Se ha dicho, con razón, que la clave del motivo total radica en la mano extendida del personaje que habla (Jantzen). Con el imperio de un gesto natural se despliega la serie de las cinco grandes figuras. No podría ser otra la postura de ninguna de las cabezas, de ninguno de los brazos. Parecen actuar con independencia; pero la coordinación del conjunto es la que da a la acción individual sentido y significado estético. Claro está que no son únicamente las figuras las que resuelven la composición. El color y la luz aportan otro tanto a la unidad. Es de tan gran importancia el golpe de luz en el tapete, que no se ha conseguido hasta el día reproducir fotográficamente. Volvemos, pues, a encontrarnos ante el requerimiento barroco, según el cual la figura ha de integrarse en el conjunto de modo que la unidad sólo pueda ser percibida en el total de color, luz y forma.
Si se piensa con rigor, no hay que desatender, al tratar de estos factores de la forma, lo que la nueva economía del acento espiritual aportó a favor de la unidad. Interviene lo mismo en la Anatomía que en los Síndicos. El contenido espiritual se ha concretado en un motivo único, más externo en el primero de estos dos cuadros, más íntimo en el segundo, motivo ausente por completo en los antiguos retratos en grupo, con sus yuxtapuestas cabezas independientes. Esta yuxtaposición no supone espíritu retardatario —en el sentido de que el arte, precisamente ante un problema como éste, se viese ligado a fórmulas primitivas—, antes al contrario, responde por completo a la idea de la belleza de los acentos coordinados, mantenida por la ordenación incluso allí donde podía disponer de mayor libertad, como, por ejemplo, en el cuadro de costumbres.
La burla de antruejo, de Hieronymus Bosch (fig. 136), es uno de estos cuadros del viejo estilo no sólo en cuanto a la disposición de las figuras, sino en cuanto a la repartición del interés. No es una dispersión de éste, como suele ocurrir con los Primitivos; al contrario, todo está sentido como unidad y conjunto de efecto; pero constituye, sin embargo, una serie de motivos que reclaman cada cual para sí por igual la atención. Esto es insoportable para el barroco. Ostade (fig. 137) trabaja con un personal mucho más considerable, pero el concepto de unidad está empleado con mayor vigor. De la maraña total surge el grupo de los tres hombres en pie, onda culminante en el oleaje del cuadro. No está separada del movimiento total de éste, pero es un motivo supraordinario que automáticamente pone ritmo en la escena. Aunque todo es animado, tiene este grupo, sin duda, el acento expresivo más vivo. La vista se fija en esta forma, y en consecuencia, se ordena el resto. La algarabía de las voces se convierte aquí en lenguaje comprensible.
Esto no impide que se represente también en algunas ocasiones el ininteligible vocerío callejero o del mercado. Pero en estos casos se atenúa la significación de cada motivo, y la unidad está entonces en el efecto de masa, cosa muy distinta de la yuxtaposición de voces autónomas en el viejo arte. Donde, naturalmente, hubo de observarse un cambio de semblante mayor con esta orientación espiritual fue en la historia, en la narración gráfica. En el siglo XVI se afirmó ya el concepto de la narración dotada de unidad; pero el descubrimiento de la tensión del momento se debe al barroco, y a partir de él existe la narración dramática.
La Cena, de Leonardo, es un cuadro de historia dotado de unidad. Se capta en la composición un momento determinado, y el papel de los personajes ha de ajustarse a él. Ha hablado Cristo y se detiene en un movimiento que puede tener una cierta duración. Entretanto, obra el efecto de sus palabras en los oyentes según el temperamento y la capacidad de comprensión de cada cual. Sobre el contenido de sus manifestaciones no puede caber duda: la emoción de los discípulos y el ademán resignado del Maestro indican el anuncio de la traición. Obedeciendo a la misma necesidad de unidad espiritual fue suprimido de la escena cuanto pudiera distraer o confundir. No se le concede representación más que a lo que materialmente lo exige: el motivo de la mesa puesta y del espacio cerrado. Ninguna cosa existe para sí, sino para el conjunto.
Notoria es la novedad que significaba entonces un procedimiento como éste. No es que falte en los Primitivos el concepto de la unidad en la narración, pero es manejado con inseguridad y se permite acumular sobre la narración toda clase de motivos que no le corresponden, y que han de despertar un interés aparte y divergente.
Pero entonces, ¿qué clase de adelanto cabe imaginar por encima de la manera clásica de narrar? ¿Existe por ventura la posibilidad de sobrepujar esa unidad? Encontraremos la respuesta en lo observado ya al hablar de la evolución en los retratos y en los cuadros de costumbres, es decir, en la anulación de la coordinación de los valores; en la afirmación de un motivo cardinal que resalte sobre todos los demás su valor, tanto desde el punto de vista de la visión como desde el punto de vista del sentimiento; en una más aguada aprehensión de lo puramente momentáneo… La Cena, de Leonardo, aunque evidencia unidad en su redacción, presenta tantas situaciones singulares al espectador, que resulta múltiple si se la compara con narraciones posteriores. Algunos considerarán blasfemia el traer a comparación en este momento La Cena, de Tiépolo (fig. 63), pero puede colegirse por ella la evolución llevada a cabo: no ya trece cabezas que pretenden ser notadas igualmente, sino un par de ellas destacadas de la masa, y las restantes, retiradas o totalmente ocultas. De este modo tiene un poder elocuente mucho mayor sobre todo el cuadro la parte realmente visible. Vemos aquí la misma relación que intentamos poner de manifiesto al hacer el parangón entre el Descendimiento, de Durero, y el de Rembrandt. Lástima que Tiépolo no tenga más que decirnos.
