INTRODUCCIÓN
1. La doble raíz del estilo
Refiere Ludwig Richter en los Recuerdos de su vida que hallándose una vez en Tívoli con tres camaradas jóvenes como él, se pusieron a pintar un trozo del paisaje, resueltos firmemente a no separarse lo más mínimo de la naturaleza; a pesar de lo cual y a pesar de que el modelo era el mismo para todos y de que cada uno recogió con talento lo que sus ojos vieron, resultaron cuatro cuadros totalmente distintos; tan distintos entre sí como lo eran las personalidades de los cuatro pintores. De donde colige que no hay una visión objetiva, que la forma y el color se aprehenden de modos siempre distintos, según el temperamento.
Para el historiador de arte no hay sorpresa ninguna en dicha observación. Desde hace mucho tiempo se da por sabido que el pintor pinta «con su sangre». La posibilidad de distinguir entre sí a los maestros, de reconocer «su mano», se basa a la postre en que se reconoce la existencia de ciertas maneras típicas en el modo individual de expresar la forma. Aunque obedezcan a la misma orientación del gusto (al pronto nos parecerían bastante iguales probablemente, es decir, nazarénicos[1], los cuatro paisajes de Tívoli), en éste notaríamos que la línea tiene un carácter más quebrado; en aquél, más redondeado; en este otro, más vacilante y lento o más fluido y apremiante. Y así como las proporciones tienden unas veces a la esbeltez y otras al ensalzamiento, así el modelado corporal acaso es para uno henchido y jugoso, mientras que los mismos entrantes y salientes son vistos por otro más cauto con mayor sobriedad. Y lo mismo acontece con la luz y con el color. La más escrupulosa exactitud de observación no puede impedir que un color propenda unas veces más hacia lo cálido y otras hacia lo frío, que una sombra sea más dura o más delicada, que una proyección luminosa aparezca más o menos mansa, vivaz o saltarina.
Tales modos individuales, o estilos, se acusan más, naturalmente, cuando el empeño recae sobre un mismo objeto de la naturaleza. Botticelli y Lorenzo di Credi son artistas contemporáneos y de la misma procedencia, ambos florentinos, de las postrimerías del cuatrocientos; pero cuando Botticelli (fig. 1) dibuja un cuerpo femenino, lo que resulta es tan suyo, tan peculiar como brote y como concepción formal, que se diferencia de un desnudo femenino de Lorenzo di Credi (fig. 2) tan inequívoca y fundamentalmente como un roble de un tilo. En el trazado vehemente de la línea de Botticelli la forma toda cobra una inspiración y una vivacidad peculiares, mientras que ante el modelado circunspecto de Lorenzo acaba la visión esencialmente en la impresión de la apariencia reposada. Nada tan instructivo como comparar, en uno y otro, el brazo doblado. El filo del codo, el diseño huido del antebrazo, y los dedos que se abren, radiantes, sobre el pecho, he aquí lo propio de Botticelli. Todas sus líneas están cargadas de energía. Credi, en cambio, es mucho más parado. Modela de un modo convincente, es decir, sintiendo el volumen como tal; pero la forma en él no tiene la fuerza impulsiva de los contornos característicos de Botticelli. Esto es diferencia de temperamento, y tal diferencia aparece siempre, ya se detenga uno en los detalles o en el conjunto. En el mero dibujo de unas alillas de nariz ha de poderse descubrir ya lo esencial del carácter estilístico.
En Credi puede observarse que posa siempre una persona determinada, lo que no ocurre en Botticelli; a pesar de todo, no es difícil reconocer que la interpretación de la forma va unida en ambos a una determinada idea de figura bella y movimiento bello, y si Botticelli se abandona por completo a su ideal de forma, alargando la figura, también se puede notar en Credi que la realidad del caso concreto no fue obstáculo que le impidiese expresar su temperamento en las proporciones y en la postura.
La estilización de los pliegues constituye en esta época una verdadera mina para los psicólogos de la forma. Con pocos elementos, relativamente, se obtiene una variedad increíble de expresiones individuales fuertemente diferenciadas. Centenares de pintores han representado a la Virgen María sentada, presentando un pliegue hondo el vestido entre sus rodillas, y no hay caso en que la forma de ese pliegue no acuse toda una personalidad. Y esto no ocurre sólo en el gran arte italiano del Renacimiento: el ropaje tiene la misma importancia en el estilo pictórico de los cuadros íntimos holandeses del siglo XVII.
Es sabido que Terborch (fig. 3) tuvo predilección por el raso y que supo pintarlo bien. Al ver en sus cuadros la exquisita tela, piensa uno que no puede tener otro aspecto que el que allí se le da, y, sin embargo, es la exquisitez del autor la que nos habla a través de sus formas; ya Metsu (fig. 4) ve de manera esencialmente distinta el fenómeno de formación de los pliegues: siente el tejido como materia más bien grave, con caídas y dobleces gravitantes; el contorno tiene poca finura, les falta elegancia a las curvas de los pliegues, y a la serie de éstos, el grato abandono; y ha desaparecido el brío. Seguirá siendo el mismo raso pintado por un maestro; pero en comparación con el de Terborch resultará el de Metsu de calidad apagada.
Y esto no ocurre sólo en el cuadro de que hablamos, como si dijéramos, por mal temple ocasional del artista: el caso se repite, y es tan típico, que al pasar al análisis de las figuras y de su ordenación puede servirnos el mismo concepto. El antebrazo desnudo de la musicante, en Terborch, ¡qué finamente sentido de articulación y movimiento! ¡Cuánto más pesada resulta la forma en Metsu, no por estar peor dibujada, sino por estar manejada de otro modo! Aquél construye con facilidad el grupo, y entre sus figuras queda mucho ambiente; Metsu agrupa a fuerza de masas. Un amontonamiento como el del grueso tapiz abullonado, con la escribanía encima, no lo hallaremos nunca en Terborch.
Y así podemos continuar. Aunque no se pueda percibir nada en nuestro clisé de la flotante ligereza que tiene la gradación de tonos en Terborch, habla el ritmo de las formas, en conjunto, un lenguaje perceptible y no se necesita explicación alguna especial para comprender de qué modo los trozos se mantienen mutualmente en tensión y reconocer un arte que va íntimamente ligado al dibujo de los pliegues.
El problema es el mismo si se trata de los árboles en los paisajes: una rama, el fragmento de una rama, basta para decir si el autor es Hobbema o Ruysdael, no ya por los signos particulares y externos de la «manera», sino porque todo lo esencial del sentimiento de la forma está contenido ya en el más pequeño trozo. Los árboles de Hobbema (fig. 5), incluso en aquellos de la misma especie que los pintados por Ruysdael, tendrán siempre un aspecto más ligero; son más sueltos de contorno y se yerguen más luminosos en el espacio. El arte más grave de Ruysdael recarga el curso de la línea con peculiar pesadez; gusta del lento erguirse e inclinarse de la silueta, conserva juntas y compactas las masas de follaje y es sumamente característico que no deja nunca separarse unas de otras las formas particulares o integrales, sino que las enlaza tenazmente. Rara vez se siluetea un tronco suyo libremente contra el cielo. Más difícil todavía es que resalten la divisoria del horizonte o el sordo contacto entre los perfiles de las montañas y los árboles. Mientras Hobbema, por el contrario, gusta de la línea saltarina y graciosa, de las masas ricas de luz, del terreno aparcelado, de los fragmentos amables y de la visión de fondo deliciosa, de modo que cada trozo constituye por sí un cuadrito dentro del cuadro.
Hay que ir afinando cada vez más en esto de la relación del todo y de las partes, tratando de puntualizarla no sólo en la forma del dibujo, sino en la distribución de la luz y del color, para poder llegar a definir los tipos estilísticos individuales. Se llegará a comprender cómo una determinada interpretación de la forma se une forzosamente a una determinada coloración, y se aprenderá a ver poco a poco el conjunto de los signos estilísticos personales como expresión de un temperamento determinado. Hay mucho que hacer todavía en este sentido por la historia descriptiva del arte.
No por esto se descompone la trayectoria de la evolución artística en meros puntos aislados: los individuos se ordenan por grupos. Botticelli y Lorenzo di Credi, diferentes entre sí, son semejantes como florentinos frente a cualquier veneciano, y Hobbema y Ruysdael, aún distanciándose tanto uno de otro, se emparejan al punto como holandeses, en cuanto se los enfrenta con un flamenco como Rubens. Esto quiere decir que junto al estilo personal aparece el de escuela, país y raza.
Hagamos resaltar el arte holandés por contraste con el flamenco. El paisaje de llanas praderas que circunda Amberes no ofrece por sí una imagen distinta a la de las dehesas de Holanda, a las cuales los pintores patrios dieron la expresión de lo tranquilo y dilatado. Ahora bien: si Rubens (fig. 6) trata estos motivos, parece que el objeto, el paisaje, se torna otro: la superficie del suelo se levanta en ondas, las ramas de los árboles se retuercen frenéticamente hacia arriba y son tratadas sus copas en masas cerradas, de modo que Ruysdael y Hobbema parecen a su lado finísimos siluetistas. Sutileza holandesa frente a masa flamenca. Comparada con la energía dinámica del dibujo de Rubens, toda forma holandesa produce el efecto de cosa tácita, indiferente, ya se trate de la pendiente de un collado o del modo de combarse la hoja de una flor. No se ve en los holandeses un tronco de árbol que tenga el pathos del movimiento flamenco, y los poderosos robles de Ruysdael parecen delicados junto a los árboles de Rubens.