Esta concentración del cuadro en efectos singulares y detonantes ha de ir combinada necesariamente con una más aguda predisposición por lo que a lo momentáneo se refiere. En la narración clásica del siglo XVI, si se la compara con la posterior, se observará que todavía se atiene más a la situación, más a lo permanente, o, mejor dicho, que aún dispone con amplitud del tiempo, mientras que luego el momento se angosta y en realidad la representación sólo apresa el punto breve y culminante de la acción.
Se puede traer a colación aquí la historia de Susana, del Antiguo Testamento. La antigua imagen histórica no es, en realidad, el asedio de la mujer, sino que muestra a los dos viejos contemplando de lejos su víctima o corriendo hacia ella. Sólo poco a poco, con el desarrollo del sentido dramático, aparece el momento en que el enemigo hace presa en su víctima y murmura a su oído palabras ardientes. Y del mismo modo, la violenta escena en que Sansón es reducido por los filisteos fue saliendo poco a poco del esquema del durmiente que se ve privado de sus cabellos mientras reposaba tranquilo en el regazo de Dalila.
Variaciones tan radicales de concepción no pueden ser definidas, naturalmente, partiendo de un solo concepto. Lo que según la idea de nuestro capítulo es nuevo, designa una parte del fenómeno, pero no el total. Cerraremos la serie de estos ejemplos con el tema del paisaje, volviendo al terreno del análisis óptico-formal.
Un paisaje de Durero o de Patinir se distingue de cualquier paisaje de Rubens por el ensamble de las distintas partes de contextura autónoma en que se percibe un cálculo total, ciertamente, pero que, con todas sus gradaciones, no acaba de ofrecernos la impresión de un motivo decisivamente ductor. Sólo poco a poco se van deshaciendo los obstáculos que separan, los fondos se compenetran, y uno de los motivos del cuadro carga con la preponderancia definitiva. Ya los paisajistas de Nuremberg sucesores de Durero, los Hirschvogel y Lautensack, construyen de otro modo; en el espléndido paisaje invernizo de Brueghel (fig. 77) avanza con decidida violencia hacia el interior del cuadro la fila de árboles que parten de la izquierda, y el problema de los acentos cobra de pronto un nuevo aspecto en el cuadro. Luego viene la unificación por medio de las grandes franjas de luz y sombra, difundidas muy especialmente por Jan Brueghel. Elsheimer secunda por otro lado con la unidad de largas filas de árboles o de colinas dispuestos sesgadamente en el espacio, que tienen su resonancia en los repechos diagonales de los paisajes de dunas de Van Goyen. Para abreviar: cuando Rubens sacó la resultante, nos encontramos con un esquema que, constituyendo el polo opuesto a Durero, encuentra su mejor ilustración en el cuadro titulado La recolección del heno en Mecheln (fig. 138).
Un paisaje llano, de praderías, abierto por un camino torcido que va hacia el fondo. Con la marcha de los animales y del carro se subraya el movimiento cuadro adentro, mientras que las mozas, que marchan por un lado, mantienen el plano. La curva del camino acompasa con el giro de las nubes, que parte, claro, del lado izquierdo y se remonta en el cielo. Allá en el fondo «está» el cuadro, como suelen decir los pintores. La claridad del cielo y de los prados iluminados (oscurecidos en la fotografía) atrae la primera ojeada hasta lo más apartado del fondo. Ya no hay la menor huella de partición por zonas aisladas. Ni árbol que se pudiera concebir como algo autónomo fuera del movimiento general de forma y luz del cuadro.
Cuando Rembrandt, en uno de sus paisajes más populares, el aguafuerte de las tres encinas (fig. 139), hace confluir más aún los acentos sobre un solo punto, obtiene con ello, desde luego, un nuevo y significativo efecto, pero en el fondo obedece al mismo estilo. Nunca hasta entonces se había visto a un motivo enseñorearse por modo tal del cuadro. No son los árboles solamente, desde luego, sino el disimulado contraste de la planicie que se dilata y del terreno que se yergue. Pero la preponderancia la tienen los árboles. A ellos está subordinado todo, incluso los movimientos de la atmósfera: el cielo ciñe con un halo a las encinas, que tienen aire triunfador. Así recuerda uno haber visto en Claude Lorain magníficos árboles únicos que, precisamente por insólitos, resultan tan nuevos en el cuadro. Y cuando sólo hay en éste un país llano a lo lejos y el alto cielo por encima, entonces la fuerza de la línea única del horizonte es la que puede imprimir carácter barroco al paisaje. O bien la relación espacial entre cielo y tierra, si es que la poderosa masa de aire llena con poder abrumador el plano del cuadro.
He aquí la concepción bajo el signo de la unidad única, que, a partir de este momento, hará también posible la representación de la grandeza del mar.
4. Lo histórico y lo nacional
Quien compare la historia de Durero con una historia de Schongauer, por ejemplo, La prisión de Cristo (fig. 140), del grabado en madera de La Gran Pasión, con la misma estampa que corresponde en la serie de grabados de Schongauer (fig. 141), volverá a sorprenderse una vez más del efecto firme en Durero, de la claridad y amplitud con que describe. Se dirá que la composición está mejor meditada y que la historia enfoca mejor lo esencial; pero aquí no se trata en primer término de diferencias de calidad en cuanto a aportaciones individuales, sino de las diferentes formas de representación que, muy por encima del caso particular, han contribuido necesariamente al proceso íntegro de formación del pensamiento artístico. Recurrimos nuevamente a la característica de la fase preclásica, después de haber indicado al comienzo lo fundamental.