Rubens levanta el horizonte en lo alto y hace pesado el cuadro cargándolo de materia; en los holandeses es fundamentalmente otra la relación entre cielo y tierra: el horizonte es bajo y puede acontecer que las cuatro quintas partes del cuadro se reserven para la atmósfera.
Tales observaciones no alcanzan valor, naturalmente, sino cuando pueden generalizarse. Hay que mantener la conexión entre la finura de los paisajes holandeses y otros fenómenos familiares y seguirla hasta el terreno de la tectónica. El modo de alinear los ladrillos en un muro o trama de una canastilla se sienten e interpretan en Holanda del mismo modo peculiar que el follaje de los árboles. Es característico que no sólo un pintor delicado como Dov, sino un narrador como Jan Steen (fig. 7), en medio de la escena más desenfrenada tenga que vagar para dibujar minuciosamente la urdimbre de un cesto. Y la red de líneas que forman las junturas blanqueadas en las construcciones de ladrillo, y la configuración de unas losetas bien asentadas; estos modelos de divisiones menudas fueron cabalmente saboreados por los pintores de arquitecturas o construcciones. Pero de la arquitectura real (no figurada) de Holanda puede decirse que la piedra parece haber adquirido una particular ligereza específica. Un edificio típico, como el Ayuntamiento de Amsterdam, evita todo aquello que en el sentido de la fantasía flamenca daría a la presencia de las grandes masas de piedra un énfasis de pesadez.
Se tropieza a cada paso en esto con las bases de la sensibilidad nacional, en las cuales el gusto formal roza de modo inmediato con factores ético-espirituales; y la historia del arte tiene ante si todavía problemas fecundos en cuanto quiera abordar sistemáticamente el de la psicología nacional de la forma. Todo va estrechamente unido. Las situaciones tranquilas de los retratos holandeses (o cuadros de figuras) dan las bases también para los fenómenos del mundo arquitectónico. Pero si traemos a cuento a Rembrandt, con su sentimiento por la vida de la luz, la cual, sustituyéndose a toda figura sólida, se remueve misteriosamente en el espacio limitado, se siente uno impelido a ampliar la consideración convirtiéndola en un análisis del modo germánico en contraposición al latino.
El problema se bifurca ya aquí. Aunque en el siglo XVII se separan muy claramente lo flamenco y lo holandés, no puede servirnos, sin más, un período aislado del arte para emitir juicios generales sobre el tipo nacional. Tiempos distintos traen artes distintos, y el carácter de la época se cruza con el carácter nacional. Antes de afirmar que un estilo es nacional en cierto sentido, hay que haber afirmado hasta qué punto ese estilo contiene rasgos persistentes. A pesar de lo dominante que aparece Rubens dentro de su paisaje y de las muchas fuerzas que se orientan hacia su norte, no es posible conceder que haya sido expresión del carácter nacional «permanente» en igual grado que el arte de los holandeses contemporáneos. El pulso de la época se manifiesta en él más fuertemente. Una corriente especial de cultura, la sensibilidad del barroco latino, mediatiza enérgicamente su estilo, y por esto la invitación que nos hace él, más que los holandeses «sin época», tiende a que logremos darnos una idea de lo que ha de llamarse estilo de la época.
Se consigue esto en Italia mejor que en parte alguna, porque allí tuvo lugar la evolución sin influencia exterior, y permanece perfectamente reconocible en todos los cambios lo permanente del carácter italiano.
El cambio de estilo del Renacimiento al Barroco es el mejor ejemplo de cómo el espíritu de una nueva época desentraña una forma nueva.
Llegamos aquí a caminos muy trillados. Nada tan propio de la historia del arte como sentar paralelos entre épocas de cultura y de estilo. Las columnas y arcos del Alto Renacimiento hablan tan elocuentemente del espíritu de la época como las figuras de Rafael, y una arquitectura barroca no da menos idea del cambio de ideales que la comparación del alemán volante de Guido Reni con la noble continencia y grandeza de la Madonna Sixtina.