Sin duda, ofrece mayor claridad la composición de Durero. Cristo domina como forma sesgada todo el cuadro, y esto hace que el motivo de la violencia de que es objeto sea visible desde cualquier distancia. Las gentes que tiran de Él agudizan con el contraste de la dirección opuesta la fuerza de su sesgado. Y el tema de san Pedro y Malco queda, como mero episodio, subordinado al tema principal. Constituye uno de los rellenos o decoraciones simétricas de las esquinas. En Schongauer no se define todavía lo que es principal y lo que es secundario. No dispone aún de un claro sistema de direcciones que se contrarresten. A trechos aparecen unas figuras apelotonadas y embrolladas, y otras, desasidas y vacilantes. El conjunto es relativamente monótono frente a las composiciones perfectamente contrastadas del estilo clásico.
Los Primitivos italianos tienen, como italianos, una sencillez y transparencia mayores que Schongauer —por eso les parecían pobres a los alemanes—; pero también aquí se trata de esa diferencia que separa el cuatrocientos del quinientos: la organización poco diferenciada y, por lo mismo, insuficientemente autónoma en sus elementos parciales. Remitiremos al lector a dos conocidos ejemplos: la Transfiguración de Bellini (Nápoles), y la de Rafael. En la primera, tres figuras en pie, de igual valor, y unas junto a otras: Cristo entre Moisés y Elías, sin sobresalir, y a sus pies otras tres figuras de igual valor: los discípulos. En la segunda, por el contrario, no sólo fue recogido en una forma amplia todo lo dispuesto, sino que todo aquello que tenía individualidad dentro de la forma fue dispuesto en animado contraste. Cristo, como figura principal, por encima de los acompañantes (vueltos ahora hacia Él); los discípulos, colocados en una definida relación de dependencia; todo coordinado y, no obstante, cada motivo desenvolviéndose aparentemente por sí mismo. La ganancia en claridad objetiva que obtuvo el arte clásico de tal articulación y contrastación exigiría capítulo aparte. Aquí nos interesa por de pronto ver entendido el principio como principio decorativo. Y en este sentido se evidencia su eficacia tanto en los cuadros religiosos como en los de historia.
Si se piensa en Fra Bartolommeo o en Tiziano, ¿no parece entonces la coordinación sin contraste, la multiplicidad sin verdadera unidad, lo que hace rebuscadas y endebles las composiciones de Botticelli o de Cima? Sólo cuando fue reducido a sistema íntegramente el conjunto, pudo despertarse el sentido de diferenciación de las partes integrantes, y sólo dentro de una unidad estrictamente concebida pudo desarrollarse la forma parcial en busca del efecto independiente.
Si este proceso se puede seguir en los cuadros narrativos de altar y no significa ya sorpresa para nadie, son precisamente las observaciones de esta clase, sin embargo, las que llegan a hacer comprensibles la historia del dibujo y de los cuerpos y las cabezas. La organización de un torso, tal como lo presenta el Alto Renacimiento, es absolutamente idéntica a la que evidencia, en grande, la composición de los cuadros de figuras: unidad, sistema, manifestación de contrastes, que cuanto más ostensible relación mutua presenten, tanto mejor se comprenderán como partes de significación integrante. Y esta evolución, si se excluyen las diferencias nacionales generales, es la misma en el Norte que en el Sur. El dibujo en los desnudos del Verrocchio es al dibujo de Miguel Ángel exactamente lo mismo que el dibujo de un Hugo van der Goes al de Durero; o, dicho de otro modo: el cuerpo de Jesús en el Bautismo (fig. 142), del Verrocchio (Florencia, Academia), se sitúa estilísticamente en la misma fase que el desnudo de Adán (fig. 143) en el pecado original de Hugo van der Goes (Viena): a pesar de toda la finura naturalista, la misma falta de articulación y de manejo consciente de los efectos de contraste. Si luego, más tarde, en el Adán y Eva grabado por Durero, o en el cuadro de Palma (fig. 48), se van separando unos de otros los grandes contrastes de forma, y el cuerpo hace el efecto de un sistema perfectamente claro, no ha de entenderse esto como «adelanto en el conocimiento de la naturaleza», sino como formulaciones de la impresión del natural sobre una base decorativa nueva. Y aun allí donde hay que hablar de influjo antiguo, la adopción del esquema antiguo fue sólo posible cuando se contó con la premisa de la sensibilidad decorativa coincidente.
En las cabezas está la relación mucho más clara, porque en ellas se convierte en animada unidad, sin cesuras artificiales, un inerte grupo de formas dadas que aparecían en laxa yuxtaposición. Naturalmente que estos efectos pueden describirse, pero que no se comprenderán mientras no se los experimente. Un holandés cuatrocentista como Bouts (fig. 119), y su contemporáneo italiano Credi (fig. 144), son semejantes en que las cabezas ni en aquél ni en éste están sometidas a un sistema. Las formas de la cara no se mantienen en tensión recíprocamente, y por lo mismo no hacen el efecto, en realidad, de partes autónomas. Si de la contemplación de estos cuadros pasamos a la de un Durero (fig. 22) o a la del retrato de Orley (fig. 105), tan próximo al de Credi por el motivo (por la disposición), parece como si por vez primera notásemos que la boca tiene forma horizontal y como si se quisiera hacerla valer con voluntad decidida frente a las formas verticales. Pero en el mismo instante en que la forma adopta las direcciones elementales se solidifica el conjunto: cada elemento o parte adquiere un significado nuevo dentro de la totalidad. Ya hemos hablado oportunamente del aditamento característico del tocado. Todo lo que integra el cuadro, además del retrato mismo, participa de idéntica transformación. La arista de una ventana, por ejemplo, no aparece en el siglo XVI sino cuando está llamada a desempeñar, como forma, un papel de oposición de marcado contraste.
A pesar de que los italianos tienen por naturaleza una inclinación muy pronunciada por lo tectónico, y por consiguiente por el sistema de las partes autónomas, los resultados de la evolución son de una sorprendente equivalencia en el sector germánico. La cabeza del embajador francés por Holbein (fig. 130) evidencia exactamente la misma acentuación que el Pedro Aretino dibujado por Rafael (fig. 145) en el grabado de Marc Anton. Precisamente con paralelos internacionales de esta índole es como se agudiza la sensibilidad y se capacita para percibir esas relaciones de efectos entre las partes y el todo, tan difíciles de describir.
Esto es lo que necesita el historiador para apreciar el proceso que va de Tiziano a Tintoretto y al Greco, y de Holbein a Moro y a Rubens. «La boca se ha hecho más elocuente y los ojos más expresivos», se suele decir. No cabe duda; pero es que aquí no se trata sólo del problema de la expresión, sino de un esquema de unificación con cabos distintos, que también, por lo que se refiere a la ordenación del cuadro en conjunto, rige como principio decorativo. Las formas comienzan a fluir, y con esto surge una nueva unidad con una nueva relación entre las partes y el todo. Ya Corregio tuvo el sentimiento claro de los efectos, que surgen de la forma parcial despojada de autonomía. En su última época, Miguel Ángel, y también Tiziano, ambos a su manera, se afanan por lo mismo, y Tintoretto, y sobre todo el Greco, acometen con verdadera pasión el problema de hacer salir de la existencia singular destruida la suprema unidad del cuadro. Al hablar de existencia singular no ha de pensarse sólo en los distintos cuerpos; el problema existe lo mismo para la simple cabeza que para la composición de figuras, para el color que para las direcciones geométricas del cuadro. Sin duda, es imposible determinar cuándo se llega a alcanzar el punto en que ha de aplicarse el nuevo nombre de estilo. Todo es transición y todo es relativo en el efecto. El grupo del Rapto de las Amazonas, de Juan Bolonia (Florencia, Loggia dei Lanzi) —para concluir con un ejemplo plástico—, parece concebido sobre una absoluta unidad considerado desde el punto de vista del Alto Renacimiento; pero si se le compara con Bernini, con su primer Rapto de Proserpina, nos parecerá que todo se deshace en efectos singulares.
De todas las naciones, la que con más pureza expresó el tipo clásico fue la italiana. Ésta es la gloria de su arquitectura y de su dibujo. Tampoco durante el barroco fue tan allá como los alemanes en la anulación de la independencia de las partes. El contraste de fantasías nacionales se pudiera caracterizar mediante una comparación musical: el tañido de las iglesias italianas se sigue reduciendo a determinadas figuras tónicas; cuando tañen nuestras campanas (Alemania) la fusión de unas figuras con otras da la sonoridad armónica. La comparación con el «campaneo» italiano, sin duda, no es completamente exacta: lo decisivo en el arte es la demanda de formas autónomas dentro de un todo concluso. Para el Norte es significativo, no cabe duda, que no haya producido más que un Rembrandt, en el cual parecen surgir de fondos misteriosos la forma cromática y lumínica; pero lo que se llama unidad barroca del Norte no queda liquidado con el caso de Rembrandt. Se evidencia desde un principio en esta unidad un sentimiento general para la inmersión de lo singular en el conjunto, el sentimiento de que toda esencia sólo en conexión con las demás, con el mundo todo, puede cobrar sentido y significación. De aquí la predilección por las escenas de gran masa, que sorprendían a Miguel Ángel como típicas de la pintura septentrional. Censuró (si hemos de creer a Francesco de Holanda) que los alemanes ofreciesen demasiado de una vez, sosteniendo que un motivo era suficiente para un cuadro. El italiano no pudo apreciar en esto el punto de partida nacional y diferente. Pero no se necesita que las figuras sean muchas, basta con que la figura aparezca unida, con unidad indisoluble, a todas las demás formas del cuadro. El San Jerónimo en su celda, de Durero, todavía no evidencia unidad en el sentido del siglo XVII, pero presenta por la compenetración de formas la posibilidad de una fantasía exclusivamente septentrional.
Cuando luego, a fines del XVIII, se propuso el arte occidental ensayar un nuevo arranque, una de las primeras declaraciones de la crítica moderna fue que ella, en nombre del arte verdadero, exigía de nuevo el aislamiento de lo singular. La joven de Boucher (fig. 146), desnuda sobre el sofá, constituye una unidad formal con las telas y con todo lo demás del cuadro; su cuerpecito se desplomaría si se le retirase la coordinación. En cambio, la Madame Récamier, de David, es de nuevo la figura independiente y conclusa en sí misma. La belleza del rococó descansa en el conjunto indisoluble; para el nuevo gusto clásico la figura bella es lo que fue en otros tiempos: una armonía de masas orgánicas perfectas en sí mismas.
ARQUITECTURA
1. Observaciones generales
Siempre que aparece un nuevo sistema de formas es natural que por de pronto el detalle se evidencie con cierto énfasis. No falta la conciencia de que el conjunto posee un significado superior, pero hay cierta complacencia en sentir lo singular como ente individual que se sostiene en la impresión de conjunto. Así acontecía cuando el estilo moderno (Renacimiento) estaba en manos de los Primitivos. Éstos son lo bastante maestros para no permitir que lo singular impere; pero, no obstante, pide ser contemplado por sí solo dentro del conjunto. El equilibrio viene con los clásicos. Una ventana sigue siendo entonces una parte claramente aislada; pero no se particulariza para la sensación, no se la puede contemplar sin que se haga efectiva al mismo tiempo su coordinación con la forma mayor en que está, el lienzo, el plano total de la pared; e inversamente, si es el conjunto de lo que se considera, se le evidenciará al espectador inmediatamente hasta qué punto está el todo condicionado por las partes.