Pero atengámonos a lo arquitectónico exclusivamente. El concepto central del Renacimiento italiano es el concepto de la proporción perfecta. Esta época intentó ganar en arquitectura lo que en la figura: la imagen de la perfección descansando en sí misma. Obtener cada forma como una existencia terminada en sí misma, ágil de coyunturas; sólo partes que alientan por sí mismas. Las columnas, los entrepaños de una pared, el volumen de la articulación espacial o del conjunto, las masas de la construcción de su totalidad son estructuras que hacen sentir al hombre una existencia satisfecha en sí misma, más allá de la medida humana, pero asequible siempre a la fantasía. Con infinito agrado percibe el sentido este arte como imagen de una existencia elevada y libre, en la que se le hace la gracia de participar.
El barroco se sirve del mismo sistema de formas; pero ya no da lo completo y perfecto, sino lo movido y en génesis; no lo limitado y aprehensible, sino lo limitado y colosal. Desaparece lo ideal de la proporción bella: más que al ser, el interés se atiene al acaecer. Las masas entran en movimiento: masas graves, articuladas pesadamente. La arquitectura deja de ser lo que fue en el Renacimiento en sumo grado: un arte ágil. La organización de los cuerpos constructivos, que antes daban la impresión de máxima libertad, cede el paso a un apelotonamiento de partes sin verdadera independencia.
Este análisis no agota el tema, sin duda alguna, pero puede bastar para indicar de qué modo los estilos son expresión de la época. Es un ideal nuevo el que habla en el barroco italiano, y si hemos antepuesto la arquitectura porque incorpora más sensiblemente ese ideal, también dicen lo mismo en su lenguaje los pintores y escultores contemporáneos, y quien quisiera reducir a conceptos los fundamentos psíquicos del cambio de estilos, tal vez hallara aquí más pronto la palabra decisiva que entre los arquitectos. La relación entre el individuo y el mundo ha variado; un nuevo reino sensible se ha abierto; el alma busca salvación en la sublimidad de lo colosal y lo infinito. «Emoción y movimiento a toda costa», he aquí la característica de este arte, según fórmula breve del Cicerone[2].
Con los esquemas de los tres ejemplos de estilo, individual, nacional y de época, hemos aclarado los fines o propósitos de una historia del arte que enfoca en primera línea el estilo como expresión: como expresión de una época y de una sentimentalidad nacional como expresión de un temperamento personal. Es evidente que con todo esto no se ha tocado la calidad artística de la producción. El temperamento no hace obras de arte, ciertamente, pero constituye lo que puede llamarse la parte material del estilo, en el sentido amplio de abarcar también el especial ideal de belleza (tanto el individual como el de una colectividad). Los trabajos histórico-artísticos de esta índole están muy lejos aún del grado de perfección a que pueden aspirar, pero la tarea es atrayente y agradecida.
Los artistas no se interesan fácilmente por los problemas históricos de los estilos. Miran la obra sólo por el lado de la calidad: ¿Es buena? ¿Es concluyente en sí misma? ¿Se manifesta la naturaleza en ella de modo fuerte y claro? Todo lo demás viene a ser indiferente: léase cómo Hans de Marées refiere de sí mismo que no cesa de aprender a prescindir de escuelas y personalidades, para tener presente tan sólo la solución de los problemas artísticos, que en última instancia son iguales para Miguel Ángel que para Bartholomeus van der Helst. Los historiadores de arte, que, por el contrario, parten de la diversidad de los fenómenos, han tenido que soportar siempre la mofa de los artistas. Decían de ellos que convertían lo accesorio en principal, y al no entender el arte sino como expresión, se atenían precisamente a los aspectos no artísticos del hombre. Se puede analizar el temperamento de un artista sin aclarar con ello cómo ha llegado a producirse la obra de arte, y con probar todas las diferencias que existen entre Rafael y Rembrandt sólo se conseguirá dar un rodeo en torno al problema capital, pues no se trata de indicar las diferencias que los separan, sino cómo por diferentes caminos alcanzaron ambos la misma cosa, es decir, la excelencia del gran arte.
No vamos a colocarnos de parte del historiador y defender su trabajo ante un público escéptico. Si es natural que el artista destaque a primer término lo que obedece a ley general, no se ha de censurar el interés que quien observa, desde el punto de vista histórico, siente por la diversidad formal con que el arte se manifiesta. Siempre será un problema de entidad no despreciable el desentrañar las condiciones que como material urdimbre —llámesele temperamento, espíritu de época o carácter racial— informan el estilo de individuos, épocas y pueblos.