Lo que el barroco trae de nuevo no es, pues, la unificación misma, sino aquel concepto de absoluta unidad en que la parte como valor autónomo queda más o menos anulada por el conjunto. Ya no hay combinación de bellos detalles en una armonía en la que siguen alentando sin perder su independencia, sino que los elementos se han sometido a un motivo total dominante, y sólo la cooperación efectiva con el total es lo que les da sentido y belleza. Aquella definición clásica de lo perfecto, de L. B. Alberti, según la cual la forma ha de ser de tal naturaleza que no se pueda variar ni quitar el menor trozo sin destruir la armonía del conjunto, sirve tanto para el Renacimiento como para el barroco. Cualquier conjunto arquitectónico es una perfecta unidad; pero el concepto unidad tiene otro sentido en el arte clásico que en el barroco. Lo que para Bramante era unificación es para Bernini multiplicidad, a pesar de que a su vez Bramante, frente a la multiplicidad de los Primitivos, puede ser llamado simplificador.
La unificación barroca tiene lugar de diversos modos. Unas veces se conseguirá la unidad mediante anulación uniforme de la autonomía de las partes, y entonces se constituirán motivos sueltos en dominantes respecto de los demás subordinados. En el arte clásico hay también predominio y subordinación; pero en él la parte subordinada sigue teniendo un valor independiente, mientras en el barroco el órgano dominante mismo pierde más o menos su sentido si se le sustrae a la dependencia del conjunto.
En este sentido se transforman entonces las series formales verticales y horizontales, apareciendo esas grandes composiciones profundas dotadas de unidad en que sectores enteros del espacio renuncian a su independencia por favorecer el nuevo efecto de la totalidad. En esto hay, sin duda, una intensificación. Pero esta transformación del concepto de unidad no tiene nada que ver con motivos sentimentales, al menos para poder decir que un mayor carácter de la generación haya pedido los órdenes colosales que unen cuerpos arquitectónicos, o bien que la alegría del Renacimiento haya creado el tipo de elementos independientes, y que la gravedad del barroco se propusiera la represión de esta autonomía. Es, desde luego, de un efecto placentero ver mecerse la belleza en puros elementos libres, pero también el tipo contrario dio forma a lo placentero. ¿Hay algo más jovial que el rococó francés? Y, sin embargo, a esta época no le había sido posible recurrir a los medios expresivos propios del Renacimiento. Y en esto precisamente es donde está el problema para nosotros.
Esta evolución coincide al parecer con la evolución en el sentido de lo pictórico y lo atectónico, que nos ocupó ya oportunamente. El efecto pictórico de movimiento continuado va siempre unido a una cierta pérdida de independencia de los elementos, y toda unificación se hallará dispuesta siempre a entablar enlace con los motivos del gusto atectónico, como, por el contrario, la belleza organizada es fundamentalmente amiga de todo lo tectónico. A pesar de lo cual, los conceptos de múltiple unidad y de unidad única piden también aquí un tratamiento especial. Precisamente en la arquitectura cobran los conceptos una evidencia inusitada.
2. Ejemplos
La arquitectura italiana, sobre todo, ofrece ejemplos de claridad realmente ideal. Y al decir esto incluimos a la escultura, pues lo que posee en peculiaridad frente a la pintura sale a luz principalmente en los temas plástico-arquitectónicos, como sepulcros y demás.
El sepulcro veneciano y el florentino-romano logran su tipo clásico mediante un continuado proceso de diferenciación e integración de formas. Los elementos se disponen cada vez más en decididos contrastes unos respecto de otros, y el conjunto logra con ello cada vez más el carácter de trabazón necesaria en el sentido de que no podrá variarse ningún elemento sin destruir el organismo total. El tipo primitivo y el clásico son unidades con elementos independientes. Pero en aquél la unidad es todavía laxa. La libertad no es completamente expresiva hasta que se enlaza con la rigurosidad. Cuanto más severo el sistema, más efectiva la independencia de los elementos dentro del mismo. Los sepulcros prelaciales de Andrea Sansovino en Santa María del Popolo (Roma) dan esta impresión, opuesta a la de Desiderio y a la de A. Rosselino; el sepulcro del Vendramin, de Leopardi, en San Giovanni e Paolo (Venecia), la contraria a la de los sepulcros de los dux, del cuatrocientos. Un resumen de inaudito efecto aporta Miguel Ángel en las sepulturas mediceas: la estructura sigue siendo esencialmente clásica, con elementos autónomos, pero el contraste de la figura central, erguida, con las yacentes apaisadas, llega a lo indecible. Hay que haber grabado bien en la imaginación el contraste conjunto que ofrecen estas obras para poder apreciar en su valor histórico evolutivo la producción de Bernini. Era imposible intensificar el efecto sobre la base de la forma parcial aislada; pero el barroco no se preocupa por esto: caen las vallas ideales entre figura y figura interpuestas, y en movimiento amplio y único fluye la masa total de la forma configurada. Esto rige tanto para el sepulcro de Urbano VIII, en San Pedro, como para el de Alejandro VII (figs. 83 y 84), más unificado todavía. En ambos casos se ha prescindido, en aras de la unidad, del contraste de una figura sentada y principal con otras figuras accesorias y yacentes: las figuras coordinadas aparecen de pie y en inmediato contacto óptico con la figura dominante del papa. Dependerá del espectador el llegar a percibir más o menos esta unidad. A Bernini se le puede leer también deletreándole, mas no pide ser así interpretado. Quien haya comprendido el sentido de este arte sabe que en él no sólo fue concebida la forma parcial en relación con el todo —esto fue ley también para los clásicos—, sino que entregó su independencia al conjunto, y que sólo por éste alienta y vive.