Un mero análisis de la calidad y de la expresión no agotan, en verdad, la materia. Falta añadir una tercera cosa —y con esto llegamos al punto saliente de esta investigación—: el modo de la representación como tal. Todo artista se halla con determinadas posibilidades «ópticas», a las que se encuentra vinculado. No todo es posible en todos los tiempos. La capacidad de ver tiene también su historia, y el descubrimiento de estos «estratos ópticos» ha de considerarse como la tarea más elemental de la historia artística.
Aduzcamos algunos ejemplos para mayor claridad. Apenas hay dos artistas que, a pesar de ser contemporáneos, sean más divergentes por temperamento que el maestro barroco italiano Bernini y el pintor holandés Terborch. Si a ellos, como hombres, no se les puede comparar, tampoco sus obras admiten el parangón. Ante las figuras vehementes de Bernini nadie se acordará de los tranquilos, delicados cuadritos de Terborch. Y, sin embargo, si se consideran juntos los dibujos de ambos maestros, por ejemplo, y se compara en general la factura, habrá que reconocer que en el fondo hay un parentesco indudable. En ambos se observa ese modo de ver en manchas, no en líneas, que es precisamente lo llamado pictórico por nosotros, algo que diferencia de modo característico al siglo XVII del XVI. Nos encontramos, pues, aquí con un modo de ver del que pueden participar los artistas más heterogéneos, ya que no obliga a ninguna expresión determinada. Indudablemente, un artista como Bernini ha necesitado del estilo pictórico para expresar lo que tenía que expresar, y sería absurdo preguntar cómo se hubiera expresado en el estilo lineal del siglo XVI. A todas luces se trata aquí de conceptos esencialmente distintos a los que se contraponen, por ejemplo, si enfrentamos el impetuoso movimiento de masas del barroco a la tranquilidad y continencia del Alto Renacimiento. La mayor o menor movilidad son, al fin y al cabo, factores de expresión que pueden medirse según el mismo canon; pero lo pictórico y lo lineal son lenguajes distintos, en los cuales se puede decir todo lo posible, si bien cada uno desenvuelve su fuerza en un cierto sentido y tiene evidentemente su origen en una orientación especial.
Otro ejemplo: Se puede analizar la línea de Rafael como expresión, describir su trazo noble y grandioso frente a la pequeña laboriosidad del perfil cuatrocentista: en el trazo lineal de la Venus del Giorgione (fig. 8) se puede percibir la cercanía de la Madonna Sixtina (fig. 9), y en el terreno de la plástica, por ejemplo, en el Baco joven de Sansovino (fig. 10), comprobar la nueva línea de largo trazo. Nadie podrá decir que no se percibe ya en este modo grandioso de concebir la forma el aliento de la sensibilidad del siglo XVI; vincular forma y espíritu por modo tal no es entregarse a una superficial faena histórica. Pero el fenómeno tiene otro aspecto aún. Quien ha explicado la gran línea no ha explicado aún la línea en sí misma. No es, de ningún modo, evidente que Rafael, Giorgione y Sansovino busquen la expresión y la belleza de la forma en la línea. Hemos de tratar nuevamente de relaciones y dependencias internacionales. La época de que hablamos es también para el Norte la época de la línea, y dos artistas cuyas personalidades se parecen poco indudablemente, Miguel Ángel y Hans Holbein el Joven, representan, sin embargo, el tipo de dibujo estrictamente lineal. Con otras palabras: se descubre en la historia del estilo un substrato de conceptos que se refieren a la representación como tal, y puede hacerse una historia evolutiva de la visualidad occidental en la cual las diferencias de los caracteres individuales y nacionales ya no tendrían tanta importancia. Sacar a luz esa íntima evolución óptica no es nada fácil indudablemente, y no lo es porque las posibilidades representativas de una época no se presentan jamás con una pureza abstracta, sino, como es natural, unidas siempre a una cierta sustancia expresiva, inclinándose entonces el espectador casi siempre a buscar en la expresión la explicación de todo el fenómeno.
Si Rafael en las arquitecturas de sus cuadros alcanza a fuerza de rigurosa ley el efecto de la contingencia y dignidad en extraordinaria medida, también es posible hallar en sus especiales temas el impulso y el fin propuesto, y, sin embargo, la «tectónica» de Rafael no ha de atribuirse por completo a un designio temperamental; no se trata de eso, sino más bien de la forma de representación vigente en aquella época, que él desarrolló de un modo especial utilizándola para sus fines particulares. No han faltado más tarde ambiciones semejantes, de parecida magnificencia, y, sin embargo, no se pudo retroceder ni recurrir a sus esquemas. El clasicismo francés del siglo XVII descansa en otra base «óptica», y por lo mismo llegó necesariamente a resultados distintos, aun partiendo del mismo propósito. Aquél, que todo lo relaciona con la expresión, establece la premisa errónea de que un temperamento dado dispone siempre de los mismos medios de expresión.
Además, si se habla de progresos en el terreno imitativo, es decir, de aquello que aportó cada época en nuevas observaciones sobre la naturaleza, también se trata de material estrechamente vinculado a formas de representación dadas primariamente. Las observaciones del siglo XVII no pueden aplicarse sencillamente a la urdimbre del arte del quinientos. Los fundamentos generales son ya otros. Es un defecto que la literatura histórico-artística opere tan irreflexivamente con el torpe concepto de la imitación del natural como si se tratara de un proceso homogéneo de creciente perfeccionamiento. Ningún avance en lo de «entregarse a la naturaleza» nos explicará por qué un paisaje de Ruysdael (fig. 11) se diferencia de uno de Patinir, así como el «dominio progresivo de lo real» no nos hace comprender mejor la diferencia que hay entre una cabeza de Frans Hals y una cabeza de Alberto Durero. La sustancia material imitativa puede ser todo lo diferente que se quiera, pero lo decisivo es que en el fondo de la interpretación hay, acá y allá, otro esquema óptico, un esquema que radica mucho más hondo que en el mero problema de la evolución imitativa y condiciona tanto el fenómeno de la arquitectura como el del arte representativo. Una fachada romana barroca tiene el mismo denominador óptico que un paisaje de Van Goyen.
2. Las formas más generales de representación
Nuestro estudio se propone aclarar estas formas representativas. No analiza la belleza de Leonardo o de Durero, pero sí el elemento en que toma cuerpo esta belleza. No analiza la representación de la naturaleza según su sustancia imitativa, ni en qué se diferencia el naturalismo del siglo XVI del naturalismo del XVII, pero sí la manera de intuir que hay en el fondo de las artes imitativas en siglos distintos.
Intentaremos diferenciar formas fundamentales en el campo del arte de la época moderna, cuyos períodos sucesivos denominamos: Primer Renacimiento, Alto Renacimiento y Barroco, nombres que aclaran bien poco y que conducen por fuerza a equivocaciones si los empleamos indistintamente para el Norte y para el Sur, pero que ya casi no pueden ser desterrados. Por desgracia, se une a esto el papel equívoco de las imágenes: brote, florecimiento, decadencia. Si entre los siglos XV y XVI existe realmente una diferencia cualitativa, en el sentido de que el siglo XV ha tenido que elaborarse poco a poco los efectos de que dispone ya libremente el XVI, sin embargo, el arte (clásico) del quinientos y el arte (barroco) del seiscientos se hallan en una misma línea en cuanto a valor. La palabra clásico no indica en este lugar un juicio de valoración, pues también hay un barroco clásico. El arte barroco no es ni una decadencia ni una superación del clásico: es, hablando de un modo general, otro arte. La evolución occidental de la época moderna no puede reducirse al esquema de una simple curva con su proclive, su culminación y su declive, ya que son dos los puntos culminantes que evidencia. La simpatía de cada cual puede recaer sobre el uno o el otro: en todo caso, hay que tener conciencia de que se juzga arbitrariamente, así como es arbitrario decir que el rosal alcanza su plenitud al dar las flores y el peral cuando da sus frutos.
Por mayor simplicidad hemos de tomarnos la libertad de hablar de los siglos XVI y XVII como si fuesen unidades de estilo, a pesar de que estas medidas temporales no significan producción homogénea y de que los rasgos fisionómicos del seiscientos comienzan ya a dibujarse antes del año 1600, así como por el otro extremo condicionan la fisonomía del XVIII. Nuestro propósito tiende a comparar tipo con tipo, lo acabado con lo acabado. Lo «acabado» no existe, naturalmente, en el sentido estricto de la palabra, puesto que todo lo histórico se halla sometido a una continua evolución; pero hay que decidirse a detener las diferencias en un momento fecundo y hacerlas hablar por contraste de unas y otras si no se quiere que sea algo inasible la evolución. Los antecedentes del Alto Renacimiento no deben ignorarse; pero representan un arte arcaico, un arte de primitivos para quienes no existía aún una forma plástica segura. Presentar las transiciones particulares que llevan del estilo del siglo XVI al del XVII es tarea que ha de quedar para la descripción histórica especial, la cual no llegará a cumplir su cometido exactamente hasta que no disponga de los conceptos decisivos.