En el ramo de las construcciones civiles italianas se puede decir que el ejemplo clásico de unidad múltiple renacentista es la Cancellería romana (fig. 147), aunque el palacio no lleve ya la firma de Bramante. Una zonificación de tres pisos, de un efecto completamente cerrado, pero en evidentes existencias exclusivas: el piso bajo, el resalto de las esquinas, las ventanas y los paños murales. Lo mismo ocurre en la fachada del Louvre, de Lescot. Lo mismo en el palacio de Otón-Enrique, de Heildelberg. En todas partes, la equivalencia de las partes homogéneas.
Si se mira con más atención, se verá uno impulsado, sin embargo, a limitar el concepto de equivalencia. El piso bajo de la Cancellería está caracterizado perfectamente como planta baja en relación con los superiores, y resulta así en cierto modo subordinado. Las pilastras orgánicas aparecen más arriba; y en esta serie de pilastras que descompone los muros en paños aislados tampoco se buscó una coordinación sencilla, sino más bien el turno de paños anchos y estrechos. Esto es lo que ha de llamarse, aunque sólo condicionalmente, coordinación del estilo clásico. La forma cuatrocentista previa la tenemos en el palacio Rucellai (fig. 148), de Florencia. Aquí domina la absoluta igualdad de los paños, y, por lo que respecta a la organización, la absoluta igualdad de los pisos. Para los dos edificios rige el mismo concepto superior: sistema a base de partes independientes; pero la Cancellería cuenta ya con una organización de la forma más tensa. La diferencia es idéntica a la apuntada al tratar del arte representativo, como simetría laxa del cuatrocientos y simetría rigurosa del quinientos. En el cuadro de Botticelli, del Museo de Berlín, donde están María y los dos Juanes, la yuxtaposición de las tres figuras es de una equivalencia completa, y María tiene una preeminencia formal sólo como figura que ocupa el centro; en un clásico como Andrea del Sarto —pienso en la Madonna delle Arpie, en Florencia—, María está en todo realzada sobre sus acompañantes sin que éstos hayan dejado de gravitar sobre sí mismos. Todo está en eso. El carácter clásico de la serie de paños de la Cancellería está en que los mismos paños angostos tienen un valor proporcional también independiente, y en que la planta baja es un elemento que, a pesar de su subordinación, tiene su belleza en sí mismo.
Un edificio como la Cancellería, que puede ser descompuesto en simples elementos bellos, es la réplica arquitectónica de la configuración de la Bella, de Tiziano (fig. 132). Y si opusimos a ésta la Venus de Velázquez como tipo de producto interpretado con absoluta unidad, no nos costaría ningún trabajo indicar para el cuadro español un paralelo arquitectónico.
Apenas se había formado el tipo clásico y ya se anunciaba el deseo de vencer la multiplicidad con más amplios motivos generales. Suele hablarse mucho, a propósito de esto, del nuevo y grandioso ánimo que fue preciso para provocar unas formas de tan dilatada amplitud. Injustamente. ¿Quién no está convencido de que los grandes señores del Renacimiento —¡entre ellos un papa Julio!— recurrieron a lo más sublime a que podía aspirar la voluntad humana? Pero no todo es posible en cualquier tiempo. La forma de belleza de múltiples elementos había de ser vivida antes de que fuera posible pensar en los órdenes simples. Miguel Ángel y Palladio son transiciones. El tipo puramente barroco oponible al de la Cancellería lo representa en Roma el palacio Odescalchi (figura 149), el cual ostenta en sus dos pisos superiores aquel orden colosal que se convierte desde entonces en norma para el Occidente. Esto hace que la planta baja cobre un pronunciado carácter de zócalo, es decir, que venga a ser elemento sin autonomía. Si en la Cancellería un entrepaño, una ventana cualquiera, una pilastra, tenían su belleza expresada por sí misma con claridad, las formas se manejan en este otro caso de modo que entran más o menos a participar en un efecto de masa. Los paños separados por las pilastras no representan ningún valor de significación fuera del conjunto. Se ha procurado la fusión de las ventanas con las pilastras, y estas mismas no producen ya efecto de formas sueltas, sino que parecen integrantes de la masa. El palacio Odescalchi es un principio. La arquitectura posterior avanzó mucho en el sentido indicado. El palacio Holnstein (hoy palacio arzobispal); de Munich (fig. 150), delicada obra del viejo Cuvilliés, es todo ya superficie movida no hay ningún paño mural aprehensible, las ventanas se funden por completo con las pilastras y éstas han perdido casi totalmente la significación tectónica.
La consecuencia de los hechos dados es que la fachada barroca busque la acentuación en algunas de sus partes, constituyendo con preferencia un motivo central dominante. En efecto, ya en el palacio Odescalchi desempeña un papel importante la relación entre el centro y las alas. Pero antes de entrar en esto hemos de compulsar la idea de que el esquema a base del orden colosal de pilastras o columnas fuese el único, o por lo menos el predominante.
En las fachadas cuyos pisos no se ven recogidos por líneas verticales, también se pudo satisfacer el deseo de unidad. Reproducimos el palacio Madama (fig. 151), de Roma, actual palacio del Senado. Un observador superficial pudiera creer que su apariencia no se distingue esencialmente de la vigente en el Renacimiento. Lo decisivo es el grado en que se perciben los elementos como factores autónomos e integrantes y el grado en que lo singular se funde en el conjunto. Lo característico aquí es que junto al efecto sorprendente del movimiento total de los planos pierde efecto cada piso como tal, y que junto al vivo lenguaje del cornisamento de los ventanales, que impresiona como masa, apenas se percibe ya la ventana suelta como parte constitutiva del conjunto. Así se encauzan los efectos múltiples que consiguió el barroco septentrional aun sin dispendio plástico. Sólo con el ritmo de las ventanas que han perdido su independencia puede comunicársele al muro un vigoroso efecto de masa en movimiento.