Si no nos equivocamos, se puede condensar la evolución, provisionalmente, en los cinco pares de conceptos que siguen:
1. La evolución de lo lineal a lo pictórico, es decir, el desarrollo de la línea como cauce y guía de la visión, y la paulatina desestima de la línea. Dicho en términos generales: la aprehensión de los cuerpos según el carácter táctil —en contorno y superficies—, por un lado, y del otro una interpretación capaz de entregarse a la mera apariencia óptica y de renunciar al dibujo «palpable». En la primera, el acento carga sobre el límite del objeto; en la segunda, el fenómeno se desborda en el campo de lo ilimitado. La visión plástica, perfilista, aísla las cosas; en cambio, la retina pictórica maniobra su conjunción. En el primer caso radica el interés mucho más en la aprehensión de los distintos objetos físicos como valores concretos y asibles; en el segundo caso, más bien en interpretar lo visible en su totalidad, como si fuese vaga apariencia.
2. La evolución de lo superficial a lo profundo. El arte clásico dispone en planos o capas las distintas partes que integran el conjunto formal, mientras que el barroco acentúa la relación sucesiva de fondo a prestancia o viceversa. El plano es el elemento propio de la línea; la yuxtaposición plana, la forma de mayor visualidad. Con la desvaloración del contorno viene la desvaloración del plano, y la vista organiza las cosas en el sentido de anteriores y posteriores. Esta diferencia no es cualitativa: no tiene nada que ver esta novedad con una aptitud más grande para representar la profundidad espacial, antes bien, lo que significa fundamentalmente es otra manera de representarla; así como tampoco el estilo plano, en el sentido que nosotros le damos, es el estilo del arte primitivo, ya que no hace acto de presencia hasta que llegan a dominarse totalmente el escorzo y el efecto espacial (fig. 12).
3. La evolución de la forma cerrada a la forma abierta. Toda obra de arte ha de ser un conjunto cerrado, y ha de considerarse como un defecto el que no esté limitada en sí misma. Sólo que la interpretación de esta exigencia ha sido tan diferente en los siglos XVI y XVII, que frente a la forma suelta del barroco puede calificarse, en términos generales, la construcción clásica como arte de la forma cerrada. La relajación de las reglas y del rigor tectónico, o como quiera que se llame al hecho, no denota meramente una intensificación del estímulo, sino una nueva manera de representar empleada consecuentemente, y por lo mismo hay que aceptar este motivo entre las formas fundamentales de la representación.
4. La evolución de lo múltiple a lo unitario. En el sistema del ensamble clásico cada componente defiende su autonomía a pesar de lo trabado del conjunto. No es la autonomía sin ducción del arte primitivo: lo particular está supeditado al conjunto sin perder por ello su ser propio. Para el observador presupone ello una articulación, un proceso de miembro a miembro, lo cual es algo muy diferente, o la concepción como conjunto que emplea y exige el siglo XVII. En ambos estilos se busca la unidad (lo contrario de la época preclásica, que no entendía aún este concepto en su verdadero sentido), sólo que en un caso se alcanza la unidad mediante armonía de partes autónomas o libres, y en el otro mediante la concentración de partes en un motivo, o mediante la subordinación de los elementos bajo la hegemonía absoluta de uno.
5. La claridad absoluta y la claridad relativa de los objetos. Se trata de un contraste por de pronto afín al de lo lineal y lo pictórico: la representación de las cosas como ellas son tomadas separadamente y asequibles al sentido plástico del tacto, y la representación de las cosas según se presentan, vistas en globo, y sobre todo según sus cualidades no plásticas. Es muy particular advertir que la época clásica instituye un ideal de claridad perfecta que el siglo XV sólo vagamente vislumbró y que el XVII abandona voluntariamente. Y esto no por haberse tornado confuso el arte —lo cual es siempre de un efecto desagradable—, sino porque la claridad del motivo ya no es el fin último de la representación; no es ya necesario que la forma se ofrezca en su integridad: basta con que se ofrezcan los asideros esenciales. Ya no están la composición, la luz y el color al servicio de la forma de un modo absoluto, sino que tienen su vida propia. Hay casos en que una ofuscación parcial de la claridad absoluta se utiliza con el único fin de realzar el encanto; ahora bien: la claridad «relativa» no penetra en la historia del arte como forma de representación amplia y dominante hasta el momento en que se considera ya la realidad como un fenómeno de otra índole. Ni constituye una diferencia cualitativa el que abandone el barroco los ideales de Durero y de Rafael, sino más bien una orientación distinta frente al mundo.
3. Imitación y decoración
Las formas de representación ya enumeradas significan algo de tal modo general, que naturalezas tan distanciadas entre sí como Terborch y Bernini —insistiendo en el ejemplo anterior— caben dentro del mismo tipo. La comunidad de estilo de estos dos artistas se basa en lo que para los hombres del siglo XVII era precisamente lo evidente: ciertas condiciones fundamentales, a las que va unida la impresión de lo vivo, sin que impliquen un valor expresivo más determinado.
Ya se las considere como formas de representación o como formas de visión, el hecho es que en estas formas se ve la naturaleza y en ellas expresa su contenido el arte. Pero es peligroso hablar solamente de «situaciones de visión» determinadas que condicionan la aprehensión, desde el momento en que toda concepción artística aparece ya organizada según determinados puntos de vista del gusto. Por eso nuestros cinco pares de conceptos tienen un sentido tanto imitativo como decorativo. Cualquier modo de reproducir la naturaleza muévese de por sí dentro de un determinado esquema decorativo. La visión lineal va unida para siempre a una idea de belleza exclusivamente suya, y lo mismo le acontece a la visión pictórica.
No es sólo en virtud de una nueva verdad natural por lo que un arte ya avanzado disuelve la línea, reemplazándola por la masa móvil, sino también en virtud de un nuevo sentimiento de la belleza. E igualmente hay que decir que la representación en el tipo plano corresponde, indudablemente, a cierto estadio de la intuición; pero también entonces la forma de representación tiene su lado decorativo. El esquema no da nada todavía por sí mismo, pero contiene la posibilidad de desenvolver bellezas de orden plano, tal como no posee ya ni quiere poseer el estilo de profundidad[3]. Y así podríamos seguir a lo largo de toda la serie.
Pero si también estos mismos conceptos del substrato apuntan a un determinado tipo de belleza, ¿cómo no retrocedemos al punto de partida, donde se consideraba el estilo como la expresión directa del temperamento de una época, de un pueblo o de un individuo? ¿No quedará lo nuevo reducido a que el corte se hace mucho más abajo, quedando los fenómenos, en cierto modo, bajo un denominador común más amplio?
Quien así hable desconoce que nuestra segunda serie de conceptos pertenece a otro género, en cuanto que tales conceptos obedecen en su evolución a una necesidad íntima. Representan un proceso psicológico-racional. El avance que representa el paso de la concepción táctil o plástica a otra puramente óptico-pictórica tiene su lógica natural y no pudo ser al revés. Y lo mismo acontece con el proceso de lo tectónico a lo atectónico, de lo severamente ordenado a lo libremente ordenado, de lo múltiple a lo simple.
Aduzcamos el ejemplo —que no debe ser interpretado falsamente en sentido mecánico— de la piedra que baja rodando por la ladera y que puede adoptar muy distintos movimientos al caer, según sean la inclinación del monte, la aspereza o la suavidad del terreno, etc.; pero todas estas posibilidades están sujetas a la misma ley de la caída de los cuerpos. En la naturaleza psicológica del hombre se dan también determinados procesos que pueden considerarse como subordinados a ley en el mismo sentido que el crecimiento fisiológico. Pueden variar por modo múltiple y en grado sumo y pueden tropezar con obstáculos y quedar detenidos total o parcialmente; pero una vez el proceso en marcha, se observará en todo su curso una cierta legitimidad.
Nadie pretenderá sostener que «la visión» evoluciona por sí misma. Condicionada y condicionando interviene siempre en las demás esferas del espíritu. No existe un esquema óptico sin otro origen que el de sus propias premisas que pueda serle impuesto al mundo en cierto modo como un patrón inerte. Pero aún viéndose siempre como se quiere ver, no excluye esto la posibilidad de que obre una ley en toda transformación. Dar con esa ley: he aquí un problema de cardinal importancia. Para una historia científica del arte, el problema fundamental.
Al final de nuestra investigación volveremos sobre el tema.
Fig. 1. Botticelli: El nacimiento de Venus (detalle).
Fig. 2. Lorenzo di Credi: Venus.
Fig. 3. Terborch: Concierto familiar.
Fig. 4. Metsu: Lección de música.
Fig. 5. Hobbema: Paisaje con molino.
Fig. 6. Rubens: Paisaje con vacas.
Fig. 7. Steen: El mundo al revés y detalle.
Fig. 8. Giorgione: Venus en reposo.
Fig. 9. Rafael: Madonna Sixtina.
Fig. 10. Sansovino: Baco joven.
Fig. 11. Ruysdael: El bosque.
Fig. 12. Iglesia de Santa Inés, de Barromini, y Fontana Central de la Piazza Navona, de Bernini (detalle en página siguiente).