Pero, como dijimos, en el barroco existe siempre la tendencia a agudizar: se concentra el efecto en un motivo principal, que mantiene a los motivos secundarios en una carencia de autonomía permanente, pero que a pesar de todo permanece sujeto a dicho acompañamiento y no podría significar nada por sí solo. Ya en el palacio Odescalchi avanza el centro a lo ancho, aunque muy poco, sin importancia práctica, y a los lados resultan cortas y con menos interés, relativamente, las alas, sin independencia (más tarde han sido alargadas). Esta clase de estilo subordinante utiliza en gran escala pabellones centrales o de esquina en las construcciones palaciales; pero también se encuentran en las pequeñas casas burguesas resaltos centrales cuya saliente no pasa con frecuencia de un par de centímetros. En fachadas largas pueden aparecer en vez de un acento central dos acentos laterales, dejando vacío el centro; naturalmente que no en las esquinas —esto sería Renacimiento (véase la Cancellería de Roma)—, sino apartados de las esquinas. Ejemplo: Praga, palacio Kinsky.
En las fachadas de las iglesias se repite la misma evolución en lo esencial. El Alto Renacimiento italiano le dejó al barroco, completamente acabado ya, el tipo de fachada de dos pisos con cinco paños abajo y tres arriba relacionados por volutas. Después van perdiendo los paños cada vez más su independencia proporcional, y la serie de elementos equivalentes será sustituida por el predominio decisivo del centro; en éste radican los más fuertes acentos plásticos y dinámicos, como culminación de un movimiento ondulante que procede de los lados. Para conseguir la unidad del orden vertical no acudió casi nunca el edificio religioso barroco al recurso de acoplar los pisos: mantiene los dos cuerpos, pero cuida de que uno de ellos ostente la supremacía.
Ya hicimos notar antes, en ocasión oportuna, la analogía de la evolución en un terreno tan distante como es el paisaje neerlandés, y será conveniente repetir aquí la indicación, para no quedar estancados en hechos sueltos de la historia arquitectónica y para mantener vivo en la conciencia el principio esencial. En realidad, es la misma idea del efecto simplificado y recogido en puntos aislados la que distingue al paisaje holandés del siglo XVII de la descripción, uniformemente valorizadora, propia del siglo XVI.
Es claro que los ejemplos no los facilita sólo la gran arquitectura: se pueden tomar también del pequeño mundo de los muebles y los utensilios. Podrán alegarse razones prácticas ante la transformación del armario renacentista, de dos cuerpos; en el barroco, de uno solo; pero la transformación se basaba en la orientación general del gusto, y se hubiera impuesto indudablemente de todos modos.
Para toda serie de formas horizontales busca el barroco la agrupación simplificadora. Cuando decora las filas de sillas corales, tan uniformes, se complace en recoger los respaldos bajo un arco ondulado, así como hace que hasta la disposición de los soportes de las naves de la iglesia graviten hacia el centro de la serie, sin razón práctica alguna. (Véanse las sillas del coro de la iglesia de San Pedro, de Munich, fig. 152).
En ninguno de estos casos se apura sin duda el fenómeno con anotar el gran motivo que lo recoge todo; el efecto de unidad está siempre supeditado a una transformación de los elementos, de tal suerte, que a éstos les sea difícil hacerse valer como existencias autónomas. La sillería coral a que nos referimos llega a cobrar uniformidad formal no sólo a causa del coronamiento arqueado, sino porque cada uno de los respaldos tiene tal conformación, que han de referirse unos a otros necesariamente. Ya no se sostienen por sí mismos.
Y en el ejemplo del armario sucede lo propio. El rococó reúne sus dos hojas bajo una cornisa ondulada que sirve de coronamiento. Ahora bien: si las dos hojas siguen la misma traza que la línea del remate, es decir, si se levantan por el centro, es natural que sólo como par puedan ser concebidas. La parte singular queda por completo despojada de independencia. Por esto mismo, las patas de la mesa rococó ya no se evidencian como formas constituidas, sino que se funden en el conjunto. Las exigencias atectónicas coinciden, como fundamentalmente afines, con las exigencias del gusto de la unidad absoluta. El resultado último es el de aquellos singulares interiores rococós —del género eclesiástico principalmente— en los cuales el mobiliario se adapta de un modo tan absoluto al conjunto, que no es posible separar las piezas ni siquiera con la imaginación. El Norte produjo cosas incomparables en este sentido.
A cada paso tropezamos con las diferencias generales de la fantasía nacional: los italianos crearon el elemento constitutivo con más libertad que los pueblos del Norte, y no le privaron nunca de su independencia tan totalmente como éstos. Los elementos libres no son una cosa que exista ya desde siempre, sino algo que ha de ser creado, es decir, que ha de ser sentido. Nos remitimos a las frases preliminares de este capítulo. La belleza especial del Renacimiento italiano radica en la aptitud única que tuvo para hacer del elemento —sea columna, lienzo de pared o sector espacial— algo perfecto, con reposo en sí mismo. La fantasía germánica no dejó que el elemento tuviese tal independencia. El concepto de la belleza orgánica es un elemento esencialmente neolatino.
Parece contradecir esto el que se atribuya precisamente a la arquitectura septentrional una individualización muy enérgica de los motivos aislados, el que una galería o una torre, por ejemplo, no se fundan con el conjunto, sino que con voluntad propia mantengan su personalidad. Pero este individualismo no tiene nada que ver con la libertad de los elementos en una conexión legítimamente vinculada. Ni tampoco está dicho todo con la acentuación de lo obstinado: lo característico es ver cómo estos brotes de arbitrariedad arraigan firme en la médula arquitectónica. Una de esas cornisas, por ejemplo, puede ser arrancada sin que mane sangre. Para la mentalidad italiana resulta un concepto de unidad incomprensible el que los elementos más heterogéneos puedan ser sometidos a una misma voluntad vital. La manera «salvaje» del primer Renacimiento alemán, como se ve, por ejemplo, en las Casas Consistoriales de Altenberg, Schwinfurt y Tothenburg, se aplacó paulatinamente; pero también en la monumentalidad comedida de los Ayuntamientos de Augsburg o Nuremberg alienta una secreta unidad de la fuerza formativa, muy diferente de la manera italiana. El efecto radica en el torrencial fluir de la forma, no en sus articulaciones y pausas. En toda la arquitectura alemana lo decisivo es el ritmo dinámico, no la «bella proporción».
Verdad que esto es, en general, propio del barroco, pero ha de especificarse diciendo que el Norte fue mucho más lejos que Italia por lo que se refiere al sacrificio de la significación de los elementos parciales en aras del gran ritmo dinámico total. Con esto llegó a conseguir efectos maravillosos, especialmente en los interiores. Y se puede decir, con razón, que en el arte arquitectónico alemán de iglesias y palacios en el siglo XVIII pone de manifiesto el estilo sus últimas posibilidades.
Tampoco en la arquitectura fue persistente y uniforme la evolución; en medio del barroco nos encontramos con reacciones del gusto plástico-tectónico, las cuales fueron a la vez, naturalmente, reacciones a favor de los elementos aislados. El que una construcción clasicista, como la Casa Consistorial de Amsterdam (fig. 153), haya podido surgir coincidiendo con los últimos tiempos de Rembrandt debe poner en guardia a todo aquel que quiera, apoyándose en Rembrandt, generalizar sobre todo el arte holandés. Por otra parte, no se debe sobrestimar tampoco el contraste de los estilos. Podría creerse a primera vista que no había de haber en todo el mundo nada que contradijese tanto las exigencias de unidad barroca como esta casa, con sus acusadas divisiones de entablamento y pilastras y sus lisas ventanas abiertas en el muro. Pero es que la agrupación de masas aparece en la forma unificadora del barroco y los huecos o intervalos entre las pilastras ya no se expresan como paños bellos y aislados. Además, podemos observar en los cuadros de la época hasta qué punto podían ser y fueron vistas las formas bajo un efecto de totalidad. No es el simple hueco de la ventana el que significa algo, sino sólo el movimiento que resulta del conjunto de las ventanas. Sin duda es posible interpretar la obra de otro modo, y así, cuando hacia el año 1800 aparece de nuevo el estilo que aísla las formas, tiene en los cuadros del Ayuntamiento otra fisonomía.
Pero al llegar la nueva arquitectura ocurrió que los elementos volvieron a separarse súbitamente. La ventana vuelve a ser un todo formal por sí misma, los lienzos de pared recobran nueva existencia propia, el mueble se independiza en el espacio, el armario se descompone en elementos libres y la mesa vuelve a tener patas, verdaderos sustentáculos, que no están fundidos, como algo indisoluble, con el conjunto, sino que se distinguen del tablero y de los cajones como soportes verticales, que en casos dados pueden incluso desatornillarse.
Precisamente comparándole con una arquitectura clasicista del siglo XIX se podrá juzgar con exactitud un edificio como el Ayuntamiento de Amsterdam. Acordémonos del Neuen Konigbau de Klenze, en Munich: la planta baja, los intervalos de pilastras, las ventanas…, simples elementos todos que, bellos en sí, se manifiestan también en el cuadro total como órganos independientes.
Fig. 123. Daniel de Volterra: Descendimiento.
Fig. 124. Rembrandt: Descendimiento.
Fig. 125. Durero: La muerte de María.
Fig. 126. Rembrandt: La muerte de María (Tránsito de la Virgen).
Fig. 127. Rubens: Asunción.
Fig. 128. Rembrandt: Predicación de Cristo.
Fig. 129. Vellert: Saúl niño ante el Sumo Sacerdote.
Fig. 130. Holbein: Los embajadores y detalle del retrato de Jean de Dinteville en página siguiente.
Fig. 131. Velázquez: El cardenal Borja.
Fig. 132. Tiziano: Venus de Urbino (Bella tendida).
Fig. 133. Velázquez: Venus del espejo.
Fig. 134. Rembrandt: Lección de anatomía.
Fig. 135. Rembrandt: Los síndicos de los paños.
Fig. 136. Bosch: La burla de antruejo.
Fig. 137. Ostade: Taberna aldeana.
Fig. 138. Rubens: La recolección de heno en Mecheln.
Fig. 139. Rembrandt: Paisaje de las tres encinas.
Fig. 140. Durero: La prisión de Cristo.
Fig. 141. Schongauer: La prisión de Cristo.
Fig. 142. Verrocchio: El bautismo de Cristo.
Fig. 143. Van der Goes: Adán y Eva.
Fig. 144. Lorenzo di Credi: Retrato de Andrea Verrocchio.
Fig. 145. Rafael: Retrato de Pedro Aretino.
Fig. 146. Boucher: Joven recostada.
Fig. 147. Palacio de la Cancellería, Roma.
Fig. 148. Palacio Rucellai, Florencia.
Fig. 149. Palacio Odescalchi, Roma.
Fig. 150. Palacio Holnstein, Munich.
Fig. 151. Palacio Madama, Roma.
Fig. 152. Sillería coral de San Pedro, Munich.
Fig. 153. Berk-Heyde: Casa Consistorial de Amsterdam.